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Pienso que la impresión que queda de un entrenador que se pasa los noventa minutos dando indicaciones desde el borde de la cancha es que durante la semana no hizo nada.

(JORGE "Pipa" HIGUAÍN, ex futbolista y entrenador argentino, padre de Gonzalo y Federico)

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Yo no bajo (Javier Elizalde Blasco - España)

* dedicado al Club Atlético Osasuna


Se ha ido enraizando en la tierra
de los campos de primera,
rojo intenso es el color
que luce la brava flor.

Hay algunos que la pisan
pues la quieren ver marchita,
que se vayan al carajo,
que lo sepan: yo no bajo.

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La primera vuelta olímpica en el fútbol grande de Newell's Old Boys de Rosario, fue al ganar el torneo Metropolitano de 1974.
En el último partido, disputado el 2 de Junio de ese año, le tocó enfrentar a su clásico rival, Rosario Central, que actuó en calidad de local.
El empate 2 a 2 fue suficiente para que los "leprosos" se quedaran con la alegría y los "canallas" con toda la tristeza al no poder estropearles la fiesta a sus acérrimos adversarios.
La síntesis de ese partido inolvidable para los rojinegros fue la siguiente:
Rosario Central (2): Biasutto; Jorge González, Arias, Burgos y Cornero; Solari, Aimar y Zavagno; Bóveda, Cabral y Carril.
Newell's Old Boys (2): Carrasco; Rebottaro, Pavoni, Capurro y Barreiro; Berta, Picerni y Zanabria; Santamaría, Obberti (Ribecca) y Rocha (Magán).
Árbitro: Humberto Dellacasa
Goles: Arias (RC), de penal, en el cierre del primer tiempo; 24 del segundo Aimar (RC), 26' Capurro (NOB) y 36' Zanabria (NOB).
El partido, a dos minutos de su finalización, debió ser suspendido al ser invadida la cancha por parte de hinchas de Newell's, quienes anticiparon la vuelta olímpica.
Igualmente, el empate fue confirmado por la AFA, oficializando el título de campeón al rojinegro y marcadando a fuego para siempre en la memoria del pueblo “leproso” esa primera estrella conseguida a través del inolvidable zurdazo de Marito Zanabria.

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Entre 1940 y 1948 teníamos tanta cantidad y calidad en materia de atacantes que se discutía entre Pontoni y Pedernera, Martino y Moreno, el Chueco García y Loustau. Eran tiempos de vacas gordas. No se ganaba siempre, pero ¡cómo jugaban! Ahora, llegó el tiempo de las vacas flacas.

(FÉLIX DANIEL FRASCARA [1907-1962], recordado maestro de periodistas argentinos)

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Messi hará lo que quiera con su carrera. Hace jugadas que normalmente un jugador logra a los 25, 26 ó 27 años. En 10 años podré decir que yo jugué con Messi. Un jugador como él no es normal.

(THIERRY HENRY, internacional francés, opinando sobre Lionel Messi -2008-)

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Tal vez mañana (Nuria Barral - España)


QUERIDO DIARIO:

Acabo de llegar con el equipo al hotel de concentración. Mañana se supone que es el gran día, o al menos así lo esperan todos... todos menos yo. En el fondo me da igual. ¡Qué más dará ganar o no la Copa de Europa! ¡Otra más! Ya ni recuerdo cuántas tiene este equipo. Casi, casi, sería más noticia perder que ganar. Pero a mí ya me da igual. ¿Mi vida va a cambiar dependiendo del resultado? No. Ojalá cambiase de verdad.

Pase lo que pase soy consciente de que voy a seguir siendo el mismo, el mejor futbolista del año, el mejor del equipo. De no lograr la Liga de Campeones no me criticarían... Los he salvado en muchas ocasiones. Me adoran: prensa, afición, amigos, familia y mi esposa. Ella siempre está ahí. Lleva cinco años conmigo y es lo mejor que me ha podido pasar. Y es que sabe exactamente lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir en la forma y momento adecuados. Es la chica perfecta para alguien como yo, para una estrella como yo. Nunca tiene una mala cara, un mal gesto... ni un reproche.

Ella siempre controla la situación, pero yo no. Sólo controlo cuando juego. Sobre el terreno de juego me siento libre, no tengo secretos para el balón y me entrego en cuerpo y alma, sabedor de que si remato bien la faena la afición me querrá, los rivales me admirarán, la prensa me alabará y yo seré feliz. Sin embargo, cuando el árbitro pita el final de cada partido llega el engaño.

A partir de ese momento, odio no poder comportarme como soy. ¿Por qué me escondo?, ¿por qué no puedo ser libre como...? No puedo más. Quiero vivir la vida que deseo. Lo he pensado muy detenidamente y creo que mañana podría ser un buen día para anunciarlo pero... ¿por qué tengo que hacerlo público, acaso soy un bicho raro? El hecho de que no pueda llegar nunca a querer a mi mujer ni a ninguna otra, no es pecado. Dios, ¡¡¡ayúdame!!!

¿Qué pensarán mis compañeros de equipo? El presi ya lo sabe y no le ha hecho ni pizca de gracia, fue muy claro el día que se enteró. ¿Y la gente? Supongo que habrá opiniones para todos los gustos pero ya me estoy imaginando las pancartas reluciendo en el Fondo Sur del estadio.

Y ella... ella no merece pasar por esto después de lo bien que se está portando. Y me angustia pensar en el dolor de mi familia, siempre tan discreta. No quiero lastimar a los míos pero necesito sentirme bien... Pero ¿qué estoy diciendo? No voy a tener valor, soy un cobarde... Dios, si no lo hago yo, ¿quién lo hará?, ¿la prensa? ¡¡¡Ah, esos carroñeros disfrutarán a mi costa!!!

Bueno, no sé. A lo mejor no me maltratarán tanto, digo yo que los tiempos han cambiado, todo el mundo lo entendería; sin embargo... aquí, ¿qué hay que entender? Mañana prefiero tener que marcar un penalti decisivo, en el último minuto, con todo el estadio al borde del infarto, que este fuego que me está quemando por dentro.

