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El problema que tienen todos los futbolistas juveniles que llegan desde otra parte del país es que si no superan el destierro, separarse de su familia, de sus amigos, están liquidados como jugadores; en cambio si lo logran, se endurecen y son cracks.

(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista, entrenador, comentarista de TV y psicólogo social argentino)

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Procedo de un país, Uruguay, donde una gran victoria lograda por valores futbolísticos (ganarle la final a Brasil en su propia tierra) fue vista como el elogio máximo a la virilidad; desde entonces perder es no ser tan hombre. Le hemos puesto a los jugadores para siempre el sayo de que si no son capaces de ser campeones del mundo no son tan hombres como aquellos de 1950, que a la vez se han quedado sin el reconocimiento de lo que valían como futbolistas.

(VÍCTOR HUGO MORALES, relator y periodista uruguayo)

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Jugar con una ‘Tango’ es algo mucho más difícil de lo que a primera vista se podría suponer (Eduardo Sacheri - Argentina)


Tal vez para los grandes, con esa facilidad que suelen tener para las simplificaciones abusivas, los dos barrios eran uno solo. Tal vez para los grandes, con su indolencia, su falta de perspectiva, su desatención por los detalles esenciales, la cuadra nuestra, la ochava de nuestras felonías, formaba con las manzanas de alrededor un único barrio.

Pero para nosotros, con la claridad diáfana que tienen las cosas cuando uno es chico, los barrios eran dos, el nuestro y el de ellos: esos pibes que vivían a la vuelta. El nuestro eran cuatro cuadras, dos por una calle y dos por la otra. El barrio era esa cruz perfecta que formaban esas veredas simétricas y nuestras, absolutamente nuestras. A la vuelta estaban ellos, pero a la vuelta, y eso era muy lejos. Tan lejos que ese era el barrio de ellos.

Cuando teníamos ocho, nueve a lo sumo, la autonomía de nuestro vuelo aventurero era escasa. Las madres exigían, todavía, la molesta condición de poder vernos al asomarse a la vereda. De modo que la vuelta, o sea el mundo, el universo, quedaba todavía prohibitivamente lejos. Pero a los once, a los doce, las madres ya empiezan a resignarse a salir a la vereda y a no vernos, a confiar en el Espíritu Santo, a aceptar el dolor y la angustia de sabernos a la vuelta, o a la vuelta de la vuelta, o vaya a saber dónde. Como mucho pueden exigir el retorno a la hora de la leche, a más tardar. Pero no pueden pretender, Dios nos libre, que uno siga en la vereda propia, o en la cuadra de casa, habiendo tanto mundo más allá esperándonos. Cuando uno tiene ocho, o tiene nueve, vaya y pase. Pero a los once, la cosa cambia, y cambia para siempre.

En una de esas recorridas, bicicleta mediante, ahí nomás de nuestro propio mundo, aparecieron ellos. Estaban sentados en la vereda, contra una de esas casas que eran las de ellos, dejando pasar la vida. Eran seis o siete, como nosotros. Se repartían el fondo de una botella de agua. Se veían sudados y sedientos. En la calle perduraban los cascotes de los arcos. Evidentemente acababan de jugar al fútbol.

El ser humano es un bicho dado al desafío, a la competencia. Supongo que fue por eso que alguno de nosotros, alguno de los más osados y pendencieros (seguro que no fui yo, siempre tan tímido) frenó la bici, apoyó un pie en el cordón y se los quedó mirando. Los demás lo habremos imitado, obedeciendo a ese reflejo solidario que en la niñez funciona a la perfección y que con los años se va, tristemente, anquilosando.

Primero habrán sido unas preguntas tiradas al voleo y contestadas con evasivas. Que de dónde eran, que de dónde éramos. Que cuántos eran en su barrio, que cuántos en el nuestro. Que de qué cuadro éramos hinchas, que de qué cuadro eran ellos. Que si sabían jugar, que si nosotros sabíamos. Después uno de ellos se habrá ufanado de alguna victoria memorable, contra otro barrio tan distante como temible y misterioso. Algún lenguaraz de los nuestros habrá replicado con una hazaña aún más espeluznante. Habrá habido un cruce de miradas, alguna seña sólo perceptible para entendidos. Y el desafío habrá partido por fin de uno de los frentes, como una lanza en llamas, clavada ante la tribu rival y belicosa.

Ellos se miraron con cara de experimentados, de gente ducha en estos temas. Acordaron la fecha como dudando, como dando a entender que eran tipos muy ocupados. Supongo que, enroscados en sus propias mentiras y en sus respectivas alucinaciones, no notaron el temblor de algunas de nuestras voces, las caras de pánico de los más chicos, las miradas urgentes de los menos osados. Ellos pusieron una sola condición: ponían la cancha y la pelota. Nosotros, pobres ingenuos, torpes incautos, aceptamos.

El día fijado fuimos a pie: uno no puede jugar un desafío y mirar cada dos minutos la pila de bicis a ver si siguen donde uno las ha dejado: las distracciones pueden ser fatales, tanto porque te roben una bici como porque te metan un gol estúpido. La primera sorpresa fue la cancha. Ellos nos esperaban en la vereda de la vez pasada, pero no tenían armados los arcos en la calle. Cuando preguntamos, señalaron con calculada indolencia el paredón legendario de la canchita de la calle Buchardo. Nos miramos azorados. Decir en nuestra niñez “la canchita de Buchardo” era como decir “jugamos acá, en el Maracaná”, o “pasen, el desafío es en el estadio de Wembley”.

Era un baldío enorme, cerrado a la gilada por un paredón alto de ladrillo a la vista. El único acceso posible era a través del jardín del vecino. Vecino que se entretenía en golpear el vidrio de su ventana, en medio de agresivas gesticulaciones, las pocas veces que teníamos la valentía de pararnos siquiera a pispear un poco el asunto. Porque esa cancha, que tenía arcos de madera y todo, y que tenía hasta manchones de pasto en las esquinas, la usaban los grandes, jamás los chicos. Uno de esos grandes, que jugaban los fines de semana, era ese celoso cancerbero que nos echaba a las patadas. Lo que ignorábamos, y que descubrimos recién el día del desafío, era que el capitán de ellos era sobrino del terrible ogro de la casa contigua, y que los días de semana tenían libre acceso a ese estadio bellísimo.

Caminamos la media cuadra dándonos valor con la mirada, ocultando celosamente que jamás en la vida habíamos jugado en una cancha en serio. Entramos al jardín del vecino como quien atraviesa a ciegas un campo minado, esperando el terrible momento del estallido, de la cortina corrida, de los golpes furiosos en el vidrio, del rajen de acá mocosos del demonio. Pero nada pasó. O no estaba, o su sobrino lo había puesto sobre aviso. Saltamos por fin la pared por la parte más baja, íbamos cayendo con un ruido seco en la tierra prometida, un ruido que jamás hube de olvidar, y que supongo que los demás tampoco olvidaron. Un ruido que sonaba a misterio, a iniciación, a ultraje y a aventura.

