Tal vez la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche.
Cuando Fernando Hierro cayó en el área a la salida de un corner, derribado descaradamente por la brutal entrada de un defensa que llevaba el 5 a la espalda en lugar de un número asignado en la prisión de Alcatraz, como hubiese sido más acorde con la naturaleza de la agresión, a Raúl le dio tiempo para levantar los ojos hasta ellas y maldecir su suerte, antes de que el silbato del árbitro sonase larga y enérgicamente y su dedo índice apuntase el punto de penalti. Faltaban tres minutos para el final del partido y con ese gol el Real Madrid podía ganar la Copa otra vez. El estruendo de las gradas, celebrando la pena máxima, anticipando el tanto, lo ensordeció. Pero por su cabeza cruzó la más terrible de las sensaciones, la más amarga de las dudas, aquella de la que había logrado huir durante todo el partido aunque también era cierto que no había podido apartarla por completo de su pensamiento a lo largo de los casi noventa minutos jugados.
Se lo temía; y el temor no era infundado. Figo había sido sustituido poco antes, lesionado, y el gran capitán, maltrecho por la entrada de aquella mole incomprensiblemente libre de antecedentes penales, no podía tirar el penalti. Al comprenderlo fue cuando Raúl se echó las manos a la cara, para taparse el rostro y ocultar el dolor que lo embargaba, y aunque el mundo se había vestido de fiesta, él prefirió cerrar los ojos para no ver nada. Imaginó las caras de alegría de sus compañeros, que ya se estaban entrechocando las manos, esperanzados y emocionados: Helguera, Morientes, Makelele, Michel Salgado...; la sonrisa abierta y tensa de Roberto Carlos, juntando su mano a la de Solari; la seriedad trascendente de Zidane, que necesitaba ganar aquella Copa, un trofeo con el que había soñado toda la vida; el abrazo entre Íker Casillas y Pavón, allá al fondo, al otro lado del campo... Una explosión de esperanza tan profundamente marcada en el rostro de sus compañeros como en el de los millones de madridistas que permanecían allí en el estadio y también muy lejos, en sus casas o en torno a una barra de bar, al otro lado del televisor, al otro lado del universo. Eran unos momentos de máxima tensión en los que el mundo volvió sus ojos a aquel terreno de juego y a los jugadores blancos: un mundo que dejó de respirar y soportó expectante el prolongado instante de algarabía que se armó, como un castillo de fuegos artificiales, mientras el árbitro señalaba la falta. Un mundo que, a continuación, se detuvo como un navío atrapado en los hielos del Ártico para contemplar, inmóvil y silencioso, lo que instantes después habría de suceder.
Pero nadie lo miraba a él.
Sin apartarse aún las manos de la cara, Raúl comprendió al instante su drama: sin Figo en el campo ni Hierro en condiciones de hacerlo, él era el encargado de tirar el penalti. Así se había decidido en el vestuario y así se había ensayado en los entrenamientos. Pero él no podía tirarlo, él no... Por su cabeza pasó el demonio de la desdicha camino de consumar la peor de las tragedias, como si él fuese un barco deshabitado, a la deriva, devorado por la peste y el mundo un mar en calma incapaz de agitarse por el olor putrefacto de la epidemia. Sin ánimo para celebrar la falta final, aturdido y vencido por el destino mientras el masajista sacaba al gran capitán del campo para aliviar su dolor, se destapó la cara y miró hacia el banquillo. Del Bosque, en pie, le miraba desconcertado y fruncía el ceño, sin saber qué le ocurría al jugador. El pánico se había dibujado en la cara del jugador, como se marca el paso de los años o el dolor por la muerte de un ser querido, y su entrenador no comprendía por qué no compartía la euforia general, por qué no participaba de los sueños de todos sus compañeros. Alcanzar a entender qué era lo que le atormentaba era, en aquellos momentos, una pirueta intelectual imposible.
Vicente del Bosque cambió unas palabras con Grande, su segundo, y ambos afirmaron con la cabeza. Luego miró a Raúl y afirmó igualmente, alzando y bajando la cabeza. ¿Yo?, parecía preguntar el mejor jugador del mundo con los ojos; “Sí”, afirmó Del Bosque con la suya.
