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Decision blues (Bernd Baldus - Alemania)

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Lujos al por mayor

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“La cancha fue una cadera envuelta en banderas blancas y rojas. Fillol, un mago que sacaba de su galera increíbles palomas de todos colores. Antes de los veinte minutos iniciales, Estudiantes merecía estar tres goles arriba. No tanto por diferencias futbolísticas como por los goles hechos que el arquero de Núñez evitó milagrosamente. Aquí van resumidas esas tres postales para recuerdo. Cinco minutos: Benito se le fue a Comelles, envió el centro de zurda y en la boca del área se zambulló Verón. Fillol iba hacia su poste derecho y el frentazo de la Bruja hacia el otro. Gol. ¡Gol! ¿Gol? Para toda la cancha era eso. Menos para Fillol, que voló hasta su poste derecho y la encerró entre sus diez dedos de oro”.

La crónica del diario “Clarín” aquel partido jugado el 21 de Diciembre de 1975, escrita por el periodista Jorge Ruprecht refleja en tiempo y circunstancia por qué Estudiantes no ganó ese partido ante River, que le hubiera permitido ser campeón del Nacional de ese año. La razón se llamó Ubaldo Matildo Fillol. Sin embargo, de todas esas muestras de invulnerabilidad que tuvo aquella noche en cancha de Vélez, hubo una, la primera, que uno de los mejores arqueros de la historia del fútbol argentino recuerda como excepcional. Incluso para él. “Para mí, ese cabezazo que le tapé a la Bruja Verón fue la atajada de mi carrera. No digo la más importante, porque ahí compite con la que tuve en la final del Mundial 78 ante Holanda. Pero por la forma en que saqué la pelota, por el movimiento y los reflejos, yo no recuerdo una igual”, rememora el “Pato”.
Tan cierto es que ese partido los palos también ayudaron a Fillol (en ellos rebotaron un tiro libre de Galletti y un penal de Carlos López), como que aquella atajada, aquellas atajadas, dejaron a Estudiantes con las manos vacías y algo más. Será por eso que, varios años después, Juan Ramón Verón todavía recuerda esa jugada: “Fue increíble: yo cabeceé entre el penal y el área chica. En ese momento, Fillol no estaba. Había ido a cubrir el primer palo. Y de repente, de la nada, apareció para sacar la pelota. Yo nunca vi algo así, nadie me atajó una pelota de esa manera”, cuenta La Bruja, con mezcla de asombro y resignación.
De todas maneras, jura que jamás felicitó al “Pato” por eso. “¡Qué lo voy a felicitar si nos sacó el campeonato! Con ese gol éramos campeones. Ese día, encima, erramos un penal y nos ganaron 1 a 0. Si entraba mi cabezazo tal vez otra era la historia”, asegura Verón padre.
En definitiva, la última fecha también rompió esa ilusión: Estudiantes ya le había ganado 2 a 0 a Temperley y River, a poco del final, empataba con Central en Rosario 1 a 1. Con ese resultado, el equipo que dirigía un joven Carlos Salvador Bilardo daba la vuelta. Pero sobre la hora, en el minuto 89, la “Pepona” Reinaldi apareció otra vez. Así, los de Núñez festejaron el título.

(tomado del portal digital “Animals”)

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Hay futbolistas que cuanto más difícil es el partido, mejor juegan. Por eso digo que a mí me gusta que el jugador tenga actitud, personalidad; porque no se juega en la quinta de fin de semana, se juega ante sesenta mil personas en el estadio, y agregale la gente que ve el partido por televisión.

(MAURICIO MACRI, ex Presidente de Boca Juniors y actual Intendente de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires)

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Cuando veo a Messi, en mi opinión el mejor jugador del mundo, que pierde una pelota y sale corriendo hasta recuperarla o hacer una falta, me gusta.
Los nuestros pierden la bola y se cruzan de brazos.


(LULA, Presidente de Brasil, en declaraciones a EFE -Septiembre de 2008-)

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Vos tirá el ollazo, que alguno va a cabecear


Doble turno, pelotas detenidas, jugadas preparadas. Hace 40 años, Racing ganó la Intercontinental estrenando recursos que hoy aplican casi todos los equipos.

Faltan pocos días para que se cumplan 40 años de la obtención de la primera Copa Intercontinental por un equipo argentino. El 4 de Noviembre de 1967, día del triunfo definitivo de Racing contra el Celtic, fue una fecha de quiebre para la historia de nuestro fútbol. Y se hizo añicos un paradigma: "Los europeos corren más que nosotros". Era algo que no podíamos superar. En el Mundial 58 hicimos un papelón por correr menos que ellos. Lo mismo sucedió en el 66. Como buenos colonizados, teníamos metida en la cabeza la idea de que eran superiores, por condición táctica y atlética.

