(PELÉ, al ver llorar a su padre, Dondinho, tras la derrota de Brasil ante Uruguay en la final de 1950)
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(PELÉ, al ver llorar a su padre, Dondinho, tras la derrota de Brasil ante Uruguay en la final de 1950)
(GEORGE BEST [1946-2005], célebre jugador irlandés opinando sobre el crack galo)
Joan Gamper, el primer crack del F.C. Barcelona
Desde que llegó a Barcelona, Joan Gamper se puso manos a la obra para favorecer el proceso de introducción del deporte en Catalunya. Con la constitución del Fútbol Club Barcelona se erigió en uno de los jugadores más talentosos y admirados dentro y fuera del terreno de juego. Al margen de su tarea presidencial fue un reconocido deportista caracterizado por un empuje e ilusión sin límites, virtudes todavía características de la entidad.
En pleno proceso de introducción en Catalunya de diferentes modalidades deportivas -entre ellas el fútbol- de la mano de ciudadanos extranjeros residentes en el país y de los catalanes que habían visitado otros países europeos, Joan Gamper, un joven suizo con una amplia trayectoria deportiva, llegó a la Ciudad Condal. Si bien inicialmente la estancia se preveía temporal, no tardó en sentirse bien acogido en medio de un círculo de amistades inglesas, escocesas y de catalanes residentes en Sant Gervasi de Cassolas. Con ellos prosiguió su trayectoria deportiva brillante que le había caracterizado más allá de nuestro territorio como un destacado sportman.
A pesar de que nació el 22 de Noviembre de 1877 en la ciudad suiza de Winterthur, fue en Zurich -donde se trasladó con su familia con tan sólo 7 años- donde inició su carrera deportiva. Tanto fue así que aún siendo adolescente ya sobresalía en numerosas carreras atléticas y ciclistas de su país.
En esta misma ciudad empezó a practicar el fútbol, configurándose como capitán del FC Excelsior y como fundador del FC Zurich. Poco antes de cruzar los Pirineos, Gamper se desplazó a la ciudad francesa de Lyon, donde siguió ampliando su palmarés deportivo tanto con respecto al fútbol -fue considerado uno de los mejores jugadores del FC Lyon- como el rugby.
Con una trayectoria como esta no es de extrañar que al poco de su llegada a Barcelona -entonces la ciudad más industrializada del país y un foco de concentración de ciudadanos extranjeros que se habían instalado por motivos laborales-, encabezara la creación de un team de football. Esta iniciativa se concretó, como es sabido, el 29 de Noviembre de 1899 con la constitución del Fútbol Club Barcelona y de la primera Junta directiva, en la cual Gamper se reservó las funciones de capitán del equipo.
Como jugador, el "campeón suizo", tal y como era considerado por el diario Los Deportes (22 de Octubre del 1899), acostumbraba a ocupar la posición de delantero centro. Desde el primer partido, jugado el 8 de Diciembre de 1899, destacó por sus calidades futbolísticas que le permitían, tal y como recoge La Vanguardia (9 de Diciembre de 1899), "en una de sus impetuosas salidas conducir la pelota al campo contrario", sin rehusar tareas de centrocampista o de corte defensivo.
Elogios constantes
En estos inicios de la entidad, a menudo difíciles, Joan Gamper se erigió como la auténtica alma del equipo, tanto por sus habilidades, deportividad y liderazgo en el terreno de juego, como por su carisma entre el creciente número de aficionados reunidos en torno al fútbol. En el transcurso de estos primeros años de existencia el FC Barcelona se fue consolidando en el panorama deportivo de la Ciudad Condal, gracias a unos éxitos deportivos que encabezó él mismo, considerado "sin duda alguna el mejor delantero de este país, además de combinaciones posee sus perfectos driblings", como se podía leer en Los Deportes (12 de Enero de 1902). Aun así, durante los años que estuvo en activo como jugador de fútbol, no dejó de practicar otras modalidades deportivas.
Así, al poco de la constitución de la entidad, la prensa hacía mención de su participación en una carrera atlética con motivo de la fiesta de la Sociedad Los Deportes -acabó en segunda posición- y de sus partidos de tenis en representación del Sportmen’s Club, a menudo acompañado de su buen amigo Udo Steinberg. Desgraciadamente Gamper decidió finalizar su trayectoria como futbolista en 1904 después de haber jugado 51 partidos y de haber marcado 120 goles con la camiseta azulgrana, meta hoy en día difícil de imaginar.
Con sólo seis años en Barcelona era considerado un auténtico crack del fútbol, distinguiéndose como el "maestro por antonomasia, el buen amigo, el jugador elegante, el distinguido capitán del Barcelona, insustituible durante mucho tiempo tanto por las simpatías de su personalidad cuanto por los merecimientos de su juego", en palabras de Los Deportes (19 de Julio de 1903).
En los años en que fue jugador del FC Barcelona Joan Gamper consiguió sembrar una semilla impregnada de los valores característicos del deporte moderno -deseo de triunfo, progreso, fair-play, competitividad- que se fue reforzando en el transcurso de sus presidencias y que ha caracterizado la entidad azulgrana hasta la actualidad.
