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Gambetas para un poema (Marcelo Vallejos - Ecuador)


Carta abierta

Globo libre,
el primer balón flotaba
sobre el grito espiral
de los vapores.
Roma y Cartago
frente a frente iban,
marionetas fugaces
sus sandalias.


Rafael Alberti




Para salir de pobrezas Cirilo Montaño planeó una estrategia.

Durante su vida lo había intentado todo, desde someterse en cuerpo y alma al trabajo porque, según el orden natural de las cosas, ese es el camino correcto; pero llevaba quince años en su oficio y no había logrado completar ni siquiera el menaje de su casa. Eso de "su casa" es un decir, porque era un arrendatario que se veía en pindingas para pagar puntualmente las mensualidades. En algún momento, cuando su espíritu rebosaba fe y optimismo, condenó la posición de un viejo compadre suyo que rechazaba sistemáticamente cualquier posibilidad de trabajo bajo un argumento simple: para morir pobre y cansado; prefiero vivir pobre pero descansado.

Hoy ya no era tan radical en esa apreciación, incluso había llegado a darle la razón porque él mismo, tras esos tres lustros de sacrificios sin cuenta, tras deslomarse trabajando en un aserradero primero, y en las oficinas de la empresa maderera después, (había estudiado por las noches hasta alcanzar el título de Contador Público), apenas si podía mantener decentemente a su familia.

Cuando se dio cuenta que por el camino del trabajo no llegaría jamás a su objetivo, decidió entregarse por entero a la esperanza. Jugó sistemáticamente a la lotería y apostó a cuanto sorteo se promocionaba en la tele, él se atrevía a soñar, tal y como recitaba un extrovertido animador; pero, como sabemos, todo en la vida es sueño y los sueños sueños son, cada jueves, o el día siguiente a los sorteos, volvía a la frustración y a la realidad desalmada de su pobreza.

La Providencia entonces le envió un mensaje, por lo menos así lo creyó Cirilo, hombre de convicciones y perseverancia, a través de una noticia publicada en primera página por un matutino de gran tiraje. La información contaba que en Madrid un emigrante ecuatoriano había logrado vender a su hijo en seis millones de euros. Hay que precisar que el negocio comprende su "carta pase", es decir a los derechos deportivos, que no a la persona misma, aun cuando en la práctica es igual, más todavía si el objeto de venta es de raza negra.

El comprador era el Real Madrid, aquel equipo de fútbol que, en su tiempo, fue gloria del balompié de España y Europa y del generalísimo Franco, así lo afirma con pelos y señales el escritor uruguayo Eduardo Galeano, y si él lo dice así debe haber sido, no sólo porque es hombre merecedor de crédito sino porque la afirmación está publicada y nadie la ha desmentido todavía.

Fue entonces cuando Cirilo Montaño se fijó en su hijo. ¿Tenía dotes para futbolista?

No lo sabía, porque se dedicó por entero y sin distracciones al trabajo, poniendo sus cinco sentidos en la meta sagrada de ganar dinero.

De ninguna manera podría atribuírsele falta de preocupación hacia su único hijo.

Por el contrario, buena parte de su exigua renta la dedicaba a educarlo con esmero, a cuidar de su salud y a vestirlo convenientemente; lo que no se le ocurrió jamás fue comprarle unos zapatos de fútbol, o unos guantes de arquero, ni siquiera una camiseta del equipo campeón.

A su criterio tal actitud hubiese sido un desperdicio.

Pero ante la realidad plasmada en la noticia se dio cuenta de su equivocación, creyó que el camino era evidente y decidió seguirlo.

De la noche a la mañana cambió su conducta.

Renunció a los tiempos extra que le daban algún dinerillo adicional y actuó como manda la lógica: compró literatura futbolera para adentrarse en el tema y leyó, a más de obras de táctica y estrategia y manuales de entrenamiento, a Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano, innúmeros cuentos de fútbol, la autobiografía de Diego Maradona y hasta, nadie lo hubiera creído, a Pier Paolo Pasolini, el cineasta apasionado por el fútbol.

Así instruido pasó de la teoría a la práctica.

Compró un balón e invitó a su hijo, que a la sazón frisaba diez años, a un picadito de indorfútbol. Y se sorprendió de la habilidad del chiquillo. Jugaba a lo Franklin Salas, paseando el balón como si estuviera en una fiesta, acariciándolo, escondiéndolo del rival, y goleando. Era un diez que no se contentaba con servir sino con hacer.

Y se dio cuenta de la mina de oro que tenía en sus manos o, propiamente expresado, en los pies de su hijo. Sin embargo, existía una grave dificultad.

No lo podía vender en el país. Ningún club nacional arriesgaría un dólar por su muchacho, y si lo hicieran, los del negocio serian ellos, excluyéndolo. Tenía que seguir el ejemplo que le daba la vida y que había sido reseñado por los periódicos: tenía que emigrar, y se fue.

De nada valieron los llantos de su mujer, acostumbrada ya a las pobrezas cotidianas. Para ella tenía más valor la integridad familiar que los posibles réditos que las habilidades de su hijo pudieron eventualmente ofrecerles. Prefería a su marido en casa que en esa búsqueda incierta.

Prefería ver a su hijo en la escuela, estudiando e imaginarlo en el colegio y en la universidad, que correteando tras una pelota, aun cuando su habilidad era evidente.

No pudo detenerlo y, como en el bolero, cerrando los ojos lo dejó partir.

Han transcurrido varios años. Don Cirilo Montaño vive en España. Ha progresado. Después de cosechar aceitunas y brócoli, derrochando su tesón habitual llegó a las oficinas de una empresa internacional donde hoy trabaja llevando las cuentas. Es un hombre eficiente aunque insatisfecho.

Mi madre viajó a reunirse con él. Hoy viven juntos en Murcia. Yo tengo 20 años. Llegué a jugar con algún suceso en el Esmeraldas Petrolero; pero seguí la carrera de Letras en la extensión de la Universidad Católica. Pretendo ser escritor. Pero no puedo dar por terminado este relato sin consignar que fue mi propio padre, don Cirilo Montaño, el culpable de que yo no esté jugando en el Real Madrid o en el Barcelona, ni siquiera en la Liga de Quito, cuadro del que soy devoto hincha, porque, cuando él se fue, y como una forma de mitigar mi tristeza, empecé a leer los libros que compró y que, como a don Quijote de la Mancha, le llevaron a su particular locura, y desde entonces dejé el balón por el oficio de las letras.

Siempre sería pobre.

Pero no me importa, nada mejor que la gambeta de un poema, digo yo, contrariando los sueños de mi adorado y ausente progenitor.

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Si tienes una plantilla de 24 jugadores y sólo puedes poner a 11, tienes 13 enemigos. Esos 13 enemigos tienes que multiplicarlos por cuatro: las esposas, los padres y los hijos de los suplentes.

