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Un veneno sin antídoto (Tomás Furest - España)

“Niño, este equipo es de la ciudad en que tú naciste, pero nosotros somos del Sevilla”. 

El Betis acababa de ganar el Trofeo Concepción Arenal. Jesús, a pesar de las palabras de su padre, había tomado en silencio, con sólo cinco años, la primera decisión importante de su vida: hacerse bético. Miraba a Luis del Sol, que levantaba la copa, y sentía un orgullo tan grande de ser de aquel equipo que llegó a la conclusión de que era bético desde que nació, aunque no lo supiera. Lo que no podía comprender era que su padre, que lo sabía todo, no se lo hubiera dicho nunca y le viniera ahora con esa milonga de que ellos eran del Sevilla. Cosas de los padres, a los que no hay quien entienda, pensó. 

Para que no hubiera dudas de cuáles eran sus sentimientos, al llegar a su casa le pidió a su madre que le enseñara a escribir su nombre, Jesús Olmedo. De segundo apellido, en vez de Madroñal, se puso bético hasta los huesos. Como le resultaba complicado escribir hueso decidió pintar unos iguales a los que daba de comer a su perrita Niebla, un cruce entre Mastín y San Bernardo que engullía todas las sobras de la cocina de El Arsenal y que más que una perra parecía un caballo. 

Su madre lo abrazó con ternura y le hizo ver que era mejor que su padre no se enterara de que era del Betis porque se iba a llevar un disgusto. “Será nuestro secreto”, le dijo mientras le guiñaba un ojo y le daba un beso muy especial, distinto, “porque ya eres un hombrecito”. Aquella noche no pudo dormir. Cerraba los ojos y veía una y otra vez la película de la final: a Otero volando como un pájaro para impedir que marcara Suco; a del Sol corriendo sin parar y borrando a todo el centro del campo del Oviedo; a Kuzsmann dándole un pase magistral a Castaño para que consiguiera el primer gol, a Esteban Areta metiendo por la escuadra el segundo a centro de Paqui… 

No había en el mundo una camiseta más bonita que la verdiblanca ni un escudo más hermoso que el de las trece barras coronado. La camiseta y el escudo que a partir de aquel 31 de Agosto de 1958 llevaría para siempre en su corazón. Jesús había nacido en Sevilla, pero no tenía conciencia plena de ello, porque cuando apenas había dado sus primeros pasos a su padre, capitán de la Armada Española, lo destinaron a El Ferrol. Allí, en el Arsenal, entre barcos, cañones y marinos, creció como un niño feliz y se abrió la cabeza un par de veces sin que la sangre llegara por la ría al fascinante océano Atlántico, por el que navegaba cada noche en sueños venciendo con suma facilidad a cuantos piratas le salían al paso. 

A veces creía que se había caído al agua, pero al despertarse sobresaltado se daba cuenta de que sólo se había hecho pipí en la cama y que tendría que soportar la burla de sus hermanos una vez más. Se sentía gallego, pero había un par de cosas que le recordaban frecuentemente sus orígenes: las tortas de Inés Rosales que les mandaba su abuela Concha desde Sevilla y el tono despectivo con el que una monja rechoncha le decía “andaluz” siempre que lo castigaba por hacer alguna trastada en el colegio. 

Su padre se encerraba cada domingo en la salita junto a la radio para escuchar "Carrusel deportivo", un nuevo programa que había creado unos años antes Bobby Deglané y conducía Vicente Marco, conectando con todos los campos para que los aficionados estuvieran al tanto de cómo iba su equipo sin necesidad de bajar al bar para ver los resultados en la pizarra. Su madre decía que era un programa de locos, de tíos pegando gritos, pero a su padre nadie podía molestarlo mientras jugaba su equipo. Jesús, aunque no compartía colores con el bueno del capitán, le preguntaba cuando salía cómo había quedado el Sevilla porque sabía que si ganaba estaba de buen humor y él se libraba de algún que otro pescozón aunque se hubiera peleado con sus hermanos. Eso sí, cuando el Sevilla perdía era mejor acostarse temprano porque el horno no estaba para bollos y cobraban todos, aunque hubieran sido santos. 

A Jesús le gustaba jugar al fútbol, pero no era de ningún equipo todavía. Si acaso, del Racing de Ferrol porque allí jugaba Marcelino, del que se había hecho muy amigo porque compartía con sus padres la afición por la lectura y con frecuencia aparecía por su casa para llevarse libros de la enorme biblioteca que había en el salón. Marcelino, que iba para cura, cambió el seminario por los campos de fútbol después de llegar a la conclusión de que tenía más dudas que Unamuno, al que leía con especial devoción. Su decisión, entonces mal acogida por su familia, sería celebrada con alborozo años después por todo el país, al ser el de Ares el autor del gol que le daría a España el triunfo en la final de la Eurocopa del 64 ante Rusia, único título conquistado por la selección española absoluta en toda su historia. Marcelino invitaba a la familia Olmedo al fútbol y Jesús iba con su padre y su hermano Juan a ver al Racing, que entonces jugaba en Segunda. 

Un derby ante el Deportivo de La Coruña era lo más emocionante que Jesús había vivido hasta que aquel verano el Betis de Antonio Barrios superó al propio Racing y al Oviedo para conquistar el trofeo Concepción Arenal, que por aquellos años tenía un enorme prestigio, sólo superado por el Carranza y el Teresa Herrera. Desde aquel día, Otero, Portu, Santos, Oliet, Isidro, Paqui, Castaño, Areta, Kuszmann, Vila, Lasa y del Sol se convirtieron en los héroes de sus juegos y de sus sueños, en los que dejaría de hundir barcos piratas para dedicarse a marcar goles a cuantos rivales se cruzaban en el camino del Betis y si hacía falta, se colocaba bajo los palos para echarle una manita a Otero. Definitivamente, el Betis era lo más importante de su vida. 

Jesús hizo a Marcelino participe de su secreto: “Tú eres mi amigo y siempre querré que ganes, pero yo soy del Betis. Y si algún día vuelves a jugar contra mi equipo no puedes marcarle ningún gol, ¿vale?”. Marcelino le dio la mano sin decir palabra, aunque hizo por Jesús algo más importante, presentarle a su amigo Pancho, que era de Sevilla también pero que llevaba muchos años en El Ferrol porque lo mandaron allí a hacer la mili y se enamoró de Lina, con la que se casó y montó “Heliópolis”, un bar al que acudían los futbolistas del Racing después de los partidos. 

El bar estaba lleno de banderines de casi todos los equipos y de fotos de los mejores jugadores del mundo, con una muy grande dedicada a Pancho por Luis Suárez, que triunfaba en el Barcelona. “Pancho, te presento a Jesús, que dice que es del Betis”, le dijo Marcelino muy serio. Pancho lo tomó de la mano y lo condujo en silencio hasta un pequeño despacho presidido por un enorme banderín del Betis, firmado días antes por todos los jugadores después de dar cuenta de un gran mariscada a la que Pancho les había invitado. “¿Niño, estás seguro de que quieres ser del Betis? Piénsatelo bien porque se sufre mucho. Como se te meta el veneno en la sangre no hay medicina en el mundo que te pueda curar esta bendita enfermedad. Yo me hice del Betis cuando nací y no he dejado de serlo ni un segundo a pesar de que durante muchos años hemos estado en Segunda y en Tercera”. Jesús no se atrevía a abrir la boca. Creía que Pancho era Dios y pensaba que si Dios era del Betis él había elegido bien su camino. 

Pancho le trajo un refresco y un álbum de fotos, de fotos del Betis, y le dijo que las había hecho en Sevilla hacía sólo tres meses. “Niño, es que hemos vuelto a Primera. Hemos tardado quince años y pasado muchas fatiguitas por el camino, pero ha merecido la pena. Ascendimos en San Fernando el 25 de Mayo y lo celebramos en Heliópolis una semana después. Yo no podía faltar a la fiesta. Cerré el bar, cogí a mi mujer y nos fuimos en tren a Sevilla. Mira, éste es Benito Villamarín, nuestro presidente. Es gallego, pero tan bético como si hubiera nacido en la Puerta de la Carne. Y éstos son los jugadores que nos han devuelto a nuestro sitio: Menéndez, Portu, Santos, Isidro, Loli, Valderas, Lasa, Paqui, Vila, Areta, Castaño, Rodri, Seguer, Eugenio, Sobrado, Espejín, Ramoncito, Américo, Mundo, Luisín, Domínguez y Luis del Sol. No olvides nunca sus nombres, pero sobre todo el de Luis del Sol porque me da en la nariz que va para figura. Y ahora te dejo que tengo que atender la barra, pero ya le diré a Marcelino que te traiga de vez en cuando para que podamos hablar de nuestras cosas”. A partir de entonces Jesús se iba a “Heliópolis” cada vez que podía.

Pancho le contaba con enorme pasión sus vivencias como bético. Le recitaba de memoria el equipo que ganó en Santander la Liga en el 35: Urquiaga, Areso, Aedo, Peral, Gómez, Larrinoa, Saro, Adolfo, Unamuno, Lecue y Caballero, pero también le recordaba que el Betis se había hecho grande de verdad jugando en Tercera durante siete largos años en los que no desapareció porque los sentimientos nunca mueren. Se mostró orgulloso de haber acompañado a su Betis por esos campos de Dios con un bocadillo de tortilla bajo el brazo y los bolsillos llenos… de ilusión. Le habló de la rifa de vacas, mulas y hasta dormitorios para sobrevivir. 

Le explicó que el ‘Manquepierda’ era un grito de rebeldía, no de sumisión, y le pidió que le dijera a todos que no había nada más grande en el mundo que ser bético. Jesús se atrevió a interrumpirle para decirle:… “a todo el mundo menos a mi padre, porque como se entere me mata. El pobre cree que soy sevillista, como él y mi hermano Juan. Sólo mi madre, Marcelino y tú sabéis que soy del Betis, pero en cuanto empiece el colegio se lo voy a decir a todos los niños”

Jesús cumplió su promesa. Pregonó a los cuatro vientos su beticismo y le dijo a su madre que iba a pedirle a los Reyes la equipación completa del Betis, con botas y todo y cuando empezó la Liga le rogó a su padre que le dejara escuchar junto a él "Carrusel deportivo". Sólo pudo hacerlo en la primera jornada, en la que el Betis le ganó al Granada por 2 a 1 y el Sevilla empató a dos en Pamplona con Osasuna. Lo había pasado muy mal sin poder cantar los goles de Kuszmann. Y peor cuando Salía consiguió el gol del empate para el Sevilla casi al final después de ir perdiendo dos a cero. Su padre le pedía con la mirada que lo celebrara con el mismo entusiasmo que lo hacía él, pero no le salía. El capitán, muy serio, sentenció al terminar el Sevilla: “Nos hemos reservado para el próximo domingo, que recibimos al Betis en nuestro campo. Les vamos a meter cuatro. Cuando volvamos a Sevilla os haré socios a ti y a Juan y os llevaré al Sánchez Pizjuán. Me ha dicho mi hermano Rafael que es el mejor estadio del mundo”.