El miedo nos volvió a ganar cuando los vimos abrir las bolsas que traían bajo el brazo. Eran botines. Los sacaron con gesto displicente, pero a sabiendas de nuestro pasmo inevitable. Porque nosotros, más allá de nuestras bravuconadas, éramos gente de jugar en el asfalto. Y uno, en la calle, juega en zapatillas. Y encima con zapatillas viejas, con esas ‘Flecha’ que nuestra madre nos ha cedido para que las terminemos de deshilachar, de destruir y de enmugrecer en esas tareas inútiles. Esas que tienen la tela totalmente descosida de la puntera de goma. Esas con las que hay que tener cuidado de que no se salgan los dedos por el agujero, cuando uno le pega a la pelota. Y van estos tipos y sacan los botines negros, relucientes, con esos tapones amenazantes, tan útiles para pegar de puntín como para arruinarle la pantorrilla a un pobre contrario indefenso.

Yo, calentón como fui siempre, les hice notar que nosotros jugábamos todos en zapatillas, y que con los botines iban a lastimarnos. Pero con cara de inocencia dijeron que nadie les había dicho nada, y que ellos jugaban siempre así, como se juega de verdad, y que lo del otro día en la calle había sido un entrenamiento. Con la sensación de ser un cavernícola analfabeto me callé la boca y me volví hacia los míos, buscando algo de confianza. Pero todos estaban demasiado asustados.

Lo peor vino después. Traían la pelota en una bolsa grande de ‘Casa Tía’. Era una bolsa enorme, blanca, y no se veía nada adentro. La llevaba un gordito pecoso y flequilludo. Con gesto grandilocuente la levantaron, la tomaron por abajo y soltaron las manijas. La bolsa se inclinó, abrió su boca misteriosa, y escupió una pelota Tango. Aquello era demasiado: la cancha de tierra con arcos de madera vaya y pase. Eso de los rivales provistos de botines ya era todo un riesgo. Pero una Tango original, que picó tres veces hasta quedar mansita en el mediocampo, eso era inaceptable. Nosotros -que jugábamos con una número cinco chiquita, de gajos alargados blancos y negros, que tendía más al óvalo que a la esfera, que picaba para el demonio, a la que había que engrasar primorosamente con la grasa sobrante del churrasco-, habíamos visto la Tango por la tele, en el Mundial 78; y después en la vidriera de la Proveeduría Deportiva. Pero en nuestro barrio ése era un objeto desconocido. Y van estos tipos y la sacan ahí, como si tal cosa, como si fuera algo de todos los días.

Ahí Felipe protestó, que “cómo no la tenían el otro día, en la vereda, cuando los vimos la primera vez”. El capitán de ellos, Walter creo que se llamaba, se aproximó con la Tango entre las manos, y nos habló en un tono peyorativamente didáctico, como si se dirigiera a una manga de infradotados. Nos dijo que, como era evidente, esa pelota tenía un plástico recubriendo el cuero, que hacía imposible su uso en la calle salvo que uno quisiera arruinarla, y que como ellos jugaban siempre en canchas de pasto, o de tierra a lo sumo, no se habían imaginado que nosotros pensáramos jugar con una pelota común y corriente. Gustavo tuvo entonces el tino de esconder la nuestra, miserable, debajo de una campera.

Nosotros nos quedamos mirándola como tarados. Encima era naranja debido a que, según transigió en informarnos, el padre del chico se la había traído de Europa porque era piloto de Aerolíneas, y allá la pintaban de naranja para poder jugar en medio de la nieve sin perderla de vista.

Cuando empezó el partido corroboramos, con angustia, nuestro palpito que una Tango no tenía nada que ver con el resto de las pelotas existentes en el universo. Por empezar, picaba el doble. No conseguíamos bajarla ni a los tiros. Saltaba en cada piedrita de la cancha, cambiaba de rumbo y nos dejaba pagando. Aparte dolía de lo lindo. A mí me tiraron dos o tres pelotazos que me dejaron las manos rotas, y eso que jugaba con guantes (unos de lana, ya jubilados del colegio).

El que más sufría era Gustavo, nuestro crack, que en lugar de patear de puntín, como el resto de nosotros, lo hacía de chanfle, o acariciando el balón con el empeine. Al rato de empezar le dolían los pies hasta los tobillos. Esas zapatillas nuestras eran absolutamente inapropiadas para patear semejante cascote. Además estaba el tamaño. Nuestra número cinco era una especie de prima pobre y escuálida, que apenas debía superar la mitad de la circunferencia de aquella enormidad anaranjada y con lustrosos vivos negros. Lo dura que sería que Gustavo tuvo la inconciencia de cabecearla en un centro, y quedó medio tarado un buen rato hasta que se le pasó el mareo (si hasta me acuerdo que le quedó la frente toda colorada).

Lo que más bronca nos daba era que ellos eran tan burros como nosotros. Pero con los botines ponían pata fuerte, y nosotros sacábamos el pie por precaución, y perdíamos todos los balones divididos. Y con la Tango nos tenían a maltraer. No hilvanábamos dos pases seguidos como la gente. Nos metieron un gol estúpido: me tiraron un chumbazo a quemarropa, y la muñeca me dolió tanto que se me dobló la mano (para colmo yo no lograba hacerme a la idea de atajar con palos de verdad, a qué negarlo).

Nos iban ganando uno a cero con ese gol mugroso, y en cualquier momento iban a embocarnos otro, eso era seguro.

Pero gracias a Dios, y en medio de nuestra adversidad tumultuosa, Adrián tuvo un rapto de inspiración mística. Empezó a los gritos a llamarlo a Miguelito, que ya había pegado el estirón y nos llevaba como dos cabezas. Ese día andaba más caliente que nadie, porque todavía no se acostumbraba a sus nuevas dimensiones, y ese balón endemoniado lo tenía más mareado que al común de nosotros. Así que Adrián le habló algo al oído, y el otro sonrió con placer, como sopesando la idea, como paladeando por anticipado una venganza que se sabe tan justa como inolvidable.

Yo, desde el arco, entendí poco y nada, hasta que vino un despeje desde el área de ellos, y Miguel se perfiló para pegarle de zurda. Miguel era, con la pelota en los pies, y como ya dije, un poco más espantoso que la mayoría de nosotros. Pero tenía la rara virtud de pegarle como con un fierro. La Tango venía picando casi mansita, como pidiendo permiso para seguir unos metros. Miguel se afirmó con la derecha, se inclinó levemente, y le pegó un chumbazo descomunal. La Tango salió como un bólido, como un meteorito en reversa rumbo al cielo. Pasó el paredón no por el lado de la calle (nuestro arco era el que daba a la vereda) sino por los fondos que daban a una casa vieja y sombría.

En los laterales, donde el paredón también era medianera, había un lindo alambrado como de dos metros de alto, porque estaba cerca de las líneas de la cancha, y el riesgo de tirarla afuera era evidente. Pero detrás del arco de ellos, del lado de la casa aquélla, quedaban todavía como treinta metros de terreno, lleno de malezas y arbustos y árboles petisos, que hacían suponer que la pelota jamás superaría el límite del predio por ese lado. De modo que cuando Miguelito le pegó ese chumbazo histórico la Tango subió a los cielos, superó por amplio margen el travesaño de ellos, sobrevoló dos limoneros apestados y unas cañas de esas que nunca faltan en los baldíos, planeó sobre el yuyal y sobre la hiedra, y se perdió en el misterio del más allá, con un ruido a chapas de lo más espeluznante.

