Y como siempre, tuvo razón en las dos cosas.
(ÁNGEL CAPPA, entrenador del Club Atlético Huracán)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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Un importantísimo capítulo dentro de los juegos solitarios en la infancia es el de los juegos que se realizan en la calle, tomando a la calle, tanto con sus propiedades geométricas y geográficas como con los elementos variables que la habitan, como escenario, juez y parte del juego.
Es muy común que los niños, mientras caminan solos por la calle, jueguen al fútbol. La variante más notoria de esta práctica se da cuando un niño, por lo general varón, se vale de un objeto que encuentra en el suelo para llevar a cabo su destreza lúdica y deportiva. Se suelen usar cajas de cartón, latas de bebidas, rollos de cinta scotch, o bien elementos de la naturaleza como piñas o piedras. Los perfeccionistas suelen moldear el elemento encontrado hasta darle la forma más esférica, o al menos compacta, posible; así se achatan las latas con un sonoro pisotón (que equivale al pitazo del árbitro que da comienzo al partido) y se abollan papeles y cartones.
Otros, ya no perfeccionistas sino directamente emprendedores, aquellos que no son sorprendidos por un objeto que convoca al fútbol sino que viven buscándolo en cada caminata, llegan a construir su pelota con la fusión de varios elementos que van encontrando a medida que caminan. Con los elementos antes mencionados, un futbolista solitario emprendedor recogería la cinta scotch y la usaría para moldear la superficie de un bollo de papel, dejándolo así perfectamente esférico, sólido, y hasta con cierta funcionalidad para rebotar en los desniveles de la vereda.
De esta forma, una vez elegido el símil balón, el niño va conduciéndolo con los pies durante la mayor cantidad de tiempo posible, haciéndolo pasar de la calle a la vereda evitando que caiga en las zanjas, haciéndola doblar la esquina con enganches vistosos, y, principalmente, haciendo pasar de largo a los transeúntes que vienen hacia él, con un intempestivo regate. Tiene que sortear también la pegajosa marca de esos rivales imaginarios que suelen aparecer, y tiene que hacerlo con movimientos doblemente sorpresivos: un movimiento sorpresivo que evada la marca de un rival cuya aparición ha sido de por sí sorpresiva.
La carrera futbolística con obstáculos culmina, al llegar el niño a casa, con un furibundo pelotazo que marca, como un "gol de oro", el fin del partido y de la importancia de ese objeto indiferente que tuvo la gracia de hacerse pasar por pelota.
La otra variante del fútbol solitario, menos constatable para quienes no lo practican, es la de la pelota imaginaria. En lugar de valerse de objetos, el niño hace movimientos para dominar una pelota que nadie más puede ver. Este juego suele durar solo unos breves instantes. El niño camina por la calle, para la pelota con el pecho, le pega de volea y se olvida de ella.
La denominación de pelota imaginaria ha motivado más de una polémica entre los investigadores.
El Profesor Rodolfo Edreira, especialista en juegos solitarios urbanos (y, dicho sea de paso, uno de los pocos que comprendió, desde un principio, la importancia que le atribuyo a esta disciplina) expresa que, no habiéndose visto nunca a dos niños patear una pelota al mismo tiempo, es muy probable que la característica principal del juego no radique en la solitariedad del jugador, sino en la invisibilidad de la pelota: una pelota, no imaginaria sino apenas invisible, viaja por el mundo desde hace años, siendo encontrada y puesta en juego por millones de niños sucesivamente.
Relata el Profesor Edreira un curioso partido, cuya existencia no fue percibida de modo consciente ni por sus propios jugadores (preservando así el carácter solitario del juego), que tuvo lugar en Buenos Aires en el año 1995.
El partido comenzó unos minutos después de las cuatro y media de la tarde. Participaron cuarenta y cinco niños de entre diez y doce años, distribuidos entre los barrios de Palermo, Belgrano y Colegiales, en la ciudad de Buenos Aires. Es necesario saber que se trató de un match de fútbol "a tres arcos", variante relativamente nueva y desconocida de este popularísimo deporte.