Jesús tenía claro que no iba a estar junto a su padre al domingo siguiente escuchando "Carrusel deportivo". Le pediría a Pancho que lo invitara a Heliópolis para seguir el partido juntos. Jamás podría olvidar aquel 21 de Septiembre. Antes de que Pancho tuviera tiempo de prepararle un refresco ya había marcado Luis del Sol el primer gol. Se abrazaron como si les hubiera tocado la lotería. El mundo se les vino abajo cuando antes del descanso el Sevilla le dio la vuelta al marcador. Valderas cogió el balón con las manos incomprensiblemente y Salía empató de penalti. Poco después hizo Diéguez el 2-1. Jesús estaba hundido, mudo, pero Pancho le animaba y le decía que de peores habían salido, que en la segunda parte ganaban seguro. Y así fue. Kuzsmann marcó dos goles y Esteban Areta redondeó un 2-4 que dio la vuelta al mundo.

“Así es nuestro Betis, niño. Pero no te confíes porque cuando menos te lo esperes dará la espantá. Y no olvides que hay que quererlo con sus virtudes y sus defectos, como a un hijo”. Pancho le hablaba sin parar a Jesús mientras esperaba que viniera a recogerlo Marcelino para llevarlo a su casa. Y Jesús se preguntaba si su padre lo querría cuando se enterara que era del Betis. El temor a perder el cariño del capitán, al que adoraba, le impedía disfrutar plenamente de ese triunfo que Pancho había catalogado de histórico. Sólo su madre logró convencerlo de que lo iba a querer siempre, aunque le aconsejó que no le hablara de fútbol esa noche porque había acudido a la salita hecho una fiera. 

Acudir cada domingo a Heliópolis a escuchar los partidos con Pancho era tan importante para Jesús que su madre lo amenaza con no dejarlo ir si se portaba mal. La amenaza surtió tal efecto que Jesús estuvo a punto de alcanzar la santidad en vida. Junto a su amigo lloró la primera derrota como bético, que llegó en la cuarta jornada ante el Español, y gozó de partidos memorables como aquel 7-0 al Zaragoza en el que Juan Tribuna a punto estuvo de perder la voz narrando los cuatro goles de Vila y los marcados por Kuszmann, Castaño y Azpeitia. Pancho aprovechaba sus encuentros semanales para compartir con Jesús sus vivencias verdiblancas. El Betis era para él como un hijo, y “por un hijo se da la vida si hace falta, niño”

Reconoció que había llorado de rabia cuando el Sevilla les robó a Antúnez y de alegría cuando el general Moscardó, que presidía la Delegación Nacional de Deportes, le obligó a volver al Betis. “No sabes lo importante que fue para nosotros que nos dieran la razón. Desde que acabó la Guerra Civil nos estaban machacando. A muchos no les gustaba que el Betis fuera el equipo del pueblo. Nos tenían el pie puesto en el cuello, pero no pudieron con nosotros entonces ni van a poder nunca. Ya te he dicho mucha veces que no hay fuerza humana capaz de destruir este sentimiento tan grande”. Jesús, despierta, que han venido los Reyes Magos. Entró en el salón como un loco, buscando la equipación del Betis que había pedido con letras bien grandes a Baltasar. No estaba. Había un balón y unas botas de fútbol, un coche de bomberos y algunas cosas más, pero no la camiseta verdiblanca con la que llevaba meses soñando. Buscó a su madre en silencio, sin atreverse a decir nada por miedo a que se enterara su padre. Cuando estaba a punto de empezar a llorar llamaron a la puerta. 

Era Pancho. Traía en sus manos un paquete grande de Casa Couto, la mejor juguetería de Ferrol. “Jesús, en el bar han dejado los Reyes un regalo para ti. No tengo ni idea de lo que es. Anda, ábrelo que me tengo que ir”. Ante sus ojos atónitos fueron apareciendo la camiseta, las calzonas y las medias del Betis. Jesús no sabía si reír o llorar. Abrazó a Pancho mientras el capitán decía muy serio que tenía que ser una equivocación, que allí todos eran del Sevilla. Pancho esbozó una sonrisa burlona y le contestó que era imposible, que los Reyes Magos nunca se equivocan y que él no conocía a otro niño que se llamara Jesús. 

El capitán le permitió quedarse con el regalo, pero dejó muy claro que no lo quería ver con esa camiseta puesta. La camiseta del Betis pasó a ser como una segunda piel para Jesús. Su madre tuvo que pelear lo indecible para que le permitiera lavarla al menos una vez por semana. Con toda la equipación puesta y más nervioso que nunca se presentó en Heliopolis minutos antes de que empezara el derbi sevillano. Pancho le dijo que parecía un ángel vestido así y le pidió que se tranquilizara: “Les vamos a ganar porque somos mejores. Ya se lo demostramos en su casa y hoy le daremos una nueva lección en la nuestra. Con Ríos en la defensa no pasa ni uno vestido de blanco, te lo aseguro”

Estaba claro que Pancho era Dios o que tenía un amigo en el cielo porque Moreira marcó el primer gol a los ocho minutos y Castaño el segundo al cuarto de hora. No había en el mundo nadie más feliz que Jesús, que al llegar a casa recibió un beso enorme de su padre sin que mediara palabra. Sabía que era por el triunfo del Betis, aunque pasaría mucho tiempo antes de que el capitán reconociera públicamente que su hijo era bético a pesar de que él había hecho todo lo humanamente posible para impedirlo. La gran temporada de Marcelino con el Racing hizo que varios equipos de Primera se interesaran por él. Un día, Jesús sorprendió a su padre recomendándole el fichaje a un amigo que tenía en la directiva del Sevilla. No podía ser. 

Cuando el domingo fue a recogerlo para llevarlo a Heliópolis le hizo prometerle que no se iría al Sevilla. Finalmente firmó por el Zaragoza y Jesús respiró tranquilo, aunque lloró desconsoladamente cuando fue a despedirse de su familia. Perdía a un amigo y, lo que es peor, a su enlace con Pancho. Le recordó su promesa de no marcarle nunca un gol al Betis y le pidió que no lo olvidara nunca. Jesús encontró en su madre la aliada perfecta para no perderse cada semana su cita con Pancho. La temporada empezó con un 7-1 encajado por el Betis en el Bernabéu que a Jesús le hizo temer lo peor, aunque los malos presagios no se cumplieron y al final fueron sextos. Días antes de que terminara la Liga supo que a su padre lo habían destinado a Sevilla y que volverían a su tierra cuando finalizara el curso escolar. 

El último partido fue especialmente doloroso para Jesús. Sufrió por la derrota de su equipo en San Sebastián, pero mucho más por tener que despedirse de Pancho, que lo consoló diciéndole que iba a tener la suerte de poder ver al Betis en directo. “Ya te llamaré de vez en cuando para que me cuentes cosas de nuestro equipo. Y si el negocio va bien, haré una escapadita a Sevilla para que veamos algún partido juntos”. Lo abrazó y le dio un sobre de manera solemne: “Toma, este es mi primer carnet del Betis. Mi padre me hizo socio el día que nací y jamás he dejado de serlo. Ni durante la Guerra ni después de ella dejamos de pagar cuando Tenorio venía a casa a cobrar los recibos. Todos teníamos claro que el Betis necesitaba el dinero más que nosotros, y eso que muchas veces mi madre no tenía ni para un ponernos un plato de puchero. Este carnet hará que no me olvides nunca. Y cuando termine la próxima temporada me mandas el tuyo. Ya hablaré con tu padre para que te haga socio”.

La vuelta de Jesús a Sevilla no resultó como la había soñado. Su padre se negó a sacarle el carnet del Betis; es más, lo hizo socio del Sevilla, aunque él siempre buscaba una excusa para no ir al Sánchez Pizjuán. Como no encontraba nadie que lo llevara a Heliópolis, tuvo que seguir los partidos como en Ferrol, por la radio, pero sin Pancho a su lado para comentarlos. El capitán aprovechaba la ocasión para hablarle del Sevilla, de lo buenos que eran Ruiz Sosa, Achucarro ó Pereda, pero Jesús tenía claro lo que sentía y sabía que jamás iba a dejar de ser bético. 

Para colmo, en el colegio casi todos los niños eran sevillistas. Le costaba un mundo reclutar a once béticos para jugar cada día en el recreo contra los infieles. Tenía que aceptar en sus filas a cualquiera, incluidos algunos sevillistas que no encontraban acomodo entre los suyos porque eran muy malos. Casi siempre perdían, pero él sabía que algún día cambiaría su suerte. Cuando la Liga finalizaba Jesús sorprendió a su padre diciéndole que iría el domingo al fútbol con él a ver al Sevilla… contra el Betis. El capitán lo miró fijo a los ojos y sentenció: “Recuerda que en esta familia somos todos del Sevilla. Ya sabes cómo tiene que comportarte en el Sánchez Pizjuán”. Dicho y hecho. No movió un músculo cuando Gargallo adelantó al Betis a los once minutos y soportó como pudo los abrazos de su padre y de algunos extraños tras marcar Ríos en su propia portería al intentar despejar un balón al que no llegaba Pepín. 

Peor fue la vuelta a casa, con su padre culpando a Ortiz de Mendibil del empate y recordando las muchas ocasiones que había tenido el Sevilla para ganar el partido. Al día siguiente, por fin, pudo sacar pecho en el colegio e incluso tuvo menos dificultades para formar el equipo en el recreo. Pero el gran día estaba todavía por llegar. Era sábado y estaba toda la familia Olmedo a punto de sentarse a la mesa cuando llamaron a la puerta. Jesús no pudo articular palabra cuando abrió y se dio de bruces con Marcelino, que dejó en el suelo el paquete de pasteles que traía y lo abrazó fuerte, muy fuerte, mientras le decía que había crecido muchísimo, que estaba hecho un hombre. 

El Zaragoza visitaba al Betis y el capitán lo había invitado a comer. Durante el almuerzo hablaron algo de fútbol y mucho de El Ferrol y de Ares, de lo mucho que echaban de menos a los amigos que tenían en común. Jesús, cuando pudo quedarse a solas con Marcelino, le hizo un interrogatorio a fondo sobre Pancho y le contó con tristeza que su padre no le había sacado el carnet del Betis y todavía no conocía Heliópolis. “Capitán, mañana me traes a los niños a la una al hotel Colón para que se vengan conmigo al fútbol”, dijo Marcelino al despedirse. El capitán aceptó a regañadientes y Jesús vio por primera vez el campo del Betis desde el autobús del Zaragoza, sentado al lado de su hermano Juan, que le decía que el del Sevilla era más bonito. Marcelino los tomó de la mano y entraron al estadio junto a Yarza, Cortizo, Benítez, Lapetra… como si formaran parte de la expedición comandada por César, el entrenador. Cuando accedieron al terreno de juego y Jesús tomó conciencia de dónde estaba no pudo contener las lágrimas. 

Marcelino le presentó a los jugadores del Betis, que lo preguntaron por qué lloraba: “Porque soy bético hasta los huesos desde que os vi ganar el Trofeo Concepción Arenal y nunca había estado en nuestro estadio”, respondió mientras su hermano se burlaba de él. Lasa le dijo que fuera a verlo al vestuario después del partido y le regaló un banderín firmado por todo el equipo. Un banderín como el que tenía Pancho en el bar. Lástima que ya no estuviera del Sol. A pesar de que lo habían traspasado al final de la temporada anterior al Real Madrid, continuaba siendo su ídolo. Al llegar a casa colocó el banderín en la pared, junto a su cama, para que fuera siempre lo último que vieran sus ojos antes de dormirse. 

