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Recomendado por Alfredo Di Stéfano, él inolvidable Juan Carlos Lorenzo asumió como entrenador, y también como jugador, del club Mallorca, cuando el equipo de las Islas Baleares, actuaba en la Tercera División del fútbol español, allá por la temporada 1958-1959.
El ‘Toto’ decidió incorporar a jugadores con hambre de gloria, y fue así que sumó al plantel a varios jugadores del Atlético Madrid que allí no tenían cabida, como el arquero Ricardo Zamora, hijo del recordado Divino, parte de la historia grande del fútbol de España.
Lo cierto es que Lorenzo, con sus incorporaciones, su táctica y su método de entrenamiento, hizo que el Mallorca ganara el torneo ampliamente, con 114 goles a favor y solo 8 en contra, en sensacional campaña. El ‘Toto’, aún como jugador, convirtió más de 15 goles. Con un equipo fuerte y hecho a su medida, Lorenzo logró el milagro de ascender al Mallorca a Primera División al año siguiente, conquistando el torneo 1959/1960. En esas dos temporadas, su equipo no perdió ningún partido en condición de local.
En el campeonato de 1960/1961 el Mallorca ya jugaba en Primera División, y tuvo inolvidables triunfos frente al Barcelona y al Atlético Madrid, y un empate glorioso ante el Real Madrid de Di Stéfano, Gento y compañía. Allí comenzó la mítica historia de Lorenzo como director técnico de fútbol.

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No tenemos nada que aprender de esta gente.

(ALF RAMSEY [1920-1999], ex seleccionador inglés, tras perder ante Brasil en el Mundial de México en 1970)

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Argentina siempre adhirió mucho al jugador de toque y de gambeta, por eso la gente tuvo como ídolos a los jugadores de esa calidad. Eso se está perdiendo ahora porque el periodismo hace que la gente joven se conforme con un resultado y aunque el equipo juegue mal, porque ya lo preparó para eso.

(RICARDO BOCHINI, ex jugador argentino, Revista “La Maga” Nº 2, Enero/Febrero 1994, pág. 56)

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El Superclásico más espectacular de toda la historia


El recuerdo se dispara entre hojas amarillentas que se deshacen al contacto con las manos. Carlos Manuel Morete es un grito interminable, es la típica postal del gol. Tiene la boca abierta, los puños cerrados y Norberto Alonso, el “Capitán Beto” musicalizado por el ‘Flaco’ Spinetta, lo busca con la mirada para festejar.

Los dos son apenas unos pibes de pelo largo y cuidado, a la moda. Ese instante, congelado por la fotografía de la revista “El Gráfico”, marca el epílogo de aquella proeza del fútbol que Osvaldo Ardizzone tituló: “Un partido que no olvidaremos jamás”.

Acaban de cumplirse 30 años del clásico más electrizante y cambiante que River y Boca jugaron en casi un siglo de rivalidades bien entendidas y de las otras. Un 5 a 4 que no desentonó con el día de la madre y que cambió de dueño como los chicos de entonces cambiaban las figuritas. Era 2 a 0 para los de Núñez en nueve minutos, 4 a 2 para su rival en apenas 51 minutos y 4 a 4 hasta que Silvio Marzolini cometió un foul sobre la hora y al borde del área grande. El ya fallecido Jorge Dominichi tiró un centro, Ernesto Mastrángelo se filtró en el área chica y Morete le colocó la frutilla al postre, que River devoró sin contemplaciones y le provocó una indigestión a Boca.

Incomparable por sus alternativas, aunque no tanto por sus consecuencias -hasta ahora, la final que Boca ganó 1 a 0 en 1976 y lo consagró campeón no tiene contras en ese rubro-, será difícil que aquel clásico jugado el 15 de Octubre de 1972 por la primera fecha del torneo Nacional se repita. La cancha de Vélez, sin plateas sobre la calle Reservistas Argentinos y con una tribuna lateral y dos torres desde donde transmitían los relatores, resultó el escenario elegido. Apenas una verja separaba a las dos hinchadas sobre esa popular del costado. Los policías no se hacían notar como ahora y a casi nadie se le antojaba copar el sector del otro.

El sol iluminaba Liniers, Boca y River colocaban lo mejor que tenían sobre el césped y la primavera avanzaba entre ruidos de metralletas, el demorado regreso de Perón al país y los pavorosos asesinatos en serie de un criminal con cara de niño: Carlos Robledo Puch. La Argentina venía de dictadura en dictadura y era el turno de Alejandro Agustín Lanusse.

El 22 de Agosto, casi dos meses antes del clásico, la Marina masacraba a dieciséis guerrilleros detenidos en una base de Trelew. San Lorenzo ya había ganado el campeonato Metropolitano del ‘72, Boca venía dulce por la cosecha de títulos en la década del ‘60 y River intentaba, una vez más, despojarse de la malaria que lo perseguía; en 1957 había dado su última vuelta olímpica. Su sequía, en diciembre, cumpliría quince años.

Por entonces, Guillermo Vilas era “el mayor suceso del tenis argentino”, el Ford Falcon ganaba su primer título de Turismo Carretera con Héctor Luis Gradassi, Abel Cachazú y la ‘Pantera’ Saldaño se molían a golpes en un Luna Park desbordante y el campeonato Nacional que arrancó con aquel clásico imborrable desparramaba apellidos que nadie con menos de cuarenta años y la memoria de compañera, recordaría: Syeyguil de Belgrano, Parsechian de Independiente de Trelew, Pedone de Gimnasia y Esgrima de Mendoza y Chichozola de Bartolomé Mitre de Misiones, entre los más curiosos. En Córdoba ya se hablaba de un pibe que tenía condiciones para ser un fenómeno: Mario Alberto Kempes jugaba en Instituto y lo pretendía River, pero Central se quedaría con el pase.

En Octubre, la música progresiva seguía colocando mojones: Arco Iris estrenaba su ópera Sudamérica en el estadio Monumental. En Agosto, Sui Generis, con ‘Charly’ García y ‘Nito’ Mestre, había terminado de grabar su primer álbum, Vida y, al mes siguiente de aquel partido en el José Amalfitani, se desarrollaba Buenos Aires Rock III, que dio pie a la filmación de la película “Hasta que se ponga el sol”. El cine de ese año recibió con beneplácito una obra de Leonardo Favio que dejaría su huella: Juan Moreira.

Y, en la literatura, el éxito de la novela Las Tumbas, convirtió a Enrique Medina en un escritor de consumo masivo. El mundo, si se comparan las políticas que lleva adelante Estados Unidos desde que se constituyó en un imperio, no era demasiado diferente. Richard Nixon amenazaba a los vietnamitas, como ahora lo hace George Bush (h) con los iraquíes. “Estos bastardos no han sido bombardeados nunca como van a serlo esta vez”, dijo aquel antes de que el escándalo Watergate acabará con sus días en la Casa Blanca.

Voces del ‘72 y de hoy

La mayoría de los protagonistas del clásico que se jugó en una cancha de Vélez colmada, con hinchas increíblemente sentados sobre el cemento y sin incidentes, siguieron vinculados al fútbol cuando colgaron los botines. En River, Juan José López, Reinaldo Merlo y René Daulte son técnicos de Primera, Jorge Ghiso hizo su trayectoria en el ascenso, Ernesto Mastrángelo en las divisiones inferiores y Carlos Morete se dedicó a representar jugadores. En cambio, Norberto Alonso, tras una efímera experiencia como entrenador y un par de intentos frustrados como candidato a la presidencia de su club, hoy es columnista deportivo de la cadena Fox.

El Beto recuerda que se trató de “un partido impresionante. Nosotros veníamos de una gira por Europa con la selección y creo que habíamos jugado también por la Copa Libertadores. Yo llegué extenuado y me tocó disputar ese clásico de ida y vuelta. Fue un partidazo, pero no lo considero el mejor clásico, a no ser por la cantidad de goles. Será porque a mí siempre me gustó ganarles en la cancha de ellos y, los más gratos recuerdos, son de la Bombonera: el 3 a 2 que ganamos un día de mañana en el ‘81 o el de la pelota naranja con dos goles míos...”.

Si en River casi todos eligieron al fútbol como el medio de vida, aún después de la etapa como jugadores, en Boca sucedió otro tanto. Roberto Mouzo, Rubén Suñé y Osvaldo Potente trabajaron o trabajan en las divisiones inferiores xeneizes, Silvio Marzolini salió campeón como entrenador en 1981, con aquel equipo en el que brillaron Diego Maradona y Miguel Brindisi y ‘Cachín’ Blanco conduce en la actualidad a Atlético Rafaela. Carlos Pachamé acompañó a Carlos Bilardo durante toda su trayectoria en la Selección Nacional y Ramón Ponce ascendió con Banfield a Primera a mediados del 2001.

