Ninguna otra cosa en la vida iguala tanto a los humanos como el fútbol, salvo la pareja muerte.
(RODOLFO BRACELI, periodista y escritor argentino)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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Hubo un tiempo en el que la leyenda artúrica sembraba de épica la Vieja Europa. Cuenta la misma que existió un Rey, unos Caballeros y una Dama. Una época de leyendas míticas. Un tiempo mágico en el que “Excalibur”, prototipo de la “Tizona” de nuestro Cid y de la espada “Cantarina” del Príncipe Valiente, surgió del fondo de las aguas de la mano de la ‘Dama del Lago’ y con Merlín como testigo fue a parar a su nuevo dueño, Arturo, que se casaría con Ginebra y crearía una hermandad caballeresca en torno a la Tabla Redonda. Una nueva estirpe de héroes, caballeros rojos y negros sobre corceles blancos que partieron desde allí en busca del Grial. Y es que hubo un tiempo en el que las leyendas crearon personajes históricos arquetípicos. Un tiempo que llegó hasta nuestros días…
Todo comenzó un uno de Febrero de 1915 en Hanley, un pueblo de Stoke-on-Trent, una ciudad situada en Staffordshire, en la región de Midlands del Oeste, Inglaterra. Una ciudad en la que se hizo popular y se convirtió en héroe local un “Barbero boxeador” llamado Jack Matthews.
Cuenta la historia que aquel día una comadrona satisfecha en un humilde hogar de Hanley se acercó a aquel “Barbero boxeador” y le dijo: “Su esposa ha traído al mundo un wing derecho”.
Excalibur acababa de surgir de las aguas, aunque en este caso lo hacía de una mujer que desde ese momento supo que acababa de traer al mundo un chico especial.
De nombre “Sir Wing”, (desde su primer segundo de vida), fue un chico que creció bajo la estricta educación deportiva de su padre, que pretendió inútilmente que fuera boxeador pero que en buena parte forjó su tremenda fortaleza. Por ello siempre grabó a fuego en su memoria una frase que este le enseñó: “Nunca esperes nada. Nunca des nada por sentado. De esta forma nunca sufrirás una gran decepción”.
Y es que para cumplir nuestros sueños a veces la vida te lleva por caminos insospechados. En el caso de “Sir Wing” para mantener la economía familiar tuvo que trabajar como albañil y ayudar a su padre en la barbería, oficios que compaginaba con el deporte y en especial con el fútbol.
Cuentan que mientras practicaba su oficio de albañil entre paletas, planas y palustres surgía su personalidad de wing y ‘sorteaba’ los sacos de arena con la misma facilidad que se escabullía de sus rivales en el terreno de juego.
Al igual que Los Caballeros de la Mesa Redonda encontraron en Broceliande, un decorado a la medida de su destino, “Sir Wing” encontró en dos clubes el vehículo idóneo para forjar su leyenda: Stoke City y Blackpool.
Tenía quince años cuando el Stoke le acogió en sus filas, un club que comenzó pagándole una libra a la semana pero que sin ser conscientes de ello había sido fundado para que “Sir Wing” jugara en él. Y es que con el paso de los años todos los que le rodearon llegaron a la conclusión de que el Stoke, el Blackpool y el fútbol habían sido creados pensando en la figura de “The Move”, de “Dribling man”.
“Sir Wing” era depositario de las artes mágicas como el mago Merlín, hijo del Diablo y de una mujer mortal, que heredó los poderes de su padre y los puso al servicio del Rey Arturo. En el caso de “The Move” este poseía en sus pies la destreza de su padre con la navaja, la sutileza femenina de su madre y en su corazón la fuerza acerada de los puños de su padre. Cuentan además que sus piernas galopaban a la velocidad de corceles blancos y que estos poderes los puso al servicio del fútbol británico.
De entre sus muchos poderes destacaba una acción por la que se hizo acreedor al apelativo de “The Move”. El futbolista inglés amagaba con la izquierda, un ligero toque y luego un recorte seco, como un latigazo y el defensa, a pie cambiado, sólo podía mirar como se iba con el balón. “Sir Wing” se acercaba al defensa con el balón controlado, el defensa le tapaba la salida y le obligaba a hacer su “movimiento”. Los defensas sabían lo que les iba a hacer, e intentaban inútilmente una y otra vez impedirlo. Lo hacía mil veces y mil veces se iba.
A los dieciocho “Sir Wing” firmó su primer contrato profesional por diez libras semanales con el Stoke y ese mismo año, concretamente un 29 de Septiembre de 1934 se puso por primera vez la armadura de la selección inglesa, en una victoria 4 a 0 en la que hizo su primer gol.
En dos años “los alfareros” como eran conocidos los jugadores del Stoke ascendían a primera división. “The Move” seguía haciendo magia por los condados y estadios del fútbol británico pero una terrible Guerra frenó en seco las andanzas y galopadas de este legendario caballero. “Sir Wing” tuvo que servir como preparador físico en la Royal Air Force.