(JOHN BENJAMIN TOSHACK, ex jugador y entrenador galés)

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Con Inglaterra acaba mi recorrido. Mi trabajo sobre el campo se termina con la experiencia inglesa. Eso lo tengo totalmente seguro.

(FABIO CAPELLO, ex futbolista y actual seleccionador de Inglaterra, en diario "As", Julio de 2008)

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Diego Armando Maradona (William Ferreira - Uruguay)

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Fragmentos (Francesco Castiglione - Italia)


Siempre fui hincha del Napoli.

Mis primeros recuerdos son los del papel impreso. Eran años en que la televisión todavía estaba en casa de pocos, y de todos modos no en mi propia casa. Reacio a otorgar la menor confianza a las ponderadas admoniciones de mi padre, me asomé al fútbol con el entusiasmo y el ímpetu de los años juveniles.

El ritual era más o menos el mismo. Después de las "extraordinarias" empresas de precampeonato, que nuestros diarios ciudadanos publicitaban oportunamente como un seguro presagio de que ese año el Nápoli era el esperado equipazo que haría grandes destrozos, se proveía a la fatídica sustitución una suerte de catarsis del joven hincha.

La hermosa fotografía del nuevo equipo tomaba el lugar de aquella ahora ya vieja y amarillenta, la de los tontos del año anterior. Esos rostros nuevos, esos lomos voluminosos y brillantes, las miradas mucho más asesinas que las de los borrachos de la pasada temporada eran la anunciación de empresas gloriosas. Llegaba después, finalmente, el primer domingo al que habrían de seguir todos los otros de la Resurrección.

Emocionado, como si fuera yo el que debutaba, el oído alerta a escuchar los resultados de los primeros tiempos, una aflicción creciente a medida que la robusta voz de nuestra radio de válvulas avanzaba según un riguroso orden alfabético: "En Milán: Inter 2-Bologna 0, en Roma: Lazio 1-Atalanta 0; en Nápoles (a esta altura hasta el año se contraía): Nápoli 1... Juventus 3".

Las cosas no cambiaron con el transistor ni con la televisión, ni con la frecuentación de las tribunas. Recuerdo una transmisión radiofónica dominical, que comentaba irónicamente los habituales problemas de nuestra ciudad, con una constante que tenía este pequeño motivo: "Es siempre lo mismo, no hay nada que hacer, es siempre lo mismo, y seguimos viviendo".

Y se volvió también el ritornello de los hinchas. Parecía que el Napoli tuviera todo: estaba el gran estadio, estaba el magnífico público, el A. C. Napoli se había transformado también en la S. S. C. Nápoli (rimbombante mutación a la cual -no se sabe por qué- se unió el signo de una segura inversión en la tendencia); todos los años llegaban los campeones que solamente algunos años antes -con casacas casi siempre de franjas verticales- nos habían flagelado, pero nada cambiaba. Jamás.

Parecía que el Asno tuviera el extraordinario poder de patear a sus propios adeptos.

Más o menos alrededor de los veinte años, también nosotros ex jovencitos no?, habíamos alineado con nuestros viejos, habíamos alcanzado su misma madurez futbolística: el escepticismo.

Existía la certeza -casi siempre no revelada, pero bien esculpida dentro de cada uno de nosotros- de que la Juve o el Milán o el Inter, que desde siempre nos habían mortificado, fatalmente seguirían haciéndolo, y siempre serían más poderosos que nosotros. Una década de desilusiones había signado nuestra pasión, imprimiéndole el estigma amargo de la derrota.

Relegada la conquista del scudetto a esa parte profunda del corazón donde reside la tropa abigarrada de nuestros deseos inalcanzables, ya no se daban tampoco las ganas de comprender, de preguntarse por qué este maldito equipo no funcionaba nunca. Se invocaba al Destino, o a la mala suerte, como diría años más tarde Ramón Díaz: ‘a ciorta’, como decimos nosotros. Así como había destinado que en Nápoles estuviera el Vesubio, evidentemente en virtud de los mismos inescrutables motivos, el Padre Eterno había decidido negar el éxito futbolístico a la Ciudad.

Atribuida a las esferas ultraterrenas la responsabilidad de las desventuras del ensamble azul, fue natural, ante todo en los momentos más negros, que la hinchada confiara a enérgicas intervenciones de San Gennaro, patrono al cual hasta ahora nadie se atreve a negar, el mérito de éxitos aislados del equipo, no por casualidad definidos como milagros.

El escepticismo no recibió siquiera un rasguño por la llegada de Sívori y Altafini, de Nielsen, de Sormani, de Hamrin, de Clerici, de Savoldi, de Krol, de Dirceu; a lo sumo, con los años, salió todavía más reforzada la convicción de la absoluta inalcanzabilidad de la meta del Scudetto.

El escepticismo no fue tampoco afectado por la llegada de Diego. La acogida triunfal -en la que seguramente encontraba lugar también la naturaleza curiosa, festiva y hospital de la gente napolitana- fue dictada más que nada por el deseo del público de presentarse al campeón, casi como para tranquilizarlo sobre la sabiduría de su decisión de imponerle al Barcelona su quiero irme. Pero realmente nadie pensó que aquella sociedad habría de quebrar la fuerza del destino.

Después Diego nos encantó. Entrenado o con el aliento corto, gordo o flaco, llegado apenas de vía Orazio o de Buenos Aires, contra los arbitrajes y contra las más vulgares agresiones periodísticas, Diego vencía. Diego rompía los encantamientos. Diego hizo verdad el sueño. Diego era indispensable.

Cuando, precedido por el habitual cancán semanal, llegaba el domingo pleno de dudas, no había quien, dirigiéndose al estadio, no tuviera necesidad de aquel reaseguro: “Pero Diego, ¿está?”, era la pregunta que aleteaba, antes de que los megáfonos, confirmando que el 10 -como siempre- era de Diego, nos permitieran arrojar el aliento suspendido y conquistar la certeza de no haber ofendido al estofado anteponiéndole el estadio.

Todos querían ver a Diego. El Inter, el Milan, la Juve, a veces llenaban y llenaban los estadios, pero la gente no va al estadio solamente para asistir a las atléticas prestaciones de Matthaeus, de Van Basten o de Schillaci. En cualquier lugar donde jugara el Nápoli, independientemente de lo que se ponía en juego, de los intereses de la tabla o de las rivalidades históricas, el todo-agotado estaba en cambio garantizado por una sola presencia: estaba Maradona, y hasta el más insípido amistoso se volvía una ocasión que era mejor no perder.