Este último, correntino, cantante y buen imitador, evocó del clásico un momento clave: “Cuando estábamos nosotros 4 a 2 arriba, los delanteros y los mediocampistas ofensivos nos perdimos casi diez situaciones de gol. Podríamos haber llegado a un resultado de catástrofe. Pero ellos se recuperaron y lo dieron vuelta. Ese mismo año, nosotros les habíamos ganado 4 a 0 en el Monumental con dos goles de Curioni y dos míos. Por eso, mientras un clásico significó una alegría enorme, al otro lo viví con bronca”.

Cuando Página/12 le leyó a Ponce una frase suya citada en El Gráfico en la edición posterior al partido, una auténtica muestra de su hidalguía -”Los felicito de corazón a los muchachos de River. Les tocó a ellos y que lo disfruten”-, el ex delantero comentó: “Mi manera de ser nunca cambió. Siempre pensé en frío en los momentos calientes”.

Otros tiempos, otro fútbol

En 1972, los nombres de los técnicos no aparecían en las síntesis con puntaje de la tradicional revista deportiva semanal, que el empresario Carlos Ávila discontinuó treinta años más tarde. Ni Juan Eulogio Urriolabeitía, ni José Varacka, los entrenadores de River y Boca, respectivamente, son mencionados, a no ser por alguna anécdota conocida en los vestuarios. El ‘Vasco’ debutó esa tarde como conductor del equipo ganador y siguió el clásico desde las plateas. Apenas pudo dar algunas indicaciones utilizando como correo al profesor Solé, el preparador físico.

Transcurridos algunos días, también se supo que el temperamental Pachamé -que había ganado todo con Estudiantes de La Plata y era una especie de caudillo- la había emprendido contra el juvenil Mouzo en pleno partido. Le reprochó que debía marcar a Morete y lo responsabilizó por los dos últimos goles de River.

Aquella tarde, José Perico Pérez, le atajó un penal a Rubén Suñé después de embolsar la pelota con una rodilla en alto y cometerle infracción en el área al cordobés Hugo Curioni. Gestual como pocos entre sus pares, el árbitro Luis Pestarino imitó la acción del arquero semejando un paso de baile, mientras recibía airadas protestas. Pérez, quien por entonces se perfilaba como un dirigente sindical incipiente de Futbolistas Argentinos Agremiados, llevaba desviados con ése, cuatro penales. Sería su especialidad, como ocurrió años después con otro arquero de River, Sergio Goycochea.

“Mandaron los sentidos. Y para los sentidos no hay decámetro, ni hectolitro, ni hectáreas, ni kilogramo”, escribió Ardizzone sobre ese acontecimiento al que no le encontró unidad de medida para juzgarlo. Al minuto de juego, ya ganaba River con un gol de Mastrángelo (foto). Había pescado un rebote que dio Rubén Sánchez tras un zapatazo con el sello de Oscar Más. Ocho minutos después, ‘Pinino’ metió el segundo. La defensa de Boca no hacía pie y el clásico parecía jugarse en Núñez, aunque se había mudado a Liniers.

River se lanzaba sin red al ataque y comenzaba a trastabillar atrás. Curioni descontó sobre la mitad del primer tiempo y Ponce, con un estupendo tiro libre, clavó el 2 a 2. Se agotaba la primera parte de un partido que ya tenía el voltaje por las nubes, pero todavía había más. Osvaldo Potente, un diez tan rechoncho de físico que no hacía honor al vigor que transmitía su apellido, aunque sí se destacaba por su rapidez e inteligencia para resolver en el área, estampó el tercero de Boca y la historia parecía trasladarse a la Bombonera. Pero no, no era cierto, seguía jugándose en aquel fortín neutral que sería escenario de unos cuantos superclásicos.

Cuando Potente estiró la diferencia a dos y su equipo se encaminaba a bajarle el telón a la tarde, Mas arrimó el bochín, el partido se convirtió definitivamente en partidazo y aún restaba el desenlace que lo llevaría a la categoría de inolvidable. River se ponía a tiro de Morete o del empate, que era como decir lo mismo. El ‘Puma’, uno de esos centrodelanteros de tranco largo, definiciones certeras y que, por esas curiosidades del destino, daría sus últimos pasos en el fútbol jugando junto a Maradona en el Boca del ‘81, empató a los 17 minutos del segundo tiempo. Cuatro a cuatro, más situaciones de gol en las dos áreas y aquella definición en la boca del arco del goleador riverplatense sobre la hora, hicieron crujir la cancha, aumentar las pulsaciones y acabar con la incertidumbre.

Mastrángelo, uno de los bromistas más festejados del fútbol en los años ‘70, viajó horas después a Rufino para depositar su camiseta con la banda roja en el nicho de su madre. La satisfacción de unos no pasó de las cargadas posteriores en la semana siguiente y el pesar de los otros se esfumó en 1973, con una de las tantas goleadas que registra la historia de los clásicos. El 27 de Junio de ese año, siete días después de ocurrida la masacre de Ezeiza en el definitivo regreso de Perón al país, Boca despachó a su rival de toda la vida con un 5 a 2 en la Bombonera. Pero había sido por otro torneo, el Metropolitano, sólo reservado a los clubes directamente afiliados a la AFA.

En cambio, el campeonato federal ideado por el fallecido Valentín Suárez en 1967 fabricaba goleadas de molde que los grandes equipos de Buenos Aires les propinaban a los semiamateurs del interior. Su arranque en la edición de 1972 no podía haber sido mejor. La exhibición de fútbol casi insuperable de aquel River-Boca debería ocupar un lugar en las vitrinas de nuestros mejores momentos deportivos. Como homenaje al fútbol, por la pasión que despierta y también como tributo a lo que simboliza aquel estribillo caído en desuso, que no vendría mal entonar en estos tiempos de sinrazón y puro exitismo.

“Ganamos, perdimos, igual nos divertimos...”.

(artículo de Gustavo Veiga publicado en el Diario “Página 12” del domingo, 27 de Octubre de 2002)



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En 1978, la selección italiana de fútbol disputó un encuentro amistoso con el equipo de la colectividad italiana en Argentina.
El día del partido, el Deportivo Italiano -por entonces así denominado- sale al campo de juego con una bandera italiana llevada por todos los jugadores.
El entrenador, (el húngaro Elmer Banki) quería figurar, y la tomó por delante para ser el primero en aparecer con la misma. Antes de salir del túnel en la cancha de Boca, Banki tiraba de la bandera para salir, y los jugadores tiraban para atrás para que no apareciera. Al final se rindió y salió solo.

(Anécdota contada por el Sr. Eduardo Redondo a Mauro Salvatore, autor del libro “Cincuentenario del Sportivo Italiano”)

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Es mentira que al arquero lo protegen cuando lo rodean, le generan un problema más; lo complican para que pueda moverse con libertad. A mis defensores siempre les pido que salgan lo más lejos posible de esa zona; últimamente se están viendo centros que se convierten en goles directamente porque hay mucha gente en el medio, nadie toca la pelota y el arquero se queda sin tiempo para reaccionar.

(CARLOS FERNANDO NAVARRO MONTOYA, ex futbolista argentino -2004-)

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Hay muchos jugadores que cuando llegan al área es cuando más rápido quieren ir y eso les lleva a la precipitación. La tranquilidad es poder.

(EMILIO BUTRAGUEÑO, célebre jugador madridista, en diario “El Mundo” del jueves 23/10/2008)

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Buba (Roberto Bolaño - Chile)




para Juan Villoro

La ciudad de la sensatez. La ciudad del sentido común. Así llamaban a Barcelona sus habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad bonita y yo creo que me acostumbré a ella desde el segundo día (decir el primer día sería una exageración), pero los resultados no acompañaban al club y la gente como que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa, hablo por experiencia, al principio los aficionados te piden autógrafos, te esperan en las puertas del hotel para saludarte, no te dejan en paz de tan cariñosos que son, pero luego enhebras una racha de mala suerte con otra y ahí mismo te empiezan a torcer el gesto, que si eres un flojo, que si te pasas las noches en las discotecas, que si te vas de putas, ustedes ya me entienden, la gente empieza a interesarse por lo que cobras, se especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que públicamente te llama ladrón o algo mil veces peor.

En fin, estas cosas pasan en todas partes, a mí personalmente ya me había sucedido algo parecido, pero entonces mi condición era la de nacional, jugador de la casa, y ahora mi condición era la de extranjero, y la prensa y los aficionados siempre esperan un plus extra de los extranjeros, para eso los han traído, ¿no?

Yo, por ejemplo, como todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo. Cuando jugaba en Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una media de diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue asqueroso, al tercer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de ligamentos y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue lenta y trabajosa, para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme más solo que la una. Ésa es la verdad.