Esa noche recibió otra alegría, la llamada de Pancho, al que le contó todo lo que había vivido y lo mal que lo había pasado cuando Murillo adelantó al Zaragoza. Menos mal que Yanko Daucick, el larguirucho hijo del entrenador, empató en la segunda parte. Eso sí, Marcelino había cumplido su promesa de no marcarle al Betis, que terminaba la temporada sexto, por encima del Sevilla. Se pasó el verano intentando convencer a su padre para que lo hiciera socio del Betis, que ya había comprado el campo en propiedad y le habían puesto el nombre del presidente, Benito Villamaría. Su madre lo ayudó todo lo que pudo, pero el capitán decidió quemar sus naves en un último y desesperado intento por recuperar a su hijo para la causa blanca. 

“Te voy a sacar otra vez el carnet del Sevilla y vas a venir a todos los partidos conmigo. Si al final de la temporada no has cambiado de idea y sigues empeñado en romperme el corazón, hablaremos”. No quería hacerle daño a su padre, pero tenía claro que nada ni nadie podía hacerle cambiar sus pensamientos. Ese pulso lo iba a ganar, seguro. Recortaba del ABC el marcador simultáneo para estar al tanto de lo que hacía el Betis. Vivió con indiferencia el triunfo del Sevilla ante el Athletic de Bilbao en la segunda jornada y sufrió lo indecible en silencio al ver quince días después al Zaragoza de su amigo Marcelino perder por 4-0. 

La prueba de fuego llegaría el 8 de Octubre con la visita del Betis al Sánchez Pizjuán. El Sevilla formaba con Mut, Juan Manuel, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achucarro, Agüero, Mateos, José Luis Areta, Diéguez y Antoniet. El campo se caía cuando aparecieron por el túnel de vestuarios. Al hacerlo el Betis la bronca fue tan grande que Jesús se asustó. Allí estaban Pepín, Lasa, Ríos, Esteban Areta, Bosch, Martín Esperanza, Montaner, Pallarés, Yanko, Senekowitsch y Luis Aragonés. 

Recibían insultos de todos los colores, incluso de señoras muy bien arregladas y de algunos de los amigos del capitán que hasta entonces Jesús había tomado por perfectos caballeros. Cuando Pallarés marcó a los once minutos los exabruptos subieron de tono y alcanzaron a todos los que sintieran en verdiblanco. Jesús no entendía nada. Su padre jamás había dicho esas cosas de los béticos. El capitán le hizo un gesto con las manos para que se tapara los oídos, pero en su cabeza retumbaban palabras llenas de odio. 

Los ánimos se calmaron algo al marcar Bosch en propia meta el gol del empate. En el descanso se fueron a tomar un refresco y el capitán le dijo que no tuviera en cuenta lo que había presenciado, que había personas que se transformaban en el fútbol y que en realidad no pensaban lo que decían. Le aseguró que él había pasado por una experiencia similar en el campo del Betis cuando era pequeño. Le rogó que, pasara lo que pasara en la segunda parte, no abriera la boca. No pudo cumplir los deseos de su progenitor. 

Al marcar Luis Aragonés el 1-2 Jesús empezó a gritar gol como un poseso. No había forma de calmarlo. El capitán tuvo que aguantar todo tipo de improperios de sus vecinos de localidad, pero estalló cuando uno le dijo que le pusiera un bozal al perro bético. Saltó como un gamo tres filas y agarró por el cuello al energúmeno que había llamado perro a su hijo. Si no los separan lo mata. “Sí, mi hijo es bético ¿Pasa algo?” Nadie se atrevió a contestarle al capitán. Luego cogió de la mano a Jesús y se marcharon a pesar de que quedaba todavía casi media hora de partido. Apenas cruzaron dos palabras de vuelta a casa, pero Jesús se sintió muy orgulloso de su padre. Estaba claro que lo quería por encima de todo y que a partir de entonces lo iba a dejar tranquilo. En un bar se enteraron de que el partido había terminado con triunfo del Betis. 

Al llegar a casa el capitán se encerró en su despacho y Jesús le contó a su madre y a sus hermanos lo que había pasado. Hasta Juan, que no había podido ir al partido por estar con gripe, se puso de su parte. Sintió que tenía el apoyo y el respeto de todos, sin distinción de colores, aunque lo cierto es que hacía ya algún tiempo que había logrado captar para la causa verdiblanca a su madre y a dos de sus hermanas, y que en casa ya eran mayoría. Unos días después el capitán llamó a Jesús y le entregó su primer carnet del Betis. Le dijo que se lo había ganado a pulso y que disfrutara todo lo que pudiera pero sin insultar nunca a quienes pensaran de manera diferente tanto en el fútbol como en cualquier otro orden de la vida. 

El domingo pasaron a recogerlo para ir al Betis Jaime, Pedro, Manolo y Enrique, unos chavales del barrio que eran algo mayores que él pero igual de béticos. Ese día le ganó el Betis a la Real Sociedad con dos goles de Ansola y el camino de vuelta a casa andando se hizo muy corto comentando las jugadas con sus amigos. Después vendrían otros muchos domingos de victorias, empates y derrotas vividas en Gol Sur con los suyos. Cumplió su promesa de mandarle a Pancho su primer carnet y ahorró peseta a peseta para renovarlo año tras año. Si no le alcanzaba con los ahorros, allí estaban sus padres para ayudarle. Marcelino dejó de ir por su casa. 

El capitán decía que se le habían subido los humos desde que le metió el gol a Rusia, pero Jesús sabía que no lo hacía porque ya no era su amigo. Había roto su promesa y le había marcado dos goles al Betis en La Romareda. Había perdido un amigo pero había ganado un padre, con el que hablaba mucho, sobre todo de fútbol. Incluso volvió con él al Sánchez Pizjuán. Después de la bronca del 61 el capitán había buscado otra zona del campo para ver los partidos juntos sin que nadie los molestara. El fútbol los mantuvo unidos hasta en esos años difíciles en los que Jesús se fue de casa porque necesitaba buscar su propia identidad. En la Universidad había descubierto que Franco no era tan bueno como decía su padre, pero aprendió a no hablar con él de política. 

Si lo hacían de fútbol se entendían aunque cada uno defendiera lo suyo. Cuando Jesús acabó la carrera y ganó su primer sueldo hizo socio del Betis a su padre. Era la manera de verse todas las semanas, una en Nervión y la otra en Heliópolis, hasta que Carolina, una granadina de mirada tierna y bondad infinita se cruzó en su camino y las visitas al Sánchez Pizjuán se acabaron. Eso sí, al Benito Villamarín no faltaba nunca. Eso quedó claro desde el primer día. 

No le costó mucho que lo aceptara porque Carolina se hizo bética por amor. Sólo le formó la bronca cuando nació su primer hijo, Carlos, al que Jesús hizo socio del Betis antes de inscribirlo en el Registro Civil. Tuvo que salir al quite el capitán para hacerle ver a su nuera que esa batalla la tenía perdida, que él había fracasado a pesar de intentar durante años que Jesús renunciara a esa locura de ser bético por encima de todo. Jesús quería que Pancho fuese el padrino. Nadie mejor que él. Aunque un amago de infarto lo tenía acobardado, se presentó en Sevilla con una medalla de la Macarena para Carlos y una maleta en la que había metido toda su vida de bético grande. Se la entregó a Jesús y le dijo que cuando el niño creciera le enseñara todos esos recuerdos y le hablara de su padrino y del Betis. 

El bueno de Pancho se enfrentó al capitán cuando lo descubrió prendiendo un escudo del Sevilla en el faldón bautismal del niño al salir de la iglesia de san Vicente. “Pancho, tú me robaste a mi hijo, lo hiciste bético contra mi voluntad y debes entender que al menos intente que mi nieto sea sevillista”. “Capitán, es que no te enteras. Jesús nació con ese veneno en el cuerpo y contra ese veneno no hay antídoto. Me limité a reforzar algo que llevaba dentro, como lo lleva ya mi ahijado”. “Contigo no se puede hablar de fútbol, Pancho”. “Si quieres hablamos de política, capitán. Con el final de la dictadura se os acabó el chollo. Ahora el que gana los títulos es el Betis”. “Sí, y también el que se va a Segunda al año siguiente”. Jesús intervino para poner fin a la discusión. “Así es el Betis, papá, así es el Betis. Si fuera de otra forma a lo mejor no lo queríamos tanto. No olvides que nuestro grito de guerra es ¡Viva el Betis manquepierda¡” “Anda, niño, vámonos a comer que como sigamos hablando sois capaces de hacerme bético”.

(relato del periodista sevillano Tomás Furest publicado en el libro "Relatos en verdiblanco" dedicado a diveras historias relacionadas con el Real Betis Balompié. Este libro se publicó en 2007 con motivo del Centenario del equipo bético)

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Está en la miseria el hombre que cambió el curso del fútbol mundial

El ex-futbolista Jean-Marc Bosman, cuya demanda contra la normativa de transferencias en el fútbol propició la 'Ley Bosman', es alcohólico y vive de un plan social en Bélgica, según el diario británico 'The Sun'. 

Han pasado 15 años desde que Jean-Marc Bosman revolucionó el mundo del fútbol. Su caso, que terminó en la 'Ley Bosman', permitió a los futbolistas de la Unión Europea jugar libremente en otros países de este territorio sin contabilizar como jugadores extranjeros. 

Los equipos, que hasta entonces sólo podían contar con tres extranjeros, dieron un vuelco en la configuración de las plantillas. 

Corría el año 1990, cuando Bosman denunció a su club, el RFC Lieja, por reducirle su sueldo a más de la mitad e impedirle el paso al equipo francés Dunquerque, a pesar de que su contrato se había vencido. 

El jugador decidió recurrir a la FIFA y también a la UEFA para presentar una queja formal. Cinco años después el Tribunal Europeo de Justicia, dio una histórica resolución que les permitió a los jugadores profesionales europeos la posibilidad de cambiar de club al expirarse sus vínculos, actuando como agentes libres. Hoy, Bosman tiene 46 años y lucha para superar la depresión y la adicción al alcohol. 

Según indicó el propio ex jugador: "Ha sido muy, muy duro. Gané mucho dinero sobre el césped pero soy el único que tuvo que pagar y pagar y pagar".

Gordo y con una calvicie notable, Jean-Marc vive en una pequeña casa a las afueras de Lieja, Bélgica. Es su única posesión material. Ahora, su única motivación son sus hijos Martin, de casi 2 años, y Samuel, de 5. Pero no puede vivir con los niños ni con su madre, Carine, por miedo a que les retiren (a ellos) el plan social estatal. 

Los antidepresivos le ayudan a seguir adelante y, aunque dice que ha estado desde 2007 alejado de la bebida, llegó a tener serios problemas y realiza las declaraciones al diario británico 'The Sun' dando pequeños sorbos a un vaso de vino: "Solo tomo un vaso de vino espumoso en ocasiones especiales".