¿Por qué no puedo hacer algo que quiero, qué me lo impide? TODO, me lo impide TODO. No sé qué hacer. ¡¡¡Maldita educación que me hace verme como a un auténtico soldado sin armas!!!

Soy inocente, no he hecho nada... Pero mañana seré culpable. Lo he decidido. Será justo después de levantar la décima Liga de Campeones. La que nos acredite como el mejor equipo del Viejo Continente. ¿Qué importa que en vez de hablar de la victoria se hable de mí? No sería tan trascendental. Ya son 10 Copas de Europa, porque a una no se le haga caso, no va a pasar nada... pero la afición no lo merece.

Estoy acostumbrado a ser el protagonista pero tanto, tanto, tanto... no sé si estoy preparado.

Creo que mañana será un día grande, aunque todavía no tengo muy claro por qué lo será.

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Mucha gente no le perdona su pátina intelectual…

El fútbol tiene tics conservadores y autoritarios, tal vez porque es un juego primario, con un punto de brutalidad evidente. Alguien que pretenda reflexionar sobre el fenómeno del fútbol no tiene buena aceptación. Por otra parte, yo poseo una gran facilidad para hacer amigos y enemigos. Sin darme cuenta siempre me veo metido en medio de dos trincheras.

¿Qué le molesta más, que le llamen cursi, rojo o sudaca?

Sin duda, sudaca. El término es despectivo. Le contaré una historia de Lángara que a mi me gusta mucho. Lángara fue un futbolista vasco, republicano, que tuvo que exiliarse y fue a parar a la Argentina. El día de su debut en San Lorenzo de Almagro metió tres goles, y toda la hinchada le gritó "vasco, vasco, vasco". Bueno, pues entre ese "vasco, vasco, vasco" y el "indio, indio, indio" con que nos reciben aquí a los sudamericanos, hay una diferencia donde cabe toda la injusticia inimaginable.

¿Sigue siendo un ídolo, Maradona?

Es un personaje al que mucha gente quiere imitar, un personaje polémico, amado, odiado, que provoca gran convulsión social, sobre todo en Argentina... El error está en poner el acento sobre su vida privada. Maradona es incomparable dentro de un campo de juego, pero también ha convertido en espectáculo su vida.

(Fragmento de una entrevista a Jorge Valdano, publicada en el Diario “El Mundo” de Madrid)

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Después de aquel gol, el pícaro que hace el gol con la misma mano con que cada cuarto de hora se hace la señal de la cruz ha sido proclamado el campeón más campeón del mundo a la espera de ser proclamado santo por el Papa y de cumplir otros milagros, con el puño, con los pies, o con las nalgas millonarias (...).
Con este ejemplo, el fútbol mundial se ha vuelto oficialmente pícaro, además de violento e hipócrita, con el patrocinio de todos los medios de comunicación, amén de los jueces en el campo de juego y de los jerarcas de la patada.

(SERGIO SAVIANE (1923-2001), escritor y periodista italiano en "L'Espresso", 21 de Abril de 1989, tres años después del gol con la mano de Maradona contra Inglaterra en el Mundial 1986)

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No quiero que me cele, pero es bueno que los hombres me quieran, le hace bien a mi ego.

(MILENE DOMINGUES, modelo y ex futbolista brasileña, ex esposa de Ronaldo, de quien hace referencia en esta frase que data de 2002)

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Lounis Djamel (Algeria)

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Arde la ciudad (La Mancha de Rolando - Argentina)

* dedicada al Club Belgrano de Córdoba

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El control antidoping se instituyó por primera vez en una Copa del Mundo en el certamen organizado por Alemania en 1974.
Allí fue cuando se descubrió el primer futbolista cuyos análisis de orina dieron positivo. Se trató del defensor haitiano Ernst Jean-Joseph (foto), quien inmediatamente, quedó marginado del certamen.
Fue el Mundial que ganó el dueño de casa, Alemania, tras vencer en la final a la asombrosa Holanda de Johan Cruyff por 2 a 1, anotando el tanto decisivo Gerd Müller, frustrando a la ‘Naranja mecánica’.
Pero ese inolvidable torneo Mundial presentó otra originalidad en su desarrollo: participaron 16 equipos, distribuidos en 4 grupos.
Por primera vez se instaló un sistema en el cual desaparecieron las fases de cuartos de final y semifinales.
Para el paso a la segunda ronda, quedaron los 8 mejores de la primera fase (el 1º y el 2º de cada grupo) jugando todos contra todos, repartidos en grupos de 4 equipos. El ganador de cada grupo fue a la final y los segundos disputaron la tercera y cuarta posición.
En el Mundial de Alemania de 1974, la Argentina integró el Grupo A con los representativos de Polonia, Italia y Haití.
Argentina perdió en el debut ante Polonia por 3 a 2, igualó ante Italia 1 a 1 y recién derrotó a Haití por 4 a 1. Así, se clasificó.
En la ronda posterior, nuestro seleccionado perdió contra Holanda por 4 a 0 (había sufrido una goleada similar, 4 a 1, en un amistoso previo a la copa con ese mismo equipo), cayó ante Brasil 2 a 1, para cerrar su participación con un empate frente a Alemania Democrática en un tanto.

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Cierta vez me preguntaron a mí qué cuadro prefería, y yo pensé que se referían a telas o a óleos,y les expliqué que como no veía bien, la pintura no me interesaba demasiado. Pero parece que no: se referían al cuadro de fútbol. Entonces yo les dije que no sabía absolutamente nada de fútbol, y ellos me dijeron que ya que estábamos en ese barrio de Boedo y San Juan, yo tenía que decir que era de San Lorenzo de Almagro. Yo aprendí de memoria esa contestación, siempre decía que era de San Lorenzo, para no ofender a mis compañeros. Pero pronto noté que San Lorenzo de Almagro, casi nunca ganaba. Entonces yo hablé con ellos, y me dijeron que no, que el hecho de ganar o perder era secundario -en lo que tenían razón-, pero que San Lorenzo era el cuadro más científico de todos. Eso me dijeron, sí… Se ve que no sabían ganar, pero lo hacían metódicamente.