Gastaba una fortuna en llamadas a Santiago y lo único que conseguía era preocupar a mi mamá y a mi papá, que no entendían nada. Así que un día decidí irme de putas. No lo voy a negar. Ésa es la verdad. En realidad lo único que hice fue seguir el consejo que un día me dio Cerrone, el arquero argentino. Cerrone me dijo: "chico, si no tienes nada mejor que hacer y los problemas te están matando, consulta a las putas". Qué buena persona era Cerrone. Por aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y acababa de llegar al Gimnasia y Esgrima.

Cerrone ya andaba por los treinta y cinco o por los cuarenta, su edad era un misterio, y entre los veteranos era el único que todavía estaba soltero. Algunos decían que Cerrone era raro. Eso me retrajo al principio en mi trato con él. Yo era un muchacho más bien tirado a tímido y pensaba que si conocía a un homosexual éste iba a querer acostarse conmigo al tiro. En fin, puede que lo fuera, puede que no lo fuera, lo único cierto es que una tarde en que yo estaba más deprimido que nunca, me cogió aparte, era la primera vez que hablábamos, podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a llevar a conocer algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de esa salida.

El departamento estaba en el centro y mientras Cerrone se quedaba en el living tomando unas copas y viendo un programa nocturno en la tele, yo me acosté por primera vez con una argentina y la depresión comenzó a amainar. A la mañana siguiente, mientras volvía a mi casa, supe que todo mejoraría y que mi carrera en el fútbol argentino aún me iba a deparar muchas tardes de gloria. Las depresiones eran inevitables, me dije, pero Cerrone me había dado el remedio para atenuarlas.

Y eso fue lo que hice en mi primer club europeo: salí de putas y así fui capeando la lesión, el periodo de recuperación, la soledad. ¿Que si me acostumbré? Puede que sí, puede que no, no soy quién para emitir un juicio tan rotundo. Allí las putas son unos verdaderos bombones, las putas de categoría, quiero decir, además de ser en líneas generales unas chicas bastantes inteligentes y preparadas, así que aficionarse a ellas, lo que se dice aficionarse, pues tampoco es tan difícil.

En resumen, que me dio por salir de noche, incluso los domingos, cuando había partido y lo que se esperaba de nosotros, los lesionados, era que estuviéramos allí, en las gradas, convertidos en hinchas de lujo. Pero así uno no se cura de las lesiones y yo prefería pasarme las tardes de los domingos en alguna sala de masaje, con mi whisky y una o dos amigas a cada lado, hablando de cosas más serias. Al principio, por supuesto, nadie se dio cuenta. No era yo el único que estaba lesionado, debíamos de ser unos seis o siete los que estábamos en el dique seco, la mala racha parecía cebarse con nuestro club. Pero luego, claro, nunca falta el periodista culiado que te ve salir de una discoteca a las cuatro de la mañana y ahí se acabó el asunto. En Barcelona, que parece tan grande y tan civilizada, las noticias vuelan. Quiero decir: las noticias futbolísticas.

Una mañana me llamó el entrenador y me dijo que se había enterado de que estaba llevando un ritmo de vida impropio de un deportista y que eso se tenía que acabar. Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había sido una canita al aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa podía hacer mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba pena abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones?

Además, como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me tenía por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me servía. Pero entonces entraron los burócratas del club y me dijeron: "oiga, Acevedo, esto tiene que acabar, usted está resultando un mal ejemplo para la juventud y una pésima inversión de nuestra sociedad, en donde sólo trabajan hombres serios, así que a partir de ahora se acabaron las salidas nocturnas, usted verá". Y luego, sin decir agua va, me encontré de golpe con una multa que podía pagar, claro, pero que puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a mi tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su casa. Pero estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet y entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse a dormir la siesta.

Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y antes me había echado entre pecho y espalda una fideuà, un plato típico de Barcelona que ya había probado y que me encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna, y que estaba recorriendo con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la primera estatua del Che que hubo en América, exceptuando Cuba, y eso era lo que me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la estatua y de todos los atentados que sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la volaron definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por aquí debe estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un claro rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una mano en el hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio del claro, un pedestal de cemento de color gris clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y empecé a rodear lentamente el pedestal.

Entonces lo vi: al otro lado había un negro en pelotas haciendo unos dibujos en la tierra y yo supe al tiro que ese negro era Buba, mi compañero de club y mi compañero de departamento, aunque, sí quieren que les diga la verdad yo a Buba sólo lo había visto en un par de fotos, yo y todos los demás compañeros, y nadie se hace una idea cabal de una persona sí sólo la ha visto en la prensa y además de pasada. Pero era Buba, de eso no me cupo la menor duda. Y entonces yo pensé: rechuchas, debo de estar soñando, no estoy en Chile no estoy en La Cisterna, mi padre no me ha traído a ninguna plaza y este huevón calato no es Buba, el mediopunta africano recién contratado por nuestro club.

Justo cuando acababa de pensar lo anterior el negro levantó la mirada y me sonrió, dejó el palito con el que estaba haciendo unos dibujos en la tierra amarilla (ésa sí una tierra completamente chilena) y de un salto se puso de pie y me tendió la mano, ¿tu eres Acevedo?, dijo, "me alegro de conocerte, flaco", eso dijo. Y yo pensé; tal vez estamos de gira. ¿Pero de gira por dónde?
¿Estábamos haciendo una gira por Chile? Imposible. Y entonces nos dimos la mano y Buba me la estrechó muy fuerte y no me la soltó, y mientras me estrechaba la mano yo miré el suelo y vi los dibujos en la tierra, garabatos no más, qué otra cosa iba a ser, pero como que le encontré el hilo a la cuestión, no sé si me explico, los garabatos tenían sentido, es decir, no eran garabatos, eran otra cosa. Y entonces yo me quise agachar y ver los dibujos más de cerca, pero la mano de Buba que estrechaba mi mano me lo impidió, y cuando quise soltarme (ya no para ver los dibujos sino más bien para alejarme de él, para tomar mis distancias, porque sentí algo parecido al miedo) no pude hacerlo, la mano de Buba, su brazo, parecían los de una estatua, una estatua recién hecha, y mi mano había quedado empotrada en ese material que por momentos parecía barro y por momentos parecía lava ardiente.

Creo que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura, algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta, así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido, la volvía a cerrar.

El resto del día lo pasé solo, sentado delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso, pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closer había puesto la ropa, ropas deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me afeito con máquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja), una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una esponja de color tierra muy grande.

A las nueve de la noche apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos, aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca. Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club, ése fui yo.

Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil. Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba, lavaba sus propios platos, hacía la cama, en fin, lo de siempre. Por las noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.

Cuando me quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas debuta no me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuche, al segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas, haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película de Van Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba estuvieran matando al alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que los gritos provenían del radiocasette. Después los ruidos se apagaron, solo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona, el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen. Hasta ahí aguanté.

Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle. Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música (en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.

El resto, la cotidianidad, como se suele decir, era apacible. Buba acababa de llegar y aún no había jugado ni un partido como titular. El club, en aquel tiempo, tenía un superávit de jugadores que para qué les voy a contar. Estaba Antoine García, el líbero francés. Estaba Delève, el delantero belga, Neuhuys el defensa central holandés, Jovanovic, delantero yugoslavo, el argentino Percutti y el uruguayo Buzatti, mediocampistas, además de los españoles, entre los que teníamos a cuatro jugadores de la selección nacional. Pero las cosas nos iban mal y después de diez jornadas desastrosas estábamos a mitad de la tabla, más bien tirando para abajo que para arriba.

La verdad, a Buba no sé por qué no lo ficharon. Supongo que lo hicieron para acallar las críticas casa vez más acerbas de nuestros propios aficionados, pero al menos en teoría fue una cagada completa. Lo que todo el mundo esperaba era un fichaje de urgencia para cubrir mi lugar, es decir lo que todo el mundo esperaba era que ficharan a un extremo, no a un mediocampista porque en esa la posición ya estaba Percutti, pero los directivos suelen ser bastante imbéciles en todas partes y cogieron lo primero que tuvieron a mano y entonces apareció Buba. Muchos pensaron que el plan era hacerlo jugar un tiempo con el segundo equipo, un segundo equipo que por aquellas fechas estaba hundido en la Segunda División B, pero el representante de Buba dijo que de eso nada, que el contrato era bien claro al respecto: o Buba jugaba con el primer equipo o no jugaba.