El "equipo de José" arrasó con esos prejuicios. En Glasgow compartí la pieza con Basile. Y después del primer partido (ganaron ellos), le dije: "Yo no vi que sean más rápidos que nosotros... Creo que es más grande el susto que la disparada". "Es cierto, pero son muy ordenados", me retrucó el 'Coco'. Y siguió: "La única forma de desordenarlos es con garrote. Se van a enojar, y ésa es la chance que tenemos; que se enojen y no jueguen". Tal cual. La revancha en Avellaneda fue palo y palo y les ganamos.

Hubo tercer partido en Montevideo. Más enojados que nunca, no jugaron a nada. Nosotros tampoco, pero Cárdenas metió un gol, y ellos ninguno. Basile acertó en su diagnóstico, como siempre. Y cuando se iba expulsado -nunca lo olvidé- me dijo: "Cuidá la defensita". Le respondí lo que él esperaba después de años de convivencia: "¡Te echaron, andá a la concha de tu madre!".

Ese era nuestro Racing, liderado por Pizzuti, un maestro en el arte de manejar y disciplinar a una manga de hijos de puta que ni sabían en qué cancha jugaban y que estuvieron 39 fechas invictos. Un récord sólo superado no hace mucho por el Boca de Bianchi. José agarró ese equipo -anteúltimo- a mediados del 65 (creo que último iba el Pincha que luego tomó Zubeldía y ganó todo). Fuimos los primeros en entrenarnos mañana y tarde; y también en el recurso de la pelota detenida. Despectivamente, porque se decía que abusábamos de ese recurso, se nos criticó por tirar centros "a la olla". Y luego de un triunfo contra Boca, tituló Osvaldo Ardizzone: "La olla más popular". Sí, fuimos los primeros... La gente festejaba un córner como se grita la sanción de un penal a favor. Los impecables centros de Martinoli hacían blanco en las cabezas de Basile, de Díaz, de Yaya Rodríguez, Raffo o Cardozo... Cada tiro libre, cada "ollazo", era medio gol.

Ese Racing se adelantó cuarenta años al fútbol actual. Me debía esta nota porque jugué, porque es un homenaje a los compañeros, los utileros, cuerpo médico, hinchas, dirigentes... Y a Pizzuti, el que armó todo. Felices 40 años.

(artículo de Roberto Perfumo en el diario “Olé” del 30 de Octubre de 2007)

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Saliste campeón en la 'C' con Defensores al año siguiente, y pasaste al Huracán del 73 campeón, glorioso e histórico.

Dicen que se había corrido la bola de que había un flaquito al que la hinchada de Defe le decía ‘Quenó’ y hacía firuletes en la cancha. ‘Quenó’ quedó porque yo decía "qué no voy a animarme a ese marcador o a esa chica". Un día fue a verme el ayudante del Flaco Menotti, Rogelio Poncini, y parece que le gusté. Se te vino toda la fama encima. Y... Me compré un Torino, les daba plata a mis amigos de la villa, a veces desaparecía de las concentraciones. Bah, no, llegaba algo tarde…

¿Es verdad o mito lo de la jugada que hacías en las prácticas, en la que ibas por la raya gambeteando y tocabas con la mano el banco de suplentes?

No, es verdad, Menotti me pedía que la hiciera en un partido pero no me animé. Si la hacía, me iban a romper todo con un guadañazo.

(RENÉ HOUSEMAN, ex jugador argentino, en revista “Viva” del domingo 4 de Enero de 2009)

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No soy el único que estuve ausente durante mucho tiempo pero tengo que luchar por mi lugar. No lo entiendo. Esto me pone furioso y de mal humor. Estoy en forma, hago todo lo posible para ayudar al equipo y quiero demostrarlo. Tendría que haber tenido el mismo apoyo que otros jugadores que volvían tras una lesión.

(MARTÍN DEMICHELIS, jugador argentino del Bayern Munich, quejándose la semana pasada -tras una larga ausencia por lesión- en el diario sensacionalista alemán 'Bild' contra el técnico holandés Louis Van Gaal)

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La quinta del Buitre nunca tuvo ni el protagonismo ni el reconocimiento que mereció por su calidad, y la misma suerte corrieron notables jugadores como López Ufarte, Cardeñosa, Guardiola, Valerón, Hierro, Gallego, y tanto otros que padecieron la incapacidad y el miedo imperantes.
Mentiras como la preparación física, el fútbol directo, la practicidad del pelotazo, la lucha, fueron arrinconando a la única verdad del fútbol: el talento.


