-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka.
Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.
Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:
-Te va a fundir.
Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir.
Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.
Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.
Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de clase que no siempre se aprecia.
Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!
Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón.
No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.
Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo.
Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.
Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó penalti.
Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que solo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: "nos vemos en los vestidores" y en las canchas donde no hay vestidores significan: "te voy a partir la madre", sin que haya que precisar el escenario.
En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.
...El era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:
-¡Abre la cancha!
¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?
Obviamente no sabía nada... El era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.
Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.
Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.
Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.
Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.
El problema, mi problema, es que ese partido podía ser la salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.
La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.
A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no solo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.
El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.
Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él. Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico. Con el Mecate iría a la Patagonia.
Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen resultó profética.
Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.
Minutos después oriné sobre un montón de piedras. El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y figuras de yeso.
Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.
Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos de un policía.
-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado por una piedra. ¿Ya viste?
-¿Qué?
-¡Measte a Juárez!
Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había distinguido?
Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.
Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento solo criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito. Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.
Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D. F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra redonda.
El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.
Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.
-La derecha es discriminatoria -dijo un policía.
-Yo no discrimino a nadie -me defendí.
-¡Te measte en Juárez!
-Fue un accidente.
-No hay accidentes, solo hay consecuencias -contestó otro policía.
Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.
No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie". Vi trabajar a los policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios que tengo sobre las fuerzas armadas.
La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.
-Soy escritor.
-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas.
-El fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.
La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras completas en el nacimiento del pelo:
-A ver: ¿quién escribió La vorágine?
Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el uniformado dijo "La vorágine" pensé que, en su condición de iletrado, malpronunciaba un título francés, algo así como “La vorange”. Como no sé francés, no quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:
-No sé.
No creyeron que fuera escritor.
El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un partido en cancha grande.
No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos.
En el trayecto sonó el radio:
-"Houston, tenemos un problema".
Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.
-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.
Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.
-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.
Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.
-Para ponértela, tienes que aprender esto -me dieron una tarjeta.
El ayuntamiento izquierdista había lanzado un peculiar programa de promoción de la lectura entre los policías. Les daba uniformes a condición de que portaran nombres de escritores. Para vestir la camiseta, había que saber quién era el autor que la respaldaba. Después del partido se celebraba una velada literaria.
Leí mi tarjeta: "Roberto Fontanarrosa fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó las series de “Boogie el aceitoso” y “El renegau”. Hincha del Rosario Central, escribió inmortales cuentos de fútbol. Su libro Una lección de vida resume en su título lo que dejó a sus lectores. Cuando murió, las barras pidieron que el estadio de Rosario llevara su nombre. Se reunía a hablar con los amigos en el Café Egipto. Ahí, una taza no deja de echar humo, por si el Negro regresa".
Hace años escribí una nota un poco displicente sobre Una lección de vida. Quería mostrarme como escritor sofisticado y no me pareció correcto elogiar a un caricaturista. Ahora, la camiseta con su nombre podía congraciarme con los policías. Me la puse como una segunda piel.
El policía que había conducido la patrulla resultó ser Chéjov. Justo cuando pensaba que un buen rendimiento en el partido podría salvarme se acercó a decir:
-Estás arrestado. Vas a jugar, pero arrestado.
¿Puede alguien sobreponerse a semejante presión? Tenía tantas ganas de hacer las cosas bien que las piernas me temblaban.
He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en sacrificios humanos. Entonces les ofrecí cien, pensando que había un problema de cotización.
-No aceptamos sobornos: esto no es el D. F.
Había caído en un andurrial donde la norma era inflexible. Cuento esto para que se comprenda mi angustia en la cancha: esos policías no me iban a perdonar así nomás. Todo les parecía grave. Eran fanáticos juaristas que no se corrompían y esperaban que yo frenara al extremo izquierdo.
Me apliqué en la marca, como si me entrenara el dictatorial Lavolpe, pero fui rebasado, metí el pie en un agujero, tropecé con Tolstoi, la pelota me rebotó en la espalda y el enredo se convirtió en un pase para el centro delantero rival: 0-2.
En el segundo tiempo la vista se me nublaba de cansancio pero no me rendí. En algún minuto impreciso recibí un balón elevado, lo maté con el pecho y chuté con efecto. El balón salió como un planeta en miniatura, girando sobre su eje, y fue a dar al rincón donde anidan las arañas. En caso de contar con redes, aquello se hubiera visto como un golazo. El único problema es que esa era mi portería.
Hemingway llegó dispuesto a matarme.
-"Los valientes no asesinan" -cité la frase con que Guillermo Prieto salvó la vida de Benito Juárez.
Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me perdonó la vida.
Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese necesario y fracturé al extremo izquierdo.
El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja, me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.
Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder lo que quedaba del campeonato.
Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.
Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.
Pasé el resto del partido encadenado a un poste.
Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio mesoamericano.
Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.
¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.
Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora había tiempo para llevarme a la delegación.
Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.
Me sentaron entre Kawabata y Okri. En ese momento, ocurrió algo desagradable: Jorge Linares entró al estrado por una puerta lateral.
Los policías aplaudieron su llegada. A continuación, uno por uno se pusieron de pie, dijeron el nombre del escritor que llevaban en la espalda y recitaron su biografía. Cuando me tocó mi turno dije:
-Yo soy Fontanarrosa.
Linares me vio con atención. Nos conocíamos de nuestros inicios literarios... El es de Colima y recibimos juntos la beca Jóvenes Creadores del Occidente.
A pesar de sus ojeras, los dientes manchados de tabaco, el pelo ralo y la frente arrugada por sus fracasos literarios, Jorge era reconocible. Más difícil resultaba que me ubicara a mí, con la camiseta del Inter, en un equipo de policías de Ciudad Moctezuma.
Recité lo que recordaba de la tarjeta. Jorge sabía de memoria las biografías porque él las había escrito. Me vio con incertidumbre, como si tratara de recordar algo.
Lo que quería recordar era lo siguiente: en 1998 nos peleamos por Fontanarrosa. Me acuerdo bien porque fue el año del Mundial de Francia. Jorge era entonces jefe de redacción de una revista que desprecio pero donde a veces publico porque soy plural. Escribí para ellos la reseña de Una lección de vida. Jorge la rechazó con estos argumentos:
-No te atreves a decir que el autor te gusta porque te parece populachero y tú quieres ser el escritor más fino de Zamora. El epígrafe de Adorno no viene al caso: lo pusiste para lucirte.
El comentario me molestó por veraz. Había leído a Fontanarrosa con gusto y mis reparos eran caprichosos (lo acusé de colonialista por escribir "mejicano" en vez de "mexicano" ). Sin embargo, en ese momento pensé que Jorge quería bloquear mi carrera, me odiaba por ser un mejor escritor del Occidente y solo se interesaba en Fontanarrosa por estar enfermo del fútbol.
Poco después, Jorge dejó el trabajo de jefe de redacción, se fue como corresponsal al Mundial de Francia y comenzó el sostenido hundimiento que ha sido su trayectoria. No volvió a escribir cuentos. Adquirió la deleznable notoriedad de un cronista de fútbol y apareció en programas deportivos donde parecía intelectual porque nadie lo entendía. Mientras él se sometía al declive de alguien que solo concibe una metáfora si incluye un balón, yo aprovechaba el tiempo de otro modo. No puedo decir que me haya consagrado, pero soy uno de los autores juveniles más leídos de México, especialmente en la escuela del Mecate, y el año pasado recibí la Mazorca de Plata para autores del Occidente. Si ahora Jorge Linares me odia es por envidia.
Después de que recitamos las biografías, él leyó unos textos que hicieron reír mucho a los policías. En la sección de preguntas y respuestas, mis compañeros de equipo revelaron que lo habían leído con admiración, y no solo a él, sino a otros autores que mencionaron al lado de Zidane y Figo. Al terminar la lectura, rodearon a Jorge para pedirle autógrafos, como si fuera Maradona.
Cuando lo dejaron libre, él se acercó a preguntar:
-¿Qué haces aquí?
-Yo soy Fontanarrosa -repetí, como si no pudiera decir nada más.
-Un grande -dijo él.
-Grandísimo -agregué, con tardía sinceridad.
En ese momento el Mecate entró a la sala. Me había buscado por toda Ciudad Moctezuma y al descubrirme gritó mi nombre como un náufrago que ve una gaviota.
La expresión de Jorge no cambió:
-¿Qué haces aquí? -insistió.
-Me arrestaron -contesté, y le conté mi historia.
Los policías le tenían respeto a Jorge. Nos dejaron hablar, sin interrumpirnos ni acercarse a nosotros. La situación cobró tal rigidez que ni siquiera el Mecate se aproximó. Fue un momento extraño, como cuando los capitanes de los equipos discuten en la cancha y nadie se les acerca. Una pausa dramática en la que dos rivales resuelven algo urgente. Segundos después volverán a odiarse. En ese instante, concentran las miradas del estadio entero y sus compañeros aguardan como estatuas.
¿Hay mayor tensión que la de los enemigos que acuerdan algo? Ese diálogo no califica como una jugada; al contrario: suspende el partido, ocurre fuera del tiempo, en una lógica paralela, inescrutable, que agrega un elemento extraño, que nadie desea pero contra el que no se puede hacer nada, un pacto oscuro y preocupante, el de los adversarios forzados a coincidir. Así nos vieron los demás, o así quise que nos vieran.
Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate, al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.
¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad. Acepté porque no me quedaba más remedio:
-"Una lección de vida" -recité.
Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato.
Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una historia.
Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:
-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.
El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el tema, pero no tiene mi voz.