Para facilitar la comprensión de quienes aún conocen este juego: tres arcos son dispuestos en los vértices del campo de juego, que tiene la forma de un triángulo equilátero. Tres equipos participarán del encuentro. El ganador será el conjunto cuyo arco haya recibido menos goles al finalizar el tiempo de juego.
La variante del fútbol a tres arcos exige una mayor habilidad motriz y una mayor precisión en los pases, ya que ningún equipo puede tener, en ningún momento, superioridad numérica neta. Es decir, puede poseer en el sector del campo donde se encuentra la pelota más jugadores que cada uno de sus rivales, pero es casi imposible que cuente con más jugadores propios que ajenos.
En cuanto al resto de los elementos del fútbol, vale destacar que esta variante ofrece dificultades tácticas elevadísimas, casi incomprensibles; hay que decir que no existe mediocampo sino un muy preciado centro del campo (encontrándose en posesión de la pelota, un equipo que ha ganado el centro del campo tiene la posibilidad de amagar con atacar a un rival y terminar haciéndolo con el otro); existen variantes estratégicas como la de las complejas alianzas (sólo una mente brillante y acostumbrada a trabajar a gran velocidad puede conducir con éxito su equipo a través de alianzas alternativas con sus rivales), y casi no se registran goles de cabeza puesto que no hay desde donde enviar los centros. Adentrados en los detalles del fútbol a tres arcos, podrán ahora entender lo que sucedió aquel día de 1995.
La pelota imaginaria fue puesta en movimiento a las cuatro y treinta tres de la tarde. Usted querrá saber, conociendo el carácter inconsciente del fútbol con pelota imaginaria (los jugadores no supieron de su participación en el partido) cómo es que los jugadores formaron equipos. Esto es así: la distinción entre consciente e inconsciente no tiene ningún valor en este caso, ni en cualquiera de los casos en que relatemos los efectos de un juego solitario.
El jugador solitario se encuentra constantemente maniobrando en un paisaje que ha sido alterado por los efectos de juegos propios y ajenos. Qué importancia puede tener entonces si la acción que generó esos efectos ha sido gestada por el sujeto consciente o no, si son los efectos y no las intenciones los que preforman y transforman el terreno en que se dará el juego.
Los jugadores se agruparon en tres equipos, esto es indiscutible, y lo hicieron a través del recorrido que iban dejando sus soledades. Es que un campo de juego de fútbol con pelota imaginaria, tanto como el universo, es una sinfonía involuntaria de voluntades solitarias.
Comenzaba a levantarse una brisa refrescante en la calurosa jornada primaveral. Los niños habían salido hacía escasos minutos de sus escuelas. Algunos habían faltado a clase, otro no solían asistir a clase alguna. En la intersección de Teodoro García y Avenida Crámer el equipo 1 (los llamaremos equipos 1, 2 y 3) dio el puntapié inicial con un toque corto entre dos niños que caminaban juntos aunque absorto cada uno en su juego mental.
Rápidamente perdieron el control de la pelota a manos (o pies) de un jugador del equipo 2 que venía corriendo de frente a ellos, y en virtuosa jugada individual marcó el primer tanto. El equipo 3 aprovechó la distracción del 1 y tomó posiciones en el sector del campo en que se había realizado el gol, en el barrio de Colegiales.
El equipo 3 convirtió un par de goles más en aquel arco, incluso algún gol fue logrado por la involuntaria colaboración entre jugadores del 2 y el 3.
No había transcurrido la mitad del encuentro y el equipo 1 había recibido seis goles.
El segundo tiempo de partido comenzó conforme se apaciguaba la luz de la tarde. Movió el equipo 3, que luego de amagar con seguir la estrategia de humillar la defensa del 1 sorprendió con un larguísimo remate que se coló en la valla del 2. El resultado parcial era: 1: -6; 2: -1; 3: 0.
El 1 no encontraba respuestas anímicas ni físicas en sus jugadores. Un par daban vueltas siguiendo el recorrido circular de las líneas de una vereda, la mayor parte de sus jugadores dedicaban sus minutos a la contemplación atenta de ciertos fenómenos de la naturaleza.
