Ya era de día y el sol se hacía notar en la habitación porque las ventanas no tenían persianas. Khaled abrió los ojos ayudado por la claridad que inundaba la habitación pero los volvió a cerrar porque el sol le cegó sus ojos deslumbrados por la luz que le daba en la cara. Estando despierto pero con los ojos cerrados comenzó a pensar y los pensamientos, recuerdos y momentos, buenos momentos que a él le hacían sentirse bien, llenaron su cabeza.
Casi siempre su pensamiento y sus buenos momentos eran los mismos: el fútbol, su equipo en la aldea. Sí, él jugaba y todos en el pueblo decían que muy bien, que algún día llegaría a jugar en Europa, aunque a él no le gustaba que estuvieran continuamente diciéndoselo, en su cabeza se había construido un futuro en el que el fútbol tenía sitio preferente y, además, con ello ayudaría a su familia y saldrían de este país sin presente ni futuro, porque la única ocupación y preocupación de la gente de la aldea era vivir, y para él, además, jugar al fútbol. En realidad, para él y los chicos las prioridades estaban cubiertas jugando al fútbol todo el día.
Khaled era el mejor de la aldea, todos querían que estuviera en su equipo, incluso se comentaba que iban a venir cazatalentos de equipos de Bélgica para verle jugar, pero él no sabía dónde estaba ese país ni acababan de llegar nunca esas personas. En su cabeza siempre goles, los goles que él marcaba; los repasaba siempre mentalmente una y otra vez en su cabeza y los celebraban como habían visto en la tele a los jugadores de Europa, en la única tele que había en veinte kilómetros a la redonda y cuyo único uso que tenía era mostrar fútbol. Era alrededor de aquel aparato donde chicos y hombres se reunían a ver partidos y los seguían como si de un evento religioso se tratase, en silencio, hasta que cualquiera de los dos equipos marcaba un gol que se celebraba sin más, ya que sus cabezas no estaban viciadas con sentimientos fanáticos de ningún equipo. Celebraban el fútbol, que para ellos ya era bastante.
A Khaled le gustaba pensar que algún día se reunirían a celebrar sus goles; ésos goles sí que los celebrarían y no los de los dos equipos contrarios. Eran los sueños de un chico de quince años que había visto cómo mucha gente de la aldea se había marchado de allí, porque la única posibilidad que existía en ese lugar era vivir, vivir sin más; prosperar en esa tierra era muy difícil, lo sabían los que se marchaban y también los que se quedaban, unos porque no podían y otros a los que su cabeza y su alma no les dejaban. Era irónico que ellos se reunieran alrededor de una televisión para ver lo que ocurría en Europa con la misma actitud que un europeo ve en la televisión las noticias de la carrera espacial en Marte, algo tan lejano, inalcanzable.
Para Khaled el fútbol era el sueño de la oportunidad que el deporte rey en todo el planeta da a cualquier persona, sea de la raza y condición que sea. Él, además, era muy bueno, ningún chico de la aldea conseguía arrebatarle la pelota sin hacerle caer al suelo y todos le tenían mucho aprecio y esperanzas puestas en él.
A Khaled le gustaban estos momentos en los que con su cabeza, con sus pensamientos y con sus sueños todas las penurias del día desaparecían y se convertían en jugadas increíbles, goles que cualquier jugador profesional firmaría, celebraciones con todos sus amigos como si hubieran ganado la Copa de Europa. Estos pensamientos sólo estaban en su cabeza; cuando abría los ojos volvía al lugar que le correspondía, una aldea pisoteada por la guerra, desolada por la emigración masiva en una huida hacia ninguna parte, siempre hacia delante y sin rumbo, y su vida, la de un chico sin oportunidades.
Ya con los ojos abiertos miró a su lado y vio a todos los pacientes con los que compartía habitación, una gran habitación con veinte camas. Todos dormían todavía, pero a él la cama ya no le podía agarrar; se sacudió la manta y las sábanas de un manotazo y con un rápido movimiento se quedó sentado en el borde de la cama y sus muletas quedaron apoyadas frente a él en una silla; se estiró, las cogió y, apoyándose sobre ellas, cargó el peso de su delgado cuerpo sobre ellas y se levantó.
Ya de pie, un nudo en el estómago hizo que le temblaran sus brazos y sintió como si un gran peso aplastara su cuerpo contra el suelo, sensación que se repetía todas las mañanas del último mes. Su mirada perdida por los nervios se dirigió hacia el suelo y se atrevió a comprobar lo que tanto le aterraba ver todas las mañanas y que vería el resto de las mañanas de su vida: con el miedo agarrado en su interior como si se le hubieran fijado los tentáculos de un pulpo, vio su pierna izquierda apoyada en el suelo cargando todo el peso del cuerpo y, en su derecha, el hueco que una maldita mina había dejado entre su rodilla y el suelo. Es lo que vería siempre aunque su cabeza intentara borrarlo, cuando volviera a abrir los ojos el hueco estaría allí. Una mina, una guerra, gente con unos sueños sucios que no eran limpios como los suyos, sueños de un niño. Y pensó: “malditas minas, maldita guerra, yo sólo quería jugar al fútbol y tener mi oportunidad como todos los chicos del mundo”.