El dueño de la pelota, que aparte de ser un gordito paliducho y pecoso nos había demostrado que de fútbol sabía lo que yo de astronomía, no pudo reprimir un grito de terror, y los suyos se miraron consternados. Nosotros pusimos cara de compungidos, atravesamos con ellos el yuyal, y hasta les hicimos pie para que se asomaran por encima de la tapia. No había caso: la pelota descansaba en un patio de lajas, y el ruido a chapa se había producido cuando la Tango había golpeado contra la puerta de hierro que desde la cocina daba a ese patio.

Por suerte para nosotros, eran las tres de la tarde. Tocarle el timbre a un extraño para pedirle una pelota es una tarea ardua y peligrosa a cualquier hora del día. Pero a la hora de la siesta, es directamente concurrir por propia voluntad al patíbulo. Nosotros lo sabíamos, y ellos también. El gordito traslúcido intentó despertar el espíritu de cuerpo de los suyos para que lo acompañaran, pero fue en vano. Contestaron, en medio de evasivas, que más tarde a lo mejor, pero que ahora, en plena siesta, ni mamados.

Con cara de circunstancia Alejandro declaró que era una lástima, una barbaridad, pero que íbamos a tener que seguir con otra pelota. Ellos se miraron y asintieron. Dijeron que no tenían ninguna otra a mano. Yo sabía que mentían, porque había visto de refilón la azul y roja, linda también, con la que habían jugado el otro día en la calle. Pero se ve que tenían un miedo atroz de que Miguelito, zapatazo mediante, la colgara en un vuelo sideral de la misma especie, y la enviara sin escalas a hacerle compañía a la Tango anaranjada. Alejandro, como si hubiese recordado súbitamente, se golpeó la frente y dijo que nosotros teníamos una. Aclaró, con tono de singular franqueza, que no tenía nada que ver con la que Miguelito acababa de colgar. Pero que, a falta de una mejor...

Ellos se apuraron a decirnos que sí. Alejandro mismo fue hasta detrás del arco y sacó nuestra pelota de abajo de la pila de camperas. Yo me acuerdo que nunca la vi tan linda, con sus gajos grises de tan despintados, con el olor rancio de la grasa cuidadosamente embadurnada, con ese par de protuberancias que la alejaban indefectiblemente de la esfericidad, con la marca indeleble en birome azul en el lugar de la válvula, entre las costuras, hecha para evitar chambonadas trágicas a la hora de inflarla. Porque ahí la cosa era distinta. Todo era cuestión de pegar unos cuantos puntinazos bien al ras del piso, de modo tal que entre las piedras que encontrara en el camino, y el azar de sus tumbos ovalados, a cualquier arquero se le escaparan dos o tres de ésas y a cobrar. Todo era cuestión de apretar los dientes y soportar a pie firme un par de taponazos en nuestras pantorrillas indefensas. Al fin y al cabo, uno a los doce tiene que ir aprendiendo a hacerse hombre.

Ganamos tres a dos, y fue una fiesta. Sobre todo porque ellos, humillados, nos pidieron la revancha para la semana siguiente. Nosotros pusimos cara de gente ocupada, de tipos abrumados por un montón de compromisos. Quedamos en volver a hablar recién el mes siguiente, porque argüimos estar tapados de desafíos contra los del Club Argentino, los de la canchita de “Tienda Presente”, los de la Triangular de Segunda Rivadavia, y otros cotejos tan severos como ineludibles. Después nos enteramos de que recuperaron la Tango, y de que lo hicieron a través de los buenos oficios que interpusieron dos de los padres de ellos ante el anciano propietario de la casa sombría, tan venerable como remiso a las devoluciones. Pese al hallazgo, no nos alarmamos. La revancha sería en el barrio nuestro. Y de locales, la cosa iba a ser en la calle. Y en la calle con los botines no podés jugar. Aparte, como los palos son dos cascotes, podés discutir de lo lindo cada pelotazo que pase cerca de los arcos, sobre todo si Miguelito juega de tu lado. Y sobre todo, en la calle la Tango no se usa porque se arruina, se moja en los charcos de los cordones, se le despelleja el plastiquito y te la puede aplastar cualquier colectivo. Y nadie va a correr semejante riesgo, ni siquiera siendo un gordito platudo con un padre en Aerolíneas.

Porque una Tango es muy linda y muy canchera, pero sale un ojo de la cara.

(tomado del excelente libro “Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol”, Ed. Galerna, 2000)

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Los primeros en jugar fútbol en nuestro país, fueron un grupo de marineros ingleses que lo practicaban en los baldíos del puerto de la ciudad de Buenos Aires.
Algunos historiadores señalan que, en los terrenos que hoy ocupa el Planetario, se desarrolló el primer partido informal entre marineros ingleses de dos barcos cargueros. Los equipos se diferenciaban por gorritos de colores; azules para unos y rojos para los otros.
Fue un simple ‘picado’, como muestra de un deporte que “esos ingleses locos” traían a estas tierras, que con el tiempo llegaría a convertirse en pasión.
Pero recién el 20 de Junio de 1867, en el elegante Buenos Aires Cricket Club, se disputó el primer partido con bases reglamentarias, aunque cada equipo estaba integrado sólo por 8 jugadores, algunos de los cuales jugaron con pantalones largos porque había damas presenciando el espectáculo.
Años más tarde, el fútbol llegó con fuerza al interior del país, organizándose torneos para luego conformarse improvisadas selecciones provinciales. Al respecto, el primer encuentro interprovincial, lo disputaron un representativo de Salta y otro de Jujuy.
Los jugadores y acompañantes salteños hicieron a pie los 96 kilómetros que los separaban de la capital jujeña. Sin embargo, pese al cansancio, al otro día jugaron y ganaron ¡6 a 0! Una verdadera hazaña. Eso sí, recibieron de premio, para el regreso a Salta, boletos para viajar en tren.

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La táctica cambió al fútbol. Lo importante es no olvidarse de las fuentes para conseguir resultados. Ahora, hasta los chicos juegan presionados. El jugador argentino es pícaro, atrevido, vivo. Eso era lo que se nos inculcaba desde pequeños y ahora ya no se hace: en las inferiores se buscan resultados a corto plazo. Pero el fútbol sigue siendo lo que aportan los jugadores.

(ALEJANDRO SABELLA, ex jugador y entrenador argentino, Revista “La Maga” Nº 2, Enero/Febrero 1994, pág. 56)

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Toda esta historia de David y Goliat no existe. Es un truco de Hiddink. Es muy astuto.

(MARCELLO LIPPI, entrenador de Italia, descreyendo sobre la superioridad que tendría la ‘azzurra’ ante Australia en el Mundial 2006)

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Pelota de cuero (Edmundo Rivero - Argentina)


Crecí como crecen los pobres purretes
la luz de mi barrio fue un rayo de sol.