A la finalización del conflicto “Sir Wing” tenía 31 años y volvió a retomar su leyenda aunque defendiendo los colores de los “tangerines” de Blackpool, que pusieron todo el oro posible (11.000 libras, un cifra récord) para hacerse con los servicios del caballero de Stoke-on-Trent.
Allí sufrió varias decepciones en forma de finales de la FA Cup perdidas, pero llegó aquel 2 de Mayo de 1953 en el que Wembley pareció ser un estadio construido para él, en el que aquella final pareció haberse disputado para él, una fecha en la que el destino se topó de bruces con el genio.
Aquella tarde el Blackpool perdía por 3-1 ante el Bolton Wanderers en la primera mitad y cuando todos pensaban en un nuevo fracaso del genio futbolístico, a dos minutos de la conclusión del choque y con 3 a 2 en el marcador, apareció su imponente y elegante figura para dejar sentados a tres defensas y dar en bandeja en sendas ocasiones los goles a Mortensen (que hizo un hat trick), primero, y Perry después para certificar una épica remontada (4-3) y levantar el primer título de su carrera: la inolvidable FA Cup de 1953 y con 38 años de edad. Aquella final que quedó para la posteridad, fue bautizada con su nombre por la prensa británica.
Aquellas andanzas del caballero de Hanley traspasaron las fronteras del Imperio británico y en 1956, en Francia, una tierra que ha legado al fútbol grandes personajes como Jules Rimet, Henry Delaunay… se creó un trofeo individual a la medida de un genio como él. La revista especializada France Football a través de la iniciativa y la idea de Gabriel Hanot creó el “Balón de oro” al mejor jugador europeo y buscó al jugador idóneo que reuniera todas las cualidades que deben adornar a un genio del fútbol. Y ese jugador no podía ser otro más que “The Move”, al que para nada le pesó el hecho de contar con 41 años de edad puesto que “Corazón de León” seguía rompiendo cinturas en los campos británicos.
El 15 de Mayo de 1957 y a los 42 años de edad se colocó por última vez la armadura inglesa. Y como no podía ser de otra manera, aquellas hazañas del wing derecho que más alto anduvo sobre la tierra inglesa llegaron hasta palacio. La reina Isabel II le nombró “Sir”
Estuvo al servicio de la “Orden de Blackpool” hasta 1961, cuando a los 46 acudió al rescate de sus viejos escuderos del Stoke City, que coqueteaban peligrosamente con el descenso a Tercera División pero que con el espíritu de este notable caballero mantuvo la categoría y al año siguiente (1962) regresó a la Primera División Inglesa. Una año más tarde en 1963, fue nombrado “futbolista del año” por segunda vez (la primera en 1948).
Fueron 34 años de wing derecho, de ala mortal, desde 1931 a 1965, disputó su último partido con 51 años y cinco días, el 28 de Abril de 1965, en el estadio del Stoke, donde una selección de Gran Bretaña y una del “Resto de Europa”, dejaron para el recuerdo en una tarde memorable un 6-4 favorable al “Resto de Europa”.
Cuentan que aquel día en el que ese “abuelo diabólico”, que un día aterrorizó a una leyenda del fútbol como Nilton Santos, dijo adiós, llegaron caballeros desde todos los reinos futbolísticos. Desde Castilla la Nueva llegaron el caballero blanco, Sir Alfredo Di Stéfano y el caballero magyar Sir Ferenc Puskas, a los que acompañó otro caballero magyar Sir Ladislao Kubala y desde el hielo llegó el caballero negro Lev Yashin. Todos ellos para homenajear y honrar a una leyenda, a un caballero llamado “Sir Stanley Matthews” con la orden de caballero del Imperio británico, algo que había demostrado ser durante toda su vida, pero que desde aquel momento le convirtió en el primer jugador en actividad en lograrlo.
(extraordinario artículo tomado del portal "El enganche")
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Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.
Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m..... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.
¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro debe llevar más de 12.000 goles por debajo de las patas... Y... ¡el tipo está ahí! donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.
Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos encegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Uy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.
Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.
¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.
¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. Porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia, nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no.
Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manejaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.
No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. Tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Íbamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco.
¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.
¡Por favor!
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Vengo trotando con la pelota en los pies. Alguien me ha dado un buen pase y ahora me acerco al área contraria.
Presiento un galopito detrás mío y apuro el tranco, asustado. Miro. Lo que veo no me dice mucho. La defensa adversaria está bien ubicada. En cuanto alguno se avive que no se me ocurre nada, me atora y me quita la pelota.
Podría tratar de cortársela al wing, por detrás del marcador, pero esas casi nunca pasan.
También podría amagar el pase y seguir yo, pero noto en la cara del zaguero central que se trata de un individuo suspicaz: no se tragará ningún amague. De pronto, sin que nadie me lo diga, se que alguien aparecerá desde atrás para ayudarme. Entonces pongo cara de centroforward, corro al arco. El zaguero se corre un poco para tapar el tiro. Pero yo no shoteo. Le doy suave hacia mi izquierda. Y allí, por donde yo adivinaba, aparece el compañero, libre de marca, ganador, imparable. Casi sin acomodarla le mete un derechazo que entra por cualquier parte. Gol.