Eso era lo que quería él, no ganar una guerra ni dominar un país ni hacer daño a un desconocido que no le ha hecho ningún daño, sino dominar una pelota, marcar un gol, hacer un caño, celebrar un gol, tantas cosas que se podían hacer con una pelota y que le habían quitado. Porque le habían quitado su pierna, su sueño, su oportunidad, pero pensó que el fútbol no lo sacaría de su cabeza ningún soldado, ninguna guerra, ninguna mina, por lo menos si no acababan lo que un mes antes una mina había empezado.
Se apoyó en sus muletas y comenzó a andar al mismo tiempo que pensaba y sonreía: “quizá los que hicieron eso tampoco tenían piernas o no tenían ningún sueño, o lo que era peor, no tenían ningún balón para cumplir un sueño”.
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Era un sueño (Iñaki Gálvez Ciria - España)
(ENIO BURDISSO, ex jugador de Instituto de Córdoba en 1977 junto a Marcelo Bielsa y Carlos Picerni, hablando de su hijo Nicolás en “La Nación Deportiva Mundial” del lunes 19 de Junio de 2006)
Etiquetas: Anécdotas, Argentina, Club-ARG: Boca Juniors 0 comentarios
(ALEJANDRO FABBRI, periodista deportivo argentino, previo a un Platense-Gimnasia de Jujuy)
(GEORGE BEST, célebre jugador irlandés, Junio de 2003)
Valeriano López (Arturo Corcuera - Perú)
¿Qué torbellino de ébano es ese que avanza arrollador con un turbante de goles en la cabeza?
demoliendo barreras,
cañoneando con la cabeza,
hombre gol de rutilante casco,
el 'Tanque de Casma' Valeriano López,
y -su compadre Barbadillo-
carnales de césped y de la cebada
bebiéndose todo el rocío de los prados
¿dónde iremos a 'buscallos'?
En esa instancia apareció en la Subcomisión de Informaciones, un muchacho de la región de Temuco (al sur de Chile), ataviado con ropas humildes llamado Segundo Sánchez pidiendo trabajo, “...domino dieciocho lenguas nada más señor...”, le comunicó al encargado de la Comisión de Fútbol Chilena.
Luego de una exhaustiva evaluación, notaron que Sánchez dominaba más de los dieciocho idiomas que dijo, entonces el joven declaró: “...en realidad hablo hasta veinticinco lenguas, sin contar algunos dialectos como el malayo y el indonesio...”, más tarde explicó que los había aprendido por su propia cuenta a través de diccionarios, libros y revistas comprados en una vieja librería.
El muchacho fue contratado de inmediato y una vez finalizado el Campeonato del Mundo continuó su carrera en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile.
(DANIEL PASSARELLA, figura de la Fiorentina de Italia por aquellos tiempos, definía "su" fútbol de esta manera, a la revista partidaria "La Florentina" -Febrero de 1984-)
Dennis Bergkamp (Nigel Downing - Inglaterra)
Etiquetas: El fútbol es una pintura, Flema británica, Holanda 0 comentarios
(MARCELO ROSASCO, actual periodista y ex-combatiente, reflexionando años después sobre la participación del seleccionado argentino en el Mundial de España 82)
Etiquetas: Anécdotas, Bélgica, España, Fútbol y política, Mundial 1982 0 comentarios
(MAXIMILIANO GUERRA, bailarín argentino)
(PELÉ, tras un Benfica-Santos celebrado en París en Junio de 1960, opinando sobre Eusebio, legendario crack portugués)
Crónica de un caño con historia
El 20 de Octubre de 1976, cambiaría para siempre la historia del fútbol argentino. Un pibe de 15 años hacía la primera de sus miles de gambetas...
El 20 de Octubre de 1976 no fue un día más... Si bien el país pasaba por uno de sus momentos más negros -quizás el peor- de su historia, los cientos -años después fueron miles, millones- de simpatizantes que estuvieron ese día de mitad de semana en el viejo estadio de madera de Boyacá y Juan Agustín García veían consumado el hecho más destacado desde lo futbolístico que se había vivido en Argentinos Juniors en los últimos 15 años. Desde aquel espectacular equipo de 1960 que el hincha del 'Tifón de Boyacá' no se deleitaba ante tanto fútbol.
Aquel 20 de Octubre de 1976 por vez primera integraba el banco de los suplentes un pibe que 10 días más tarde cumpliría 16 años. Ese miércoles por la tarde, el Director Técnico Juan Carlos Montes decidía que, para el segundo tiempo del partido que Argentinos perdía 1 a 0 por el gol de Ludueña -resultado finalmente definitivo- ante Talleres de Córdoba, ingresara por Rubén Aníbal Giacobetti un pibe... Un tal Diego Armando Maradona...
El pequeño gran genio llevaba en sus espaldas la casaca N° 16, y bastaron unos pocos minutos para que quienes no lo conocían supieran de su presencia y su capacidad de juego. Fue el 'Bicho' Pellerano quien le pidió al juez, Roberto Maino, que protegiera a ese muchachito de tres lustros de vida de los posibles golpes de los rivales. Quizás Juan Domingo Patricio Cabrera fue quien intentó imponer presencia y mostrarle a ese chiquilín que el fútbol no era lirismo y gambeta... Pero ese pibe le mostró toda su magia en tan sólo escasos segundos...