Así que allí estábamos los dos, en nuestro departamento cerca del campo de entrenamiento, él calentando banquillo todos los domingos y yo reponiéndome de mi lesión y sumido en una melancolía que para qué les cuento. Y los dos éramos los más jóvenes, como ya les he dicho, y si no lo he dicho lo digo ahora, aunque sobre eso también se especuló un rato. Yo entonces tenía veintidós años y eso estaba claro. De Buba decían que tenía diecinueve, y por descontado no faltó el periodista gracioso que dijo que nuestros directivos habían sido engañados, que en el país de Buba los certificados de nacimiento eran a la carta, que en realidad Buba no sólo parecía tener más edad sino que, en efecto, la tenía, y que en resumidas cuentas el fichaje había sido un timo.

La verdad es que yo no sabía a qué carta quedarme. En el día a día, por lo demás, vivir con Buba no era nada pesado. A veces, por las noches, se encerraba en su dormitorio y ponía su música de gritos y de gemidos, pero uno a todo se acostumbra. A mí también me gustaba ver la tele con el sonido muy alto, hasta altas horas de la madrugada, y Buba, que yo sepa, nunca se quejó por eso. A l principio la comunicación no era muy fluida, por cuestiones de idioma, y más bien nos comunicábamos con gestos. Pero luego Buba aprendió algo de castellano y algunas mañanas, mientras desayunábamos, incluso hasta hablábamos de películas, que siempre ha sido uno de mis temas favoritos, aunque la verdad es que Buba no era muy conversador y tampoco le interesaba demasiado el cine.

En realidad, ahora que lo pienso, Buba era bastante callado. Y no es que fuera tímido ni que temiera meter la pata, Herrera, que sabía hablar inglés, una vez me dijo que lo que le pasaba era que no tenía nada que decir. El loco Herrera. Qué simpático que era Herrera. Y un buen amigo, además. Cuántas veces salimos todos juntos. Herrera, Pepito Vila, que también era canterano, Buba y yo. Pero Buba siempre en silencio, mirándolo todo como si estuviera y no estuviera, y aunque a veces Herrera lo cogía por su cuenta y se largaba a hablar en inglés con él, un inglés fluido en de Herrera, el negro siempre se iba por las ramas, como si le diera pereza explicar cosas de su infancia y de su patria, menos aún de su familia, al grado de que Herrera estaba convencido de que a Buba algo malo le tenía que haber ocurrido cuando era niño, por su reiterada negativa a referir el más mínimo detalle íntimo, como si hubieran arrasado su aldea, decía Herrera, que era y es de izquierdas, como si hubiera presenciado en vivo y en directo la muerte de sus padres y hermanos y pretendiera borrar de su cabeza todos esos años, algo bastante lógico si las presunciones de Herrera hubieran sido ciertas, pero en realidad, y eso yo siempre lo supe, lo intuí, Herrera se equivocaba, Buba hablaba poco porque él era así, y eso era lo que importaba, más allá de una infancia o adolescencia atroz o agradable: la vida de Buba estaba rodeada de misterio porque Buba era así, eso era todo.

En todo caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club, cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.

Cuando se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital), Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por supuesto, no contábamos.

Al poco rato oímos una música salvaje que salía del lavabo A Herrera ya le había contado de los gustos musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento con su radiocasette infernal, pero él nunca lo había escuchado en directo.

Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto, dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor, pero no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un olor a rancio. Olía a humedad, a setas y hongos. Olía raro.

Yo, lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso, los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí, de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas, al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido. Como si el aire que nos rodeara se hubiera condensado y nosotros nos hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que sentí. Y luego Buba se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y la mía.

Creo que Herrera se rió, no mucho, solo un poquito. Y luego alguien apagó la televisión, no recuerdo quién, tal vez Herrera, tal vez yo. Y Buba dijo que lo podía conseguir, que sólo necesitaba las gotas de sangre y nuestro silencio. ¿Qué es lo que puedes conseguir? dijo Herrera. El partido, dije yo. No sé cómo lo supe, pero lo cierto es que lo supe desde el primer momento. El partido, sí, dijo buba. Y entonces Herrera y yo nos reímos y tal vez nos miramos, Herrera estaba sentado en un sillón y yo a los pies de mi cama y Buba esperaba sentado humildemente en la cabecera de su cama.

Creo que Herrera hizo unas preguntas. Yo también hice un a pregunta. Buba respondió con cifras. Levantó su mano izquierda y nos mostró tres dedos, el medio, el anular y el meñique. Dijo que no perdíamos nada con probar. El pulgar y el índice los tenía cruzados, como si formaran un lazo o una horca en donde un animal diminuto se asfixiaba.

Predijo que Herrera iba a jugar. Habló de responsabilidad con los colores de la camiseta y también habló de oportunidad. Su castellano seguía siendo deficiente.
Lo siguiente que recuerdo es que Buba volvió a entrar en el lavabo y que cuando salió llevaba un vaso y su navaja de afeitar. No nos vamos a pinchar con eso, dijo Herrera. La navaja es buena, dijo Buba. Con tu navaja no, dijo Herrera. ¿Por qué no?, dijo Buba. Porque no nos sale de los cojones, dijo Herrera. ¿O no? Me miraba a mí. No, dije yo. Yo me pincho con mi propia máquina de afeitar. Recuerdo que cuando me levanté para ir al baño las piernas me temblaban. No encontré mi maquinilla, probablemente la había olvidado en el departamento, así que cogí la que el hotel ponía a disposición de los clientes. Herrera aún no había vuelto y Buba parecía dormido, sentado en la cabecera de su cama, aunque cuando cerré la puerta levantó la cabeza y me miró sin decir nada.

Permanecimos en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era Herrera. Nos sentamos los dos en mi cama. Buba se sentó enfrente, en la suya, y sostuvo el vaso en medio de las dos camas. Luego, con un gesto rápido, levantó uno de los dedos de la mano que sostenía el vaso y se hizo un corte limpio. Ahora tú, le dijo a Herrera, que cumplió el trance armado con un pequeño alfiler de corbata, el único objeto punzocortante que había encontrado. Después me tocó mi turno. Cuando quisimos ir al baño a lavarnos las manos Buba nos adelantó. ¡Déjame entrar, Buba!, le grité a través de la puerta. Por única respuesta oímos otra vez la música que unos minutos antes Herrera había calificado de manera un tanto apresurada (o eso me parecía ahora) como música étnica.

Esa noche tardé en irme a dormir. Estuve un rato en la habitación de Buzatti y luego me fui al bar del hotel, en donde ya no quedaba ningún jugador despierto. Pedí un whisky y me lo tomé en una mesa desde la que se apreciaban con nitidez las luces de Barcelona. Al cabo de un rato sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me sobresalté. Era el entrenador, que tampoco podía dormir. Me preguntó qué hacía despierto a esas horas. Le dije que estaba nervioso. Pero si tú mañana no juegas, Acevedo, dijo él. Peor todavía, dije yo.

El entrenador miró la ciudad, asintiendo, y se frotó las manos. ¿Qué estás bebiendo?, preguntó. Lo mismo que usted, dije. Ah, vaya, dijo él, eso es bueno para los nervios. Después el entrenador se puso a hablar de su hijo y de su familia, que vivían en Inglaterra, pero sobre todo de su hijo, y luego los dos nos levantamos y dejamos nuestros vasos vacíos en la barra.
Al entrar en mi habitación Buba dormía plácidamente en su cama. Normalmente no hubiera encendido la luz, pero esta vez lo hice. Buba ni se movió. Fui al lavabo: todo estaba en orden. Me puse el pijama y me acosté y apagué la luz. Durante unos minutos estuve escuchando la respiración acompasada de Buba. No recuerdo en qué momento me quedé dormido.

Al día siguiente ganamos por tres a cero. El primer gol lo marcó Herrera. Era el primero que marcaba aquella temporada. Los otros dos los hizo Buba. La prensa deportiva, un poco reticente, hablaba de cambio sustancial en nuestro juego y destacaba el gran partido realizado por Buba. Yo vi el partido. Yo sé lo que realmente ocurrió. En realidad, Buba no jugó bien. El que jugó bien fue Herrera y Delève y Buzatti. La línea medular del equipo. En realidad, Buba estuvo como ausente durante buena parte del partido. Pero marcó dos goles y eso era suficiente.

Ahora tal vez debería decir algo acerca de los goles. El primero (que fue el segundo del encuentro) se produjo tras un córner que sirvió Palau. Buba, en medio del barullo, metió la pierna y marcó. El segundo fue extraño: el equipo rival ya había aceptado la derrota, corría el minuto 85, todos los jugadores estaban cansados, los nuestros probablemente más, el tono del partido era francamente conservador, y entonces alguien le pasó la pelota a Buba, con la esperanza, digo yo, de que la devolviese o la retrasara, pero Buba corrió por su banda, mucho más rápido de lo que había estado en el resto del partido, se acercó a unos cuatro metros del área grande y cuando todos esperaban que centrara soltó un tiro que sorprendió a los dos defensas que tenía delante y al arquero, un tiro con un chanfle como yo no había visto nunca, un disparo endemoniado propio sólo de los jugadores brasileños, que se coló por la escuadra derecha de la portería contraria y que puso a todos los espectadores de pie.

