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Nadie va a lograr pararlo en la cancha y él va a anotar en todos los partidos. Adriano, si permanece 30 días sin beber, es un fuera de serie.

(JUVENAL JUVENCIO, Presidente del San Pablo, en declaraciones a la página electrónica del diario "O Globo" del pasado jueves opinando sobre la nueva contratación del Flamengo)

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Ritual de resurrección (Sergio Villaverde - Uruguay)


A Alfredo Bello


Había levantado la enclenque estantería recostándola nuevamente contra la pared. Estaba agachado en el metro que la separaba del mostrador, cada vez más destartalado, donde seguían en pie y vacías las tres copas que habían servido al rubio ese y a sus dos ocasionales acompañantes. Era en esa parte de la ceremonia, mientras hacía el cuidadoso recuento de lo perdido, separando vidrios y botellas rotas, secando a medias dos paquetes de puerto rico y abriendo un tercero con el tabaco empapado en grappa, cuando lo asaltaba el impulso de fijar la estantería a la pared con dos clavos largos, suprimiendo definitivamente las condiciones del ritual de su resurrección. Él sabía que todo sería irrepetible si no seguía suelta, y dejaba que ese impulso se alejase poco a poco, junto con las risas del rubio ese y sus amigos en la puerta del bolichito, mientras se iba sumiendo lentamente en la tumba de su cotidianidad. Un tiempo muerto, indefinido, en el que Casella despachaba sombras acodadas que de vez en vez llegaban a mitigar, masticando sorbos, el tedio de la tarde.

Muy espaciadamente recibía la visita de los agentes viajeros que reponían en la estantería los vacíos de sus menguadas ventas.

Casella no esperaba nada ni a nadie, pero no podía reprimir aquel rumor que sentía en el estómago y en las piernas cuando el rubio ese de carrau, siempre con renovados acólitos, emergía del polvo de la calle, para, una vez salvado los gestos formales, instalarse en el ámbito que reiniciaba los actos y discursos de su extraño sacerdocio.

Era siempre en la tercera vuelta cuando el rubio ese, recostándose de lado al mostrador, dejando a su espalda la foto enmarcada que colgaba triste en la pared del bolichito, levantaba la copa de paredes gruesas y culo espeso y mirando el infinito a través del vidrio y de la grappa preguntaba:

- ¿Usté estuvo en Montevideo...no...?

- Si... hace años... - contestaba Casella, sabiendo que el tiempo le daba, apenas, para llegar en el veinte por la bajada de Carlos María Ramírez, el motorman sembrando arena en las vías para sofrenar aquel bólido bamboleante que se detenía chirriando a pocos metros del puente del Pantanoso, que abriéndose morosamente , daba paso a las chatas que entraban a las aguas espesas de la bahía; o para caminar por Suiza, antes del sol, la gorra hasta las orejas y el cuello de la campera levantado, saludando a los que se iban descolgando de aquellas calles empinadas, todos rumbo a las chimeneas del suif, que quemaban sin parar turno tras turno; o para trepar por la cuesta de Viacaba con el mate, el termo y los amigos, bajo la sombra de los paraísos, adueñándose, desde arriba, de la ciudad que se perdía, verde y gris, hacia el este.

Hasta que el rubio ese bajaba el cáliz, lo apoyaba en el mostrador y mirándolo a los ojos le inquiría:

- ¿Usté jugó al fútbol... no...?- Casella con una sonrisa atisbada, giraba un poco la cabeza y sin levantar las manos del mostrador, con un gesto de la pera decía: - Sí ... en Rampla... - señalando aquel cuadrito en la pared, el rojo y el verde pintados a mano sobre la foto gris, mientras rompía la pose para los fotógrafos y se iban a pelotear al arco de abajo; gringos, rusos y canarios, que venían del frío del nacional, de la sangre de la playa de matanza del Artigas o de aguantar remaches en el varadero. Y Casella, de batrasado se apoderaba del área, mientras atrás del mostrador sentía los tobillos firmes, le desaparecía aquel dolor en la cadera, la sangre trepándose a la cabeza, regándole el cuerpo con una leve excitación; momento en que el rubio ese, girando la grappa entre los dedos todavía con un fondito, mirando el cuadro le decía:

- ¿Y llegó a jugar en el Estadio?

-Sí... contra Nacional... - Casella ya en el túnel, y entraba corriendo hacia el medio a saludar, mirando nada, y apenas respiraba cuando entró Nacional y después, cuando aquella tromba de bigotes le metió el codo en los riñones en el primer centro.

-Yo marqué a Atilio... - agregaba Casella apretando los dientes, los puños cerrados, los ojos desorbitados, detrás del mostrador esperaba el centro bien plantado y saltaba y cabeceaba otra vez y la ventaba lejos de boleo y entonces toda la Villa lo conocía, todos lo saludaban, y se juntaban seis o siete y a las carcajadas en dos taxis, bordeaban la bahía hasta el bajo, y cerraban el mulín o el ancla y ya de vuelta amanecían en los ranchos de la playa... y el rubio ese, con el último buche de grappa, clavaba, también, su última estocada:

-¿Y... cuántos goles hizo Atilio...?

-Ninguno... empatamos cero a cero... - contesta Casella, que le ganó por alto toda la tarde, hasta que sobre el final, Atilio recibe al borde del área una pelota rastrera y de empeine se la levanta por arriba del moño, y Casella la huele al pasar, y el estadio casi se viene abajo, y se viene abajo nomás cuando, con Atilio ya en su espalda, se apoya en la zurda y estirando hacia atrás la derecha detrás del mostrador, -la saqué de taco- dice Casella, en la plenitud de su vida recobrada, en el vértice de su gloria rediviva, enganchando la estantería que se le viene encima con un estrépito de botellas y el Cerro se va ensombreciendo, el suif se recorta como un fantasma gigante y solitario contra el gris del cielo, las aguas de la bahía van pudriendo las embarcaciones en el varadero callado y quieto, y el rubio ese explota en risotadas que festejan la culminación de la ceremonia, mientras Casella levanta la estantería y se agacha detrás del mostrador, sintiendo, una vez más, aquel impulso de fijarla con dos clavos largos...


(Cuento incluido en el libro "Mientras voy cayendo" (Orbe, Montevideo, 2006)

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Un camarero de la ciudad de Liverpool, con un increíble parecido al futbolista español Fernando Torres, fue utilizado como doble del delantero del equipo local, para realizar las campañas publicitarias.
El muchacho se llama Joshus Orr, tiene 19 años y trabaja sirviendo cenas en el restaurante ‘The Gailery Bar and Grill’, en Fromby, una aldea cercana a Liverpool.
Orr, de asombrosa similitud física con el "Niño" Torres, fue contratado por una productora de publicidad para que a través de su imagen, como clon del famoso futbolista, pudiera ganarse un buen dinero para un cliente de una empresa española, haciendo más fácil la tarea del "original" Torres.
"Hago de su doble en algunos planos largos, jugando al tenis o fingiendo que soy un adiestrador de perros", expresó el joven de Liverpool.
"Nos llevamos muy bien, pero claro que no tengo su talento como futbolista, y mucho menos su salario ni su cuenta bancaria", puntualizó Orr jocosamente.
Pero de todas formas, con su trabajo extra, el camarero del bar de Fromby, pudo tener un desahogo económico, el que le permitió cambiar su viejo modelo de automóvil. Algo es algo.

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Decir que pagaron para ver a 22 mercenarios dar patadas a un balón es como decir que un violín es madera y tripa, y Hamlet, papel y tinta.

(JOHN BOYNTON PRIESTLEY 1894-1984, escritor, dramaturgo y locutor británico)

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Messi es un jugador muy particular y casi único, ya que sin contar con un gran físico está entre los mejores del mundo en un fútbol cada vez más muscular.

(KAKÁ, internacional brasileño, en entrevista con el diario italiano "La Repubblica" del 08/05/09)

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El último partido de Rosendo Bottaro (Alejandro Dolina - Argentina)


Había jugado muchos años en Primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.

-Con usted Bottaro no podemos perder.

Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero.

Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:

-Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...

Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.

La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.

En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.

Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.

Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza.

Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido.

Algunos pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.

Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.

Dicen que iba llorando.

Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta.

¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!

El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.

Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo apasionadamente.

Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.