Después de celebrar con un grito, mientras los rivales deslindan responsabilidades, mi compañero me guiña un ojo. Al pasar me toca, apenas.
He pensado como él. He confiado en él. Somos amigos.
Sin mirarlo casi, le digo "Bien, ché". Soy feliz.
Es hermoso el fútbol de la muchachada. El fútbol amateur, el de los equipos de barrio.
El que se juega en canchas alquiladas. O en los pocos potreros que nos quedan. El que llena el Parque Saavedra. O la cancha de Alianza. O la de atrás de los cuarteles de Ciudadela. O los descampados de San Miguel.
Sobre ese fútbol se ha escrito poco y mal. No seré yo quien lo remedie. Mi humilde intención es trazar algunos apuntes para que algún estudioso de verdad empiece a escribir de una vez un tratado completo sobre el tema.
Orígenes y dificultades
Un equipo atorrante puede nacer de mil maneras distintas.
A veces se compone de caballeros que trabajan en la misma panadería. En otras ocasiones, sus integrantes van al mismo colegio. O viven en el mismo barrio. O los echaron de un equipo anterior. Hubo una época en que no se concebía un grupo de más de diez personas que no tuviera su propio equipo de fútbol. Empresas, oficinas, herrerías, sociedades literarias y simples patotas han dado nacimiento a temas de tan glorioso recuerdo, que a veces uno sospecha que la fundación de ciertas entidades comerciales no ha sido sino el pretexto para la aparición del equipo de fútbol correspondiente.
Sin embargo no todo es tan fácil como parece.
Hoy en día resulta bastante dificultoso juntar once.
Yo recuerdo épocas en que cada vez que aparecía una pelota, había que echar a patadas a los postulantes.
Ahora todos son estrellas.
Este no puede porque tiene que viajar a Saladillo. El otro se va a la pileta. Al de más allá, la mujer no lo deja. Después quieren que el fútbol ande bien con semejante morralla.
Otro inconveniente es conseguir rivales.
-No, nosotros estamos en un campeonato.
-No, nosotros jugamos solamente contra equipos de otras empresas.
-No, este fin de semana ya tenemos partido.
-No, nosotros jugamos nada más que los lunes.
-No, a esa hora, ni locos.
Es un infierno, les garanto.
Pero supongamos que usted ha conseguido a once malandras y que ha concertado un desafío contra unos tipos de San Isidro el domingo a las nueve de la mañana en la cancha del Parque Hernández, en San Martín.
La noche anterior usted empieza a sufrir. Porque de golpe y porque sí, dos tipos se borran. Hay que conseguir otros dos. Entonces usted comienza un espantoso peregrinaje en busca de reemplazantes. Y llama por teléfono o toca los timbres de sujetos que usted jamás convocaría en circunstancias normales. Y -para peor- los muy canallas se hacen los difíciles.
-¡Eh, recién ahora me avisás!
Y usted ruega y se arrastra por el suelo ante troncos irrecuperables tratando de arrancarles la promesa de su asistencia.
Al final, cerca de la medianoche, el equipo queda completo, con la desagradable presencia de un pibe de once años y de un cuñado suyo que ni zapatillas tiene.
Algo más tranquilo, usted procede a preparar su ropa. Indumentaria clásica: un par de medias llenas de agujeros. Otro par de medias para usar debajo, que también tiene agujeros, pero en otra disposición. Un pantalón con tierra del partido anterior. Un par de zapatillas gastadas y otras decididamente eran inservibles, para prestarle a su cuñado.
Hay también canilleras, pedazos de trapo, piolines y otras basuras que suelen guardarse en la bolsa, más que nada para no tirarlas.
Después de esta operación, antes de acostarse, usted mira el cielo. Y con indignada consternación descubre algo espantoso: se está nublando. Son las cuatro de la mañana y usted permanece despierto. Truena. Sopla viento.
¿Lloverá? ¿Podremos jugar igual? ¿Desertará algún pusilánime ante la ventisca? Transpirando a causa de la incertidumbre, usted se duerme a las cinco.
Pero a las ocho ya está en pie. Despierto y con el corazón ardiente. Ha limpiado.
Sin nada en el estómago, usted se constituye en la cancha del Parque Hernández.
Cuando llega son las nueve menos cinco. Y le espera una sorpresa desagradable: usted es el primero.
Pasan dos colectivos sin detenerse. El panorama es desolador. Sin embargo, en una punta del parque, como a cien metros de allí, hay unos morochos peloteando. Usted piensa que pueden ser sus compañeros que han llegado más temprano. Trota hasta llegar a ellos: se trata de desconocidos.
A las nueve y diez llegan otros atorrantes.
-¿No vino nadie? -preguntan inquietos.
-No -contesta usted.