El mismo Maino fue testigo de un 'caño' que hizo historia... y Cabrera, con su impotencia a cuestas, sólo pudo observar como ese mago sacó un conejo de la galera... Las frías estadísticas dicen que Argentinos Juniors aquella tarde formó con Carlos Munutti; Dante Roma, Ricardo Pellerano, Miguel Gette y Humberto Minutti; Carlos Fren, Mateo Di Donato y Rubén Giacobetti; Jorge López, Carlos Álvarez y Sebastián Ovelar. En el entretiempo ingresó Diego Maradona por Giacobetti y promediando el complemento Ibrahim Hallar por Ovelar.
En ese Nacional de 1976 Argentinos desarrolló una buena tarea pero no pudo alcanzar las rondas finales. Quiso el destino que once días más tarde, Juan Carlos Montes dimitiera de su cargo de entrenador del primer equipo. Sin embargo Jorge Enrico primero y Antonio D'Accorso después no hicieron caso omiso a lo que se había gestado. Una nueva figura nacía... Quizás, la más importante de los últimos 32 años... Por varios años, Maradona mediante, la gente de Argentinos se olvidó del descenso... Por varios años, y por 166 partidos, la gente de Argentinos tuvo en sus filas a un jugador por el que valía la pena pagar la entrada...
Ese 20 de Octubre de 1976, miércoles laboral por la tarde, hubo un millar de personas en La Paternal... Varios años después, ese millar se transformó en un millón... Para los que dudaban de la capacidad del viejo y querido 'Cajoncito de Boyacá'...
Testimonios
JUAN CARLOS MONTES (DT ARGENTINOS Jrs.)
"Jamás imaginé que aquella tarde iba a quedar en la historia del fútbol. Nunca pensé que ese pibe de rulitos iba a ser el mejor del mundo en poco tiempo más. Antes de entrar le dije que tirara un caño, ¡y lo hizo!"
JUAN DOMINGO CABRERA (TALLERES Cba.)
"¡Cómo me voy a olvidar de ese caño! Es más: cada día estoy más orgulloso de haberlo recibido. Nuestro DT no nos había dicho nada sobre él. En realidad, eran pocos quienes conocían su potencial"
RUBÉN GIACOBETTI (ARGENTINOS Jrs.)
"Diego tenía que jugar. La gente lo pedía y hasta nosotros veíamos que él era diferente. Por el cambio quedé en la historia del mejor del mundo de casualidad, y bienvenido sea"
MIGUEL GETTE (ARGENTINOS Jrs.)
"Todo el mundo se acercó al vestuario para felicitarlo, especialmente la gente de inferiores. Diego puso una cara de felicidad que no olvidaré. Todos le dijimos que la derrota no importaba"
HUMBERTO MINUTI (ARGENTINOS Jrs.)
"Fue un caño terrible, pero no sé si fue la primera pelota que tocó o no. Lo que sí recuerdo es que Diego estaba cerca de uno de los laterales"
(artículo del periodista Javier Roimiser, publicado en la página web ¿Te acordás bicho?, 28/06/08)
Pero en los años 40, todo el mundo hablaba del famoso gol que le convirtió a Uruguay, el futbolista de San Lorenzo de Almagro, Rinaldo Martino (foto), a quien apodaban "Mamucho".
Era el gol de la final del torneo Sudamericano de 1945, disputado en Santiago de Chile.
Por eso se lo denominó "El gol de América".
Argentina, en ese 25 de Febrero de 1945, había formado así: Ricardo; Salomón y Palma; Sosa, Perucca y Colombo; Muñoz (Boyé), Méndez, Ferraro, Martino y Loustau.
La Argentina venció 1 a 0, gracias a una genial jugada personal de Martino. Arrancó desde el mediocampo, por la izquierda, eludiendo sucesivamente a Obdulio Varela, Prado y Tejera y ante la salida del arquero Máspoli, lo derrotó con un suave toque por sobre su cuerpo.
En la vuelta olímpica, los chilenos llevaron en andas al goleador argentino.
Martino, tras jugar en San Lorenzo, fue transferido, en 1948, a Juventus de Turín, Italia, donde ese mismo año ganó el scudetto, pasó más tarde a Nacional de Montevideo, ganando los torneos de 1950 y 1952.
Para el seleccionado argentino jugó 33 partidos, convirtiendo 18 goles.
(UBALDO FILLOL, ex internacional argentino)
(CARLOS QUEIROZ, entrenador portugués)
La noche soñada (Rodrigo Damián Gaite - Argentina)
Para ser sinceros hay que decir que durante su juventud, él siempre había soñado con una tarde de domingo; pero quiso el destino, de que no fuese una tarde sino una noche y de que no fuese un domingo sino un sábado. Así había sido programado por la televisión, que había fijado el horario de las 21.10 para el inicio; en vivo y en directo para todo el país, excepto para Capital Federal y gran Buenos Aires.
