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Luego que Uruguay se consagrara como Campeón Olímpico de fútbol en los Juegos realizados en París en 1924 (foto), hubo una larga serie de festejos.
En la noche del 9 de Junio, tras vencer en la final a Suiza, todos fueron a cenar a un restaurante parisino cuyo cheff era uruguayo. Allí se comió puchero criollo, compartido con residentes uruguayos y argentinos en París.
Pero no todo quedó allí, porque la selección siguió recorriendo la ciudad y el 16 de Junio se realizó un banquete de confraternidad en el hotel D'Orsay. Mientras tanto, la selección celeste seguía hospedándose en el castillo de Argenteuil, ubicado en la calle Saint Germain.
Lo cierto es que los gastos de la estadía y celebraciones provocaron la aparición de bolsillos semivacíos: el dinero escaseaba. Alguien tiró una propuesta de jugar un partido para recaudar dinero, pero los muchachos estaban fuera de forma.
Pero comenzaron las dudas. Si se aceptaba cobrar por jugar, ya no eran aficionados, tal cual lo requerían las reglas olímpicas y corría riesgo el trofeo obtenido. También la prensa francesa requería precisiones acerca de cómo podía ser que los uruguayos, a un mes de haber terminado los Juegos, no retornaban a sus trabajos.
Entonces se resolvió regresar inmediatamente a Montevideo, terminando con la fiesta. Se hizo una vaquita entre esos argentinos y uruguayos, más una ayuda oficial, pagándose todo lo que había que pagar. Y Uruguay volvió a su país. Los integrantes del plantel volvieron a sus trabajos habituales, entre marmolistas (Masazzi), repartidor de hielo (Cea), funcionarios de bancos (Zibechi, Saldombide), empleado en el Mercado Agrícola (Petrone), funcionario de Usinas y Teléfonos (Romano), vendedor de tienda (Naya), verdulero (Somma), empleado en una fábrica de vidrios (Vidal) y jornaleros de frigorífico (Tomassina, Arispe, Uriarte), entre otros oficios.

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Tengo que confesar mi culpa secreta: aparte de las veces que he mirado fútbol por televisión, he estado solamente una vez en mi vida en un partido de fútbol, es decir, personalmente. Siento que no tengo derecho a llamarme una hincha del fútbol, que equivale a decir: no soy una buena brasileña.

(CLARECE LISPECTOR [1920-1977], considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del siglo XX)

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Hay que tener mucho cuidado porque el fútbol se está convirtiendo en un negocio.

(JULES RIMET [1873-1956], legendario abogado y dirigente deportivo francés, Presidente de la FIFA de 1921 a 1954)

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Portero (Daniel Delfino “Maracho” - Argentina)


Papá, ¿es verdad que Maradona es Dios?, preguntó Lautaro mientras miraban en la tele un informe sobre el regreso del maravilloso diez al fútbol profesional.

-No Lautaro, no es Dios. Es el mejor jugador de fútbol que hubo en el mundo, pero no es Dios.

-Pero el papá de Fabián dice que Maradona es Dios.

Pablo, el padre de Lautaro, recordó un diálogo en la puerta del colegio. El papá de Fabián era un insoportable hincha de Boca, que se pasó toda la charla fanfarroneando con los logros de los de la ribera.

-El papá de Fabián está equivocado.

-Pero papá, muchos dicen eso. No sólo el papá de Fabián dice eso. En la tele lo dicen.

-Mirá Lautaro, Maradona le hizo el gol a los ingleses, el gol que cualquier argentino les hubiera querido hacer a esos piratas. Maradona nos hizo felices a todos, su habilidad es como una obra de arte en movimiento, pero no es Dios. Dios es otra cosa.

-¿Qué otra cosa?

-Un ser superior, que nos quiere a todos por igual.

-¿Y Maradona, no nos quiere a todos por igual?

Pablo lo miró abatido. Su hijo era más perseguidor que un Testigo de Jehová.

-Maradona es un hombre y como todo hombre, debe tener gente a la que quiere y gente a la que no quiere.

El niño lo miró con ojos extraños. Sin entender demasiado abrió su bombardeo de preguntas:

-¿Maradona nunca jugó en San Lorenzo?

-No.

-¿Y vos nunca jugaste en San Lorenzo?

-No.

-Y Dios, ¿de qué cuadro será?

-De ninguno.

-¿Y por qué no es de ningún cuadro?

-Porque es Dios y no puede ser de uno sí y de otro no.

-Y Maradona ¿de qué cuadro es?

-De Boca.

Pablo comenzaba a fastidiarse. Maradona, en su corazón, era una ambivalencia nunca resuelta definitivamente. Un añejo resentimiento le había impedido disfrutar con total intensidad de sus milagros. Como si el Diego fuera una mujer dorada que nos sonríe, pero elige a nuestro peor enemigo. Sólo nos queda admirar envidiosos su belleza.

Hinchas de otros equipos y hasta de San Lorenzo obviaron estas situaciones y lo aclamaron con toda la boca. Pero Pablo vivía cautivo en su rígido dogma futbolístico, que podría estar errado, pero que le dictaba el corazón: primero San Lorenzo y después todo lo demás, aun la Selección Argentina. Y a pesar del orgullo de que su hijo de ocho años fuera tan cuervo como él, tampoco quería transmitirle su fundamentalismo azulgrana.

-¿Sabés por qué no es Dios? -le dijo decidido.

El niño lo miró ansioso.

-Cuando yo tenía doce años, sólo cuatro más que vos, con el abuelo fuimos a la cancha de Ferro. San Lorenzo, nuestro querido y adorado San Lorenzo, jugaba con Argentinos Juniors y el que perdía se iba al descenso. Y San Lorenzo perdió y se fue al descenso, a la primera B, a jugar con equipos desconocidos. Todo el mundo se reía de nosotros. El abuelo y yo, esa tarde estábamos muy tristes, como toda la gente que lloraba por las calles. Y cuando llegamos al auto, el abuelo encendió la radio. El periodista que hablaba contó que Maradona, que jugaba en Boca y que había salido campeón esa misma tarde, arribó al vestuario en silencio y que sólo dio rienda suelta a su festejo cuando se enteró de que Argentinos Juniors, el club de sus comienzos, se había salvado del descenso. El abuelo de un arrebato apagó la radio. Tenía bronca. Yo me daba cuenta que lo que había dicho el periodista le había provocado mucho dolor. En silencio, continuó manejando por esas calles grises de Caballito, que nos devoraban como un túnel de tristeza.

-¿Y vos lloraste mucho ese día, papá?

-Sí. Por eso no me gusta que digas que Maradona es Dios. Porque Maradona es una persona como vos y yo. Los que lo dañan son los alcahuetes que viven de su magia. Él, esa tarde, quería que Argentinos no sufra, y estaba bien, porque ésa era su gente. Pero los de San Lorenzo estábamos muy tristes. Dios no quiere que nadie esté triste y nunca se va a alegrar cuando a alguien el corazón se le esté reventando de tristeza. Por eso, nunca hay que pedirle por el resultado de un partido, porque Dios no puede elegir entre uno o el otro. Tiene que ganar el que juegue mejor y haga más goles.

En el informe de la televisión decían que a Maradona le gustaría jugar en San Lorenzo de Almagro.

-¡Escuchaste papi, Diego quiere jugar en San Lorenzo!

La rutilante noticia dejó obnubilado a Pablo e inmovilizó sus ojos sobre la pantalla del televisor. Su mente se puso en blanco. Lo volvió a mirar su hijo, pero esta vez, el que habló fue su corazón:

-¡Dios quiera!