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Yo soy Fontanarrosa (Juan Villoro - México)
Osvaldo Potente o ‘Patota’ como era y es conocido, sobrenombre que le viene desde niño porque lo pronunció así para nombrar a la ‘número 5’, tuvo sus inicios en las inferiores de Boca Juniors de Argentina.
‘Patota’ fue un jugador exquisito, un genio de ésos que ven la segunda jugada antes de la primera, con una gran pegada con la pelota en movimiento, nunca se arrugaba. Integró un equipo de lujo, junto a Trobbiani, Ferrero, Ponce, Nicolau, Rogel, García Cambón, Sánchez entre otros, dirigidos por Rogelio Domínguez, que no fue campeón por esas cosas del destino, según aseguran entendidos en la materia.
En un recordado clásico, le ganaron 5-2 a River que en esos tiempos tenía entre sus estrellas a Perfumo, Fillol, Merlo, Alonso, JJ López y muchos otros jugadores de renombre. Potente llegó a jugar en la selección contra España 1-1, en el debut de Menotti. En un clásico en 1975, la hinchada de River tiró un chanchito con la casaca número 10 en la espalda, representando a Potente, que era un tanto petiso y regordete. En ese partido ‘Patota’ le metió un gol de tiro libre a Fillol con el que salieron triunfantes.
En 1976 y tras un altercado con la dirigencia de Boca y pese a tener ofertas de clubes italianos, se fue a Rosario Central hasta 1978, cuando se produce su resonante pase a The Strongest de La Paz que se había clasificado, junto a Oriente Petrolero para la Copa Libertadores donde enfrentaron a los equipos peruanos.
El debut de Potente se produjo con un lleno total del estadio “Hernando Siles”, en un equipo en el que brillaban Ovidio Messa, Luis Galarza, Jorge Lattini, Bastida, Eduardo Angulo, Luis Iriondo y muchas otras grandes figuras del fútbol nacional. Al no haber pasado a la segunda fase, Potente regresó a Boca Juniors, que era entrenado por Juan Carlos Lorenzo, habiendo jugado de nuevo la Copa Libertadores.
Como muestra de su valía es necesario recordar que tras la salida en 1980 de Potente, Boca contrató a Maradona en su puesto.
Luego jugó en un tiempo en San Lorenzo de Mar del Plata, clasificando para el nacional. Después de un frustrado pase al fútbol mexicano se retiró, realizando luego el curso de Director Técnico.
Actualmente es copropietario de la fábrica de trofeos “Potente Hermanos” en la capital argentina, que realiza trabajos para diferentes disciplinas deportivas y también para especiales ocasiones.
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(VICENTE VERDÚ, escritor y periodista español)
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(FRANK RIJKAARD, entrenador holandés, "Mundo Deportivo", Abril de 2007)
Beckham (de penalti) - 5ª parte
Dave Seaman se levantó y continuó jugando. Habían estado un buen rato dándole asistencia médica. Si hubiésemos seguido jugando sin pausa, habríamos estado en el vestuario cuando Brasil empató. De hecho, estábamos esperando oír el silbato cuando sucedió. Recuerdo que el balón venía hacia mí por la línea de banda, justo dentro de su campo. Lo había lanzado un jugador de Brasil intentando pasársela a Roberto Carlos, pero se le había desviado un poco. Estaba seguro de que iba a ser saque de banda para Inglaterra, lo cual, a segundos del descanso, habría sido mejor para nosotros que tener la pelota en juego. Cuando Danny Mills se adelantara para alcanzarla ya habrían expirado los cuarenta y cinco minutos. Roberto Carlos se lanzó a por la pelota, yo di un salto para intentar que el brasileño impactara con el balón y éste saliera por la banda y así conseguir el saque a nuestro favor. No sé cómo, Roberto Carlos metió el pie y logró mantener la pelota en juego. Y yo ya estaba fuera de la jugada.
Los brasileños echaron a correr casi desde medio campo, esquivaron a Scholes y le pasaron la bola a Ronaldinho, que estaba a unos veinte metros de nuestra área de penalti. Éste hizo un amago a Ashley Colé para que perdiera el equilibrio. Corrió hacia Rio y luego le pasó el balón a Rivaldo, que estaba a su derecha. Sin detenerse, sin tomar impulso, Rivaldo atrapó la pelota tan deprisa que Dave Seaman y los defensas que lo cubrían no tuvieron ocasión de interceptarlo. No podíamos habernos dejado marcar un gol en peor momento.
En lugar de regresar eufóricos al aire fresco del vestuario, con una ventaja que defender o aumentar, nos habían desmoralizado. La expresión de los rostros de los jugadores de la selección inglesa lo decía todo: “Estamos hechos polvo. No nos queda nada”.
Volvía a pasarnos lo mismo que durante todo el Mundial: jugábamos nuestro mejor fútbol durante la primera parte de los partidos y luego nos quedábamos sin energía tras el descanso. No estoy seguro de cuánto fue físico y cuánto mental, pero sí sé que ese gol de Rivaldo en Shizuoka nos destrozó. Y no creo que hubiera nada que pudiera haberse dicho ni hecho durante el descanso para cambiar eso. Sven se puso a hablar uno a uno con los jugadores alicaídos, cabizbajos. Cuando se dirigió a todo el equipo, fue directo al grano:
-Hemos jugado bien. Tendríamos que ir ganando por 1-0. Tenemos que arreglar las cosas, asegurarnos de no dejar que nos metan goles tontos, y así tendremos una oportunidad.
A Sven nunca le ha gustado gritar, no es un técnico que haga aspavientos. Puede que no sea tan apasionado como Alex Ferguson o Martin O'Neill, pero es tan resuelto como ellos a la hora de ganar partidos. No es de los que asusta a los jugadores y los zarandea. Prefiere inspirarlos, darles confianza, conseguir que estén desesperados por jugar. Su método le ha funcionado durante toda su trayectoria profesional en el fútbol de clubes y sólo hay que echar un vistazo a su historial de partidos de competición para ver que también está funcionando con la selección.
Steve McClaren también trabajó duro esos veinte minutos. Sé que Sven lo respetaba mucho, y eso quería decir que Steve era tan libre de expresar sus opiniones como el seleccionador. No hay entrenador ni técnico que puedan dar a los jugadores de cualquier vestuario lo que no tienen: su trabajo es hacer que encuentren lo que necesitan en su interior. En Shizuoka se podía haber buscado una chispa, pero no se habría encontrado ninguna. Sencillamente no la había.
Salimos en la segunda parte con la convicción y la energía agotadas. Volvía a ser como contra Suecia: nos cruzamos de brazos. No lográbamos mantener la posesión del balón y no podíamos avanzar.
Cuando las piernas van solas, las acompaña la cabeza. Sin embargo, eso también funciona a la inversa. Esa tarde, en el terreno de juego, la temperatura era de más de 38 grados; intentar mantenerse concentrado era como tratar de no entornar los ojos al mirar al sol. No teníamos ninguna posibilidad. El golpe que habíamos recibido al conceder ese gol le había dado a Brasil el impulso que necesitaba. Salieron del descanso jugando como si ganar fuese sólo cuestión de tiempo. No tenemos excusa y no creo que hubiésemos podido hacer nada, en términos de preparación, que hubiese logrado cambiar el resultado de esa segunda parte. Brasil se fue haciendo cada vez más fuerte a medida que subía la temperatura. Al final del partido ya nos habrían exprimido toda la vida que nos quedaba.
Aun así, tuvo que pasar algo muy extraño para que nos vencieran. No hubo ni un jugador de la selección inglesa que se rindiera, a pesar de que, cuando las cosas suceden como ocurrieron en el minuto quince de esa tarde, empieza uno a pensar: “Éste no va a ser nuestro día”. Brasil consiguió un saque de falta a casi cuarenta metros de nuestra área de penalti y hacia la izquierda. Nos organizamos para defendernos de un pase cruzado. No se podía imaginar siquiera que, desde esa posición, el jugador intentara un tiro a puerta.
Yo estaba a casi quince metros de Ronaldinho, mirándolo de frente. En cuanto chutó el balón vi que le había salido con efecto: un pase cruzado que había salido mal y se estaba acercando a la portería. Sucedió muy despacio, como si la pelota tuviera que abrirse camino a través del calor para llegar adonde se dirigía. Cuando la vi pasar describiendo una parábola por encima de mi cabeza hacia el poste más alejado, tuve tiempo para que todas las posibilidades se agolparan en mi mente: “Se queda corta. Va directa a los brazos de Dave. Está desviada”. Y por último: “Podría entrar, seguro que no va a...”.
Se produjo un silencio inquietante mientras la pelota pasaba por encima de Dave Seaman y se colaba entre su cabeza y el larguero. En ese momento estaba seguro de que había sido por chiripa. Ahora que he vuelto a verlo, ya no estoy tan seguro. Sin duda, ningún jugador en el campo, tanto de uno como de otro bando, tenía la menor idea de lo que podía pasar. Incluso antes de que la decepción por haber encajado ese gol nos hundiera, un pensamiento cruzó por mi mente. “A Dave Seaman lo van a crucificar por esto. Si perdemos, habré sido yo en 1998, Phil en 2000 y Dave en 2002. Otra vez la misma historia”.