(extraído del libro “Crónicas del ángel gris”)

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Los finalistas de la Copa Libertadores de América en su edición de 1965, fueron Independiente de Avellaneda (foto) y Peñarol de Montevideo.
El primer partido se disputó en el estadio de los rojos el 9 de Abril de 1965. Los equipos formaron así: Independiente: Santoro; Ferreiro, Navarro, Guzmán y Decaria; Mura, Acevedo y Savoy; Bernao, Suárez (De la Mata) y Avallay.
Peñarol: Mazurkiewicz; Forlán, Pérez, Várela y Caetano; Ledesma, Goncálvez, Rocha y Silva; Sasía y Joya.
Esa primera final la ganó Independiente por 1 a 0, con gol de Bernao, pero los historiadores la recuerdan por una insólita acción del uruguayo Sasía, cuando para aprovechar mejor un tiro de esquina a favor de Peñarol, se le ocurrió la picardía de recoger tierra de la cancha para arrojársela al arquero Santoro cuando se disponía a cortar el centro.
Afortunadamente, el árbitro peruano Arturo Yamasaki observó la ocurrencia del ‘Pepe’ Sasía y Peñarol se quedó con 10 jugadores.
La revancha se disputó el 12 de Abril en el estadio Centenario y allí los locales vencieron por 3 a 1
Se debió jugar un partido desempate en Santiago de Chile, donde Independiente, el 15 de Abril, cumplió una tarea descollante venciendo por 4 a 1.
Fue la segunda Copa Libertadores de los rojos. La "tierrita" de Sasía que perjudicó al equipo uruguayo, provocó que los dirigentes de Peñarol, indignados, lo transfirieran a Rosario Central.

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Le dabas una patada, y él te la devolvía. Pero no decía nada, y esperaba que tú no dijeras nada tampoco.

(PATRICK VIEIRA, internacional francés de origen senegalés, recordando sus duelos con el duro Roy Keane)

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Llegar a la final de la Liga de Campeones es uno de mis mayores sueños. Sin embargo, independientemente de mi decepción, no sirve de excusa para mi comportamiento. Quiero pedir disculpas. Me encanta este club y me sentí muy decepcionado al perder frente al Manchester.

(NICKLAS BENDTNER, futbolista danés del Arsenal, al ser retirado de un boliche nocturno totalmente borracho con los pantalones bajos y el calzoncillo a la vista, tras la eliminación del martes pasado ante el Manchester United)

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Fabio Santos (Fabricio Manohead - Brasil)

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Somos del Betis (Anti Benavente - España)

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En la famosa final del Primer Campeonato del Mundo (1930, Montevideo, Uruguay 4-Argentina 2) se hicieron muchas novelas. La verdad, al margen del triunfo uruguayo, justo, es que si nosotros jugábamos con 14 no hubiésemos perdido. Luis Monti no quería jugar por las amenazas. Los dirigentes lo obligaron. Francisco Varallo reaparecía luego de una distensión muscular y a los 20 minutos se resintió. Cuando Uruguay marcó el 2 a 2, el arquero Juan Botasso chocó y quedó lesionado. No pudo levantar más los brazos. Claro está: con 14 jugadores podríamos haber sido nosotros los campeones del mundo, pero jugamos solamente con ocho...

(CARLOS PEUCELLE, puntero derecho de River Plate en los años 30 y partícipe de la Final de la Copa del Mundo de 1930)

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En mi primer día como seleccionador escocés, tuve que cancelar una sesión porque nadie le podía quitar el balón a Jimmy Johnstone.

(TOMMY DOCHERTY, entrenador escocés, opinando sobre su habilidoso compatriota)

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Ahora he descubierto que incluso un terrone puede ser amado.

(SALVATORE "Totó" SCHILLACI, opinando durante el Mundial 1990 donde tuvo el mejor momento de su carrera. Terrone: término despectivo que emplea el norte de Italia para los habitantes del sur del país)

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Juguetes de fútbol y alegría (Sergio Faus - Argentina)


Embajador de los pobres
defensor de lo justo,
humilló a ricos y poderosos
no dándoles el gusto.

Nordaca Europa poderosa
xenófoba y dañina,
te desafió un hijo de la preciosa
sudaca tierra Argentina.

Por su Patria se ha entregado
con sobredosis de fiereza
y con morocha hidalguía
regaló a los necesitados,
con maestría, con grandeza,
juguetes de fútbol y alegría.

Hay un faro que lo guía,
lo acompaña, lo ilumina,
son dos luces, dos bellezas,
sus queridísimas Dalma y Yanina.

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Como suele ocurrir entre el Madrid y el Barça, la exasperación y la histeria se las ha trasladado el segundo al primero, y el primero le ha contagiado el aplomo al segundo. Ambos clubes, mientras tanto, se han hecho más antipáticos. El Madrid se asemeja demasiado a una empresa a la que importan enormemente los beneficios y escasamente lo que ocurre en el césped y en las gradas. En cuanto al Barça, se ha convertido ya del todo en el equipo oficial de la Generalitat, y todo equipo de los gobernantes es, por así decirlo, un equipo sin alma, usurpado.

(JAVIER MARÍAS, escritor, traductor y editor español; miembro de la Real Academia Española, opinando en el Diario español "El País" -19/11/05-)

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Campo está lleno. Jugadores no disfrutan con juego. Césped está con agua y eso no ser bueno.

(RADOMIR ANTIC, ex jugador y entrenador serbio, en 1997, practicando castellano mientras dirigía al Atlético de Madrid)

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Tuve un miedo terrible. Perdimos el Mundial, pero yo gané otra copa, la copa de la vida.

(RONALDO, tras la final perdida en Francia 1998)

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José Ángel Iribar: el mayor símbolo del Athletic Club de Bilbao


Nacido el 1º de Marzo de 1943, José Ángel Iribar hizo disfrutar durante 18 gloriosas temporadas a los aficionados del Athletic de Bilbao con grandes actuaciones. Es, sin duda, el portero al que todos los jóvenes arqueros que pasan por Lezama admiran y desean superar.

Originario de Zarautz comenzó a jugar al fútbol en la playa y se le bautizó con el mote de "El Txopo", por su estilo bajo palos y su inconfundible figura. Jugó desde joven en las categorías inferiores del Athletic hasta 1962, año en el que pasa a formar parte de la primera plantilla.

Debutó en la Primera división española el 23 de Septiembre de 1962 en el partido Málaga 2-Athletic 0. En la temporada 69-70 consigue el Trofeo Zamora al encajar 20 goles en 30 partidos. Ha jugado un total de 466 partidos en Primera división, convirtiéndose en el jugador del Athletic que más partidos ha disputado.

En 1980 se retira de los terrenos de juego y pasa a entrenar a las categorías inferiores de su club. Con el Bilbao Athletic consiguió el segundo puesto de la Segunda División en la temporada 83-84, el puesto más alto conseguido en la historia del filial. En la temporada 86-87 fue el entrenador de la primera plantilla del Athletic.

Curiosamente cuando jugaba en el Zarautz juvenil, los "ojeadores" de la Real Sociedad acudieron a verle. Era una oportunidad única para Iribar de dar un gran paso en su carrera, pero al bueno de "El Txopo" le pudo la presión. Jugó muy nervioso y la Real, afortunadamente para los aficionados del Athletic desestimó su fichaje y él, descorazonado, recordó después que "en aquel momento, me ví más tornero que nunca", puesto que tenía la sensación de haber dejado pasar el gran tren de su vida. Algo que, como todos sabemos, no fue así.

Tras su paso por el Zarautz ingresó en las filas del Baskonia donde no tardó en llamar la atención de varios equipos de Primera División. El legendario Gaínza se había hecho con sus derechos y tanto Valencia como Zaragoza estaban interesados en hacerse con sus servicios, pero su padre le aconsejó que firmara por el Athletic. El conjunto vasco pagó por él un millón de pesetas en 1962. ¡Una cifra récord para la época!

Llegó al Athletic con la difícil misión de sustituir al querido y legendario Carmelo Cedrún, pero en su primera oportunidad "El Txopo" dejó constancia de que la cantera vasca es la mejor cantera de guardametas y puso el listón muy alto, a la altura de los míticos guardametas de la historia del fútbol. Su debut con la zamarra del Athletic se produjo el 23 de Septiembre de 1962 en Málaga. Su primer partido en San Mamés fue el 30 de Septiembre del mismo año contra el Elche.

Llegó al Athletic con la difícil misión de sustituir al querido y legendario Carmelo Cedrún, pero en su primera oportunidad "El Txopo" dejó constancia de que la cantera vasca es la mejor cantera de guardametas y puso el listón muy alto, a la altura de los míticos guardametas de la historia del fútbol. Su debut con la zamarra del Athletic se produjo el 23 de Septiembre de 1962 en Málaga. Su primer partido en San Mamés fue el 30 de Septiembre del mismo año contra el Elche.

Aparte del histórico triunfo con España en 1964 al ganar la Eurocopa, en la historia de toda leyenda del deporte siempre hay una fecha clave. Titular indiscutible en su club y en la selección. La actuación memorable que abre las puertas de la inmortalidad para Iribar fue el 29 de mayo de 1966. Aquella tarde la historia cambió, el Athletic se jugaba el título de Copa ante el Real Zaragoza en el Santiago Bernabéu.