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Gabriel Ochoa Uribe fue el entrenador colombiano y profesional en medicina deportiva que, a partir de los años 60, revolucionó al fútbol de su país. Una tarea que impulsó luego con mucha mayor efectividad, el argentino Osvaldo Zubeldía. Ochoa Uribe, nacido en Medellín el 20 de Noviembre de 1929, comenzó a jugar en Unión Indulana de Medellín, para luego pasar al fútbol grande de América de Cali y Millonarios de Bogotá, y en el América de Río de Janeiro. Como entrenador se destacó por su estrategia y fuerte personalidad. Fue técnico de Millonarios, Independiente Santa Fe y el seleccionado de Colombia en varias etapas que van de 1963 a 1985.
Entre sus conceptos acerca del fútbol del ayer y el de hoy, Ochoa Uribe, toda una enciclopedia de este deporte, expresa:
1) “Todo es diferente, absolutamente todo; en 1960 jugamos con un 4-2-4, yo fui el primer entrenador en Colombia en introducir ese sistema, que usó Brasil cuando fue campeón del mundo en 1958. Hoy en día jugamos otra cosa, 3-5-2, 4-4-2, 4-3-3, el líbero con stopper, con doble stopper, en fin, un sinnúmero de sistemas que han venido sucediéndose”.
2) “La parte más importante de aquella época murió, el trato y el manejo a la pelota, manejar las puntas. Ya no hay más punteros. Hay espacios para velocidad y se usa el 4-5-1 pero con cuatro defensores a la altura de los 25 metros, con cinco volantes, dos de marca, dos volantes en las puntas, uno de creación y arriba un hombre que lucha solo con cinco adversarios”.
3) “Hoy se juega con una gran condición física, con una excelente táctica-estrategia defensiva y con un ataque por sorpresa. La fundamentación técnica, que es el tercer pilar del fútbol, ha desaparecido. Se juega en bloque. Solo deslumbra Messi, luchando contra muchos defensores. Y gana. Por eso es el mejor del mundo”.

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A mis jugadores les daba una variante del mismo mensaje todos los sábados a las tres menos de diez: 'Ahora mismo le pegaría un tiro a mi abuela con tal de conseguir los tres puntos esta tarde'. Así sabían lo importante que era que se dejaran la piel por la causa. Siempre sin excepción. Por eso mi abuela vivió más vidas que mi gato.

(BRIAN CLOUGH [1935-2004], célebre ex jugador y entrenador inglés y su opinión sobre la victoria)

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Miren bien ese sótano... De allí salieron los Beatles. Ellos se plantaron solos contra el mundo y ganaron, y lo lograron porque creían en lo que hacían, creían en sus ideales. Bueno, nosotros somos como los Beatles, estamos solos contra el mundo y queremos ganar apoyados en la fuerza de nuestros ideales.

(ROBERTO MARELLI, médico, psicólogo y verdadero gurú espiritual de aquel plantel de Estudiantes de La Plata en The Cavern Club, lugar obligado en una recorrida por Liverpool, antes de la final de la Intercontinental del miércoles 16 de Octubre de 1968 contra el Manchester United)

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Los profesores (Nicanor Parra - Chile)


*fragmento


La verdad de las cosas
es que nosotros nos sentábamos en la diferencia
quién iba a molestarse con esas preguntas
en el mejor de los casos apenas nos hacían temblar
únicamente un malo de la cabeza
la verdadera verdad de las cosas
es que nosotros éramos gente de acción
a nuestros ojos el mundo se reducía
al tamaño de una pelota de fútbol
y patearla era nuestro delirio
nuestra razón de ser adolescentes
hubo campeonatos que se prolongaron hasta la noche
todavía me veo persiguiendo
la pelota invisible en la oscuridad
había que ser búho o murciélago
para no chocar con los muros de adobe
ése era nuestro mundo
las preguntas de nuestros profesores
pasaban gloriosamente por nuestras orejas
como agua por espalda de pato
sin perturbar la calma del universo:
partes constitutivas de la flor
a qué familia pertenece la comadreja
método de preparación del ozono
testamento político de Balmaceda
sorpresa de Cancha Rayada
por dónde entró el ejército libertador
insectos nocivos a la agricultura
cómo comienza el Poema del Cid
dibuje una garrucha diferencial
y determine la condición de equilibrio.

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En partidos de Copa Libertadores hubo resultados muy disímiles en cuanto a los enfrentamientos de ida, de vuelta o revancha. Uno de ellos se produjo en la tercera fase de la edición de 1995, entre los equipos brasileños de Gremio y San Pablo.
En Porto Alegre, como local, Gremio venció con un terminante 5 a 0. Pero en la revancha, en San Pablo, el local ganó 5 a 1. Fue así que Gremio siguió en la Libertadores con mucho susto, apenas por un gol de diferencia. Después terminó ganando la Copa de dicha edición.
Por su parte Newell’s Old Boys, en 1992, perdió de manera contundente en Rosario ante San Lorenzo de Almagro: 6 a 0. Pero en la revancha, los “leprosos” derrotaron a los “santos” por 1 a 0. Ambos siguieron a la siguiente fase y en Rosario, Newell’s ganó por 4 a 0, devolviéndole la goleada.
Por último, quedó en la historia un histórico triunfo venezolano en la Libertadores. Fue en 1971, más precisamente el 17 de Febrero, cuando el Fluminense, de Brasil, derrotó a Deportivo Italia, en Venezuela, por 6 a 0. La revancha fue el 3 de Marzo, en el Maracaná, y en la previa, los hinchas cariocas hacían apuestas acerca del número exacto de goles que se llevarían los de Venezuela. Pero Deportivo Italia produjo otro 'Maracanazo', ganando por 1 a 0. Así, queda claro que “los partidos hay que jugarlos”.

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Traté de ver a los Spurs un partido por televisión en mi hotel ayer, pero me quedé dormido.

(ARSENE WENGER, entrenador del Arsenal, opinando en 2008 acerca del tradicional rival de los 'gunners')

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El fútbol es realmente el fenómeno más universal, mucho más que la democracia o la economía de mercado, de las que se ha dicho que ya no tienen fronteras, pero que no consiguen rivalizar con su extensión.

(PASCAL BONIFACE, pensador francés, doctorado en Derecho Internacional Público)

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Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba (Daniel - México)


Olía fuerte, a pura piel de becerro recién curtida y era dura como una roca. Apenas pude tenerla unos segundos entre mis manos, pues todos querían tocarla, olerla y sentirla como un objeto sagrado. Aquella tarde, los del club aguardaban su llegada reunidos en la casa de los hermanos Dawe. Dos días antes, William Blamey había desembarcado en Veracruz con la tradicional lista de encargos de todo viaje a Gran Bretaña: costales de té, sacos de casimir, barriles de whisky, varios kilos de ejemplares de The Times y novelas de Dickens o Wilde, aunque ahora todo eso había pasado a segundo término. 

El objeto más deseado de su valija era redondo, macizo, de auténtico cuero británico: un balón reglamentario de football aprobado por árbitros ingleses. Una pelota como las utilizadas en la Copa de la Asociación de Football de Inglaterra y no ese amasijo amorfo confeccionado por los curtidores locales con el que habían tenido que jugar todo el año. Sí, al final de cuentas era piel vacuna, mexicana o inglesa, qué más daba, pero para ellos había diferencias abismales, como si aquel objeto traído de ultra mar ocultara un diamante en su circunferencia. Tras un par de años trabajando en la compañía Real del Monte había empezado a comprenderlos: ellos querían jugar sobre pasto británico, portando uniformes confeccionados en sastrerías de Londres y beber al final del partido generosos vasos de whisky escocés mientras departían con sus novias y esposas, todas ellas inglesas por supuesto. 