(JORGE LUIS BORGES [1899-1986], célebre escritor argentino, uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX)

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El fútbol cataliza la alegría y las experiencias positivas, muestra a pueblos enteros el camino hacia un futuro mejor, más pacífico, más prudente, más concertado. Aún me falta mucho por llegar a donde quiero con mi misión.

(JOSEPH S. BLATTER, presidente de la FIFA)

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El culto al fútbol


Durante la larga época en que el libro imperó como supremo patrón de la cultura, el fútbol fue absolutamente inculto. Ni siquiera las contadas aportaciones que novelistas o ensayistas hicimos para incorporarlo al acervo cultural sirvieron para gran cosa. Igual que con el fútbol, con el diseño gráfico, con la moda o con los automóviles, vino a ocurrir tres cuartos de lo mismo: en tanto sus asuntos no se registraban como tratados nutriendo las venerables bibliotecas era inconcebible que aspiraran a considerarse cultos.

Todo ello se ha venido abajo cuando el libro ha entrado en decadencia. Frente a la indiscutida supremacía de la cultura escrita ha emergido la poderosa cultura audiovisual y el actual patrón de valor lo constituye el espectáculo. No en exclusiva, necesariamente, pero de manera importante, creciente y sobresaliente. De ese modo, incluso el teatro de toda la vida ha pasado de promover el texto a la performance, de la escritura al movimiento y de la meditación al impacto.

En contraste con la cultura propia del libro, que requería aplicación e intensidad en la atención, la cultura audiovisual reclama extroversión y extensividad sensorial ante el panorama. Leer evoca una acción con profundidad para descodificar apropiadamente los garabatos, pero las pantallas o los panoramas se corresponden con una recepción en superficie. La cultura del libro es del orden del silencio mientras que la audiovisual pertenece a la naturaleza del estruendo. O bien, el clamor de la muchedumbre en la grada constituye el revés de la callada lectura en el gabinete solitario.

La cultura del libro, en fin, es de máxima concentración y la audiovisual de expansión máxima. Igualmente, el escenario amplio abierto sustituye a la encuadernación estricta y la intemperie del campo al confinamiento. De este modo diverso, a una cultura suave sucede otra agitada. A una insignia del saber culto, expresado por antonomasia durante siglos en el sigilo del libro, se superpone el ruidoso saber de la cultura pop democratizada y extendida en la sociedad del espectáculo.

Para casi todo aquel sujeto conspicuamente adiestrado en la etapa precedente el fútbol significa, a menudo, lo inculto. Pero el fútbol será, en este sentido, inculto sólo en la medida en que no se parezca en nada a la significación del saber libresco ni se avenga con sus santuarios. Será inculto -y anticultural- para aquellos feligreses del reino cultural anterior pero para la nueva época, saturada de saber audiovisual y ejercitada en la cultura de superficies, el fútbol representará no sólo un fenómeno propio de la cultura imperante sino, como hacen saber los millones de aficionados en todo el mundo, una muestra suprema de la nueva experiencia culturizada. El culto al fútbol.

(Vicente Verdú [Elche, 1942] es autor de “El fútbol, mitos, ritos y símbolos”, Alianza Editorial, 1981).

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El 8 de Diciembre de 1964, los seleccionados nacionales de Argentina y Paraguay se enfrentaron en el estadio de River, estando en disputa la Copa “Chevallier Boutell” (foto) ante unos 40 mil espectadores.
El partido, realizado en horario nocturno, resultó una de las mayores goleadas de nuestra selección ante los paraguayos: ¡8 a 1! Fue una jornada en la que brillaron Luis Artime (autor de 4 tantos) y, especialmente, Ermindo Onega, quien fue imparable y convirtió un gol antológico, tras eludir a 5 adversarios.
Las crónicas de la época registraron una excepcional producción de Argentina, integradas por futbolistas que serían la base del equipo que intervendría en la Copa del Mundo de 1966 en Inglaterra, como Roma, Albrecht, Marzolini, Rattín y Onega, entre otros.
Bajo el arbitraje del argentino Miguel Ángel Comesaña, en aquel diciembre del '64 los nuestros alinearon así: Roma; Vázquez, Ramos Delgado, Albrecht (Madero) y Marzolini (Leonardi); Prospitti, Rattín (Telch) y Onega; Luna, Artime y Bielli. El director técnico fue José María Minella. Los goles argentinos fueron anotados por Artime (a los 5, 29, 79 y 85m.), Onega (12 y 90m.) y Prospitti (43 y 81m.) Inolvidable.

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El problema que tienen todos los futbolistas juveniles que llegan desde otra parte del país es que si no superan el destierro, separarse de su familia, de sus amigos, están liquidados como jugadores; en cambio si lo logran, se endurecen y son cracks.

(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista, entrenador, comentarista de TV y psicólogo social argentino)

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Procedo de un país, Uruguay, donde una gran victoria lograda por valores futbolísticos (ganarle la final a Brasil en su propia tierra) fue vista como el elogio máximo a la virilidad; desde entonces perder es no ser tan hombre. Le hemos puesto a los jugadores para siempre el sayo de que si no son capaces de ser campeones del mundo no son tan hombres como aquellos de 1950, que a la vez se han quedado sin el reconocimiento de lo que valían como futbolistas.

(VÍCTOR HUGO MORALES, relator y periodista uruguayo)

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Jugar con una ‘Tango’ es algo mucho más difícil de lo que a primera vista se podría suponer (Eduardo Sacheri - Argentina)


Tal vez para los grandes, con esa facilidad que suelen tener para las simplificaciones abusivas, los dos barrios eran uno solo. Tal vez para los grandes, con su indolencia, su falta de perspectiva, su desatención por los detalles esenciales, la cuadra nuestra, la ochava de nuestras felonías, formaba con las manzanas de alrededor un único barrio.

Pero para nosotros, con la claridad diáfana que tienen las cosas cuando uno es chico, los barrios eran dos, el nuestro y el de ellos: esos pibes que vivían a la vuelta. El nuestro eran cuatro cuadras, dos por una calle y dos por la otra. El barrio era esa cruz perfecta que formaban esas veredas simétricas y nuestras, absolutamente nuestras. A la vuelta estaban ellos, pero a la vuelta, y eso era muy lejos. Tan lejos que ese era el barrio de ellos.