(ÁNGEL CAPPA, entrenador argentino, en diario "Marca" -Julio de 2008-)

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Fútbol (Antonio Del Toro - México)


Entre la multitud que se agita como un bosque encantado,
libres del deber, por el gusto del pasto, en la delicia de ver rodar,
de sentir cómo nace del pie la precisión que en la vida
normal le arrebató la mano,
estamos reunidos hoy en este campo donde no crece
ni la cebada ni el trigo;
somos el coro que lamenta y que festeja,
el suspiro que acompaña al balón cuando pasa de largo
y el grito entre las redes.

Nació la pelota con una piedra o con la vejiga hinchada
de una presa abatida.

No la inventó un anciano, un una mujer, ni un niño;
la inventó la tribu en la celebración, en el descanso,
en el claro del bosque.

Contra el hacer, contra la dictadura de la mano,
yo canto al pie emancipado por el balón y el césped,
al pie que se despierta de su servil letargo,
a la pierna artesana que vestida de gala va de fiesta,
al corazón del pie, a su cabeza, a su vuelo aliado
de Mercurio,
a su naturaleza liberada del tubérculo;
a cada hueso de los pies, a sus diez dedos
que atrapan habilidades hace milenios olvidadas
en las ramas de los árboles.

Yo canto a los pies que fatigados de trabajar las sierras
llegaron al llano e inventaron el fútbol.

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Era el 16 de Junio de 1938 y el encuentro entre Italia y Brasil en el estadio Velodrome en Marsella llevaba una hora de juego. Italia ganaba por 1 a 0 y tenía la oportunidad de aumentar a través de un penal. El jugador encargado para las tales situaciones normalmente era Guiseppe Meazza, pero tenía un problema: el elástico de sus pantalones se había roto.
Sin embargo, Meazza no se detuvo; con su mano izquierda sostuvo los pantalones, con la derecha colocó la pelota en el punto penal y no le dio ninguna oportunidad al arquero brasileño con su remate.
Italia ganaría el partido y avanzaría a la final donde defendería exitosamente su título.

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Si no hay un componente de optimismo en el deporte uno no puede ser deportista. Yo soy un hombre alegre que tiene el fútbol como vicio. No me cansa hablar de él.

(VICENTE DEL BOSQUE, ex futbolista y actual seleccionador nacional de España, en revista "Don Balón", Julio de 2008)

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No hay persona alguna que deba pensar tanto, en tan poco tiempo y a tanta velocidad, como un futbolista cuando enfrenta al arquero y éste lo mira a los ojos.

(OSVALDO SORIANO [1943-1997], recordado escritor argentino)

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Jorge “Mágico” González era un jugador técnicamente extraordinario. Manejaba la pelota mejor que Maradona. Una vez Superpaco le retó en el lanzamiento de una falta durante un entrenamiento. Le puso una barrera de siete y Mágico la colocó en la escuadra. Paco le dijo que había sido casualidad y que le regalaba su coche si era capaz de repetirlo. Mágico volvió a posar la pelota y entonces se la metió por su palo. Atacaba al balón muy arriba y no se le iba nunca. Ahora, defendiendo era un peligro. Yo no le quería en nuestro área porque era capaz de ponerse a regatear. La disciplina tampoco era lo suyo: "Podía pasar quince días sin venir a entrenar". Siendo segundo técnico, Joanet me mandó a su casa. Cuando llegué, su mayordomo le estaba enjabonando en la bañera... Pero en Cádiz le adoran, era un artista.

(DAVID VIDAL, entrenador español, recordando al célebre crack salvadoreño)

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Gambetas para un poema (Marcelo Vallejos - Ecuador)


Carta abierta

Globo libre,
el primer balón flotaba
sobre el grito espiral
de los vapores.
Roma y Cartago
frente a frente iban,
marionetas fugaces
sus sandalias.


Rafael Alberti




Para salir de pobrezas Cirilo Montaño planeó una estrategia.

Durante su vida lo había intentado todo, desde someterse en cuerpo y alma al trabajo porque, según el orden natural de las cosas, ese es el camino correcto; pero llevaba quince años en su oficio y no había logrado completar ni siquiera el menaje de su casa. Eso de "su casa" es un decir, porque era un arrendatario que se veía en pindingas para pagar puntualmente las mensualidades. En algún momento, cuando su espíritu rebosaba fe y optimismo, condenó la posición de un viejo compadre suyo que rechazaba sistemáticamente cualquier posibilidad de trabajo bajo un argumento simple: para morir pobre y cansado; prefiero vivir pobre pero descansado.