A los napolitanos los vicios de Maradona no les disgustaban. La indolencia matutina, la resistencia a las férreas reglas de cuartel, aquella vestimenta absurda, el aro en el lóbulo de la oreja, las trasnochadas en los night, usos y abusos, su disolución en suma, que tanto indignaba al periodismo pacato, ese su ser semejante solamente a sí mismo que es típico del fuera de serie, del caballo de raza, exaltaban hasta la leyenda sus empresas dominicales; cuanto más disoluta había sido la semana, tanto más sus goles valían el doble, y mayor era la satisfacción de ver burlados a los perfectos atletas, a las sociedades-modelo, a las S.p.A. del fútbol.

Para los Agnelli y los Berlusconi eran mucho más que derrotas, eran precipitarse en el ridículo. Para los hinchas napolitanos -todavía muy inclinados a ver en el fútbol el sentido del juego- era la ocasión para ejercitar una de sus actividades predilectas: lo sfottó (lo jodió). Una suerte de colectivo y gigantesco pedo con la boca -el de Eduardo, Don Ersilio Miccio del Oro de Nápoles, para entendernos- simbólicamente se elevaba desde Fuorigrotta a cada proeza de aquel zurdo maligno y divino.

Los napolitanos no son el pueblo alegre y descuidado que se tiende a proponer muy a menudo, aun hoy. Su cultura es densa de melancolía, invadida por un profundo sentido del límite, de la provisionalidad, del final. Acaso también por ello muchos de nosotros, en estos sin embargo increíbles años, no han podido liberarse de la obsesión del "después".

¿Qué hubiera sucedido cuando viéramos cómo aquella inconfundible cabeza desaparecía por última vez hacia abajo por las escaleras del vestuario? ¿Le hubiéramos preparado una fiesta de despedida tan grandiosa como había sido bien venido, o qué otra cosa? ¿Hubiéramos tenido el deseo de volver al estadio sin él? ¿Y para ver qué? ¿Y a quién?

Es cierto que los rieles del destino suelen correr a lo largo de recorridos imprevisibles. Nadie hubiera podido imaginar que lo vería por última vez, sin saber que era "la última vez". Se ha ido en silencio, sin un gracias, sin un apretón de manos, y ni siquiera una bandera azul que le dijera adiós.

Después de los Idus de Marzo, se ha desencadenado la Restauración. Los órganos de información pacata -aquellos que lo usaban para vender del lunes al sábado, pero a los que él, los domingos, hacía callar- han recibido las órdenes de la escudería: después del jugador, borrar también su modo destructivo de ser vencedor, destruir el símbolo, retornar a la "normalidad", devolver a los banderines el estilo Juventus.

De aquel adiós que no se dijo y de la furia provocada por las infamias y las mentiras propinadas a diestra y siniestra ha nacido en mí y en los otros amigos de "La calidad no es poca cosa" el deseo insuprimible de organizar el Te Diegum: una jornada de reconocido agradecimiento a quien nos resarcía de nuestras trescientas mil liras por año ofreciéndonos todos los domingos la ebriedad de un espectáculo de categoría absoluta.

Hoy he sentido la fuerza, no las ganas, de volver al estadio: ha sido como asistir a las vulgares exhibiciones de Jovanotti después de escuchar una suntuosa sinfonía de Mozart.

Escribe Gastón Bachelard: “Es necesario ir hacia... donde la razón quiere estar en peligro”. Y entonces, yo vuelvo a esperar realmente que Él vuelva.

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Ningún futbolista consagrado denunció como él a los amos del negocio. En la estructura profesional, fuente de prestigio político y tremendos negocios, los jugadores son los monos del circo. Pero él fue el más popular de todos los tiempos y supo romper lanzas en defensas de los que no eran famosos ni populares. Un ídolo generoso y solidario. También está todo lo demás. La gente lo adora por los dos goles. Por el más hermoso de la historia de los mundiales y por el tramposo, el de la mano. A veces es más digno de admiración el gol del ladrón que el del artista. Quizás ahí está la fuente de la veneración universal: no siempre la gente se reconoce en los Dioses intactos, purísimos. Él es un Dios sucio, pecador, el más humano de los Dioses. Es su tragedia: los Dioses no se jubilan por más humanos que sean. No regresan a la anónima multitud de dónde vienen. Están obligados a ser el muerto de cada velorio, el marido de cada boda. Es difícil dejar de creerse Maradona. Por eso, la droga más devastadora no fue la cocaína sino la exitoína, que los análisis de orina o sangre no detectan.

(EDUARDO GALEANO, escritor uruguayo, -2007-)

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Si no me siento interiormente feliz, no puedo expresarme, no puedo ser un campeón. En Nápoles, rendiré como en los mejores años, cuando gané el mundial juvenil. En Nápoles volverán a ver al verdadero Maradona.

(DIEGO MARADONA, a "La Gazzetta dello Sport", 3 de Julio de 1984)

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Creo que la mayor decepción de mi papá fue cuando dejé el colegio para irme al Campeonato Sudamericano de 1977, en Venezuela, porque ya no podía coordinar el estudio con la pelota, y ahí fue el quiebre. Mi papá estuvo una semana sin hablarme porque él quería que yo estudiase. Me decía: 'Quiero que estudies por si te pasa algo con el fútbol'. Pero bueno, yo aposté al fútbol, insistí... y le gané a mi papá.

(DIEGO MARADONA, en declaraciones a la revista argentina "Viva" del 8 de Junio de 2008)

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Crist (Argentina)

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La cuarta decepción (Javier Velaza - España)


Si soy un descreído,
lo que llaman algunos un agnóstico a ultranza,
es porque las tres veces que creí
me defraudaron.

Creí primero en los Reyes Magos
y resultaron ser una multinacional;
luego creí en grandes revoluciones
y eran solo palabras;
más tarde creí en Michael Laudrup
y se pasó al Madrid.

Si soy un descreído, os lo confeso,
es porque no podría soportar que con Dios
me pasara lo mismo:
que sea una multinacional,
o solo una palabra,
o, peor todavía, que se pase al Madrid.

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En los comienzos del siglo XX, cuando el fútbol argentino era simplemente un entretenimiento para aficionados, se estaba forjando su posterior grandeza. Y allí había un equipo que arrasaba con todos los campeonatos: Alumni.
Este club, nacido oficialmente en 1901, estaba integrado por jugadores alumnos del English High School, la mayoría de ellos portando un apellido de una familia que fue todo un hito dentro del fútbol nacional: Brown.
Eran 14 hermanos de una familia de origen irlandés, 11 de ellos varones. El más destacado a nivel futbolístico, fue Jorge. Jugador imparable por aquellos tiempos.
Igualmente, no todos los hermanos Brown jugaron juntos, sino que solo 7 lo hicieron alguna vez en la misma alineación.
Alumni, con los Brown como figuras emblemáticas, ganó los torneos de 1901, 1902, 1903, 1905, 1906, 1907, 1909, 1910 y 1911.
Cuando finalizó el ciclo del absoluto dominio de Alumni, se produjo la primera separación en el orden institucional. En 1912, la Argentino Fútbol Association cambió, entre otros aspectos organizativos, su nombre inglés por el castizo Asociación Argentina de Fútbol.
Discrepancias entre los dirigentes, provocaron una escisión y así varios equipos decidieron separarse para formar parte de la Federación Argentina.