Cuando teníamos ocho, nueve a lo sumo, la autonomía de nuestro vuelo aventurero era escasa. Las madres exigían, todavía, la molesta condición de poder vernos al asomarse a la vereda. De modo que la vuelta, o sea el mundo, el universo, quedaba todavía prohibitivamente lejos. Pero a los once, a los doce, las madres ya empiezan a resignarse a salir a la vereda y a no vernos, a confiar en el Espíritu Santo, a aceptar el dolor y la angustia de sabernos a la vuelta, o a la vuelta de la vuelta, o vaya a saber dónde. Como mucho pueden exigir el retorno a la hora de la leche, a más tardar. Pero no pueden pretender, Dios nos libre, que uno siga en la vereda propia, o en la cuadra de casa, habiendo tanto mundo más allá esperándonos. Cuando uno tiene ocho, o tiene nueve, vaya y pase. Pero a los once, la cosa cambia, y cambia para siempre.

En una de esas recorridas, bicicleta mediante, ahí nomás de nuestro propio mundo, aparecieron ellos. Estaban sentados en la vereda, contra una de esas casas que eran las de ellos, dejando pasar la vida. Eran seis o siete, como nosotros. Se repartían el fondo de una botella de agua. Se veían sudados y sedientos. En la calle perduraban los cascotes de los arcos. Evidentemente acababan de jugar al fútbol.

El ser humano es un bicho dado al desafío, a la competencia. Supongo que fue por eso que alguno de nosotros, alguno de los más osados y pendencieros (seguro que no fui yo, siempre tan tímido) frenó la bici, apoyó un pie en el cordón y se los quedó mirando. Los demás lo habremos imitado, obedeciendo a ese reflejo solidario que en la niñez funciona a la perfección y que con los años se va, tristemente, anquilosando.

Primero habrán sido unas preguntas tiradas al voleo y contestadas con evasivas. Que de dónde eran, que de dónde éramos. Que cuántos eran en su barrio, que cuántos en el nuestro. Que de qué cuadro éramos hinchas, que de qué cuadro eran ellos. Que si sabían jugar, que si nosotros sabíamos. Después uno de ellos se habrá ufanado de alguna victoria memorable, contra otro barrio tan distante como temible y misterioso. Algún lenguaraz de los nuestros habrá replicado con una hazaña aún más espeluznante. Habrá habido un cruce de miradas, alguna seña sólo perceptible para entendidos. Y el desafío habrá partido por fin de uno de los frentes, como una lanza en llamas, clavada ante la tribu rival y belicosa.

Ellos se miraron con cara de experimentados, de gente ducha en estos temas. Acordaron la fecha como dudando, como dando a entender que eran tipos muy ocupados. Supongo que, enroscados en sus propias mentiras y en sus respectivas alucinaciones, no notaron el temblor de algunas de nuestras voces, las caras de pánico de los más chicos, las miradas urgentes de los menos osados. Ellos pusieron una sola condición: ponían la cancha y la pelota. Nosotros, pobres ingenuos, torpes incautos, aceptamos.

El día fijado fuimos a pie: uno no puede jugar un desafío y mirar cada dos minutos la pila de bicis a ver si siguen donde uno las ha dejado: las distracciones pueden ser fatales, tanto porque te roben una bici como porque te metan un gol estúpido. La primera sorpresa fue la cancha. Ellos nos esperaban en la vereda de la vez pasada, pero no tenían armados los arcos en la calle. Cuando preguntamos, señalaron con calculada indolencia el paredón legendario de la canchita de la calle Buchardo. Nos miramos azorados. Decir en nuestra niñez “la canchita de Buchardo” era como decir “jugamos acá, en el Maracaná”, o “pasen, el desafío es en el estadio de Wembley”.

Era un baldío enorme, cerrado a la gilada por un paredón alto de ladrillo a la vista. El único acceso posible era a través del jardín del vecino. Vecino que se entretenía en golpear el vidrio de su ventana, en medio de agresivas gesticulaciones, las pocas veces que teníamos la valentía de pararnos siquiera a pispear un poco el asunto. Porque esa cancha, que tenía arcos de madera y todo, y que tenía hasta manchones de pasto en las esquinas, la usaban los grandes, jamás los chicos. Uno de esos grandes, que jugaban los fines de semana, era ese celoso cancerbero que nos echaba a las patadas. Lo que ignorábamos, y que descubrimos recién el día del desafío, era que el capitán de ellos era sobrino del terrible ogro de la casa contigua, y que los días de semana tenían libre acceso a ese estadio bellísimo.

Caminamos la media cuadra dándonos valor con la mirada, ocultando celosamente que jamás en la vida habíamos jugado en una cancha en serio. Entramos al jardín del vecino como quien atraviesa a ciegas un campo minado, esperando el terrible momento del estallido, de la cortina corrida, de los golpes furiosos en el vidrio, del rajen de acá mocosos del demonio. Pero nada pasó. O no estaba, o su sobrino lo había puesto sobre aviso. Saltamos por fin la pared por la parte más baja, íbamos cayendo con un ruido seco en la tierra prometida, un ruido que jamás hube de olvidar, y que supongo que los demás tampoco olvidaron. Un ruido que sonaba a misterio, a iniciación, a ultraje y a aventura.

El miedo nos volvió a ganar cuando los vimos abrir las bolsas que traían bajo el brazo. Eran botines. Los sacaron con gesto displicente, pero a sabiendas de nuestro pasmo inevitable. Porque nosotros, más allá de nuestras bravuconadas, éramos gente de jugar en el asfalto. Y uno, en la calle, juega en zapatillas. Y encima con zapatillas viejas, con esas ‘Flecha’ que nuestra madre nos ha cedido para que las terminemos de deshilachar, de destruir y de enmugrecer en esas tareas inútiles. Esas que tienen la tela totalmente descosida de la puntera de goma. Esas con las que hay que tener cuidado de que no se salgan los dedos por el agujero, cuando uno le pega a la pelota. Y van estos tipos y sacan los botines negros, relucientes, con esos tapones amenazantes, tan útiles para pegar de puntín como para arruinarle la pantorrilla a un pobre contrario indefenso.