Hoy ya no era tan radical en esa apreciación, incluso había llegado a darle la razón porque él mismo, tras esos tres lustros de sacrificios sin cuenta, tras deslomarse trabajando en un aserradero primero, y en las oficinas de la empresa maderera después, (había estudiado por las noches hasta alcanzar el título de Contador Público), apenas si podía mantener decentemente a su familia.

Cuando se dio cuenta que por el camino del trabajo no llegaría jamás a su objetivo, decidió entregarse por entero a la esperanza. Jugó sistemáticamente a la lotería y apostó a cuanto sorteo se promocionaba en la tele, él se atrevía a soñar, tal y como recitaba un extrovertido animador; pero, como sabemos, todo en la vida es sueño y los sueños sueños son, cada jueves, o el día siguiente a los sorteos, volvía a la frustración y a la realidad desalmada de su pobreza.

La Providencia entonces le envió un mensaje, por lo menos así lo creyó Cirilo, hombre de convicciones y perseverancia, a través de una noticia publicada en primera página por un matutino de gran tiraje. La información contaba que en Madrid un emigrante ecuatoriano había logrado vender a su hijo en seis millones de euros. Hay que precisar que el negocio comprende su "carta pase", es decir a los derechos deportivos, que no a la persona misma, aun cuando en la práctica es igual, más todavía si el objeto de venta es de raza negra.

El comprador era el Real Madrid, aquel equipo de fútbol que, en su tiempo, fue gloria del balompié de España y Europa y del generalísimo Franco, así lo afirma con pelos y señales el escritor uruguayo Eduardo Galeano, y si él lo dice así debe haber sido, no sólo porque es hombre merecedor de crédito sino porque la afirmación está publicada y nadie la ha desmentido todavía.

Fue entonces cuando Cirilo Montaño se fijó en su hijo. ¿Tenía dotes para futbolista?

No lo sabía, porque se dedicó por entero y sin distracciones al trabajo, poniendo sus cinco sentidos en la meta sagrada de ganar dinero.

De ninguna manera podría atribuírsele falta de preocupación hacia su único hijo.

Por el contrario, buena parte de su exigua renta la dedicaba a educarlo con esmero, a cuidar de su salud y a vestirlo convenientemente; lo que no se le ocurrió jamás fue comprarle unos zapatos de fútbol, o unos guantes de arquero, ni siquiera una camiseta del equipo campeón.

A su criterio tal actitud hubiese sido un desperdicio.

Pero ante la realidad plasmada en la noticia se dio cuenta de su equivocación, creyó que el camino era evidente y decidió seguirlo.

De la noche a la mañana cambió su conducta.

Renunció a los tiempos extra que le daban algún dinerillo adicional y actuó como manda la lógica: compró literatura futbolera para adentrarse en el tema y leyó, a más de obras de táctica y estrategia y manuales de entrenamiento, a Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano, innúmeros cuentos de fútbol, la autobiografía de Diego Maradona y hasta, nadie lo hubiera creído, a Pier Paolo Pasolini, el cineasta apasionado por el fútbol.

Así instruido pasó de la teoría a la práctica.

Compró un balón e invitó a su hijo, que a la sazón frisaba diez años, a un picadito de indorfútbol. Y se sorprendió de la habilidad del chiquillo. Jugaba a lo Franklin Salas, paseando el balón como si estuviera en una fiesta, acariciándolo, escondiéndolo del rival, y goleando. Era un diez que no se contentaba con servir sino con hacer.

Y se dio cuenta de la mina de oro que tenía en sus manos o, propiamente expresado, en los pies de su hijo. Sin embargo, existía una grave dificultad.

No lo podía vender en el país. Ningún club nacional arriesgaría un dólar por su muchacho, y si lo hicieran, los del negocio serian ellos, excluyéndolo. Tenía que seguir el ejemplo que le daba la vida y que había sido reseñado por los periódicos: tenía que emigrar, y se fue.

De nada valieron los llantos de su mujer, acostumbrada ya a las pobrezas cotidianas. Para ella tenía más valor la integridad familiar que los posibles réditos que las habilidades de su hijo pudieron eventualmente ofrecerles. Prefería a su marido en casa que en esa búsqueda incierta.

Prefería ver a su hijo en la escuela, estudiando e imaginarlo en el colegio y en la universidad, que correteando tras una pelota, aun cuando su habilidad era evidente.