(artículo de Sixte Abadia i Naudí, publicado en "Barça", revista oficial del F.C. Barcelona, número 20, Abril de 2006, pág. 54 y 55)
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Como muestra bien puede destacarse una actitud que el discutido técnico tuvo poco después que la Argentina igualara en dos tantos con Ecuador, como visitante, por la Copa América de 1983. Ese año el campeonato de selecciones sudamericanas se desarrollo por zonas y con partidos de "ida y vuelta" y no en un país que oficiara de sede, tal como aconteció en las últimas ediciones.
Tras el empate, Bilardo devolvió a la firma "Le Coq Sportif" -por ese entonces proveedora de la ropa deportiva de la selección- todos los pantaloncitos designados para el primer equipo, y pidió que se los cambiara por otros que poseyeran un bolsillo en la parte posterior.
"Quiero que cada jugador lleve allí dos o tres rodajas de limón" -se justificó el entrenador ante la prensa-, "cuando jugamos en Quito no tenían bolsillos, y Miguel Ángel Russo llevó pedazos de limones en dos bolsitas plásticas, que colocó junto a uno de los postes de Nery Pumpido y al lado del banderín de la media cancha".
Claro que el mediocampista albiceleste no contó con la "viveza" de los chicos alcanzapelotas, quienes desde el anonimato aportaron lo suyo para colaborar con el combinado nacional y, de paso, disfrutar de unos ricos y refrescantes trozos de cítricos.
"Cuando la altura empezó a secar las gargantas -prosiguió Bilardo-, todos pedían un pedazo de limón y no había más. Eso no volverá a pasar si tenemos bolsillos en los pantaloncitos".
Cabe destacar que en su primera época al frente de la selección Bilardo aún no contaba con los prácticos servicios del polifuncional masajista Miguel Di Lorenzo, popularmente conocido como "Galíndez".
(PAULO SILAS, ex futbolista brasileño, cuando jugaba en San Lorenzo de Almagro y militaba en los Atletas de Cristo)
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(LUIS SUÁREZ, ex futbolista español)
Que me quiten lo bailado (Antonio José Moreno Villa - España)
Casi se podía leer la marca del balón de lo templado del pase.
La vista fija en él, era la última oportunidad del partido.
El tiempo corría, corría casi al mismo ritmo que mi corazón.
No podía fallar, tenía todo a mi favor.
Mi gran estatura, mi portentoso salto y mi espectacular y certero remate.
El desmarque de mis compañeros me dejaba un gran pasillo arrastrando a toda la defensa.
En tan poco tiempo, todo parecía no querer tener fin.
En mi mente todo se ralentizaba pese a transcurrir a gran velocidad.
Siento tan cerca el balón que mi cuerpo se tensa y ya, cuando empiezo a elevarme en el aire, mi vista recorre la posición del portero, el balón que llega, los contrarios que parece que no se percatan de mi presencia.
Con todas mis fuerzas meto la cabeza, «zas», el impacto es espectacular, donde no puede llegar el portero.
El portero ni nadie.
La luz me nubla la vista, la luz y el golpe que me doy.
¿Dónde está el balón?, ¡no lo tengo claro!
¿Y los compañeros que me dibujaron el desmarque?
¡Qué hago yo empotrado en el aparador!, y los gritos.
Los gritos, los de mi mujer.
-Pardillo, qué, ¡otro partidito!, y qué, ¡entro o no entro!
Qué golpe, qué afición la mía.
Lo malo de estos sueños es al despertar cómo quedó el terreno de juego.
La alfombra verde es una manta donde nunca voy a caer, y la portería o el área, el armario o el aparador.
Que el delantero se quedó en el metro sesenta.
Que tengo vértigo a las alturas y no doy una patada a un bote.
Eso sí, en sueños y mientras no haya golpes.
Que me quiten lo bailado.
Repitiendo casos anteriores en el club, se decidió realizar un plebiscito, por el sí o por el no, para concretar el pase del cordobés, quien ya había sido goleador del torneo Nacional de 1974 (25 tantos en 25 cotejos) y del Metropolitano de 1976 (21 goles en 21 partidos).
El plebiscito se efectuó en un día laboral (fue un lunes) y entonces de los 40 mil socios habilitados para dar su opinión, solo votó un 4 por ciento. El cómputo final fue de 967 votos a favor de la transferencia y 228 por la negativa, con 2 votos en blanco y 2 anulados. De esa forma, Kempes pudo crecer económicamente y profesionalmente, dejando el mejor de los recuerdos en Rosario Central, porque tras 26 meses vistiendo la camiseta canalla, había logrado un total de 97 goles en partidos oficiales y 8 en Copa Libertadores.
A veces tienes un vecino ruidoso, y tienes que vivir con él, no puedes hacer nada ante eso, y ellos siguen haciendo ruido. Lo que puedes hacer, como hemos demostrado hoy, es continuar con tu vida, poner la televisión y subir el volumen un poco, mientras ves cómo los jugadores demuestran su mejor juego, y esa es la mejor respuesta de todas. (ALEX FERGUSON, DT del Manchester United)
(las voces de los entrenadores luego del vibrante y polémico clásico de Manchester disputado ayer y que se adjudicó el United por 4 a 3 con gol de Owen en el minuto 96)
(JORGE "Pipa" HIGUAÍN, ex futbolista y entrenador argentino, padre de Gonzalo y Federico)
Yo no bajo (Javier Elizalde Blasco - España)
En el último partido, disputado el 2 de Junio de ese año, le tocó enfrentar a su clásico rival, Rosario Central, que actuó en calidad de local.