Blamey llegó a la casa minutos antes de las cinco de la tarde, cuando el agua para el té ya hervía en el fogón. Apenas cruzó la puerta se hizo un silencio litúrgico, preludio del momento más esperado. Sin decir una palabra, el recién llegado sacó el balón de una maleta de cuero y lo colocó sobre la mesa junto a las jarras de té y las charolas de galletas. Aquello era como si los caballeros del Rey Arturo contemplaran el Santo Grial colocado en el centro de su mesa redonda. Yo mismo, ubicado a unos metros del comedor, miraba fascinado aquella pelota. 

En mi calidad de empleado no me era dado participar de sus tertulias y aquella tarde había acudido a casa de los Dawe sólo para entregar el reporte de pago de jornales a los mineros, pero mi llegada coincidió con el arribo del primer balón profesional de football que rodó en la cancha de Pachuca. ¿Fue el primer balón oficial británico que rodó en canchas mexicanas? Yo quiero creer que sí, aunque sin duda los escoceses borrachos del Orizaba dirán que ellos lo trajeron primero y los señoritos del Crickett Club también presumirán lo mismo. Me disponía a retirarme cuando el presbítero Quickmire me indicó que me acercara y sin decir “agua va” puso el balón en mis manos. 

-Anda, para que veas lo distinto que es un verdadero balón de football, muchacho. 

Creo que no la tuve más diez segundos en mis manos, pues Willie Rule me la quitó de inmediato, como si mi tacto fuera a contaminar aquella pieza sacra en donde alcancé a leer grabado en el cuero las palabras Old Eatonians. Lo primero que pensé fue en los muchachos de la mina, quienes no me creerían cuando les dijera que había tenido en mis manos un balón oficial de la Copa Inglesa, un balón que en nada se parecía a nuestros molotes de trapo y manta con los que nos divertíamos por las tardes. La pelota pasaba de mano en mano tocada con el cuidado y la reverencia que merecería una pieza del Renacimiento extraída de un museo. Llegué a creer que ese balón jamás rodaría en la cancha ni recibiría patada alguna y acabaría colocado en un altar con velas a su alrededor, pero me equivocaba; a la mañana siguiente, un domingo ventoso y de cielo despejado, los del club estrenaron su balón británico jugando un partido interescuadras. 

A unos metros de la línea de meta, los muchachos de la mina y yo gozábamos nuestro día de descanso viéndolos partirse el alma por la posesión de esa pelota que había cruzado el Océano Atlántico para terminar justo en la cancha de la mina Real del Monte donde cada sábado jugaba el Pachuca Athletic Club, un equipo que según el presbítero Quickmire, estaba a la altura de pelearle al Wanderers, al Sheffield o al Etonians. 

Me llamo Hilario Lucio, pero ese nombre no quedará para la posteridad. En mi partida de bautizo dice que nací en 1885 en Pisaflores, Hidalgo. Hilario me llamo por el santoral y Lucio fue el apellido de mi madre, siempre soltera. El apellido de mi padre lo desconozco y no me interesa preguntar por él. Nunca lo conocí ni tuve la más mínima noticia de su paradero. Las malas lenguas, por supuesto, nunca han faltado alrededor de mi vida. 

-Eres güero pecoso de rancho porque tu papá ha de haber sido un gringo que dejó a tu mamá, me decían en la calle para hacerme rabiar. Yo nunca molesté a mi madre con esas preguntas. Ya bastante se partió el alma para ser mi madre y mi padre a la vez. Todo lo que soy se lo debo a ella. Mi madre siempre trabajó en las casas de los ingenieros de la compañía Real del Monte en Pachuca. Ama de llaves le decían a su cargo. Como masticaba bien el inglés, ella era la encargada de recibir a las visitas, dar los recados y regentear a la servidumbre. Fue uno de sus patrones, el ingeniero Ryan Southgate, quien permitía que yo entrara de oyente junto con sus hijos a las lecciones que impartían sus estrictas institutrices inglesas. Aprendí a leer en inglés antes que en español y aunque me entretenían los dramas de Shakespeare que las institutrices nos obligaban a memorizar, lo mío siempre fueron las sumas y las restas, las multiplicaciones y las divisiones. Fueron los numeritos quienes me abrieron la puerta de la oficina de contabilidad de la compañía Real del Monte. 

Nunca le tuve miedo a la mina, pero siempre quedó claro que yo era más útil sumando y restando la raya de los mineros. Hilario Lucio es el nombre que quedó registrado en los archivos de la compañía Real del Monte. En esos papeles se puede leer que Hilario Lucio fue un joven que trabajó de auxiliar contable a principios del siglo, unos años antes de la Revolución. El problema es que el nombre de Hilario Lucio no quedó ligado al del Pachuca Athletic Club. En ninguna crónica de la época consta que haya alineado en el equipo un joven con ese nombre. Lo que sí consta, es que en aquel año del primer torneo nacional jugó con el club un muchacho de 17 años llamado Niegel Hatley, que hacía diabluras y picardías por la banda izquierda 

Recordaremos por siempre al año 1901 por un par de acontecimientos que sacudieron a la ciudad: la muerte de la Reina Victoria y la fundación oficial del Pachuca Athletic Club. La muerte de la soberana sembró el luto en la compañía Real del Monte. Aunque la etiqueta británica les impedía llorar y externar sus sentimientos, era evidente que a mis patrones les dolía en lo más profundo el fallecimiento de su reina. Sin embargo, el luto no fue tan riguroso como para apagar la euforia que les producía la inminencia del arranque del Primer Torneo Nacional de Football en donde el Pachuca Athletic Club mediría fuerzas con los clubes de la Capital y con esos escoceses juerguistas que fabricaban cerveza en Orizaba. La idea de jugar ese campeonato fue impulsada desde la compañía Real del Monte. 

Llevaban más de un año jugando todos los sábados y ya iba siendo tiempo de medir fuerzas con los otros clubes. El país y el futbol han cambiado mucho desde entonces. Han pasado 35 años, pero a veces creo que transcurrió un siglo entero. Hubo una revolución que costó más de un millón de muertos. Gobiernos fueron y vinieron con sus promesas de igualdad y redención social. El futbol de aquel entonces se fue para siempre, como se fueron los aristócratas porfiristas afrancesados que paseaban en sus carruajes por la calle Plateros. Hoy el futbol lo dominan Atlante y Necaxa, España y Asturias. El Equipo Nacional de México ya fue a una olimpiada en Ámsterdam y a un mundial en Montevideo y aunque hay muchos gachupines metidos en este deporte, hoy los mexicanos truenan sus chicharrones en las canchas. Pero hace 35 años, en 1901, el futbol era football y era un asunto exclusivo de británicos para británicos en donde los mexicanos no teníamos cabida. No es que hubiera una regla que lo prohibiera; simplemente no se estilaba y para los británicos la costumbre es sagrada. 