Por su parte, como en este juego no hay diferencia entre los derrotados, y lo mismo da salir segundo o tercero, los valerosos integrantes del 2 comenzaron a atacar el arco del 3. Pronto lograron convertir dos goles, en jugadas de excelente coordinación colectiva. Los jugadores del 3, menos hábiles pero más voluntariosos, arremetieron entonces contra el 2 para remontar la desventaja.
Así estuvieron un largo rato, promoviendo un vibrante ida y vuelta, alternando el control del resultado. Cuando en el último minuto de juego, el equipo 3 alcanzó el empate agónico, con una imponente pirueta de un jugador que se quedó quieto antes de cruzar la Avenida Santa Fe e impulsó la pelota de espaldas luego saltar en el aire, cuando se creyó necesario investigar en el reglamento para averiguar cómo se resolvía el desempate, se cayó en la cuenta de que el ganador había terminado siendo el equipo 1, que permanecía con sus seis goles en contra de la primer mitad del partido.
El resultado final: 1: -6; 2: -8; 3: -8.
Así concluyó en 1995, en la ciudad de Buenos Aires, el partido más largo de la historia del fútbol con pelota imaginaria.
(artículo del escritor rosarino Federico Levín publicado en el portal “El ático”)
Carozo y Titilo han formado dos bandos. Yo en el arco de Carozo, el Beto en el otro. Y hay cuatro negritos para cada equipo. Y un montón de sapos, que en cierto modo también son jugadores, alternadamente; ellos, cuando no son pelota, van saltando por la canchita como si jugaran; uno que sube y otro que baja, saltando siempre, desde el arroyo hasta la casa de tío Emilio, justamente hasta sus canteros de coronas de novias, todo es un latir de sapos.
En eso hay un pase alto de Titilo. Un negrito viene a la carrera con intenciones de cabecear, pero justo a tiempo recuerda la calidad de la pelota y entonces la para con el pecho, no la deja llegar al suelo, juega bárbaro el negrito; la frena en la rodilla, la bailotea con la izquierda y tira con la derecha a media altura y muy violento. Yo estoy bien colocado y embolso sin problemas. Pero ahí nomás la suelto, la tiro para atrás por encima del palo, está helada la pelota, córner gritan varios. Automáticamente voy a buscarla cuando llega la voz de Titilo diciendo que la deje, que ya no sirve. Y allá desde el córner con las patas abiertas viene girando el otro sapo, la panza le blanquea cuando pasa frente al arco, peligro para mí, he salido a destiempo, cuando Carozo salva la situación sacando de voleo, un tiro bárbaro que toma de sorpresa al otro arquero, que ni ve la pelota cuando pasa alta junto al poste casi en el ángulo y se estrella no sé dónde y ya estamos uno a cero, nos abrazamos con el Carozo y los negritos nuestros.
Chicos, no se ensucien, dice tía Lila debajo de la magnolia. Y dentro de un rato vengan que vamos a rezar todos juntos por el tío Jacinto que está muerto pobrecito.
Nosotros no queremos rezar ni que nos cuenten otra vez la historia del tío Jacinto. Ya nos hemos olvidado de él.
Sabemos que tenía bigotes y usaba sombrero aludo porque así está en el cuadro, en la pared. Es que el remolino lo hundió y lo devolvió tres veces a la superficie, dice siempre lía Lila como si no lo supiéramos, mostrándonos tres dedos blancos, y nadie fue capaz de alcanzarle un palo, una tablita al pobrecito y a la tercera vez no volvió a salir más.
Se ahogó por boludo, decimos siempre con Titilo. Nosotros nos bañamos siempre en los remolinos, es mejor que en aguas mansas. Uno se deja llevar girando para abajo un par de metros, y en el fondo el remolino es un puntito que no tiene fuerza, acaba en cero. Todo lo que hay que hacer es apoyar un pie en el fondo y con el envión salir hacia el costado, y ya se está fuera de la atracción del giro. Después nadar hasta la superficie, tomar resuello y otra vez adentro. Como un tobogán, pero más divertido. El remolino no existe en el fondo del río, todo el mundo lo sabe menos el tío Jacinto, claro. Y los que estaban ahí mirándolo ahogarse se lo decían: haga un envión cuando esté abajo, señor Jacinto, tenga en cuenta que el remolino lo llevará de abajo hacia arriba tres veces solamente. Se lo decían con palabras y también con señas por si era sordo, pero él nada.