Siguiendo la comba de aquel barrilete
a un arco de trapo le hice el primer gol.

Fui un crack y mis glorias en locas tribunas
igual que los sueños quedaron atrás,
y ahora este cruel referí de la zurda
restándome chance me marca el orsai.

Pelota de cuero, que amé desde pibe,
nacida en la magía de un mundo irreal.

Tras de la vidriera sos para el purrete
como una muñeca que dice:
“Llevame, que quiero jugar”.

Pelota de cuero, bordás en tu vuelo
el sueño más lindo de la juventud.

Nos das en la cancha el triunfo, el fracaso,
mas todos queremos beber en tu vaso,
pelota de cuero, la gloria de un club.

Mi pálida historia escrita en tus gajos
recorre a dos arcos el verde tapiz,
y veo a mi madre, cosiendo el andrajo
que vistió de fútbol mi infancia feliz.

En esta camisa azul, franja oro,
no puedo arrancarla, y me hace en el alma,
pelota de cuero, ¡el último gol!
Pelota de cuero, ¡el último gol!

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El primer clásico de barrio entre Independiente y Racing, se disputó el 9 de Junio de 1907, lógicamente, dentro del fútbol aficionado.
Esta primera versión del duelo de los equipos de Avellaneda, terminó con el triunfo de Independiente por 3 a 2, pese a que los pronósticos lo daban como al equipo más débil, porque venía de perder por goleada frente Atlanta.
La expectativa era mucha. El primer tiempo había terminado 2 a 2 y ya era toda una sorpresa, porque Independiente ofrecía enorme tenacidad a su poderoso adversario.
Pero la sorpresa fue mayor cuando, faltaban solo 3 minutos para el final, el delantero Rosendo Degiorgi anotó el gol de la victoria.
Los diarios de la época reflejaron las alternativas del juego, iniciándose una rivalidad futbolera que aún perdura en estos tiempos, seguramente hoy con mucho más fervor.
Racing alineó con Marengo; Mignaburo y Deluchi; Werner, Juan Ohaco y Larralde; B. Ochoa, Collazo, Bruzone, Ibáñez y Piatti.
Independiente formó con Bazara; González y Paist; Zetti, Hermida y Degiorgi; Pumarini, Arregui, Tagliaferri, Peluffo y Rosendo Degiorgi.

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Holanda no tiene un sistema de juego. Tiene varios y los aplica según las necesidades del partido. Nos importa saber cómo juega el adversario, sus puntos fuertes y sus flancos débiles. Pero sobre todo nos interesa saber qué somos capaces de hacer.

(JOHAN CRUYFF, resumiendo su pensamiento acerca del funcionamiento de Holanda y su "fútbol total" a mediados de los '70)

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Si Belluschi vale 40 millones de dólares con Riquelme saldamos la deuda externa.

(HORACIO PAGANI, periodista deportivo argentino, en el programa “Estudio Fútbol” que se emite diariamente por el canal TyC Sports -2008-)

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La leyenda de Epecuén (Horacio Iannella - Argentina)


Es probable que alguien le hable del pueblo que en Argentina, en la década del ochenta, desapareció bajo las aguas.

Quizás lea en un diario o vea por televisión un informe periodístico, seguramente complementado por datos de hidrología, que le explicará en detalle que las lagunas encadenadas se vieron desbordadas y que las compuertas que separaban las masas de agua de un pueblo con otro, fueron en algunos casos destruidas con explosivos por lugareños para los cuales, en ese momento, el habitante de la localidad vecina era el enemigo.

Dirán otros que la desaparición de alguna población era previsible. Le pondrán como ejemplo que los ingleses, cuando construyeron las vías ferroviarias en la zona, lo hicieron en varios tramos a seis o siete metros de altura previendo inundaciones.

Se hablará también, seguramente, de alguna obra hidráulica mal hecha o que se hizo a medias porque el dinero se malgastó en otras cosas.

No les crea. Por más explicaciones técnicas que le brinden, no les crea.

Lea eso sí, a continuación, la verdadera historia.

En el sudoeste de la provincia de Buenos Aires existió un pequeño pueblo llamado Epecuén.

Había allí un club, Gauchos de Epecuén, que participaba en los torneos regionales de fútbol.

Para aquellos campeonatos los equipos de cada pueblo solían reforzarse con varios jugadores de la capital o de otras ciudades, a los que les pagaban unos pesos y los viáticos. Gauchos de Epecuén jamás aceptó que ningún forastero formara parte de su escuadra. Esto lo llevó a ser considerado un ejemplo de ética deportiva aunque muchas veces los resultados no eran los esperados.

El club provenía de la fusión, en 1968, del Atlético Epecuén y del equipo de Estancia “La Concepción”, de propiedad de los Alzaga Unzué. La utilería y los vestuarios estaban ubicados detrás del arco orientado hacia el norte y según se dijo siempre, una de las paredes lloraba las derrotas. Estaba comprobado que sólo esa pared chorreaba agua cuando el equipo perdía. Si ganaba o empataba el muro permanecía totalmente seco.

Hubo un año en que al empate del primer partido del campeonato le siguieron seis triunfos, lo cual generó una algarabía espectacular en el pueblo.

Para la fecha siguiente la cancha era una fiesta. La gente tapizó todo con los colores azul, blanco y rojo del club y la cancha se colmó de espectadores. Gauchos perdió siete a cero. La pared lloró tanto que los jugadores tuvieron que cambiarse en otro recinto, la inundación provocó que el campo de juego quedara totalmente tapado de agua y hubo que poner bolsas de arena adelantes de las puertas de varias casas aledañas.

Pero en aquellas tribunas, todavía como hinchas había un grupo de jóvenes, una generación de futuros cracks nacidos allí, en Epecuén, gracias a la intervención del ángel de la pelota. Estos chicos empezaron a ganar partido tras partido en las categorías infantiles y a los pocos años produjeron la mayor alegría en la historia del pueblo: campeones juveniles.

Luego de la obtención de este título llegaron representantes de clubes de distintas ciudades con la intención de llevarse a las nuevas estrellas del fútbol. Los jóvenes, imbuidos del espíritu que sus mayores les inculcaron desde la cuna, se negaron y decidieron seguir vistiendo la poco gloriosa aunque muy amada camiseta de Gauchos de Epecuén.

Disputaron el torneo de mayores, ganaron el Regional y obtuvieron el derecho de jugar otra instancia para acceder al Campeonato Nacional en el que participaban los grandes del fútbol argentino. La posibilidad de jugar frente a San Lorenzo, River o Boca no dejaba dormir a nadie en el pueblo. En la anteúltima página de la revista “El Gráfico” salió una pequeña foto del equipo y cada poblador compró y guardó un ejemplar.

Después de ganar los dos primeros partidos de un cuadrangular llegaron a la instancia final y el pueblo vivió aquellos días con una excitación incomparable.

Jugaron de locales contra Olimpo de Bahía Blanca que movilizó mucha gente. El partido fue un engaño ya que el referí estaba comprado. Antes que finalizara el primer tiempo ya habían expulsado a los dos mejores jugadores de Gauchos y el resto poco pudo hacer.