Entonces los recién llegados se desesperan y se indignan. Los contrarios tampoco aparecieron. El partido peligra.
Cada vez que se detiene un colectivo, la esperanza ilumina a los reos. Desde antes que el coche pare, ya se van agachando para palpitar a través del parabrisas el arribo de algún otro malandra.
-A esta hora ya no viene más nadie -dice alguien.
Finalmente, a las diez menos cinco, con los nervios destrozados, usted empieza a jugar.
Nomenclatura, indumentaria y heráldica
Llega un momento, después de mucho padecer, después de innumerables desencuentros y partidos frustrados, en que el equipo tiene un elenco más o menos estable. Y aumenta la frecuencia de los desafíos. Entonces va creciendo el espíritu de cuerpo y el deseo de consolidar el grupo.
Este sentimiento ha engendrado no pocos clubes de barrio, con sede y todo.
Pero la primera medida que garantiza la existencia de un cuadro es la búsqueda de un nombre.
Enseguida aparecen propuestas inevitables: "Brisas del Plata", "Once corazones".
O sugerencias chuscas, casi murgueras: "Los lonyipietros de José Ingenieros", "Sacale el hilo a esa chaucha".
Me permitiré mencionar -a modo de homenaje- los inmortales nombres de algunos cuadros atorrantes que he conocido:
"Halcón de Caseros", "Ciclón de Jonte", "Empalme San Vicente", "Barrio Chino", "Estrella del Sur", "Namuncurá", "Los místicos", "Agronomía Central", "La Academia", "Celtic de Merlo", "La matraca", "Hindú", "Resto del Mundo". Que el olvido perdone a todos ellos.
Otro hecho de importancia fundamental para la perduración de un cuadro es la adquisición de camisetas.
No nos vamos a demorar en su elucidación. Ya todos sabemos los métodos que se emplean para reunir el dinero: rifas, colectas, sustos y disparadas de toda índole.
Debo hacer notar -eso sí- dos tradiciones que se verifican siempre. La primera exige que las camisetas se estrenen perdiendo. La segunda, que se destiñan al primer lavado.
Personajes del fútbol atorrante
Cesarini decía que uno es igual en la cancha y en la vida. No sé si esto será cierto. Con la gente -ya se sabe- es inútil proponer leyes inmutables. Los postulados sirven para triángulos y cotangentes, pero no para los hombres de carne y hueso. Allí fracasan. Pero volvamos al potrero. Conozcamos sus personajes principales.
El morfón: Azote de las canchas. Egoísta y obcecado. Jamás pasa la pelota.
Únicamente lo hace cuando está perdido. Sus pases son imperfectos, de mala gana, mordidos y con efecto. Algunos han querido ver en el morfón una concepción individualista del fútbol. Yo creo, simplemente, que un morfón es un pavote.
El tronco: No sabe nada. Es torpe. Y cada partido es para él una humillación.
El sobrador: Cobarde en la adversidad y fanfarrón en el triunfo. Este jugador suele aparecer cuando el equipo gana tres a cero. Entonces tira caños, intenta lujos y se burla de los rivales.
El pecho frío: Ausente de barullos y entreveros. Nunca se ensucia. Nunca grita. Nunca se enoja.
El loco: Suele ser puntero. Es eléctrico e imprevisible. Jamás hace caso, habla solo y se ríe de sus jugadas absurdas.
El arquero: Nunca supe qué es lo que hace que alguien se vuelva arquero.
Quizá alguna oculta vocación de trapecista. Hay algo curioso: los pibes más chicos se desesperan por ir al arco. Conforme crecen abandonan los tres palos y ya grandulones, hay que mandarlos a atajar de prepo.
El tipo que pasaba por ahí: Personaje cuya importancia pocos han comprendido. Es el undécimo hombre. Cada vez que falta uno, los muchachos miran a su alrededor, eligen al morocho más aparente y le lanzan la invitación.
¿Querés jugar? Y el tipo acepta. Lo ponen de cualquier cosa, por allá adelante.
Nunca le dan un pase. Lo ignoran. Ni siquiera le reprochan nada. Cuando termina el partido todos se olvidan de él, como si no hubiera jugado. Y quien sabe cuántos triunfos se han cimentado en el humilde trabajo de los tipos que pasaban por ahí.
El pibe: Es más chico que todos y se abusa. Sabe que no lo van a tocar y que hay diez grandotes dispuestos a detenerlo. Lo mejor es darle sin asco.
Hay muchos: el referí, el matón, el héroe, el caudillo, el delegado, el gritón, el que reparte las camisetas, el llorón, el lesionado, el suplente, el pavo y otros mil. Basta, por favor.
Mentiras criollas
Flotan en el aire algunos conceptos equivocados sobre la táctica y estrategia del fútbol atorrante. Y los futuros tratadistas deberán refutarlos.
Veamos algunos de ellos.