En vez de hacer lo que le decían él también hacía señas con los dedos, y nadie lo entendía por supuesto. Los otros le decían tres, tres dedos le mostraban para que los mirase y él también mostraba, cada vez que salía, tres dedos, siete dedos, nueve dedos. Tres veces, le decían los otros, pero él nada, haciendo su testamento, tres vacas, siete ovejas, nueve canarios, todo eso se lo dejó a mi querido hermano Emilio. Los bigotes y el sombrero chorreando, Tres veces te perdona el remolino. Pero él, nada. Y claro, a la tercera vez el remolino se lo llevó al carajo. Entonces, que se joda, decíamos siempre con Titilo.
Qué haces, imbécil, me grita Carozo cuando me dejo meter el gol, cuando no veo al sapo que pasa como un refucilo entre mis piernas, todo por acordarme del tío Jacinto. Menos mal que es gol anulado, porque un pedazo de la pelota entró en el arco pero hubo otro que pasó por fuera junto al poste. Ahora la pelota es ésta, dice un negrito que se corta solo para el otro arco, y cuando va a tirar sale Titilo, taponazo, se la quitan y a cambiar de sapo.
Titilo busca el empate como loco y como sabe que yo no sé atajar pelotas altas se remuerde en un tiro muy elevado que pasa por encima del travesaño; salto todo lo que puedo viendo que el sapo va derechito a lo del tío Emilio, alcanzo a rozar la pelota con las uñas pero no hay caso, se me va, girando como un remolino con la panza para arriba allá lejos se estrella contra la jaula del Siete Colores del tío Emilio. Y enseguida la voz de tía Lila, tan buena. Tan creída, la voz que dice por amor del Señor mis chiquilines, dejen tranquilo ese sapito y vengan a rezar. Ella hablando de un sapo y nosotros ya hemos usado como veinte.
Paren, penal, gritaron varios. Del penal del empate me acuerdo muy bien. Discutían a ver quién lo pateaba. Era un sapo grande, gordísimo, que no se quedaba quieto frente al arco mientras discutíamos. Lo ponían en su sitio, sobre un montoncito de tierra, y él enseguida agarraba para el lado del arroyo. Al final lo pateó el Titilo, como siempre. Volvieron a poner la pelota en su sitio. Titilo lo miró, tomó carrera y se remordió en un tiro a media altura que no pude atajar desgraciadamente mientras oía el grito de tía Lila como yéndose del mundo, cayendo en remolinos, mientras veíamos que su vestido blanco cambiaba rápidamente de color, mientras oíamos su grito más bien suave, como si fueran señas de gritos, más bien lánguidos, como si en vez de gritar estuviese diciendo qué han hecho mis queridos, no se olviden que Dios y el tío Jacinto los están mirando desde el cielo.
Gol, golazo, gritan Titilo y sus negritos, que se abrazan con el Beto. Yo me retuerzo de bronca en el suelo, muerdo el pasto. Dejarme meter el gol y además mancharle el vestido a tía Lila. Ahora ella va a pensar que no la queremos. El vestido tan blanco, tan bordado, tan puntillas, entre las dos mariposas ha reventado el sapo, a la altura del canesú alforzado del vestido de tía Lila pavo real y escarapela.
Es molestísimo rezar cuando se suda a mares. Sudando es imposible concentrarse en el retrato del tío Jacinto, alumbrado con velas. Rezamos mirando de vez en cuando a tía Lila, que llora en enaguas lavando el vestido en una palangana. Nunca sabremos si llora por el vestido o por el tío Jacinto. Titilo reza mirando el retrato del difunto, pero los ojos le relumbran de alegría. Yo rezo tratando de disimular la bronca que tengo todavía. Un poquito más y lo atajaba, le agarraba una pata, qué sé yo, lo echaba al córner. Si me estiraba un poco más ganábamos uno a cero.