El empate 2 a 2 fue suficiente para que los "leprosos" se quedaran con la alegría y los "canallas" con toda la tristeza al no poder estropearles la fiesta a sus acérrimos adversarios.
La síntesis de ese partido inolvidable para los rojinegros fue la siguiente:
Rosario Central (2): Biasutto; Jorge González, Arias, Burgos y Cornero; Solari, Aimar y Zavagno; Bóveda, Cabral y Carril.
Newell's Old Boys (2): Carrasco; Rebottaro, Pavoni, Capurro y Barreiro; Berta, Picerni y Zanabria; Santamaría, Obberti (Ribecca) y Rocha (Magán).
Árbitro: Humberto Dellacasa
Goles: Arias (RC), de penal, en el cierre del primer tiempo; 24 del segundo Aimar (RC), 26' Capurro (NOB) y 36' Zanabria (NOB).
El partido, a dos minutos de su finalización, debió ser suspendido al ser invadida la cancha por parte de hinchas de Newell's, quienes anticiparon la vuelta olímpica.
Igualmente, el empate fue confirmado por la AFA, oficializando el título de campeón al rojinegro y marcadando a fuego para siempre en la memoria del pueblo “leproso” esa primera estrella conseguida a través del inolvidable zurdazo de Marito Zanabria.
(FÉLIX DANIEL FRASCARA [1907-1962], recordado maestro de periodistas argentinos)
(THIERRY HENRY, internacional francés, opinando sobre Lionel Messi -2008-)
Tal vez mañana (Nuria Barral - España)
Acabo de llegar con el equipo al hotel de concentración. Mañana se supone que es el gran día, o al menos así lo esperan todos... todos menos yo. En el fondo me da igual. ¡Qué más dará ganar o no la Copa de Europa! ¡Otra más! Ya ni recuerdo cuántas tiene este equipo. Casi, casi, sería más noticia perder que ganar. Pero a mí ya me da igual. ¿Mi vida va a cambiar dependiendo del resultado? No. Ojalá cambiase de verdad.
Pase lo que pase soy consciente de que voy a seguir siendo el mismo, el mejor futbolista del año, el mejor del equipo. De no lograr la Liga de Campeones no me criticarían... Los he salvado en muchas ocasiones. Me adoran: prensa, afición, amigos, familia y mi esposa. Ella siempre está ahí. Lleva cinco años conmigo y es lo mejor que me ha podido pasar. Y es que sabe exactamente lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir en la forma y momento adecuados. Es la chica perfecta para alguien como yo, para una estrella como yo. Nunca tiene una mala cara, un mal gesto... ni un reproche.
Ella siempre controla la situación, pero yo no. Sólo controlo cuando juego. Sobre el terreno de juego me siento libre, no tengo secretos para el balón y me entrego en cuerpo y alma, sabedor de que si remato bien la faena la afición me querrá, los rivales me admirarán, la prensa me alabará y yo seré feliz. Sin embargo, cuando el árbitro pita el final de cada partido llega el engaño.
A partir de ese momento, odio no poder comportarme como soy. ¿Por qué me escondo?, ¿por qué no puedo ser libre como...? No puedo más. Quiero vivir la vida que deseo. Lo he pensado muy detenidamente y creo que mañana podría ser un buen día para anunciarlo pero... ¿por qué tengo que hacerlo público, acaso soy un bicho raro? El hecho de que no pueda llegar nunca a querer a mi mujer ni a ninguna otra, no es pecado. Dios, ¡¡¡ayúdame!!!
¿Qué pensarán mis compañeros de equipo? El presi ya lo sabe y no le ha hecho ni pizca de gracia, fue muy claro el día que se enteró. ¿Y la gente? Supongo que habrá opiniones para todos los gustos pero ya me estoy imaginando las pancartas reluciendo en el Fondo Sur del estadio.
Y ella... ella no merece pasar por esto después de lo bien que se está portando. Y me angustia pensar en el dolor de mi familia, siempre tan discreta. No quiero lastimar a los míos pero necesito sentirme bien... Pero ¿qué estoy diciendo? No voy a tener valor, soy un cobarde... Dios, si no lo hago yo, ¿quién lo hará?, ¿la prensa? ¡¡¡Ah, esos carroñeros disfrutarán a mi costa!!!
Bueno, no sé. A lo mejor no me maltratarán tanto, digo yo que los tiempos han cambiado, todo el mundo lo entendería; sin embargo... aquí, ¿qué hay que entender? Mañana prefiero tener que marcar un penalti decisivo, en el último minuto, con todo el estadio al borde del infarto, que este fuego que me está quemando por dentro.
¿Por qué no puedo hacer algo que quiero, qué me lo impide? TODO, me lo impide TODO. No sé qué hacer. ¡¡¡Maldita educación que me hace verme como a un auténtico soldado sin armas!!!
Soy inocente, no he hecho nada... Pero mañana seré culpable. Lo he decidido. Será justo después de levantar la décima Liga de Campeones. La que nos acredite como el mejor equipo del Viejo Continente. ¿Qué importa que en vez de hablar de la victoria se hable de mí? No sería tan trascendental. Ya son 10 Copas de Europa, porque a una no se le haga caso, no va a pasar nada... pero la afición no lo merece.
Estoy acostumbrado a ser el protagonista pero tanto, tanto, tanto... no sé si estoy preparado.
Creo que mañana será un día grande, aunque todavía no tengo muy claro por qué lo será.