Sobre Bosman se dijo que llegó a tener 2 casas y 2 Porsches pero ahora sonríe cuando escucha esa afirmación: "La gente piensa que gané una fortuna pero con mi 'fortuna' no podría pagar ni un solo día de salario de Wayne Rooney". 

“Busco trabajo, pero no lo encuentro”, confesó ante el tabloide británico el hombre que dio un cambio radical al mercado futbolístico. “Wayne Rooney gana 200.000 libras por día, pero yo vivo de un subsidio", afirmó.

También es cierto que compró un Porsche de segunda mano, aunque los problemas económicos le obligaron a venderlo. "Normalmente, cuando ganas un juicio te sientes libre pero los medios en Bélgica se pusieron en mi contra tras el caso. Caí en depresión y empecé a beber más y más. Al final, sólo estaba en casa bebiendo vino y cerveza" reconoce el ex jugador.

Bosman presentó una denuncia después de que su club, el RFC Lieja, le recortara 60% el sueldo tras no autorizar una transferencia al equipo francés Dunquerque al término de su contrato en 1990.

Tras un duro y costoso proceso legal de 5 años, logró un veredicto favorable en los tribunales que cambió para siempre la manera de contratar a los jugadores de fútbol en Europa y les permitió moverse libremente entre clubes al finalizar sus contratos, actuando como sus propios agentes, lo que hizo que aumentara su capacidad negociadora y potencial para ganar dinero.

Jean Marc Bosman en su época de jugador 

Bosman fichó por el belga Charleroi en 1991, pero le pagaban menos de € 1.000 al mes por considerarle un riesgo. Cuando finalmente dejaron de emplearle, tuvo que dejar su piso en esa ciudad e instalarse en el garaje rehabilitado de sus padres, ya sin su primera esposa y la hija de ambos. 

Ahí se agudizó un deterioro personal del cual aún intenta recuperarse, a la espera de encontrar una fuente de ingresos -tal vez una nueva página web en la que promoverá el deporte amateur- que le permita mantener a sus hijos. 

Pese a su desesperada situación, Bosman asegura que no siente celos de los jugadores que ahora cobran sueldos multimillonarios beneficiados por la ley que él propició, pero admite que desearía que se le reconociera el esfuerzo que hizo, por el que lo perdió casi todo. 

Fuentes consultadas
* The Sun
* Revista "El gráfico"
* Diario digital "Urgente 24"

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Un búlgaro en Puente Alsina (Juan Sasturain - Argentina)

Todo empezó hace cuatro meses, a mediados de Enero, el primer día de entrenamiento. La cancha estaba con el pasto crecido, los arcos desnudos, las tribunas tan vacías como durante los últimos partidos del torneo anterior. Apenas era media mañana pero ya el sol apretaba, brillaba contra un cielo casi blanco sobre las montañas opacas.

En el vestuario, los vidrios rotos por el ataque final de la barra brava permitían que entrara aire y dejaban respirar un poco. No mucho.

Los muchachos estaban ahí, como invitados a una ejecución, cuando entró Gagliardi, con el tipo y saludó. Le contestó un rumor de abejas. Menos que eso.

Pero lo miraron con atención. Era casi un viejo, vestido con ropa deportiva color violeta oscuro, con inscripciones raras. Levantó la mano apenas, como si fuera un Papa que acallara a una multitud inexistente, y esbozando una leve sonrisa, empezó despacio:

Chiste es muy viejo -aclaró con las consonantes empedradas. Había dos tipos que leyeron aviso en un diario de provincias: “Señorita enseña el búlgaro”. Uno fue. Al rato volvió y el otro le pregunta: “¿Y, qué tal?”. Y el primero le contesta, cara larga: “No vayas: es un idioma”. Je.

Y dejó la sonrisa en espera, como el cómico que inicia su rutina con el chiste sutil y seguro.

Nadie, pero nadie se rió. Y eso que el vestuario estaba lleno. Incluso habían aparecido caras nuevas, lesionados al borde del olvido, algunos de los pibes de la tercera, citados para la presentación del nuevo entrenador: no menos de treinta jugadores con cara de póker. Fue un comienzo duro.

Gagliardi, el protesorero, que era el único dirigente que todavía podía entrar al vestuario sin custodia, se hizo cargo del silencio y presentó al “señor Miraslav Voltov, técnico búlgaro, ex integrante de la selección de su país, que ha desarrollado una extensa campaña en diversas partes del mundo: un auténtico trotamundos del fútbol”.

Seguro que ese viejo de pelo crespo y ojitos claros de astronauta retirado había trotado, porque las zapatillas las tenía a la miseria. Eran una especie de botines Sacachispas fabricados probablemente en el Este, que parecían haber conocido el hielo de las estepas y las arenas de El Cairo. Y el currículum del tipo, que leyó Gagliardi como mejor pudo, ratificaba que no le quedaba continente por conocer.

Los últimos años de trabajo en Centroamérica lo habían familiarizado con el idioma, con el fútbol argentino incluso, a través del contacto con Miguelito Brindisi, con Hugo Cordero, con técnicos y jugadores que andaban por allá.

Grande ilusión venir a dirigir acá -dijo el búlgaro como conclusión. Estoy seguro saldremos al pozo.

Y ahí sí hubo risas que no estaban programadas. El búlgaro también rió, distendido y sin saber bien de qué. Sin saber nada, en realidad, porque de haber sabido dónde había caído se hubiera quedado en cualquier lugar, por más que estuviera en el culo del mundo, como dijo por lo bajo el utilero Castrito.

Para estos tipos, diez dólares son una fortuna… -comentó Desimone, el lateral derecho y uno de los veteranos del plantel, mientras trotaba apenas diez minutos después-. Si no, no se explica. Nos deben tres meses y contratan un técnico extranjero… Les tiene que salir más barato que cualquiera de los últimos ladrones.

Dicen que se ofreció él -dijo casi sin resuello el arquero Perrone-. Estaba de visita en el país para las fiestas, porque tiene unos primos acá, que son del club. Arregló por seis meses: casa, comida, un sueldito y los premios. Como nosotros, si nos cumplieran.

Y siguieron trotando. Y aunque se fueron a almorzar tuvieron que volver, y cuando el sol se puso estaban ahí todavía:

Ponga, ponga… -indicaba el búlgaro, tocando rápido con los Sacachispas rusos: uno corta, uno larga… Ponga…

Y todos se cagaban de risa pero corrían.

La cuestión es que el búlgaro con su media lengua enrevesada se hizo entender bastante bien. Después de tres semanas de triple turno, haciendo fútbol todos los días, reacomodó las piezas, cambió la defensa, les enseñó un par de cosas a los laterales, mandó al nueve a los costados y, sin comprar nada, sin ir a la playa, transpirando en el estadio, armó un equipo nuevo. Ganaron un amistoso contra el campeón del regional, le empataron a Cerro Porteño de Paraguay, le ganaron a Morón y a Los Andes, que hacían pretemporada en la zona, y perdieron apenas 2-1 con el Gimnasia de Griguol. Estaban bien.

Por eso, aunque a los demás los extrañó que para la décima fecha estuvieran entreverados arriba y juntando puntos como para rajarle al descenso tan temido, en el club y en el vestuario sabían que no había misterio, que ahí estaba la mano de Voltov. El periodismo, no: no sabía nada. Perfil bajo, el del búlgaro: nunca una entrevista, siempre los sagaces ojitos grises tras anteojos negros, la cordialidad para la negativa. Un ejemplo de discreción y segundo plano.

Hasta que la semana pasada, cuando se confirmó el partido de la Selección contra los búlgaros en Vélez y se supo que venían Stoichkov, Penev, Kostadinov, todos los cracks a los que el viejo entrenador -según decía- había tenido alguna vez en equipos juveniles o conocía bien, Miroslav Voltov no pudo evitar que lo empezaran a buscar de los medios de Buenos Aires. Lo que sí pudo fue evitar que lo encontraran.

Así, el viernes cobró el sueldo, los premios atrasados y dirigió la práctica de fútbol con raro entusiasmo. Incluso se le escapó un espontáneo “¡Volvé, pelotudo!” dirigido al volante por derecha casi casi sin acento eslavo. Después se fue, como siempre, pero un poco más apurado. Incluso se olvidó el bolso en el vestuario. Cuando se lo alcanzaron a la casa, ya no estaba.

Lo demás, ya se sabe: vinieron con cámaras, con apuro, con malas noticias. Que un imbécil pendejo investigador en busca de fama haya descubierto que el verdadero entrenador búlgaro Miroslav Voltov murió hace dos años en Guatemala no le interesa a nadie en el club. Ni a los dirigentes, ni a la hinchada, ni a los jugadores.

Muchos ahora se llenan la boca hablando de fraude y estafa. En el vestuario de los vidrios rotos, en cambio, se preguntan quién los motivará el sábado con el “ponga, ponga” mientras contemplan, testimonios de abandono, las auténticas Sacachispas trotamundos y el buzo rojo oscuro e Industria Argentina, como debe ser.

(tomado del libro “Pelotas chicas, pelotas grandes” de Juan José Panno, Editorial Colihue)

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Furmiga, el fútbol de las hormigas (Pedro Pablo Sacristán - España)


* Cuento infantil

Por aquellos días, el gran árbol hueco estaba rebosante de actividad. Se celebraba el campeonato del mundo de furmiga, el fútbol de las hormigas, y habían llegado hormigas de todos los tipos desde todos los rincones del mundo. Allí estaban los equipos de las hormigas rojas, las negras, las hormigas aladas, las termitas... e incluso unas extrañas y variopintas hormigas locas; y a cada equipo le seguía fielmente su afición.

Según fueron pasando los partidos, el campeonato ganó en emoción, y las aficiones de los equipos se fueron entregando más y más, hasta que pasó lo que tenía que pasar: en la grada, una hormiga negra llamó "enanas" a unas hormigas rojas, éstas contestaron el insulto con empujones, y en un momento, se armó una gran trifulca de antenas, patas y mandíbulas, que acabó con miles de hormigas en la enfermería y el campeonato suspendido.

Aunque casi siempre había algún problema entre unas hormigas y otras, aquella vez las cosas habían llegado demasiado lejos, así que se organizó una reunión de hormigas sabias. Estas debatieron durante días cómo resolver el problema de una vez para siempre, hasta que finalmente hicieron un comunicado oficial:

"Creemos que el que todas las hormigas de un equipo sean iguales, hace que las demás actúen como si se estuvieran comparando los tipos de hormigas para ver cuál es mejor. Y como sabemos que todas las hormigas son excelentes y no deben compararse, a partir de ahora cada equipo de furmiga estará formado por hormigas de distintos tipos".

Aquella decisión levantó un revuelo formidable, pero rápidamente aparecieron nuevos equipos de hormigas mezcladas, y cada hormiga pudo elegir libremente su equipo favorito. Las tensiones, a pesar de lo emocionante, casi desaparecieron, y todas las hormigas comprendieron que se podía disfrutar del deporte sin tensiones ni discusiones.

(mi agradecimiento al autor, Pedro Pablo Sacristán, por autorizarme a publicar este hermoso cuento)

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El amor platónico de Bill Shankly

Bill Shankly, autor de las citas más audaces e ingeniosas de la historia del fútbol, se hizo hombre en East Ayrshire, Glenbuck, Escocia. Creció en el seno de una familia humilde de diez hermanos, tuvo una infancia durísima, llena de calamidades, y eso forjó en él un carácter tan crudo como irónico. No pudo darse un baño en condiciones hasta los quince años, trabajó a destajo en la mina y encontró en el fútbol, la válvula de escape perfecta para alegrar su complicada vida.