Esa noche, después de celebrar la victoria, hablé con él. Le pregunté por la magia, por el hechizo, por la sangre en el vaso. Buba me miró y se puso serio. Acerca tu oreja, dijo.
Estábamos en una discoteca y apenas nos oíamos. Buba me susurró unas palabras que al principio no entendí. Probablemente yo ya estaba borracho. Luego alejó su boca de mi oreja y me sonrió. Tú pronto podrás marcar goles mejores, dijo. De acuerdo, perfecto, dije yo.

A partir de entonces todo se encarriló. El siguiente partido lo ganamos cuatro a dos, y eso que jugábamos en campo contrario. Herrera marcó un gol de cabeza, Delève uno de penalti, y Buba marcó los otros dos, que fueron rarísimos, o eso me pareció a mí, que conocía la historia y que antes del viaje, al que no fui, participé junto con Herrera en la ceremonia de los dedos cortados y del vaso y de la sangre.

Tres semanas después me convocaron y reaparecí en la segunda parte, en el minuto 75. Jugábamos en la casa del líder y ganamos uno a cero. El gol lo marqué yo en el minuto 88. El pase me lo dio Buba o eso fue lo que pensó todo el mundo, aunque yo tengo algunas dudas. Sólo sé que Buba se escapó por la banda derecha y yo eché a correr por la izquierda. Había cuatro defensas, uno detrás de Buba, dos en el medio y uno a unos tres metros de donde corría yo. Entonces ocurrió algo que aún no sé explicarme.

Los defensas centrales parecieron clavarse en sus posiciones. Yo seguí corriendo con el lateral derecho de ellos pegado a mis talones. Buba se acercó al área con el lateral izquierdo que tampoco se le despegaba. Entonces hizo una finta y centró. Yo me metí en el área sin ninguna posibilidad de darle a la pelota, pero entre que los centrales estaban como despistados o como repentinamente mareados y el efecto rarísimo que cogió el balón, lo cierto es que milagrosamente me vi dentro del área, con la pelota controlada y el portero de ellos que salía y el lateral derecho pegado a mi hombro izquierdo sin saber si hacerme una falta o no, y entonces simplemente chuté y marqué el gol y ganamos.

El domingo siguiente fui titular indiscutible. Y a partir de entonces empecé a marcar más goles que nunca en mi vida. Y Herrera también tuvo una racha goleadora. Y todo el mundo adoraba a Buba. Y también nos adoraban a Herrera y a mí. De la noche a la mañana nos convertimos en los reyes de la ciudad. Todo nos sonreía. El club inició una ascensión imparable. Ganábamos y ganábamos.

Y nuestro rito de la sangre siguió repitiéndose indefectiblemente antes de cada partido. De hecho, a partir de la primera vez, Herrera y yo nos compramos navajas de afeitar parecidas a la que tenía Buba y cada vez que íbamos a jugar fuera lo primero que metíamos en nuestro equipaje eran las navajas, y cuando jugábamos en casa nos reuníamos la noche anterior en nuestro departamento (porque ya no nos concentraban en los partidos como locales) y realizábamos la sesión y Buba recogía su sangre y la nuestra en un vaso y luego se encerraba en el baño y mientras escuchábamos la música que salía de allí Herrera se ponía a hablar de libros o de obras de teatro que había visto y yo me quedaba callado y asentía a todo, hasta que Buba reaparecía y nosotros lo mirábamos como preguntándole si todo estaba en orden y Buba entonces nos sonreía y se metía en la cocina a buscar el estropajo y el cubo de agua y volvía luego al baño, en donde se estaba por lo menos un cuarto de hora arreglándolo todo, y cuando nosotros entrábamos en el baño todo estaba igual que antes, y a veces, cuando me iba con Herrera a una discoteca y Buba no venía (porque a Buba no le gustaban demasiado las discotecas), Herrera se ponía a hablar conmigo y me preguntaba qué creía yo que hacía Buba con nuestra sangre en el baño, porque lo cierto es que cuando Buba desocupaba el baño ya no había rastros de sangre por ningún lado, el vaso que la había contenido estaba reluciente, el suelo limpio, vaya, el baño parecía como cuando venía la señora a hacernos la limpieza, y yo le decía a Herrera que no sabía, que no tenía idea de lo que hacía Buba cuando se encerraba allí, y Herrera me miraba y decía: si yo viviera con él me daría miedo, y yo miraba a Herrera como diciéndole: ¿lo dices en serio o estás de broma?, y Herrera decía: estoy de guasa, Buba es nuestro amigo, gracias a él ahora estoy en la selección, gracias a él nuestro club va a ser campeón, gracias a él la gloria nos sonríe, y eso era verdad.

Por lo demás, yo nunca le tuve miedo a Buba. A veces. Mientras veíamos la tele en nuestro departamento antes de irnos a dormir, me lo quedaba mirando con el rabillo del ojo y pensaba en lo extraño que era todo. Pero no pensaba mucho rato en esto. El fútbol es extraño.

Finalmente aquel año que empezamos tan mal fuimos campeones de Liga y paseamos por el centro de Barcelona entre una multitud enfervorecida y hablamos desde el balcón del ayuntamiento a otra multitud enfervorecida que coreaba nuestros nombres y ofrecimos el título a la virgen de Montserrat, del monasterio de Montserrat, una virgen negra como Buba, esto parece mentira pero es verdad, y dimos entrevistas hasta que ya no pudimos hablar. Las vacaciones las pasé en Chile. Buba se fue a África. Herrera se marchó al Caribe con su novia.

Nos encontramos en la pretemporada, en el centro deportivo del este de Holanda, cerca de una ciudad fea y gris que me hizo tener los peores presentimientos.

Todos estaban allí, menos Buba. No sé qué problema había tenido en su país de origen. Herrera parecía agotado aunque exhibía un bronceado de deportista de élite. Me dijo que había pensado en casarse. Yo le expliqué mis vacaciones en Chile, pero, como ustedes saben, cuando en Europa es verano en Chile es invierno, así que mis vacaciones no habían sido muy lucidas. La familia estaba bien. Poco más. La tardanza de Buba nos intranquilizó. No queríamos reconocerlo, pero estábamos intranquilos. De repente sentimos, tanto Herrera como yo, que sin él estábamos perdidos. Por el contrario, nuestro entrenador contribuyó a quitarle hierro a la impuntualidad de Buba.

Una mañana, después de un vuelo que hizo escalas en Roma y Frankfurt, el negro se reintegró en el equipo. Loa partidos de pretemporada, sin embargo, fueron pésimos. Nos ganó un equipo de la Tercera División holandesa. Empatamos con el equipo de aficionados de la ciudad donde residíamos. Ni Herrera ni yo nos atrevíamos a pedirle a Buba el rito de la sangre, aunque nuestras navajas estaban listas.

De hecho, y esto tardé en comprenderlo, parecía como si tuviéramos miedo de pedirle a Buba un poco de su magia. Por supuesto seguíamos siendo amigos y en alguna ocasión fuimos juntos a una discoteca holandesa, pero de sangre no hablábamos sino de los chismes que circulan en pretemporada, los jugadores que cambiaban de equipo, los nuevos fichajes, la Liga de Campeones que íbamos a jugar ese año, los contratos que se acababan o que tenían que ser mejorados. También hablábamos de películas y de las vacaciones que ya habían terminado y Herrera, sólo Herrera, hablaba de libros, entre otras cosas porque era el único que leía.

Después volvimos a la ciudad y yo volví a encontrarme solo con Buba y con nuestra cotidianidad en aquel departamento enfrente de los campos de entrenamiento, y luego empezó la Liga, en primer partido, y la noche antes apareció Herrera por nuestra casa y encaró la situación. Le dijo a Buba que qué pasaba. ¿No iba a haber magia ese año? Y Buba sonrió y dijo que no era magia. Y Herrera dijo qué coño es entonces. Y Buba se encogió de hombros y dijo que era algo que sólo él entendía. Y luego hizo un gesto como quitándole importancia al asunto. Y Herrera dijo que él quería más, que él creía en Buba, fuera lo que fuera lo que éste hacía. Y Buba dijo que estaba cansado y cuando dijo eso yo lo miré a la cara y no me pareció en modo alguno un tipo de diecinueve o veinte años sino un jugador de más de treinta que ya le ha exigido demasiado a su cuerpo. Y Herrera, contra lo que yo esperaba, aceptó las palabras de Buba con una actitud admirable. Dijo: "pues no se hable más del asunto, os invito a cenar". Así era Herrera. Buen tipo.