El fútbol tiene tics conservadores y autoritarios, tal vez porque es un juego primario, con un punto de brutalidad evidente. Alguien que pretenda reflexionar sobre el fenómeno del fútbol no tiene buena aceptación. Por otra parte, yo poseo una gran facilidad para hacer amigos y enemigos. Sin darme cuenta siempre me veo metido en medio de dos trincheras.
¿Qué le molesta más, que le llamen cursi, rojo o sudaca?
Sin duda, sudaca. El término es despectivo. Le contaré una historia de Lángara que a mi me gusta mucho. Lángara fue un futbolista vasco, republicano, que tuvo que exiliarse y fue a parar a la Argentina. El día de su debut en San Lorenzo de Almagro metió tres goles, y toda la hinchada le gritó "vasco, vasco, vasco". Bueno, pues entre ese "vasco, vasco, vasco" y el "indio, indio, indio" con que nos reciben aquí a los sudamericanos, hay una diferencia donde cabe toda la injusticia inimaginable.
¿Sigue siendo un ídolo, Maradona?
Es un personaje al que mucha gente quiere imitar, un personaje polémico, amado, odiado, que provoca gran convulsión social, sobre todo en Argentina... El error está en poner el acento sobre su vida privada. Maradona es incomparable dentro de un campo de juego, pero también ha convertido en espectáculo su vida.
(Fragmento de una entrevista a Jorge Valdano, publicada en el Diario “El Mundo” de Madrid)
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Con este ejemplo, el fútbol mundial se ha vuelto oficialmente pícaro, además de violento e hipócrita, con el patrocinio de todos los medios de comunicación, amén de los jueces en el campo de juego y de los jerarcas de la patada.
(SERGIO SAVIANE (1923-2001), escritor y periodista italiano en "L'Espresso", 21 de Abril de 1989, tres años después del gol con la mano de Maradona contra Inglaterra en el Mundial 1986)
(MILENE DOMINGUES, modelo y ex futbolista brasileña, ex esposa de Ronaldo, de quien hace referencia en esta frase que data de 2002)
Arde la ciudad (La Mancha de Rolando - Argentina)
Allí fue cuando se descubrió el primer futbolista cuyos análisis de orina dieron positivo. Se trató del defensor haitiano Ernst Jean-Joseph (foto), quien inmediatamente, quedó marginado del certamen.
Fue el Mundial que ganó el dueño de casa, Alemania, tras vencer en la final a la asombrosa Holanda de Johan Cruyff por 2 a 1, anotando el tanto decisivo Gerd Müller, frustrando a la ‘Naranja mecánica’.
Pero ese inolvidable torneo Mundial presentó otra originalidad en su desarrollo: participaron 16 equipos, distribuidos en 4 grupos.
Por primera vez se instaló un sistema en el cual desaparecieron las fases de cuartos de final y semifinales.
Para el paso a la segunda ronda, quedaron los 8 mejores de la primera fase (el 1º y el 2º de cada grupo) jugando todos contra todos, repartidos en grupos de 4 equipos. El ganador de cada grupo fue a la final y los segundos disputaron la tercera y cuarta posición.
En el Mundial de Alemania de 1974, la Argentina integró el Grupo A con los representativos de Polonia, Italia y Haití.
Argentina perdió en el debut ante Polonia por 3 a 2, igualó ante Italia 1 a 1 y recién derrotó a Haití por 4 a 1. Así, se clasificó.
En la ronda posterior, nuestro seleccionado perdió contra Holanda por 4 a 0 (había sufrido una goleada similar, 4 a 1, en un amistoso previo a la copa con ese mismo equipo), cayó ante Brasil 2 a 1, para cerrar su participación con un empate frente a Alemania Democrática en un tanto.
(JORGE LUIS BORGES [1899-1986], célebre escritor argentino, uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX)
(JOSEPH S. BLATTER, presidente de la FIFA)
El culto al fútbol
Todo ello se ha venido abajo cuando el libro ha entrado en decadencia. Frente a la indiscutida supremacía de la cultura escrita ha emergido la poderosa cultura audiovisual y el actual patrón de valor lo constituye el espectáculo. No en exclusiva, necesariamente, pero de manera importante, creciente y sobresaliente. De ese modo, incluso el teatro de toda la vida ha pasado de promover el texto a la performance, de la escritura al movimiento y de la meditación al impacto.
En contraste con la cultura propia del libro, que requería aplicación e intensidad en la atención, la cultura audiovisual reclama extroversión y extensividad sensorial ante el panorama. Leer evoca una acción con profundidad para descodificar apropiadamente los garabatos, pero las pantallas o los panoramas se corresponden con una recepción en superficie. La cultura del libro es del orden del silencio mientras que la audiovisual pertenece a la naturaleza del estruendo. O bien, el clamor de la muchedumbre en la grada constituye el revés de la callada lectura en el gabinete solitario.
La cultura del libro, en fin, es de máxima concentración y la audiovisual de expansión máxima. Igualmente, el escenario amplio abierto sustituye a la encuadernación estricta y la intemperie del campo al confinamiento. De este modo diverso, a una cultura suave sucede otra agitada. A una insignia del saber culto, expresado por antonomasia durante siglos en el sigilo del libro, se superpone el ruidoso saber de la cultura pop democratizada y extendida en la sociedad del espectáculo.