Cuando me había incorporado a la selección inglesa, seis años antes, Dave Seaman había sido uno de los jugadores que más se había entregado para hacer que me sintiese bien recibido. Desde entonces, chutar contra Dave en los entrenamientos, y las bromas que siempre van con ello, ha sido mi parte preferida de las sesiones con la selección. La última persona del mundo que se merecía un varapalo por nuestra derrota ante Brasil era Dave Seaman. En aquel momento, en Shizuoka, sentí el impulso de ir hasta allí y abrazarlo, decirle que todo iría bien. Sin embargo, no era el momento. Íbamos perdiendo por 2-1 contra Brasil. Aún quedaban cuarenta minutos.
No creo que muchos espectadores pudieran volver a vernos entrar en materia. Allí, mientras jugaba, no llegué a sentir que tuviéramos a ningún jugador que pudiera marcar el gol del empate. Cuando Ronaldinho fue expulsado por abalanzarse sobre Danny Mills, se podía sentir que los espectadores del estadio -la afición inglesa, al menos- pensaban que aquélla era nuestra oportunidad: once contra diez. Tener un hombre de más acabó jugando en nuestra contra. Con un equipo completo, Brasil jamás cambiaría su juego. Una vez iban ganando, siguieron presionando en busca de un tercer gol. Mientras sucedía eso, al menos nosotros sabíamos que existía la posibilidad de que se produjera otro error, como el de Lucio en la primera parte, si lográbamos contraatacar. Sin embargo, en cuanto se marchó Ronaldinho decidieron defender y proteger su ventaja.
No teníamos suficiente energía para forzar el ritmo del partido, que era lo que nos habían estado dejando hacer durante la última media hora. Ya no había forma de que los sorprendiéramos con pocos hombres atrás: cuando tenía que hacerlo, Brasil demostraba que sabía colocarse detrás de la pelota como el que más. Casi nos llegó una ocasión cuando a Teddy, como suplente, le hicieron una falta junto a su área. Pero la ocasión se esfumó porque el árbitro no nos concedió el tiro a puerta. Un balón parado parecía ser la única forma de marcar desde que habíamos vuelto del descanso.
Incluso después de haberlos visto darle la vuelta al partido contra Alemania en la final, pensar que nos habían derrotado los campeones del mundo, el mejor equipo del Mundial con diferencia, no fue de mucho consuelo. Pensaba que aquella tarde habíamos dejado pasar una auténtica oportunidad de ganar la Copa del Mundo. Lo mismo creían los demás jugadores de la selección. Con todo el respeto que se merece Brasil, no fue tanto que perdiéramos el partido como que se lo habíamos entregado; y ésa era una sensación horrible.
Todos estábamos abatidos. Devastados. Dave Seaman estaba de pie en el círculo central, parecía el hombre más solitario del mundo, poco importaba que estuviera rodeado de otros jugadores de la selección inglesa. Me acerqué y le puse el brazo sobre el hombro, le hablé al oído y él inclinó la cabeza hacia mí.
-No te preocupes por esto, Dave. Has jugado un campeonato increíble. Nos has sacado adelante en todos los partidos hasta llegar aquí. No tenías ninguna posibilidad, ese gol ha sido algo raro. Olvídalo. No dejes que la gente te vea así ahora.
Dave no dijo nada. Recordé lo que necesitaba yo en el vestuario de Saint Etienne. Recordé que fue Tony Adams el que me había prestado su apoyo. Allí, en ese momento, no podía meterme dentro de la cabeza de Dave, pero sentía que sabía lo que necesitaba de un compañero de equipo:
-Vamos, Dave, vamos a darnos una vuelta. Vamos abajo a ver a los seguidores de Inglaterra.
La afición fue estupenda. Sabíamos que estaban tan decepcionados como nosotros, pero se quedaron en sus asientos a esperarnos y nos aplaudieron cuando salimos ante ellos. No hubo resentimiento, no lanzaron ninguna amenaza a nadie. Estuvieron con nosotros hasta el final. Se habían mostrado así durante todo el campeonato, fueron los mejores seguidores de todo Japón.
Tal vez los brasileños percibieron ese espíritu, porque su afición también nos estuvo aplaudiendo junto a su equipo. Celebraban que Brasil pasaba a semifinales, pero también demostraron respeto por los jugadores ingleses, y los admiré mucho por ello.
Cuando volvimos al vestuario y nos sentamos, todo estaba muy tranquilo, todos los jugadores estaban absortos en sus pensamientos. No era sólo el partido que acabábamos de jugar. En los minutos después de haber perdido contra Brasil, se podían ver diez meses de fútbol de gran calidad tras los muchachos. Fue como si nos hubieran succionado la vida. Sven fue el único que rompió el silencio.
-Estoy muy orgulloso de todos vosotros. No sólo de lo que habéis hecho en las últimas tres semanas, sino de lo que habéis tenido que hacer para traernos al Mundial, para empezar. Hoy estamos muy decepcionados. Pensábamos que podíamos llegar más lejos en este campeonato. Yo lo creía. Pero el fútbol es así. Así son los partidos. Cuando te llega el momento, no hay nada que hacer. Sois muy buenos. Eso deberíais saberlo.
Yo estaba en mi propio mundo, igual que los demás jugadores del vestuario. No había nada más que decir aparte de lo que acababa de expresar Sven. Pareció que tardamos una eternidad -fue un esfuerzo increíble- en levantarnos de los bancos y darnos una ducha antes de cambiarnos. Nos costó muchísimo obligarnos a salir del estadio. Cuando por fin llegamos al autocar, arrancamos justo después que los brasileños. Ronaldinho estaba en la parte de atrás tocando unos bongos, estaba exultante. No me sorprende. Su gol había hecho que su equipo llegara a las semifinales. En ese momento me dolía la cabeza, me estallaba con montones de “¿Y si...?”. Hablé con Victoria por el teléfono móvil.
-David, es terrible que haya sucedido eso, pero te quiero. Sé lo destrozado que estás. Pero estamos aquí. Brooklyn y yo nos alegraremos cuando vuelvas a casa.
Victoria tenía razón. Ella sabía lo mucho que había anhelado llegar a la final. Eso mismo quería ella para la selección inglesa. Sin embargo, ya no iba a suceder, teníamos que ver las cosas tal y como eran. Mi mujer estaba embarazada de siete meses y me añoraba. Mi hijo me añoraba. Y yo los añoraba a los dos. Hubiese preferido quedarme en Japón, pero pensar en regresar a Inglaterra junto a mi familia fue lo único que me animó en el trayecto hasta el hotel. Nos despedimos. Le dije que nos veríamos al día siguiente.
De vuelta en el hotel de la selección inglesa, los japoneses seguían allí fuera para darnos la bienvenida. Habían seguido a nuestro lado tanto como nuestra propia afición. Dentro nos esperaban familiares y amigos en lo alto de una larga escalera que bajaba por los dos lados. Mientras los jugadores subían los peldaños, hubo un aplauso. Mis padres estaban allí. “No te pongas a llorar ahora”. Abracé a mis padres y saludé con la cabeza a una o dos personas. No podía hablar con nadie. ¿Qué podía decir? Me limité a pasar por la recepción sin detenerme y subí a mi habitación.
Tranquilidad, silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado. Le cerré la puerta a la tarde y luego me acurruqué en la cama como un anciano; frustrado, dolorido y exhausto. Había esperado tanto de mí mismo y de la selección... Nos habíamos preparado bien. Todo parecía perfecto. Y habíamos dejado escapar la que tal vez había sido la mejor oportunidad que cualquiera de nosotros tendría jamás.
Lo que necesitaba no era precisamente quedarme allí sentado y empezar a intentar comprender por qué. El porqué ya no importaba. Lo único que importaba era la pura verdad. Aun entonces, un par de horas después del partido, seguía sin poder asumirlo como un hecho. La presión del aire de esa habitación de hotel me aplastaba los tímpanos. Para mí, para todos nosotros, todo estaba vacío. Se celebrarían las semifinales y la final después de que hubiéramos vuelto a casa. Las veríamos por televisión junto con el resto del planeta. Sin embargo, lo auténtico se nos había escapado. Para nosotros, el Mundial había terminado.
Inglaterra estaba fuera.
(capítulo Nº 11 del libro “Mi vida” de David Beckham con el periodista Tom Watt, RBA Libros, 2003, pág. 277 a 310)
Los florentinos insisten desde hace años que el calcio in livrea (foto), que según dicen se jugaba en la plaza de la Santa Cruz (violentos enfrentamientos detrás de una pelota cuando las tropas de Carlos V asediaban la ciudad, en el siglo XVI), es el precedente del fútbol moderno.
Existen dibujos que muestran que los chinos, hace miles de años, jugaban a una especie de fútbol, con una pelota de mimbre.
También se sugirió que la forma más primitiva del origen del fútbol tuvo una faz macabra, pues habría consistido en una celebración de las victorias guerreras en las que se utilizaban como balones las cabezas de los enemigos decapitados.
Todas estas teorías no son demasiado sólidas. Lo concreto es que el fútbol moderno, como el tenis, el criquet, el ciclismo, el rugby, hockey, incluido el atletismo, es una invención británica, o al menos los ingleses reglamentaron estos incipientes deportes, producto de la época victoriana.
En un principio, el fútbol era un pasatiempo, un juego propio de las clases bajas, rechazado por su brutalidad por las clases altas, mientras que en el resto de Europa y América del Sur, no existieron prejuicios sociales ni barreras que dificultaran su desarrollo.