Yo, calentón como fui siempre, les hice notar que nosotros jugábamos todos en zapatillas, y que con los botines iban a lastimarnos. Pero con cara de inocencia dijeron que nadie les había dicho nada, y que ellos jugaban siempre así, como se juega de verdad, y que lo del otro día en la calle había sido un entrenamiento. Con la sensación de ser un cavernícola analfabeto me callé la boca y me volví hacia los míos, buscando algo de confianza. Pero todos estaban demasiado asustados.

Lo peor vino después. Traían la pelota en una bolsa grande de ‘Casa Tía’. Era una bolsa enorme, blanca, y no se veía nada adentro. La llevaba un gordito pecoso y flequilludo. Con gesto grandilocuente la levantaron, la tomaron por abajo y soltaron las manijas. La bolsa se inclinó, abrió su boca misteriosa, y escupió una pelota Tango. Aquello era demasiado: la cancha de tierra con arcos de madera vaya y pase. Eso de los rivales provistos de botines ya era todo un riesgo. Pero una Tango original, que picó tres veces hasta quedar mansita en el mediocampo, eso era inaceptable. Nosotros -que jugábamos con una número cinco chiquita, de gajos alargados blancos y negros, que tendía más al óvalo que a la esfera, que picaba para el demonio, a la que había que engrasar primorosamente con la grasa sobrante del churrasco-, habíamos visto la Tango por la tele, en el Mundial 78; y después en la vidriera de la Proveeduría Deportiva. Pero en nuestro barrio ése era un objeto desconocido. Y van estos tipos y la sacan ahí, como si tal cosa, como si fuera algo de todos los días.

Ahí Felipe protestó, que “cómo no la tenían el otro día, en la vereda, cuando los vimos la primera vez”. El capitán de ellos, Walter creo que se llamaba, se aproximó con la Tango entre las manos, y nos habló en un tono peyorativamente didáctico, como si se dirigiera a una manga de infradotados. Nos dijo que, como era evidente, esa pelota tenía un plástico recubriendo el cuero, que hacía imposible su uso en la calle salvo que uno quisiera arruinarla, y que como ellos jugaban siempre en canchas de pasto, o de tierra a lo sumo, no se habían imaginado que nosotros pensáramos jugar con una pelota común y corriente. Gustavo tuvo entonces el tino de esconder la nuestra, miserable, debajo de una campera.

Nosotros nos quedamos mirándola como tarados. Encima era naranja debido a que, según transigió en informarnos, el padre del chico se la había traído de Europa porque era piloto de Aerolíneas, y allá la pintaban de naranja para poder jugar en medio de la nieve sin perderla de vista.

Cuando empezó el partido corroboramos, con angustia, nuestro palpito que una Tango no tenía nada que ver con el resto de las pelotas existentes en el universo. Por empezar, picaba el doble. No conseguíamos bajarla ni a los tiros. Saltaba en cada piedrita de la cancha, cambiaba de rumbo y nos dejaba pagando. Aparte dolía de lo lindo. A mí me tiraron dos o tres pelotazos que me dejaron las manos rotas, y eso que jugaba con guantes (unos de lana, ya jubilados del colegio).

El que más sufría era Gustavo, nuestro crack, que en lugar de patear de puntín, como el resto de nosotros, lo hacía de chanfle, o acariciando el balón con el empeine. Al rato de empezar le dolían los pies hasta los tobillos. Esas zapatillas nuestras eran absolutamente inapropiadas para patear semejante cascote. Además estaba el tamaño. Nuestra número cinco era una especie de prima pobre y escuálida, que apenas debía superar la mitad de la circunferencia de aquella enormidad anaranjada y con lustrosos vivos negros. Lo dura que sería que Gustavo tuvo la inconciencia de cabecearla en un centro, y quedó medio tarado un buen rato hasta que se le pasó el mareo (si hasta me acuerdo que le quedó la frente toda colorada).

Lo que más bronca nos daba era que ellos eran tan burros como nosotros. Pero con los botines ponían pata fuerte, y nosotros sacábamos el pie por precaución, y perdíamos todos los balones divididos. Y con la Tango nos tenían a maltraer. No hilvanábamos dos pases seguidos como la gente. Nos metieron un gol estúpido: me tiraron un chumbazo a quemarropa, y la muñeca me dolió tanto que se me dobló la mano (para colmo yo no lograba hacerme a la idea de atajar con palos de verdad, a qué negarlo).

Nos iban ganando uno a cero con ese gol mugroso, y en cualquier momento iban a embocarnos otro, eso era seguro.

Pero gracias a Dios, y en medio de nuestra adversidad tumultuosa, Adrián tuvo un rapto de inspiración mística. Empezó a los gritos a llamarlo a Miguelito, que ya había pegado el estirón y nos llevaba como dos cabezas. Ese día andaba más caliente que nadie, porque todavía no se acostumbraba a sus nuevas dimensiones, y ese balón endemoniado lo tenía más mareado que al común de nosotros. Así que Adrián le habló algo al oído, y el otro sonrió con placer, como sopesando la idea, como paladeando por anticipado una venganza que se sabe tan justa como inolvidable.

Yo, desde el arco, entendí poco y nada, hasta que vino un despeje desde el área de ellos, y Miguel se perfiló para pegarle de zurda. Miguel era, con la pelota en los pies, y como ya dije, un poco más espantoso que la mayoría de nosotros. Pero tenía la rara virtud de pegarle como con un fierro. La Tango venía picando casi mansita, como pidiendo permiso para seguir unos metros. Miguel se afirmó con la derecha, se inclinó levemente, y le pegó un chumbazo descomunal. La Tango salió como un bólido, como un meteorito en reversa rumbo al cielo. Pasó el paredón no por el lado de la calle (nuestro arco era el que daba a la vereda) sino por los fondos que daban a una casa vieja y sombría.