Para casi todo aquel sujeto conspicuamente adiestrado en la etapa precedente el fútbol significa, a menudo, lo inculto. Pero el fútbol será, en este sentido, inculto sólo en la medida en que no se parezca en nada a la significación del saber libresco ni se avenga con sus santuarios. Será inculto -y anticultural- para aquellos feligreses del reino cultural anterior pero para la nueva época, saturada de saber audiovisual y ejercitada en la cultura de superficies, el fútbol representará no sólo un fenómeno propio de la cultura imperante sino, como hacen saber los millones de aficionados en todo el mundo, una muestra suprema de la nueva experiencia culturizada. El culto al fútbol.
(Vicente Verdú [Elche, 1942] es autor de “El fútbol, mitos, ritos y símbolos”, Alianza Editorial, 1981).
El partido, realizado en horario nocturno, resultó una de las mayores goleadas de nuestra selección ante los paraguayos: ¡8 a 1! Fue una jornada en la que brillaron Luis Artime (autor de 4 tantos) y, especialmente, Ermindo Onega, quien fue imparable y convirtió un gol antológico, tras eludir a 5 adversarios.
Las crónicas de la época registraron una excepcional producción de Argentina, integradas por futbolistas que serían la base del equipo que intervendría en la Copa del Mundo de 1966 en Inglaterra, como Roma, Albrecht, Marzolini, Rattín y Onega, entre otros.
Bajo el arbitraje del argentino Miguel Ángel Comesaña, en aquel diciembre del '64 los nuestros alinearon así: Roma; Vázquez, Ramos Delgado, Albrecht (Madero) y Marzolini (Leonardi); Prospitti, Rattín (Telch) y Onega; Luna, Artime y Bielli. El director técnico fue José María Minella. Los goles argentinos fueron anotados por Artime (a los 5, 29, 79 y 85m.), Onega (12 y 90m.) y Prospitti (43 y 81m.) Inolvidable.
(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista, entrenador, comentarista de TV y psicólogo social argentino)
(VÍCTOR HUGO MORALES, relator y periodista uruguayo)
Jugar con una ‘Tango’ es algo mucho más difícil de lo que a primera vista se podría suponer (Eduardo Sacheri - Argentina)
Tal vez para los grandes, con esa facilidad que suelen tener para las simplificaciones abusivas, los dos barrios eran uno solo. Tal vez para los grandes, con su indolencia, su falta de perspectiva, su desatención por los detalles esenciales, la cuadra nuestra, la ochava de nuestras felonías, formaba con las manzanas de alrededor un único barrio.
Pero para nosotros, con la claridad diáfana que tienen las cosas cuando uno es chico, los barrios eran dos, el nuestro y el de ellos: esos pibes que vivían a la vuelta. El nuestro eran cuatro cuadras, dos por una calle y dos por la otra. El barrio era esa cruz perfecta que formaban esas veredas simétricas y nuestras, absolutamente nuestras. A la vuelta estaban ellos, pero a la vuelta, y eso era muy lejos. Tan lejos que ese era el barrio de ellos.
Cuando teníamos ocho, nueve a lo sumo, la autonomía de nuestro vuelo aventurero era escasa. Las madres exigían, todavía, la molesta condición de poder vernos al asomarse a la vereda. De modo que la vuelta, o sea el mundo, el universo, quedaba todavía prohibitivamente lejos. Pero a los once, a los doce, las madres ya empiezan a resignarse a salir a la vereda y a no vernos, a confiar en el Espíritu Santo, a aceptar el dolor y la angustia de sabernos a la vuelta, o a la vuelta de la vuelta, o vaya a saber dónde. Como mucho pueden exigir el retorno a la hora de la leche, a más tardar. Pero no pueden pretender, Dios nos libre, que uno siga en la vereda propia, o en la cuadra de casa, habiendo tanto mundo más allá esperándonos. Cuando uno tiene ocho, o tiene nueve, vaya y pase. Pero a los once, la cosa cambia, y cambia para siempre.
En una de esas recorridas, bicicleta mediante, ahí nomás de nuestro propio mundo, aparecieron ellos. Estaban sentados en la vereda, contra una de esas casas que eran las de ellos, dejando pasar la vida. Eran seis o siete, como nosotros. Se repartían el fondo de una botella de agua. Se veían sudados y sedientos. En la calle perduraban los cascotes de los arcos. Evidentemente acababan de jugar al fútbol.
El ser humano es un bicho dado al desafío, a la competencia. Supongo que fue por eso que alguno de nosotros, alguno de los más osados y pendencieros (seguro que no fui yo, siempre tan tímido) frenó la bici, apoyó un pie en el cordón y se los quedó mirando. Los demás lo habremos imitado, obedeciendo a ese reflejo solidario que en la niñez funciona a la perfección y que con los años se va, tristemente, anquilosando.
Primero habrán sido unas preguntas tiradas al voleo y contestadas con evasivas. Que de dónde eran, que de dónde éramos. Que cuántos eran en su barrio, que cuántos en el nuestro. Que de qué cuadro éramos hinchas, que de qué cuadro eran ellos. Que si sabían jugar, que si nosotros sabíamos. Después uno de ellos se habrá ufanado de alguna victoria memorable, contra otro barrio tan distante como temible y misterioso. Algún lenguaraz de los nuestros habrá replicado con una hazaña aún más espeluznante. Habrá habido un cruce de miradas, alguna seña sólo perceptible para entendidos. Y el desafío habrá partido por fin de uno de los frentes, como una lanza en llamas, clavada ante la tribu rival y belicosa.