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Mi visión del fútbol español y del italiano es muy personal: siempre he dicho que en España se juega para ganar y en Italia se juega para no perder.

(IVÁN ZAMORANO, ex futbolista chileno)

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Yo quiero jugar en River, es una gran oportunidad para mí. Y espero no desaprovecharla. Todos saben el nombre que tiene River internacionalmente. Y yo sé que se trata de un club elegante, cuya hinchada admite únicamente al que sabe jugar, que tiene un estilo definido, que siempre se destaca por su buen fútbol. Por eso me tengo fe. Creo que mi estilo andaría bien en River Plate.

(ENZO FRANCESCOLI, ex internacional uruguayo, en 1983, en su llegada al Club Atlético River Plate)

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Caños a grandes jugadores

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Los goles que quiero seguir viviendo


En todos estos años hay algo que permanece inamovible en mi: la intensidad con que disfruto de las jugadas de calidad y dé esos goles que se meten haciendo ruido, sacudiendo la red... Esos que entran y se caen todos los cuadros de la pared. Un toquecito suave al costado, como el de Valdano a los alemanes, o el de Maradona a los ingleses en México 86, o el de Bochini a Boca en la Liguilla del 87, son lindos. Pero a mí me gustan los otros.
Si tengo que elegir el gol más emocionante de todos los que vi; no dudo un instante me quedo con el segundo de Mario Alberto Kempes a Holanda en la final de la Copa del Mundo del 78. Lo tuvo todo: vibración, habilidad, empuje coraje, clase, determinación, fibra, alegría y drama.

En esos cinco o seis segundos interminables que duró la jugada, Kempes los juntó a todos: a Bernabé Ferreira, a Varallo, a Moreno, a Sastre, a Pedernera, a Méndez, a Alfredo Di Stéfano, a Pontoni, a Grillo, a Sívori, a Sanfilippo, a Rojas, a Menotti, a Verón, a Onega, a Artime, a Bianchi; a Maschio, a Yazalde, a Willington, a Alonso, a Brindisi, a Bochini y a Diego Armando Maradona.


(JULIO CÉSAR PASQUATO "Juvenal" [1923-1998], periodista deportivo argentino, en su libro "Fútbol desde el alma")

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Cuando le dije a Alfredo (por Di Stéfano) que iba a dirigir a Huracán, me dijo dos cosas: primero, "Vas al club que menos plata tiene en el mundo", y segundo, "Es el club ideal para vivir la ilusión que vos tenés".
Y como siempre, tuvo razón en las dos cosas.

(ÁNGEL CAPPA, entrenador del Club Atlético Huracán)

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Siempre querrías tenerle a tu lado en la guerra.

(JOSÉ MOURINHO, opinando sobre el delantero marfilense Didier Drogba)

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El fútbol solitario


Un importantísimo capítulo dentro de los juegos solitarios en la infancia es el de los juegos que se realizan en la calle, tomando a la calle, tanto con sus propiedades geométricas y geográficas como con los elementos variables que la habitan, como escenario, juez y parte del juego.

Es muy común que los niños, mientras caminan solos por la calle, jueguen al fútbol. La variante más notoria de esta práctica se da cuando un niño, por lo general varón, se vale de un objeto que encuentra en el suelo para llevar a cabo su destreza lúdica y deportiva. Se suelen usar cajas de cartón, latas de bebidas, rollos de cinta scotch, o bien elementos de la naturaleza como piñas o piedras. Los perfeccionistas suelen moldear el elemento encontrado hasta darle la forma más esférica, o al menos compacta, posible; así se achatan las latas con un sonoro pisotón (que equivale al pitazo del árbitro que da comienzo al partido) y se abollan papeles y cartones.

Otros, ya no perfeccionistas sino directamente emprendedores, aquellos que no son sorprendidos por un objeto que convoca al fútbol sino que viven buscándolo en cada caminata, llegan a construir su pelota con la fusión de varios elementos que van encontrando a medida que caminan. Con los elementos antes mencionados, un futbolista solitario emprendedor recogería la cinta scotch y la usaría para moldear la superficie de un bollo de papel, dejándolo así perfectamente esférico, sólido, y hasta con cierta funcionalidad para rebotar en los desniveles de la vereda.

De esta forma, una vez elegido el símil balón, el niño va conduciéndolo con los pies durante la mayor cantidad de tiempo posible, haciéndolo pasar de la calle a la vereda evitando que caiga en las zanjas, haciéndola doblar la esquina con enganches vistosos, y, principalmente, haciendo pasar de largo a los transeúntes que vienen hacia él, con un intempestivo regate. Tiene que sortear también la pegajosa marca de esos rivales imaginarios que suelen aparecer, y tiene que hacerlo con movimientos doblemente sorpresivos: un movimiento sorpresivo que evada la marca de un rival cuya aparición ha sido de por sí sorpresiva.

La carrera futbolística con obstáculos culmina, al llegar el niño a casa, con un furibundo pelotazo que marca, como un "gol de oro", el fin del partido y de la importancia de ese objeto indiferente que tuvo la gracia de hacerse pasar por pelota.

La otra variante del fútbol solitario, menos constatable para quienes no lo practican, es la de la pelota imaginaria. En lugar de valerse de objetos, el niño hace movimientos para dominar una pelota que nadie más puede ver. Este juego suele durar solo unos breves instantes. El niño camina por la calle, para la pelota con el pecho, le pega de volea y se olvida de ella.

La denominación de pelota imaginaria ha motivado más de una polémica entre los investigadores.

El Profesor Rodolfo Edreira, especialista en juegos solitarios urbanos (y, dicho sea de paso, uno de los pocos que comprendió, desde un principio, la importancia que le atribuyo a esta disciplina) expresa que, no habiéndose visto nunca a dos niños patear una pelota al mismo tiempo, es muy probable que la característica principal del juego no radique en la solitariedad del jugador, sino en la invisibilidad de la pelota: una pelota, no imaginaria sino apenas invisible, viaja por el mundo desde hace años, siendo encontrada y puesta en juego por millones de niños sucesivamente.

Relata el Profesor Edreira un curioso partido, cuya existencia no fue percibida de modo consciente ni por sus propios jugadores (preservando así el carácter solitario del juego), que tuvo lugar en Buenos Aires en el año 1995.