En los laterales, donde el paredón también era medianera, había un lindo alambrado como de dos metros de alto, porque estaba cerca de las líneas de la cancha, y el riesgo de tirarla afuera era evidente. Pero detrás del arco de ellos, del lado de la casa aquélla, quedaban todavía como treinta metros de terreno, lleno de malezas y arbustos y árboles petisos, que hacían suponer que la pelota jamás superaría el límite del predio por ese lado. De modo que cuando Miguelito le pegó ese chumbazo histórico la Tango subió a los cielos, superó por amplio margen el travesaño de ellos, sobrevoló dos limoneros apestados y unas cañas de esas que nunca faltan en los baldíos, planeó sobre el yuyal y sobre la hiedra, y se perdió en el misterio del más allá, con un ruido a chapas de lo más espeluznante.

El dueño de la pelota, que aparte de ser un gordito paliducho y pecoso nos había demostrado que de fútbol sabía lo que yo de astronomía, no pudo reprimir un grito de terror, y los suyos se miraron consternados. Nosotros pusimos cara de compungidos, atravesamos con ellos el yuyal, y hasta les hicimos pie para que se asomaran por encima de la tapia. No había caso: la pelota descansaba en un patio de lajas, y el ruido a chapa se había producido cuando la Tango había golpeado contra la puerta de hierro que desde la cocina daba a ese patio.

Por suerte para nosotros, eran las tres de la tarde. Tocarle el timbre a un extraño para pedirle una pelota es una tarea ardua y peligrosa a cualquier hora del día. Pero a la hora de la siesta, es directamente concurrir por propia voluntad al patíbulo. Nosotros lo sabíamos, y ellos también. El gordito traslúcido intentó despertar el espíritu de cuerpo de los suyos para que lo acompañaran, pero fue en vano. Contestaron, en medio de evasivas, que más tarde a lo mejor, pero que ahora, en plena siesta, ni mamados.

Con cara de circunstancia Alejandro declaró que era una lástima, una barbaridad, pero que íbamos a tener que seguir con otra pelota. Ellos se miraron y asintieron. Dijeron que no tenían ninguna otra a mano. Yo sabía que mentían, porque había visto de refilón la azul y roja, linda también, con la que habían jugado el otro día en la calle. Pero se ve que tenían un miedo atroz de que Miguelito, zapatazo mediante, la colgara en un vuelo sideral de la misma especie, y la enviara sin escalas a hacerle compañía a la Tango anaranjada. Alejandro, como si hubiese recordado súbitamente, se golpeó la frente y dijo que nosotros teníamos una. Aclaró, con tono de singular franqueza, que no tenía nada que ver con la que Miguelito acababa de colgar. Pero que, a falta de una mejor...

Ellos se apuraron a decirnos que sí. Alejandro mismo fue hasta detrás del arco y sacó nuestra pelota de abajo de la pila de camperas. Yo me acuerdo que nunca la vi tan linda, con sus gajos grises de tan despintados, con el olor rancio de la grasa cuidadosamente embadurnada, con ese par de protuberancias que la alejaban indefectiblemente de la esfericidad, con la marca indeleble en birome azul en el lugar de la válvula, entre las costuras, hecha para evitar chambonadas trágicas a la hora de inflarla. Porque ahí la cosa era distinta. Todo era cuestión de pegar unos cuantos puntinazos bien al ras del piso, de modo tal que entre las piedras que encontrara en el camino, y el azar de sus tumbos ovalados, a cualquier arquero se le escaparan dos o tres de ésas y a cobrar. Todo era cuestión de apretar los dientes y soportar a pie firme un par de taponazos en nuestras pantorrillas indefensas. Al fin y al cabo, uno a los doce tiene que ir aprendiendo a hacerse hombre.

Ganamos tres a dos, y fue una fiesta. Sobre todo porque ellos, humillados, nos pidieron la revancha para la semana siguiente. Nosotros pusimos cara de gente ocupada, de tipos abrumados por un montón de compromisos. Quedamos en volver a hablar recién el mes siguiente, porque argüimos estar tapados de desafíos contra los del Club Argentino, los de la canchita de “Tienda Presente”, los de la Triangular de Segunda Rivadavia, y otros cotejos tan severos como ineludibles. Después nos enteramos de que recuperaron la Tango, y de que lo hicieron a través de los buenos oficios que interpusieron dos de los padres de ellos ante el anciano propietario de la casa sombría, tan venerable como remiso a las devoluciones. Pese al hallazgo, no nos alarmamos. La revancha sería en el barrio nuestro. Y de locales, la cosa iba a ser en la calle. Y en la calle con los botines no podés jugar. Aparte, como los palos son dos cascotes, podés discutir de lo lindo cada pelotazo que pase cerca de los arcos, sobre todo si Miguelito juega de tu lado. Y sobre todo, en la calle la Tango no se usa porque se arruina, se moja en los charcos de los cordones, se le despelleja el plastiquito y te la puede aplastar cualquier colectivo. Y nadie va a correr semejante riesgo, ni siquiera siendo un gordito platudo con un padre en Aerolíneas.

Porque una Tango es muy linda y muy canchera, pero sale un ojo de la cara.

(tomado del excelente libro “Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol”, Ed. Galerna, 2000)

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Los primeros en jugar fútbol en nuestro país, fueron un grupo de marineros ingleses que lo practicaban en los baldíos del puerto de la ciudad de Buenos Aires.
Algunos historiadores señalan que, en los terrenos que hoy ocupa el Planetario, se desarrolló el primer partido informal entre marineros ingleses de dos barcos cargueros. Los equipos se diferenciaban por gorritos de colores; azules para unos y rojos para los otros.
Fue un simple ‘picado’, como muestra de un deporte que “esos ingleses locos” traían a estas tierras, que con el tiempo llegaría a convertirse en pasión.
Pero recién el 20 de Junio de 1867, en el elegante Buenos Aires Cricket Club, se disputó el primer partido con bases reglamentarias, aunque cada equipo estaba integrado sólo por 8 jugadores, algunos de los cuales jugaron con pantalones largos porque había damas presenciando el espectáculo.
Años más tarde, el fútbol llegó con fuerza al interior del país, organizándose torneos para luego conformarse improvisadas selecciones provinciales. Al respecto, el primer encuentro interprovincial, lo disputaron un representativo de Salta y otro de Jujuy.
Los jugadores y acompañantes salteños hicieron a pie los 96 kilómetros que los separaban de la capital jujeña. Sin embargo, pese al cansancio, al otro día jugaron y ganaron ¡6 a 0! Una verdadera hazaña. Eso sí, recibieron de premio, para el regreso a Salta, boletos para viajar en tren.