Ellos se miraron con cara de experimentados, de gente ducha en estos temas. Acordaron la fecha como dudando, como dando a entender que eran tipos muy ocupados. Supongo que, enroscados en sus propias mentiras y en sus respectivas alucinaciones, no notaron el temblor de algunas de nuestras voces, las caras de pánico de los más chicos, las miradas urgentes de los menos osados. Ellos pusieron una sola condición: ponían la cancha y la pelota. Nosotros, pobres ingenuos, torpes incautos, aceptamos.
El día fijado fuimos a pie: uno no puede jugar un desafío y mirar cada dos minutos la pila de bicis a ver si siguen donde uno las ha dejado: las distracciones pueden ser fatales, tanto porque te roben una bici como porque te metan un gol estúpido. La primera sorpresa fue la cancha. Ellos nos esperaban en la vereda de la vez pasada, pero no tenían armados los arcos en la calle. Cuando preguntamos, señalaron con calculada indolencia el paredón legendario de la canchita de la calle Buchardo. Nos miramos azorados. Decir en nuestra niñez “la canchita de Buchardo” era como decir “jugamos acá, en el Maracaná”, o “pasen, el desafío es en el estadio de Wembley”.
Era un baldío enorme, cerrado a la gilada por un paredón alto de ladrillo a la vista. El único acceso posible era a través del jardín del vecino. Vecino que se entretenía en golpear el vidrio de su ventana, en medio de agresivas gesticulaciones, las pocas veces que teníamos la valentía de pararnos siquiera a pispear un poco el asunto. Porque esa cancha, que tenía arcos de madera y todo, y que tenía hasta manchones de pasto en las esquinas, la usaban los grandes, jamás los chicos. Uno de esos grandes, que jugaban los fines de semana, era ese celoso cancerbero que nos echaba a las patadas. Lo que ignorábamos, y que descubrimos recién el día del desafío, era que el capitán de ellos era sobrino del terrible ogro de la casa contigua, y que los días de semana tenían libre acceso a ese estadio bellísimo.
Caminamos la media cuadra dándonos valor con la mirada, ocultando celosamente que jamás en la vida habíamos jugado en una cancha en serio. Entramos al jardín del vecino como quien atraviesa a ciegas un campo minado, esperando el terrible momento del estallido, de la cortina corrida, de los golpes furiosos en el vidrio, del rajen de acá mocosos del demonio. Pero nada pasó. O no estaba, o su sobrino lo había puesto sobre aviso. Saltamos por fin la pared por la parte más baja, íbamos cayendo con un ruido seco en la tierra prometida, un ruido que jamás hube de olvidar, y que supongo que los demás tampoco olvidaron. Un ruido que sonaba a misterio, a iniciación, a ultraje y a aventura.
El miedo nos volvió a ganar cuando los vimos abrir las bolsas que traían bajo el brazo. Eran botines. Los sacaron con gesto displicente, pero a sabiendas de nuestro pasmo inevitable. Porque nosotros, más allá de nuestras bravuconadas, éramos gente de jugar en el asfalto. Y uno, en la calle, juega en zapatillas. Y encima con zapatillas viejas, con esas ‘Flecha’ que nuestra madre nos ha cedido para que las terminemos de deshilachar, de destruir y de enmugrecer en esas tareas inútiles. Esas que tienen la tela totalmente descosida de la puntera de goma. Esas con las que hay que tener cuidado de que no se salgan los dedos por el agujero, cuando uno le pega a la pelota. Y van estos tipos y sacan los botines negros, relucientes, con esos tapones amenazantes, tan útiles para pegar de puntín como para arruinarle la pantorrilla a un pobre contrario indefenso.
Yo, calentón como fui siempre, les hice notar que nosotros jugábamos todos en zapatillas, y que con los botines iban a lastimarnos. Pero con cara de inocencia dijeron que nadie les había dicho nada, y que ellos jugaban siempre así, como se juega de verdad, y que lo del otro día en la calle había sido un entrenamiento. Con la sensación de ser un cavernícola analfabeto me callé la boca y me volví hacia los míos, buscando algo de confianza. Pero todos estaban demasiado asustados.
Lo peor vino después. Traían la pelota en una bolsa grande de ‘Casa Tía’. Era una bolsa enorme, blanca, y no se veía nada adentro. La llevaba un gordito pecoso y flequilludo. Con gesto grandilocuente la levantaron, la tomaron por abajo y soltaron las manijas. La bolsa se inclinó, abrió su boca misteriosa, y escupió una pelota Tango. Aquello era demasiado: la cancha de tierra con arcos de madera vaya y pase. Eso de los rivales provistos de botines ya era todo un riesgo. Pero una Tango original, que picó tres veces hasta quedar mansita en el mediocampo, eso era inaceptable. Nosotros -que jugábamos con una número cinco chiquita, de gajos alargados blancos y negros, que tendía más al óvalo que a la esfera, que picaba para el demonio, a la que había que engrasar primorosamente con la grasa sobrante del churrasco-, habíamos visto la Tango por la tele, en el Mundial 78; y después en la vidriera de la Proveeduría Deportiva. Pero en nuestro barrio ése era un objeto desconocido. Y van estos tipos y la sacan ahí, como si tal cosa, como si fuera algo de todos los días.