Shankly, un futbolista discreto, pronto entendió que su vocación estaba en el banquillo. Su primer equipo fue el Grimsby Town, luego pasó al Workington y más tarde, en 1956, ficharía para ser entrenador de un equipo modesto, el Huddersfield. Fue allí, en ese equipo, donde Shankly hizo debutar a un muchacho de clase obrera, con pies alados, mala leche y un descaro sobrenatural con la pelota en los pies.

Se llamaba Denis Law, era escocés, había crecido en un barrio marginal de Aberdeen y sólo tenía quince años. Después de unos cuantos partidos, Shankly habló con el presidente del Huddersfield, le pidió retener a cualquier precio a aquel muchacho y le dio un consejo:

-Oiga Presidente, saque su diario y anote esto. Algún día, Denis Law será transferido por 100.000 libras esterlinas.

El presidente no le hizo caso, Denis Law terminó en el Manchester City. Quizá inspirado en aquella jugarreta de aquel presidente, Shankly llegaría a definir a los directivos del fútbol de un modo tan crudo como lapidario:

“La Junta Directiva ideal estaría compuesta por tres hombres: dos muertos y un agonizante”.

Finiquitada su experiencia con el Huddersfield, el bueno de Shankly aceptó el reto de dirigir al entonces modestísimo Liverpool, un equipo sin grandes expectativas que deambulaba por la Segunda división inglesa. Allí fue donde forjó su legendario carácter ganador, donde se convirtió en el manager más famoso de todos los tiempos y donde dejó, con carácter vitalicio, el germen ganador de la filosofía Shankly.

En Liverpool fue donde obligó a su mujer, el día de su boda, a asistir a un partido… de Segunda División. En Anfield fue donde Bill implantó la costumbre de levantar a sus jugadores a las ocho de la mañana para que vieran, son sus propios ojos, cómo trabajaban los mineros de Liverpool. Y en ese club fue donde Shankly instauró reuniones con sus jugadores media hora antes de saltar al campo. Les hacía arrodillarse y les hablaba. Les hablaba de boxeo. De combates históricos, de boxeadores heroicos, de fajarse, de no rendirse. De respeto. De jugar y ganar. De ser los mejores.

Sin embargo, en toda la carrera de Shankly, sólo existió un sueño deportivo irrealizable. Fichar para su Liverpool a aquel descarado escocés que debutó de su mano en el Huddersfield. Shankly había profetizado en 1956 que ese niño prodigio, ese tal Denis Law, algún día valdría 100.000 libras.

La profecía se cumplió el 12 de Julio de 1962, cuando el gran rival del Liverpool, el Manchester United de Matt Busby, fichaba a Law por 115.000 libras esterlinas, una suma de dinero que escandalizó al mundo, y que acabó con el sueño de Shankly.

Denis Law ficha por el Manchester United, a su derecha Matt Busby

Aquel fichaje relámpago el United resultó muy doloroso para Shankly, cuyo ojo clínico ya había vaticinado el talento de Law. Con el tiempo, el patriarca de Anfield, acabaría rendido a la elegancia y clase de su compatriota escocés.

"Law es tan bueno -afirmaba Shankly- que podría bailar en una cáscara de huevo".

No hablaba por hablar. Denis Law inspiraba un fútbol alegre, contagioso, eléctrico y preciso. Alejado del cánon cavernario del patea y corre británico, se convirtió en una especie de volante atípico, más afín al arquetipo latino que al fogoso extremo de Las Islas.

Tan discontinuo en su rendimiento como letal en el área, el fútbol de Law fue el complemento perfecto para el talento de los otros dos grandes talentos del United: Bobby Charlton y George Best. Juntos pero no revueltos, Best, Charlton y Law formaron un triunvirato perfecto, armónico, imparable.

Lo que la política fue incapaz de conseguir, lo unió el fútbol, y un norirlandés, un inglés y un escocés fusionaron su magia, su carisma y su genialidad al servicio de una misma bandera, la del Manchester. Aquellos tres cruzados del Imperio Británico alzaron la Copa de Europa de 1968, y fue fueron considerados como el tercer corazón de Inglaterra, según la prensa de la época, después de Su Majestad La Reina y de The Beatles.

Charlton era el oportunismo, el estajanovismo, la tradicional flema inglesa y el liderazgo en el campo. Best era un genial e irreverente futbolista, un tipo con pie de terciopelo y una cabeza mal amueblada. Law, amén de su grave lesión de rodilla y de su permanente mala leche sobre el terreno de juego, era el goleador inesperado, la chispa adecuada, el tipo capaz de encender a la masa, el interruptor que conectaba una máquina de hacer fútbol.

Su miopía nunca fue un problema cerca del área, sus quiebros eran tan bruscos que hacían descarrilar defensas y su visceralidad le convirtió en uno de los fundadores del histórico club de futbolistas a los que hoy se conoce por ‘Bad boys’ (Chicos malos).

Law, el chico que creció en un barrio modesto de Aberdeen, llegó a hacer realidad el cuento de Cenicienta y se convirtió en una de las estrellas fugaces más brillantes de toda la historia del Imperio Británico. Amó al fútbol por encima de todas las cosas. Vistió la camiseta del Huddersfield, se hizo futbolista en el Manchester City, pasó una temporada en el Torino italiano, alcanzó la gloria con el Manchester United y por último, en su última temporada en activo, decidió colgar las botas en Maine Road, el hogar del Manchester City.

Además de ser internacional por Escocia en 55 ocasiones, Law disputó en toda su carrera un total de 587 partidos, anotando la friolera de 300 goles. Fue Balón de Oro en 1964. Ningún otro escocés ha logrado volar tan alto con una pelota en los pies. Bautizado como ‘El escocés volador’, Law ganó prestigio, fama y dinero durante los años sesenta.

En Julio de 1974, el padre deportivo de Law, el mítico Shankly, anunciaba su retirada del Liverpool. Ese día, los aficionados colapsaron la centralita del club y los trabajadores de las fábricas locales amenazaron con ir a la huelga si no regresaba su héroe, pero Shankly consideró que había llegado el momento de pasar más tiempo con su mujer Ness y su familia. Shankly ganó todo, pasó a la historia como el mejor manager de todos los tiempos, y su Liverpool jamás caminará sólo. Sin embargo, al bueno de Bill siempre le atormentó no haber podido conseguir el fichaje de Denis Law para su Liverpool.

Fue su amor platónico, el sueño frustrado e imposible de toda su vida. Law nunca llegó a jugar para el Liverpool. Fue el único sueño que Shankly no pudo alcanzar.

(publicado en el blog “Siempre fútbol” del lunes, 12 de Enero de 2009)

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Los ravioles del domingo para ser un buen deportista (Nelson Castro - Argentina)

Recuerdo ese domingo de Marzo de 1952, como el día en que conocí a un crack por primera vez. Terminado el almuerzo salí al jardín de mi casa a ver los trenes que pasaban por enfrente, y jugar a la clásica "bolita".

Vivíamos en Quilmes, en la calle Hipólito Yrigoyen 1228, y los trenes pasaban para la ciudad de La Plata con gente para el hipódromo y alguna cancha (Estudiantes o Gimnasia), y a su vez con hinchas del equipo que hacía de visitante a Constitución.

Frente a casa, en la vereda, había un frondoso árbol que daba mucha sombra y se sentía mucha música, subiéndome a la parecita y reja del frente, veo bajo el árbol a un hombre limpiando un Mercedes Benz de la época color verde aceituna con un trapo, sacándole la tierra, y la radio del auto a 'todo trapo' escuchando tangos.

La tarde de sol daba para la siesta, pero a mí no me gustaba, este señor me resultaba cara conocida y silbaba junto con los tangos, entro y le digo a Tito, mi papá: "en la vereda hay un hombre limpiando un auto y me resulta cara conocida", mi padre trabajaba en la agencia Chevrolet de Quilmes y pensó que podría ser alguien de la agencia, cuando sale lo ve y me dice: "se llama Félix Loustau y es de la Máquina de River".

Tito se acerca y le pregunta si ese domingo no jugaba, eran cerca de las 14 y los partidos comenzaban a las 15.30, "Sí" -le contesta -lo que pasa es que vine a comer unos ravioles a la casa de unos amigos a Berazategui, y las calles eran de tierra y se me ensucio el auto-, a todo esto, los trenes pasaban repletos para ambos lados con hinchas tanto de fútbol como "burreros".

El 'crack', con un balde que le había prestado Tito, seguía limpiando tranquilamente su auto, y yo mirando a ese hombre que tantas veces había escuchado por la radio en las voces de Bernardino Veiga y Fioravanti.

Terminada la limpieza, don Félix le agradeció el agua a Tito, subió a su Mercedes verde oliva y se perdió en el fondo de la avenida Yrigoyen rumbo al Monumental escuchando los tangos de la época. Nos quedamos con el vecino comentando lo de los ravioles y si llegaría a tiempo para el partido.

La expectativa fue grande hasta el momento que River salió a la cancha y el comentarista dijo: "Labruna y Loustau", no estuvimos tranquilos, yo ya era hincha de Boca y de Quilmes, pero tener la suerte en esa época de charlar con un ídolo y jugador internacional de selección en la vereda de tu casa, no era cosa de todos los días; cada vez que el relator decía la "la agarra Loustau" mi viejo decía "ya se le bajaron los ravioles" y hasta que terminó el partido estuvimos al lado de la radio esperando su gol.

¡Cómo cambiaron los tiempos!, hoy las concentraciones, prácticas y dietas hacen un atleta que cobra millones, y si se toma un tinto con el doping lo defenestran para todo el viaje... no creo que la raviolada de Félix con sus amigos ese domingo fuera acompañada de agua o leche, creo que más bien fue con unos buenos tintos y "tuquito" con bastaste pan, parados horas después sentir en el Monumental su nombre coreado por miles de hinchas que nunca se enteraron que su ídolo era de buen diente y gran tanguero.

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Gol argentino (Héctor Marcó - Argentina)


Por mi casaca blanca y celeste, Copa del Mundo.

Por la legión de todos esos que alzan su gloria,
en la gramilla o en el tablón.

Por ese hincha que los domingos
deja en el fútbol su pecho a tajos,
cuando la loca de doce gajos
busca los puntos de la ilusión.

Por el canilla, por el purrete
que atrás del arco grita su verbo
dejo este tango para el recuerdo,
como un golazo del corazón.

Los once leones del cuadro argentino
ya están en la cancha midiendo al rival.

Ya suena el silbato, ya el arco enemigo
de miedo en sus redes parece temblar.

La esférica danza su loca pirueta,
la hinchada delira caldeándose al sol.

Y a músculo y nervio sedientos de meta
van cinco saetas en busca del gol.

De pronto un pase del eje medio,
un wing se corta centrando al field.

La toma un ágil, driblea un hombre,
ya las tribunas están de pie.

Empieza el vino, gran remolino,
pase y gambeta, suena un tapón
¡Goool!