El conjunto vasco llegaba a la cita diezmado por las lesiones, lo que obligó al técnico "Piru" Gainza a improvisar un once inédito. Enfrente, estaba el Zaragoza y todo apuntaba a que vapulearían a los leones, pero la lógica no contó con el factor Iribar. Los Maños se pasaron los 90 minutos bombardeando la portería defendida por el de Zarautz. El público del Bernabéu presenció un recital de paradas de lo más variado. Iribar volaba entre los tres palos convirtiéndose en un muro casi infranqueable. El Zaragoza se llevó el título al imponerse a su rival por 2-0, pero mientras los maños daban la vuelta con el trofeo...

¡Iribar salía a hombros del estadio madrileño!

Iribar se caracterizaba por vestir una indumentaria muy peculiar de color negro, en honor a su ídolo la legendaria "Araña negra" Lev Yashin, maravilloso portero ruso. Por su semblanza que siempre transmitía serenidad, su imponente altura, grandes habilidades y peculiar vestimenta Iribar rápidamente se convirtió en un ícono de las masas dentro y fuera de Euskadi.

En la temporada 1969-1970 se convirtió en el portero menos goleado de la Liga española y recibió el Trofeo Zamora al recibir tan solo 19 goles en 29 partidos disputados. En su carrera guarda un lugar de privilegio tres momentos con la camiseta del Athletic, las 2 Copas conquistadas, en 1969, ante el Elche, y la otra en 1973, cuando el Athletic se impuso al Castellón. El tercer momento es el de la temporada 1976-1977, cuando el Athletic realizó un extraordinario torneo en Copa UEFA, perdiendo la final ante la Juventus de Turín. En esa misma temporada el Athletic llegó también a la final de Copa, en la que cayó ante el Betis en la tanda de penaltis donde Iribar y Esnaola se batieron en un duelo épico que terminó perdiendo "El Txopo" en muerte súbita. Por estas fechas Iribar llegaba a su partido 49 jugando con la Selección Española todo un récord en su tiempo, superando a la leyenda de Zamora.

Iribar siempre permaneció fiel al Athletic y tiene la increíble marca de vestir la camisa zurigorri en 614 partidos oficiales. ¡Récord que parece inalcanzable hoy en día!

Otra fecha histórica para el guardameta Gipuzkuano fue el 5 de Diciembre de 1976. El Athletic visitaba a la Real Sociedad y los capitanes de ambos equipos, Iribar y Kortabarria respectivamente, salieron al campo de Atotxa sosteniendo la Ikurriña aún ilegalizada por el Franquismo. Probablemente, el derby más emotivo del que se tenga memoria para el pueblo de Euskal Herria.

A finales de la década de los ‘70 cuando la Euskal Selekzioa volvió a la actividad futbolística con jugadores como Villar, Dani, Rojo, Zamora, Satrustegi, Kortabarria, Alexanco, Escalza y Arkonada el capitán del equipo no era nada más y nadie menos que el "Txopo".

Con el paso de los años, Iribar fue el primero que se daba cuenta del peso que debería soportar su próximo sustituto, fuese quien fuese. Por lo que "El Txopo" prefirió pasar su última temporada en activo como suplente. Helmut Senekowistch, técnico de los leones, aseguró que "Iribar es el mejor portero que tengo en la plantilla", pero "el Txopo" había decidido prestarle su último servicio al Athletic como jugador, preparando su sucesión.

Después de su retirada, pasó a engrosar el cuerpo técnico del club vizcaíno. Ascendió el Athletic B a Segunda A y se hizo cargo del primer equipo en la temporada 1986-1987 (la temporada que se tuvo que jugar el play-off del descenso). Iribar desde el banquillo demostró, como ya había hecho sobre el césped, sus conocimientos, su calidad humana y su amor por los colores del Athletic. Hoy en día es el entrenador de la Euskal Selekzioa y representante diplomático del Athletic en cualquier evento en el que le requiera el club.

Fue internacional con la Selección de fútbol de España en 49 ocasiones. Su debut como internacional fue el 8 de Abril de 1964 en el partido Irlanda 0-2 España. Su último partido internacional fue el 24 de Abril de 1976 contra Alemania Federal, con el resultado de 1-1. Fue el portero titular en la Eurocopa de 1964, donde España se coronó campeona.

Con la Selección española disputó la Copa Mundial de Fútbol de Inglaterra de 1966 jugando tres partidos contra Argentina, Suiza y Alemania Federal.

TRAYECTORIA

Jugador
C.D. Baskonia (3ª División) 1961-1962
Athletic Club 1962-1980 (614 partidos)

Entrenador
Categorías inferiores del Athletic Club de Bilbao 1980-1982
Bilbao Athletic 1982-1986
Athletic Club 1986-1987
Selección de fútbol de Euskadi a partir de 1999 y hasta la actualidad

PALMARÉS

Nacionales: 2 Copas del Rey (Como jugador, Athletic 1969 y 1973)
Internacionales: 1 Eurocopa (1964)
Subcampeón de la Copa de la UEFA (Como jugador, Athletic temporada 76-77).
Individuales: 1 Trofeo Zamora (Athletic Club, temporada 69-70).

(tomado de la página "Fútbol táctico")

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El primer arquero argentino en convertir 2 goles en un mismo partido, fue Ignacio González, del Racing Club de Avellaneda, cuando la Academia le ganó a Huracán 6 a 1, en un encuentro oficial disputado el 10 de Noviembre de 1996, en el estadio de Avellaneda.
Los dos goles convertidos por ‘Nacho’ González fueron de tiro penal, con una característica: potentes y al medio del arco.
El colega que sufrió ambas conquistas fue el guardavallas, aún vigente, Marcos 'Anguila' Gutiérrez.
‘Nacho’ González, surgido de las divisiones inferiores de Racing Club, se afianzó en la titularidad de la primera división cuando Carlos ‘Lechuga’ Roa fue transferido a Lanús.
La carrera de González prosiguió por varios equipos del exterior y de nuestro país, entre ellos Newell's Old Boys, Las Palmas de España, Estudiantes de La Plata, Pachuca de México, Nueva Chicago y Unión Española, de Chile.
En este último club, protagonizó un hecho lamentable cuando, en la temporada de 2005, Unión Española enfrentó a San Felipe. Ganaba San Felipe por 1 a 0 y, a poco del final, el árbitro Enrique Ossés amonestó al arquero argentino, quien protestó la tarjeta amarilla. Ello provocó que Ossés le mostrara la roja, hecho que exaltó a González, quien le aplicó al árbitro un trompis (foto) ante el estupor de sus compañeros, rivales y público en general.
A ‘Nacho’ González le dieron 22 fechas de suspensión, sanción récord en el fútbol chileno.

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Si juego bien y gano, es normal; si juego bien y pierdo, por lo menos obtuve un triunfo con el buen juego. En cambio, si juego mal y además pierdo, sufro doble derrota.

(FRANCISCO "Pacho" MATURANA, entrenador colombiano)

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La sensación de ver a Yuri Gagarin volar en el espacio es sólo superada por el disfrute de parar un penalti.

(LEV YASHIN 1929-1990, célebre arquero ruso, uno de los mejores de todos los tiempos, conocido como "La araña negra")

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El jugador de fútbol (Mauricio Zavala - México)


Jugar al fútbol y que te den dinero por ello está muy cerca de ser el sueño perfecto para la mayoría de la población masculina a nivel mundial. En las oficinas, cuando un empleado se siente atrapado entre cuatro paredes, no hay mejor solución que la de tomar cualquier cosa que pueda ser pateada y cerrar los ojos unos cuantos segundos para sentir que se está sobre una cancha de fútbol, pasando a segundo plano si el escenario es un campo de verde pasto o un auténtico lodazal.

El timbre que anuncia el receso en las escuelas primarias y secundarias no es sino la primera llamada para el enfrentamiento próximo a iniciar. Los parques públicos aún sin tener un calendario en toda forma saben que en la naturaleza del ser humano se encuentra el utilizar las horas supuestamente destinadas a la comida para disputar un cotejo apasionante y en el que los más desfavorecidos se olvidan de sus penas para volar como el más grande de los arqueros o para driblar al más puro estilo del más renombrado de los jugadores brasileños del momento. Pasar largos minutos pegado a ese mágico objeto redondo, patearlo y dejarte llevar por su seductora esencia es la ilusión de cualquiera, todavía más cuando recibes ingresos por ello.

Se dice que una cantidad considerable de quienes vamos a un estadio lo hacemos por el deseo de entregar, al menos por 90 minutos, nuestra responsabilidad de librar una batalla diaria en el talento y debilidades de once seres humanos. Quizás sin entenderlo del todo, cada futbolista carga sobre sus espaldas con la esperanza de cada uno de los seguidores que asistió a apoyarlo, además de las de otros tantos millones que siguen las incidencias de un cotejo a través de los diversos medios de comunicación. Y eso, permitir que otro hiciera maravillas con la pelota, es lo que yo permití hace algunos años, en los que me decidí a estar muy al pendiente de las andanzas de un jugador que se salía de la norma, que amaba al deporte más popular del planeta por encima de cualquier cosa.