Tantas veces había soñado con ese momento, que no daba crédito a lo que iba a vivir en pocos días. Durante la semana con sus amigos y familiares no hacía otra cosa que hablar del tema. Igual, algunos dudaban de que pudiera estar presente por que venía arrastrando una molestia en la rodilla derecha, pero como el martes y el jueves en el gimnasio no sintió ningún malestar, el médico le dio el visto bueno, pero a decir verdad, aunque le doliera desde la rodilla hasta la cabeza ¿cómo no iba a estar presente si había estado esperando ese día durante tanto tiempo?
De las amigas de su hermana iban a ir todas, aunque a él solo le importase que fuese Carina, esa morocha menudita que le robaba horas de sueño.
Una semana antes se habían agotado todas las localidades. No era para menos, en los portales de Internet se lo anunciaba como el “evento del año”.
De chico, cuando escuchaba los partidos de Vélez por la radio cerraba los ojos e imaginaba al comentarista diciendo: “ingresa al campo de juego Juan Pablo Villanueva”.
El estadio de Vélez Sársfield había sido remodelado para el Mundial 78 y era uno de los mejores del país. Cuando veía al “Fortín” desde la General Paz o desde Rivadavia cruzando las vías del Sarmiento, se ponía pensar que sentiría cuando llegado el momento estuviese allí dentro, por que algún día ese momento iba a llegar y lo único que le pedía al cielo es que no le agarrase el famoso “miedo escénico”.
Por eso, aunque fuese de noche y aunque fuese un sábado para él iba a ser algo soñado y anhelado, como lo era para muchos de los nacidos en Liniers, Villa Luro, Floresta, Ciudadela o Ramos Mejía. Además, Vélez había pasado de ser un equipo de barrio a ser el equipo de la década del 90, cuando gano todo y fue campeón de América y del mundo. De los muchachos de la barra, el único Velezano era él, los demás eran de Boca, River y San Lorenzo. El otro descolgado era el pelado Sergio, que era un rabioso hincha de Ferro por que había nacido en Caballito. A pesar de la rivalidad los dos tenían algo en común: La admiración por el uruguayo Julio Cesar Jiménez, quien fuese ídolo tanto en Vélez como en Ferro, donde fue campeón de la mano del viejo Griguol.
Juan Pablo había vuelto al país después de su estadía de más de una década en España. Se había ido antes de cumplir los 20 años, y ahora que ya había cruzado la barrera de los 30, su sueño estaba cada vez más cerca, porque si bien es cierto que antes de irse había estado en dos ocasiones en la cancha de River, ahora se iba a dar el gusto de entrar al campo de juego del club del cual era hincha, y eso, iba a ser una experiencia única y quizás irrepetible.
La noche anterior en su habitación se colgó viendo el televisado del viernes, pero sin prestarle demasiada atención; más tarde, se puso a jugar al Play Station simulando ser Ronaldinho, cerca de la media noche, se recostó en la cama sin sacarse las zapatillas con las manos cruzadas por detrás de la nuca, mientras sus ojos grises se fijaban en un punto cualquiera del taparrollo de la ventana.
El sábado no desayunó por que se levantó tarde y después de afeitarse almorzó liviano tomando solamente agua mineral. Durmió una larga siesta y faltando poco más de una hora él y los demás salieron rumbo al estadio. A través de las ventanillas advertían que la Juan B. Justo era un caos, la gente caminaba entre los autos y un par de pájaros observaban tranquilamente al gentío desde la copa de un árbol.
Cuando traspasaron el portón de acceso caminaron por debajo de las plateas. La gente de seguridad se entremezclaba con el personal de control. Estaba todo muy tranquilo y el tiempo comenzó a transcurrir velozmente.
Él, solo escuchaba algunos murmullos distorsionados y ni siquiera sentía el olor del puesto de comidas, donde una rubia elegantemente vestida trataba de ponerle mostaza a un pancho sin mancharse.
Estaba tan ensimismado que no se percató de que los minutos transcurrieron aceleradamente y había que ingresar al campo de juego. Fue al baño, se paró frente al espejo y este le devolvió la imagen de su cuerpo atlético y fibroso, sus ojos estaban serenos y por ser tan diminutos para todos sus amigos era simplemente el “chino”.
Había llegado el momento. En fila india fueron subiendo las escalinatas de cemento, él se persigno y cuando ingresó al campo de juego lo hizo apoyando primero el pie derecho, de manera tal de sentir bien el contacto con el suelo. A partir de ese momento el tiempo dejó de existir para él, ya que se dedicaba a saborear cada instante plenamente. Los demás, como tenían más experiencia estaban con cara de “como si nada”.
Él trataba de sentir las huellas de Willington, de Bianchi, de Carone, de Wehbe. Miró con cierta deferencia hacia uno de los arcos donde atajara Chilavert.
Recorrió con la mirada las tribunas, haciendo un rápido paneo. Había una enorme cantidad de mujeres con cámaras digitales y el cielo amenazaba con llover, por eso, en distintos puntos de las tribunas, sobre todo en las plateas, se veía a gente con pilotos de plásticos verdes, rojos o amarillos, mientras el vendedor se regocijaba ofreciéndolos a ¡15 pesos!