Promediando el segundo tiempo la pared empezó a llorar, Gauchos perdía dos a cero. Fue un llanto implacable.

El agua llegó rápidamente hasta la cancha y comenzó a inundarla. Diez minutos antes que finalizara el tiempo reglamentario el árbitro suspendió el partido ante la imposibilidad de seguir jugando.

Torrentes incontenibles arrasaban todo a su paso. Los hinchas bahienses no entendían qué estaba sucediendo.

Los locales sabían que era su pared que lloraba.

La gente de Bahía Blanca tuvo que dormir en los autos y colectivos en los que habían viajado porque el barro era tal que les fue imposible salir con los vehículos. Al día siguiente fue peor, debieron irse a pie y chapoteando el agua que les llegaba a las rodillas.

Al ver que no se detenía, un grupo de pobladores quiso acercarse a la pared para derribarla pero fue imposible.

Ésta siguió llorando su pena futbolera, no se detuvo y Epecuén desapareció bajo las aguas.

(un gracias enorme a Horacio por autorizarme a publicar este cuento)

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Antes de la final del Mundial de 1930, el delantero argentino Luis Monti, (foto) había recibido innumerables amenazas anónimas contra él y su familia. De urgencia mandan a llamar a Bidegain y Larrandart, dos de los dirigentes de mayor peso del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, institución donde jugaba Monti.
En un principio los dirigentes argentinos le atribuyeron las amenazas a algunos fanáticos uruguayos, debido a que en la final del Campeonato Sudamericano de 1929, disputada en Buenos Aires y ganada por Argentina, Monti se había trenzado a golpes de puño con el guapo de la otra orilla, Lorenzo Fernández.
Francisco "Pancho" Varallo recordaba años después: "Monti no tendría que haber entrado en la final, se lo notaba cohibido, como con miedo a jugar".
Pero con el tiempo se sabría que se trataba de la mafia italiana, comandada nada más ni nada menos por Benito Mussolini. La idea era que la selección argentina fuera derrotada por los locales y que el culpable del subcampeonato sea de Luis Monti, para que todo el pueblo de su país lo maltrate y menosprecie, para que finalmente cuatro años más tarde acepte defender la camiseta del seleccionado italiano, el cual sería local en el '34.
Los espías italianos encargados de cumplir la misión eran Marco Scaglia y Luciano Benetti, quién apenas comenzada la final del mundo le comentó por lo bajo a su colega: "Dentro de noventa minutos sabremos si tendremos que matarlo a él, a su madre u ofrecerle mucho dinero para ir a jugar a Italia".
Finalmente Monti jugó contra su voluntad, pero el miedo le impidió hacerlo como merecía la afición argentina. Tiempo después recordaría: "Me mandaban anónimos, no me dejaron dormir la noche anterior".

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Incluso cuando está sentado en el banquillo, está jugando. Localiza los problemas y cuando salta al césped actúa como el entrenador, ordenando y ajustando posiciones. Al final del partido, simplemente le daba un apretón de manos y le decía 'gracias'.
Creo que tiene una especie de computadora en la cabeza y que sabe qué hacer en cada situación. No le dabamos órdenes especiales. Sólo le pedíamos que jugara como Roger Milla.


(VALERI NEPOMNIACHI, entrenador ruso a cargo de Camerún en Italia 1990 recordando a Roger Milla)

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Nosotros seguimos teniendo hambre, pero uno se aburre en sus entrenamientos. En doce años en la selección nunca había vivido nada igual. No sabemos cómo jugar, cómo colocarnos, cómo organizarnos... No tenemos ningún estilo, ninguna idea, ninguna identidad. Las cosas no van bien.

(THIERRY HENRY, opinando el pasado viernes en el periódico 'Le Parisien', acerca del rumbo de la Selección de Francia y la conducción de Raymond Domenech)

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El partido de fútbol (Laurence Stephen Lowry - Inglaterra)

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Google Earth sobre los estadios de la Premier League

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Según parece, los árbitros son muy propensos a sentirse condicionados por los colores. A principio de los noventa, durante uno de los primeros partidos de Hugo "Perico" Pérez (foto) tras su llegada a Ferrocarril Oeste le cometieron una clara y fuerte falta, la cual el árbitro pasó por alto como si nada hubiera sucedido, cuestión que lo hizo reaccionar desconcertado reclamándole; por lo cual Carlos Timoteo Griguol (entrenador del equipo) le gritó desde el banco algo como: "Perico... por favor... ¡Mirá la camiseta que tenemos puesta! ¿Dónde te creés que estamos... en River? Cerrá la boca y seguí jugando, que acá no te cobran nada".
Otro ejemplo muy claro es el de Roberto Passucci, quien tras seis temporadas en Boca [1981-1987] donde le permitían (por decirlo de alguna manera) explayar libremente su riguroso trato a los rivales le fue muy difícil tener que adaptase a jugar sin esa habitual permisividad cuando le tocó desempeñarse en Talleres de Córdoba y en Unión de Santa Fe.

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Convertí tres goles de penal en un partido y es récord; pero igual el ídolo en este país (Argentina) es Martín Palermo, que erró tres en uno.

(JOSÉ LUIS CHILAVERT, ex arquero paraguayo, "atendiendo" al goleador de Boca Juniors quien en 1999, jugando por la Selección, erró tres penales ante Colombia)

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El intelectual debe interesarse por todo lo que está vivo, y el fútbol lo está.

(CAMILO JOSÉ CELA (1916-2002) escritor prolífico, novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante y académico español)

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Profesionalismo vs. Amor a la camiseta


Los ídolos de equipos grandes que de chicos hinchaban por “la contra”

Racing e Independiente tienen técnicos con pasiones cruzadas. Pero también los tuvieron Boca y River y San Lorenzo y Huracán. ¿Es condición ser hincha para triunfar en un equipo? El listado de los que cuando eran niños alentaban a los rivales.

La llegadas de Claudio Borghi y de Juan Manuel Llop a las direcciones técnicas de Racing e Independiente y sus pasados como hinchas de la “contra” provocaron revuelo entre los fanáticos de ambas instituciones de Avellaneda. Mientras que a unos poco parecía importarles el pasado de “tablón” de sus nuevos directores técnicos, otros salieron ofuscados a denostarlos en los distintos foros de Internet.

La historia demostró que no siempre los que fueron más admirados por las hinchadas de los equipos grandes de la Argentina fueron los que desde la cuna abrazaron los colores que los consagraron. Hasta en algunos casos, los más ganadores con una escuadra, cuando pequeños soñaban con gritar goles trepados al alambrado de la tribuna diametralmente opuesta a la que los admira.

Enumeramos entonces los casos de ídolos de los cinco equipos grandes que de niños eran hinchas de otros cuadros.

ÍDOLOS DE BOCA JUNIORS

Diego Cagna (hincha de River)
El padre del capitán del equipo que batió el récord de partidos invicto trabaja en el estadio Monumental de Núñez desde hace décadas. Cagna heredó esa pasión pero tantos años en el Xeneize llevaron a que declare que ahora le quiere ganar sí o sí al que fue el equipo de sus amores durante su infancia.