El silbatazo inicial

Cuando menos me lo esperaba, y pensando que ya lo había visto todo en materia de fútbol, me topé con Juan Ramírez Bustos, hombre de baja estatura, de personalidad agradable para sus seguidores y con un talento natural para establecer un romance con la pelota. Ahí estaba él, sobre la cancha, dominando la redonda y disfrutando cada instante en el que el balón se convertía en una extensión de su cuerpo. Los ojos de nosotros, los aficionados, se negaban a parpadear con tal de no perdemos un solo detalle de lo que ocurría frente a nosotros.

Para abajo, para arriba; hacia la izquierda, hacia la derecha, de nuevo para arriba... y se viene el remate espectacular, la chilena letal con una dirección precisamente calculada para que el balón no vaya más allá de las peculiares redes. Incluso si quienes lo vimos hubiéramos tenido papel y pluma a la mano, nos hubiera costado trabajo diagramar cada uno de los movimientos realizados por uno de esos jugadores que en cuestión de segundos te atrapa para siempre y te obliga a volver al campo de juego.

La curiosidad hizo que, por separado, cada uno de los que observábamos su accionar investigáramos aún más detalles sobre él, pues hasta antes del partido que libró frente a nuestros ojos no había hecho absolutamente nada, ni siquiera existía en la inmensa masa de habitantes de la Ciudad de México.

Minuto 45

Días más tarde, aprovechando que gozaba de un tiempo libre, volví para disfrutar del espectáculo. No sabía si lo encontraría, pues es natural el temor a que una experiencia se convierta en rutina a partir de la segunda ocasión. Pero no fue así: disfruté, de nueva cuenta, sus malabares con la pelota y volví a desear sentirme tan libre como ese individuo al que le bastaba el talento con las piernas para ganarse la vida en las transitadas y contaminadas calles del Distrito Federal.

Ahí estaba él, con la de gajos en los pies y con un cronómetro incrustado en el cerebro para saber con exactitud cuándo debía comenzar su número artístico-deportivo y cuándo finalizarlo con el remate espectacular que llevaría el balón justo a la caja o a la cubeta que él utilizaba como destino final para un balón que ya no sufría al estar en las redes ficticias; prefería aguardar con paciencia a que el semáforo volviera a ponerse en rojo y así reanudar la acción.

De tanto pensar en el talento futbolístico de ese singular jugador, no atiné a darle la moneda que consideraba merecida para su talento. Bueno... en realidad la que podía darle, porque si tuviera que ver con auténticos merecimientos habría cambiado la recompensa de diez pesos por un billete de alto valor.

Curioso que de un día para otro me gustara ver el alto en el semáforo. Y varios más pensaban como yo, pues aunque no lo dijeran expresamente, la velocidad de los automóviles que conocían el espectáculo casi gratuito que estaban por ver disminuía radicalmente en esa cuadra en la que se mezclaba el amor por los deportes y la nostalgia de saber que grandes talentos deportivos se pierden entre la pobreza y la desigualdad que a diario azota a nuestro país.

Minuto 80

Confieso que nunca antes me había inquietado la idea de establecer una relación más estrecha con limosneros. La sociedad y el entorno nos enseñan a desconfiar de ellos, a pensar que son personas irresponsables que prefieren abrir la palma de la mano para exigir lo que ellos no son capaces de generar con su trabajo. Pero de muy poco me importaron los paradigmas y decidí entablar una conversación con Juan Ramírez. En esa primera plática, en la que él se mostraba algo apurado por seguir visitando a los automovilistas antes de que apareciera la señal de siga en el semáforo, fue como supe su nombre.

En los días siguientes, busqué cualquier pretexto para pasar por esa calle, ubicada al Sur de la mal llamada "Ciudad de la Esperanza". Estoy seguro que ustedes, como yo, saben que dominar la pelota no siempre es garantía de ser un jugador práctico y útil para los principios colectivos, por lo que no aguanté las ganas de preguntarle si jugaba partidos en algún lado. Y sí: lo hacía una o dos veces por semana, al igual que los futbolistas profesionales. Le pregunté dónde y así fue como supe cuál iba a ser mi lugar de destino el siguiente domingo por la mañana.

Llegué al lugar de la cita no pactada y noté, a golpe de vista, que no era el único que estaba siguiendo sus pasos. Un grupo nutrido de cerca de 50 personas se encontraba alrededor de la cancha de tierra en la que estaba por escenificarse una nueva batalla. Miré hacia uno y otro lado hasta encontrar a Juan Ramírez, quien había dejado de lado sus pantalones rotos y sus tenis polvorientos, para colocarse un uniforme blanquiazul de marca desconocida, más adelante sabría que esa indumentaria correspondía a los Coyotes, y unos tachones de fútbol que se veían desgastados y, casi con seguridad, malolientes.

Ya el tablero y sus piezas estaban dispuestos para que se produjera el pitido inicial. Los Coyotes y las Panteras se medían en un torneo que nunca pensé que llegaría a importarme; es más, hasta antes de toparme con Juan Ramírez ni siquiera contemplé la posibilidad de saber el nombre de una competencia destinada a perderse en el anonimato, tal como sucede con la gran cantidad de justas que no cuentan con una cobertura mediática.

A la distancia, escuché el sonido emitido por el silbato del árbitro para dar inicio a las hostilidades. Lo que a continuación presencié me dejó extasiado y con ganas de entrar al terreno de juego para ser uno más de los actores secundarios que engalanaban la enorme capacidad de esa persona que a diario viajaba con un balón para intentar ganarse la vida y lograr que los automovilistas que pasaran por su zona de trabajo se dignaran a darle unas cuantas monedas.

Fue en el primer cuarto de hora cuando el número diez de los Coyotes tomó la pelota desde la cintura del campo, se quitó a un par de hombres y enfiló hacia la medialuna, donde sacó imponente disparo para estremecer las redes y generar los aplausos de los presentes. El equipo rival tuvo más poder de respuesta que el que yo esperaba. Diez minutos después de que se abriera el marcador, un error del arquero blanquiazul permitió que los cartones se emparejaran.

El tiempo de la primera mitad se consumía. Ramírez había estado muy activo. Lanzaba pases a profundidad con precisión milimétrica y lo mismo driblaba con la pierna derecha que con la izquierda; sin embargo, el cancerbero de las Panteras aprovechaba la poca eficacia de la delantera oponente para congelar el peligro y así perfilar que su escuadra no se fuera perdiendo al entretiempo.

Y llegó el segundo chispazo, la jugada genial. Ya con el silbante mirando su cronómetro, apareció el limosnero mencionado para tomar la pelota en tres cuartos de cancha, quebrarle la cintura a un marcador, enfilar hacia línea de fondo y mandar diagonal retrasada para que uno de sus coequiperos simplemente empujara la pelota hasta el fondo de la malgastada puerta enemiga. Hora de ir a un descanso más breve de lo acostumbrado, pues el hombre de negro advirtió con la mano a los jugadores que debían apurarse para que el otro cotejo programado empezara sin alteración alguna.

La tentación de ir a saludar a quien en cierta forma se estaba convirtiendo en mi obsesión futbolística rondó mi mente. Lo medité y decidí que era mejor esperar a que concluyera el duelo. Además, por más buen jugador que fuera, me negaba a entablar una relación estrecha o de admiración hacia alguien que pedía dinero en la calle y que, con toda seguridad, tendría cualquier cantidad de vicios.

En cuanto iniciaron los últimos cuarenta y cinco minutos, me quedó claro que la misión del equipo contrario al de Juan consistía en golpearlo hasta que dejara de tener tanta movilidad. Y lo consiguieron, pues después de un destacado regate de izquierda a derecha, el número cinco rival le realizó una fuerte plancha al tobillo derecho. Ramírez se incorporó, pero a partir de ese momento -minuto 60 de tiempo corrido- no volvió a ser el mismo, aunque permaneció en el terreno de juego ante la inexistencia de sustitutos en el banquillo. Gajes del balompié llanero...

El panorama se ensombreció aún más. A falta de cerca de diez minutos para el desenlace, las Panteras empujaron hasta conseguir el tanto que devolvía la paridad al marcador. Entretanto, el objetivo de mi visita cojeaba notablemente y tocaba muy esporádicamente la pelota.