(FERENC PUSKAS 1927-2006, el mejor jugador húngaro de todos los tiempos, recordando a la selección de su país en la década del '50)
(ERIC CANTONA, ex futbolista francés, opinando sobre Sir Alex Ferguson)
Beckham (de penalti) - 4ª parte
Jugamos el partido contra Nigeria deseando ganar. Si acabábamos como cabeza de grupo, eso significaría que seguramente no tendríamos que enfrentarnos a Brasil hasta el final. Y no jugaríamos contra ellos en la clase de condiciones que habíamos tenido que soportar en Osaka. Se había hablado del calor extremo en la preparación del torneo, los partidos que empezaban a media tarde serían difíciles, sobre todo contra los equipos no europeos que estaban acostumbrados a jugar a temperaturas superiores a 35 grados. Sin embargo, ninguno de nosotros se había imaginado lo duro que sería hasta que salimos ese día a calentar. Después de recorrer el campo una vez, los jugadores nos miramos entre sí. “¿Cómo vamos a jugar con este calor?”.
El calor se plantaba delante de tus narices como un muro. No soplaba ni una pizca de viento. El sudor te chorreaba mientras estabas quieto, contemplando las gradas. Cuando hace tanto calor, uno siente claustrofobia. El aire está cargado, te sofoca, te impide respirar. Sabíamos que Nigeria tenía un buen juego, aunque yo no tenía ninguna duda de que los derrotaríamos. Lo único que me preocupaba era que las condiciones consiguieran derrotarnos.
Era un partido que jamás creímos que fuéramos a perder. Sin embargo, a medida que avanzaba, sentíamos que tampoco íbamos a ganar. Noventa minutos de trabajo duro. Conseguimos empatar a cero y continuamos para jugar contra Dinamarca en la siguiente vuelta. No había nada más que decir, los jugadores se sentaron en el vestuario a beber agua, con la garganta casi tan seca que no podían tragar.
El partido en sí es un borrón. Lo que recuerdo bien es la forma en que nos sentimos las horas posteriores, totalmente demolidos tanto física como psicológicamente. Nos hundimos durante los días siguientes. No dudábamos de nosotros, pero éramos conscientes de que, en casa, algunas personas se preguntaban si el partido contra Argentina no habría sido algo excepcional. Acabamos los segundos en el grupo ‘F’ por detrás de Suecia. ¿Era Inglaterra lo suficientemente buena en ese momento para seguir adelante?
Hablar con Victoria y con Brooklyn me ayudó a seguir adelante. Echaba de menos a mi familia. Lo arreglé para mantener una videoconferencia desde la habitación del hotel y pude hablar con Victoria cara a cara; cuando uno tiene una esposa embarazada de siete meses quiere conocer hasta la última nadería de su día a día. Teníamos muchas cosas que decirnos sin necesidad de mencionar los partidos que estaba jugando en Japón. El tiempo que pasaba hablando por teléfono con mi casa era un descanso del fútbol y un descanso de la tensión. Incluso conseguí ver a Brooklyn y hablar con él por videoconferencia; se sentaba y charlaba conmigo o presumía de bici nueva dando vueltas y más vueltas por la habitación.
Tuve un presentimiento sobre el partido contra Dinamarca. Pudo deberse al agotamiento tras el calor de Osaka, pero creí que era algo más que eso. Sabíamos que seguramente tendríamos que enfrentar nos a Brasil si seguíamos adelante; y la gente ya estaba esperándolo, aunque antes teníamos que ganar ese partido. Dinamarca era un equipo bien organizado y físicamente fuerte; casi todos sus futbolistas jugaban en Inglaterra o, como mínimo, lo habían hecho durante sus carreras.
Pensé que podría ocurrir lo mismo que en nuestro partido de grupo contra Suecia, en el que la familiaridad del contrincante con los jugadores de la selección le había hecho un favor a nuestro rival pero a nosotros no nos había ayudado en absoluto. Yo creía en aquella selección. De hecho, creía que en 2002 teníamos la oportunidad de hacer algo que no se había hecho desde 1996. Aunque no estaba seguro de si todos estábamos lo suficientemente centrados para conseguir un marcador a nuestro favor el domingo por la tarde.
Antes del partido, eché un vistazo a mí alrededor y supe que estaba equivocado. Estábamos tan listos para Dinamarca como lo habíamos estado para Argentina. Los rostros de los jugadores y su lenguaje corporal estaban listos, nada de miedo, ni de distracciones, ni de tensión. Todo el mundo estaba concentrado, esperando el saque inicial, más relajado de lo que había visto jamás al equipo de la selección. Niigata era otro estadio nuevo para nosotros, pero parecía que los chicos sólo hubieran necesitado las tardes previas de preparación para sentirse allí como en casa. Un ambiente así entre los jugadores cobra vida por sí solo. Miras al compañero y te da la impresión de que está listo. Al igual que el compañero de equipo que está junto a él. Y tú irradias confianza en ti mismo cuando te miran. Es una energía que recorre el vestuario en los minutos previos al saque inicial. Esa tarde, sabía que estábamos preparados.
Cuando salimos por el túnel al campo, me encontré mirando a los jugadores de Dinamarca en lugar de a mis compañeros de equipo. Por la forma en que caminaban, la forma en que miraban hacia delante y hacia atrás, se podía percibir su nerviosismo. Puede que no fuera exactamente miedo, pero sí algo parecido: no confiaban en sí mismos. Nosotros teníamos ventaja psicológica. Los tipos duros como Thomas Gravesen y Stig Tofting lo estaban haciendo lo mejor que podían, caminando resueltos y gruñendo, como diciendo que estaban listos para la lucha. Ese gesto hacía más evidente que muchos de los otros jugadores daneses no creían tener muchas posibilidades. No fui el único que se dio cuenta. Mientras los demás alentaban, Rio me llamó.
-¿Tú qué opinas? Parecen asustados.
Me parece que habíamos vencido a Dinamarca antes de empezar. Y menos mal que así era, porque fue la única vez en todo el verano en que la lesión me hizo sufrir de verdad durante un partido. Sentía que el pie mejoraba de un día para otro. No obstante, para jugar contra Dinamarca me calcé unas botas con unos tacos especialmente largos. En Niigata llovía, por tanto no me quedaba otra alternativa.
Hasta entonces, gran parte de la incomodidad la había sentido en la punta del metatarso, pero esa noche, sentía el dolor en la planta del pie. Era como si los tacos se clavaran en la lesión cada vez que presionaba el pie contra el suelo para correr o para chutar; cada vez que intentaba girar, la fractura se retorcía.
Sin embargo, el dolor del pie no evitó que disfrutase del partido. Sobre todo los primeros veinte minutos fueron fantásticos. Jugamos como si no nos importase nada en el mundo, ni siquiera en un torneo importante en el que el ganador se lo lleva todo.
Pasados cinco minutos, lancé un córner. Rio lo remató de cabeza, pero nadie estuvo seguro de que fuera él quien había marcado el gol hasta después porque el balón rebotó en el poste y luego en el portero danés. Por último, Emilie Heskey volvió a hundirlo en la red cuando salió rebotado. Incluso pensé en adjudicármelo yo, pero me alegra que las repeticiones de vídeo se lo concedan a Rio. Es un compañero de vestuario genial y en el campo jugó un Mundial fantástico. Entrar en la lista de goleadores era lo mínimo que se merecía ese verano.
Quince minutos después, Michael metió el segundo gol y ya parecía el final del partido. Dinamarca tuvo algunas oportunidades, pero nosotros subimos a su área justo antes del descanso y Emile marcó su gol. El calor nos había agotado jugando contra Nigeria en Osaka. La lluvia era precisamente lo que necesitábamos en Niigata: hizo que el terreno de juego estuviera más rápido, cosa que va muy bien para la forma en que Sven quiere que juegue la selección inglesa. El resultado de 3-0 estuvo bien, era todo lo que podíamos pedir y, además, frente a un equipo que se había clasificado para la segunda fase a costa de Francia. Me habría puesto a saltar como un loco después del partido para celebrar que habíamos pasado los octavos de final, pero el pie me estaba matando.
Cuando el partido estaba a punto de finalizar, me había dado un calambre porque estaba corriendo con la bota torcida hacia un lado para intentar no ejercer tanta presión en la planta del pie. Aun así, el resto de mi cuerpo estaba en mucho mejor estado. Ante Dinamarca me sentí más fuerte de lo que me había sentido desde que me había recuperado de la fractura. Después tuve la satisfacción de saber que mi participación había resultado esencial: había colaborado en los pases previos a los tres goles de Inglaterra.
Así pues, lucharíamos contra Brasil en cuartos de final. Si ganábamos ese partido, ganaríamos la Copa del Mundo. Sé que en Inglaterra la gente estaba empezando a tomárselo muy en serio. Nuestra selección era aspirante al título. En pasados campeonatos, las altas expectativas habían presionado mucho a la selección. Sin embargo, en Japón 2002, nuestra afición no pensaba nada que los demás jugadores o yo mismo no estuviéramos pensando ya. ¿Argentina? Eliminada. ¿Francia, los últimos campeones? Eliminada. ¿Italia? Eliminada. ¿Portugal? Eliminado. ¿Los holandeses? Ni siquiera habían llegado. ¿Quiénes quedaban? Los equipos con un pasado en el Mundial se reducían a dos: Alemania, a quienes habíamos vencido por 5-1 en Munich para llegar a las finales, y Brasil. Estábamos impacientes por que llegara la tarde del viernes en Shizuoka.
Lo único que nos preocupaba era Michael Owen. Fue una no vedad que toda la atención se centrase en torno a su ingle y no en mi pie, a pesar de que no recuerdo que mucha gente, ni siquiera de la concentración de Inglaterra, fuera consciente de lo cerca que es tuvo de perderse el partido contra Brasil. Se enfrentaba a una lesión en la ingle, la clase de lesión que va empeorando cuanto más juegas. En el Liverpool lo habrían hecho descansar durante un par de semanas en la temporada de la Liga, pero Michael era fundamental para la selección inglesa: un jugador de talla mundial que siempre liba lo mejor de sí en las grandes ocasiones. Cualquier equipo del lomeo habría hecho todo lo posible por tenerlo suficientemente recuperado para salir a jugar.