No pudo detenerlo y, como en el bolero, cerrando los ojos lo dejó partir.

Han transcurrido varios años. Don Cirilo Montaño vive en España. Ha progresado. Después de cosechar aceitunas y brócoli, derrochando su tesón habitual llegó a las oficinas de una empresa internacional donde hoy trabaja llevando las cuentas. Es un hombre eficiente aunque insatisfecho.

Mi madre viajó a reunirse con él. Hoy viven juntos en Murcia. Yo tengo 20 años. Llegué a jugar con algún suceso en el Esmeraldas Petrolero; pero seguí la carrera de Letras en la extensión de la Universidad Católica. Pretendo ser escritor. Pero no puedo dar por terminado este relato sin consignar que fue mi propio padre, don Cirilo Montaño, el culpable de que yo no esté jugando en el Real Madrid o en el Barcelona, ni siquiera en la Liga de Quito, cuadro del que soy devoto hincha, porque, cuando él se fue, y como una forma de mitigar mi tristeza, empecé a leer los libros que compró y que, como a don Quijote de la Mancha, le llevaron a su particular locura, y desde entonces dejé el balón por el oficio de las letras.

Siempre sería pobre.

Pero no me importa, nada mejor que la gambeta de un poema, digo yo, contrariando los sueños de mi adorado y ausente progenitor.

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Si tienes una plantilla de 24 jugadores y sólo puedes poner a 11, tienes 13 enemigos. Esos 13 enemigos tienes que multiplicarlos por cuatro: las esposas, los padres y los hijos de los suplentes.

(JOHN BENJAMIN TOSHACK, ex jugador y entrenador galés)

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Con Inglaterra acaba mi recorrido. Mi trabajo sobre el campo se termina con la experiencia inglesa. Eso lo tengo totalmente seguro.

(FABIO CAPELLO, ex futbolista y actual seleccionador de Inglaterra, en diario "As", Julio de 2008)

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Diego Armando Maradona (William Ferreira - Uruguay)

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Fragmentos (Francesco Castiglione - Italia)


Siempre fui hincha del Napoli.

Mis primeros recuerdos son los del papel impreso. Eran años en que la televisión todavía estaba en casa de pocos, y de todos modos no en mi propia casa. Reacio a otorgar la menor confianza a las ponderadas admoniciones de mi padre, me asomé al fútbol con el entusiasmo y el ímpetu de los años juveniles.

El ritual era más o menos el mismo. Después de las "extraordinarias" empresas de precampeonato, que nuestros diarios ciudadanos publicitaban oportunamente como un seguro presagio de que ese año el Nápoli era el esperado equipazo que haría grandes destrozos, se proveía a la fatídica sustitución una suerte de catarsis del joven hincha.

La hermosa fotografía del nuevo equipo tomaba el lugar de aquella ahora ya vieja y amarillenta, la de los tontos del año anterior. Esos rostros nuevos, esos lomos voluminosos y brillantes, las miradas mucho más asesinas que las de los borrachos de la pasada temporada eran la anunciación de empresas gloriosas. Llegaba después, finalmente, el primer domingo al que habrían de seguir todos los otros de la Resurrección.

Emocionado, como si fuera yo el que debutaba, el oído alerta a escuchar los resultados de los primeros tiempos, una aflicción creciente a medida que la robusta voz de nuestra radio de válvulas avanzaba según un riguroso orden alfabético: "En Milán: Inter 2-Bologna 0, en Roma: Lazio 1-Atalanta 0; en Nápoles (a esta altura hasta el año se contraía): Nápoli 1... Juventus 3".

Las cosas no cambiaron con el transistor ni con la televisión, ni con la frecuentación de las tribunas. Recuerdo una transmisión radiofónica dominical, que comentaba irónicamente los habituales problemas de nuestra ciudad, con una constante que tenía este pequeño motivo: "Es siempre lo mismo, no hay nada que hacer, es siempre lo mismo, y seguimos viviendo".

Y se volvió también el ritornello de los hinchas. Parecía que el Napoli tuviera todo: estaba el gran estadio, estaba el magnífico público, el A. C. Napoli se había transformado también en la S. S. C. Nápoli (rimbombante mutación a la cual -no se sabe por qué- se unió el signo de una segura inversión en la tendencia); todos los años llegaban los campeones que solamente algunos años antes -con casacas casi siempre de franjas verticales- nos habían flagelado, pero nada cambiaba. Jamás.

Parecía que el Asno tuviera el extraordinario poder de patear a sus propios adeptos.