Ahí Felipe protestó, que “cómo no la tenían el otro día, en la vereda, cuando los vimos la primera vez”. El capitán de ellos, Walter creo que se llamaba, se aproximó con la Tango entre las manos, y nos habló en un tono peyorativamente didáctico, como si se dirigiera a una manga de infradotados. Nos dijo que, como era evidente, esa pelota tenía un plástico recubriendo el cuero, que hacía imposible su uso en la calle salvo que uno quisiera arruinarla, y que como ellos jugaban siempre en canchas de pasto, o de tierra a lo sumo, no se habían imaginado que nosotros pensáramos jugar con una pelota común y corriente. Gustavo tuvo entonces el tino de esconder la nuestra, miserable, debajo de una campera.
Nosotros nos quedamos mirándola como tarados. Encima era naranja debido a que, según transigió en informarnos, el padre del chico se la había traído de Europa porque era piloto de Aerolíneas, y allá la pintaban de naranja para poder jugar en medio de la nieve sin perderla de vista.
Cuando empezó el partido corroboramos, con angustia, nuestro palpito que una Tango no tenía nada que ver con el resto de las pelotas existentes en el universo. Por empezar, picaba el doble. No conseguíamos bajarla ni a los tiros. Saltaba en cada piedrita de la cancha, cambiaba de rumbo y nos dejaba pagando. Aparte dolía de lo lindo. A mí me tiraron dos o tres pelotazos que me dejaron las manos rotas, y eso que jugaba con guantes (unos de lana, ya jubilados del colegio).
El que más sufría era Gustavo, nuestro crack, que en lugar de patear de puntín, como el resto de nosotros, lo hacía de chanfle, o acariciando el balón con el empeine. Al rato de empezar le dolían los pies hasta los tobillos. Esas zapatillas nuestras eran absolutamente inapropiadas para patear semejante cascote. Además estaba el tamaño. Nuestra número cinco era una especie de prima pobre y escuálida, que apenas debía superar la mitad de la circunferencia de aquella enormidad anaranjada y con lustrosos vivos negros. Lo dura que sería que Gustavo tuvo la inconciencia de cabecearla en un centro, y quedó medio tarado un buen rato hasta que se le pasó el mareo (si hasta me acuerdo que le quedó la frente toda colorada).
Lo que más bronca nos daba era que ellos eran tan burros como nosotros. Pero con los botines ponían pata fuerte, y nosotros sacábamos el pie por precaución, y perdíamos todos los balones divididos. Y con la Tango nos tenían a maltraer. No hilvanábamos dos pases seguidos como la gente. Nos metieron un gol estúpido: me tiraron un chumbazo a quemarropa, y la muñeca me dolió tanto que se me dobló la mano (para colmo yo no lograba hacerme a la idea de atajar con palos de verdad, a qué negarlo).
Nos iban ganando uno a cero con ese gol mugroso, y en cualquier momento iban a embocarnos otro, eso era seguro.
Pero gracias a Dios, y en medio de nuestra adversidad tumultuosa, Adrián tuvo un rapto de inspiración mística. Empezó a los gritos a llamarlo a Miguelito, que ya había pegado el estirón y nos llevaba como dos cabezas. Ese día andaba más caliente que nadie, porque todavía no se acostumbraba a sus nuevas dimensiones, y ese balón endemoniado lo tenía más mareado que al común de nosotros. Así que Adrián le habló algo al oído, y el otro sonrió con placer, como sopesando la idea, como paladeando por anticipado una venganza que se sabe tan justa como inolvidable.
Yo, desde el arco, entendí poco y nada, hasta que vino un despeje desde el área de ellos, y Miguel se perfiló para pegarle de zurda. Miguel era, con la pelota en los pies, y como ya dije, un poco más espantoso que la mayoría de nosotros. Pero tenía la rara virtud de pegarle como con un fierro. La Tango venía picando casi mansita, como pidiendo permiso para seguir unos metros. Miguel se afirmó con la derecha, se inclinó levemente, y le pegó un chumbazo descomunal. La Tango salió como un bólido, como un meteorito en reversa rumbo al cielo. Pasó el paredón no por el lado de la calle (nuestro arco era el que daba a la vereda) sino por los fondos que daban a una casa vieja y sombría.
En los laterales, donde el paredón también era medianera, había un lindo alambrado como de dos metros de alto, porque estaba cerca de las líneas de la cancha, y el riesgo de tirarla afuera era evidente. Pero detrás del arco de ellos, del lado de la casa aquélla, quedaban todavía como treinta metros de terreno, lleno de malezas y arbustos y árboles petisos, que hacían suponer que la pelota jamás superaría el límite del predio por ese lado. De modo que cuando Miguelito le pegó ese chumbazo histórico la Tango subió a los cielos, superó por amplio margen el travesaño de ellos, sobrevoló dos limoneros apestados y unas cañas de esas que nunca faltan en los baldíos, planeó sobre el yuyal y sobre la hiedra, y se perdió en el misterio del más allá, con un ruido a chapas de lo más espeluznante.
El dueño de la pelota, que aparte de ser un gordito paliducho y pecoso nos había demostrado que de fútbol sabía lo que yo de astronomía, no pudo reprimir un grito de terror, y los suyos se miraron consternados. Nosotros pusimos cara de compungidos, atravesamos con ellos el yuyal, y hasta les hicimos pie para que se asomaran por encima de la tapia. No había caso: la pelota descansaba en un patio de lajas, y el ruido a chapa se había producido cuando la Tango había golpeado contra la puerta de hierro que desde la cocina daba a ese patio.