Un tanto decepcionado por el empate, reflexionaba sobre quedarme o no para charlar con el mejor futbolista ambulante que había visto en mi vida. Y así fue, en ese preciso parpadeo mental, en el que debió empezar a gestarse la más grande demostración de talento y capacidad que me haya tocado ver en vivo. Cuando yo reaccioné, la de gajos estaba en tres cuartos de cancha por la izquierda. El ocho de los Coyotes engaño a su marcador con un pique fingido hacia el centro para de inmediato profundizar por el mismo carril y mirar con fugaz velocidad hacia el área. A primera vista, pensé que la de gajos iba hacia el rematador que se encontraba colocado por el área penal. Pero no... la pelota iba más atrasada, hacia un jugador que cojeando iba hacia ella. A continuación, Ramírez, ante lo difícil de rematar de volea, se colocó de espaldas y desafió las leyes de la gravedad al suspenderse en el aire y conectar con pierna zurda un balón que terminó incrustándose en el ángulo superior izquierdo de la meta enemiga. No hubo tiempo para más. Todos, incluido el arbitro, queríamos irnos con esa épica estampa futbolera, con esa imagen que de haber sido realizado entre equipos profesionales habría quedado guardada para siempre como una de las más hermosas en la historia del balompié.

Minuto 90

Esperé a que la gente se dispersara y a que la atención se centrara en el enfrentamiento que estaba por comenzar. Seguí con la vista a Juan Ramírez, quien solamente se había limpiado el sudor con la misma toalla con la que lo hacía en el día a día en su vida de limosnero y tomado una bolsa de plástica en la que llevaba su balón y sus tachones, de los cuales ya se había despojado para volver a sus polvorientos tenis. Le fui dando alcance de a poco hasta que él mismo disminuyó la velocidad. Lo felicité por el partido y le pregunté por qué no iba a probarse a un equipo profesional. Se limitó a esbozar una sonrisa y a apurar el paso, como si tuviera algo de prisa. Lo dejé de ir, pero después de que el diera dos o tres pasos, volví a llamarle al tiempo que, impulsado por el sentimiento natural de un aficionado que tiene a un ídolo sobre el campo de juego, sacaba los dos únicos billetes de quinientos pesos que traía en la cartera y se los ofrecía. Sus palabras me dejaron una lección de vida, de amor al arte. "Gracias, pero no se lo voy a aceptar. Yo no quiero ser profesional, no quiero ganar montones de dinero. Sólo quiero jugar y tener lo elemental para vivir. Pido cinco o diez pesos a la gente, pero nada más, porque lo demás me lo da el fútbol".

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Los uruguayos Ángel Romano y José Piendibene y el chileno Sergio Livingstone figuran entre los nombres para el recuerdo de la Copa América. Piendibene fue el autor del primer gol del torneo, anotado al chileno Manuel Guerrero el 2 de Julio de 1916.
Por su parte, Ángel Romano (Uruguay) es el futbolista que más títulos ha ganado: cinco (1916, 1917, 1920, 1924 y 1926) y el que más torneos ha disputado: ocho (1916, 1917, 1919, 1920, 1921, 1922, 1924 y 1926).
El ex arquero chileno Sergio Livingstone (foto) tiene el honor de ser el jugador que ha participado en más partidos: 34 partidos entre 1941 y 1953.
Siguiendo con los números, la mayor goleada se produjo en Uruguay 42. Argentina derrotó a Ecuador por 12-0; mientras la mejor media goleadora la tiene Brasil, que en 1949 logró 48 goles en 8 encuentros, a una media de 5,75 por partido.

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Es un tipo que tiene mucha confianza en el jugador. Sabe cómo motivarlo. Te encontraba en el corredor y te decía: 'Mañana va a ser su gran día, usted va a ser el mejor. Somos los mejores y usted mañana lo va a demostrar'. Te incentivaba tanto que entrabas al campo de juego pensando que eras mejor que los demás.

(DANIEL BERTONI, Campeón Mundial en 1978, opinando sobre César Luis Menotti)

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Cuando se quiere hacer notar que algo es viejo, se dice que ese algo "es más viejo que la injusticia". O sea que la injusticia en el fútbol es más antigua que el fútbol mismo. Desde que existen el fútbol y la injusticia es que se dan partidos en los que un equipo supera ampliamente a otro pero se queda sin nada.

(JUAN JOSÉ PANNO, periodista argentino, fundador, docente y codirector de las escuelas de periodismo Tea y Deportea)

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La Copa más triste (Antonio Gómez Rufo - España)


Tal vez la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche.

Cuando Fernando Hierro cayó en el área a la salida de un corner, derribado descaradamente por la brutal entrada de un defensa que llevaba el 5 a la espalda en lugar de un número asignado en la prisión de Alcatraz, como hubiese sido más acorde con la naturaleza de la agresión, a Raúl le dio tiempo para levantar los ojos hasta ellas y maldecir su suerte, antes de que el silbato del árbitro sonase larga y enérgicamente y su dedo índice apuntase el punto de penalti. Faltaban tres minutos para el final del partido y con ese gol el Real Madrid podía ganar la Copa otra vez. El estruendo de las gradas, celebrando la pena máxima, anticipando el tanto, lo ensordeció. Pero por su cabeza cruzó la más terrible de las sensaciones, la más amarga de las dudas, aquella de la que había logrado huir durante todo el partido aunque también era cierto que no había podido apartarla por completo de su pensamiento a lo largo de los casi noventa minutos jugados.

Se lo temía; y el temor no era infundado. Figo había sido sustituido poco antes, lesionado, y el gran capitán, maltrecho por la entrada de aquella mole incomprensiblemente libre de antecedentes penales, no podía tirar el penalti. Al comprenderlo fue cuando Raúl se echó las manos a la cara, para taparse el rostro y ocultar el dolor que lo embargaba, y aunque el mundo se había vestido de fiesta, él prefirió cerrar los ojos para no ver nada. Imaginó las caras de alegría de sus compañeros, que ya se estaban entrechocando las manos, esperanzados y emocionados: Helguera, Morientes, Makelele, Michel Salgado...; la sonrisa abierta y tensa de Roberto Carlos, juntando su mano a la de Solari; la seriedad trascendente de Zidane, que necesitaba ganar aquella Copa, un trofeo con el que había soñado toda la vida; el abrazo entre Íker Casillas y Pavón, allá al fondo, al otro lado del campo... Una explosión de esperanza tan profundamente marcada en el rostro de sus compañeros como en el de los millones de madridistas que permanecían allí en el estadio y también muy lejos, en sus casas o en torno a una barra de bar, al otro lado del televisor, al otro lado del universo. Eran unos momentos de máxima tensión en los que el mundo volvió sus ojos a aquel terreno de juego y a los jugadores blancos: un mundo que dejó de respirar y soportó expectante el prolongado instante de algarabía que se armó, como un castillo de fuegos artificiales, mientras el árbitro señalaba la falta. Un mundo que, a continuación, se detuvo como un navío atrapado en los hielos del Ártico para contemplar, inmóvil y silencioso, lo que instantes después habría de suceder.

Pero nadie lo miraba a él.

Sin apartarse aún las manos de la cara, Raúl comprendió al instante su drama: sin Figo en el campo ni Hierro en condiciones de hacerlo, él era el encargado de tirar el penalti. Así se había decidido en el vestuario y así se había ensayado en los entrenamientos. Pero él no podía tirarlo, él no... Por su cabeza pasó el demonio de la desdicha camino de consumar la peor de las tragedias, como si él fuese un barco deshabitado, a la deriva, devorado por la peste y el mundo un mar en calma incapaz de agitarse por el olor putrefacto de la epidemia. Sin ánimo para celebrar la falta final, aturdido y vencido por el destino mientras el masajista sacaba al gran capitán del campo para aliviar su dolor, se destapó la cara y miró hacia el banquillo. Del Bosque, en pie, le miraba desconcertado y fruncía el ceño, sin saber qué le ocurría al jugador. El pánico se había dibujado en la cara del jugador, como se marca el paso de los años o el dolor por la muerte de un ser querido, y su entrenador no comprendía por qué no compartía la euforia general, por qué no participaba de los sueños de todos sus compañeros. Alcanzar a entender qué era lo que le atormentaba era, en aquellos momentos, una pirueta intelectual imposible.

Vicente del Bosque cambió unas palabras con Grande, su segundo, y ambos afirmaron con la cabeza. Luego miró a Raúl y afirmó igualmente, alzando y bajando la cabeza. ¿Yo?, parecía preguntar el mejor jugador del mundo con los ojos; “Sí”, afirmó Del Bosque con la suya.

Y entonces, con la fuerza de una verdad irrebatible, el mundo se le cayó encima.

Durante el descanso, casi una hora antes, el entrenador había hablado con el jugador en un rincón del vestuario porque le daba la sensación de que no era el Raúl de las otras tardes, el jugador que con su actitud y su ánimo marcaba el termómetro del equipo. Había jugado bien, y se había esforzado durante todo el primer tiempo; pero las dos veces que pudo encarar y tirar a puerta prefirió pasar el balón a un compañero. De hecho, de uno de aquellas asistencias salió el gol de Morientes, el primero del partido. Pero Raúl, otra noche cualquiera, hubiese tirado él mismo a puerta. ¿Qué le sucedía?, quiso saber el entrenador. Pero los labios del jugador permanecieron sellados. Cuando Del Bosque le repitió la pregunta en la quietud de aquel rincón del vestuario, sólo dijo, con un hilo de voz, cuatro palabras:

- Nada. Todo va bien.