De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión (pero es que otra no hay), dispuestos a comernos el mundo aunque en nuestro fuero interno teníamos bastantes dudas (sobre todo Herrera y yo) de que efectivamente fuéramos a comernos nada. Y mientras estuvimos allí no se dijo nada de magia ni de sangre: hablamos de películas, de viajes, pero no de viajes de trabajo sino de viajes de placer, y de poco más.

Y cuando salimos del restaurante, no sin antes haberle firmado autógrafos a los camareros y al cocinero y a los pinches de cocina, nos pusimos a caminar durante un rato por las calles vacías de la ciudad, esa ciudad tan bonita, la ciudad de la sensatez y del sentido común como la llamaban algunos exaltados, pero que también era la ciudad del resplandor en donde uno se sentía bien consigo mismo y para mí ahora es la ciudad de mi juventud, bueno, como decía, nos pusimos a caminar por calles de Barcelona, porque un deportista sabe que después de una cena copiosa lo mejor es estirar las piernas, y entonces, cuando ya llevábamos un rato dando vueltas y viendo los edificios iluminados (obra de grandes arquitectos que Herrera nombraba como si los hubiera conocido personalmente), Buba dijo con una sonrisa más bien triste que si queríamos podíamos volver a repetir la experiencia del año pasado.

Ésa fue la palabra que empleó. Experiencia. Herrera y yo nos quedamos callados. Luego volvimos al parking, nos subimos a mi coche y enfilamos hasta nuestro departamento sin decir una sola palabra. Yo me hice el corte con mi navaja. Herrera empleó un cuchillo de la cocina. Cuando Buba salió del baño nos miró y por primera vez, mientras iba a buscar el estropajo y el cubo de agua a la cocina, no dejó la puerta cerrada. Recuerdo que Herrera se levantó pero acto seguido volvió a sentarse. Luego Buba se encerró en el baño y cuando salió todo estaba como antes. Yo propuse celebrarlo tomándonos un último whisky. Herrera aceptó. Buba dijo que no con la cabeza. Ninguno tenía ganas de hablar, supongo, porque el único que dijo algo fue Buba. Dijo: "esto no es necesario, ya somos ricos". Eso fue todo. Después Herrera y yo nos bebimos nuestros whiskys de un solo trago y nos fuimos todos a dormir.

Al día siguiente empezamos la Liga ganando seis a cero. Buba marcó tres goles, Herrera uno, yo dos. Fue una temporada gloriosa, a mí me parece mentira que la gente se acuerde, porque ya ha pasado mucho tiempo, pero si lo pienso bien, si hago funcionar la memoria, me resulta lógico (perdonen la vanidad) que todavía no haya caído en el olvido la segunda y última temporada que jugué con Buba en Europa. Ustedes vieron los partidos por televisión. Si hubieran vivido en Barcelona se vuelven locos. Ganamos la Liga con más de quince puntos de ventaja y fuimos campeones de Europa sin haber perdido ni un solo partido, sólo el Milán nos empató en San Siro y el Bayern sacó el otro empate en su casa. El resto, puras victorias.

Buba se convirtió en la estrella del momento, goleador en la Liga Española y en la Liga de Campeones, su cotización subió por encima de las nubes. A mitad de temporada su agente intentó renegociar la ficha a más del triple de su monto anual y el club se vio obligado a venderlo a la Juve a principios de la pretemporada siguiente. Herrera también se convirtió en un jugador ambicionado por muchos clubes. Pero como era canterano, es decir casi se había criado en las categorías inferiores de nuestro club, no quiso irse, aunque a mí me consta que tuvo ofertas del Manchester, en donde hubiera ganado más. A mí también me llovieron las ofertas, pero después de dejar marchar a Buba el club no podía darse el lujo de desprenderse de mí y me arreglaron la ficha y me quedé.

Para entonces ya había conocido a una catalana, que no tardaría en ser mi esposa, y yo creo que esto influyó en mi decisión de no marcharme. No me arrepiento de haberlo hecho. Aquella temporada volvimos a ser campeones de la Liga Española, pero en la Liga de Campeones nos enfrentamos en semifinales con el equipo de Buba y fuimos eliminados.

En Italia nos metieron tres a cero y uno de los goles lo marcó Buba, uno de los goles más bonitos que he visto en mi vida, un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos, desde una distancia de más de veinte metros, lo que los brasileños llaman una hoja muerta, una hoja de otoño. Una pelota que parece va a salir y que de repente cae como una hoja muerta, algo que dicen que sabía hacer Didí, algo que yo nunca le había visto hacer a Buba, y recuerdo que después del gol Herrera me miró, yo estaba en la barrera y Herrera estaba detrás marcando a un italiano, y cuando nuestro arquero iba a buscar la pelota al fondo de la portería herrera me miró y se sonrió como diciendo “vaya, vaya”, y yo también me sonreí. Fue el primer gol de los italianos y a partir de ahí Buba se eclipsó. Lo sacaron en el minuto 50. Antes de dejar la cancha nos abrazó a Herrera y a mí. Cuando acabó el partido estuvimos un rato con él en los túneles del vestuario.

En el partido de vuelta, en nuestro campo, los italianos nos empataron a cero. Fue uno de los partidos más raros que he jugado en mi vida. Todo pareció transcurrir como a cámara lenta y al final los italianos nos eliminaron. Pero en líneas generales fue una temporada como para no olvidar. Volvimos a ganar la Liga, a Herrera y a mí nos convocaron para jugar el Mundial con nuestras respectivas selecciones, las noticias que teníamos de Buba eran magníficas. Él también ganó la Liga italiana (el famoso Scudetto) y la Liga de Campeones por segundo año consecutivo. Era el jugador del momento. A veces lo llamábamos por teléfono y hablábamos durante un rato de banalidades.

Poco antes de que nos marcháramos a unas vacaciones que iban a ser más cortas de lo usual (aquel año los internacionales nos concentramos para el Mundial casi sin tiempo para nada), la noticia salió en la primera página de los periódicos deportivos. Buba había muerto en un accidente automovilístico camino del aeropuerto de Turín.

Nos quedamos helados. Poco más es lo que puedo decir. Con la mano en el pecho: nos quedamos helados y ya está. El Mundial fue asqueroso. A Chile la eliminaron en octavos, pero no ganamos ni un solo partido. España ni siquiera pasó a octavos, aunque ellos sí que ganaron un partido. Mi actuación, ustedes se acordarán, fue funesta. Así que mejor no hablar. ¿El país de Buba? No, ellos fueron eliminados en la fase previa por Camerún o Nigeria, no me acuerdo. Buba no hubiera podido ir al Mundial ni vivo ni muerto. Como jugador, quiero decir.

Luego pasó el tiempo y vivieron otras ligas y otros mundiales y otros amigos. En Barcelona permanecí aún seis años. En España, diez. Por supuesto que todavía alcancé a vivir muchas noches de gloria, pero nada es comparable. Me retiré del fútbol jugando en el Colo-Colo, pero ya no de extremo izquierdo, la vida de un extremo izquierdo es corta, sino de mediocampista. Luego me dediqué a mi tienda de deportes. Hubiera podido ser entrenador, hice el curso, pero la verdad es que ya estaba harto. Herrera todavía jugó un par de años más. Luego se retiró en olor de multitudes. Fue internacional más de cien veces (yo sólo lo fui en cuarenta y tres ocasiones) y cuando dejó el fútbol la hinchada de Barcelona le tributó un homenaje como se han visto pocos. Ahora tiene no sé cuántas empresas en su ciudad y la vida, como es obvio, le va bien.

Durante muchos años estuvimos sin vernos. Hasta hace poco, que se hizo un programa de televisión, de esos más bien nostálgicos, sobre el equipo que había ganado por primera vez la Liga de Campeones. A mí me llegó la invitación y aunque ahora ya no me gusta viajar, acepté porque era una ocasión para reunirme con los viejos amigos. La ciudad, qué otra cosa voy a decir, sigue igual de bonita. Nos alojaron en un hotel de primera y mi mujer al poco rato ya había partido a ver a sus familiares y amistades. Yo preferí echarme en la cama y dormir un rato, pero la verdad es que al cabo de un cuarto de hora me di cuenta de que no iba a poder dormir.

Después me vino a buscar un muchacho de la productora y me llevó a los estudios de televisión. En la sala de maquillaje coincidí con Pepito Vila. Estaba completamente calvo y me costó reconocerlo. Después apareció Delève y aquello fue el acabose. Qué viejos estaban todos. La moral me subió un poco cuando, antes de entrar en el plató, ví a Herrera. A él sí que lo hubiera reconocido en cualquier parte. Nos dimos un abrazo y cruzamos una pocas palabras, las suficientes como para que yo supiera que aquella noche, pasara lo que pasara, cenábamos juntos.