El football era un ritual tan inglés como el té en donde los mexicanos éramos solamente espectadores. De no haber sido por el presbítero Quickmire, yo me hubiera pasado la juventud entera como espectador de los juegos de mis patrones, conformándome con patear una pelota de trapo frente a porterías de piedra. Pero el destino, o más bien dicho el presbítero, quiso que yo tuviera el derecho de patear una pelota de becerro británico sobre una cancha de pasto en un juego dirigido por un árbitro inglés. Las crónicas dicen que un señorito llamado Juan Cortina, educado en los mejores colegios de Inglaterra, fue el primer mexicano en jugar al football. Bueno, eso lo dicen porque el nombre de Niegel Hatley es británico y suponen que quien así se llamaba también lo era. 

El sábado fue siempre el día más deseado de la semana. Al medio día, a la salida de la mina, se formaba una fila frente a mi escritorio. Luego de partirse el lomo durante seis días, los trabajadores cobraban su jornal cuya paga me tocaba coordinar a mí. Los rostros en la fila contagiaban ánimo de fiesta. Los sábados por la tarde transcurrían para los mineros entre pulque y cerveza, aunque en aquel año eran cada vez más los que se acercaban a ver a los patrones entregarse a ese ritual de patear la pelota que tanto les fascinaba. Sus mujeres preparaban bocadillos y colocaban mesas alrededor de la cancha en donde jamás faltaba el whisky. Del otro lado nos colocábamos nosotros, con las cervezas frías y la curiosidad por ir descubriendo las claves del juego. Ver a los jefes entregados con semejante pasión a esa manía de correr tras la pelota nos divertía de sobremanera. 

Así pasamos varios sábados de aquel año 1901, hasta que un fin de semana decidimos pasar de la contemplación a la acción. Con trozos de manta y trapo armamos una bola y nos pusimos a patearla en un campo baldío que estaba a unos metros de la cancha. Nunca nos habíamos divertido tanto. Sudábamos la gota gorda y pateábamos el trapo hasta que las piernas no daban más. Las cervezas sabían a gloria después de los juegos. Empezamos a armar retas con apuestas y muy pronto hubo piques entre nosotros. Ahora esperábamos con ansias la llegada del sábado para poder salir de la mina a patear nuestro pedazo de trapo y demostrar habilidades. 

Los mineros eran tipos rudos, recios, que jugaban con fuerza y determinación. Lo mío en cambio era la rapidez. Yo no soy quien para presumir mis cualidades, pero a los 16 años de edad me transformé en una flecha por la banda. Siempre fui flaco y de pierna larga y una vez que agarraba la pelota nadie podía alcanzarme. Obvia decir que no nos era posible pisar la cancha de pasto de los patrones ni patear un balón de cuero, pero a nuestra manera nos divertíamos. Ensimismados en su británico ritual, nuestros patrones no habían reparado en que los estábamos empezando a imitar con éxito, hasta que una tarde el presbítero Quickmire se paró a lado del baldío y se quedó a vernos jugar. Al final, nos felicitó por aprovechar la tarde del sábado fortaleciendo el cuerpo y el espíritu en lugar de malgastar la raya en la pulquería. 

-Eres veloz, muy veloz muchacho, pareces una liebre loca, me dijo el presbítero la segunda vez que fue a vernos al baldío. 

Por aquel entonces el equipo de los patrones ya se había constituido oficialmente como el Pachuca Athletic Club y se daban a la tarea de entrar en contacto con otras escuadras para organizar un primer torneo nacional. Aparte de Pachuca, había en el país otros cuatro clubes formalmente constituidos, si bien en la compañía Real del Monte no quedaba duda alguna de que nadie podría superar a su poderosa escuadra. No por nada tenían en sus filas al mejor jugador de todo el territorio mexicano: George Camphuis. Era cuestión de viajar a la Ciudad de México a demostrar quién era el mejor de todos. Finalmente, luego de arduas gestiones, todo quedó listo para jugar el primer partido. Los señoritos del British Club visitarían Pachuca. Aquel fue un día de fiesta en la ciudad. Los alrededores de la cancha fueron engalanados con guirnaldas y en las mesas circundantes pusieron las mejores botellas de whisky traídas de la Isla por Blamey. 

Los de la palomilla minera nos instalamos a una prudente distancia con nuestras respetivas cervezas dispuestos a ver a 22 británicos dejar el alma en la cancha. Los del British Club bajaron del tren vestidos como catrines. En la estación fueron recibidos con toda la pompa, si bien a los patrones no les cabía duda alguna de que Pachuca los despedazaría en la cancha. Pronto quedó claro que las apariencias engañan y esos catrincitos del British Club resultaron ser un hueso muy duro de roer. Pachuca sacó un apuradísimo empate a dos goles luego de ir abajo y ser superado en varios lapsos del partido. Por supuesto, al final del match hubo tertulia y whisky con los rivales, pero el ánimo de los patrones no era el mejor, pues en la cancha había quedado claro que Pachuca Athletic Club, con todo y Camphuis, no era la aplanadora que suponían. Ahora el equipo debía viajar a la Ciudad de México en donde los aguardaba el Reforma Athletic Club y el México Cricket Club y luego del primer partido, ya no se sentían tan seguros de regresar cubiertos de gloria. 

Aquella noche el presbítero Quickmire llamó a la puerta de mi pequeña habitación. Mi madre y yo compartíamos una casita ubicada en el jardín de la familia Southgate, a quienes el presbítero visitaba con frecuencia. Esa noche Quickmire llegó hasta nuestro recinto sin entretenerse con la familia. Venía a verme específicamente a mí, para plantearme un asunto urgente. 

-¿Hablas inglés como un caballero de Oxford, muchacho? 

-Usted sabe que lo hablo señor, lo hablo bien, pero mi pronunciación está lejos de ser excelente. 

-Mmm…, y esa cara tuya tan pecosa, tus ojos claros. Tú podrías pasar por galés.

-Pero soy hidalguense señor, natural de Pisaflores. 

-Con la pelota de trapo eres muy rápido muchacho. ¿Crees que pudieras correr igual pateando una pelota de verdad? 

-Bueno, la pelota de cuero es muy dura, pero la velocidad es la misma. 

-Muchacho: si yo le sugiero al Club que nos acompañes a la Ciudad de México ¿No nos vas a defraudar? 

-¿Cuándo los he defraudado señor? Ya sea para llevar la contabilidad, para servir de intérprete o para acomodar las mesas antes de las tertulias, trato de hacer mi trabajo de la mejor manera. 

-Pero a la Ciudad de México no vamos a llevarte de intérprete o de mandadero. Vamos a llevarte a jugar por la banda izquierda como sólo tú sabes hacerlo. 

Me quedé sin respuesta. Yo sabía que el presbítero Quickmire era un tipo bromista cuyo humor negro me había hecho pasar más de un mal rato, pero aquella vez no parecía estar jugando. 

-Una cosa más mozalbete. ¿Serás capaz de hacerte pasar por inglés si alguien te pregunta por tu origen? 

-Usted me ha dicho que mentir es pecado.

-Pues quedas absuelto. Ahora te llamas Niegel Hatley y sólo responderás cuando se te llame por ese nombre. Hilario Lucio se quedó a trabajar afuera de la mina. Niegel Hatley es jugador del Pachuca Athletic Club y ahora sólo tienes que aprender a tomar el té como un caballero y probarte este uniforme que a partir de hoy debes defender como si fuera parte de tu piel. 

Cuando puso sobre mi cama el uniforme azul y blanco del Pachuca Athletic Club supe que no estaba bromeando y que toda mi vida había tenido sentido sólo por llegar a ese momento. 