Pero no era verdad. Durante el segundo tiempo había luchado también, como siempre, pero los propios compañeros habían observado su falta de alegría, una actitud permanentemente triste y apesadumbrada, aunque a lo largo de todo el partido hubiese fintado, regateado, centrado y visto la jugada necesaria como en la mejor de sus tardes de fútbol. Pero no estaba cómodo, no; de aquello todos se habían dado cuenta. Por eso, cuando los rivales empataron el partido a la salida de una falta al borde del área, se redobló la preocupación en la mirada del delantero y los compañeros, al verla, comprendieron que algo le sucedía. Tal vez fuese la tensión de la gran final, quisieron creer algunos. O un disgusto familiar, pensaron otros; o acaso algún dolor muscular insoportable que ocultaba al cuerpo técnico para no perderse el partido, llegó a comentar el entrenador a Alfonso del Corral, el médico. Quién podía saberlo. Porque el pundonor, esa herencia recogida de Marquitos, Rial, Puskas, Di Stéfano, Pirri, Gento o Santillana, y de tantos y tantos otros grandes jugadores del Real, era la trinchera desde la que salía Raúl una y otra vez para doblegar a sus contrarios.

Pero ahora, cuando había llegado el momento crucial, la ocasión del lanzamiento del penalti que tendría que resolver el partido y dar la Copa al Real Madrid, todos los ojos se volvieron a él. Era extraño que todavía no se hubiera acercado al punto de penalti para disponerse a tirar la falta. No había corrido a buscar el balón, como otras veces, ni parecía querer asumir que estaba ante otro momento culminante de una carrera como la suya, llena de triunfos. Raúl parecía esconder su alma, rota como cristales de espejo, tras esas manos que le cubrían el rostro.

Fue Morientes quien le acercó la pelota y le habló al oído.

-Es tuya -Morientes se la entregó-. La vas a meter.

-Sí -respondió Raúl, sin convicción.

-Vamos...

Tomó el balón y caminó despacio a depositarlo en la cal marcada, como un sol de medianoche, a once metros de la portería. Lo acarició despacio antes de dejarlo en el punto de penalti, con el mimo con que se deposita un bebé dormido en la cuna, lenta y cansinamente, como por obligación, sin mirar a nadie, sin ver nada. Tenía los ojos perdidos, el rostro contraído, la mirada seca. Está raro Raúl esta noche, pensó Del Bosque desde el banquillo; lo va a fallar, pensaron Zidane y Solari, mirándose. Pero no dijeron nada.

En el palco, el Presidente y el Director General del Real Madrid cruzaron una mirada llena de sombras que nadie vio. Florentino Pérez y Jorge Valdano sabían lo que estaba ocurriendo, pero prefirieron no pensar en sus consecuencias. Sólo Valdano se metió un instante en la piel de Raúl y sintió un escalofrío que disimuló ajustándose el nudo de la corbata. La vida sabe elegir sus trampas, ¡la puta que me parió!, pensó mientras tragaba saliva y se pasaba la mano por la frente para aliviar el dolor que compartía con aquel jugador que era, sobre todo, su amigo.

Porque el dolor de Raúl era insoportable. Mientras se dirigió al punto de penalti, dejó el balón, lo afianzó y retrocedió unos pasos para golpear la bola, no pudo evitar pensar en lo que debía hacer. Y no estaba seguro de cuál era su deber. A veces el deber es un acto perverso y por eso la rebeldía no puede ser condenada. Hay ocasiones en que no es fácil delimitar dónde acaba el deber y dónde empieza la honestidad. Por una parte, se decía, debería intentar marcar el gol: tenía que concentrarse, tranquilizarse, golpear la pelota con la izquierda, su mejor pierna, y romper la red, sin darle al portero opción alguna; o también podría dar un pase a la red, como había visto hacer tantas veces a Butragueño, o había hecho él mismo. Pero por otra parte su deber era también fallar el penalti, utilizar su pierna derecha y golpear la pelota abajo, echando el cuerpo hacia delante, obligando al balón a salir alto, en dirección a la grada. Pero no. No podía hacer semejante cosa: él era un madridista de corazón, no se iba a permitir defraudar a los aficionados ni traicionarse a sí mismo de ese modo. Pero precisamente por ser madridista, precisamente por ello, debía fallarlo. ¿Cómo concebir la vida sin ser madridista, sin seguir rodeado de sus seguidores, para quienes creaba la magia de su arte cada tarde...? Pero si el balón entraba, si marcaba el gol de la victoria, ya nunca más podría presumir de su madridismo, durante muchos años tendría que ocultarlo, tantos como fuesen necesarios hasta que se olvidase lo sucedido. Pero si no entraba, si no marcaba el tanto, estaría traicionando también a sus compañeros, a su equipo y a todos los madridistas del mundo. Él mismo se odiaría por no haber conseguido ese gol.

Era verdad que aún quedaba una posibilidad, pensó durante unos segundos. Él podía fallar el penalti y de ese modo el partido continuaría con empate a uno. Más tarde, o en la prórroga, buscaría el modo de que su equipo marcase el definitivo tanto de la victoria. Pero, ¿y si no lo marcaba y era el rival quien conseguía el gol y se quedaba con la Copa? ¿Cómo perdonarse entonces el fallo deliberado del penalti? No podía ser. Tendría que intentar marcarlo, aunque hacerlo le acarrease un coste tan doloroso. Al fin y al cabo él era un profesional... Pero por otra parte, pensaba, él no era sólo un profesional, o un ídolo y todo lo que se quisiese decir: sobre todo era un ser humano, un hombre que no podría seguir viviendo si marcaba ese gol. Pero, ¿acaso podría seguir viviendo con la conciencia tranquila si no lo marcaba?

¿Por qué le tenía que suceder a él, precisamente a él, que siempre había soñado con ser lo que era, por estar donde estaba, por reír, llorar, disfrutar y sufrir con las peripecias de su equipo, por aquella camiseta blanca coronada por el escudo más hermoso del mundo? ¿Por qué ahora el destino lo colocaba en la irreversibilidad de una situación definitiva, entre los lindes de un dilema que se alimentaba de su propia esencia irresoluble? Aquella duda que Shakespeare puso en boca de Hamlet le parecía una broma barata en comparación con la que ahora vivía él: la de marcar un gol o no marcarlo. Al fin y al cabo Hamlet sólo dudaba entre ser o no ser, que era algo así como morir o no morir, esa era la cuestión. Pero lo suyo era mucho más grave: se trataba de marcar o no marcar, esto es, de seguir viviendo, pero de un modo o de otro muy diferente. No todas las vidas son iguales: unas merecen la pena ser vividas; otras son calderilla y cera usada. Frente a la duda que quebraba su espíritu, el hamletiano dilema del ser o no ser era una nimiedad, una cuestión menor. Al final, todos hemos de morir, ¿no? Pero la suya, en cambio, era algo más que una duda existencial. ¿O es que cabe duda mayor que la de amar o no amar cuando el amor es la única razón para vivir?

Miraba el balón y el inmenso hueco que quedaba entre el portero y el poste. Por ahí entraría el balón, como un soplo del diablo, si se decidía a transformar en gol el lanzamiento del penalti. No se lo pararía aquel portero: ni siquiera lo vería pasar. Ni tampoco llegaría a tiempo de detener el balón aunque el instinto lo impulsase a tirarse hacía allí. Junto a la cepa del poste no caben ni las manos más pequeñas, las manos de la lluvia de las que habla el poema de E. E. Cummings. Ni siquiera la lluvia tiene las manos tan pequeñas, decía el poeta... Por ahí entraría...

Pero había otro inmenso hueco, hacia fuera, precisamente entre el larguero y lo más alto de la grada, o entre el poste y el banderín del corner, tan grande que allí podía Satán instalar la carpa de la eternidad. También podría tirarlo por allá, lo más lejos posible del mundo de los sueños, y entonces no, no sería gol.

El silencio del mundo le dolía en los oídos como hiere la soledad en alta mar durante la medianoche. Millones de miradas estaban fijas en él, con la respiración contenida y el peso de una tonelada de mariposas negras aleteando para nublarle la vida. Miradas vivas, de hoguera, ardientes; y al mismo tiempo gélidas, atemorizadas, posadas sobre un hombre que no podía mirar ni pensar con claridad.

La idea de meter el gol era, sin embargo, la que empezó a crecer en su estómago con más fuerza. El sacrificio es necesario cuando la causa es justa, se dijo. Él se sentiría morir, se ahogaría en el desamor, pero tenía que entregar su porvenir a cambio del triunfo del equipo, debía cambiar su futuro por la desgracia propia que le arrebataría lo que más quería. El Real no era para él sólo un equipo de fútbol, ni una religión, ni siquiera una filosofía. Era más: el Real Madrid era un castillo construido piedra a piedra durante cien años que ahora estaba en sus manos defender o rendir; un palacio grandioso cuyos cimientos dependían esa noche de su voluntad; un imperio aferrado por unos momentos a la bota de su pie izquierdo. Y no podía traicionarlo.