El programa fue largo y prolijo. Se habló de la Copa, de lo que había significado para el club, de Buba, de aquel primer año de Buba en Europa, pero también se habló de Buzatti y de Delève, de Palau y Pepito Vila, de mí y sobre todo de Herrera y de su larga carrera deportiva, un ejemplo para la juventud. Éramos siete ex jugadores y tres periodistas y dos aficionados de relumbrón, un actor de cine y una cantante brasileña, que al final resultó ser la más fanática seguidora que yo haya visto jamás. Se llamaba Liza Do Elisa, no creo que fuera su nombre verdadero, pero lo cierto es que cuando el programa se acabó (yo apenas dije cuatro tonterías, sentía un nudo en el estómago) la Liza Do Elisa se vino a cenar con nosotros, con Herrera y conmigo y con Pepito Vila y con uno de los periodistas, no sé, tal vez fuera amiga de este último, el caso es que de pronto me encontré en un restaurante en penumbra cenando con toda esta gente y luego en una discoteca aún más oscura salvo la pista de baile en donde yo estaba bailando unas veces solo y otras veces con la Liza Do Elisa y finalmente, a las tantas de la mañana, en un bar del puerto, bebiéndome un carajillo en una mesa algo sucia en donde sólo estaba Herrera y la cantante brasileña.

No recuerdo quién de los dos sacó el tema. Tal vez la Liza Do Elisa estuviera hablando de magia, puede ser, tal vez Herrera quería hablar de eso y la provocó, magia negra y magia blanca, decía la brasileña, o eso creí entender, y luego se puso a contar historias, hechos reales que le habían sucedido en la infancia o durante su juventud, cuanto tuvo que abrirse un camino en el mundo del espectáculo. Recuerdo que la miré y pensé que era una mujer de armas tomar: hablaba igual, con la misma energía y agresividad que durante el programa de televisión. Le había costado subir y permanecía en guardia, como si en cualquier momento la fueran a atacar. Era una mujer hermosa, de unos treintaicinco años, con una buena delantera. Se notaba que no había tenido una vida fácil. Pero esto no le interesaba a Herrera, lo comprendí en el acto. Herrera quería hablar de magia, de vudú, de ritos candomblé, de negros, en suma. Y la Liza Do Elisa no hizo de rogar.

Así que yo me acabé el carajillo y aguanté mecha y como el tema, sinceramente, me aburría un poco, pedí un whisky y luego otro whisky y cuando ya empezaba a entrar la luz del día por las ventanas del bar Herrera dijo que él tenía una historia parecida a las historias que le había contado Liza Do Elisa y que se la iba a contar a ver qué le parecía a ella. Y entonces yo cerré los ojos, como si tuviera sueño, aunque no tenía nada de sueño, y escuché que Herrera contaba la historia de Buba y de él y mía, pero sin decir que Buba era Buba ni él y yo nosotros sino unos jugadores franceses que había conocido hacía tiempo, y Liza Do Elisa se calló (me parece que era la primera vez que callaba en toda la noche) hasta que Herrera llegó al final, a la muerte de Buba, y sólo entonces Liza Do Elisa abrió la boca y dijo que sí, que eso era posible, y Herrera preguntó por la sangre que los tres jugadores vertían en el vaso y Liza Do Elisa dijo que aquello era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por la música que salía del baño en donde se encerraba el negro y Liza Do Elisa dijo que aquello también era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por el destino de la sangre que el negro se llevaba al baño y por el estropajo y el cubo de agua con lejía y también quiso saber qué creía Liza Do Elisa que hacía en el baño, y a todas las preguntas la brasileña respondió que aquello era parte de la ceremonia, hasta que Herrera se anduvo enojando y dijo que obviamente todo era parte de la ceremonia pero que él quería saber en qué consistía la ceremonia. Y entonces Liza Do Elisa le dijo que a ella no le levantara la voz, mucho menos si quería follarla, textual, empleó esas palabras, a lo que Herrera respondió con una risotada que me hizo recordar emocionado al Herrera de la Liga de Campeones y de las dos Ligas que ganamos juntos, quiero decir, de las dos que ganamos con Buba y de las cinco que ganamos en total, y después de reírse dijo que no era su intención ofenderla (la Liza Do Elisa se ofendía por cualquier detalle) y repitió la pregunta.

Y entonces la brasileña puso cara de meditar y luego miró a Herrera y me miró a mí (pero a Herrera lo miro con mucha más intensidad) y dijo que a ciencia cierta no lo sabía. Que tal vez bebía la sangre o tal vez la arrojaba al inodoro, que tal vez orinaba o defecaba en la sangre o que tal vez no hacía ninguna de esas cosas, que tal vez se desnudaba y se empapaba con la sangre y después se duchaba, pero que todo eso sólo eran suposiciones. Y luego los tres nos quedamos callados hasta que Liza Do Elisa volvió a abrir la boca para decir que, fuera lo que fuera, lo cierto es que aquel tipo sufría y quería mucho.

Y luego Herrera le preguntó si ella creía que la magia de aquel negro que jugaba en el equipo francés era efectiva. No, dijo Liza Do Elisa. Estaba loco. ¿Cómo iba a ser efectiva? Y Herrera dijo: ¿y por qué sus compañeros empezaron a jugar mejor? Porque eran buenos jugadores, dijo la brasileña. Y entonces yo metí la cuchara y le pregunté qué había querido decir con que sufría mucho, ¿sufrir cómo?, le dije, y ella respondió que con todo el cuerpo y más que con el cuerpo con toda la mente.

- ¿Qué quieres decir, Liza? -dije yo.

- Que estaba loco, -dijo la brasileña.

El bar había bajado la persiana metálica. En una pared distinguí varias fotos de nuestro equipo. La brasileña nos preguntó (no sólo a Herrera, a mí también) si estábamos hablando de Buba. Herrera no movió ni un solo músculo de la cara. Yo tal vez asentí. La Liza Do Elisa se persignó. Me levanté y fui a echar una ojeada a las fotos. Allí estaba nuestro once: Herrera, de pie, con los brazos cruzados, junto a Miquel Serra, el arquero, y Palau, y debajo de ellos, en cuclillas, Buba y yo. Yo estoy sonriendo, como si no me preocupara nada, y Buba está serio y mira directamente a la cámara.

Fui al baño y cuando volví Herrera estaba junto a la barra, pagando, y la brasileña también se había levantado y se alisaba el vestido, un vestido granate muy ajustado, junto a la mesa. Antes de marcharnos el encargado del bar o tal vez era el dueño, el tipo que nos había soportado hasta el amanecer, me pidió que estampara mi firma en otra de las fotos que adornaban la pared. Allí estaba yo solo, era una de las primeras fotos que me tomaron cuando llegué a la ciudad. Le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Narcís. Se la dediqué con afecto.

Ya clareaba cuando salimos. Como en los viejos tiempos, caminamos durante un rato por las calles de Barcelona. Noté sin sorpresa que Herrera llevaba a la brasileña cogida por la cintura. Después nos metimos en un taxi y me acompañaron hasta mi hotel.
(cuento extraído del libro “Putas Asesinas” - Anagrama 2001)

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- ¿Es cierto que te quiso comprar Boca?

- Al menos nunca lo supe. Racing sí y también el San Lorenzo del Bambino cuando yo jugaba en Wanderers.

- ¿Te rechazaron en tu club, Peñarol?

- No; esas son anécdotas que cuentan algunos. En Uruguay dicen que yo jugué en Fénix pero nunca jugué allí, fui a ver a un amigo. Empecé en Wanderers. A los 15 años fui a entrenar a Peñarol con mi viejo y había como doscientos chicos. Estuve toda una tarde sentado, jugué 20 minutos y me dijeron “quedaste, vení la semana que viene”. No volví más porque le dije a mi viejo “no voy a estar toda la tarde para jugar 20 minutos”. No sé qué hubiera pasado si volvía.

- ¿Cuál sería tu mejor homenaje en la vida?

- Me lo hicieron. Un día íbamos en un taxi con mis hijos hablando de todo un poco. Tenían 8 o 10 años y el tachero les dijo “¿saben una cosa?, su padre es un gran jugador pero acuérdense de esto, tienen un gran padre y una gran persona”.
Te emociona que tus hijos lo escuchen de un tachero, sé que muchos le dicen “más que jugador, qué gran tipo”. Para mí el fútbol sigue siendo mi pasión pero yo quería esto: formar una familia, ser un buen tipo, tener amigos, una vida tranqui…

(ENZO FRANCESCOLI, ex internacional uruguayo, en revista “Hombre”, edición Diciembre de 2009)

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Hasta la pelota pedía autógrafo a Pelé.