-Bueno muchacho, ese uniforme lo usarás en la cancha del Reforma Athletic Club, pero en el tren viajaremos vestidos con nuestros mejores trajes. Que ni crean esos catrines de la capital que van a impresionarnos o a hacernos sentir menos. 

Nunca había usado un traje tan elegante como el que me prestó el presbítero Quickmire aquella mañana y nunca me había subido a un tren. Vaya, para ser honesto ni siquiera había salido del Estado de Hidalgo. Cualquier cosa que hubiera imaginado yo de la capital se quedó muy corta con lo que encontré al llegar. Los volcanes, las casonas, los carruajes, los parques, la calle Plateros. Aquello era aquella en verdad la Ciudad de los Palacios. La cancha del Reforma Athletic Club, ubicada en el Deportivo Chapultepec, era una alfombra verde donde ni una brizna de hierba era más alta que la otra. Era una cama de pasto donde daban ganas de revolcarse. Comparada con ella, hasta la cancha de los patrones en Pachuca parecía un potrero. Los del club me habían comentado que los juegos en el Deportivo Chapultepec eran acontecimientos que reunían a lo más granado de la sociedad británica en la Ciudad de México, pero debo admitir que jamás imaginé tanto lujo. Aquello era como estar en un jardín de Buckingham Palace. Qué mujeres. Ni en sueños había yo visto princesas como las novias de los jugadores del Club Reforma. 

En las mesas centrales estaba el mismísimo embajador de Gran Bretaña en el país acompañado por ejecutivos del Banco de Londres y México. Al arribar a la cancha, fuimos retratados por fotógrafos del Mexican Herald y el Two Republics. Confieso que entonces las piernas me empezaban a temblar y los nervios me devoraban. Había tenido apenas tres días para entrenar con mis nuevos compañeros y acostumbrarme a patear la dura pelota de becerro británico. No se si era mi condición de mexicano o de subordinado en la compañía, pero el caso es que no todos en el equipo digerían muy bien la idea de mi inclusión. El presbítero Quicksmire tuvo que llevar a cabo una ardua labor de convencimiento entre algunos miembros del plantel para que me aceptaran, pero me quisieran o no, ahí estábamos los once caminando al centro de la cancha donde nos aguardaban nuestros rivales para el saludo de cortesía. Cuando el árbitro Reginald Penny hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, quedó claro que la etiqueta británica quedaría afuera de la cancha, pues dentro habría una batalla campal en donde no cabría la más mínima concesión. 

Los primeros minutos troté como un potro desbocado viendo pasar sobre mi cabeza los pases aéreos del Reforma, que lucía mucho más asentado en la cancha. Habrían pasado unos ocho o nueve minutos cuando las cosas empezaron a cambiar. Harry Abraham me mandó un pase filtrado a mi banda izquierda y por primera vez pude pegar una carrera con la pelota en mis píes. Mi velocidad desconcertó a los defensas. Ellos eran maestros de los balones por aire donde sus cabezas y pechos mandaban, pero se mareaban con un balón a ras de piso conducido con semejante rapidez. Aquel primer pique terminé en un centro que le envíe a William Bray, quien remató y estrelló el balón en el arquero del Reforma. Ahí estaba nuestro primer aviso y nuestro rival se mostraba inquieto. 

La confianza y el alma me habían vuelto a las piernas. Realicé tres o cuatro piques más que acabaron en tiros de esquina o falta favorable. Fue pasando la primera media hora cuando un defensa de Reforma me derribó en las cercanías del área. Camphuis ejecutó raso el tiro libre. La pelota encontró un hoyo entre el muro de piernas y acabó anidada al fondo del arco. 1-0. El público aplaudió con total sobriedad. Con la mínima diferencia a favor llegamos al medio tiempo. La segunda parte sacó a relucir la furia del Reforma Athletic Club que con pelotazos elevados sobre el área buscaba las cabezas salvadoras de sus altísimos delanteros. Su desesperación me abrió una avenida por la banda izquierda por donde corrí a placer ejecutando contragolpes que los sacaban de quicio y los obligaban a poner a un gigantón defensa a marcarme. Mi marcador era fuerte, pero terriblemente lento, por lo que solía recurrir compulsivamente a la falta. 

Cerca del minuto 20 logré eludir la patada de mi guardián y pegar una descolgada que lo dejó muy atrás. A la entrada del área cedí a Jimmy Bennetts quien no tuvo más que tocar suavecito por abajo del arquero. 2-0. Euforia total. Los 25 minutos restantes nos dedicamos a jugar con la desesperación del Reforma con pelotas bajas y cambios de juego. Estuvimos cerca de meter el tercero, pero su guardameta desvió con las uñas un tiro de Camphuis. Sonó el silbatazo final. 2-0. Aplausos de píe. Las princesas británicas miraban incrédulas a sus novios derrotados por el equipo de mineros. Yo estaba tan eufórico, que en la tertulia posterior por poco olvido mi papel de Niegel Hatley y casi empiezo a actuar como Hilario Lucio. 

Siete días después, con la confianza en los cielos, jugamos con el México Cricket Club. Misma cancha, misma elegancia. Estos señoritos tal vez sabían manejar bien los bastones, pero no eran muy hábiles a la hora de usar sus píes para patear un balón. Aunque su entrenador Percy Clifford era una eminencia, los del Cricket demostraron que aún les faltaba entrenar mucho. Antes del minuto 30 ya les ganábamos 2-0 con goles de Rabling y Camphuis. Parecía un pan comido, pero al arrancar su segundo tiempo su delantero más alto nos clavó un gol de cabezazo. 2-1. El Cricket se nos vino encima y en su afán por empatar nos regaló preciosos espacios. Fue entonces cuando llegó mi momento arrancar en descolgada y ceder a Camphuis, cuyo remate cañonero fue rechazado por el guardameta, con tan buena suerte para mí, que el balón de becerro británico cayó justo en mi pierna derecha para que fusilara y sintiera ese placer incomparable de ver la red estremecerse.3-1. Niegel Hatley había inscrito su nombre en la lista de anotadores de aquel primer torneo. Todavía Thomas Patton clavó un cuarto gol en una nueva descolgada. El 4-1 fue contundente y los catrines empezaron entonces a respetar a los mineros. 

Regresamos a Pachuca cubiertos de gloria, pero aún faltaba un escollo para poder proclamarnos campeones: los escoceses del Orizaba. Blamey hizo gestiones y presionó hasta donde pudo para que el partido se jugara en nuestra casa, pero los de Orizaba acabaron por salirse con la suya y ganar un volado. Debíamos viajar a la Pluviosilla para enfrentar en su campo a los Albinegros. El presbítero me advirtió que los escoceses solían ser un hueso duro de roer en cualquier cancha. Inglaterra vs. Escocia era ya entonces un añejo clásico y los caledonios, recordando las hazañas de McGregor en las Tierras Altas, solían matarse en la cancha para poder derrotar a los ingleses. Aquellos escoceses eran hilanderos y fabricantes de cerveza. Los dirigía Duncan Macomish, que en su natal Escocia había jugado en Primera División y había logrado conjuntar en Orizaba un cuadro de rudos guerreros que metían fuerte la pierna. Las malas lenguas decían que solían empinar el codo más de la cuenta y que las tertulias de whisky y cerveza después de los partidos solían prolongarse hasta el amanecer, pero con todo y sus borracheras a cuestas, en la cancha no tenían compasión. 