Más o menos alrededor de los veinte años, también nosotros ex jovencitos no?, habíamos alineado con nuestros viejos, habíamos alcanzado su misma madurez futbolística: el escepticismo.

Existía la certeza -casi siempre no revelada, pero bien esculpida dentro de cada uno de nosotros- de que la Juve o el Milán o el Inter, que desde siempre nos habían mortificado, fatalmente seguirían haciéndolo, y siempre serían más poderosos que nosotros. Una década de desilusiones había signado nuestra pasión, imprimiéndole el estigma amargo de la derrota.

Relegada la conquista del scudetto a esa parte profunda del corazón donde reside la tropa abigarrada de nuestros deseos inalcanzables, ya no se daban tampoco las ganas de comprender, de preguntarse por qué este maldito equipo no funcionaba nunca. Se invocaba al Destino, o a la mala suerte, como diría años más tarde Ramón Díaz: ‘a ciorta’, como decimos nosotros. Así como había destinado que en Nápoles estuviera el Vesubio, evidentemente en virtud de los mismos inescrutables motivos, el Padre Eterno había decidido negar el éxito futbolístico a la Ciudad.

Atribuida a las esferas ultraterrenas la responsabilidad de las desventuras del ensamble azul, fue natural, ante todo en los momentos más negros, que la hinchada confiara a enérgicas intervenciones de San Gennaro, patrono al cual hasta ahora nadie se atreve a negar, el mérito de éxitos aislados del equipo, no por casualidad definidos como milagros.

El escepticismo no recibió siquiera un rasguño por la llegada de Sívori y Altafini, de Nielsen, de Sormani, de Hamrin, de Clerici, de Savoldi, de Krol, de Dirceu; a lo sumo, con los años, salió todavía más reforzada la convicción de la absoluta inalcanzabilidad de la meta del Scudetto.

El escepticismo no fue tampoco afectado por la llegada de Diego. La acogida triunfal -en la que seguramente encontraba lugar también la naturaleza curiosa, festiva y hospital de la gente napolitana- fue dictada más que nada por el deseo del público de presentarse al campeón, casi como para tranquilizarlo sobre la sabiduría de su decisión de imponerle al Barcelona su quiero irme. Pero realmente nadie pensó que aquella sociedad habría de quebrar la fuerza del destino.

Después Diego nos encantó. Entrenado o con el aliento corto, gordo o flaco, llegado apenas de vía Orazio o de Buenos Aires, contra los arbitrajes y contra las más vulgares agresiones periodísticas, Diego vencía. Diego rompía los encantamientos. Diego hizo verdad el sueño. Diego era indispensable.

Cuando, precedido por el habitual cancán semanal, llegaba el domingo pleno de dudas, no había quien, dirigiéndose al estadio, no tuviera necesidad de aquel reaseguro: “Pero Diego, ¿está?”, era la pregunta que aleteaba, antes de que los megáfonos, confirmando que el 10 -como siempre- era de Diego, nos permitieran arrojar el aliento suspendido y conquistar la certeza de no haber ofendido al estofado anteponiéndole el estadio.

Todos querían ver a Diego. El Inter, el Milan, la Juve, a veces llenaban y llenaban los estadios, pero la gente no va al estadio solamente para asistir a las atléticas prestaciones de Matthaeus, de Van Basten o de Schillaci. En cualquier lugar donde jugara el Nápoli, independientemente de lo que se ponía en juego, de los intereses de la tabla o de las rivalidades históricas, el todo-agotado estaba en cambio garantizado por una sola presencia: estaba Maradona, y hasta el más insípido amistoso se volvía una ocasión que era mejor no perder.

A los napolitanos los vicios de Maradona no les disgustaban. La indolencia matutina, la resistencia a las férreas reglas de cuartel, aquella vestimenta absurda, el aro en el lóbulo de la oreja, las trasnochadas en los night, usos y abusos, su disolución en suma, que tanto indignaba al periodismo pacato, ese su ser semejante solamente a sí mismo que es típico del fuera de serie, del caballo de raza, exaltaban hasta la leyenda sus empresas dominicales; cuanto más disoluta había sido la semana, tanto más sus goles valían el doble, y mayor era la satisfacción de ver burlados a los perfectos atletas, a las sociedades-modelo, a las S.p.A. del fútbol.