El partido comenzó unos minutos después de las cuatro y media de la tarde. Participaron cuarenta y cinco niños de entre diez y doce años, distribuidos entre los barrios de Palermo, Belgrano y Colegiales, en la ciudad de Buenos Aires. Es necesario saber que se trató de un match de fútbol "a tres arcos", variante relativamente nueva y desconocida de este popularísimo deporte.

Para facilitar la comprensión de quienes aún conocen este juego: tres arcos son dispuestos en los vértices del campo de juego, que tiene la forma de un triángulo equilátero. Tres equipos participarán del encuentro. El ganador será el conjunto cuyo arco haya recibido menos goles al finalizar el tiempo de juego.

La variante del fútbol a tres arcos exige una mayor habilidad motriz y una mayor precisión en los pases, ya que ningún equipo puede tener, en ningún momento, superioridad numérica neta. Es decir, puede poseer en el sector del campo donde se encuentra la pelota más jugadores que cada uno de sus rivales, pero es casi imposible que cuente con más jugadores propios que ajenos.

En cuanto al resto de los elementos del fútbol, vale destacar que esta variante ofrece dificultades tácticas elevadísimas, casi incomprensibles; hay que decir que no existe mediocampo sino un muy preciado centro del campo (encontrándose en posesión de la pelota, un equipo que ha ganado el centro del campo tiene la posibilidad de amagar con atacar a un rival y terminar haciéndolo con el otro); existen variantes estratégicas como la de las complejas alianzas (sólo una mente brillante y acostumbrada a trabajar a gran velocidad puede conducir con éxito su equipo a través de alianzas alternativas con sus rivales), y casi no se registran goles de cabeza puesto que no hay desde donde enviar los centros. Adentrados en los detalles del fútbol a tres arcos, podrán ahora entender lo que sucedió aquel día de 1995.

La pelota imaginaria fue puesta en movimiento a las cuatro y treinta tres de la tarde. Usted querrá saber, conociendo el carácter inconsciente del fútbol con pelota imaginaria (los jugadores no supieron de su participación en el partido) cómo es que los jugadores formaron equipos. Esto es así: la distinción entre consciente e inconsciente no tiene ningún valor en este caso, ni en cualquiera de los casos en que relatemos los efectos de un juego solitario.

El jugador solitario se encuentra constantemente maniobrando en un paisaje que ha sido alterado por los efectos de juegos propios y ajenos. Qué importancia puede tener entonces si la acción que generó esos efectos ha sido gestada por el sujeto consciente o no, si son los efectos y no las intenciones los que preforman y transforman el terreno en que se dará el juego.

Los jugadores se agruparon en tres equipos, esto es indiscutible, y lo hicieron a través del recorrido que iban dejando sus soledades. Es que un campo de juego de fútbol con pelota imaginaria, tanto como el universo, es una sinfonía involuntaria de voluntades solitarias.

Comenzaba a levantarse una brisa refrescante en la calurosa jornada primaveral. Los niños habían salido hacía escasos minutos de sus escuelas. Algunos habían faltado a clase, otro no solían asistir a clase alguna. En la intersección de Teodoro García y Avenida Crámer el equipo 1 (los llamaremos equipos 1, 2 y 3) dio el puntapié inicial con un toque corto entre dos niños que caminaban juntos aunque absorto cada uno en su juego mental.

Rápidamente perdieron el control de la pelota a manos (o pies) de un jugador del equipo 2 que venía corriendo de frente a ellos, y en virtuosa jugada individual marcó el primer tanto. El equipo 3 aprovechó la distracción del 1 y tomó posiciones en el sector del campo en que se había realizado el gol, en el barrio de Colegiales.

El equipo 3 convirtió un par de goles más en aquel arco, incluso algún gol fue logrado por la involuntaria colaboración entre jugadores del 2 y el 3.

No había transcurrido la mitad del encuentro y el equipo 1 había recibido seis goles.

El segundo tiempo de partido comenzó conforme se apaciguaba la luz de la tarde. Movió el equipo 3, que luego de amagar con seguir la estrategia de humillar la defensa del 1 sorprendió con un larguísimo remate que se coló en la valla del 2. El resultado parcial era: 1: -6; 2: -1; 3: 0.

El 1 no encontraba respuestas anímicas ni físicas en sus jugadores. Un par daban vueltas siguiendo el recorrido circular de las líneas de una vereda, la mayor parte de sus jugadores dedicaban sus minutos a la contemplación atenta de ciertos fenómenos de la naturaleza.

Por su parte, como en este juego no hay diferencia entre los derrotados, y lo mismo da salir segundo o tercero, los valerosos integrantes del 2 comenzaron a atacar el arco del 3. Pronto lograron convertir dos goles, en jugadas de excelente coordinación colectiva. Los jugadores del 3, menos hábiles pero más voluntariosos, arremetieron entonces contra el 2 para remontar la desventaja.

Así estuvieron un largo rato, promoviendo un vibrante ida y vuelta, alternando el control del resultado. Cuando en el último minuto de juego, el equipo 3 alcanzó el empate agónico, con una imponente pirueta de un jugador que se quedó quieto antes de cruzar la Avenida Santa Fe e impulsó la pelota de espaldas luego saltar en el aire, cuando se creyó necesario investigar en el reglamento para averiguar cómo se resolvía el desempate, se cayó en la cuenta de que el ganador había terminado siendo el equipo 1, que permanecía con sus seis goles en contra de la primer mitad del partido.

El resultado final: 1: -6; 2: -8; 3: -8.

Así concluyó en 1995, en la ciudad de Buenos Aires, el partido más largo de la historia del fútbol con pelota imaginaria.

(artículo del escritor rosarino Federico Levín publicado en el portal “El ático”)

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El Rayo Vallecano es uno de los tres clubes de fútbol más importantes de Madrid (los otros son el Real Madrid y el Atlético Madrid), nacido en el barrio de Puente de Vallecas se desempeña actualmente en la Segunda División del fútbol español.
El Rayo Vallecano fue fundado el 9 de Mayo de 1924 y tiene una curiosidad muy particular y referida al espectáculo; un personaje que toca tiernamente a los argentinos que gozamos con inolvidables artistas de la península ibérica.
Es que la sede social del club Rayo Vallecano está ubicada en la calle Payaso Fofó, recordando al fundador del famoso trío de payasos, junto a Gaby y Miliki, que triunfaron en la Argentina en la década del 70.
El Rayo Vallecano, que tiene 5.500 socios, nunca ganó una Liga de Primera División, jamás tuvo un goleador de torneo y su mejor colocación en toda su historia fue la 9ª, pero tiene el orgullo que el inolvidable Fofó, que vivía en la zona del club, fue uno de sus hinchas más prestigiosos.
Gaby, Fofó y Miliki (los hermanos Aragón) arribaron a Buenos Aires en 1970 y a través de Canal 13 alcanzaron un éxito impresionante. Fofó falleció en 1976 y aún hoy se lo recuerda tiernamente.