El tío Emilio, que reza con nosotros como si contara melones o cabritos. La tía Lila, que al siguiente verano habíamos olvidado como al tío Jacinto porque después no volvimos a las sierras. La tía Lila creyendo en tantas cosas buenas. La tía Lila, que dicen que nunca pudo sacar del todo las manchas de sangre que hicimos en su vestido blanco. La tía Lila, sin saber que nosotros seguiríamos matando sapos.
(fragmento del cuento “Tía Lila”, y que puede leerse en "La otra realidad. Cuentistas de todos los rincones del país". Selección y prólogo de Mempo Giardinelli. Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires, 1994)
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No podía prosperar el partido…
La pelota se apesantaba, se enmelaba
En los muslos
En los senos
En las caderas
En el vientre,
Con una galantería solapada
Y aprovechona…
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Yo estaba allí. Había sufrido toda el año soñando un hito y no estaba dispuesto a perderme el partido clave de la temporada.
Había abonado mi cuota de socio con más dudas que entusiasmo. Ver la Segunda División cada domingo no era un reclamo muy convincente, pero finalmente me decidí por colgar mis asperezas y embarcarme en el proyecto del aficionado fiel que anima, un domingo sí y dos después también, al equipo de su pueblo.
Y el día en el que el Numancia vino a visitarnos fui consciente por vez primera de que lo que allí se jugaba era mucho más que el orgullo. Con un ascenso a Primera División en juego, toda la ciudad se había volcado para llevar en volandas al equipo hacia un objetivo impensable a principio de temporada.
Aquello ya no parecía el teatro de otras ocasiones; el silencio y el vacío de la temporada habían cedido su lugar al jolgorio y la algarabía. Se respiraba la ilusión por todos los costados del Coliseum y ya no quedaba tiempo ni espacio para devorar una sola bolsa de pipas. Ya sólo se vendían ilusiones, sólo se veía una marea azul que imaginaba con una sonrisa, una victoria que se iba a poner muy cara. Por eso, cuando Miguel Ángel anotó el segundo gol, más que alegría, fue frenesí lo que se respiró en la grada. Yo lo vi en directo porque yo estaba allí, relegado a un córner por la muchedumbre tan poco habitual en los lances del equipo, pero tan entusiasmado por la victoria como cualquier portador del escudo del equipo.
Y después llegó Murcia y yo no estaba allí. Pero estaba frente al televisor cumpliendo entre inquietudes el mandamiento que me había fijado para aquella tarde que apuntaba como histórica. Pasase lo que pasase, nada me iba a impedir ver el partido.
El ascenso era, por aquellas alturas, una obligación más que un sueño. Era impensable un fracaso que despertara de golpe las ilusiones que todo un pueblo había depositado sobre sus jugadores.
Sentí regresar mis ansias cuando Pachón anotó el primer gol del partido. Y mis sensaciones viajaron, en un momento, desde el cielo de la gloria hasta el infierno de la rabia cuando fui consciente de que podíamos perder toda nuestra cosecha por culpa de un penalti inexistente.
Nos empataron, claro. Pero no desanimé. Porque allí estaba yo frente al televisor y viendo pasar mi vida entre aspavientos de desaprobación; imaginando un gol que nos pusiese de nuevo rumbo al paraíso.
Y llegó de nuevo la algarabía desde la pierna izquierda de Miguel Ángel. Santo pepinero que llegaste desde el rival para ponernos de puntillas en la cima de nuestro sueño. Mi cuerpo estaba en mi hogar, dando saltos incontrolados y bailando incoherente al compás de mis alivios de entusiasmo. Pero mi espíritu estaba en Murcia; seguro de una victoria y ansioso por ser testigo del cumplimiento de un deseo que había pronunciado casi sin querer una tarde de agosto del año anterior. Por eso, no estaba dispuesto a perderme el siguiente enfrentamiento contra el Eibar.
Y allí estaba yo. Claro que estaba allí. Con mi pecho pintado de azul regalado y mi cabeza cubierta con la gorra del ascenso. Había remado tanto con el equipo que no estaba dispuesto a saltar del bote a apenas dos metros de la orilla. Dos últimos metros que recorrer en dos últimos partidos en los que la cara, la cruz, la vida y la muerte ya estaban servidas por el destino en bandeja de plata. Ya sólo faltaba saber si esta vez nos tocaría sonreír.