Gol en el aire, gol argentino,
y a la criolla nace un campeón.

La estrella del fútbol rutila en el Plata,
nació en un potrero de un pie sin botín.

De un pie de lauchita, de un barrio de lata,
por eso es suburbio shoteando en un team.

El mundo te aclama, campeón de campeones,
mi blanca y celeste casaca inmortal.

Un hurra a esos cracks que te dieron honores.¡Hurra!
Silencio, muchachos, por los que no están.

De pronto un pase del eje medio,
un wing se corta buscando el gol.

Gol en el aire, gol argentino
y a la criolla nace un campeón.

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Argentina-Brasil, Mundial 90. A los 25’ del segundo tiempo digo: “Caniggia va a tener una oportunidad, dependerá de él”. Después, Cani mete el gol. De la emoción le golpeo la espalda a Víctor Hugo. Nos abrazamos.
“La chapa de ese gol te deja ir a todos los Mundiales”,
dicen mis amigos. Al bajar del palco, nos cruzamos con Diego. Me muestra el tobillo y me baja la presión. Víctor Hugo y Diego, que tenía un melón en el tobillo, terminaron llevándome. Todo al revés.

(ALEJANDRO APO, periodista deportivo argentino)

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El fútbol es un deporte de hombres dulces, es un deporte de hombres que se quieren con locura.

(WASHINGTON CUCURTO, escritor argentino)

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Nadie puede engañar el deporte, pues el deporte exige, sobre todo, un gran trabajo espiritual.


(JEAN COCTEAU [1889-1963], poeta, novelista, dramaturgo, pintor, diseñador, crítico y cineasta francés)

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La pena máxima (Antonio Larrey - España)


PRIMERA PARTE

El estadio ha enmudecido en un instante. Cien mil gargantas que hasta hace tan solo un segundo jaleaban al delantero con delirio, con el alma puesta en el pecho en cada suspiro, se han callado por completo. La tensión se palpa en el aire y podría cortarse con un cuchillo, si es que alguien tuviera tiempo para semejantes experimentos.

Ahora sólo hay alma y corazón, sobre todo corazón, para un pedazo de cuero que descansa probablemente ajeno a todo, condenado a sufrir el maltrato de sus creadores sobre un pequeño círculo de cal. El campeonato nacional está en juego, de la gloria al desastre hay apenas nueve metros y dos segundos, los que tardará la pelota enviada por el delantero en resolver tanto misterio concentrado en tan poco tiempo. De poco servirán entonces las anteriores victorias, las goleadas, las grandes tardes de fútbol, nadie se acordará de nada, excepto de si aquel día el delantero de moda marcó o no el gol que dio el título al equipo.

El destino ha querido demasiadas cosas esta noche. Por un lado que el primero y uno de los últimos clasificados se jugaran la liga en el último minuto. El equipo más modesto se juega tanto o más que el posible campeón, se juega seguir vivo porque su excéntrico presidente, que llegó al palco para cargarse de millones y de fama, ha anunciado que si el equipo desciende lo vende al mejor postor. Pero el destino no tenía bastante con eso y ha hecho del partido una agonía más. Todos los demás han terminado, y tal y como están ahora las cosas, con empate, el modesto se salva y el campeón no lo será. Noventa minutos de la misma historia, el modesto lanzando pelotazos de su campo y el grande bombardeándolo cada vez con menos criterio artístico y más corazón. Y es el destino, que es como un escritor caprichoso y desconsiderado, quien ha dispuesto esta última escena.

El delantero de moda del país se adentra en el área, regatea en un metro a un par de defensas que a la desesperada se han lanzado a por él mientras que un tercero que no ha medido tanto su asedio ha rebanado sus piernas a media altura provocando un indiscutible penalti. Entonces fue cuando el público rompió en alegría; en ese momento el triunfo parecía hecho, nadie en pleno delirio podía imaginarlo de otro modo. Pero durante los segundos en los que se ha ido organizando la escena -con el portero situándose bajo los palos, el delantero pisando el césped que rodea al balón para facilitar un correcto golpeo, el árbitro colocando al resto de los jugadores- la euforia se ha ido transformando en duda. La fe del ser humano es así, es como las hojas que se caen en otoño, una leve brisa de duda y caen al suelo como fruta madura. Y de ahí el silencio.

Cada uno espera estos instantes como puede: unos miran a otro lado y esperan que el resto con sus gritos le anuncie el desenlace; otros se tapan el rostro a intervalos caóticos, dependerá de su valentía en el momento final que lo vean o no; y la mayoría se aferra a sus creencias para lograr la confabulación de sus mayores, esos que descansan en el imaginario común y particular, incluso recordando frases del tipo "Dios mío ayúdame" que no pronunciaban desde la más tierna infancia. Pero en el aire hay una enorme luz que les da a todos esperanzas, quien va a lanzar la pelota es el mejor jugador de la historia -eso dijo una prestigiosa revista especializada-, con su edad lo ha hecho casi todo menos esto: ganar un campeonato.

Máximo goleador, uno de los mejores del continente, internacional y el mejor tirador de penaltis del mundo entero, jamás ha fallado uno y ha tirado decenas en su carrera. Aunque son evidencias que descansan en la profundidad de cada uno cubiertas por una enorme capa de temor e incertidumbre. Y el destino, ese que es tan juguetón, ha querido que en el escenario del área se concentren dos conceptos opuestos de lo que es el fútbol: un delantero que quiere ver el cuero besar la red y el portero que sueña con no recogerlo nunca más de ella. El joven triunfador, el maduro portero que prometía y prometía y acabó fracasando. El genio y el demonio -que lo sabe todo por lo que ha vivido-. El portero sabe que si el delantero, como es imaginable, lanza como sabe y el balón acaba en la red, su carrera habrá terminado para siempre, nunca más volverá a los grandes campos, a sentir el delirio de la primera división, acabará en campos de mala muerte o como comercial de una marca deportiva. Es su última oportunidad, el clavo al que debe asirse y es evidente que está ardiendo.

La escena sigue su curso, el delantero ya ha colocado el balón besándolo antes. El portero salta un par de veces en el sitio y mueve los brazos como haría un espantapájaros si de golpe tomara vida. El delantero se aleja, siempre mirando al balón, sin querer enfrentarse a los ojos del portero, que sigue saltando. El murmullo del público va creciendo. El delantero frena su marcha atrás, respira e inicia la carrera. Un paso, dos, tres, cuatro y por fin su pierna se estira, primero hacia atrás y después hacia delante, hasta que su bota golpea el cuero. Éste se desliza raso sin demasiada convicción, el portero se inclina hacia el otro lado y con los ojos desencajados comprueba cómo le han engañado, pero el balón se va acercando a la portería a la vez que se aleja porque acaba saliendo a medio metro del poste ante el aullido general...

SEGUNDA PARTE

Está abrazado a su pecho. Aún guardan en la respiración la resaca de la batalla, en oleadas de suspiros que como el mar mueren en la arena que es ya el recuerdo de sus cuerpos formando parte de uno solo. Le encanta sentir la piel suave e incluso imaginar cómo se va durmiendo mecido por esa dulce resaca. No soporta a los hombres con demasiado pelo, por eso le gustó tanto desde la primera vez. Luego ha habido tantas cosas que le han ido subyugando que cree haber nacido para amarlo. Hoy ha sido un día duro para los dos, han vivido un momento demasiado tenso y el reencuentro ha servido para que esa tensión saliera a golpetazos pélvicos, el uno contra el otro. Casi no han hablado pero él, que acaricia su pelo con ternura, por fin tiene deseos de romper el silencio.

-¿Sabés una cosa? -le susurra casi al oído.

-No -responde sin darse la vuelta, algo sumergido en su interior, como si en el fondo la persona que a su espalda le habla y que un segundo atrás mordisqueaba fuera de sí su cuerpo no fuera más que un desconocido que le pregunta la hora en la calle.

-Creo que no te he dado las gracias todavía.

-¿Gracias por qué?

-Por lo de esta noche.

-Pero otras veces eres tú quien me recibes y no te doy las gracias... no te entiendo.

-No, tonto -le besa cariñosamente en la oreja-, gracias por fallar el penalti.

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Manel Grau era vicepresidente del FC Barcelona en 1973 y la Comisión Directiva se reunió en Palamos (Girona). La razón es que desde Madrid se quería que el Barça retirara de la directiva a: Raimon Carrasco, Josep Lluís Vilaseca, Gonçal Lloveras y Ferran Ariño todos ellos miembros de la directiva de Agustin Montal (foto), y asistieron por parte del Gobierno Central un jovencisimo Adolfo Suárez (era el director General de TVE), Juan Gich (que habia sido Gerente de la entidad, pero ahora estaba en el otro bando) y Bech Careda que eran miembros de la Direción General de Deportes. La razón es que eran considerados "catalanistas" y por lo tanto "peligrosos" para el régimen.
Se debía consensuar la Junta Directiva que dirigiría al FC Barcelona. Adolfo Suárez manifestó que prefería no meterse y fueron el subsecretario de Gobernación: Rodríguez de Miguel, Juan Gich quienes pactaron que Carrasco, Vilaseca, Lloveras pudieran entrar en la Junta, Ariño quedaría como en un segundo plano.
Y es que durante muchos años, las Juntas Directivas eran elegidas ‘a dedo’ desde la Capital de España y siempre entre personas afines al gobierno.
Como el propio Agustín Montal reconoce, ser presidente del Barça en aquella época era muy duro, ya que el Barça tenía encima los ojos del centralismo y sobre todo de la Dirección General de Deportes que dependía directamente del Ministerio del Movimiento y el mero hecho de hablar en catalán, incluso por la megafonía del estadio era "pecado". Tanto que en un partido ocurrió la siguiente anécdota:
Se dió un aviso por megafonía. El Ministro de la Gobernación que estaba invitado preguntó:
- ¿Qué idioma están hablando? -preguntó el Ministro.
- El Catalán. Ha sido una decisión de la Asamblea del club -le contestó Montal.
- La Asamblea del Barça es el acto politico antifranquista más importante que se ha hecho desde la Guerra. Si hablan este idioma otra vez, te lo diré en otro sitio y de otra manera -contestó el Ministro.

(tomado de la página “Mushofútbol”)

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Se puede disponer de las mejores instalaciones y contratar a los mejores jugadores del mundo, pero la llave del éxito la tiene el entrenador.

(STEFAN KOVACS [1920-1995], entrenador húngaro, recordado por su gran paso en el Ajax de Johan Cruyff)

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Si se va Pekerman sería como perder un tesoro.

(JULIO GRONDONA, Presidente de la A.F.A., Junio de 1997)

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Bobby Charlton



Fecha: 1970
Lugar: Ipswich, Inglaterra
Fotógrafo: Peter Robinson

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Bloopers del fútbol

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¿Cómo fue su llegada al Nantes?

Jugaba en Boca Juniors y le convertí cuatro goles al Málaga durante un partido amistoso. Cuando regresó a la Argentina, le dije al Presidente: "Ahora véndame”. Durante esa gira por España me di cuenta del mundo que para mí y para mi familia podría descubrir a través del fútbol.

En Nantes, los jugadores argentinos ya estaban de moda en ese momento...