Una densa neblina nos recibió la mañana en que llegamos a la Pluviosilla. Sólo hasta el medio día puede descubrir entre la bruma al imponente Pico de Orizaba, hierático gigante que sería espectador de nuestra batalla. Los catrines y las princesas brillaban por su ausencia en Orizaba. Tras esos hermosos bosques sumergidos en niebla perpetua había un ambiente rudo y hostil hacia nuestro equipo. Aquellos escoceses eran gente de trabajo duro como nosotros, no de tertulias de etiqueta como en la capital. Bajo la montaña más alta de México se jugaría una extraña versión del clásico entre Inglaterra y Escocia. Desde el momento en que el balón empezó a rodar, quedó claro que los Albinegros no darían tregua. Eran duros, correosos, de marca incómoda. Mi primer intento de pique por la banda fue frenado con tremenda patada. El primer tiempo acabó con el marcador en blanco. Iniciando el segundo tiempo logré por vez primera escapar a mi marcador y correr en descolgada frente al portero que mandó a tiro de esquina mi disparo. 

Las cosas pintaban mejor y nuestro ánimo nos decía que podíamos derrotar a los escoceses pero en nuestro afán por sentenciar el juego, los Albinegros nos contragolpearon y nos clavaron el gol. 0-1 con 25 minutos todavía por jugarse. Una densa neblina bajaba sobre la cancha. Sí, lo se, nos desesperamos y caímos en su trampa. Esperanzados en mi velocidad, mis compañeros me mandaban pases deseando ver un sprint mágico que acabara en el área rival, pero mis marcadores no tenían piedad. Faltaban unos cuatro minutos cuando logré eludir al defensa que tenía pegado como estampa, pero un segundo marcador, que según recuerdo se apellidaba Buchnann, frenó mi carrera y mi vida futbolística. 

Su barrida fue seca, asesina y escuché mi hueso partirse como un tronco. Tal vez fue la adrenalina, pero creo recordar que me paré o quise pararme de inmediato, pero mi pierna derecha estaba destrozada. Cuando me sacaron cargando olvidé a Niegel Hatley y con lágrimas en los ojos maldecía en español de pulquería. Dolor, llanto, neblina, gritos. Todo se confunde en mi memoria. Por fortuna, ya no estaba en la cancha cuando se dio el silbatazo final y los Albinegros de Orizaba festejaron haberse convertido en los primeros campeones nacionales del Futbol Mexicano, un torneo de cinco equipos británicos representantes de nuestra prehistoria futbolística que sin embargo quedó marcado para la historia. 

La fractura había sido total y mi recuperación tardó casi un año en que con mi pierna enyesada y mis muletas me paraba afuera de la mina para pagar las rayas del sábado y acudir después a la cancha a ver a mis compañeros. El siguiente torneo no pude jugarlo y me limité a ser espectador de derrotas. Fuimos último lugar, mientras que los catrincillos del Cricket dieron la sorpresa y se coronaron campeones. A finales de 1903, el presbítero Quicksmire me hizo una nueva oferta, aunque en esta ocasión no era futbolística, sino laboral: En la mina de Zacatecas ocupaban un jefe de contabilidad. Iría como jefe, no como auxiliar, con un sueldo bastante más alto. El problema es que en tierras zacatecanas el futbol no pasaba de ser un pasatiempo desorganizado. Mi pierna no volvió a ser la misma, pero aún así pude volver a jugar, aunque nunca jamás lo hice en un torneo oficial. 

Un año después, en 1904, recibí un telegrama del presbítero. Decía únicamente tres palabras: AHORA SÍ, CAMPEONES. Pachuca por fin se había coronado en un torneo jugado a dos vueltas. Los borrachos del Orizaba desbarataron su equipo un año después, mientras en otras plazas empezaban a surgir nuevos cuadros. En 1909, un año antes de la Revolución, me casé con Catalina Galindo, hermosa dama de Concepción del Oro. Cuando en 1914 las tropas villistas y huertistas tapizaron de muertos las calles de Zacatecas, mi mujer y yo nos habíamos exiliado a Inglaterra en donde puede ser espectador de grandes batallas futbolísticas. Regresamos a México en 1924 cuando los once hermanos del Necaxa y los “prietitos” del Atlante le arrebataban la gloria a los gachupines. El país no era el mismo, el futbol no era el mismo y había algunos que hasta empezaban a hablar de cobrar dinero por jugar. Habrase visto.

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Que el sempiterno hombre duro del fútbol alemán Lothar Matthäus y Stefan Effenberg no tenían por costumbre ir de vacaciones con sus respectivas era vox populi.
Quizá harto de vivir a la sombra de la leyenda tanto en el Bayern como en la selección, al rubio platino nunca le tembló la voz para ponerle las peras al cuarto al del brazalete eterno. Effenberg, en su autobiografía publicada en 2003, guarda un pequeño rincón forrado de seda para el gran Lothar y le tacha de cobarde por no querer lanzar el penalti decisivo en la final del Mundial 90 y por borrarse (en beneficio de Thorsten Fink) en la recordada final de Copa de Europa en Barcelona.
Incluso, con el sentido del humor de un Panzer, dedica un capítulo entero al capitán titulado "Lo que Lothar Matthäus sabe de fútbol". El episodio consiste en una hoja en blanco.

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El bolsillo de la camisa del árbitro es como una tostadora, cada vez que hay una entrada, aparece de pronto una tarjeta amarilla.


(KEVIN KEEGAN, ex jugador y entrenador británico)

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El entrenador trabaja, en buena medida, para reducir su propia incertidumbre.

(JORGE VALDANO, ex jugador y entrenador argentino)

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Pat (España)

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La más divertida anécdota del "Mono" Burgos

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El primer penal no convertido por River ante Boca, dentro del profesionalismo, tuvo como protagonista a Adolfo Pedernera. Fue el 11 de Junio de 1939 cuando por la 13ª fecha de dicho torneo, y en el estadio de River, los millonarios perdieron por 2 a 0 frente a su clásico rival.
El partido estaba muy disputado, hasta que el árbitro sancionó un penal favorable a River. Era la gran oportunidad para el local, pero Pedernera ejecutó el tiro desde los 12 pasos de manera muy anunciada, permitiendo que desviara el arquero de Boca, Juan Estrada, arrojándose hacia el palo derecho de su valla (foto). Ahí River perdió confianza y el partido. Era el primer triunfo de Boca en el nuevo estadio de River, la por entonces 'Herradura de Núñez'. Resultó un partido histórico para ambos clubes.
River formó con Besuzzo; Vassini y Blanco; Yácono, Rodolfi y Wergifker; Peucelle, Caffaratti, Maffei, Moreno y Pedernera.
Por su parte Boca alineó con Estrada; Ibáñez y Valussi; A.López, Angeletti y Suárez; Varallo, Alarcón, Liztherman, Pícaro y Danza.
El árbitro fue A. Destaillats. Los goles boquenses fueron anotados por Pícaro y el legendario Francisco "Pancho" Varallo. Un recuerdo a todo azul y oro.

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Rodrigo Braña ve a mi mamá con pantalones cortos y le pega una patada.