También había uno que vendía unas raras vinchas fosforescentes. La cuestión es que finalmente no llovió.
Las cámaras de televisión estaban estratégicamente ubicadas y a ojo de buen cubero calculó más de 40.000 personas.
Faltaba muy poco para el inicio y el sueño del pibe se hacía realidad. Miró por última vez hacia el banco de suplentes, y se paró entre el círculo central y el área grande, recostado sobre la derecha.
Se ató los cordones y se acomodó el elástico de la media aunque no le molestase, cuando se incorporó, aspiró y exhaló el aire fresco para relajarse, se hizo sonar los huesos del cuello ladeando la cabeza de un lado a otro, mientras de las tribunas bajaban los acordes de la multitud. Entrecerró los párpados y se estaba concentrando cuando de pronto la multitud explotó. Abrió los ojos y le costó reconocer a ese tipo vestido de negro, por que los reflectores de iluminación le daban de lleno en la cara. Pasó un instante hasta que sus ojos de acostumbraron y cuando se disponía a disfrutar de aquella noche soñada, fue como si de repente las torres de iluminación hubiesen sufrido un corte de luz dejando al estadio en penumbras.
Miles de gritos histéricos lo hicieron tambalear, y en ese preciso momento, con el vibrar de la gente comenzó a cantar Luis Miguel.
En el equipo argentino sobresalían los nombres de Rafael Domingo Moreno, Hugo José Saggioratto y Ricardo Pellerano. En la foto podemos ver a Maradona junto César Cueto, figura peruana de aquellos días, que había disputado el Mundial de 1978 en Argentina. El partido finalizó igualado en dos tantos por bando.
Maradona había adelantado a Argentinos en el tanteador antes de finalizar la primera etapa, pero en el amanecer del complemento igualó Leguía. Minutos más tarde Rafael Moreno puso en ventaja nuevamente a los de La Paternal pero Minutti, en contra de su propia valla, dejó las cosas empatadas, resultado que se mantendría hasta el final. Casi 15 mil personas presenciaron el encuentro, que fue arbitrado por Sergio Leibinger.
(Extraido del blog "En una baldosa")
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(JAVIER CLEMENTE, entrenador español, en 1984 cuando dirigía al Athletic Club de Bilbao)
(IVÁN ZAMORANO, ex internacional chileno)
La soledad del portero (Pablo Malagón - España)
La vida del portero se analiza más en los goles recibidos que en las paradas realizadas. Cada parada es una oportunidad más para la victoria y cada gol es una oportunidad menos. Una parada no cambia nada y un gol lo cambia todo. Una parada es una ovación y un gol es una losa. Para que un portero termine convirtiéndose en héroe debe esperar a una tanda de penaltis.
Y en esas andaba entonces el protagonista de esta historia. Se llamaba Ramón y de primeras, el propio nombre le sonaba tanto a común como lo era su capacidad de salvador. Ramón era un portero normal, con una pizca de instinto para los lanzamientos y un poco de cabeza para la colocación. Nunca había sido un héroe y estaba ante la oportunidad de serlo.
De reserva sin aspiraciones había pasado a titular indiscutible en sólo dos semanas. Dos lesiones y la oportunidad de su vida se abrió ante sus ojos; el primer portero se había roto la mano y él, que hacía tiempo que andaba con el alma rota por la suplencia, se había encontrado cara a cara con el destino. Su última parada había acabado en un rechace a pies de un delantero rival y en un gol sin concesiones. Era posible que el destino hubiese reservado para él una página mucho más gloriosa que la que le podía deportar cualquier parada en cualquier prórroga aun siendo imaginaria.
Cuando los ciento veinte minutos del final de la Copa de Europa llegaron a su fin, inmediatamente supo Ramón que había nacido para vivir aquel instante. Sus primeras paradas bajo el sol de su barrio y sobre la dura piel del asfalto las recordaba ahora como un desafío a igualar. De familia humilde y corazón emprendedor, había decidido ser portero después de ver a Arconada volar para quitarle el polvo a una escuadra y mandar el balón al limbo de las oportunidades perdidas.
Su carrera se dibujaba en altibajos y sus titularidades siempre le habían costado más que cualquier parada. Debutar en la Primera División le llevó veintidós años de su vida y fichar por un equipo de empaque un total de veintiséis. Si sumaba los años que le había costado ganar un título se santiguaba al pensar que había pasado veintiocho años buscando un sueño y que en su búsqueda había dejado atrás una infancia y una juventud restregadas por los suelos de los campos de fútbol.
Y entonces, un año más tarde y con veintinueve años en el carné de identidad y más de un millón de paradas en el currículum, afrontaba la tanda de penaltis más importante de su vida. Era como saberse protagonista y no creer en serlo, porque él, Ramón, portero y trabajador, nunca había querido acumular la gloria de sus paradas ante los ojos del público, si alguna característica que hubiese de convertirse en virtud le adornaba, esa era la humildad, pues para él nunca había habido un jugador sin un equipo, para él no existía un gran portero sin una gran defensa y para él no se podría salir invicto de una tanda de penaltis si no acompañaba la suerte.