No le teníamos ningún miedo a Brasil. El partido empezaba temprano por la tarde, lo cual significaba que seguramente ellos tendrían ventaja si las condiciones eran parecidas a las que habíamos soportado en el partido contra Nigeria. Entrenamos en el estadio la tarde anterior y estuvo lloviendo a mares. Todos sabíamos que, si eso se repetía al día siguiente, tendríamos una buena oportunidad. En el hotel, más tarde, sentía que tenía que erigir un pequeño santuario para los dioses del tiempo locales antes de irme a dormir, para que lloviera más. No hubo suerte. El viernes por la mañana salté de la cama y descorrí las cortinas de golpe. El sol ya estaba alto sobre el horizonte y presidía un día precioso. Se me cayó el alma a los pies: al final tendríamos que intentarlo de la forma más difícil.
Jamás se me habría ocurrido pensar en el tiempo como excusa. Aceptas lo que te dan y de todas formas sales a jugar como mejor sabes. Aun así, mucha gente había estado diciendo que, si hacía calor, Inglaterra estaría en apuros. Me he preguntado muchas veces desde entonces si se nos había metido eso en la cabeza. A veces basta una pequeña duda para quebrantar la confianza de los jugadores. Antes del partido salimos al campo unos diez minutos, pero luego volvimos a entrar para realizar el calentamiento principal.
Los japoneses nos buscaron un despacho bastante grande para que hiciéramos los estiramientos. No era ni mucho menos lo ideal, y a Michael le estuvieron dando masajes justo hasta antes de salir al campo. Le fue por poco, pero jugó. La gente lo sabe todo acerca de Michael, pero también es más fuerte de lo que cualquiera fuera del vestuario sabrá jamás. Yo también había hecho una sesión con Richard Smith, el masajista, de modo que comprendía exactamente por lo que estaba pasando Michael para asegurarse de que podría empezar el partido. No pensaba perderse a Brasil por nada del mundo.
Empezamos muy bien ese partido de Niigata. Si el calor nos molestaba, no parecía notarse. No dimos opción a que los jugadores brasileños cogieran el menor ritmo. Si se deja que eso pase, un equipo como éste puede tener el partido ganado antes de que hayas empezado a jugar. Sabíamos que teníamos que defender como equipo cuando teníamos el balón. No podíamos dejar que presionaran dos contra uno frente a nuestros jugadores en ningún momento. Cuando teníamos la pelota, el trabajo era bastante sencillo: había que pegarse a ella y correr enseguida hacia su campo, Todo el mundo sabe que a los brasileños les gusta dejar que sus defensas se vayan al ataque realizando un juego abierto. Sabíamos que contábamos con jugadores para frenarlos y contraatacar nosotros. Parecíamos estar completamente concentrados. A pesar de que tuvieron un par de oportunidades -David Seaman tuvo que salvar un tiro a puerta de Roberto Carlos-, no estaba sucediendo nada que nos pudiera preocupar.
“No cometas errores. Espera a que los cometan ellos”. Sólo habían pasado unos veinte minutos cuando Brasil perdió el balón en nuestro tercio del campo. Emile Heskey lo atrapó a medio camino, delante de él, vio a Michael que echaba a correr al otro lado de su defensa. Emile lanzó un pase de unos treinta metros en dirección hacia la esquina del área de penalti de Brasil. Parecía que su defensa central, Lucio, alcanzaría el balón y lo despejaría. No sé si llegó a ver a Michael y le preocupó que pudiera intentar una jugada en solitario, pero el caso es que Lucio dejó de mirar el balón. En lugar de controlarlo, lo dejó botar y alejarse de él de camino a la trayectoria de Michael. Los grandes delanteros nunca se quedan quietos.
Se están moviendo a la espera de su oportunidad antes de que ninguna otra persona vea que está pasando algo. Michael robó el balón y corrió hacia el área. Sabíamos que, con lesión en la ingle o sin ella, a Michael no lo iban a atrapar una vez iniciada la jugada. Y el guardameta, Marcos, puesto que lo habían cogido por sorpresa, no se movió de su sitio hasta que fue demasiado tarde. Michael sólo tuvo que colocarse y engalanar su disparo, que sobrepasó al portero y se coló por la escuadra: 1 a 0. Yo estaba casi a cuarenta metros. Fue como verlo por televisión. “Michael Owen marca para Inglaterra contra Brasil. No puedo creer lo que está pasando. Espero que o estén grabando en vídeo”.
Estaba convencido de que, si lográbamos mantener el 1-0 hasta el descanso, Inglaterra podría ganar el Mundial. Sin embargo, Brasil es un gran equipo. Su mayor o menor capacidad, la saben utilizar con total intrepidez. Estar un gol por detrás no les hizo perder el ritmo en modo alguno. Nada iba a hacer que cambiaran su enfoque del partido. Con cualquier otro equipo que no sea Brasil, si se pone uno en cabeza, espera que eso obligue a sus adversarios a presionar y empezar a arriesgarse. Ellos no, ellos son el mejor equipo del mundo y lo saben. Y, de todas formas, así es como juegan todos los partidos.
Unos cinco minutos antes del final de la primera parte, Roberto Carlos disparó un chute que se desvió. Dave Seaman saltó para atrapar el balón y se lesionó el cuello al caer hacia atrás. No tenía buen aspecto. Era probable que tuviera que abandonar.
Dejé de mirar un momento a Dave y al fisioterapeuta, Gary Lewin. Ronaldo estaba hablando de algo con el árbitro, Ramos Rizo, y entonces se echó a reír y le pasó el brazo por el hombro al colegiado. Parecía que estuviera con unos cuantos amigos disfrutando de una pachanga un miércoles por la tarde en el parque del barrio, sin ninguna preocupación en el mundo. “¿Cómo se puede estar así cuando se va 1-0 en el Mundial? Esto aún no se ha acabado. Esto no se ha acabado ni de lejos”.
(continuará…)
(CARLOS CAMEJO, ex futbolista uruguayo, recordando su ida de la ciudad de Riyadh en 2001)
(LEONARDO ASTRADA, ex jugador y técnico argentino, recordando sus inicios en River Plate)
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(FERNANDO "Teté" QUIROZ, ex futbolista y entrenador argentino)
Beckham (de penalti) - 3ª parte
Argentina tuvo una o dos oportunidades. Las nuestras fueron mejores. Michael recibió un balón en el área y lo cruzó hacia el portero argentino, Cavallero. Yo ya estaba en el aire, convencido de que había entrado, pero salió rebotado al impactar contra el poste. Entonces me encontré con el esférico en los pies en el extremo del área argentina. ¿Chutaba o la pasaba? Quería mantener el balón en movimiento. Michael ya se había puesto a correr detrás de uno de sus defensas. De pronto, quedé fuera de combate. Alguien me había entrado por detrás, aunque no tenía ni idea de qué jugador argentino se trataba. Sin embargo, estaba seguro de que era un saque de falta. Y a una buena distancia y posición para mí también. Le grité a Pierluigi Collina, el árbitro. Se había percatado de la falta, aunque también de algo más que yo no había visto y por lo que estaba aplicando la ley de la ventaja. Alcé la vista; a unos veinte metros de donde me encontraba, el balón seguía avanzando y, de pronto, Michael Owen lo recibió en el área, recortó a Pochettino y éste puso la pierna cuando Michael pasó a su lado.
-¡Penalti!
Estoy seguro de haberlo gritado. Sé que toda la afición de Inglaterra lo hizo. Cuando vi que Michael caía, supe que Collina lo vería y que tendría el valor suficiente para concedernos el penalti. Había tenido la entereza necesaria para seguir adelante con el partido cuando yo le había gritado por mi falta. Tuve la sensación de un deja vu sabía que iba a marcar. Había hablado con Victoria sobre un gol ganador y de que al final olvidaría lo de Simeone y Saint Etienne. ¿No había soñado con esa escena la noche anterior? ¿O había visto lo que estaba a punto de ocurrir justo antes de que ocurriera? Con la misma rapidez que esos pensamientos me asaltaron, me abandonaron. Tenía que conseguir el balón. Tenía que ser el que marcase. Fue como si tuviera un nudo en la boca del estómago: miedo. Y no era exactamente una voz que escuchase en la cabeza, sino el hecho de darme cuenta, justo en ese momento, de lo siguiente: “Todo lo que he hecho en la vida, todo lo que me ha ocurrido; todo se encaminaba a este momento”.
Sabía que Michael estaría preparado para lanzar el penalti.
-¿Quieres que lo tire yo?
-No, lo tiraré yo.
Y allí estaba yo, con el balón en las manos, colocándolo en el punto de penalti.
“¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?”.
Me alegraba que Collina fuera el colegiado; él no iba a dejar que nadie se inmiscuyera en su trabajo en Sapporo. Los jugadores sudamericanos son muy buenos presionando al contrario, intentan intimidarlo y descolocarlo. Tengo buenas razones para saberlo mejor que nadie, así que no me sorprendió. El árbitro, el portero y Diego Simeone, todos estaban delante de mí, entre la portería y yo. Retrocedí dos o tres pasos. Simeone pasó justo por delante del balón, hacia mí. Se detuvo y me tendió la mano como esperando que se la estrechase. “¿Debería hacerlo? Ni hablar”
Miré más allá de él, a través de él, hacia la portería, intentando borrarlo. Luego, cuando me volví, Butt y Scholes se acercaron por detrás y apartaron a Simeone.