Y entonces, con la fuerza de una verdad irrebatible, el mundo se le cayó encima.
Durante el descanso, casi una hora antes, el entrenador había hablado con el jugador en un rincón del vestuario porque le daba la sensación de que no era el Raúl de las otras tardes, el jugador que con su actitud y su ánimo marcaba el termómetro del equipo. Había jugado bien, y se había esforzado durante todo el primer tiempo; pero las dos veces que pudo encarar y tirar a puerta prefirió pasar el balón a un compañero. De hecho, de uno de aquellas asistencias salió el gol de Morientes, el primero del partido. Pero Raúl, otra noche cualquiera, hubiese tirado él mismo a puerta. ¿Qué le sucedía?, quiso saber el entrenador. Pero los labios del jugador permanecieron sellados. Cuando Del Bosque le repitió la pregunta en la quietud de aquel rincón del vestuario, sólo dijo, con un hilo de voz, cuatro palabras:
- Nada. Todo va bien.
Pero no era verdad. Durante el segundo tiempo había luchado también, como siempre, pero los propios compañeros habían observado su falta de alegría, una actitud permanentemente triste y apesadumbrada, aunque a lo largo de todo el partido hubiese fintado, regateado, centrado y visto la jugada necesaria como en la mejor de sus tardes de fútbol. Pero no estaba cómodo, no; de aquello todos se habían dado cuenta. Por eso, cuando los rivales empataron el partido a la salida de una falta al borde del área, se redobló la preocupación en la mirada del delantero y los compañeros, al verla, comprendieron que algo le sucedía. Tal vez fuese la tensión de la gran final, quisieron creer algunos. O un disgusto familiar, pensaron otros; o acaso algún dolor muscular insoportable que ocultaba al cuerpo técnico para no perderse el partido, llegó a comentar el entrenador a Alfonso del Corral, el médico. Quién podía saberlo. Porque el pundonor, esa herencia recogida de Marquitos, Rial, Puskas, Di Stéfano, Pirri, Gento o Santillana, y de tantos y tantos otros grandes jugadores del Real, era la trinchera desde la que salía Raúl una y otra vez para doblegar a sus contrarios.
Pero ahora, cuando había llegado el momento crucial, la ocasión del lanzamiento del penalti que tendría que resolver el partido y dar la Copa al Real Madrid, todos los ojos se volvieron a él. Era extraño que todavía no se hubiera acercado al punto de penalti para disponerse a tirar la falta. No había corrido a buscar el balón, como otras veces, ni parecía querer asumir que estaba ante otro momento culminante de una carrera como la suya, llena de triunfos. Raúl parecía esconder su alma, rota como cristales de espejo, tras esas manos que le cubrían el rostro.
Fue Morientes quien le acercó la pelota y le habló al oído.
-Es tuya -Morientes se la entregó-. La vas a meter.
-Sí -respondió Raúl, sin convicción.
-Vamos...
Tomó el balón y caminó despacio a depositarlo en la cal marcada, como un sol de medianoche, a once metros de la portería. Lo acarició despacio antes de dejarlo en el punto de penalti, con el mimo con que se deposita un bebé dormido en la cuna, lenta y cansinamente, como por obligación, sin mirar a nadie, sin ver nada. Tenía los ojos perdidos, el rostro contraído, la mirada seca. Está raro Raúl esta noche, pensó Del Bosque desde el banquillo; lo va a fallar, pensaron Zidane y Solari, mirándose. Pero no dijeron nada.
En el palco, el Presidente y el Director General del Real Madrid cruzaron una mirada llena de sombras que nadie vio. Florentino Pérez y Jorge Valdano sabían lo que estaba ocurriendo, pero prefirieron no pensar en sus consecuencias. Sólo Valdano se metió un instante en la piel de Raúl y sintió un escalofrío que disimuló ajustándose el nudo de la corbata. La vida sabe elegir sus trampas, ¡la puta que me parió!, pensó mientras tragaba saliva y se pasaba la mano por la frente para aliviar el dolor que compartía con aquel jugador que era, sobre todo, su amigo.