Miró uno por uno a sus compañeros, que bordeaban el área: algunos lo miraban también a él, expectantes; otros escondían los ojos para no ver lo que iba a suceder y se juntaban a un rival, presionándolo, como les habían enseñado. Miró hacia el banquillo, y vio gestos de ánimo en los restantes miembros de la plantilla; y comprendió la mirada preocupada de los técnicos, quienes no entendían la actitud vacilante del jugador, la zozobra en que se asfixiaba. Finalmente miró hacia las gradas, donde estaban puestos de pie los aficionados, con los ojos asustados unos y confiados otros, en silencio, como si se fuese a oficiar la ceremonia de una inhumación o a practicarse una operación quirúrgica de máximo riesgo. Y por último miró al portero rival, que también lo miraba a él, componiendo el odio falso y artificial del portero al delantero ante el lanzamiento del penalti, ese gesto duro y desafiante, pretendidamente burlesco y amedrentador, aprendido en la escuela de interpretación de la vida en los primeros partidos de fútbol jugados con los otros chicos del barrio en las calles enfangadas del suburbio o el arrabal. Raúl sonrió al portero, como para demostrarle que conocía el falso color de ese gesto ensayado, y miró el balón que permanecía inmóvil a sus pies, esperando el golpe brusco que lo empujara a iniciar el viaje final que le llevaría a cumplir su misión.

Una vez más quiso pensar si habría de fallar o no fallar el tiro, pero la idea de ofrendarse al Real Madrid ya había ganado el partido que Raúl estaba jugando contra sí mismo. Era la víctima que ahora necesitaba el equipo y él no dejaría de ser lo que siempre había sido. Se ahogaría en la pena después, lo sabía, pero también había aprendido que sin honestidad y profesionalidad no se merece ser nada, y menos aún madridista. Así es que llenó los pulmones de aire, inició la carrera, se volcó sobre el balón y su pierna izquierda lanzó un relámpago de furia que voló hacia la cumbre de la montaña más alta del mundo, allá donde se tejen las cuerdas de la red que pesca el alimento de los hombres.

El clamor confundió a las aves del paraíso, que cantaron antes que el gallo, pensando en un amanecer anticipado. El griterío por el gol conseguido por Raúl desgarró las gargantas de medio mundo. Los saltos, los abrazos y las lágrimas fueron una epidemia de la que no quedó nadie sin contagiarse. Y la emoción corrió de piel en piel, de lágrima en lágrima, como el anuncio de un armisticio. Él, en cambio, ni siquiera alzó los brazos. Se besó el anillo, bajó la cabeza y se dirigió al banquillo, liberándose como pudo de los abrazos de sus compañeros; y pidió el cambio. Del Bosque aceptó y ordenó a Guti saltar al césped. Raúl, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigió al vestuario sin esperar el final del partido.

El desconcierto fue general entre los compañeros, los aficionados y los medios de comunicación. Los jugadores salvaron sin grandes esfuerzos los pocos minutos de juego que quedaron hasta que el árbitro dio por finalizada la contienda y los periodistas de prensa, radio y televisión no hicieron otra cosa que preguntarse qué le había sucedido al jugador, lanzando al aire opiniones tan bienintencionadas como descabelladas, apelando a la emoción que lo había derrumbado, conjeturando una posible y prematura retirada del fútbol o imaginando una lesión al lanzar el penalti. Los propios compañeros apenas celebraron el final del partido. Sonrieron, felicitándose por haber ganado la Copa, estrecharon la mano de sus rivales, con quienes se intercambiaron las camisetas, y luego, antes de que se iniciase la ceremonia de entrega del trofeo, optaron por entrar en el vestuario. Porque si durante todo el partido les había extrañado la seriedad de Raúl y aquella tensión que traslucía su rostro, las lágrimas que había derramado al final y la prisa por abandonar el campo les había hecho pensar que algo grave ocurría.

Y más grave les pareció aún cuando lo vieron llorar desconsoladamente en el interior del vestuario, sentado en el banquillo y tapándose la cara con la camiseta con que acababa de jugar el partido.

No era propia del futbolista aquella actitud. El capitán le preguntó hasta tres veces qué le ocurría, pero no obtuvo respuesta. Uno a uno, los compañeros intentaron conocer los motivos de su desconsuelo, abrazándolo e invitándole a salir con ellos a recoger el trofeo por el que tanto habían luchado, pero él sólo negaba con la cabeza, en silencio, sin dejar de taparse la cara y llorar.

- Hay que salir a buscar la Copa -ordenó Hierro-. Es nuestra, Raúl.

- Vamos -animó Morientes.

- Adelante, amigo -Figo intentó ponerlo en pie.

- La gente espera -insistió Zidane-. Debemos salir.

- ¡Que no nos esperen! -gritó Casillas, animoso.

Pero Raúl se negó a moverse del banco, incapaz de cesar en su llanto. Tuvo que ser Del Bosque, entrando en el vestuario, quien ordenara a toda la plantilla regresar al césped, donde esperaba el público y los medios.

- Raúl no quiere, mister -informó Hierro-. No sabemos qué le ocurre.

- Ni yo tampoco -se encogió de hombros el entrenador-, pero es un profesional y actuará como tal. ¡Raúl: al campo!

El jugador no rechistó. Se secó las lágrimas con una toalla, se pasó la mano por los ojos y salió de los vestuarios, encabezando la piña formada por sus compañeros. Su seriedad era impresionante, el gesto adusto, el rostro dibujado de aristas, la sonrisa inexistente. Salió y esperó a que Hierro subiese al palco en busca de la Copa. Luego la levantó sin sonreír y la llevó entre sus manos mientras todo el equipo la ofrecía al público en el apresurado recorrido alrededor del terreno de juego. Y, nada más concluir el recorrido, sin atender a los periodistas que le acercaron sus micrófonos, volvió al vestuario donde, lenta y desganadamente, se duchó y comenzó a vestirse.

La plantilla regresó cuando ya estaba terminando de hacerse el nudo de la corbata. Seguía ensimismado y afligido, mortificado, sin decir palabra. En la barbilla, un temblor casi inapreciable contenía las lágrimas que estaban a punto de desbordarse.

- No puedes seguir así, niño. Necesitamos que nos digas qué está sucediendo -se le acercó Hierro, el capitán, abrazándolo y acariciándole la cabeza-. No puedes... Somos tus compañeros...

- Tus amigos -rectificó Zidane, acercándose.

- ¡Hemos ganado la Copa! -intentó alegrarle Roberto Carlos.

- ¡Sí! -gritó eufórico Pavón, abrazándose a Salgado.

- ¡Sí! -corearon todos-. ¡Somos los campeones!

- ¿No te parece cojonudo? -Morientes le palmeó la espalda-. ¡Es la mejor copa!

- No -musitó Raúl-. Para mí es la copa más triste.

Nunca hubo un vestuario más silencioso en una noche de triunfo. Los jugadores estaban eufóricos por la victoria pero a la vez cohibidos, sin ánimo para exteriorizar sus sentimientos. Se fueron duchando despacio, mientras en voz baja susurraban alientos de tristeza y ecos de preocupación. Algunos buscaron huir de la tensión explicando a quién dedicarían el triunfo; otros comentaban con palabras de hielo el peso de la tragedia en los momentos más inoportunos. Savio y Munitis preguntaron a Guti por qué no estaban allí el presidente, el director general y los entrenadores, cuando era costumbre compartir aquellos momentos con la plantilla, incluso para llevar a cabo el ritual de ducharlos, como en otras ocasiones. Guti, que conocía la casa como nadie, cabeceó:

- Están reunidos, seguro. Lo de Raúl debe de ser importante...

Volvieron sus ojos al delantero, que ya estaba vestido y sentado en el banco, mirando el suelo que sentía moverse bajo sus pies.

- Nunca lo vi así... -acertó a decir Solari-. Nunca sabés dónde se hace puta la vida...

Estaban terminando de vestirse cuando se abrió la puerta del vestuario. Los jugadores volvieron la cabeza y recibieron impresionados un cortejo de semblantes apagados, como si en verdad aquella hubiese sido una derrota o, como había dicho Raúl, la Copa más triste. El presidente y la junta directiva encabezaban un duelo formado por Valdano, Del Bosque, Grande y Chendo. Ni los masajistas ni los utileros dejaron de seguir ordenando sus materiales. En aquel silencio de luto, Florentino Pérez fue el primero en hablar.