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Nuestros aficionados vienen al estadio a comer sándwiches de gambas sin tener ni idea de lo que está pasando en el campo.

(ROY KEANE, ex internacional irlandés, en 2000, cuando jugaba en el Manchester United)

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En fútbol manda la pelota.

(VELIBOR "Bora" MILUTINOVIC, entrenador serbio -1987-)

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Tía Lila (Daniel Moyano - Argentina)


Carozo y Titilo han formado dos bandos. Yo en el arco de Carozo, el Beto en el otro. Y hay cuatro negritos para cada equipo. Y un montón de sapos, que en cierto modo también son jugadores, alternadamente; ellos, cuando no son pelota, van saltando por la canchita como si jugaran; uno que sube y otro que baja, saltando siempre, desde el arroyo hasta la casa de tío Emilio, justamente hasta sus canteros de coronas de novias, todo es un latir de sapos.

En eso hay un pase alto de Titilo. Un negrito viene a la carrera con intenciones de cabecear, pero justo a tiempo recuerda la calidad de la pelota y entonces la para con el pecho, no la deja llegar al suelo, juega bárbaro el negrito; la frena en la rodilla, la bailotea con la izquierda y tira con la derecha a media altura y muy violento. Yo estoy bien colocado y embolso sin problemas. Pero ahí nomás la suelto, la tiro para atrás por encima del palo, está helada la pelota, córner gritan varios. Automáticamente voy a buscarla cuando llega la voz de Titilo diciendo que la deje, que ya no sirve. Y allá desde el córner con las patas abiertas viene girando el otro sapo, la panza le blanquea cuando pasa frente al arco, peligro para mí, he salido a destiempo, cuando Carozo salva la situación sacando de voleo, un tiro bárbaro que toma de sorpresa al otro arquero, que ni ve la pelota cuando pasa alta junto al poste casi en el ángulo y se estrella no sé dónde y ya estamos uno a cero, nos abrazamos con el Carozo y los negritos nuestros.

Chicos, no se ensucien, dice tía Lila debajo de la magnolia. Y dentro de un rato vengan que vamos a rezar todos juntos por el tío Jacinto que está muerto pobrecito.

Nosotros no queremos rezar ni que nos cuenten otra vez la historia del tío Jacinto. Ya nos hemos olvidado de él.

Sabemos que tenía bigotes y usaba sombrero aludo porque así está en el cuadro, en la pared. Es que el remolino lo hundió y lo devolvió tres veces a la superficie, dice siempre lía Lila como si no lo supiéramos, mostrándonos tres dedos blancos, y nadie fue capaz de alcanzarle un palo, una tablita al pobrecito y a la tercera vez no volvió a salir más.

Se ahogó por boludo, decimos siempre con Titilo. Nosotros nos bañamos siempre en los remolinos, es mejor que en aguas mansas. Uno se deja llevar girando para abajo un par de metros, y en el fondo el remolino es un puntito que no tiene fuerza, acaba en cero. Todo lo que hay que hacer es apoyar un pie en el fondo y con el envión salir hacia el costado, y ya se está fuera de la atracción del giro. Después nadar hasta la superficie, tomar resuello y otra vez adentro. Como un tobogán, pero más divertido. El remolino no existe en el fondo del río, todo el mundo lo sabe menos el tío Jacinto, claro. Y los que estaban ahí mirándolo ahogarse se lo decían: haga un envión cuando esté abajo, señor Jacinto, tenga en cuenta que el remolino lo llevará de abajo hacia arriba tres veces solamente. Se lo decían con palabras y también con señas por si era sordo, pero él nada.

En vez de hacer lo que le decían él también hacía señas con los dedos, y nadie lo entendía por supuesto. Los otros le decían tres, tres dedos le mostraban para que los mirase y él también mostraba, cada vez que salía, tres dedos, siete dedos, nueve dedos. Tres veces, le decían los otros, pero él nada, haciendo su testamento, tres vacas, siete ovejas, nueve canarios, todo eso se lo dejó a mi querido hermano Emilio. Los bigotes y el sombrero chorreando, Tres veces te perdona el remolino. Pero él, nada. Y claro, a la tercera vez el remolino se lo llevó al carajo. Entonces, que se joda, decíamos siempre con Titilo.

Qué haces, imbécil, me grita Carozo cuando me dejo meter el gol, cuando no veo al sapo que pasa como un refucilo entre mis piernas, todo por acordarme del tío Jacinto. Menos mal que es gol anulado, porque un pedazo de la pelota entró en el arco pero hubo otro que pasó por fuera junto al poste. Ahora la pelota es ésta, dice un negrito que se corta solo para el otro arco, y cuando va a tirar sale Titilo, taponazo, se la quitan y a cambiar de sapo.

Titilo busca el empate como loco y como sabe que yo no sé atajar pelotas altas se remuerde en un tiro muy elevado que pasa por encima del travesaño; salto todo lo que puedo viendo que el sapo va derechito a lo del tío Emilio, alcanzo a rozar la pelota con las uñas pero no hay caso, se me va, girando como un remolino con la panza para arriba allá lejos se estrella contra la jaula del Siete Colores del tío Emilio. Y enseguida la voz de tía Lila, tan buena. Tan creída, la voz que dice por amor del Señor mis chiquilines, dejen tranquilo ese sapito y vengan a rezar. Ella hablando de un sapo y nosotros ya hemos usado como veinte.

Paren, penal, gritaron varios. Del penal del empate me acuerdo muy bien. Discutían a ver quién lo pateaba. Era un sapo grande, gordísimo, que no se quedaba quieto frente al arco mientras discutíamos. Lo ponían en su sitio, sobre un montoncito de tierra, y él enseguida agarraba para el lado del arroyo. Al final lo pateó el Titilo, como siempre. Volvieron a poner la pelota en su sitio. Titilo lo miró, tomó carrera y se remordió en un tiro a media altura que no pude atajar desgraciadamente mientras oía el grito de tía Lila como yéndose del mundo, cayendo en remolinos, mientras veíamos que su vestido blanco cambiaba rápidamente de color, mientras oíamos su grito más bien suave, como si fueran señas de gritos, más bien lánguidos, como si en vez de gritar estuviese diciendo qué han hecho mis queridos, no se olviden que Dios y el tío Jacinto los están mirando desde el cielo.