“Mis compañeros, así me gusta”. Miré el balón antes de empezar a correr. Todo se sumió en un completo silencio, me daba vueltas, tenía los nervios a flor de piel.
“¿Qué está pasando? No puedo respirar”.
Recuerdo que tomé dos grandes bocanadas de aire para intentar calmarme y no perder el control de la situación. Mis últimos dos penaltis habían sido con el Manchester, había lanzado el balón justo por en medio de la portería y los porteros, al lanzarse a un lado, ni lo habían rozado. “Vuelve a hacerlo ahora, David”. Estaba demasiado nervioso como para intentar una artimaña. Y no lo estaba sólo por mí. Lo importante era el equipo que capitaneaba. Nunca antes me había sentido tan presionado. Corrí hacia el balón y lo lancé hacia la portería con todas mis fuerzas. “Dentro”. El clamor. “¡DENTRO!”.
No es que fuera el mejor tanto de mi vida, pero, para mí, para todos nosotros esa noche, fue absolutamente perfecto. Corrí hacia él, lo chuté y -sabiendo de forma instintiva que era gol- seguí corriendo hacia el banderín del córner. Los nervios, la presión y los miedos del pasado desaparecieron. En ese par de segundos posteriores a que el esférico se colara en el fondo de la red argentina, vi los flashes que se disparaban en el campo. Cada vez que un pequeño fogonazo desaparecía engullido por la confusión y el colorido de las gradas, arrastraba con él todo lo que había ocurrido, lo que se había dicho y escrito desde mi tarjeta roja en Saint Etienne, hacia la lejanía del cielo nocturno. La expresión del rostro de mis padres en Heathrow cuando volví a Inglaterra, esa foto de un monigote mío colgando a la salida de un pub, los abucheos de la multitud en Upton Park y todo lo demás había desaparecido. La película que había estado viendo durante tanto tiempo llegó a su fin, se consumió. Dejé de pensar en ella por primera vez en cuatro años.
Con los brazos extendidos, crucé el césped hacia la afición con un equipo de jugadores ingleses con camisetas rojas haciendo todo lo posible por llegar hasta donde estaba antes de que desapareciera entre la multitud. Había tenido que sufrirlo. Lo ocurrido en 1998 había contribuido mucho a que me convirtiera en la persona en que me había convertido, alguien que capitaneaba a su país en un nuevo Mundial en 2002. Pero con un lanzamiento me había quitado aquel peso de encima para siempre. En ese momento estaba seguro de que, si daba un salto, podría ponerme a volar. De pronto, los demás chicos se pusieron a dar brincos y se lanzaron sobre mi espalda. Primero Sol y luego Trevor Sinclair. Rio también, abrazándome con tanta fuerza que apenas podía respirar. No era sólo mi momento, era el momento de todos.
Y, entonces, de forma igual de repentina, pensé que todavía no lo teníamos todo ganado. Argentina iba a hacer el saque de medio campo y un minuto después oiríamos el silbato, pero no era más que la primera mitad, no el final del partido.
En el vestuario no hubo gritos ni chillidos. Estaba todo tranquilo, la tensión se cortaba en el ambiente; como si la habitación no fuera lo suficientemente grande para contener la energía de los jugadores que estaban dentro. “¿No sería genial que mi gol fuera el decisivo?” Salimos al campo y, en la segunda mitad, lo retomamos donde lo habíamos dejado en la primera. Nada de aguantar el partido como habíamos hecho contra Suecia. Nada de perder la posesión del balón; al menos, no al principio. Buscábamos otro gol. Los cuatro defensas ingleses eran un muro inquebrantable. En el medio campo, anulábamos los pases argentinos y luego eludíamos a sus jugadores. Teddy Sheringham salió en sustitución de Emile Heskey y casi marca.
Si Cavallero, el guardameta argentino, no hubiera parado la vaselina de Teddy al borde de la portería, después de haberle pasado el balón desde el otro extremo del campo, habría sido uno de los goles más increíbles de la selección a lo largo de toda su historia.
Nicky Butt fue el mejor futbolista en el terreno de juego. Fue fantástico verlo ponerse a prueba en el césped. En el Manchester ni siquiera era una estrella como centrocampista, ni qué decir tiene en la selección, pero tuvo su oportunidad en el Mundial porque Steven Gerrard se perdió el campeonato a causa de una lesión. Nicky es un tipo callado, con un sentido del humor seco. Jamás ha sido la clase de persona que presume de lo que hace. Pero allí estaba, jugando contra el que muchos calificaban como el mejor equipo del mundo, dirigiendo el partido. Otras personas vieron por primera vez en Japón lo que nosotros ya sabíamos al jugar en el Manchester.
En los últimos veinte minutos, Argentina se hizo con el balón y empezó a jugar. No es que parecieran tan buenos, lo único que hacían era retener el balón a fuerza de voluntad más que de otra cosa. Parecía imposible detenerlos. “Por favor, no marquéis”. Yo empezaba a sentirme realmente cansado; sólo era mi segundo partido desde que me había lesionado el pie. Recuerdo que Sven me llamó cuando todavía quedaban diez minutos.
-David, ¿estás bien?
No le respondí. La expresión de mi cara lo decía todo. “Ni se te ocurra sacarme.
Tengo que estar presente cuando ganemos este partido”.
Seba Verón había sido sustituido en la primera mitad por Pablo Aimar. Era el único jugador que parecía que podía desbloquear la situación y ayudarles. Cuanto más entrada la segunda mitad, más avanzaba, o sea que los centrocampistas se veían cada vez más obligados a intentar detener a Aimar. Acabamos pisándoles los talones a nuestros cuatro defensas.
Argentina era una ametralladora de chutes y pases cruzados. Y contaron con un par de buenas oportunidades. Para la afición que seguía el partido por televisión desde casa, ese último cuarto de hora debió de ser insoportable. Dave Seaman hizo un par de paradas geniales. Sol y Rio siguieron interceptando los tiros a portería de los argentinos. Era fantástico, pero quería que se acabase. Trataba de defender con el resto de chicos, pero deseando en realidad poder estar escondido detrás del sofá con los ojos cerrados, junto a la afición inglesa en casa.
Cuando sonó el pitido de final de partido, Rio y Trevor vinieron corriendo hacia mí. Fue una sensación realmente genial, tanto para nosotros como para los hinchas. Llamé a Victoria desde el túnel una media hora después del partido. Me costaba mucho expresar las cosas en ese momento y no escuchaba ni una palabra de lo que ella decía. Estaba en casa de sus padres; la tenían abarrotada de familiares y amigos que no dejaban de gritar y cantar en el jardín. Más tarde, llamé a Dave Gardner y me contó que en Inglaterra estaban todos como locos. Se encontraba en plena Deansgate, la calle comercial principal de Manchester. Me contó que los coches no habían podido circular por allí desde el final del partido. Se celebraban fiestas en plena calle.
Jamás había visto nada parecido. Hablé con Simón, uno de los chicos de la empresa que me representa, SFX, quien estaba en Londres y se había abierto paso hasta Trafalgar Square. Allí estaba ocurriendo lo mismo. Como hacía después de cada partido en 2002, también llamé a Gary Neville. Se mostró muy optimista, pese a no haber podido estar allí por su lesión. Esa noche fue la vez que lo oí decir:
-Ojalá hubiera estado allí.
Gary es un jugador de equipo. Es el perfecto jugador de equipo. Sabía exactamente lo que significaba ganar un partido importante como el disputado contra Argentina. Le habría encantado formar parte de aquello. Yo necesitaba que me contase qué estaba ocurriendo en casa y él quería que yo le contase hasta el último detalle de la celebración que estaba teniendo lugar en Japón.
Si había algo que no podía hacer que ocurriese, era volver a Inglaterra minutos después de una gran victoria en el Mundial o en los Campeonatos de Europa para ver las celebraciones y unirme a la locura general en casa. Me habría encantado disfrutar de la emoción cuando marcamos, la gente dando saltos, besándose y abrazándose en Londres, en Manchester, en Birmingham, en Newcastle, en todas partes. Me encanta.
En Sapporo no quería dejar el campo. Si había un jugador inglés, un hincha inglés todavía sobre el césped, yo quería estar allí celebrándolo con ellos. Al final fui hacia el túnel para conceder una entrevista televisiva y luego dirigirme al vestuario. Fui el último en entrar. Terry Byrne y Steve Slattery se acercaron a mí y me abrazaron. Sven Goran Eriksson me estrechó la mano. Sabía lo que significaba para el equipo. El disco de Usher volvía a resonar. Rio marcaba el paso en pleno centro del vestuario, mientras iba pateando los equipos que estaban en el suelo y las tobilleras. Ojalá hubiéramos jugado contra Brasil al día siguiente. Incluso esa misma noche. Nos sentíamos muy fuertes, todo el mundo seguía con el ‘subidón’ de la victoria. No cabía duda de que habíamos ganado. La atmósfera en el vestuario después de haber vencido a Argentina nos hizo sentir que esa alineación de la selección era invencible.
De vuelta en el hotel, mis padres me estaban esperando. Acudieron a todos los partidos de Japón. Mi madre estaba llorando -justo lo que necesitaba para empezar yo también-; creo que mi padre tuvo que contenerse.
-¡Estoy tan orgulloso de ti, hijo!