- Atiéndanme ustedes, por favor -carraspeó antes de continuar-. En primer lugar queremos felicitarles por un triunfo tan trascendental para el Real Madrid. Toda la afición está muy satisfecha con ustedes, se lo aseguro. Celebran el triunfo aquí, en el estadio, y también en la Plaza de Cibeles y en millones de hogares en todo el mundo. Felicidades y muchas gracias. La compensación para todos nosotros es haber podido poner otra vez el escudo del Real en lo más alto; y para ustedes debe ser también un orgullo disfrutar de esa camiseta con que han hecho vibrar a medio mundo. Es la mejor compensación, la mejor. Pero también habrá otras, se lo prometo. Estamos felices hoy, otra vez, como tantas otras noches de gloria. Gracias y enhorabuena. Y ahora, una vez dicho esto, el director general, Jorge Valdano, quiere explicarles algo -miró a Valdano-. Jorge, tienes la palabra.

Valdano se adelantó un paso, carraspeó también y miró a Raúl, que permanecía con los ojos clavados en sus zapatos. Afirmó con la cabeza, con pesadumbre, y luego se enfrentó a los ojos de los jugadores, uno a uno.

- Nuestra felicitación ya ha sido expresada por el Presidente con la sintética y acertada concreción que caracteriza su modo expresivo. Por lo tanto, nada creo tener que añadir a ello. En todo caso parece preciso recordar que el fútbol es la excusa de nuestra vida y hoy esa excusa, otra vez, ha merecido la pena -guardó unos segundos de silencio, como buscando el modo de proseguir-. Pero a ninguno se nos oculta que hemos sido testigos de una aflicción tan incomprensible como justificada, se lo aseguro a ustedes, y por eso hemos decidido no guardar el secreto sobre la evidencia, sino comunicar una congoja compartida por todos y de la que, hasta ahora mismo, sólo el presidente, el propio Raúl y yo teníamos conocimiento. Intentaré ser lo más breve posible, aunque les ruego, a todos ustedes, la mayor discreción porque esperamos buscar pronto una solución que nos convenga a todos por igual.

- Dale, dale, boludo -pensó Solari inquieto-. Me dará un infarto...

- Los hechos son simples -continuó Valdano, cerrando los ojos y volviéndolos a abrir-: Un magnate italiano del mundo del automóvil, cuyo único soporte vital es la vanidad y se mueve por esa extraña musa del capricho, ha comprado un club de fútbol de la primera división italiana y quiere convertirlo en el mejor equipo de su país. Bueno, él dice que del mundo, pero esos afanes de grandeza son propios de los italianos millonarios, no cabe motivo para la preocupación. Pero el caso es que esta misma tarde, antes del partido, el representante de Raúl, el presidente y yo nos hemos reunido con ese magnate y ninguno hemos creído posible rechazar su oferta: cincuenta mil millones de pesetas por Raúl, trescientos millones de euros, y al jugador cinco mil millones al año por cada una de las siete temporadas del contrato que le propone. Ni el Real Madrid ni Raúl, hemos pensado todos, podían desoír una oferta tan espectacular...

Los jugadores se miraron más confundidos aún. Sólo Guti entendió los sentimientos que se estaban debatiendo en las tripas, el corazón y la cabeza de su compañero, arañándole las entrañas, y deseó no tener que encontrarse nunca en una situación así. No; no todo en la vida es el dinero, pensó. Pero no dijo nada.

- Lo que he de añadir -siguió Valdano su discurso-, es que ese magnate, como decía, es estrafalario y caprichoso. Y, fruto de tal esencia caprichosa, ha exigido incluir en el contrato dos cláusulas: la primera que, para que fuese efectivo el acuerdo, Raúl debía marcar hoy algún gol; y, en segundo lugar, que de esa cláusula no debía tener conocimiento nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el entrenador Vicente del Bosque. Antes del encuentro hemos pedido la conformidad de Raúl, transmitiéndole las ventajosas condiciones del acuerdo para el Club, así como los beneficiosos emolumentos para él que se contemplaban en el contrato. Y le hemos pedido que tomara la decisión por sí mismo, porque el Real Madrid estaba tan confundido como él ante tan dramático dilema. - Entonces, ¿has firmado? -preguntó Hierro a Raúl.

- A eso contestaré yo, Jorge -intervino el Presidente, adelantándose un paso. Florentino Pérez tomó una bocanada de aire, esperó unos segundos que parecieron interminables a cuantos escuchaban y dijo-: Todos conocemos a Raúl y sabemos lo que ha sufrido durante el partido. Hemos sido testigos ustedes y nosotros. Su responsabilidad le ha hecho pensar en el beneficio del club por encima de sus propios deseos, lo hemos visto sobre el césped esta noche, ¿verdad? Incluso el drama de tirar o no el penalti se reflejaba en su cara. A Valdano y a mí se nos ha hecho un nudo en la garganta, como supongo que comprenderán ustedes. Y lo más doloroso de todo era que no podíamos decirle a Del Bosque que encargase a otro jugador el lanzamiento. La verdad es que tanto Valdano como yo, lo hemos comentado ya ahí fuera, contábamos con que el jugador podía fallarlo deliberadamente para poder quedarse en el Real Madrid, pero una vez más ha demostrado su profesionalidad y el amor a este equipo, prefiriendo darle al Club una copa más que cumplir su sueño de continuar aquí. - Así es -afirmó Valdano-. Profesional y humanamente es un ejemplo. Mirarse en él es como compaginar la gloria con el poder.

- Bueno... -Raúl levantó la cabeza y se levantó, mirando a sus compañeros-. Lo cierto es que, bueno, he llegado a pensar en fallarlo. Pero también he pensado que estaba en juego la ilusión de todos vosotros y una operación económica trascendental para el Madrid. No he tenido valor para tirarlo fuera... - ¿O sea, que te vas? -quiso saber Hierro, interpretando la mirada de todos sus compañeros.

Y entonces Raúl afirmó con la cabeza, volvió a desplomarse en el banco del vestuario y se tapó de nuevo la cara con las manos.

- No puedo hacer otra cosa... Era incómodo aquel silencio. Algunos ojos se habían enrojecido por la rabia, otros se empezaban a vestir de agua. Un utilero rasgó la noche sacudiéndose sonoramente la nariz. Guti negó con la cabeza, como si desease creer que aquello era sólo una pesadilla, y Zidane se volvió despacio para tomar asiento junto a Raúl. Los directivos estaban dispuestos ya a retirarse del vestuario cuando el presidente, con los ojos turbados por un arrepentimiento sincero, dijo:

- Ahora comprendo el mal que le hemos hecho al fútbol entre todos permitiendo que se haya convertido, además de un deporte, en un negocio -se lamentó-. Me gustaría pedir perdón por lo que a mí me corresponda de todo este tinglado, pero creo que ahí afuera nadie lo comprendería... Ninguno de mis colegas...

Jorge Valdano sabía que ya nada tenía que hacer allí y abandonó el vestuario, desolado. Por el pasillo, mientras se alejaba lentamente, caminando con la cabeza baja, buscaba una fórmula para deshacer aquel contrato maldito, una fórmula que satisficiera por igual los caprichos del italiano y las ilusiones del Real Madrid y de los suyos, incluido el jugador. Porque estaba seguro de que la encontraría.

Y, sobre todo, pensando en el modo de secar las lágrimas de Raúl, porque la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche...

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El 13 de Septiembre de 1903, un representativo enviado por la Liga Uruguaya de Fútbol a Buenos Aires, le ganó al combinado de Argentina por 3 a 2 siendo la primera victoria uruguaya, a nivel selección, ante sus clásicos rivales.
El partido, que se realizó en un campo de juego ubicado en el predio de la Sociedad Hípica Argentina, en Palermo, fue como revancha del que habían disputado, apenas unas semanas antes, los mencionados equipos, en Montevideo, donde los nuestros golearon ¡6 a 0!
Lo curioso es que por lo abultado de la derrota como locales, y ante la proximidad del viaje a Buenos Aires para el desquite, los clubes charrúas no quisieron ceder sus jugadores para el cruce del Río de La Plata.
Fue así que Uruguay trajo como integrantes de la delegación solamente a jugadores del Club Nacional de Football, el único club que pensó que la historia podría tener un final feliz.
El triunfo de Uruguay se debió a la efectividad de los hermanos Céspedes, Carlos y Bolívar. Fueron imparables. Carlos Céspedes convirtió 2 tantos mientras que Bolívar concretó el restante.
Dos años más tarde, los hermanos Céspedes fallecieron víctimas de una epidemia de viruela que asoló el Uruguay.

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A Messi sólo se le para con una escopeta. O con un marcaje doble. Así lo frenó Hiddink anoche en el Camp Nou.

(FABIO CAPELLO, entrenador de la selección inglesa, en "Marca", 30/04/09)

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Gané la primera Copa Mundial en Suecia, además Pelé me debe mucho a mí, y su deuda comienza cuando lo autoricé en los años 50 para que fuera a Suecia.

(JOAO HAVELANGE, ex Presidente de la FIFA)

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