Carlos Bianchi (hincha de River)
El entrenador que más títulos consiguió en la historia de Boca Juniors, soñaba de pequeño con lograr lo que logró pero con una banda roja en su pecho y el “9” en su espalda. Hoy ya se considera parte de la “familia” del equipo de la Ribera pero no niega su pasado.

Diego Armando Maradona (hincha de Independiente)
¿Quién puede negar que el “Diego” sea fanático de Boca? Su padre era desde siempre seguidor del equipo de la Ribera pero el más grande de todos los tiempos se eclipsó ante la magia del “Bocha” Bochini y tiró durante un tiempo por el “Rojo”. Su palco en la “Bombonera” hace que ese pasado quede totalmente sepultado.



ÍDOLOS DE RIVER PLATE

Daniel Passarella (hincha de Boca)
El defensor más goleador de la historia de River Plate, en su Chacabuco natal pateaba con su zurda el balón soñando con ser Marzolini, Rattín o “Rojitas”. En el ’98 estuvo a punto de ser entrenador Xeneize pero por algunos detalles el acuerdo se cayó y el elegido fue Carlos Bianchi. ¿Qué hubiera pasado?

Norberto Alonso (hincha de Racing)
El “Beto” se probó en Racing varias veces pero lo rebotaron. Cansado de no poder cumplir su sueño, se fue hasta Núñez en una época en la que el “Millonario” contaba años sin títulos. Cuando la sequía cumplía 18, con la “10” en la espalda llevó al equipo a la gloria y la hinchada lo adoptó como ídolo.

Reinaldo Merlo (hincha de San Lorenzo)
En las veredas de La Paternal donde Paysandú y Añasco se cruzan, un nene de cabello rubio jugaba de delantero emulando a José Sanfilippo. Todo cambió con los años para Mostaza. Se quedó con la “5” de River hasta su retiro y dice que el Monumental es "su casa".

ÍDOLOS DEL RACING CLUB

Juan José Pizzutti (hincha de Independiente)
Uno de los máximos goleadores de la historia de Racing y el técnico más ganador con esa casaca, confesó que de chico le tiraba la contra. Con el tiempo esa pasión se le fue yendo y hoy nadie puede negar que “José” es tan de Racing como Gardel.

Claudio “Turco” García (hincha de Huracán)
Inolvidable es el “Turco” para los hinchas de la “Academia”. Su gol con la mano y los pantalones que se “dejaron caer” ante Independiente lo ponen entre los máximos ídolos de Racing. Pero ese atrevido wing nunca negó su pasado “Quemero”.

Rubén Oscar Capria (hincha de San Lorenzo)
Cuando era pequeño en General Belgrano, el “Mago” pateaba tiros libres con la misma precisión que lo caracterizó siempre pero soñando con que los hacía con la camiseta azulgrana. Su hermano Diego cumplió ese sueño pero al último “10” que tuvo Racing, le quedó como asignatura pendiente.

ÍDOLOS DE INDEPENDIENTE

Ricardo Bochini (hincha de San Lorenzo)
Nunca negó el “Bocha” que de chico era hincha de San Lorenzo. Poco les importa a los del “Rojo” que disfrutaron de sus pases milimétricos y de su talento por casi dos décadas. Una calle lindera al futuro estadio lleva su nombre por lo que su pasado “cuervo” queda para el álbum de fotos familiares.

Enzo Trossero (hincha de Racing)
En el ’83, Racing se estaba despidiendo de la Primera División e Independiente se estaba consagrando campeón. El árbitro sancionó un penal en contra de los más sufridos de Avellaneda y un férreo marcador central lo convirtió en gol. Ese era Enzo Trossero que de chico nunca hubiera imaginado ser protagonista de esa historia.

Luis Artime (hincha de Racing)
Su admiración por Rubén Bravo lo llevó a jugar siempre de delantero y a acostumbrarse a gritar goles. Uno de los más eficientes centro atacantes de los ’60 fue ídolo “Rojo” antes de pasar a River y Nacional de Montevideo pero nunca negó su fanatismo por la “Academia”.

ÍDOLOS DE SAN LORENZO DE ALMAGRO

Héctor “Bambino” Veira (hincha de Huracán)
“De la mano del ‘Bambino”, la vuelta vamos a dar” cantaba la hinchada de San Lorenzo. Veira fue la cuota de picardía de los “Carasucias” junto a Rendo, Doval, Areán y Casa pero de pequeño era ciudadano de Parque Patricios y como casi todos los de allí, el “Globo” era su pasión.

Néstor “Pipo” Gorosito (hincha de River)
Su padre le puso de nombre Néstor y de segundo nombre Raúl como claro homenaje a Rossi. De niño emulaba a su tocayo jugando de mediocampista central. Los años lo convirtieron en enganche y en símbolo “cuervo”.

Leandro Romagnoli (hincha de Huracán)
“Pipi” estuvo cerca del ring side en una oportunidad en la que se homenajeó a un ícono “quemero” como lo es Oscar “Ringo” Bonavena. Cuenta una leyenda que heredó esa pasión de su papá Atilio y hasta se hizo un tatuaje de un globo que ya tapó con otro.

Otros equipos

No es todo esto ya que podemos nombrar a otros símbolos de los equipos más importantes de la Argentina que simpatizan (o simpatizaban) por los denominados chicos.

En lo que respecta a Rosario Central cuenta como hinchas a Javier Mascherano (ex River) y Leandro Gioda (actual Independiente) e incluso al ex “leproso” Juan Simón. Su archirrival Newell’s tiene a Lionel Messi y al “Tolo” Gallego como simpatizantes.

Diego Latorre y el “Pipa” Jorge Nicolás Higuaín gritaron los goles del “Beto” Márcico en el Ferro de Griguol pero nunca pudieron ponerse la “verde” de sus amores, algo que sí pudo hacer Roberto Fabián Ayala.

Entre los cordobeses podemos decir que Pablo Aimar sueña con jugar en su querido Belgrano como lo hizo Mario Kempes en su amado Instituto y Oscar Dertycia en Talleres. Dos hinchas de equipos de La Plata como Ricardo Caruso Lombardi (Estudiantes) y Rodrigo Palacio (Gimnasia) nunca tuvieron vínculo alguno con los equipos de su corazón pero sueñan con poder conseguirlo.

El “Tigre” Gareca volvió de Colombia (tres veces finalista de la Libertadores con el América de Cali) para cumplir su sueño de jugar en Vélez. También Hernán Díaz pudo jugar en Colón (siempre dijo ser “sabalero”) cuando River lo cedió a préstamo. Cerca estuvo el “Chanchi” Estévez de jugar en su Huracán querido pero hasta ahora no lo concretó.

Si a equipos que están en el fútbol del ascenso nos referimos, podemos decir que Chacarita Juniors tendría un técnico que ahora dirige a un equipo grande (Carlos Ischia) y a un arquero de Selección (Oscar Ustari) si ambos se decidieran a trabajar en el equipo de sus amores. Siguiendo esa línea, Julio Cruz volvería al país para cerrar su carrera en su querido Témperley tal como lo hizo Néstor Fabbri (otrora capitán de Boca y Racing) en All Boys.