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La táctica cambió al fútbol. Lo importante es no olvidarse de las fuentes para conseguir resultados. Ahora, hasta los chicos juegan presionados. El jugador argentino es pícaro, atrevido, vivo. Eso era lo que se nos inculcaba desde pequeños y ahora ya no se hace: en las inferiores se buscan resultados a corto plazo. Pero el fútbol sigue siendo lo que aportan los jugadores.

(ALEJANDRO SABELLA, ex jugador y entrenador argentino, Revista “La Maga” Nº 2, Enero/Febrero 1994, pág. 56)

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Toda esta historia de David y Goliat no existe. Es un truco de Hiddink. Es muy astuto.

(MARCELLO LIPPI, entrenador de Italia, descreyendo sobre la superioridad que tendría la ‘azzurra’ ante Australia en el Mundial 2006)

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Pelota de cuero (Edmundo Rivero - Argentina)


Crecí como crecen los pobres purretes
la luz de mi barrio fue un rayo de sol.

Siguiendo la comba de aquel barrilete
a un arco de trapo le hice el primer gol.

Fui un crack y mis glorias en locas tribunas
igual que los sueños quedaron atrás,
y ahora este cruel referí de la zurda
restándome chance me marca el orsai.

Pelota de cuero, que amé desde pibe,
nacida en la magía de un mundo irreal.

Tras de la vidriera sos para el purrete
como una muñeca que dice:
“Llevame, que quiero jugar”.

Pelota de cuero, bordás en tu vuelo
el sueño más lindo de la juventud.

Nos das en la cancha el triunfo, el fracaso,
mas todos queremos beber en tu vaso,
pelota de cuero, la gloria de un club.

Mi pálida historia escrita en tus gajos
recorre a dos arcos el verde tapiz,
y veo a mi madre, cosiendo el andrajo
que vistió de fútbol mi infancia feliz.

En esta camisa azul, franja oro,
no puedo arrancarla, y me hace en el alma,
pelota de cuero, ¡el último gol!
Pelota de cuero, ¡el último gol!

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El primer clásico de barrio entre Independiente y Racing, se disputó el 9 de Junio de 1907, lógicamente, dentro del fútbol aficionado.
Esta primera versión del duelo de los equipos de Avellaneda, terminó con el triunfo de Independiente por 3 a 2, pese a que los pronósticos lo daban como al equipo más débil, porque venía de perder por goleada frente Atlanta.
La expectativa era mucha. El primer tiempo había terminado 2 a 2 y ya era toda una sorpresa, porque Independiente ofrecía enorme tenacidad a su poderoso adversario.
Pero la sorpresa fue mayor cuando, faltaban solo 3 minutos para el final, el delantero Rosendo Degiorgi anotó el gol de la victoria.
Los diarios de la época reflejaron las alternativas del juego, iniciándose una rivalidad futbolera que aún perdura en estos tiempos, seguramente hoy con mucho más fervor.
Racing alineó con Marengo; Mignaburo y Deluchi; Werner, Juan Ohaco y Larralde; B. Ochoa, Collazo, Bruzone, Ibáñez y Piatti.
Independiente formó con Bazara; González y Paist; Zetti, Hermida y Degiorgi; Pumarini, Arregui, Tagliaferri, Peluffo y Rosendo Degiorgi.

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Holanda no tiene un sistema de juego. Tiene varios y los aplica según las necesidades del partido. Nos importa saber cómo juega el adversario, sus puntos fuertes y sus flancos débiles. Pero sobre todo nos interesa saber qué somos capaces de hacer.

(JOHAN CRUYFF, resumiendo su pensamiento acerca del funcionamiento de Holanda y su "fútbol total" a mediados de los '70)

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Si Belluschi vale 40 millones de dólares con Riquelme saldamos la deuda externa.

(HORACIO PAGANI, periodista deportivo argentino, en el programa “Estudio Fútbol” que se emite diariamente por el canal TyC Sports -2008-)

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La leyenda de Epecuén (Horacio Iannella - Argentina)


Es probable que alguien le hable del pueblo que en Argentina, en la década del ochenta, desapareció bajo las aguas.

Quizás lea en un diario o vea por televisión un informe periodístico, seguramente complementado por datos de hidrología, que le explicará en detalle que las lagunas encadenadas se vieron desbordadas y que las compuertas que separaban las masas de agua de un pueblo con otro, fueron en algunos casos destruidas con explosivos por lugareños para los cuales, en ese momento, el habitante de la localidad vecina era el enemigo.

Dirán otros que la desaparición de alguna población era previsible. Le pondrán como ejemplo que los ingleses, cuando construyeron las vías ferroviarias en la zona, lo hicieron en varios tramos a seis o siete metros de altura previendo inundaciones.

Se hablará también, seguramente, de alguna obra hidráulica mal hecha o que se hizo a medias porque el dinero se malgastó en otras cosas.

No les crea. Por más explicaciones técnicas que le brinden, no les crea.

Lea eso sí, a continuación, la verdadera historia.

En el sudoeste de la provincia de Buenos Aires existió un pequeño pueblo llamado Epecuén.

Había allí un club, Gauchos de Epecuén, que participaba en los torneos regionales de fútbol.

Para aquellos campeonatos los equipos de cada pueblo solían reforzarse con varios jugadores de la capital o de otras ciudades, a los que les pagaban unos pesos y los viáticos. Gauchos de Epecuén jamás aceptó que ningún forastero formara parte de su escuadra. Esto lo llevó a ser considerado un ejemplo de ética deportiva aunque muchas veces los resultados no eran los esperados.