Cuando contemplé los aledaños del Coliseum teñidos de ilusión y algarabía, tuve un conato de ilusión, mi primera visita mental al ascenso a lo largo de aquella tarde irrepetible.
Esta vez no descuidé mi horario y me planté codo a codo con mi amigo José con una hora y media de antelación en la puerta del recinto. La entrada, obstruida por una muchedumbre ávida de victoria, no era sino el mejor precedente del espectáculo que estaba por llegar.
Ví a la gente temblar desde mi sitio privilegiado. Ví a la gente soñar y ví a la gente animar con tanta fuerza que parecían escupir el alma en cada canción. Ví sonrisas y ví lágrimas de emoción cuando Gari hizo el segundo gol que nos transportaba al final de un sueño casi cumplido a cinco minutos del final.
Yo estaba allí, impasible y emocionado, cuando el árbitro señaló el final del encuentro y toda la ciudad se precipitó al césped para abrazar a los héroes del terreno. Todo el mundo estaba convencido de un logro al que aún le quedaba un último metro por remar. Aún quedaba Tenerife.
Y allí estaba yo de nuevo, dispuesto a ser fiel testigo del acto definitivo. El equipo salía a muerte en Tenerife y yo les animaba a muerte desde el rincón más futbolero de mi casa.
La televisión lo daba todo muy bonito, pero los nervios me impedían disfrutar del todo de un espectáculo irrepetible e inolvidable. En mi hogar, mis ánimos rompían el aire de incertidumbre; en la calle, los gritos de mis vecinos aclamaban las gestas del equipo de todos y en Tenerife, sobre el campo, Pachón se encargaba de demostrar a todos que la manera más rápida de alcanzar un sueño es la decisión.
Fue un partido memorable. Tantos sueños hechos realidad y tantas recompensas para nuestras ilusiones. La sensación de haber acertado en mi decisión veraniega me regaló una fascinante satisfacción. Estaba orgulloso de mi equipo y mis gracias y alabanzas al cielo fueron tan constantes que, por un momento, me sentí acariciado por la mano de Dios.
El quinto gol de Pachón no fue sino la guinda de un pastel tan dulce como costoso en su fabricación; todas las pesadillas que habían atacado al equipo a lo largo de una temporada de lo más regular.
Se bajó el telón de la temporada y se abrió una nueva función con la Primera División como escenario grandioso. Ahora sólo queda la comprobación que asuma si somos capaces de vencer al miedo escénico que tanta fama ganó desde el fútbol.
Ya no quedaba tiempo para más. Ni siquiera le quedaba un segundo a Josu Uribe, por eso comprendí su ilusión de empleado fiel e incomprendido. Delante del tiempo sólo quedaba La Cibelina.
Y a La Cibelina me fui. Allí estaba yo para ser testigo del último acto de una función que estaba a punto de inscribirse en el libro de oro de la historia del deporte. Un hito inolvidable que quedará para siempre marcado a fuego en nuestros corazones de fieles aficionados.
Me abrí paso entre la gente y me abracé con cada vecino bebiendo de un trago toda su alegría. Salté, boté, canté y no agoté ninguna fuerza ebrio como estaba de alegría de la más buena.
Encontré a mis amigos tan alborozados como yo y los abracé con el entusiasmo que requería el momento. Toda la ciudad se había volcado en una celebración con la que llevaban dos meses soñando. Cuando todas las posibilidades se habían agotado en una realidad, todos los habitantes del pueblo se habían echado a la calle para gritar sin cordura todo su entusiasmo.
Yo estaba en La Cibelina y ví salpicar el agua sobre el pecho de todo aficionado que se acercaba a la fuente para exclamar su alegría. No cabía un alfiler en la Plaza del General Palacio y todas las verdades que se cantaron aquella noche fueron el reflejo más simple del logro que el equipo había conseguido; un ascenso a Primera División que agruparía a nuestra ciudad con las más grandes potencias del deporte rey.
Yo estaba allí aquella noche de sábado y puedo confesar que todo Getafe lloró de alegría por el ascenso de su equipo.
(Mi agradecimiento a Pablo por autorizarme a publicar este cuento)
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Hermosa tarde de domingo.