¿Amor a la camiseta?

Queda claro entonces que para triunfar en el fútbol no hace falta tener ese fuego sagrado que tienen los sufridos hinchas que pagan semana tras semana su popular para alentar al equipo. Profesionalismo, talento y garra son los condimentos necesarios para lograr ser ídolo.

Las viejas camisetas de piqué quedan archivadas y tanto futbolista como técnicos demuestran que con el pitazo inicial no hay pasado ni tradición que valga. Así entonces, los hinchas de Independiente podrán soñar con dar la vuelta de la mano del racinguista Borghi mientras que la “Guardia Imperial” anhela evitar la Promoción y por qué no construir una nueva estatua de un Juan Manuel Llop que cuando niño admiraba a Bochini.

Los verdaderos hinchas entonces están detrás del alambrado...

(artículo publicado en Abril de 2008 en el portal “26 Noticias”)

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Diego Armando Maradona fue el mejor futbolista de todos los tiempos y nunca habrá otro igual, porque a sus condiciones naturales agrega una valentía que pocos tienen en el mundo.
A Diego lo admiro como jugador, por lo que fue y lo que es, pero sobre todo como una persona que defiende sus principios e ideales por encima de todo. Maradona se animó a hacer y decir muchas cosas que mucha gente siente o piensa pero, por temor, oculta. Él las dijo, por eso se enfrentó a poderosos y a veces sufrió las consecuencias.
Si Maradona tuviera ahora 25 años no habría dinero con qué pagarlo.


(CARLOS "Pato" AGUILERA, ex futbolista uruguayo y amigo personal del astro argentino -2001-)

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Leonardo, sigan ganando, así me mantienen al pueblo tranquilo, al pueblo preocupado por ustedes. Yo creo que retrasamos el Golpe.

(SALVADOR ALLENDE, ex presidente chileno, dirigiéndose a Leonardo "El Pollo" Véliz luego de recibir en La Moneda al plantel de Colo Colo por la extraordinaria actuación en la Copa Libertadores de 1973)

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Maradona no sirve, lo dije hace un año y parece ser que no lo quieren entender. Yo analizó a Maradona como técnico y lo que hizo fue casi mandar al descenso a Racing y a Mandiyú lo hizo desaparecer. Todo cero, nada a favor tiene. Maradona debe hacer las valijas urgente, no sabe nada. Yo pondría otro técnico ya, porque estamos en la lona. Argentina fue un desastre. Para mí, Bianchi tendría que ser el técnico de la Selección.

(JOSÉ FRANCISCO SANFILIPPO, recordado goleador argentino, pegándole al DT de la Selección Argentina, tras la dura derrota sufrida ante Brasil horas atrás)

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Me va a tener que acompañar (Ricardo Rodríguez - Argentina)


De pibe iba a la cancha. La cancha de mi Club, piso de tierra, pero muy parejo, eso si. La nuestra era una de las mejores canchas de la zona. Cuando llovía, porque por aquel entonces llovía, no se juntaba nada de agua. Cuarenta, cincuenta milímetros el sábado, y el domingo se jugaba sin ningún problema.

Corrían los años de los torneos “relámpagos”. Se reunían cuatro, seis u ocho equipos una tarde de domingo en cualquier cancha de la zona, se armaba por sorteo el orden de los partidos y arrancaba el campeonato. Era por eliminación y en caso de empate se definía por tiros libres, desde la puerta del área grande, el pateador elegía el lugar donde poner la pelota y desde allí “ejecutaba” al arquero.

De tardecita, a veces con poca luz, ya que el sol empezaba a despedirse lentamente, se jugaba la final.

La gente, dispuesta alrededor del rectángulo de juego, sin más obstáculo que una mera baranda de madera, pero conservando su lugar, sin pensar en invadir en ningún momento, salvo que la situación lo amerite.

Esta no iba a ser una tarde de domingo más. Éramos locales, los nuestros estaban confiados. Se sentían candidatos a quedarse con la copa. Ese día se juntaron cuatro equipos. En el primer partido los dueños de casa vapulearon a los de Villa Alba por cuatro a cero. Tres goles del Negro Lezcano y el último, de penal, lo convirtió el capitán “Juancho” Amenábar.

¡Qué goleador Lezcano! Dentro de las dieciocho era inapelable. No perdonaba el Negro. Tipo vivo como pocos. Sacaba ventajas del error más pequeño del rival.

En el segundo partido se enfrentaban los de La Colonia con los empleados del ferrocarril de un pueblo vecino, que se estaban agrupando para dar vida, unos años después, al Deportivo Anglo Argentino.

Ganaron los de La Colonia 4 a 2, equipo fuerte, duro, el 9, el ruso Schmidt, medía como dos metros. Todos trabajadores del campo. Se entrenaban hombreando bolsas.

Y así llegó la final. El local frente a La Colonia. El Negro Lezcano se tenía una fe bárbara. Pero el encuentro se hizo muy parejo. Pasaban los minutos y el marcador seguía en blanco. Hasta que, sobre la media hora del segundo tiempo, en una de las pocas llegadas de La Colonia, se escapó el ocho de ellos, gambeteó a Amenábar, y cuando el pelado Corcuera, nuestro arquero, dio un paso para tratar de achicar el ángulo de tiro, se la pasó al ruso Schmidt que sacudió un latigazo y la pelota se fue a meter pegadita al palo izquierdo. Gol de La Colonia.

Fue un instante de silencio absoluto, que solo se rompió con el grito de gol del nueve y sus compañeros, y algunos pocos que habían venido en un camión destartalado, siguiendo a los visitantes.

Se cuenta que caminando para la mitad de la cancha, el Negro Lezcano, pelota bajo el brazo, se le acercó al referí y por lo bajo le dijo: ¡Hasta que no empatemos no lo terminás, eh!

El árbitro, había venido de Bahía, andaba de paso visitando unos parientes y aprovechaba la tarde para hacerse unos manguitos. Se sabía que allá en la ciudad era referí, lo que no sabía que era de esos que ‘no se casan con nadie’. ¡Juegue! ordenó, y siguió el partido.

Los grandotes de La Colonia, todos atrás y los nuestros a la carga barracas! El arquero de ellos parecía agigantarse, le pegaban por todos lados, una en el palo, otra apenas afuera, los minutos pasaban, iban 43, parecía que se nos escapaba. Hasta que la agarró el petiso Díaz, ligero el petiso, se escapó por la derecha y mandó un centro que era un poema, combado, perfecto, justo al corazón del área, el full back que duda, el arquero no sale, y allí estaba Lezcano, saboreándose esperando la pelota, la bajó, la acomodó, se disponía a rematar… cuando siente desde atrás un golpe duro que lo desparrama por el área. Penal!!! Gritaron todos. Penal!!! Vociferó el Negro mirando al referí.