Por suerte para nosotros, eran las tres de la tarde. Tocarle el timbre a un extraño para pedirle una pelota es una tarea ardua y peligrosa a cualquier hora del día. Pero a la hora de la siesta, es directamente concurrir por propia voluntad al patíbulo. Nosotros lo sabíamos, y ellos también. El gordito traslúcido intentó despertar el espíritu de cuerpo de los suyos para que lo acompañaran, pero fue en vano. Contestaron, en medio de evasivas, que más tarde a lo mejor, pero que ahora, en plena siesta, ni mamados.
Con cara de circunstancia Alejandro declaró que era una lástima, una barbaridad, pero que íbamos a tener que seguir con otra pelota. Ellos se miraron y asintieron. Dijeron que no tenían ninguna otra a mano. Yo sabía que mentían, porque había visto de refilón la azul y roja, linda también, con la que habían jugado el otro día en la calle. Pero se ve que tenían un miedo atroz de que Miguelito, zapatazo mediante, la colgara en un vuelo sideral de la misma especie, y la enviara sin escalas a hacerle compañía a la Tango anaranjada. Alejandro, como si hubiese recordado súbitamente, se golpeó la frente y dijo que nosotros teníamos una. Aclaró, con tono de singular franqueza, que no tenía nada que ver con la que Miguelito acababa de colgar. Pero que, a falta de una mejor...
Ellos se apuraron a decirnos que sí. Alejandro mismo fue hasta detrás del arco y sacó nuestra pelota de abajo de la pila de camperas. Yo me acuerdo que nunca la vi tan linda, con sus gajos grises de tan despintados, con el olor rancio de la grasa cuidadosamente embadurnada, con ese par de protuberancias que la alejaban indefectiblemente de la esfericidad, con la marca indeleble en birome azul en el lugar de la válvula, entre las costuras, hecha para evitar chambonadas trágicas a la hora de inflarla. Porque ahí la cosa era distinta. Todo era cuestión de pegar unos cuantos puntinazos bien al ras del piso, de modo tal que entre las piedras que encontrara en el camino, y el azar de sus tumbos ovalados, a cualquier arquero se le escaparan dos o tres de ésas y a cobrar. Todo era cuestión de apretar los dientes y soportar a pie firme un par de taponazos en nuestras pantorrillas indefensas. Al fin y al cabo, uno a los doce tiene que ir aprendiendo a hacerse hombre.
Ganamos tres a dos, y fue una fiesta. Sobre todo porque ellos, humillados, nos pidieron la revancha para la semana siguiente. Nosotros pusimos cara de gente ocupada, de tipos abrumados por un montón de compromisos. Quedamos en volver a hablar recién el mes siguiente, porque argüimos estar tapados de desafíos contra los del Club Argentino, los de la canchita de “Tienda Presente”, los de la Triangular de Segunda Rivadavia, y otros cotejos tan severos como ineludibles. Después nos enteramos de que recuperaron la Tango, y de que lo hicieron a través de los buenos oficios que interpusieron dos de los padres de ellos ante el anciano propietario de la casa sombría, tan venerable como remiso a las devoluciones. Pese al hallazgo, no nos alarmamos. La revancha sería en el barrio nuestro. Y de locales, la cosa iba a ser en la calle. Y en la calle con los botines no podés jugar. Aparte, como los palos son dos cascotes, podés discutir de lo lindo cada pelotazo que pase cerca de los arcos, sobre todo si Miguelito juega de tu lado. Y sobre todo, en la calle la Tango no se usa porque se arruina, se moja en los charcos de los cordones, se le despelleja el plastiquito y te la puede aplastar cualquier colectivo. Y nadie va a correr semejante riesgo, ni siquiera siendo un gordito platudo con un padre en Aerolíneas.
Porque una Tango es muy linda y muy canchera, pero sale un ojo de la cara.
(tomado del excelente libro “Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol”, Ed. Galerna, 2000)
Algunos historiadores señalan que, en los terrenos que hoy ocupa el Planetario, se desarrolló el primer partido informal entre marineros ingleses de dos barcos cargueros. Los equipos se diferenciaban por gorritos de colores; azules para unos y rojos para los otros.
Fue un simple ‘picado’, como muestra de un deporte que “esos ingleses locos” traían a estas tierras, que con el tiempo llegaría a convertirse en pasión.
Pero recién el 20 de Junio de 1867, en el elegante Buenos Aires Cricket Club, se disputó el primer partido con bases reglamentarias, aunque cada equipo estaba integrado sólo por 8 jugadores, algunos de los cuales jugaron con pantalones largos porque había damas presenciando el espectáculo.
Años más tarde, el fútbol llegó con fuerza al interior del país, organizándose torneos para luego conformarse improvisadas selecciones provinciales. Al respecto, el primer encuentro interprovincial, lo disputaron un representativo de Salta y otro de Jujuy.
Los jugadores y acompañantes salteños hicieron a pie los 96 kilómetros que los separaban de la capital jujeña. Sin embargo, pese al cansancio, al otro día jugaron y ganaron ¡6 a 0! Una verdadera hazaña. Eso sí, recibieron de premio, para el regreso a Salta, boletos para viajar en tren.
(ALEJANDRO SABELLA, ex jugador y entrenador argentino, Revista “La Maga” Nº 2, Enero/Febrero 1994, pág. 56)