(ARMANDO NOGUEIRA, escritor y periodista deportivo brasileño)

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Hice un gol de tiro libre jugando el clásico (River-Boca) y deseaba fervientemente que nadie hiciera ningún gol más. Sobre la hora se escapó solo Pedro González y yo rezaba para que no lo hiciera, así la historia iba a decir que habíamos ganado un clásico con un gol mío.
Un deseo muy loco, irracional y vanidoso, pero futbolero.


(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista y entrenador argentino)

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Poema de Chaca (Anónimo - Argentina)

* Poema dedicado al Club Atlético Chacarita Juniors


El día que yo nací,
el color del firmamento,
se transformó en sentimiento
que supera la razón.
La inabarcable emoción
desde el cielo recibida
de ser para toda la vida
de CHACA de corazón.

Ser de CHACA es sentir,
llorar, amar, cantar, saltar, bailar,
sin esperar recompensa.
Ser de CHACA no se piensa,
es ser alegre y desatado
pues para ser amargado,
cual designio del destino,
ya tenemos varios vecinos
que nos miran asustados.

CHACA tiene el privilegio
de tutearse con la Gloria
y así fue toda la historia
de este equipo de Primera,
que aunque se ponga fulera
la cosa no termina
pues la Gloria es una mina
que no tutea cualquiera.

Unos creen ser sufridos
porque han perdido la cancha,
otros creen que es una mancha
haber tenido que descender;
que se dejen de joder
y no sean maricones
solo sufren a montones
los de CHACA con pasión
y es la única solución
el tener muchos cojones.

¡Ay Chaca de mi vida!
cuánto me has hecho sufrir
qué difícil que es vivir
rodeado de tanta mersada,
la vida se hace pesada
en medio de tantos gilunes
que casi todos los lunes
nos acosan a cargadas.

Pero por más que abran la boca
(y con perdón de la palabra)
ni la obra más macabra
podrá inclinar la balanza.
La hinchada de la esperanza
no tiene ni parecido
si ganamos dos partidos
ninguna cancha nos alcanza.

No hay más nada que decir
y el de CHACA así lo siente
que a pesar de este presente
hay solo un destino al fin,
dar la vida hasta morir
llevando al frente la bandera
con la barra funebrera
del campeón de San Martín

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La primera transmisión radial de un partido de fútbol en la Argentina, se remonta exactamente al 28 de Septiembre de 1924.
En esa fecha, el seleccionado nacional se enfrentaba al por entonces poderosísimo representativo de Uruguay, que se había consagrado flamante Campeón Olímpico, en París.
El partido, de abrupto desenlace, se disputó en el estadio de Sportivo Barracas (hoy una espléndida plaza ubicada sobre la avenida Vélez Sársfield, en Capital) fue transmitido por LOR Radio Argentina, con los relatos de Horacio Martínez Seeber y comentarios de Atilio Casime, quien era el jefe de deportes del diario “Crítica”.
Para una mejor cobertura, se desplegaron tres micrófonos al borde del campo de juego: uno para Martínez Seeber, otro para Casime y un tercero para captar el sonido ambiente, con el bullicio del público que colmó todas las instalaciones del estadio de tribunas de tablón.
En realidad, la labor periodística y radial tuvo muy poco lucimiento porque era tal la cantidad de público, que al ingresar los jugadores a la cancha, se produjeron incidentes. Los uruguayos reclamaron (algunos hinchas argentinos estaban pegados a la línea de cal, con voces amenazadoras para la visita) y debido a ello, el árbitro lo suspendió, dejando pocos argumentos para los flamantes periodistas radiales.
Finalmente, el cotejo se pospuso para el 2 de Octubre, instalado ya un alambrado perimetral que separaba la tribuna con el campo de juego (el "alambrado olímpico") terminando con el triunfo argentino por 2 a 1.
El primer gol albiceleste se logró directamente del córner por Cesáreo Onzari (el primer gol olímpico de la historia -en la imagen de la izquierda-) luego igualó Uruguay para, finalmente, Domingo Tarascone marcar, para los nuestros, la diferencia en el tanteador. Y allí sí, Seeber y Casime, tuvieron muchas cosas para contar.

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Los clásicos son partidos especiales. Se juegan más por la gloria de ese momento que por cualquier otra cosa.

(CARLOS MARÍA GARCÍA CAMBÓN, ex futbolista argentino, muy recordado por sus cuatro goles a River Plate, el 3 de Febrero de 1974, defendiendo la casaca de Boca Juniors)

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Los tres palos son como la cárcel de un arquero, pero yo logré escaparme... aunque de vez en cuando me atrapa un policía y me tira un tiro desde mitad de cancha...

(RENÉ HIGUITA, arquero colombiano)

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Graffiti futbolero (Juan Pablo Sorín, ex futbolista argentino)


Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle dónde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos.

El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un grafiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían llevado a sus primeras novias y a la gordita Luisa que les había repartido alegrías, como un payaso de pueblo, a cada uno de ellos. Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro.

En general había una pelota pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.

Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver “Fútbol de Primera” (1). No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del ’84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.

Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la “colo” tuya le repetía el Marcio al Pitu.

Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas son como bifes de chorizo chorreando, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar, queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo.

Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez, hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.

Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde, imaginaron y desearon, que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final.

En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer grafiti y se abrazó con el Torto que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.

Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscritos para el torneo.

Estaban casi todos pero faltaban los del equipo “Pasaje Sombras”.

El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera.

El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado pero el más conmocionado de ver al resto, y sobre la hora vestido de traje llegó el Pitu… mirá al muñequito de torta? Gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban se observaban como si no se conocieran: ¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!, y apurados por el torneo se decían:

-Mirá lo viejo que estás, y vos la buzarda (2) que tenés papá! Che el Negro va a llorar eh!

El equipo de la niñez saldría a escena otra vez.

Ganaron los primeros dos pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle, luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena calló el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche.

Antes del brindis el Loco se paró y dijo tapándose la cara: "Ché, Marcio, como te robó la novia el Pitu ¡¡eh!!" Se hizo un silencio estremecedor… el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada… pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre (3) Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.

-Che, Androide, gritó el Loco, la próxima hacé un mapita que tu letra es horrible…

Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los grafiti, que no dejaban huella. Luego se mostraron, orgullosos, las fotos de los hijos.

Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.

Notas al pie:
1. Fútbol de Primera: histórico programa de domingo a la noche con el resumen de la jornada. Excelente con amigos y pizza.
2. Buzarda: en el barrio, barriga escandalosa.
3. Buitre: el que le roba la mujer a los demás.

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Esta pequeña anécdota le ocurrió a Ángel Labruna, figura legendaria del fútbol argentino. Labruna fue principalmente un excelente goleador que marcó una época en el River Plate. Su vida está llena de anécdotas y de historias como la que sigue: A los 29 años Labruna enfermó de gravedad y como consecuencia dejó de jugar por seis meses. Al “feo” le habían recetado unos medicamentos equivocados y se le inflamó el hígado provocándole un derrame de bilis. Cómo el mismo dijo, "me salvé de casualidad".
Cuando pasó todo, volvió a la reserva, que se jugaba los jueves. En el periódico "La Razón" publicaron que el jugador estaba tan bajo que lo mejor que podía hacer era 'colgar las botas' (retirarse).
A Labruna le supo tan mal que su amor propio le obligó a trabajar como un loco para volver a ser el que había sido. Gracias a aquella nota en el periódico, Angelito pudo decir: "jugué trece años más en Primera División". Y es que Labruna se retiró a punto de cumplir los cuarenta y dos años.

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Hay algo de masoquismo en el trabajo de entrenador, y también algo de torero, de como si te la jugaras cada domingo.
En veintitantos años he tenido momentos de desazón, ganas de mandarlo todo al garete, pero a veces echo en falta eso: los domingos con tensión. Un técnico joven de Lezama me decía que el fútbol, con entrenamientos sólo, sin domingos, es más bonito. Pero a mí me gusta esa locura.


(JAVIER IRURETA, ex jugador y entrenador español, en Diario "AS" 01/12/09)

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Los entrenadores son formadores de grupos y ordenadores tácticos dentro de la cancha; su incidencia es antes del partido planificando algunos movimientos del rival, organizando marcas y estableciendo prioridades (tanto para atacar como para defender); cuando la pelota empieza a rodar solo queda estar atento para hacer bien los cambios, el resto es cosa juzgada.

(ALFIO "Coco" BASILE, entrenador del Club Atlético Boca Juniors)

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Mi tango a Maradona (Leonel Capitano - Argentina)

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