Gol, golazo, gritan Titilo y sus negritos, que se abrazan con el Beto. Yo me retuerzo de bronca en el suelo, muerdo el pasto. Dejarme meter el gol y además mancharle el vestido a tía Lila. Ahora ella va a pensar que no la queremos. El vestido tan blanco, tan bordado, tan puntillas, entre las dos mariposas ha reventado el sapo, a la altura del canesú alforzado del vestido de tía Lila pavo real y escarapela.

Es molestísimo rezar cuando se suda a mares. Sudando es imposible concentrarse en el retrato del tío Jacinto, alumbrado con velas. Rezamos mirando de vez en cuando a tía Lila, que llora en enaguas lavando el vestido en una palangana. Nunca sabremos si llora por el vestido o por el tío Jacinto. Titilo reza mirando el retrato del difunto, pero los ojos le relumbran de alegría. Yo rezo tratando de disimular la bronca que tengo todavía. Un poquito más y lo atajaba, le agarraba una pata, qué sé yo, lo echaba al córner. Si me estiraba un poco más ganábamos uno a cero.

El tío Emilio, que reza con nosotros como si contara melones o cabritos. La tía Lila, que al siguiente verano habíamos olvidado como al tío Jacinto porque después no volvimos a las sierras. La tía Lila creyendo en tantas cosas buenas. La tía Lila, que dicen que nunca pudo sacar del todo las manchas de sangre que hicimos en su vestido blanco. La tía Lila, sin saber que nosotros seguiríamos matando sapos.

(fragmento del cuento “Tía Lila”, y que puede leerse en "La otra realidad. Cuentistas de todos los rincones del país". Selección y prólogo de Mempo Giardinelli. Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires, 1994)

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Si a un jugador en mal momento físico, con mucha presión por lo cuantioso que ha resultado y con dudas constantes sobre molestias de lesiones, se le une un técnico testarudo que no es capaz de dar segundas oportunidades, el resultado es un caos tremendo. José Mourinho fue un gran organizador de la plantilla, su atención era al detalle, preparaba los partidos de manera increíble… pero tal vez hay que hablar más con los jugadores.

(ANDRIY SHEVCHENKO, internacional ucraniano, hablando del actual técnico del Inter de Milán, Jose Mourinho, en una entrevista concedida al diario "Daily Mirror" la semana pasada)

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Roberto Carlos Da Silva (10 de Abril de 1973), más conocido como Roberto Carlos, es un futbolista brasileño nacido en Garça, Sao Paulo, (Brasil).
Su padre le puso ese nombre en honor al popular cantante brasileño Roberto Carlos Braga. Juega de lateral izquierdo actualmente en el Fenerbahçe SK y su primer equipo fue el União São João, para pasar posteriormente al Palmeiras.
Con solo 14 años, intentaba ser la pesadilla de las defensas rivales. Era el extremo izquierdo del equipo de su ciudad natal y compartía once inicial con su padre.
Ya desde pequeño, Roberto Carlos pegaba muy fuerte a la pelota y esa facultad le permitía jugar partidos con gente de mayor edad que él.
El ex madridista ocupaba la demarcación de extremo izquierdo y asegura que gracias a su velocidad sorteaba a los defensas rivales. Por aquel entonces trataba de emular a Eder, el 11 de la selección brasileña en el Mundial de España 82, que, casualmente, también sobresalía por su potencia en el disparo.
El destino le hizo retrasar su posición hasta la defensa: un buen día el lateral izquierdo se lesionó y el entrenador le preguntó si quería jugar en esa posición. No lo dudó, aceptó y el resto ya lo sabe todo el mundo. Quizás éste sea uno de los motivos por los que siempre que puede merodea el área rival.

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Te daré un buen consejo, Brian Clough. No importa lo bueno o inteligente que creas que eres, o cuantos amigos hagas en la tele. La realidad de la vida en el fútbol es esta: el presidente es el jefe, después vienen los directivos, luego el secretario, después los hinchas, a continuación los jugadores y finalmente el último de todos, al final del montón, en lo más bajo de lo bajo, viene aquel del que se puede prescindir, el puto entrenador.

(SAM LONGSTON, adinerado presidente del Derby County campeón de los 70, “aconsejando” a su exitoso entrenador en el reciente film ”The Damned United”)

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Fútbol de mujeres (Bernardo Canal Feijóo - Argentina)



No podía prosperar el partido…

La pelota se apesantaba, se enmelaba

En los muslos

En los senos

En las caderas

En el vientre,

Con una galantería solapada

Y aprovechona…

Y los choques trababan a las jugadoras en un abrazo lésbico inaceptable…

En el medio tiempo, como en una alcoba reservada, todas ellas se oblaban al descanso vigoroso sobre el césped del estadio…

La muchedumbre se agolpaba a sus propios ojos, como al ojo de la cerradura, para fisgar el holocausto orgiástico…

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Cuando recién empezaba mi carrera, relaté un amistoso entre Racing y el Bayern Múnich alemán. El recordado Juan Carlos Rousselot era el comentarista, y yo hacía de relator y locutor. Relataba, él comentaba y después cambiaba la voz y metía un aviso. No podíamos hablarnos. Pensé que venía bárbaro, pero cuando terminó el primer tiempo Rousselot me pasó un papelito donde lacónicamente decía: “El siete es João Cardoso, y no lo nombraste ni una sola vez”.
Para mí, Racing había jugado con diez jugadores. Al día siguiente, todos los diarios dieron como figura a Cardoso.

(VÍCTOR HUGO MORALES, relator deportivo uruguayo)

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Tendría que estar muerto de hambre para jugar en Colo Colo.

(ARTURO SALAH, ex jugador, ex entrenador y símbolo de Universidad de Chile -1980-)

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A nosotros siempre nos hicieron sentir que no éramos tan buenos como los anteriores. Nuestras tres Copas de Europa no valían igual que la primera...

(GRAEME SOUNESS, gloria viviente del Liverpool, recordando la gloriosa década del 70’ en diario “El País” de España, Febrero de 2008)

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Yo viví el ascenso del Geta (Pablo Malagón - España)


Yo estaba allí. Había sufrido toda el año soñando un hito y no estaba dispuesto a perderme el partido clave de la temporada.

Había abonado mi cuota de socio con más dudas que entusiasmo. Ver la Segunda División cada domingo no era un reclamo muy convincente, pero finalmente me decidí por colgar mis asperezas y embarcarme en el proyecto del aficionado fiel que anima, un domingo sí y dos después también, al equipo de su pueblo.

Y el día en el que el Numancia vino a visitarnos fui consciente por vez primera de que lo que allí se jugaba era mucho más que el orgullo. Con un ascenso a Primera División en juego, toda la ciudad se había volcado para llevar en volandas al equipo hacia un objetivo impensable a principio de temporada.

