algo vuela hacia el sol y no se sabe si es la pelota o si es la misma tierra
BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO
ante su red aguarda la portería aún, araña parda
MIGUEL HERNÁNDEZ
1.
El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo.
Lo bueno es treparse unos sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo después, cuando el balón brinca ya en las redes, no alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez congénita. Desde la tribuna es tan fácil.
Se conoce la historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una época en que había un centre-half y un centre-forward, cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El espectador veterano sabe que cuando el fútbol se convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan, ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien. Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado, ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece, ¿por qué no?, al locatario.
Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés, veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico, alguien últimamente en alza según los cronistas deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa minutos e incluso convirtió Uno, el segundo, de los dos goles que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro. Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra, casi un paño verde como el del casino, con la importante diferencia de que allá los números son fijos, permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda) podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos, sólo el Flaco es oscurito.
Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran, bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A Benjamín (Benja para la hinchada) le sube una bocanada de desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan, es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de la hinchada mayor.
Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera hace guiños en clave, señales secretas como las del truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de saludable euforia y además no aparece en los controles antidoping.
Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros, a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol, dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
2.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran, todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas.
El aire salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha traído la penúltima ola. Todo es mío. ¿Qué sería de mí, el número ocho, sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre, de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda. Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla.
Me gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan, condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de futuros presidentes cogotudos.
Bueno, no sé ni siquiera si tiene hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco, tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra vergüenza pobre.
Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio, sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que atrás dejo la ciudad que me espía o me protege, según las horas y según mi ánimo, y adelante está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que a veces me hace olvidar que soy número ocho.
3.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había participado en el primero porque en una jugada tonta había caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco días de cuidado, así que el preparador físico decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró. Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y sutil como todos los suyos.
De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el respaldo que estaba frente a él apareció una mano de mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual. Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que aún no había formulado; en fin, que querían ser asidas. Y lo más preocupante era que él también quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así podía implicar, verbigracia que la dueña de aquéllas manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello, un título, a sólo dos columnas (porque era número ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión sexual.
Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras, finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil decisión y tras ajustarse también él el cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron, pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada. Él respiró y quedó a la espera. Cuando el avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo la respiración, leyó: 912437.
Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero los compañeros sabían que a él no le gustaba toda esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo. Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora, con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del avión como de un podio olímpico y diez minutos después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
4.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de zaguero y sin embargo había terminado en número ocho. Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.
El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más polémicas del último domingo.
Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y su caballito de batalla era hacerles bromas cada vez que, por azares del fixture, debían jugar frente a frente, ellos dos que eran tan amigos. Y el sordo mantenía al día su contabilidad particular. En los tres años que ambos llevaban en Primera A, Benja sólo le había hecho a Martín dos goles, pero de penal, y más de una vez el golero le había sacado al comer uno de esos fulminantes cabezazos que hacían el delirio de la hinchada y que constituían el más preciado don del número ocho. Cuando estoy frente al gol, decía Benja, mi obsesión es introducir la pelota en un ángulo absolutamente inalcanzable, y ahí no hay golero amigo que valga, pero si tengo la mala suerte de que el tipo que está en el arco me ataja el zurdazo o lo que sea, entonces prefiero que el que se luzca sea Martín y no otro.
El sordo llevaba la cuenta, con el mismo rigor que una computadora, de todas las atajadas de Martín, desglosándolas en varias categorías: con los puños, con una mano y al comer, retención con ambas manos, abandono momentáneo del arco a la manera de un back de antaño. Y también la nómina de los tiros al arco efectuados por Benja: de derecha, de zurda, de cabeza, de chilena, tiros muy desviados, apenas desviados, los que daban en el travesaño, en el poste izquierdo, en el derecho, los tantos anulados por "orsai", los penales errados y los acertados, y como corolario, los rotundos y gloriosos goles efectivamente convertidos.
A Benja y a Martín les divertía aquel culto singular, que oficiaba de memoria plural, pero si bien nunca lo admitían con todas las letras, ni siquiera en sus diálogos privados, en el fondo todo ello halagaba sus respectivas y modestas vanidades y constituía un motivo adicional (además de los ñoquis a la boloñesa y los capeletis a la caruso y el buen tinto de la casa) para hacerles coincidir, al menos una vez por semana, en el local de Bellini, que, aunque en los hechos (y en los precios) había ascendido con justicia a la categoría de restaurante, aún seguía mostrando en su refulgente neón bicolor su condición original de pizzería.