La suerte. Él, supersticioso en el límite y soñador frustrado por su propia convicción, siempre había creído en la suerte como factor determinante de la vida. Nunca quiso ver gatos negros en sus paradas ni espejos rotos en sus decisiones, estaba convencido de que tentar a la suerte era tentar al pecado y que guardarse de llorar, las más de las veces, prevenía más de los fracasos que de las victorias. Cuando se encontró con su primera titularidad de verdad, le dio gracias a la vida y se convenció a sí mismo de que le había llegado su momento para demostrarle al mundo si de verdad la suerte estaba con él o si por el contrario, estaba dispuesta a darle la espalda.
Aquella final de la Copa de Europa la había afrontado en plenitud de ganas. Ante cualquier circunstancia, él siempre decidía reír, porque para llorar, como solía decir, siempre había tiempo. A su equipo le había caído en suerte (siempre la suerte revoloteando como una tentación) ser el primero en lanzar en la tanda de penaltis. Cuando vio a su compañero Lucio, con el número cuatro en la espalda, central exquisito y mejor persona, tomar la carrerilla, sintió la total seguridad de que aquel lanzamiento se iba a convertir en el primer punto a favor en la tanda. El gol supuso un alivio y una primera batalla ganada dentro de aquella guerra a diez lanzamientos.
Era su turno. Ramón siempre había afrontado cada penalti como un duelo de miradas. Si mantenía la vista firme y el cuerpo equilibrado, era posible adivinar la dirección del lanzamiento. Si se dejaba vencer por el engaño y por la bravura del lanzador, entonces no le quedaría otra que acudir a la red a recoger la pelota. En los ojos de su rival no percibió más que dudas y aquello acrecentó su ánimo.
Se colocó sobre la línea de portería y bajó los brazos, esperó al silbido del árbitro y siguió esperando el momento decisivo, vio la carrera de su rival y esperó un poco más. El lanzador miró hacia el frente y chutó fuerte. Ramón esperaba un lanzamiento más colocado, se tiró bien en busca del balón pero el rival le había dado altura y lo había ajustado bastante. No llegó. Empate a uno y vuelta a empezar. En sí mismo supo que nadie le iba a culpar si no detenía ningún penalti, pero sus hechuras de héroe en aquellos minutos en los que soñar costaba tan poco como probar a alcanzar la gloria, no se iba a resistir a marcharse de allí sin detener al menos un lanzamiento.
El siguiente jugador de su equipo en lanzar también anotó, por lo que le puso de nuevo en situación de alcanzar la gloria en la punta de sus guantes. Volvió a mirar y volvió a aguantar, pero esta vez tampoco pudo detener el disparo certero de su rival. Si seguían lanzando tan fuerte y ajustado le iba a resultar un ejercicio imposible el de convertirse en héroe de aquella final.
Recogió el balón para entregárselo al portero rival y entonces descubrió en su mirada el mismo miedo que quizá a él también le inundaba el ánimo y aquello le produjo un escalofrío terrible que le recorrió el espinazo como una hoja de navaja helada. Ambos eran rivales y a la vez compañeros porque solamente en aquella mirada había encontrado el eterno secreto de la comprensión y supo que no estaba solo en el mundo. Le compadeció sin darse cuenta de que al hacerlo también se estaba compadeciendo a sí mismo y con ello estaba poniendo su futuro en manos de un destino en el que nunca creyó, porque él solamente creía en la suerte, en los días y en la esperanza.
El siguiente jugador de su equipo en lanzar era Nebinho, era brasileño y era muy bueno. Había cuajado un gran partido y ahora estaba en disposición de rematarlo con un nuevo pasaporte hacia un sueño. Recordó, al tiempo que maldecía su instinto por recordar, aquella frase sentenciadora de su abuelo cada vez que se destapaba la emoción en una tanda de penaltis: “el jugador que hace un gran partido siempre falla su penalti”. Nunca detestó tanto el ejercicio de concederle la razón al bueno de su abuelo. Nebinho puso el balón en las nubes y las ilusiones se desplomaron en el suelo. Por primera vez en toda la final había llegado su turno de verdad.
Imaginó mil veces una estirada y dudó entre jugársela o aguantar. Cuando el miedo te acorrala resulta muy difícil decidirse y cuando Ramón vio la carrera frontal de su rival decidió jugar a las adivinanzas y creyó intuir que el disparo viajaría hacía su izquierda y hacía allá se lanzó, pero la fortuna no quiso sonreírle esta vez y se lamentó por cometer el pecado que tanto odiaba y que era el de tentarle a la suerte. El balón viajó despacio y templado hacia el centro de la portería para hacerse allí un hueco en la red y una extensión en el ánimo de los jugadores rivales.
Perdían. Por primera vez en la noche estaban perdiendo la final. El siguiente lanzamiento resultaba pues, además de crucial, un último motivo para seguir agarrado a un sueño. Ramón siempre había tendido sus valores hacia la confianza y por ello prefería confiar en sus compañeros antes que dudar de ellos. Así, no vaciló un instante a la hora de aclamar en el oído de su amigo Rody las más valiosas palabras de ánimo para convencerle de que aquel lanzamiento iba a ser un gol seguro. Tantas veces debió decirle que era el mejor, que Rody debió de creérselo a pies juntillas pues chutó el penalti hacia el lugar más imposible de detener; la misma escuadra.