Porque el dolor de Raúl era insoportable. Mientras se dirigió al punto de penalti, dejó el balón, lo afianzó y retrocedió unos pasos para golpear la bola, no pudo evitar pensar en lo que debía hacer. Y no estaba seguro de cuál era su deber. A veces el deber es un acto perverso y por eso la rebeldía no puede ser condenada. Hay ocasiones en que no es fácil delimitar dónde acaba el deber y dónde empieza la honestidad. Por una parte, se decía, debería intentar marcar el gol: tenía que concentrarse, tranquilizarse, golpear la pelota con la izquierda, su mejor pierna, y romper la red, sin darle al portero opción alguna; o también podría dar un pase a la red, como había visto hacer tantas veces a Butragueño, o había hecho él mismo. Pero por otra parte su deber era también fallar el penalti, utilizar su pierna derecha y golpear la pelota abajo, echando el cuerpo hacia delante, obligando al balón a salir alto, en dirección a la grada. Pero no. No podía hacer semejante cosa: él era un madridista de corazón, no se iba a permitir defraudar a los aficionados ni traicionarse a sí mismo de ese modo. Pero precisamente por ser madridista, precisamente por ello, debía fallarlo. ¿Cómo concebir la vida sin ser madridista, sin seguir rodeado de sus seguidores, para quienes creaba la magia de su arte cada tarde...? Pero si el balón entraba, si marcaba el gol de la victoria, ya nunca más podría presumir de su madridismo, durante muchos años tendría que ocultarlo, tantos como fuesen necesarios hasta que se olvidase lo sucedido. Pero si no entraba, si no marcaba el tanto, estaría traicionando también a sus compañeros, a su equipo y a todos los madridistas del mundo. Él mismo se odiaría por no haber conseguido ese gol.
Era verdad que aún quedaba una posibilidad, pensó durante unos segundos. Él podía fallar el penalti y de ese modo el partido continuaría con empate a uno. Más tarde, o en la prórroga, buscaría el modo de que su equipo marcase el definitivo tanto de la victoria. Pero, ¿y si no lo marcaba y era el rival quien conseguía el gol y se quedaba con la Copa? ¿Cómo perdonarse entonces el fallo deliberado del penalti? No podía ser. Tendría que intentar marcarlo, aunque hacerlo le acarrease un coste tan doloroso. Al fin y al cabo él era un profesional... Pero por otra parte, pensaba, él no era sólo un profesional, o un ídolo y todo lo que se quisiese decir: sobre todo era un ser humano, un hombre que no podría seguir viviendo si marcaba ese gol. Pero, ¿acaso podría seguir viviendo con la conciencia tranquila si no lo marcaba?
¿Por qué le tenía que suceder a él, precisamente a él, que siempre había soñado con ser lo que era, por estar donde estaba, por reír, llorar, disfrutar y sufrir con las peripecias de su equipo, por aquella camiseta blanca coronada por el escudo más hermoso del mundo? ¿Por qué ahora el destino lo colocaba en la irreversibilidad de una situación definitiva, entre los lindes de un dilema que se alimentaba de su propia esencia irresoluble? Aquella duda que Shakespeare puso en boca de Hamlet le parecía una broma barata en comparación con la que ahora vivía él: la de marcar un gol o no marcarlo. Al fin y al cabo Hamlet sólo dudaba entre ser o no ser, que era algo así como morir o no morir, esa era la cuestión. Pero lo suyo era mucho más grave: se trataba de marcar o no marcar, esto es, de seguir viviendo, pero de un modo o de otro muy diferente. No todas las vidas son iguales: unas merecen la pena ser vividas; otras son calderilla y cera usada. Frente a la duda que quebraba su espíritu, el hamletiano dilema del ser o no ser era una nimiedad, una cuestión menor. Al final, todos hemos de morir, ¿no? Pero la suya, en cambio, era algo más que una duda existencial. ¿O es que cabe duda mayor que la de amar o no amar cuando el amor es la única razón para vivir?