Tony Stephens consiguió llegar hasta allí después del partido. Es un gran forofo además de representante en el mundillo del fútbol, y había pasado una noche maravillosa junto al resto de la afición inglesa en el estadio. Se acercó y me dio un abrazo.
-Ha sido increíble, David. A ver cuándo escriben tu biografía.
La sala que nos habían reservado tenía un aire muy japonés: una estancia enorme de color gris claro con las paredes desnudas; grandes mesas rectangulares cubiertas con manteles blancos; comida y bebida para que la gente se sirviera. No era exactamente el modo en que uno dispondría las cosas para una gran fiesta. De todos modos, el cansancio empezó a aflorar en cuanto todos habíamos compartido una o dos botellas.
Algunos de los chicos se fueron pronto a dormir, sobre todo los que no tenían una familia que los esperase. Los demás nos fuimos apagando poco a poco, brindando por el Inglaterra 1 -Argentina 0 con un par de copas de vino.
Allá donde fuimos ese verano tuvimos a la mayoría de japoneses por compañía. Hacían todo lo posible para que nos sintiéramos como en casa, si es que eso era factible en un país tan distinto al nuestro. Recibía sacas llenas de postales y cartas en el hotel enviadas por la afición japonesa.
“Buena suerte Beckham. Buena suerte Inglaterra. Nos alegramos de que estéis en nuestro país” .
Sentíamos que teníamos que darles algo a cambio, encontrar una forma de expresar nuestra gratitud. Hablamos con Paul Barber de la FA y yo sugerí que el encuentro con algunos escolares sería una buena forma de hacerlo. Lo arreglamos para que Rio y yo fuéramos a un lugar que no quedaba muy lejos de donde estábamos concentrados una tarde después del entrenamiento. Pensamos que sería un bonito gesto hablar con los niños, muchos de los cuales sabían inglés, y regalarles un par de equipos de la selección y otros recuerdos. Entramos juntos a un vestíbulo y había cientos de niños sentados en filas perfectamente formadas, esperando con paciencia. El lugar estalló en júbilo cuando nos vieron. Fue genial, y creo que Rio y yo nos sentimos embriagados tras ese par de horas, al igual que los niños.
Habría sido ideal aprovechar el ‘subidón’ de la victoria contra Argentina en otro partido demoledor contra otro equipo importante. En lugar de eso, tuvimos que esperar casi una semana para enfrentarnos a Nigeria en nuestro último partido de grupo. Un encuentro que, a esas alturas, no teníamos que ganar para seguir en el Mundial. Esos cinco días fueron lo suficientemente largos para perder parte de la inspiración de la tarde del viernes anterior. Al haber derrotado a los favoritos del torneo, de pronto todos esperaban que nos encargásemos de aquél que se pusiera en nuestro camino sin sudar ni una gota. Al final resultó que sudar fue lo único que hicimos en Osaka cuando llegó el miércoles por la tarde.
(continuará…)
(PAULO SILAS, ex jugador brasileño, de recordado paso por San Lorenzo de Almagro)
(HÉCTOR “Bambino” VEIRA, ex jugador y entrenador argentino y su respuesta a un jugador, enojado porque Veira lo había reemplazado)
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Beckham (de penalti) - 2ª parte
Fue una pena que el partido no resultara tan intenso como los preparativos. Jugamos bien, sobre todo al principio, pero de alguna forma, parecía que no estaba muy claro cómo iba a acabar el partido. No hubo muchas oportunidades. ¿Dónde estaban las grandes entradas y las confrontaciones? Sinceramente, no se podía haber previsto, pero, transcurridos veinticinco minutos, metimos el primer gol. Saqué un córner por la izquierda y Sol Campbell lo transformó en gol con un remate de cabeza perfecto. Sol siguió corriendo hacia el siguiente banderín de córner para celebrarlo. Yo también me había vuelto loco de alegría, como si lo hubiera marcado yo. Me volví y levanté los brazos en dirección a la afición sueca, que me había estado dando duro. Seguían riéndose, a lo mejor sabían que después les tocaría a ellos.
Marcar es una cosa, pero crear una oportunidad de gol para otro es además una sensación fantástica y, esa noche, me encantó que fuera Sol quien recibiera el balón. Quince años atrás, en la época en que entrenábamos con el Tottenham como juveniles, Sol no marcaba demasiados goles. Durante la prórroga del partido contra Argentina en Francia 98, cuando sólo éramos diez hombres, le habían anulado un gol que, de haber sido aceptado, nos habría hecho ganar el partido. En ese momento, Sol nos había dado un empujón en el Mundial de 2002.
El problema era que a partir de ese instante no nos esforzamos. Íbamos en cabeza, pero éramos cautelosos, estábamos tensos y nos relajamos adelante. Y luego, en la segunda mitad, perdimos la concentración. No conseguíamos conservar el balón. Perdíamos los pases y Suecia no dejaba de presionar. A diferencia del gol que habíamos metido en la primera mitad, el de los suecos era previsible. Habíamos perdido la concentración come equipo en el momento equivocado y les regalamos el empate. Cuando Niclas Alexandersson lanzó al fondo de la red un rápido despeje de Danny Mills, habría resultado fácil culpar al defensa del Leeds del tanto. No creí que fuera culpa suya. Se cometieron muchos mal errores en la jugada que acabó en gol. Tuve el detalle de acercarme a él.
-Venga, Danny. Sigamos.
Un par de minutos más tarde, Sven me sustituyó. Era mi primer partido desde el que jugamos contra el Deportivo en Old Trafford y, a decir verdad, me resentía. Me dolía el pie, pero el problema estaba más relacionado con la forma física en general para el partido. Al principio de la segunda parte estuve pensando: ¿qué me pasa en las piernas? Estoy seguro de que Sven me vio resoplar y supo que teníamos otros partidos que jugar y que para eso habían traído a Kieron Dyer. Aun así, no me alegré de que me sustituyeran. Fue la primera vez que me enfadé por una de las decisiones del señor Eriksson. Al ver el partido desde el banquillo me sentí más frustrado a medida que el juego se encaminaba a acabar en empate.
El marcador, 1 a 1, no era un desastre para el primer partido de un campeonato importante, pero nos sentíamos realmente decepcionados de nuestra actuación. Creo que ése fue el motivo de que no nos acercáramos a dar las gracias a la afición inglesa que se encontraba en el estadio tras el pitido final. Por ese motivo nos criticaron en la prensa al día siguiente y nos acusaron de dar la espalda a nuestros hinchas, lo que no era cierto. Contamos con un respaldo fantástico y creo que los jugadores nos metimos enseguida en los vestuarios porque sentíamos que no habíamos estado a la altura de las circunstancias. De lo que sí nos dimos cuenta todos después fue que fuera cual fuese el motivo, no aplaudir a nuestra afición fue un error. Como capitán, puede que fuera mi responsabilidad llevar la voz cantante, aunque hubiera estado en el banquillo. Los jugadores lo comentamos al día siguiente y nos prometimos a nosotros, así como a la afición, que, en el futuro, nos aseguraríamos de agradecerles que hubieran estado allí, apoyándonos.
De vuelta en los vestuarios, se respiraba cierto aire de desorientación. No recordaba haber visto al equipo de la selección tan hundido. Ni siquiera los masajistas de Inglaterra, Terry Byrne, Steve Slattery y Rod Thornley, consiguieron levantar el ánimo a los jugadores aquella tarde. Fue la primera vez que había visto a Sven intentar cambiar de humor a los jugadores.
-Todavía tenemos muchos partidos importantes por delante. Ni se os ocurra deprimiros por lo que ha ocurrido hoy. No es un problema. Hemos empatado a uno. No hemos perdido, ¿verdad? ¡Venga, hombre! ¿Qué os pasa, chicos?
Yo no había estado de muy buen humor, en parte porque todavía estaba molesto porque el entrenador me había sustituido. No lo esperaba en absoluto. No obstante, escuché a Sven en el vestuario y me di cuenta de que, como capitán, debía hacer todo lo posible por mostrarme positivo. Seguía siendo una tarde bastante aciaga. Todos nos habíamos estado preparando para las finales del Mundial y los jugadores estaban realmente deprimidos por haber dejado escapar nuestro primer partido.
Al día siguiente no tuvimos más remedio que olvidarnos de Suecia. Teníamos cuatro días para prepararnos para lo que sería nuestro partido más importante dentro del grupo. Ahora bien, era un partido que de verdad necesitábamos ganar. Una de las mejores cosas sobre Sven Goran Eriksson como técnico es su capacidad para evaluar lo que necesitan los jugadores en todo momento. Dice lo necesario para que cada uno se mentalice como ha de hacerlo para un partido. Igual de importante es el hecho de que siempre sabe exactamente qué necesitamos desde un punto de vista físico. Entre partido y partido, en una ocasión como la del Mundial, nos hace entrenar duro si es beneficioso para el equipo, pero relaja las sesiones si nuestros cuerpos no están a tono. No nos iba a ‘castigar’ con un programa de ejercicios por no haber jugado bien contra Suecia. Steve McClaren y él nos prepararon con calma para el partido del viernes por la tarde contra Argentina en Sapporo.
Esa semana incluso rompimos un poco con la típica dieta estricta inherente al hecho de estar en un campo de entrenamiento. Debo admitirlo, fue la mejor idea que tuve en todo el verano. En realidad llevábamos lejos de Inglaterra -y de la comida rápida- tres semanas y yo empezaba a echar de menos una hamburguesa con patatas fritas.