"Es lo mismo perder uno a cero que diez a cero", axioma que pretende inducirnos a atacar desesperadamente aunque nos revienten a goles. Es falso. Es mejor ir perdiendo uno a cero. De este modo con un gol de casualidad, empatamos. En el otro caso, nos ponemos diez a uno.
"Venimos a divertirnos", frase que le sueltan a uno cada vez que se pone un poco nervioso.
Y aquí nos hallamos ante un punto fundamental.
"¿Venimos a divertirnos o a hacernos mala sangre?" me preguntan a veces cuando me enojo. Y yo contesto: "A hacernos mala sangre".
Sí señor, yo no vengo a divertirme. Para eso está el ludo, el desconfío o el pincha números, pero nunca el fútbol.
Yo quiero sufrir ante el resultado incierto.
Padecer la angustia del dominio rival. Sentir miedo ante los golpes y aguantármelo.
Quiero imaginar que cada partido es terrible y decisivo. Sé que deberé poner inteligencia y fortaleza.
Que hay compañeros que necesitan socorro y adversarios dispuestos a todo. Esta realidad me excita, me entusiasma, me indigna y me enfervoriza, pero no me divierte.
Y quienes van a la cancha a divertirse han equivocado el lugar.
Una receta para ganar siempre
No se trata de un esquema posicional. Es algo sentimental.
A tomar nota los técnicos, porque esta receta nunca falla.
Pues bien: sostengo que el afecto entre los integrantes de un equipo, lo torna invencible.
Por eso no debemos burlarnos socarronamente de aquellos que hablan del "grupo humano". Algo sospechan estos caballeros.
Yo recién lo descubrí hace poco. Una frase de Menotti me lo reveló.
El Flaco le puso nombre a algo que yo sentía desde hacía mucho tiempo.
¿Por qué uno quiere en su equipo a ciertos tipos?
¿Porque juegan bien? ¿Porque se adaptan mejor al juego de uno? No. Uno los elige porque los quiere más. Ahora lo sé bien. Y sé que nunca podría jugar un buen partido con compañeros a quienes detestara. Es así.
Uno está dispuesto a alentar al que se equivoca, si hay afecto.
Uno ayuda al que está en apuros, si hay afecto.
Uno se mata cuando escucha al amigo que le grita "Bien, Negro".
Y este afecto, este viril cariño, es lo mejor que tiene el fútbol.
Este juego, señores, no es una escuela de vida, ni una filosofía, ni una cosmovisión, como pretenden hoy en día los deportistas presuntuosos. Pero el solo hecho de aprender a cinchar por un fin común y sacar la cara por el compañero basta para recomendar su práctica con todo calor.
El puntero llega al fondo de la cancha. Se dispone a lanzar centro.
Yo estoy en el medio del área. Muy marcado.
El puntero no centrea. Elude a su marcador y se viene hacia el área.
Uno de los que me marcaba lo va a buscar. En ese momento me la toca.
La pelota viene rasante, firme. Yo presiento algo detrás mío.
Amago el remate, pero abro las piernas y la dejo pasar.
A mis espaldas entra, imparable, el compañero. Le pega un derechazo terrible. Gol.
Cuando vuelve me guiña el ojo. Al pasar me toca, apenas. Casi sin mirarlo le digo "Bien, che".
He pensado en él. He confiado en él. Somos amigos. Soy feliz.
Buenas tardes.
(artículo del periodista y escritor argentino Alejandro Dolina, extraído de la revista "Humor" N° 7, de Diciembre de 1978)
La memoria es un paraíso desde
donde no podemos ser desterrados
(F. Richter)
Julián dijo que si queríamos ir al baño aprovecháramos ahora porque después no le iba a dar pelota a nadie, que durante noventa minutos no quería ser molestado y que por culpa nuestra tenía que escuchar al Gordo Muñoz en lugar de estar en la cancha como Dios manda. Tenemos prohibido hablar entre nosotros, aunque a veces cruzamos algún susurro. Durante todo el día debemos permanecer sentados en el suelo, sin apoyarnos en las paredes, lo que nos resulta un tormento. A mí me duele enormemente la espalda y como en ocasiones las descargas eléctricas son en el ano, resulta penoso guardar la misma posición tantas horas. (extraído del libro “Hambre de gol”)
Yo no tengo ganas de mear. Al contrario: me da miedo. Tanta picana me inflamó todo y cada vez que orino siento como que expulso vidrios molidos. Ayer, sin ir más lejos, me hice en los pantalones cuando estaba en la máquina y me salió sangre.
Sin embargo, la excursión hacia el sanitario es una buena excusa para caminar unos metros y, de paso, sacarnos la capucha un par de minutos. Así que me sumo al grupo y voy. Como siempre, debemos andar con los brazos estirados y las manos apoyadas en los hombros del de adelante, casi como en la escuela. Dejamos pasar primero a Aída Berengher que está embarazada. Después, a Elsa Mendiguren, que anda con el período.
Julián nos apura y advierto en él una excitación similar a la que experimenta cuando nos golpea.