- Suerte que no fui a la cancha -se dijo para sus adentros “el Gaita” Fernández, mientras se disponía a regar el césped.
El Deportivo, hoy, estaba jugando de local frente a los de Ferro, uno de los cuadros del pueblo vecino. Desde la vereda de su casa se habían escuchado nítidamente los bocinazos que recibían a cada uno de los equipos al ingresar al campo de juego. Y después un par de festejos más. Deberían ser dos goles.
- Ojalá sean del Deportivo -pensó, mientras acomodaba los regadores.
El Gaita supo jugar, cuando muchacho, pero nunca fue un virtuoso, ni le gustaba tanto el fútbol como para seguir. Ya estoy grande -decía.
Había comenzado a conformar su propia familia, se había casado con Elvira, su novia de toda la vida, y estaban esperando el primer hijo. Hacía poco que le habían dado una casita de barrio, la estaba pintando, acomodando los muebles, de a poco. El frente era algo que lo desvelaba, por eso sembró césped y quería mantenerlo, para ello aprovechaba los domingos por la tarde.
En esos menesteres estaba cuando de repente ve venir un auto en veloz carrera, y frenar hasta hacer chillar las gomas, justo frente a su casa.
Era el presidente del Deportivo, quien presuroso se bajó del vehículo y le gritó, casi sin aliento: ¡Gaita, venite conmigo, te precisamos ya en la cancha! -le gritó, casi, digamos, le ordenó.
El Gaita, sin entender lo que estaba ocurriendo, solo atinó a preguntar: -¿Qué pasa Felipe? ¿para qué me querés?
Felipe Alcántara, el presidente del Deportivo, sin recuperar aún su compostura habitual repitió: ¡Vamos, dale, en el viaje te voy contando! ¡Subí rápido que no llegamos!
El Gaita estaba en bermudas, con una vieja remera verde y en ojotas, pero claro, la urgencia de la situación no le permitió ni siquiera intentar pedir un rato para cambiarse, así que tal como se encontraba subió al auto y arrancaron.
Felipe apretó el acelerador y las cuatro cuadras que separan la casa de la cancha se consumieron rápido, no alcanzaron para explicar mucho.
- El Caballo Fernández, tu primo, como siempre, está suspendido -dijo el Presidente.
- Metimos la pata, lo pusimos porque nos faltaba uno, no completábamos...
El Gaita no entendía bien para qué lo precisaban a él.
- Está jugando, pero con la ficha tuya Gaita. El problema es que los de Ferro se dieron cuenta y nos van a protestar los puntos, justo hoy que vamos ganando dos a cero, ¿podés creer? -agregó el Presidente para despejar dudas.
El Caballo era así, al sobrenombre se lo había ganado por su arte para maltratar a los adversarios, gran candidato a la tarjeta roja, siempre jugaba al límite, áspero con los rivales e implacable con los árbitros, cuando algo no le gustaba, empezaba a protestar.
En el año jugaba pocos partidos, la mayoría de las veces estaba suspendido, como hoy… aunque hoy estaba jugando. Y estaba jugando bien. Un baluarte en la defensa para sostener la victoria del Deportivo.
Mientras tanto, levantando polvareda, el Presidente y el Gaita llegaron a la cancha, el partido todavía no había terminado, entraron con el auto por el lado del local y llegaron a la puerta del viejo vestuario.
- Bajate -ordenó el Presidente- ahí adentro te están esperando.
El Gaita, desconcertado, entró al vestuario y se encontró con el Pulga y Gavilán, los utileros, le tenían preparado un par de medias, el pantalón corto y unos botines gastados. Raudamente el Gaita empezó a “disfrazarse” de jugador. De a poco iba entendiendo de qué se trataba, iba a ser protagonista de una gran farsa.
Para esto el encuentro había terminado. ¡Ganó el Deportivo! Al final fue dos a cero nomás.