Supuse que habría algunos chicos que sentirían lo mismo Hablé con Sven, que creyó que mi idea no nos haría ningún daño, y luego hablé con los cocineros de la selección. El miércoles por la noche bajamos todos a cenar. Las puertas del comedor estaban cerradas y había dos enormes arcos dorados pegados en ellas. Entramos y vimos una montaña de comida para llevar de McDonald's esperándonos: más hamburguesas normales, hamburguesas con queso y patatas fritas de las que uno haya podido ver apiladas en toda su vida. Fue una sorpresa total para los jugadores. Lo devoramos todo, fue como ver a unos niños enloquecidos en una tienda de caramelos. Y funcionó. Volvimos a hacerlo antes del partido contra Dinamarca. A lo mejor, la comida rápida era lo que nos hacía falta para la preparación del partido contra Brasil.
Con la selección, siempre entrenamos mucho basándonos en el equipo rival. Dave Sexton, entrenador del Manchester durante los años setenta, es el encargado de hablarnos de nuestro próximo oponente. Comenta las características de cada uno de los jugadores de un equipo de veintitantos componentes.
A continuación, nos pone un vídeo, el equivalente a esa cámara que filma a los jugadores en los partidos retransmitidos por televisión por cable y que escoge a un jugador en concreto, y lo comenta: “Esto es lo que hace cuando atacan”, “y esto es lo que hace cuando defienden”. Dave explica exactamente lo que cree que deberíamos hacer para contrarrestar a ese jugador en concreto. Es bastante similar a planificar una operación militar. Carlos Queiroz contribuyó con muchas ideas del mismo tipo a nuestra preparación en el Manchester durante mi última temporada en Oíd Trafford.
Esta clase de preparación con los jugadores se practica cada vez más en el fútbol. En la actualidad, da la impresión de que todo el mundo cuenta con la tecnología más avanzada. Por instinto, yo soy más bien de la vieja escuela. A mí lo que me gusta es salir y jugar. Sin embargo, entiendo la importancia de conocer todos los puntos fuertes y flacos de tus oponentes. Una pequeña ventaja es lo que a menudo se necesita para ganar un partido de fútbol de alto nivel.
Huelga decirlo, nos moríamos de impaciencia por jugar contra Argentina. La perspectiva del siguiente partido fue lo que acabó con nuestra depresión después del empate contra Suecia. Admiro en lo más profundo la forma en que los chicos se prepararon para el partido contra los favoritos del Mundial. La confianza en uno mismo es un elemento muy importante en el fútbol y Argentina era uno de los mejores equipos del campeonato. Todos los jugadores ingleses empezaron el partido convencidos de que los íbamos a vencer. Había una convicción mental en todos y cada uno de nosotros, y en el equipo como conjunto. Visto en retrospectiva, ese empate contra Suecia nos había puesto las cosas más fáciles; salimos a jugar el viernes por la noche sabiendo que al final del partido debíamos obtener un resultado positivo.
El partido Inglaterra-Argentina es uno de los grandes encuentros del fútbol. El de Francia 98 había sido increíble. Debido a lo ocurrido en Saint Etienne, la preparación para Sapporo en 2002 fue incluso más intensa. Todo el período anterior al partido se habló de que Inglaterra -y de que el capitán de la selección en particular- buscaba una oportunidad para meter un tanto; los periódicos habían estado hablando de “venganza” y “destino” y de “Beckham” desde que se había producido el empate. La mitad de los jugadores de ambos equipos habían participado en el partido de cuatro años atrás. Por parte de Argentina, entre esos jugadores se encontraba ‘Seba’ Verón, quien, mientras tanto, se había convertido en compañero de equipo del Manchester.
Cada vez que veo fotos de mi expulsión en Francia 98, veo a Seba animando al colegiado a que me saque tarjeta roja. Nunca hablamos en serio sobre ese episodio, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con que jugásemos juntos en el Manchester. Pero sí bromeábamos sobre la rivalidad entre nuestros dos países. Los días que salíamos con el equipo siempre incluían un momento en que los jugadores ingleses y yo jaleábamos ¡Ar-gen-ti-na! y él contestaba ¡In-gla-te-rra!. Vi a Seba antes del partido en Sapporo y todo seguía siendo relajado y amigable entre ambos. Él empezó a intentar deprimirme:
-Debes de estar muy cansado, David. Apuesto a que te ha estado doliendo mucho el pie.
-No, descansé al final de la temporada, ¿sabes? Jamás me he sentido en tan buena forma.
Había estado luchando contra los nervios, es lo normal cuando los miedos de cuatro años atrás regresan a tu memoria para atormentarte. No podía evitarlo. Todas las preguntas que me hacían, todas las conversaciones que mantenía con la prensa y con la afición inglesa estaban relacionadas con Simeone, con una tarjeta roja y, en el Mundial, con la oportunidad de poner las cosas en su sitio. Además, seguía preocupado por el metatarso. Me sentía bien, pero no me gustaba el aspecto del campo ni cómo podría afectar la humedad de un estadio cubierto al juego. No acababa de decidirme sobre qué tipo de botas ponerme. Los tacos largos se habrían hundido en el césped, lo que me habría dañado el pie después de noventa minutos, aunque así tuviera mejor tracción. Al final, me decidí por unas de suela flexible.
Hablé con Victoria por teléfono antes de salir hacia el estadio. Se había quedado en casa: Romeo, nuestro segundo hijo, estaba a punto de nacer. Incluso estando en la otra punta del mundo, si había alguien que supiera cómo hacer que me relajase, ésa era Victoria. Le conté cómo me sentía, ella me deseó suerte, por supuesto.
-Tú disfruta. Hazlo lo mejor que puedas. Aquí en Inglaterra, todo el mundo se ha vuelto loco, todos están impacientes.
Estaba intentando pensar en cosas positivas. Incluso hablamos de qué pasaría si marcaba el gol ganador; era mejor pensar en eso que en lo otro: “Si algo fuera mal esta noche, Victoria, no sé si sería capaz de pasar por todo lo que tuve que pasar la otra vez”.
Entonces, cuando estábamos preparándonos para despedirnos, ella dijo en tono lloroso:
-Ahora no vayas a hacer ninguna estupidez, ¿vale?
Yo me reí y la tensión se alivió.
-No sé, ya veré qué tal va. A lo mejor tendría que salir ahí fuera y patear a alguno por los viejos tiempos.
Jamás olvidaré la pasión y la sensación de tener un objetivo que se respiraba en el vestuario antes de salir a enfrentarnos contra Argentina. El ritmo del disco 8701 de Usher retumbaba en nuestras cabezas. Miré a Michael Owen, irradiaba cierto halo, una concentración pura y dura en el trabajo que tenía entre manos. Miré a Rio Ferdinand y a Sol Campbell: sus rostros reflejaban calma, con la expresión inmutable; esa misma intensidad ardía en sus ojos. “Sí señor. ¿Cómo vamos a perder esta noche? Venga, Inglaterra”.
Jamás había oído nuestras voces como esa vez. El eco retumbaba en el túnel mientras nos alineábamos con Argentina; las voces inglesas -las de los jugadores- se oían gritar, rugir y alentarse, como si fuéramos a librar una batalla. Y, desde el saque inicial, eso es precisamente lo que fue. La entrada de Batistuta a Ashley Cole cuando llevábamos más o menos un minuto de partido fue espeluznante.
Si lo hubiera hecho más avanzado el partido lo habrían expulsado. Fue la oportunidad de dejar huella para un gran jugador. Habíamos convenido entre nosotros que no tendríamos ningún miramiento con Argentina, pues ellos tampoco se andarían por las ramas. Desde su punto de vista, esa embestida del número 9 lo decía todo. Aunque rompió un maleficio, sorprendió a todos los presentes en el estadio, tanto a los jugadores como a la afición. No importaba el empate con Suecia. No importaba lo que hubiera ocurrido años atrás. No importaba el pie de Beckham. Ése era el reto, ¿éramos lo bastante fuertes come, para enfrentarnos a él? La atmósfera en el estadio era electrizante. La afición inglesa al completo lo sentía, estoy seguro, todos nuestros jugadores dieron la talla en ese instante “¿enfrentarnos a este reto? Haremos algo mucho mejor”.
Me costó más meterme en el partido que a mis compañeros. Cuando tuve el pie suficientemente caliente para que dejara de darme punzadas de dolor, ya estábamos jugando bastante bien, éramos un equipo distinto al que había luchado con menos fuerza una semana antes. Éramos los mejores en el uno contra uno, Nicky Butt estaba en todas partes, tratando de robar balones, animándonos para que siguiéramos adelante. Incluso cuando íbamos 0-0, ya sentíamos que era nuestra noche. Owen Hargreaves se lesionó muy pronto y Trevor Sinclair lo sustituyó. Cualquier otra noche, eso podía haber afectado a nuestro ritmo.
Cualquier otro jugador que no hubiera sido Trevor podría haber necesitado tiempo para acomodarse al ritmo de un partido de Mundial. Él aprovechó su oportunidad. Empezó a correr hacia el equipo de Argentina, aterrorizando a defensas expertos como Placente y Sorín. Estaba preparado. Era la noche en que se iba a asegurar de que todos esos kilómetros en un 747, cuando había estado dentro y luego fuera del equipo y al final dentro otra vez, habían valido la pena.
(continuará…)
Me enseñó lo más importante que uno debe tener en una cancha: respeto".
(ADOLFO PEDERNERA 1918-1995, célebre jugador y entrenador del fútbol argentino)
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(MARIO ZANABRIA, ex jugador y entrenador argentino, en su paso por Boca Juniors como entrenador -1986-)
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