Sólo cuando, después de los comentarios y risotadas de rigor, el sordo consideró oportuno regresar a su puente de mando, o sea la caja, Martín empezó a poner sus preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos, aproximándose al tema pero sin abordarlo directamente. Por ejemplo, preguntándole a un Benja, más callado que de costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí. Benja comentó que hacía bien, que todo era cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín, qué temperamento ni qué alergias, vos podes pegar el brinco más fácilmente que cualquier otro; un buen delantero siempre es codiciable, ya que es un producto que no abunda; para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que se meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que ha habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol, Pumpido, y ahora ese ruso Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro que los intermediarios se rompan los cuernos por conseguir el pase de un arquero. Ustedes los delanteros son los que maradonean, los que prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime Benja, cuántos números ocho tiene este país que puedan verdaderamente hacerte sombra; tenés que irte y si podes no cruces el charco chico sino el charco grande. España, Italia. Además, sos el modelito más codiciado aquí, allá y acullá, o sea el número ocho que colabora con la defensa, domina el medio campo, pasa como un maestro, y por añadidura, hace goles de campeonato.
Te juro que si yo fuera delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres; sabes cómo te putean: si te rompiste todo y no te hacen ninguno, si te pasaste los noventa minutos sacando pelotas imposibles y aguantaste todo el chaparrón de una delantera dribleadora, sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un solo contraataque el número diez pescó a la defensa adelantada y corrió como un gamo e hizo el gol, el héroe es él, nunca el atajapelotas que quedó allá atrás, olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol, no se lo hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien falla en el instante decisivo, el que pese a la estirada no pudo alcanzar la pelota, el que tiene que ir mansa y humilladamente a recogerla en el fondo de la red, y también el que es enfocado por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la euforia, el estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el autor del gol. Y encima te pasan el replay, para que tu humillación se duplique, se triplique, se multiplique hasta el infinito.
Martín concluyó su parrafada y miró a Benja, como pidiéndole apoyo. Pero el número ocho tomó despacito media copa de tinto, se limpió la boca con la servilleta, sonrió al mundo en general y dijo: "Tengo novia".
5.
En realidad, se había portado con paciencia y discreción. Tras el idilio manual del vuelo Pluna, dejó pasar tres días antes de llamar al 912437, cohibido tal vez por la secreta sospecha de que aquel número no existiera o sólo fuera una broma de la dueña de las manos. Por fin, el lunes (aprovechando que por suerte no había entrenamiento) se decidió a telefonear y si bien al comienzo la insistente llamada en el vacío pareció confirmar sus temores, precisamente cuando iba a colgar alguien decidió responder y él no dudó de que aquella voz era la de ella.
Hola, soy el del avión, dijo como fórmula introductoria suficientemente ensayada. Ah, dijo la voz, yo soy la de las manos. Sí, claro, me llamo Benjamín. Ya lo sé, y te dicen Benja, yo soy Alejandra y me dicen Ale. Parece que a la gente ya no le gustan los nombres largos. No, más bien creo que es la ley del menor esfuerzo. ¿Te gustaría que nos encontráramos?, preguntó él haciendo lo posible para que la expectativa no se tradujera en tartamudeo. Me gustaría. Y la otra voz era firme, sin la menor preocupación por evitar las vacilaciones.
De modo que se encontraron, a la tarde siguiente, en Los Nibelungos. El lugar lo había sugerido Benja, que jamás iba a esa confitería, distinguida si las hay, creyendo sinceramente que era el sitio más adecuado para un primer contacto. Sólo después advirtió que cualquier boliche de barrio habría sido mejor.
A esa hora de la tarde, todas las mesas de Los Nibelungos estaban ocupadas. Las tortas de manzana, las frutillas mit Sahne, las caracolas, los ochos, los merengues, las palmitas alemanas, colmaban las bandejas de los camareros, entre los que todavía se contaban algunos veteranos que, a través de los años y las vicisitudes, habían atendido a varios estratos de burgueses alegres, burgueses contritos, burgueses monologantes, burgueses activos, burgueses retirados, y también a señoras locuaces, militares camuflados, nietos y bisnietos de ex nazis domésticos, jóvenes modelos de espalditas bronceadas, garbosos locutores de televisión, parlamentarios de ademán fatuo, terceros suplentes de mirada sumisa, y sólo excepcionalmente a algún turista, fogueado y pez gordo, , sonriente entre aceitunas, precavidamente feliz con su muchacha en flor. El humo de los cigarrillos formaba una discreta calima, surcada por voces roncas o argentinas (en sus dos acepciones), carcajadas que intentaban no ser risotadas, ceños respetables que se fruncían y desfruncían al compás de temas y anecdotario. Por supuesto, también había clientes no particularmente diferenciados, gente que tomaba su chocolate con stolen o su cerveza con sángüiches surtidos y mientras tanto leía el diario o tomaba apuntes en libretas de tapas verdes.