Para los Agnelli y los Berlusconi eran mucho más que derrotas, eran precipitarse en el ridículo. Para los hinchas napolitanos -todavía muy inclinados a ver en el fútbol el sentido del juego- era la ocasión para ejercitar una de sus actividades predilectas: lo sfottó (lo jodió). Una suerte de colectivo y gigantesco pedo con la boca -el de Eduardo, Don Ersilio Miccio del Oro de Nápoles, para entendernos- simbólicamente se elevaba desde Fuorigrotta a cada proeza de aquel zurdo maligno y divino.

Los napolitanos no son el pueblo alegre y descuidado que se tiende a proponer muy a menudo, aun hoy. Su cultura es densa de melancolía, invadida por un profundo sentido del límite, de la provisionalidad, del final. Acaso también por ello muchos de nosotros, en estos sin embargo increíbles años, no han podido liberarse de la obsesión del "después".

¿Qué hubiera sucedido cuando viéramos cómo aquella inconfundible cabeza desaparecía por última vez hacia abajo por las escaleras del vestuario? ¿Le hubiéramos preparado una fiesta de despedida tan grandiosa como había sido bien venido, o qué otra cosa? ¿Hubiéramos tenido el deseo de volver al estadio sin él? ¿Y para ver qué? ¿Y a quién?

Es cierto que los rieles del destino suelen correr a lo largo de recorridos imprevisibles. Nadie hubiera podido imaginar que lo vería por última vez, sin saber que era "la última vez". Se ha ido en silencio, sin un gracias, sin un apretón de manos, y ni siquiera una bandera azul que le dijera adiós.

Después de los Idus de Marzo, se ha desencadenado la Restauración. Los órganos de información pacata -aquellos que lo usaban para vender del lunes al sábado, pero a los que él, los domingos, hacía callar- han recibido las órdenes de la escudería: después del jugador, borrar también su modo destructivo de ser vencedor, destruir el símbolo, retornar a la "normalidad", devolver a los banderines el estilo Juventus.

De aquel adiós que no se dijo y de la furia provocada por las infamias y las mentiras propinadas a diestra y siniestra ha nacido en mí y en los otros amigos de "La calidad no es poca cosa" el deseo insuprimible de organizar el Te Diegum: una jornada de reconocido agradecimiento a quien nos resarcía de nuestras trescientas mil liras por año ofreciéndonos todos los domingos la ebriedad de un espectáculo de categoría absoluta.

Hoy he sentido la fuerza, no las ganas, de volver al estadio: ha sido como asistir a las vulgares exhibiciones de Jovanotti después de escuchar una suntuosa sinfonía de Mozart.

Escribe Gastón Bachelard: “Es necesario ir hacia... donde la razón quiere estar en peligro”. Y entonces, yo vuelvo a esperar realmente que Él vuelva.

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Ningún futbolista consagrado denunció como él a los amos del negocio. En la estructura profesional, fuente de prestigio político y tremendos negocios, los jugadores son los monos del circo. Pero él fue el más popular de todos los tiempos y supo romper lanzas en defensas de los que no eran famosos ni populares. Un ídolo generoso y solidario. También está todo lo demás. La gente lo adora por los dos goles. Por el más hermoso de la historia de los mundiales y por el tramposo, el de la mano. A veces es más digno de admiración el gol del ladrón que el del artista. Quizás ahí está la fuente de la veneración universal: no siempre la gente se reconoce en los Dioses intactos, purísimos. Él es un Dios sucio, pecador, el más humano de los Dioses. Es su tragedia: los Dioses no se jubilan por más humanos que sean. No regresan a la anónima multitud de dónde vienen. Están obligados a ser el muerto de cada velorio, el marido de cada boda. Es difícil dejar de creerse Maradona. Por eso, la droga más devastadora no fue la cocaína sino la exitoína, que los análisis de orina o sangre no detectan.

(EDUARDO GALEANO, escritor uruguayo, -2007-)

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Si no me siento interiormente feliz, no puedo expresarme, no puedo ser un campeón. En Nápoles, rendiré como en los mejores años, cuando gané el mundial juvenil. En Nápoles volverán a ver al verdadero Maradona.

(DIEGO MARADONA, a "La Gazzetta dello Sport", 3 de Julio de 1984)

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Creo que la mayor decepción de mi papá fue cuando dejé el colegio para irme al Campeonato Sudamericano de 1977, en Venezuela, porque ya no podía coordinar el estudio con la pelota, y ahí fue el quiebre. Mi papá estuvo una semana sin hablarme porque él quería que yo estudiase. Me decía: 'Quiero que estudies por si te pasa algo con el fútbol'. Pero bueno, yo aposté al fútbol, insistí... y le gané a mi papá.