Buscaban un ‘9’ y Ángel Marcos, les dijo acerca de la cantidad de goles que hice en Boca. También tengo una historia. Habían pedido referencias mías a Hugo Bargas, quien también fue mi compañero en Nantes, acerca qué tipo de jugador y la persona era yo. Él les dijo que yo era un goleador de primera clase, pero fuera del campo, no sé por qué, nunca le había dicho "hola" a nadie. Yo era un tipo que saludaba a la gente en realidad.

¿Por qué?

Yo era muy introvertido y no me gustaba escuchar a la gente. Yo estaba tratando de marcar goles y hablar en el campo, no más. Yo nunca hablaba mucho, pero las personas que me conocen dicen que hoy hablo en nombre de todo lo que yo no hablé cuando era joven.

Después de sólo seis meses en Nantes, donde también se las arregló para terminar como máximo goleador, se va a Metz...

Yo no fui a Metz, pero acepté su oferta, porque éramos seis extranjeros para los tres lugares en Nantes. Fue una lucha constante entre nosotros. Mis amigos pensaban que estaba cometiendo un error al ir al Oriente, donde hacía tanto frío, en un club de mitad de tabla, pero gracias a Dios estuve allí y fue el equipo más prolífico de la liga. Incluso ha fracasado en ganar la Copa de Francia.

Se le llamaba el "artillero de Metz"...

Sí, hemos formado un gran dúo con Michael Braun y es allí cuando se cantaba “¡Hugo! Hugo! Hugo!”

(HUGO CURIONI, formidable goleador argentino de la década del '70, en una entrevista publicada en la página del periodista francés Nicolas Deltort, 19/09/09)

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Si todas las personas que dicen haber estado en la final del Mundial 1950 frente a Uruguay realmente hubieran concurrido, el público presente esa tarde en el Maracaná tendría que haber sido de más de un millón de espectadores.

(JO SOARES, humorista brasileño)

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Yo tengo una costumbre cuando tomo un plantel, les digo: Muchachos, todos suplentes. Cuando yo los pongo, no me agradezcan, no me regalen nada, pero cuando los tengo que sacar hay que aguantársela... porque si no los voy a pelear en la mitad de la cancha, eh... Yo 'paro la chata' desde el vamos.

(JORGE "el Indio" SOLARI, ex jugador y entrenador argentino)

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Ramón 'Cabezón' Mifflin Páez era entrenador de Sport Boys de El Callao y un día le pidió a los dirigentes que contraten a un delantero extranjero para que refuerce el ataque de su equipo, que llevaba varias fechas en preocupante sequía goleadora. El presidente 'rosado' decidió incorporar a un delantero argentino que fue suplente del famoso artillero Martín Palermo en Estudiantes de La Plata. Durante la conferencia de prensa de presentación del nuevo futbolista porteño, Mifflin se acercó a un periodista que cubría el evento y le preguntó quién era el jugador, de qué jugaba, qué perfil tenía, si era goleador y de qué club venía.
El reportero, muy sorprendido por la consulta del 'Cabezón', le respondió que se trataba de Martín Fúriga (foto), que era delantero, que su pierna fuerte era la izquierda, que solía meter goles cuando reemplazaba al 'Loco' Palermo y que jugaba en Estudiantes de La Plata antes de recalar en El Callao. Mifflin escuchó las referencias, se quedó tranquilo, después hizo uso del espigado Fúriga en cuanto partido pudo del torneo local, pero el ariete rioplatense no marcó gran diferencia y volvió a su país al poco tiempo.
Hasta hoy el periodista se pregunta a sí mismo como el entrenador de Sport Boys no sabía nada de su nuevo pupilo en el año 2001.

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¿Cómo debe comentarse un partido de fútbol?


Indudablemente hubo un cambio en la manera de comentar el fútbol. En el pasado se trataba sólo de contar el partido, de narrarlo. No se aventuraban juicios personales. No había incursiones en lo técnico. El cronista era un espectador más.
Pero desde hace unos años se viene operando una transformación. Se intenta juzgar. Se utilizan argumentos tácticos. El cronista es un técnico más.

En muchos casos se ha pasado de un extremo a otro; es decir, de elogiar todo porque sí, por rutina, saltamos a criticar todo porque sí, también por rutina. Antes aquello, que era malo por sensiblero. Ahora esto, que es malo por destructivo.

Personalmente creo que esto no es más que un proceso de evolución, en el que aparecen exageraciones, como en cualquier orden de la vida, hasta que llega la decantación, y entonces luego sí la identificación de los auténticos valores. Me parece positiva la nueva inquietud de los cronistas por averiguar los secretos futbolísticos y transmitirlos al público. Eso es bueno. Pero no hay que olvidar que el fútbol es pasión, y que comentar un partido de fútbol no es dar una lección de tácticas, sino también penetrar y participar de un hecho que por ser masivo y por ser popular es parte de nuestra apasionada manera de vivir.

Hoy se prestan a responder a nuestra pregunta cronistas de la antigua modalidad, cronistas de la nueva modalidad, periodistas de otras actividades y críticos de arte. Quizá alguien se sorprenda de encontrar a un crítico de cine o de música en esta encuesta, pero aclaro que aquí no se trata de hablar de fútbol, sino de actitudes críticas, de formas críticas. Por eso responden aquí.

Nuestros encuestados son: Borocotó, de los que hicieron El Gráfico; Edmundo Eichelbaum, crítico de teatro de El Mundo y de cine en Radio Municipal; Calki, decano cronista de cine; Jorge Rodríguez Duval, joven y maduro periodista; Bernardo Neustadt, creador de una modalidad periodística; Juvenal, Osvaldo Ardizone (los dos son de la casa); Jorge D’Urbano, crítico musical, y Alberto Laya, estilista, jefe de deportes de La Nación.

BOROCOTÓ
Crítico de revista “El Gráfico”
Se producen partidos claros, fáciles para el comentario, así como otros muy complicados, en los que “pudo ser lo que no fue” y que incluimos en un denominador común: “cosas del fútbol”. Me sería fácil enumerar muchísimos de éstos cuya explicación hay que hallarla hurgando en la trastienda, pero la lista sería muy extensa. Remitiéndome a los cotejos normales, presto mucha atención al desempeño de los medios porque, a mi entender, brindan un rumbo para el comentario. No obstante, admito que no hay regla fija. Es la experiencia, es el conocimiento que se tiene acerca de capacidades individuales y colectivas de equipos lo que ayuda al comentarista. A veces encuentro una colaboración en los recuerdos, ventaja de los que hace rato tenemos escarchado el techo del rancho...

EDMUNDO EICHELBAUM
Crítico de Teatro
El partido de fútbol es un espectáculo dramático, en la medida en que existen dos fuerzas en conflicto. Es también un espectáculo plástico, ya que el deporte genera movimientos, ritmos, dinámica, que se manifiestan corporalmente en los jugadores. Y es un espectáculo técnico, porque ese deporte posee sus reglas y sus recursos propios, que cada jugador y cada equipo dominan en determinada magnitud. El comentario de fútbol debe reflejar fundamentalmente lo que ocurrió en la cancha respecto de esos tres órdenes, en el plano colectivo y en el plano individual, valorando cada uno de los aspectos y ofreciendo un balance total. Además, en nuestro país es el deporte popular por excelencia, lo que comprende una fuerte carga sentimental en el espectador y en el hincha, y eso debe ser contemplado en cierto modo, sin disminuir la importancia mayor de los otros tres aspectos.

JORGE RODRÍGUEZ DUVAL
Crítico de diario “El Mundo”
Comentar un partido de fútbol sugiere, fundamentalmente, contarlo. La base está allí. No se trata de volcar necesariamente el hecho, para después desmenuzarlo. Tampoco el periodista debe caer en el análisis subjetivo, agrio, muchas veces desalmado.
El periodismo evoluciona, como cualquier orden de la vida. De la misma manera se supone que el lector sabrá digerir las disquisiciones del comentarista. Sólo, para el caso, se requiere un término medio que contemple cualquier situación. Pensar que el fútbol es una actividad que apasiona a todas las clases sociales. Y que cuando hablamos o escribimos de él, comprendamos que nos están leyendo o escuchando un médico, un político, un obrero, un empleado.

BERNARDO NEUSTADT
Periodista de intensa trayectoria
No hay líneas rígidas. Ni fundamentos clásicos. Quien se quiera ajustar a tales estrecheces mentales, desde ya es antiguo. Comentar es tener una óptica. Si se me exigiera definiciones siempre flexibles diría: ni dedicarse exclusivamente al clima, ni aburrir y aburrirse en abstracciones filotécnicas, en lenguaje intelectualizado. Ni el “ayer” de fabricantes de falsos mitos, ni el hoy destructor por actitud espectacular. Personalmente no abandonaría el campo social que ofrece el fútbol. No lo desvincularía del país-país. Trataría de probar que el individualismo del siglo XVIII o XIX ha “muerto en una cancha de fútbol”. Que los países tienen buen fútbol si alcanzan su desarrollo. Y si no tienen desarrollo, por lo menos tienen “orgullo nacional”. Trataría de crear mitos sobre bases sólidas. Y me abrazaría a ellos con espíritu de conjura. Tenemos necesidad de volver a adorar algo. No negarnos. No autodestruirnos. No sería complaciente, pero tampoco iracundo gratuito. Iría al estadio con fervor, no con espíritu lípido. Comentaría para servir, no para servirme.

CALKI
Crítico de Cine
Un partido de fútbol está allí, desarrollándose sobre la cancha, del mismo modo que una película desarrolla su acción sobre la pantalla. Debe ser sencillo, para el crítico, mirar y juzgar objetivamente. Es el precepto número uno. Desde luego, a una perfecta objetividad se llega desprendiéndose de todo partidismo. Después, en segundas y terceras instancias, llega aquello del conocimiento, de la sensibilidad y el talento, que puede llegar a construir un estilo. La tarea de un crítico es siempre difícil. Creo que cuando llegue a la perfección se quedará sin amistades.

JUVENAL
Crítico de revista “El Gráfico”
Con sentido crítico. Es no quiere decir con acritud. Con criterio pedagógico. Eso no significa deshumanizarse. Con objetividad. Es decir: hablando de lo que uno realmente vio. No de lo que quiso ver o llevaba previsto ver. Con la preocupación permanente de darle al lector o al oyente, un panorama total del juego. Al mismo tiempo con la inquietud técnica de marcar aciertos y errores individuales, explicando los motivos de elogio o de crítica. Tratando de usar el idioma con fluidez y si es posible con elegancia. Con una pizca de ironía. Pero midiendo mucho lo que se dice, para no caer en un concepto erróneo por hacer una frase bonita o intercalar un dicho gracioso. Lo que interesa fundamentalmente es que el concepto sea justo para el actor. Y claro para el que lee o escucha.

JORGE D’URBANO
Crítico musical de diario “El Mundo”
Se me ocurre que la crítica de fútbol debe tener las tres condiciones de cualquier clase de crítica: sinceridad, conocimiento y claridad. La primera porque el crítico siempre debe decir lo que piensa; la segunda porque el crítico debe saber por qué piensa así; la tercera porque cualquier crítica es inútil si los demás no la entienden. Quiero agregar que la crítica de fútbol se me imagina de tremenda dificultad. Por lo menos, eso es lo que piensa de ella un crítico musical.