(NORBERTO "Ruso" VEREA, periodista argentino, opinando en 2003, sobre el combativo volante de Quilmes, hoy en Estudiantes de La Plata)

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Había salido a la cancha con un ‘7’ mentiroso en la espalda, porque me tiraba permanentemente al medio. De repente lo busqué a Prospiti, que me devolvió la pared y encaré solito a Gilmar. Se la toqué de derecha al palo zurdo. Salí corriendo como loco, gritando el gol. De repente me paré porque creí que me lo habían anulado. Es que el Pacaembú estaba totalmente en silencio y a pesar de que en el banco argentino todos gritaban, no se oía ni una voz…

(ERMINDO ONEGA [1939-1979], ex internacional argentino, recordando su gol ante Brasil en la Copa de las Naciones 1964)

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La tragedia de Superga


En la entrada del viejo estadio de Filadelfia, donde jugó el Torino hasta la construcción del Comunale, hay un monumento que recuerda al mejor equipo de su historia, el "grande Toro" de la década de los años cuarenta. Se trata de la hélice de un viejo avión. Es de lo poco que se conserva de la aeronave que se estrelló en las afueras de Turín y que acabó con el mejor equipo que posiblemente ha dado Italia en toda su historia. Hoy, cuatro de Mayo, se cumplen sesenta años de aquella tragedia.

Hoy, como cada cuatro de Mayo, los fieles aficionados del Torino suben andando a la Basílica de Superga, situada a veinte kilómetros del centro de Turín, para rezar una oración junto a la lápida que recuerda que allí mismo se estrelló el avión que devolvía a casa al considerado mejor equipo de la historia de Italia. El Torino de los años cuarenta, que había conquistado cinco títulos de Liga de forma consecutiva, protagonizó una tragedia de la que el equipo "granota" no se ha recuperado.

El accidente conmocionó a la sociedad italiana que se estaba recuperando de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, ese conflicto impidió que el Torino hiciese más grande su palmarés. Ganaron el último título antes de que el calcio se paralizara durante tres años -que habrían caído en su saco- y volvieron a ganar los tres siguientes. En 1949 faltaban cuatro jornadas para conquistar el quinto scudetto consecutivo cuando tomaron un avión para jugar un amistoso en Lisboa contra el Benfica. Valentino Mazzola, el mejor jugador de aquel Torino -y padre de Sandro Mazzola, estrella del Inter de los setenta- había insistido en acudir al homenaje del capitán lisboeta José Ferreira.

El Benfica quería al mejor equipo de Europa en aquel encuentro y Mazzola, el jefe de aquel equipo, había convencido de los directivos. La fama de aquel equipo era descomunal. Con la llegada de Valentino Mazzola y Ezio Loik, que formaban la pareja de delanteros, el conjunto grana se había convertido en una máquina perfecta que todo el mundo quería ver de cerca.

El problema vino en el viaje de vuelta. Había tormenta sobre Turín y excesiva nubosidad. Cuentan que el piloto no tenía demasiada clara la maniobra y que fue la expedición del Torino la que insistía en aterrizar. Un error de navegación hizo el resto. El avión, un viejo Fiat G212CP (en la foto de abajo), se estampó contra la Basílica de Superga. La violencia del choque fue salvaje y murieron los treinta y tres ocupantes del avión (dieciocho futbolistas, directivos, técnicos, acompañantes y tres periodistas).


Para identificar a las víctimas fue llamado el seleccionador italiano, Vittorio Pozzo. Y es que la tragedia no sólo fue para Torino sino para la selección italiana. En aquel tiempo el once inicial de la "azzurra" estaba formado por el portero de la Juve y los diez jugadores de campo del Torino. La tragedia dejó a Italia sin sus opciones de ganar el campeonato del Mundo de Brasil al que, por temor al avión, viajaron en barco.

El duelo en Turín fue tremendo. Toda Italia lo siguió por televisión y más de medio millón de personas salió a la calle para asistir al cortejo fúnebre de los futbolistas. Sus ataúdes entraron en la catedral turinesa en orden, como salían al campo cada domingo mientras por la megafonía se anunciaban sus nombres. La escena, que figura en diversos documentales, estremece. Sauro Tomá, el único jugador que no viajó a Portugal por culpa de una lesión de menisco, quedó tocado para toda su vida. Y se salvó también Kubala. El húngaro jugaba en un equipo italiano y estaba en Lisboa de viaje con su mujer e hijo. Acordó con el Torino regresar en el mismo avión, pero su hijo se puso enfermo y fue ingresado en un hospital portugués por lo que Kubala retrasó el regreso y regateó así a la muerte.

El Torino no se resignó aunque nunca se recuperaría. Decidió acabar el campeonato de aquel año jugando con los juveniles. Lo mismo hicieron sus adversarios y los clubes, reunidos por la Federación, decidieron conceder el título de 1949 al Torino independientemente de los resultados de las últimas cuatro jornadas. Hoy, los incondicionales del "Toro" regresarán como cada 4 de Mayo a Superga.

Las víctimas del accidente

Jugadores: Valerio Bacigalupo, Aldo Ballarin, Dino Ballarin, Emile Bongiorni, Eusebio Castigliano, Rubens Fadini, Guglielmo Gabetto, Ruggero Grava, Giuseppe Grezar, Ezio Loik, Virgilio Maroso, Danilo Martelli, Valentino Mazzola, Romeo Menti, Piero Operto, Franco Ossola, Mario Rigamonti, Giulio Schubert.
Dirigentes: Arnaldo Agnisetta, Ippolito Civalleri.
Entrenadores: Egri Erbstein, Leslie Levesley.
Periodistas: Renato Casalbore, Renato Tosatti, Luigi Cavallero.


(artículo del periodista Juan Carlos Álvarez, publicado en el diario digital “Faro de Vigo” el 04/05/09)

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Juan Antonio Pizzi, nacido el 7 de Junio de 1968 en la provincia de Santa Fe, fue un delantero centro que triunfó en el fútbol español.
Comenzó en Rosario Central, para concretar una extensa y exitosa trayectoria, pasando por Tenerife, Barcelona, Valencia y Villarreal, en España; Toluca de México; Porto de Portugal y River de Argentina,
En la temporada 1995-1996, tuvo uno de sus mejores momentos, actuando para Tenerife, al anotar 31 tantos, obteniendo el ‘Pichichi’ como máximo goleador de la Liga Española y el Botín de Oro, como el mayor artillero de las ligas europeas.
Sus goles hicieron que, una vez nacionalizado español, fuera citado para jugar en el seleccionado de España.
En 1996, fichó para el Barsa y sus hinchas recuerdan un partido en el Camp Nou, cuando enfrentó al Atlético de Madrid. Al finalizar el primer tiempo, los "colchoneros" ganaban 3 a 0. En la segundo, el local, en franca recuperación, igualó 4 a 4 y cuando el árbitro estaba por pitar el final, Pizzi convirtió el gol que le dio el triunfo a los catalanes.
Los aficionados recuerdan ese gol relatado por el periodista Joaquim María Puyal, cuando a grito pelado decía al aire: "¡Pizzi, sos macanudo!", queriendo felicitarlo con una palabra bien "argentina" que quizás no venía al caso. A partir de allí, se lo apodó "Macanudo".
Pizzi jugó 22 partidos para España, con 8 goles, uno de ellos, el 20 de Septiembre de 1995, en un amistoso ante Argentina, partido que ganó España 2 a 1. El goleador jugó el Mundial de Francia de 1998, con escasa participación.

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Manchester United, hijos, esposa: en ese orden.

(Pancarta exhibida en Old Trafford años atrás)

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El secreto para ser un buen arquero es haberse comido 400 goles, siempre que no sean en el mismo campeonato.