(DIEGO MARADONA, en declaraciones a la revista argentina "Viva" del 8 de Junio de 2008)

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Crist (Argentina)

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La cuarta decepción (Javier Velaza - España)


Si soy un descreído,
lo que llaman algunos un agnóstico a ultranza,
es porque las tres veces que creí
me defraudaron.

Creí primero en los Reyes Magos
y resultaron ser una multinacional;
luego creí en grandes revoluciones
y eran solo palabras;
más tarde creí en Michael Laudrup
y se pasó al Madrid.

Si soy un descreído, os lo confeso,
es porque no podría soportar que con Dios
me pasara lo mismo:
que sea una multinacional,
o solo una palabra,
o, peor todavía, que se pase al Madrid.

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En los comienzos del siglo XX, cuando el fútbol argentino era simplemente un entretenimiento para aficionados, se estaba forjando su posterior grandeza. Y allí había un equipo que arrasaba con todos los campeonatos: Alumni.
Este club, nacido oficialmente en 1901, estaba integrado por jugadores alumnos del English High School, la mayoría de ellos portando un apellido de una familia que fue todo un hito dentro del fútbol nacional: Brown.
Eran 14 hermanos de una familia de origen irlandés, 11 de ellos varones. El más destacado a nivel futbolístico, fue Jorge. Jugador imparable por aquellos tiempos.
Igualmente, no todos los hermanos Brown jugaron juntos, sino que solo 7 lo hicieron alguna vez en la misma alineación.
Alumni, con los Brown como figuras emblemáticas, ganó los torneos de 1901, 1902, 1903, 1905, 1906, 1907, 1909, 1910 y 1911.
Cuando finalizó el ciclo del absoluto dominio de Alumni, se produjo la primera separación en el orden institucional. En 1912, la Argentino Fútbol Association cambió, entre otros aspectos organizativos, su nombre inglés por el castizo Asociación Argentina de Fútbol.
Discrepancias entre los dirigentes, provocaron una escisión y así varios equipos decidieron separarse para formar parte de la Federación Argentina.

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Mi visión del fútbol español y del italiano es muy personal: siempre he dicho que en España se juega para ganar y en Italia se juega para no perder.

(IVÁN ZAMORANO, ex futbolista chileno)

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Yo quiero jugar en River, es una gran oportunidad para mí. Y espero no desaprovecharla. Todos saben el nombre que tiene River internacionalmente. Y yo sé que se trata de un club elegante, cuya hinchada admite únicamente al que sabe jugar, que tiene un estilo definido, que siempre se destaca por su buen fútbol. Por eso me tengo fe. Creo que mi estilo andaría bien en River Plate.

(ENZO FRANCESCOLI, ex internacional uruguayo, en 1983, en su llegada al Club Atlético River Plate)

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Caños a grandes jugadores

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Los goles que quiero seguir viviendo


En todos estos años hay algo que permanece inamovible en mi: la intensidad con que disfruto de las jugadas de calidad y dé esos goles que se meten haciendo ruido, sacudiendo la red... Esos que entran y se caen todos los cuadros de la pared. Un toquecito suave al costado, como el de Valdano a los alemanes, o el de Maradona a los ingleses en México 86, o el de Bochini a Boca en la Liguilla del 87, son lindos. Pero a mí me gustan los otros.
Si tengo que elegir el gol más emocionante de todos los que vi; no dudo un instante me quedo con el segundo de Mario Alberto Kempes a Holanda en la final de la Copa del Mundo del 78. Lo tuvo todo: vibración, habilidad, empuje coraje, clase, determinación, fibra, alegría y drama.

En esos cinco o seis segundos interminables que duró la jugada, Kempes los juntó a todos: a Bernabé Ferreira, a Varallo, a Moreno, a Sastre, a Pedernera, a Méndez, a Alfredo Di Stéfano, a Pontoni, a Grillo, a Sívori, a Sanfilippo, a Rojas, a Menotti, a Verón, a Onega, a Artime, a Bianchi; a Maschio, a Yazalde, a Willington, a Alonso, a Brindisi, a Bochini y a Diego Armando Maradona.


(JULIO CÉSAR PASQUATO "Juvenal" [1923-1998], periodista deportivo argentino, en su libro "Fútbol desde el alma")

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Cuando le dije a Alfredo (por Di Stéfano) que iba a dirigir a Huracán, me dijo dos cosas: primero, "Vas al club que menos plata tiene en el mundo", y segundo, "Es el club ideal para vivir la ilusión que vos tenés".
Y como siempre, tuvo razón en las dos cosas.

(ÁNGEL CAPPA, entrenador del Club Atlético Huracán)

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