Los jugadores se abrazaban en la mitad de la cancha, se acercó el director técnico, don Gualberto Pardales, no parecía contento con la victoria, más vale daba la impresión de estar preocupado. Lo tomó al Caballo Fernández de un brazo, lo apartó del grupo bullanguero, y le dijo por lo bajo: -Rajá para el lado del vestuario Caballo, después te explico-
El Caballo, al momento, se dio cuenta que algo andaba mal, y para sus adentros pensó… ¿se habrán dado cuenta estos putos que estoy suspendido y jugué con la ficha de mi primo?
Corrió hacia el sector local, Gavilán, uno de los utileros, lo estaba esperando, sin mediar palabra alguna le sacó la camiseta, empapada en sudor y sucia de tierra, y salió corriendo rumbo al vestuario.
Don Gualberto sin darle tiempo a nada le dijo: ¡Caballo… desaparecé!
- Pero… ¿y mi ropa? -preguntó el Caballo.
- Mañana te la alcanzo. Vos rajá ya mismo boludo. ¡Te descubrieron!
El Caballo dio media vuelta y emprendió la retirada. Escondiéndose entre las plantas fue buscando la salida por atrás de la cantina, tratando de que no lo vea nadie.
Desde el sector de enfrente tres personas venían caminando a paso sostenido. El Doctor Camacho, presidente de Ferro, y dos laderos que metían miedo. Le salieron al cruce al referí del partido, que feliz con su desempeño arbitral ni se imaginaba lo que le esperaba.
Camacho lo increpó -Estos guachos nos metieron la mula -gritó. Hay un jugador mal incluído, quiero que ya mismo lo constate en el vestuario -dijo, sacando a relucir sus dotes de abogado. Les vamos a protestar los puntos, pero usted tiene que certificar que nosotros tenemos razón -agregó.
El árbitro no se podía negar a tan importante denuncia e invitando a los representantes del Club visitante a acompañarlo, se dirigieron al vestuario local.
El resto de los jugadores del Deportivo seguían ajenos al problema en ciernes, y lentamente habían emprendido también el camino a su vestuario. Entre cantos y festejos se fueron acercando.
En la puerta, parados los dos grandotes con pinta de patovicas de boliche bailable, no permitían pasar a nadie. El doctor Camacho ingresó con el referí al recinto, y allí estaba el Gaita, sentado en un banco, con la camiseta sudada y llena de tierra, los pelos mojados, porque lo habían rociado con agua de la canilla para que parezca transpirado, el pantalón corto, las medias a los tobillos y los botines desvencijados.
¡Hasta parecía cansado!
Camacho no lo podía creer, ¿pero… cómo? -dijo. Este nos es el que estaba jugando hace un rato.
- Cómo que no -dijo el Gaita demostrando una seguridad absoluta en sus palabras. Y resoplando agregó: Acabo de entrar al vestuario, lo que pasa es que estoy fusilado.
El árbitro con la ficha del jugador en una mano y la planilla del partido en la otra, empezó a mirar con mala cara a Camacho.
- Señor Presidente ¿qué me hace?, no quedan dudas que esta persona es la misma cuya foto está en la ficha -sentenció mostrando el documento que acreditaba al Gaita Fernández y coincidía con el casillero número tres, el mismo número de la camiseta que transpiró el Caballo adentro de la cancha, pero que ahora tenía puesta su primo, el Gaita.
Camacho, rojo de furia, no podía entender lo que estaba ocurriendo. Si él lo conocía al Caballo, pero claro las evidencias le jugaban en contra. Pegó un puñetazo a la vieja puerta de chapa del vestuario y se retiró, junto a los grandotes.
- ¡Cómo nos cagaron! -exclamó fuera de sí, mientras emprendía el regreso hacia su sector, insultando a diestra y siniestra.
Al Caballo Fernández lo vieron disparando por una de las calles laterales rumbo a su casa, sin camiseta.
Al llegar, se encontró con su padre, que podaba las acacias de la vereda. Viejo hincha del Deportivo don Dionisio Fernández, aunque ya no iba a la cancha.
- ¿Y, cómo salieron? -preguntó el padre.
El Caballo, algo agitado por la carrera y sin siquiera ponerse colorado, le contestó:
- ¡Ganamos dos a cero! Yo jugué un partidazo, pero mañana, ni en el diario voy a salir
(Mi agradecimiento a Ricardo por cederme este cuento para compartirlo con todos ustedes)
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