El club provenía de la fusión, en 1968, del Atlético Epecuén y del equipo de Estancia “La Concepción”, de propiedad de los Alzaga Unzué. La utilería y los vestuarios estaban ubicados detrás del arco orientado hacia el norte y según se dijo siempre, una de las paredes lloraba las derrotas. Estaba comprobado que sólo esa pared chorreaba agua cuando el equipo perdía. Si ganaba o empataba el muro permanecía totalmente seco.

Hubo un año en que al empate del primer partido del campeonato le siguieron seis triunfos, lo cual generó una algarabía espectacular en el pueblo.

Para la fecha siguiente la cancha era una fiesta. La gente tapizó todo con los colores azul, blanco y rojo del club y la cancha se colmó de espectadores. Gauchos perdió siete a cero. La pared lloró tanto que los jugadores tuvieron que cambiarse en otro recinto, la inundación provocó que el campo de juego quedara totalmente tapado de agua y hubo que poner bolsas de arena adelantes de las puertas de varias casas aledañas.

Pero en aquellas tribunas, todavía como hinchas había un grupo de jóvenes, una generación de futuros cracks nacidos allí, en Epecuén, gracias a la intervención del ángel de la pelota. Estos chicos empezaron a ganar partido tras partido en las categorías infantiles y a los pocos años produjeron la mayor alegría en la historia del pueblo: campeones juveniles.

Luego de la obtención de este título llegaron representantes de clubes de distintas ciudades con la intención de llevarse a las nuevas estrellas del fútbol. Los jóvenes, imbuidos del espíritu que sus mayores les inculcaron desde la cuna, se negaron y decidieron seguir vistiendo la poco gloriosa aunque muy amada camiseta de Gauchos de Epecuén.

Disputaron el torneo de mayores, ganaron el Regional y obtuvieron el derecho de jugar otra instancia para acceder al Campeonato Nacional en el que participaban los grandes del fútbol argentino. La posibilidad de jugar frente a San Lorenzo, River o Boca no dejaba dormir a nadie en el pueblo. En la anteúltima página de la revista “El Gráfico” salió una pequeña foto del equipo y cada poblador compró y guardó un ejemplar.

Después de ganar los dos primeros partidos de un cuadrangular llegaron a la instancia final y el pueblo vivió aquellos días con una excitación incomparable.

Jugaron de locales contra Olimpo de Bahía Blanca que movilizó mucha gente. El partido fue un engaño ya que el referí estaba comprado. Antes que finalizara el primer tiempo ya habían expulsado a los dos mejores jugadores de Gauchos y el resto poco pudo hacer.

Promediando el segundo tiempo la pared empezó a llorar, Gauchos perdía dos a cero. Fue un llanto implacable.

El agua llegó rápidamente hasta la cancha y comenzó a inundarla. Diez minutos antes que finalizara el tiempo reglamentario el árbitro suspendió el partido ante la imposibilidad de seguir jugando.

Torrentes incontenibles arrasaban todo a su paso. Los hinchas bahienses no entendían qué estaba sucediendo.

Los locales sabían que era su pared que lloraba.

La gente de Bahía Blanca tuvo que dormir en los autos y colectivos en los que habían viajado porque el barro era tal que les fue imposible salir con los vehículos. Al día siguiente fue peor, debieron irse a pie y chapoteando el agua que les llegaba a las rodillas.

Al ver que no se detenía, un grupo de pobladores quiso acercarse a la pared para derribarla pero fue imposible.

Ésta siguió llorando su pena futbolera, no se detuvo y Epecuén desapareció bajo las aguas.

(un gracias enorme a Horacio por autorizarme a publicar este cuento)

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Antes de la final del Mundial de 1930, el delantero argentino Luis Monti, (foto) había recibido innumerables amenazas anónimas contra él y su familia. De urgencia mandan a llamar a Bidegain y Larrandart, dos de los dirigentes de mayor peso del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, institución donde jugaba Monti.
En un principio los dirigentes argentinos le atribuyeron las amenazas a algunos fanáticos uruguayos, debido a que en la final del Campeonato Sudamericano de 1929, disputada en Buenos Aires y ganada por Argentina, Monti se había trenzado a golpes de puño con el guapo de la otra orilla, Lorenzo Fernández.
Francisco "Pancho" Varallo recordaba años después: "Monti no tendría que haber entrado en la final, se lo notaba cohibido, como con miedo a jugar".
Pero con el tiempo se sabría que se trataba de la mafia italiana, comandada nada más ni nada menos por Benito Mussolini. La idea era que la selección argentina fuera derrotada por los locales y que el culpable del subcampeonato sea de Luis Monti, para que todo el pueblo de su país lo maltrate y menosprecie, para que finalmente cuatro años más tarde acepte defender la camiseta del seleccionado italiano, el cual sería local en el '34.
Los espías italianos encargados de cumplir la misión eran Marco Scaglia y Luciano Benetti, quién apenas comenzada la final del mundo le comentó por lo bajo a su colega: "Dentro de noventa minutos sabremos si tendremos que matarlo a él, a su madre u ofrecerle mucho dinero para ir a jugar a Italia".
Finalmente Monti jugó contra su voluntad, pero el miedo le impidió hacerlo como merecía la afición argentina. Tiempo después recordaría: "Me mandaban anónimos, no me dejaron dormir la noche anterior".

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Incluso cuando está sentado en el banquillo, está jugando. Localiza los problemas y cuando salta al césped actúa como el entrenador, ordenando y ajustando posiciones. Al final del partido, simplemente le daba un apretón de manos y le decía 'gracias'.
Creo que tiene una especie de computadora en la cabeza y que sabe qué hacer en cada situación. No le dabamos órdenes especiales. Sólo le pedíamos que jugara como Roger Milla.


(VALERI NEPOMNIACHI, entrenador ruso a cargo de Camerún en Italia 1990 recordando a Roger Milla)

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Nosotros seguimos teniendo hambre, pero uno se aburre en sus entrenamientos. En doce años en la selección nunca había vivido nada igual. No sabemos cómo jugar, cómo colocarnos, cómo organizarnos... No tenemos ningún estilo, ninguna idea, ninguna identidad. Las cosas no van bien.

(THIERRY HENRY, opinando el pasado viernes en el periódico 'Le Parisien', acerca del rumbo de la Selección de Francia y la conducción de Raymond Domenech)

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