El encargado de impartir justicia, realizando el clásico ademán con los brazos, expresó: siga… siga…

-¿Como siga, siga, estás loco, estás
-exclamó el Negro desesperado. ¿No viste el golpe que me pegaron? -agregó haciendo señas ampulosas que se vieron desde el arco de enfrente.

-¡No serás tan hijuna gran puta de no cobrar penal!- recalcó.

El bahiense, imperturbable, frío como el mármol, se quedó plantado en la media luna, ante el estupor generalizado y los insultos recibidos desde afuera y desde adentro de la cancha, sentenció:

-Lezcano se va para afuera, está expulsado -extendiendo su brazo derecho y señalando con el dedo índice, el sector local.

-¿Cómo que lo echás? -gritó el capitán Amenábar

-¿Estás loco vos? Mirá que de acá no salís vivo, eh! -agregó para tratar de amedrentar al portador del silbato. Pero éste, lejos de arrugar, repitió: “Lezcano se va o no sigo el partido”.

Los nuestros, en la desesperación, viendo que los minutos se esfumaban y se nos iba el partido, apuraron el trámite.

-Dale Negro, dejate de joder, andá para afuera así seguimos jugando -fue el reclamo casi unánime, pensando que el árbitro en algún momento iba a aflojar y adicionar varios minutos. Le erraron fiero, porque el arquero sacó desde el área un fuerte y alto pelotazo y cuando el esférico pasaba de un campo a otro el silbato del referí se escuchó tres veces, sentenciando el final y la derrota.

El negro Lezcano, todavía refunfuñando, estaba juntando su ropa. Se colocó el capote y se puso la gorra chata, azul, con el escudo nacional de bronce en el frente, y se acodó en la baranda. Se le oyó decir: ¡Vos me echaste hijuna gran perra. Ahora vas a ver! -y cuando el referí se acercó a donde el Negro estaba esperándolo, éste emitió la frase que tantas veces había dicho en procedimientos policiales:

- ¡Señor árbitro, disculpe... me va a tener que acompañar!

Y ahí salieron los dos. El referí y Lezcano. El árbitro sin entender porqué se lo estaban llevando, de última no había visto un penal grande como una casa y nos había echado un jugador, creía que no era para tanto, pero claro cómo iba a pensar que ese jugador que había expulsado, el goleador, el ídolo nuestro, era ni más ni menos que el Comisario del pueblo, Obdulio “el negro” Lezcano.

Y Lezcano que lo llevaba agarrado de un brazo, con el capote sobre los hombros, la gorra chata, azul, con el escudo al frente… pantalón corto y botines, repetía: ¡yo te voy a dar… echarme a mí!

Ante la mirada atónita de todos los presentes, ahí iban los dos, caminado, rumbo… a la Comisaría.

(Mi agradecimiento a Ricardo por el envío de este, su primer cuento -y esperamos que no sea el último- para compartirlo con todos ustedes)

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En mi paso por las canchas me encontré con todo tipo de rivales, unos que salían a buscar francos y otros que iban a buscar las piernas.
A veces tener fama de goleador tiene sus bemoles, porque muchos querían eliminar a “Lolo” de prepo, o sea a la mala.
Una tarde nos tocó jugar contra el Sporting Tabaco (actualmente Sporting Cristal) y salió un zambo medio desteñido a marcarme. Se apellidaba Cancino y tenía fama de bravo en el Rímac.
De arranque comenzó a provocarme, a trabajarme a la boquilla tratando de ganarme la moral, quería atarantarme con frases subidas de tono y me soltaba de vez en cuando “te voy a romper la pierna blanquiñoso…”
Yo estaba tranquilo y el árbitro ya se había dado cuenta de lo que buscaba Cancino, en esos tiempos no había nada de tarjetas amarillas.
En una de esas, en que voy a parar la pelota, con el rabillo de lo ojo “manye” que el zambo se me venía encima con malas intenciones. Entonces voltee rápidamente y lo enganché en el aire, y se metió un revolcón de los mil diablos.
Se levantó enfurecido y se me cuadró en plan desafiante. En ese momento me acordé de las cowboyadas, de esos héroes del lejano oeste como Tom Mix, Red Barry y tantos otros, y lo crucé con un golpe de derecha en la mejilla y luego lo empalmé con uno en el ojo.
¡Para qué contarles...! El zambo no regresó por el vuelto. Salió de la cancha con el ojo morado sin ser Octubre. Pero lo que tuvo más significado para mí, fue que el árbitro ni siquiera me llamó la atención. Es que se había percatado que Cancino era malero y había cobrado en plato hondo.

(TEODORO “Lolo” FERNÁNDEZ (1913-1996), célebre jugador peruano de las décadas del ’30 y ’40)

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Sin el fútbol, sería un delincuente. A día de hoy he cumplido 17 años de desgraciado y 9 de millonario. Me faltan aún 8 para igualar.

(ANTONIO CASSANO, jugador italiano, en su libro autobiográfico “Dicco Tutto” -Lo digo todo-)

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Yo no sabía que significaba esa alfombra, la ví seca y me tiré en ella para descansar y ver el partido un ratito más, después me fui porque me tiraban chocolates, como tenía un poco de hambre, y para darles bronca, me los comía y seguía caminando despacito.
Cuando llegué al banderín del córner agarré la banderita inglesa, la retorcí, los insulté y me empezaron a tirar latitas de cerveza. Me fui porque o me mamaba con cerveza o me mataban.


(ANTONIO RATTIN, ex internacional argentino, recordando su polémica expulsión en el Mundial de 1966)

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Gracias Arsenio (Héctor Negro - Argentina)


¿En qué cabriola final se fue tu embrujo a
gambetear los ángeles con diabla voltereta?

¿Qué salto te mandaste más allás de las nubes,
que el cielo, en el crepúsculo, tiene tu camiseta?

Un algo de mi asombro de chiquilin se "pianta"...
Bailarín de leyenda al que amó la gramilla.

Y el pájaro redondo que te prestó las alas
rompe todas las redes y al vuelo lo hace astillas...

Arsenio de las canchas. Gran Erico, "Paragua"
no te vas por el túnel de esta bola que gira..

Te quedás en domingos. Regresás por la magia
de tus goles que la hinchada respira...

Arsenio de las canchas. Gran Erico, "Paragua"

Que ennoblezca tu clase al tablón y al cemento...
y gracias por tu fiesta que ya nunca se emparda.

Yo te brindo este pase. Jugalo de taquito...
que la muerte es cuento...

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- ¿Cómo forma México en la noche de hoy?

- El equipo incaico de México formará de la siguiente manera...

(Pregunta de Carlos Muñoz -foto- e insólita respuesta del vestuarista "Freddy" Hernández en la previa, por radio Carve de Uruguay, de un amistoso Uruguay-México antes del Mundial 86)

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Ellos hicieron un partido aburrido. De hecho Suecia es un país aburrido, pero hemos ganado y lo demás no importa.

(BRIAN CLOUGH (1935-2004), recordado entrenador británico, tras ganar 1 a 0 con el Nottingham Forest la Copa de Europa ante el Malmoe sueco el 30 de Mayo de 1979 en Munich)

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