ALBERTO LAYA
Jefe de deportes del diario “La Nación”
No ser corto de vista ni tener úlceras. Conocer gramática. Poder de captación, poder descriptivo, poder de convicción, poder poder. No ponerse de acuerdo con nadie para coincidir en una jugada o en un gol. Ver con los ojos de uno mismo. La miopía mental es más deplorable que la miopía óptica. No llegar a la cancha al comenzar el segundo tiempo ni irse de ella al terminar el primero. Preferir el contenido al continente. Si se consiguen las dos cosas, tanto mejor. Y ser, al fin, lo suficientemente veraz como para que el lector, en su afán de saber lo que pasó y cómo pasó, no compre otro diario. Eso sería un harakiri periodístico porque el papel cada vez está más caro. ¡Ah...!, me olvidaba. Saber lo que es fútbol y no simpatizar exageradamente con ningún equipo, con ningún club, con ningún dirigente ni con ningún aguatero.

OSVALDO ARDIZZONE
Crítico de revista “El Gráfico”
Se da “por aprobada” la lección tan difundida de la objetividad, ecuanimidad, sinceridad, idoneidad, dad..., dad..., dad...
Además de todo eso, es importante que el comentario de un partido califique el juego, alcance a descifrar el porqué de un resultado o de una superioridad, transmita la característica de los equipos al margen de ese partido y haga conocer a la opinión una opinión sobre los jugadores.
Además de todo eso, es importante que el comentarista no muestre especial vocación por administrar justicia en los resultados, que generalmente no sirve para nada. El excesivo celo en debitar y acreditar los shots en los palos, los penales no cobrados, las atajadas heroicas, los centros malogrados, los córners cedidos forzados, las oportunidades “perdidas”, el arbitraje “mal intencionado”, no esclarece nada.
Además: el vuelo de la pluma. Que esté bien escrito es, al cabo, lo más importante...

(Artículo de Julio Lagos publicado en revista “El Gráfico”, mediados de la década del ‘60)

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El fútbol es siempre un juego de riesgos. Tenemos que asumir esos riesgos. Después de ciertos éxitos en mi carrera, decidí venir aquí. Me siento muy contento de estar en medio del fútbol turco. El fútbol turco ha hecho un gran progreso y está subiendo en Europa. Soy un hombre de trabajo. Vine aquí a trabajar y todo el mundo lo verá durante los dos años. Por mi carácter, siempre intento lo mejor.

(LUIS ARAGONÉS, entrenador español, declarando en Julio de 2008 a "Marca" los motivos que lo llevaban al Fenerbahçe turco, en donde estuvo hasta Junio de 2009)

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Es cierto que se han comparado los estadios con santuarios y que existe mucha afinidad entre la pasión por el fútbol y la religión. Hay, en efecto, un espacio consagrado (el césped), oficiantes (los jugadores), feligreses con un gestualidad codificada similar a la liturgia y toda una serie de actitudes mágico-religiosas. Creo, no obstante, que se diferencia de una religión por el hecho de que el fútbol no aporta ningún mensaje sobre la salvación.

(CHISTIAN BROMBERGER, antropólogo francés)

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El hombre que espera (Alberto Fabián Montagna - Argentina)


Aquel domingo, Juan Carlos, se levantó más temprano que de costumbre.

En la casa todos dormían aún. Salió sin hacer ruido de la habitación y se dirigió al baño.

Entró, prendió la luz y se puso a orinar, después se lavó la cara. Ya un poco más despabilado, preparó las cosas para afeitarse. Se arregló prolijamente el bigote, cuando acabó, limpió con esmero los elementos y los guardó nuevamente en el último cajón. Posteriormente se desnudo frente al espejo. Primero se sacó la camiseta de River con la que hacía años dormía, luego el calzoncillo. Cuando ya estaba completamente desnudo, miró su imagen reflejada en el espejo, en su pubis descubrió un vello de otro color al resto, le llamó la atención que allí estuviera, pero no le prestó mayor atención.

De manera que abrió la ducha y se introdujo en la bañera. El agua tibia cayó sobre su cuerpo, lo relajó. Lo necesitaba. Estaba un poco ansioso y la ducha lo tranquilizaba. Habrá estado bajo el agua unos quince minutos, pero al él le pareció una eternidad. Cerró la canilla y se secó con esmero la cabeza, la espalda las piernas y los pies, mientras lo hacía se acordó del vello encontrado hacía un rato. Se volvió a mirar en el espejo, estuvo a punto de arrancárselo, pero desistió de la idea, después de todo no se notaba tanto.

Se puso desodorante en las axilas y talco en los pies. Peinó sus cabellos con la raya al medio como hacía años. Se vistió lentamente. Había elegido la ropa la noche anterior. Cuando estuvo listo, abrió la puerta tratando de no hacer ruido y se dirigió a la cocina. Allí, Rosa, ya había preparado el desayuno. La saludó con un beso en la mejilla y le musitó algo al oído.

Ella lo miró y sonrió.

Luego se sentó a la mesa mientras ella ponía una taza con café con leche y tostadas delante.

-Dulce de leche y manteca, le preguntó Rosa.

-No, solo manteca, le respondió él.

Luego le alcanzó el diario y se fue a preparar el desayuno para el resto de los habitantes de la casa, que en cualquier momento se levantarían.

Él tomó el desayuno en silencio mientras leía la parte de deportes. Se aseguró del horario del partido: A las cinco.

Ricardo quedó que pasaría a buscarlo para ir juntos a la cancha. Faltaba tanto.

Releyó la formación. Otra vez habían puesto a ese pibe que jugaba de nueve. A él no lo convencía, pero a la gente le gustaba y el pendejo hacía goles.

Luego de leer la parte de deportes, leyó el horóscopo, en sorpresa le decía: Un día muy especial. Y claro que lo sería pensó.

Cuando terminó el desayuno, juntó la taza, y el plato con tostadas y lo llevó a la mesada, guardó la manteca en la heladera y se fue para el living con el diario.

Se sentó en el sillón y leyó lo que le faltaba del diario. Luego prendió el televisor, el Napoli del Diego jugaba contra el Milán y lo quería ver. Un poco por eso y otro porque quería que el tiempo pasara rápido y que de una buena vez llegara el momento de que Ricardo lo fuese a buscar. Hacía tiempo que no iban a la cancha juntos y hoy, después de tanto, al fin lo harían.

El resto de los habitantes de la casa se levantaron y al igual que él fueron a desayunar. Rosa con esmero les fue sirviendo a medida que llegaban a la cocina.

Ángel, cuando finalizó el desayuno, se fue a sentar al living a mirar el partido con él. Mientras, en la cocina, las mujeres ayudaban a Rosa a preparar el almuerzo.

Como todos los domingos comerían ravioles, ya era un clásico y a todos les gustaba el tuco que Rosa preparaba.

El Napoli, con una extraordinaria actuación del Diego, le ganó al Milán 4 a 0.

Lástima que el Diego era bostero, que lindo sería verlo con la de River, pensó Juan Carlos.

A la una en punto todos estaban ubicados para almorzar. Él comió despacio, pero mirando el reloj, ya se acercaba la hora y su ansiedad aumentaba.

Cuando terminaron el postre y el café sonó el teléfono.

Rosa fue la que atendió:
-Geriátrico “La casona”, ¿quién habla?

Desde el otro lado de la línea una voz de hombre pidió por Juan Carlos.

-Ya lo llamo, un segundito, le respondió Rosa.

-Juan Carlos, gritó Rosa desde el living, teléfono.

-¿Quién es?, preguntó él desde la cocina.

-No sé, no le pregunté, pero me parece que es su hijo.

-Hola, ¿Ricardo, sos vos?

-Sí papá, soy yo Ricardo.

Luego de unos minutos, Juan Carlos volvió a la cocina, una lágrima le rodaba por la mejilla.

Les pidió disculpa a todos y se fue a su habitación.

-Otra vez lo dejó cambiado y sin salir, comentó Ángel a los demás, cuando Juan Carlos ya se había retirado.

-Nunca tienen tiempo para nosotros, comentó Norma, mientras ayudaba a Rosa a lavar los platos.

-¿Jugamos un partidito de chinchón?, preguntó Ángel a los que todavía estaban sentados a la mesa.

-Yo me prendo, le contestó Norma secando un plato.

Mientras tanto, Juan Carlos, se desvestía en su habitación, colgó el saco, los pantalones, la camisa y la corbata en el roperito. Puso los zapatos debajo de la cama. Buscó la camiseta de River y se la puso. Se acostó y prendió la “Spica”.

La voz de Costa Febre les daba la bienvenida a todos los hinchas de River y anhelaba un gran triunfo del “Millonario”.

Con la radio de fondo, se quedó medio dormido. Recordó cuando él era jugador, sus tardes de gloria, junto con los otros integrantes de “La Máquina”

Un rato más tarde, cuando se estaba quedando dormido, la voz del relator lo sacó de ese sopor: Goooool de River.

El pendejo, ese que jugaba de nueve y que a él no le gustaba, le daba el triunfo, nuevamente, en el último minuto.

Besó la camiseta y ahora sí se durmió.

Tal vez el próximo domingo o el siguiente, Ricardo, su hijo, tendría tiempo y juntos irían a la cancha.

(mi agradecimiento a Alberto por permitirme publicar este cuento)

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Mucho se ha hablado de la presencia de Carlos Gardel en las concentraciones de los seleccionados de Argentina y Uruguay, en el día previo a la gran final de la Copa del Mundo de 1930, en Montevideo.
Después de saludar a los uruguayos en el lugar donde se hospedaban, Gardel se dirigió a La Barra de Santa Lucía -distante varios kilómetros de la capital uruguaya- donde "velaban sus armas" los argentinos.
Una vez llegado al lugar, según lo relata Pancho Varallo -por aquél tiempo delantero de 19 años, figura de nuestro seleccionado- Gardel se puso a charlar con casi todos muchachos, excepto con Orlandini y Mario Evaristo, porque estaban durmiendo la siesta.
"Lo llevamos a Gardel a la habitación de Orlandini y Evaristo, que dormían como angelitos. La sorpresa de Gardel fue grande cuando vio que esos jugadores argentinos, dormían vistiendo la camiseta celeste y blanca. "¡Como quieren la camiseta!, me comentó Gardel", recordaba Varallo. Después, comieron algo, Gardel cantó un par de tangos (foto) y jugaron un rato a la Lotería.
"Al otro día, fuimos a jugar la final al Centenario -prosiguió Don Pancho- y como algunos compañeros estaban asustados por el entorno, no jugaron todo lo que podían. A mí, que era un pibito, el defensor uruguayo Lorenzo Fernández, me dijo en pleno partido: "mira, botija, apenas agarrés una pelota, te hundo en el césped, te mato".
El otro back, Gestido, que era un señor y que escuchó la conversación, me tranquilizó: "no le hagas caso, botija, jugá tranquilo. Es que Lorenzo es medio loco". Al final, perdimos 4 a 2, pero si el partido seguía quince minutos más, nos hacían siete".

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Tenía un radar en el lugar del cerebro.

(CESARE MALDINI, entrenador italiano, opinando sobre el uruguayo Juan Alberto Schiaffino, su ex compañero en el Milan por seis años)

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