De nuevo llegó su turno. Como aquella vez en la que debutó en el equipo infantil de su barrio y le detuvo ocho disparos al delantero rival. Como aquella vez en la que viajó a Moscú para ganarse una semifinal de la Recopa y había vuelto con la memoria fija en cada una de sus paradas. De nuevo, era su turno. La gloria, aquella que le había negado la vida durante tantos años pendía ahora de un hilo en torno a sus decisiones y a su capacidad de lanzarse hacia el balón. Era hora de olvidar Valencia, Málaga y otros tantos estadios en los que había dejado carcajadas y fallos estrepitosos. Nunca había sido un portero genial pero siempre se había negado a quedar como un cantamañanas del área.
Se situó sobre la línea y volvió a bajar los brazos como si de un ritual se tratase. Observó a su rival y se sorprendió de su complexión atlética, jugó de nuevo a adivinar y pensó que le chutaría fuerte y al centro así que debía guardar la compostura si quería ganarse el derecho a seguir soñando con la Copa de Europa. El contrario tomó carrerilla frente a él y Ramón resopló intentando ahuyentar cualquier atisbo de temor dentro de su cuerpo. Siguió observando a su rival y no se inmutó cuando le chutó. El balón salió despedido con una violencia atroz y produjo un sonido hueco cuando chocó violentamente contra el travesaño. Por fin, después de cuatro lanzamientos en contra, había aparecido la suerte. Como bien sabía Ramón, era mejor no tentarla.
Y así quedaron momentáneamente empatados a tres goles y con dos lanzamientos por delante, uno para cada equipo. Humberto Martín Gallego tomó el balón con ambas manos y lo depositó lentamente sobre el círculo de cal que señalaba el punto de lanzamiento de penalti. Ramón sabía que como buen uruguayo, Humberto no iba a entregar la victoria al rival en un mal lanzamiento, no iba a estar dispuesto a hacerlo. Por todo ello, Humberto le pegó suave pero ajustado, lo suficientemente ajustado como para evitar que el portero rival, aún en su magnífica estirada, alcanzase a tocar el balón y salvar así el gol que había subido al marcador y que les había puesto de nuevo por delante en el camino hacia la gloria.
Si alguna vez había estado Ramón convencido de haber alcanzado su turno para casarse con la gloria, no lo podía haber esta nunca como lo estaba entonces. A escasos segundos de él estaba el lanzamiento del décimo penalti de la tanda decisiva de la final de la Copa de Europa y él iba a estar bajo los palos para intentar evitar un gol que podía ponerlos en la tela de una nueva duda. Para ganar había que parar y para parar debía de ser él el héroe que consiguiese acertar una trayectoria y detener un balón que venía vestido de gloria, éxito y fortuna.
Ramón volvió a jugar a las miradas y volvió a concentrar su ánimo en los ojos del delantero rival. Le conocía de sobra pues había jugado durante muchas temporadas en el campeonato de su país y le había lanzado más de un penalti, de los que, por cierto, no había conseguido detener ninguno. Pero no era momento para lamentaciones ni para sonrojos por fracasos anteriores, era momento para parar, ganar y celebrar.
Volvió a pisar la línea de portería y volvió a bajar los brazos, no era por tentar a la suerte en vista del lanzamiento anterior, sino que lo hizo por costumbre y acomodo. El rival era zurdo y solía chutar hacia un lado. Muchas veces lo había hecho por raso y se preguntó Ramón si iba a hacerlo de nuevo esta vez. Lo difícil era adivinar el lado hacia el que iba a lanzar el balón y para hacerlo debía templar sus nervios y saber que aguantar era una cuestión de fe y de éxito total.
En los ojos de su rival detectó miedo y aquello le produjo una crecida en la corriente de sus instintos. Siguió aguantando firme aun cuando el silbato del árbitro ponía parte de sentencia a la final. La carrera fue lenta y el golpeo fue suave, con la izquierda y hacia la izquierda de Ramón.
Ramón aguantó y aguantó y sujetó el viento sobre sus dedos, se lanzó bien y cerró los ojos soñando que paraba el balón. Por eso, cuando sintió el contacto en sus guantes no supo creer si estaba soñando o si había tocado el poste de la portería y no supo si jugar a mirar o decidirse a escuchar. Escuchó, y la algarabía que emitió la grada no dio lugar a equívocos; había campeón de Europa. Abrió los ojos y descubrió el balón cinco metros más allá de la portería, y cuando quiso levantarse el peso de uno de sus compañeros volvió a desplomarle en el suelo. Todos se unieron en una piña fabricando una melé sobre el cuerpo de Ramón, portero de casualidad y, por fin, héroe de una noche de primavera.
Ramón quiso reír y se puso a llorar como un niño. Pensó en las vueltas que da la vida y en lo duro que resulta el oficio de portero; toda la vida jugándose el pan en una estirada y esperando a una tanda de penaltis para conocer si la ruleta de la vida está dispuesta a concederte la suerte y convertirte en un héroe.