-Si se portan bien y no rompen las bolas, dejo la puerta abierta para que escuchen el partido -dice en un rapto de bondad inusitada-, mientras hace un gran bochinche con algo, que presumo es una matraca.
El que está atrás mío pregunta con la voz algo amariposada y titubeante:
-¿Qué partido?
-Argentina-Holanda, la final del Mundial -respondo yo-.
Cuando me toca el turno e ingreso a ese cubículo hediondo que eufemísticamente Julián denomina baño, me arranco con desesperación la capucha y me bajo el pantalón. Siento que mis ojos luchan por huir de las tinieblas, tratando de acomodarse a la luz natural. Inspecciono mi entrepierna, curioso, buscando las razones de tanto ardor y veo, aun con dificultad, profundas estrías de cascarilla negra, reseca y el pene diminuto, intrascendente, deformado por una inflamación soberbia de la cabeza.
Me miro las manos, flacas, huesudas, temblorosas; me levanto el buzo, la camisa y la remera y noto mi pecho amoratado. Por suerte no hay espejo: difícilmente soportaría verme el rostro desfigurado como lo siento, el pómulo derecho inflado, casi un colgajo de carne. Un haz insuficiente penetra por un respiradero y creo advertir un pedazo de cielo. Me pongo la capucha y salgo.
-Che, zurdito, ¿te crees que me sobra el tiempo a mí? ¿Te estuviste haciendo la del mono?- grita Julián, mientras yo me acomodo al tanteo nuevamente en la fila.
Sé que es 25 de Junio, pues recuerdo que la final estaba prevista para esa fecha. Se lo comento a mis compañeros y ellos se extrañan. Elsa creía que ya estábamos en Agosto; Darío, el profesor de literatura, en Noviembre; Jacobo Varsky en Febrero o Marzo de 1979.
-Y es domingo- digo yo con la certeza de que un partido así sólo puede jugarse en domingo. Esto último parece aniquilar el poco ánimo que de por sí ya tenía el grupo. De vez en cuando, alguien se queja de dolor. Todos estamos muy lastimados. Comienza el partido. Julián sube el volumen de la radio. Entonces me sucede algo extraño: después de cinco meses de encierro y ultrajes, siento que la voz de Muñoz me transporta hacia la libertad. Me veo caminando nuevamente por la costa rumbo a Cabo Corrientes, apretando fuerte la mano helada de Alicia, el viento del mar sublevándonos los cabellos y yo cantándole "Muchacha ojos de papel" con la mirada perdida en el oleaje violento. Y me veo sentado alrededor de la mesa concentrado en un inmenso plato de tallarines que sirve mi vieja, embriagado por el perfume de la salsa bolognesa. Y siento que vuelo de palo a palo como tantas tardes en la cancha de Los Pinares, atrapando un recio tiro libre de Juan Boliche. Y me escucho entonar la marcha con todos los compañeros en la clandestinidad del sindicato, a media voz, desafiando la censura con una obcecación asnal. Y me escucho gritar eufórico un ¡envido! que vale los dos porotos para ganar el desafío de la tarde lluviosa y aburrida en el bar de la Martita.
"Está jugando mejor Argentina. Lleva la pelota Ardiles, toca para Gallego, éste combina con Olguín, que se adelanta en el terreno", se escucha como en una letanía la voz del Gordo, mezclada con los comentarios procaces de Julián.
Yo conozco su rostro. Una de las tantas veces que me hacían el submarino pude verlo. A él no le gustó. Recuerdo que me dijo exaltado: "¿Qué mirás? Este soy yo, si, ¿y?".
Fue la primera y única vez que lo noté desconcertado. Supongo que sintió vulnerada su impunidad. Aún con la respiración entrecortada, casi asfixiado, increíblemente me vinieron a la memoria aquellas palabras de Groucho Marx: "Nunca olvido una cara, pero en tu caso haré una excepción". La carcajada de Julián y los otros llegó con efecto retardado. Creo que desde ese día me trató de otra manera. Cuando me picaneaba ponía el casete Adiós Sui Géneris, grabado en vivo en el Luna Park el 5 de Septiembre de 1975, que yo tenía en el bolsillo de la campera cuando me detuvieron. Me pedía que cantáramos Canción para mi muerte y yo arrancaba:
y fui libre de verdad
guardaba todos mis sueños
en castillos de cristal.
Poco a poco fui creciendo
y mis fábulas de amor
se fueron desvaneciendo
como pompas de jabón.
Después, éramos Charly y Nito, a dúo:
dentro de mi habitación
y prepararás la cama para dos.
Entonces, aparecía él como solista:
cuando uno mira atrás
vas cruzando las fronteras
sin darte cuenta quizás.
Tómate del pasamanos
porque antes de llegar
se aferraron mil ancianos
pero se fueron igual.
Y luego del estribillo, él seguía:
tu lugar, tu dirección
y si te han puesto teléfono
también tu numeración.
Y ahí empalmaba yo:
si me vienes a buscar
no es porque te tenga miedo
solo me quiero arreglar.