Aquello ya no parecía el teatro de otras ocasiones; el silencio y el vacío de la temporada habían cedido su lugar al jolgorio y la algarabía. Se respiraba la ilusión por todos los costados del Coliseum y ya no quedaba tiempo ni espacio para devorar una sola bolsa de pipas. Ya sólo se vendían ilusiones, sólo se veía una marea azul que imaginaba con una sonrisa, una victoria que se iba a poner muy cara. Por eso, cuando Miguel Ángel anotó el segundo gol, más que alegría, fue frenesí lo que se respiró en la grada. Yo lo vi en directo porque yo estaba allí, relegado a un córner por la muchedumbre tan poco habitual en los lances del equipo, pero tan entusiasmado por la victoria como cualquier portador del escudo del equipo.

Y después llegó Murcia y yo no estaba allí. Pero estaba frente al televisor cumpliendo entre inquietudes el mandamiento que me había fijado para aquella tarde que apuntaba como histórica. Pasase lo que pasase, nada me iba a impedir ver el partido.

El ascenso era, por aquellas alturas, una obligación más que un sueño. Era impensable un fracaso que despertara de golpe las ilusiones que todo un pueblo había depositado sobre sus jugadores.

Sentí regresar mis ansias cuando Pachón anotó el primer gol del partido. Y mis sensaciones viajaron, en un momento, desde el cielo de la gloria hasta el infierno de la rabia cuando fui consciente de que podíamos perder toda nuestra cosecha por culpa de un penalti inexistente.

Nos empataron, claro. Pero no desanimé. Porque allí estaba yo frente al televisor y viendo pasar mi vida entre aspavientos de desaprobación; imaginando un gol que nos pusiese de nuevo rumbo al paraíso.

Y llegó de nuevo la algarabía desde la pierna izquierda de Miguel Ángel. Santo pepinero que llegaste desde el rival para ponernos de puntillas en la cima de nuestro sueño. Mi cuerpo estaba en mi hogar, dando saltos incontrolados y bailando incoherente al compás de mis alivios de entusiasmo. Pero mi espíritu estaba en Murcia; seguro de una victoria y ansioso por ser testigo del cumplimiento de un deseo que había pronunciado casi sin querer una tarde de agosto del año anterior. Por eso, no estaba dispuesto a perderme el siguiente enfrentamiento contra el Eibar.

Y allí estaba yo. Claro que estaba allí. Con mi pecho pintado de azul regalado y mi cabeza cubierta con la gorra del ascenso. Había remado tanto con el equipo que no estaba dispuesto a saltar del bote a apenas dos metros de la orilla. Dos últimos metros que recorrer en dos últimos partidos en los que la cara, la cruz, la vida y la muerte ya estaban servidas por el destino en bandeja de plata. Ya sólo faltaba saber si esta vez nos tocaría sonreír.

Cuando contemplé los aledaños del Coliseum teñidos de ilusión y algarabía, tuve un conato de ilusión, mi primera visita mental al ascenso a lo largo de aquella tarde irrepetible.

Esta vez no descuidé mi horario y me planté codo a codo con mi amigo José con una hora y media de antelación en la puerta del recinto. La entrada, obstruida por una muchedumbre ávida de victoria, no era sino el mejor precedente del espectáculo que estaba por llegar.

Ví a la gente temblar desde mi sitio privilegiado. Ví a la gente soñar y ví a la gente animar con tanta fuerza que parecían escupir el alma en cada canción. Ví sonrisas y ví lágrimas de emoción cuando Gari hizo el segundo gol que nos transportaba al final de un sueño casi cumplido a cinco minutos del final.

Yo estaba allí, impasible y emocionado, cuando el árbitro señaló el final del encuentro y toda la ciudad se precipitó al césped para abrazar a los héroes del terreno. Todo el mundo estaba convencido de un logro al que aún le quedaba un último metro por remar. Aún quedaba Tenerife.

Y allí estaba yo de nuevo, dispuesto a ser fiel testigo del acto definitivo. El equipo salía a muerte en Tenerife y yo les animaba a muerte desde el rincón más futbolero de mi casa.

La televisión lo daba todo muy bonito, pero los nervios me impedían disfrutar del todo de un espectáculo irrepetible e inolvidable. En mi hogar, mis ánimos rompían el aire de incertidumbre; en la calle, los gritos de mis vecinos aclamaban las gestas del equipo de todos y en Tenerife, sobre el campo, Pachón se encargaba de demostrar a todos que la manera más rápida de alcanzar un sueño es la decisión.

Fue un partido memorable. Tantos sueños hechos realidad y tantas recompensas para nuestras ilusiones. La sensación de haber acertado en mi decisión veraniega me regaló una fascinante satisfacción. Estaba orgulloso de mi equipo y mis gracias y alabanzas al cielo fueron tan constantes que, por un momento, me sentí acariciado por la mano de Dios.

El quinto gol de Pachón no fue sino la guinda de un pastel tan dulce como costoso en su fabricación; todas las pesadillas que habían atacado al equipo a lo largo de una temporada de lo más regular.

Se bajó el telón de la temporada y se abrió una nueva función con la Primera División como escenario grandioso. Ahora sólo queda la comprobación que asuma si somos capaces de vencer al miedo escénico que tanta fama ganó desde el fútbol.

Ya no quedaba tiempo para más. Ni siquiera le quedaba un segundo a Josu Uribe, por eso comprendí su ilusión de empleado fiel e incomprendido. Delante del tiempo sólo quedaba La Cibelina.

Y a La Cibelina me fui. Allí estaba yo para ser testigo del último acto de una función que estaba a punto de inscribirse en el libro de oro de la historia del deporte. Un hito inolvidable que quedará para siempre marcado a fuego en nuestros corazones de fieles aficionados.

Me abrí paso entre la gente y me abracé con cada vecino bebiendo de un trago toda su alegría. Salté, boté, canté y no agoté ninguna fuerza ebrio como estaba de alegría de la más buena.

Encontré a mis amigos tan alborozados como yo y los abracé con el entusiasmo que requería el momento. Toda la ciudad se había volcado en una celebración con la que llevaban dos meses soñando. Cuando todas las posibilidades se habían agotado en una realidad, todos los habitantes del pueblo se habían echado a la calle para gritar sin cordura todo su entusiasmo.

Yo estaba en La Cibelina y ví salpicar el agua sobre el pecho de todo aficionado que se acercaba a la fuente para exclamar su alegría. No cabía un alfiler en la Plaza del General Palacio y todas las verdades que se cantaron aquella noche fueron el reflejo más simple del logro que el equipo había conseguido; un ascenso a Primera División que agruparía a nuestra ciudad con las más grandes potencias del deporte rey.

Yo estaba allí aquella noche de sábado y puedo confesar que todo Getafe lloró de alegría por el ascenso de su equipo.

(Mi agradecimiento a Pablo por autorizarme a publicar este cuento)

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