(AMADEO CARRIZO, célebre arquero riverplatense, opinando en 1965 sobre los secretos de su puesto)

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Isabelino Ramírez, campeón invicto de la dignidad (Ramplense - Uruguay)


Isabelino Ramírez surgió en las divisiones formativas de Peñarol y siendo muy joven se puso la rojiverde de mi querido Rampla Juniors en la década del 70. Enseguida se ganó el cariño de la hinchada por la calidad de su juego y , fundamentalmente, su temple, su garra, su tesón. Jugaba de volante derecho, un '8' a la antigua.

Corrían malos tiempos para el club y miles de hinchas andábamos con la tristeza a cuesta de cancha en cancha de la B, contándole a cada uno que se acercara que éramos forasteros en la divisional, que estábamos llenos de gloria, que éramos el tercer grande y por esas cosas de la vida... ya lo ve, en el fondo de la tabla de la Segunda División.

Isabelino jugaba y jugaba, metía y metía. Un sábado, como tantos, llego al Olímpico tempranito y un rumor me sacudió: a Isabelino le salió un pase para Brasil y se va, no juega más en Rampla. No lo podía creer, pero era cierto. Pongo la radio, la 42 que transmitía los partidos, y lo estaban entrevistando. Estaba ilusionado y a la vez apesadumbrado. El periodista al despedirlo le dijo que era entendible que se fuera con pena del club del que era hincha. Y él le respondió que en realidad era hincha de Peñarol pero que había recibido y dado tal cariño en ese tiempo en el club que se había hecho hincha de la hinchada de Rampla a la que nunca olvidaría.

Acto seguido se vino a la tribuna y creo que ninguno de los cientos que allí habíamos nos perdimos el beso y el abrazo de ese negro maravilloso. Parecía mentira que aquel hombre al que vi trancar dos veces con la cabeza contra los pies rivales pudiera tener esa ternura y fuera doblegado por el llanto emocionado. Fue muy fuerte aquello. Tan fuerte como lo que me contó un dirigente de la época poco tiempo antes de que se fuera: un día al terminar un partido, después de un triunfo, lo vio sollozando mientras se vestía luego de ducharse y le preguntó qué le pasaba. Se le había muerto un hermano e iba a su velatorio. Le dijo si estaba loco, que por qué no había dicho nada. Y le dijo que su pena era su pena, que si contaba no lo ponían y él sabía que lo necesitaban.

Nunca he vuelto a saber nada de él.

Si alguna vez lee esto que sepa que la hinchada de Rampla que tuvo el honor de conocerlo y saber de su calidad humana nunca lo olvidará y sueña con que aparecerá como aquel día en que la niebla tapaba todo, y de repente apareció como un loco besando la camiseta frente a la platea: nos venía a contar que había hecho un gol en el arco del Varadero.

(Un gracias enorme al autor por autorizarme a publicar este cuento y compartirlo con todos ustedes)

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-Al fútbol se lo tiene como el deporte en el que se insulta y se pegan patadas. ¿Es así?

-El fútbol educa, pero en su marco a veces faltan valores. Los ingleses dicen que "el fútbol es un deporte de caballeros jugado por hooligans, y el rugby es un deporte de hooligans jugado por caballeros". El mayor gesto de grandeza lo ha tenido hace poco un deportista norteamericano, Andy Roddick, cuando reconoció un error en un fallo que lo favorecía, y sin embargo hizo dar marcha atrás en la decisión y perdió un Grand Slam. Hay que saber, en el deporte profesional, cuál es el límite para llegar al fin. No todo está permitido. En el fútbol todos estamos involucrados en eso. No es que "fulano de tal lo hace y yo, no".

-Ese gesto de Roddick es casi una excepción...

-Está el caso de Sergio Vigil en las Leonas, cuando admitió como válido un gol rival anulado...

-¿El jugador argentino no sabe perder?

-En el tenis los jugadores están separados y hay intercambios verbales. En el fútbol, que tiene tanto contacto, se fue mejorando mucho en cuanto a cantidad de jugadores expulsados. El argentino está jugando en todo el mundo y aprendió mucho.

¿Qué diferencia notás entre el chico que educabas hace 20 años y el que educás hoy?

-La idea de juego y la esencia del aprendizaje son las mismas. Además, los padres traen al hijo no sólo para jugar al fútbol. Me dicen "te lo traigo porque es tímido, o porque es hiperquinético, o porque quiero que haga ejercicio..." Es tan importante el primer objetivo, el fútbol, como tratar de incluir y hacer crecer al chico.

(CLAUDIO MARANGONI, ex futbolista argentino, director de una escuela modelo de fútbol y deportes que lleva su nombre en Parque Las Heras, en entrevista con el diario “La Nación” del 15 de Septiembre de 2005)

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Siempre me ha parecido más viril el desafío entre cuchilleros. Sigo sintiendo que a pesar de que matar formaba parte de esta práctica, había una cierta nobleza que no he podido encontrar en un hombre que patea una pelota.

(JORGE LUIS BORGES [1899-1986], célebre escritor argentino)

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El primer régimen que instrumentalizó el fútbol fue el fascismo de Benito Mussolini. Mussolini fue el primero en considerar a los jugadores del equipo de Italia como soldados al servicio de la causa nacional.

IGNACIO RAMONET, periodista español, ex director de “Le Monde Diplomatique”)

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Tres momentos (Umberto Saba - Italia)


De carrera salís al centro del terreno,
a las tribunas saludáis primero.
Luego, lo que después
sucede -que os volvéis a la otra parte,
la que más negra hierve-, no se puede
decir, es algo que no tiene nombre.

El portero pasea arriba y abajo
como un centinela.
El peligro está lejos aún.
Pero si un torbellino lo acerca, oh, entonces,
una fiera joven se agazapa
y alerta espía.

Fiesta en el aire, en cada calle fiesta.
Si dura poco, ¡qué importa!
Ni una ofensa pasó nuestra puerta,
los gritos se cruzaban como rayos.
Y vuestra gloria, once muchachos,
como un río de amor adorna Trieste.

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¿Qué balance hacés de tu paso por el fútbol inglés?

Me podría haber ido mejor. En Sheffield descendimos a Tercera, pero me fue muy bien a nivel individual porque cuando se eligió al equipo del siglo, en el año 2000, a mí me pusieron. Es cierto que esas elecciones son discutibles, porque tiene más peso lo de los últimos años, pero significa que algo hice. Lo mismo me pasó en Estudiantes, cuando arman esos equipos ideales del siglo.

¿Y en el Leeds?

Ahí jugué en Primera, pero tuve un problema: el entrenador que me llevó duró cinco partidos, vino otro, y a este nuevo le gustaba el fútbol a un toque. Las prácticas eran todas a un toque, y eso a mí me mató, porque me encantaba tenerla. No lo critico, eh, sólo digo que iba contra mi estilo, así que mucho no jugué.

¿Cuántos litros de cerveza tomabas en los terceros tiempos de Inglaterra?

Cero, porque no me gustaba y, además, servían la cerveza natural, así que pedía gaseosa. El tercer tiempo se hacía en todos los estadios: un lugar preparado donde iban los jugadores de los dos equipos y las familias del local. Se tomaba muchísimo alcohol y nunca vi un problema entre rivales que por ahí se habían dado duro en el campo.

¿Qué fue lo más curioso que te pasó en Sheffield?

Descendimos a Tercera y la gente entró para sacarnos en andas. Nos decían: “El año que viene ascendemos”. ¡Como en la Argentina! Lo contás y no te lo creen. No sé cómo será ahora pero eso fue increíble.

(ALEJANDRO SABELLA, actual entrenador de Estudiantes de La Plata, recordando su paso por el fútbol inglés en revista “El Gráfico”, edición Enero de 2010)

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