El conjunto era un solo rumor que amontonaba sílabas y sílabas pero no permitía identificar palabras y coexistía con una vaharada espesa de tabaco y miel, de alcohol y pan tostado, Ale apareció con el mismo vestido que llevaba en el avión (¿no tendrá otro?, pensó Benja, pero enseguida se avergonzó de su frivolidad), estaba linda y parecía contenta. El saludó, todavía formal, fue el pretexto para que las manos se reconocieran y lo celebraran. Hubo una ojeada de inspección recíproca y decidieron aprobarse con muy bueno sobresaliente.
Mientras esperaban el té y la torta de limón, ella dijo qué te parece si empezamos desde el principio. ¿Por ejemplo? Por ejemplo por qué te decidiste a tocar mis manos. No sé, tal vez fue pura imaginación, pero pensé que tus manos me llamaban, era un riesgo, claro, pero un riesgo sabroso, así que resolví correrlo. Hiciste bien, dijo ella, porque era cierto que mis manos te llamaban ¿Y eso?, balbuceó el número ocho. Sucede que para vos soy una desconocida, yo en cambio te conozco, sos una figura pública que aparece en los diarios y en la televisión, te he visto jugar varias veces, en el Estadio y en tu barrio, leo tus declaraciones, sé qué opinas del deporte y de tu mundo y siempre me ha gustado tu actitud, que no es común entre los futbolistas. No reniego de mis compañeros, más bien trato de comprenderlos. Ya sé, ya sé, pero además de todo eso, probablemente el punto principal es que me gustas, y más me gustó que te atrevieras con mis manos, ya que, dadas las circunstancias, se precisaba un poquito de coraje para que tu cerebro le diera esa orden a tus largos dedos.
Tal vez no fuera el cerebro y sí el corazón, sugirió Benja pero no bien lo dijo le sonó empalagoso. Uyuy, quién te dice, a lo mejor tenés el corazón en el cerebro. O viceversa. Bah, una cosa es cierta. A pesar de que me gustas, jamás te hubiera enviado seña alguna, pero el hecho de que coincidiéramos en el mismo vuelo me pareció algo así como un visto bueno del azar, y yo con el azar me llevo bien, sigo moderadamente sus consejos, pero, claro, con la iniciativa de mis manos sobrepasé el consejo del azar, todavía me asombro, yo también arriesgué, ¿no? ¿Te arrepentís? Espero que no. Bueno bueno, parece que me conoces al dedillo, así que mejor contame un poco de vos. Está bien: Alejandra Ocampo, veintidós años, nací en Mercedes pero vivo desde los nueve años en Montevideo, estudiaba en Humanidades pero dejé porque tuve que trabajar, me gano la vida en publicidad, proyecto textos seductores destinados a convencer a la pobre gente de que ingrese al mercado de consumo, a menudo trato de poner algún alerta en las entrelineas, pero no puedo hacerlo siempre porque el jefe es avispado y se da cuenta. ¿Tus padres? Zona amarga ésa, están y no.
Mi padre es uno de los uruguayos desaparecidos en Argentina. Hace tiempo que admití ante mí misma que está muerto, pero mi madre jamás lo admitirá mientras no disponga del necesario, imprescindible cadáver, y en esa esperanza dura, incontrolable, ha ido perdiendo su equilibrio. Mi hermano me lleva dos años, es dibujante y trabaja en otra agencia de publicidad (ya te habrás enterado de que es uno de los pocos sectores en que hay laburo). Él y yo tratamos de convencer a mi madre de que es imposible que papá vuelva a estar entre nosotros (lo desaparecieron en el 74), pero ella nos mira recelosa, desconfiada, como si fuéramos cómplices de ese no-regreso. Y sin embargo la ausencia del viejo también para nosotros dos fue una catástrofe. Distinta a la de mamá, pero sin duda una catástrofe. Aunque me veas animada y bastante vital, tengo a veces mis bajones y lloro larga y desconsoladamente, claro que a escondidas de mamá. Lloro porque es algo injusto, porque el viejo era un hombre estupendo, al que quizá debo lo mejor de mí misma. Ahora bien, he observado que cada vez transcurre más tiempo entre uno y otro llanto. La frustración y el sentimiento permanecen, quizá más refinados y sutiles, pero la imagen física del viejo se va como desdibujando, es una lástima pero es así.