"Ataca Holanda, cuidado. René van der Kerkhof combina con Neeskens, no puede marcar Tarantini, cuidado, pica Rep en diagonal, pero anticipa muy bien Passarella".
Somos ocho en un calabozo donde tres serían multitud. El pobre Varsky está muy estropeado: su condición de judío no lo favorece. "Varsky, a Auschwitz", le dicen cada vez que lo sacan para llevarlo al quirófano. Los antisemitas son tan cínicos que lo obligan a realizar el saludo hitleriano. Con una gillette le tatuaron en la frente la cruz gamada. Hace tres días -me contó- lo obligaron a comer jabón. ¿Qué gusto tiene tu mujer?, le preguntaron. Ella también fue detenida.
"Vamos Argentina, vamos muchachos... Cero a cero está la final. Una multitud ha desbordado el estadio Monumental, a orillas del Río de la Plata, demostrando un gran comportamiento. Para que el mundo vea que los argentinos somos derechos y humanos".
Aprovecho que Julián está obsesionado con el partido y me levanto ligeramente la capucha, un pasamontañas negro de lana. Mis compañeros son vagas siluetas desparramadas sobre la breve superficie. Siento que el ojo derecho desapareció bajo la inflamación del pómulo. No hay ventana. Pero descubro un contrabando de luz: viene de la puerta que Julián mantiene abierta. Al rato, la niebla comienza a disiparse. Hubiese preferido seguir entabicado. Aída está sufriendo terriblemente.
Le pregunto para cuándo espera y me contesta que tenía fecha para el 28 de Junio. Se queja de calambres. Elsa soporta a duras penas la situación. Tiene la cabeza cubierta por una funda de almohada y un gran tajo en la pierna izquierda. Me horrorizo: la herida está agusanada.
"Recibe Ardiles, cambia para Luque, ataca Argentina, Luque juega para Kempes, peligro de gol, aguanta Kempes la pelota, peligro de gol, va a tirar, tiró...¡Gol, gol, gol, gol, goooolllll argentino..."
Julián sepulta el grito de Muñoz con su voz. Todos nos alteramos, porque cada vez que nos vienen a buscar para llevarnos a la máquina irrumpen así, con alaridos similares, pero no, esta vez es sólo un grito de gol. Julián pasa por el pasillo corriendo como un poseído, la radio en una mano y un vaso en la otra. Ni cuenta se da que yo no tengo el pasamontañas. Igualmente, me lo coloco. Regresa y nos insulta a todos:
-¿Y ustedes no festejan, bolches de mierda, enemigos de la patria? Estamos ganando la Copa del Mundo. ¡Vamos, Argentina! ¡Qué grande el Matador!
Vuelvo a descubrirme. Elsa se ahoga en sollozos silenciosos, asustada por la reacción
de Julián. Sé que fue violada reiteradamente, incluso una vez contra natura. No creo que tenga más de dieciocho años. Darío anda con un ataque de asma. Respira penosamente y un silbido agudo le sale del pecho. Anoche, después de la paliza, creí que se moría.
"Y se termina el primer tiempo, señoras y señores. Con gol de Mario Alberto Kempes, Argentina le está ganando a Holanda y se está adjudicando por primera vez en la historia la Copa del Mundo".
De los demás no sé nada, ni siquiera sus nombres. Hace poco que están aquí. A uno creo que lo trajeron de Bahía Blanca. Están atados entre sí por una cadena. Tienen los tobillos en carne viva. Me cubro nuevamente la cabeza.
"Veinticinco millones de argentinos jugaremos el mundial..." Julián se acerca a la celda. Está exultante.
-¿Qué te parece, zurdito?- me pregunta sabiendo que soy futbolero.
-Falta mucho todavía- respondo.
-Ya está. Ustedes siempre los mismos pesimistas. Nada está bien, nada. Por eso quieren cambiar el mundo, ¿no? Así les va, también.
-Ellos tienen un gran equipo.
-En el '74 también tenían un gran equipo, mejor que éste y bien que les ganó Alemania. ¿O no?
Julián está contrariado. Se va. El viejo Varsky me dice: "No lo hagás enojar, pibe. Después se la agarra con nosotros y nos amasija".
No hace falta enfadarlo para eso. Anteayer estaba de buen humor y sin embargo me tuvo dos horas, calculo, sobre la parrilla. Me dijo que iban a probar un nuevo método conmigo, que yo tenía ese privilegio. Y entonces me apoyaron un tubo de teléfono que, conectado a 220, me enviaba electricidad a la oreja y a la boca simultáneamente. Además, me pegaron todo el tiempo con una varilla en la planta de los pies y me tiraron un baldazo de agua. Julián es sádico. Disfruta aplicando los peores tormentos. Y los otros lo siguen. Llegué a escuchar algo realmente espantoso que comentaron entre carcajadas: no sé a quién le habían hecho el rectoscopio, que consiste en introducir por el ano un cilindro en el interior del cual colocan una rata. En su afán por escapar, el roedor destroza los órganos.