(Mi agradecimiento a Pablo por autorizarme a publicar este cuento. Muchas gracias por tu amabilidad Pablo!!)
Apodado "El Nene", nació el 8 de Marzo de 1949 en Punta Piedra, Lima...
Volante ofensivo de notable talento, debutó en la Primera de Alianza Lima cuando apenas tenía 17 años. En este club jugó en 3 etapas: 1965-1973, 1977-1979 y 1985-1987...
En su trayectoria actuó en Basilea de Suiza (1973), Porto de Portugal (1974-1977), Fort Lauderdale Strickers de EE.UU. (1979-1984) y South Florida Sun Fort Lauderdale (1984-1985)...
Jugó para el seleccionado peruano los mundiales de México 1970, Argentina 1978 y España 1982...
Mientras que con Alianza anotó un total de 167 goles oficiales, en la liga norteamericana convirtió 65 en 141 partidos y en 81 cotejos para su selección nacional, otros 26...
En toda su carrera profesional, jugó 469 partidos, anotando 268 goles. Con Alianza fue campeón peruano 1978, con Porto dio la vuelta olímpica en 1977 y resultó subcampeón con Strickers en 1980. Con la casaca de su querido Perú, fue campeón de la Copa América en 1975...
En 1972, fue consagrado como el mejor jugador de Sudamérica, y en 1978, como mencionábamos al comienzo, se quedó con el Botín de Plata, por ser el segundo goleador del torneo...
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Vengan a ver (Javier Ruibal / Pablo Coll - Argentina)
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El médico revisó al futbolista y su diagnóstico fue categórico: Varallo no estaba en condiciones de jugar. Pero el "sentimiento argentino" de quienes estaban al frente de la delegación sospechó de la veracidad del médico, presumiendo que estaba teñido de parcialidad. Y Varallo fue incluido, pero a los 15 minutos de juego su dolencia recrudeció y poco de provecho hizo en la mayor parte del importantísimo partido.
El diagnóstico del doctor uruguayo había sido tan correcto, como honesto. A menudo, la historia está signada por errores que, siendo previsibles, o fácilmente solucionables, no son corregidos. Y no parece equivocado afirmar que si los argentinos hubieran presentado un equipo en la plenitud de su estado físico y moral, otro pudo haber sido el resultado.
De haberse logrado ese título mundial en Montevideo, seguramente se hubiera concurrido a los certámenes siguientes, a los que, en cambio, se dio absurda e inexplicablemente la espalda en momentos en que la capacidad del futbolista argentino mostraba una actitud creciente. Pero el derrotero seguido por el fútbol demostrado, y lo seguiría haciendo, la improvisación de la mayoría de los dirigentes, muchos de los cuales utilizaban a este deporte como trampolín para acceder a las actividades políticas.
Sí, pero estaba todo muy roto.
(Respuesta a un periodista atribuida al ex jugador de fútbol uruguayo JULIO MONTERO CASTILLO, -padre de Paolo Montero- en la década del '70, luego de volver de gira con Nacional de Montevideo por Grecia)
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Éste es un deporte prehistórico. El fútbol, pegar patadas a algo para que se mueva, es algo natural, consustancial al ser humano. Los ingleses pusieron las reglas pero el fútbol ya estaba en Atapuerca.
(JOSÉ ÁNGEL IRIBAR, mítico portero vasco)
Eterno quattrocento (Javier Elizalde Blasco - España)
* dedicada al Torino Football Club
sutilidad de diseño,
esculturas expresivas,
crear colores nuevos.
Algún conde italiano
soñando se inspiró
en un Renacimiento
con césped y balón.
Y en esa cordillera
que separaba el arte
del Sur y del Norte
se pintó un paisaje.
Personajes de leyenda
trazaron con realismo
escenas con una luz
de alegórico idealismo.
Ese eterno quattrocento
de momentos divinos,
de devoción ferviente
dibujada con brillo,
nos dejó en el lienzo
demasiados ángeles,
seguían en el cielo
y nadie podía verles.
Aunque nos quedamos
sin óleo ni pinceles,
paleta ni caballetes,
sin piedra ni cinceles,
nos quedará siempre
la fuerza del toro,
la que dio a la belleza
sus vitrinas de oro.
Sin ese único carácter
de bravura y de casta
la victoria no hubiera
sido la esposa granata.
La trompeta de Filadelfia
sigue llamando a vencer
al Toro en un grito:
“Forza Toro alé alé”.
Tras una jugada en la que un jugador del Ajax B cae lesionado, los jugadores del Cambuur tiran la pelota fuera de banda en signo de deportividad. Hasta ahí todo normal. Lo sorprendente ocurre cuando el jugador belga del Ajax, Jan Vertonghen, se dispone a devolver el balón al rival deportivamente, con la mala (o buena) fortuna de acertar con un disparo increíble que, tras una sorprendente parábola, termina colándose en la portería del Cambuur ante el asombro de todos, incluido el propio Vertonghen.
Tras algunas deliberaciones entre los capitanes y los entrenadores, el equipo de Amsterdam decide dejarse encajar un gol que paliase el desatino de su futbolista. El resultado final fue de 3-1 para el Ajax B.
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