Benja avanzó una mano hasta la de ella. Caramba, Ale (ella sonrió ante el estreno del diminutivo), jamás habría imaginado una historia así, no tenés cara de desgracia. Onetti 1960, acotó ella. No, no tengo cara de desgracia, la llevo bien guardada, para no olvidarla, ¿sabes? No tengo cara de desgracia porque no quiero que, además de hundir a mi padre, me hundan también a mí, no en la muerte sin duelo sino en la tristeza. Sé que les cae mal que uno siga viviendo, y aunque fuera sólo por eso, vale la pena vivir y disfrutar la vida.
6.
Ahora Sobredo hace un pase largo de cuarenta metros destinado a Robles que no alcanza el esférico, el alero Pena ejecuta el óbol en dirección a Seoane pero el joven centrocampista es duramente marcado por Ortega, el árbitro dice aquí no ha pasado nada, y entonces Ortega elude diestramente a Menéndez y a Duarte, la acción es realmente espectacular y ahora toca la pelota muy suave en dirección al goleador Ferrés, el Benja Ferrés que cada vez juega mejor y que ahora entra como una saeta, mueve la pelota con la izquierda, cambia de pierna, se viene, se viene, el aguerrido defensa Murías intenta evitar el inminente disparo, pero el Benja lo engaña con un extraordinario vaivén, esto señores es un ballet, se viene, gooooooooool, el impresionante tiro del número ocho penetra en el ángulo izquierdo de la valla haciendo infructuosa la meritoria paloma del veterano Sarubbi, quien para algunos escépticos ya no está para estos trotes, gran jugada la del pibe Ortega y notable la definición del artillero Ferrés, este Benja que está reclamando a gritos su tan esperada inclusión en la selección nacional, pero ya no como número ocho sino como número nueve, pues es innegable su vocación de ariete. Es con estos notables valores, que se formaron en el campito, es con estos productos de la cantera doméstica, que podremos recuperar el prestigio que otrora, etcétera.
En el tercer encuentro, que éste sí fue en un boliche, Benja y Ale decidieron vivir juntos. Desde el segundo encuentro había quedado claro que se necesitaban, tanto I espiritual como físicamente. Ale había advertido: Está bien, pero no me lleves a una amueblada, ¿eh? Benja asintió con la cabeza, se quedó un rato pensando y luego dijo que, gracias a los premios a que se había hecho acreedor en la temporada pasada, había podido comprarse un apartamentito en el Cordón, pero todavía estaba vacío, sólo había heladera y cocina de gas. Ale dio un gritito de alegría: Lo amueblaremos juntos, yo también tengo ahorros.
Y lo amueblaron. De prisa. Aguijoneados por el deseo y también por una tímida confianza en ser felices. Empezaron por lo esencial, o sea cama, colchón, sábanas, fundas, almohadas. Luego, una mesa de cocina que serviría para todo. Había placares, de modo que se ahorraron el ropero. Mínima vajilla, cubiertos, platos, manteles, servilletas, hasta una cafetera eléctrica. Ella trajo dos cuadros que tenía en casa de su madre y él aportó unos telares artesanales que había traído de México, cuando fue con el equipo.
El día en que todo estuvo listo, llevaron sidra, brindaron (el orden fue meramente alfabético) por el amor, el fútbol y la publicidad, entre los dos tendieron la cama doble, besándose en cada cruce, con el mínimo pretexto de pasarse almohadas, fundas, portátiles. Luego se enfrentaron, conmovidos, entrelazaron sus manos ya que ellas habían sido las vanguardias, de tácito acuerdo empezaron a desvestirse mutuamente, amorosamente, hasta que el espectáculo de sus cuerpos, la plenitud de sus desnudeces, los exaltó más aún y se juntaron en el abrazo que tantas veces habían imaginado y que de a poco los fue volcando en el flamante lecho, que así quedó gloriosamente inaugurado.
(continuará)