"Menos de diez minutos para el final. La pelota en poder de René van der Kerkhof, se viene Holanda, a no descuidarse muchachos. Van der Kerkhof mete el centro, cuidado, salta Nanninga, cabecea... Gol... Gol holandés. Casi sobre el cierre del partido Nanninga, que había reemplazado a Rep, marca el empate..."
La voz apagada de Muñoz se desvanece aun más, bajo los gritos de Julián Descontrolado, lanza todo tipo de maldiciones. Elsa entra en pánico. Varsky también Darío se agita. Aída dice que tiene contracciones. Rensenbrink revienta el palo derecho de Fillol. El partido termina.
-¿Estás contento ahora, zurdito de mierda? Vamos al suplementario. Lo teníamos ganado y ahora hay que jugar treinta minutos más. ¿A vos te parece? -me dice Julián-, entrando al calabozo a las patadas. Siento un golpe fuerte en la espalda. Ahora otro en el estómago. Parece danzar a mí alrededor, enloquecido.
"Comienza el primer tiempo del suplementario. Flamean miles de banderas en el estadio Monumental. Vamos, hay que alentar al equipo argentino".
De repente, todos estamos haciendo fuerza por la selección. No es que nos haya invadido el exitismo ni que nos ataque ahora un nacionalismo exacerbado, por otra parte, tan propio de nuestro pueblo. Es un mecanismo de autodefensa: sabemos que si Argentina pierde la final se va a duplicar el castigo. Pienso en el teléfono, en el submarino, en el rectoscopio. En la bronca de Julián y los suyos, sacándose los perros de adentro, haciendo catarsis con nosotros, con nuestros cuerpos lacerados, macerados a puntapiés y puñetazos, quemados, ulcerados, ultrajados.
"Pelota para Bertoni, juega para Kempes, ataca el Matador, elimina uno, peligro de gol, elimina otro, peligro de gol, sale Jongbloed, gol, gol, gol, gol..."
Esta vez, el gol interminable del Gordo Muñoz es para nosotros lo más maravilloso que hemos escuchado en los últimos tiempos. Todos gritamos con él. Y con Julián, que ahora se me tira encima y me abraza y siento su aliento a alcohol y su respiración entrecortada y hasta me parece que llora, sí, Julián llora, se estremece contra mi cuerpo y rodamos por el suelo y choco contra algo, creo que es el vientre inflado de Aída. Y la radio comenta la guapeada de Kempes arrastrando a sus marcadores y se escuchan las voces del Monumental ahogando la de Muñoz que dice que todo el pueblo argentino festeja y es verdad, si nos viera José María, si nos viera, también aquí se festeja...
Estos minutos son perpetuos. Holanda intenta con Jansen, con Willy van der Kerkhof, ya en el segundo tiempo del alargue. Julián le pide a Dios y a todos los santos la hora; nosotros también. Faltan seis minutos.
"Argentina con más resto. Intenta Kempes, la gran figura, toca para Bertoni, se mete en el área, hay un rebote, insisten Kempes y Bertoni, otro rebote, pega en Krol, le queda para Bertoni, ahí está, gol, gol, gol, gol, goooollll argentino..."
Nos desbordamos. Es imposible que Holanda pueda revertir el resultado. Julián escucha los últimos minutos con nosotros. Súbitamente, somos aliados; estamos enrolados en la misma causa.. Increíblemente compartimos esta alegría, claro que por motivos bien diferentes. Si pudiera quitarme el pasamontañas, vería a mi alrededor una verdadera escena fellinesca.
"Argentina Campeón del Mundo... Argentina Campeón del Mundo", repite Muñoz con la última hebra de voz que le queda. Julián parece caminar por las paredes.
-¡Qué impresionante, zurdito, qué final. Somos campeones del mundo, ¡carajo! -y me pasa el brazo por el hombro y me sacude.
-¡Y ese Kempes qué jugador. Él solo ganó el partido. Es una bestia Kempes, es un animal! Y se pone de pie y se va, "dale campeón, dale campeón" y nuevamente nos quedamos solos, mientras escuchamos bocinazos y petardos a lo lejos y la radio repite una y otra vez que "veinticinco millones de argentinos ganaremos el Mundial" y Muñoz cuenta que "Daniel Passarella, el gran capitán argentino, levanta la Copa del Mundo. Se estremece nuevamente el Monumental. Desde los palcos, el excelentísimo señor presidente de la nación, don Jorge Rafael Videla, Junto a otras altas autoridades, celebra esta conquista histórica. La copa va de mano en mano. Allí está Mario Alberto Kempes, el Matador, el gran héroe de la final..."
-Che, zurdito: decidimos con los muchachos que hoy cerramos el quirófano. Vamos a festejar el campeonato. Agradézcanle a Kempes- exclama entre risas Julián.
-Qué contradicción- dice el viejo Varsky.
-¿Por qué?- pregunto yo.
-Porque nos salvó el Matador- responde.
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