Miraba el balón y el inmenso hueco que quedaba entre el portero y el poste. Por ahí entraría el balón, como un soplo del diablo, si se decidía a transformar en gol el lanzamiento del penalti. No se lo pararía aquel portero: ni siquiera lo vería pasar. Ni tampoco llegaría a tiempo de detener el balón aunque el instinto lo impulsase a tirarse hacía allí. Junto a la cepa del poste no caben ni las manos más pequeñas, las manos de la lluvia de las que habla el poema de E. E. Cummings. Ni siquiera la lluvia tiene las manos tan pequeñas, decía el poeta... Por ahí entraría...
Pero había otro inmenso hueco, hacia fuera, precisamente entre el larguero y lo más alto de la grada, o entre el poste y el banderín del corner, tan grande que allí podía Satán instalar la carpa de la eternidad. También podría tirarlo por allá, lo más lejos posible del mundo de los sueños, y entonces no, no sería gol.
El silencio del mundo le dolía en los oídos como hiere la soledad en alta mar durante la medianoche. Millones de miradas estaban fijas en él, con la respiración contenida y el peso de una tonelada de mariposas negras aleteando para nublarle la vida. Miradas vivas, de hoguera, ardientes; y al mismo tiempo gélidas, atemorizadas, posadas sobre un hombre que no podía mirar ni pensar con claridad.
La idea de meter el gol era, sin embargo, la que empezó a crecer en su estómago con más fuerza. El sacrificio es necesario cuando la causa es justa, se dijo. Él se sentiría morir, se ahogaría en el desamor, pero tenía que entregar su porvenir a cambio del triunfo del equipo, debía cambiar su futuro por la desgracia propia que le arrebataría lo que más quería. El Real no era para él sólo un equipo de fútbol, ni una religión, ni siquiera una filosofía. Era más: el Real Madrid era un castillo construido piedra a piedra durante cien años que ahora estaba en sus manos defender o rendir; un palacio grandioso cuyos cimientos dependían esa noche de su voluntad; un imperio aferrado por unos momentos a la bota de su pie izquierdo. Y no podía traicionarlo.
Miró uno por uno a sus compañeros, que bordeaban el área: algunos lo miraban también a él, expectantes; otros escondían los ojos para no ver lo que iba a suceder y se juntaban a un rival, presionándolo, como les habían enseñado. Miró hacia el banquillo, y vio gestos de ánimo en los restantes miembros de la plantilla; y comprendió la mirada preocupada de los técnicos, quienes no entendían la actitud vacilante del jugador, la zozobra en que se asfixiaba. Finalmente miró hacia las gradas, donde estaban puestos de pie los aficionados, con los ojos asustados unos y confiados otros, en silencio, como si se fuese a oficiar la ceremonia de una inhumación o a practicarse una operación quirúrgica de máximo riesgo. Y por último miró al portero rival, que también lo miraba a él, componiendo el odio falso y artificial del portero al delantero ante el lanzamiento del penalti, ese gesto duro y desafiante, pretendidamente burlesco y amedrentador, aprendido en la escuela de interpretación de la vida en los primeros partidos de fútbol jugados con los otros chicos del barrio en las calles enfangadas del suburbio o el arrabal. Raúl sonrió al portero, como para demostrarle que conocía el falso color de ese gesto ensayado, y miró el balón que permanecía inmóvil a sus pies, esperando el golpe brusco que lo empujara a iniciar el viaje final que le llevaría a cumplir su misión.
Una vez más quiso pensar si habría de fallar o no fallar el tiro, pero la idea de ofrendarse al Real Madrid ya había ganado el partido que Raúl estaba jugando contra sí mismo. Era la víctima que ahora necesitaba el equipo y él no dejaría de ser lo que siempre había sido. Se ahogaría en la pena después, lo sabía, pero también había aprendido que sin honestidad y profesionalidad no se merece ser nada, y menos aún madridista. Así es que llenó los pulmones de aire, inició la carrera, se volcó sobre el balón y su pierna izquierda lanzó un relámpago de furia que voló hacia la cumbre de la montaña más alta del mundo, allá donde se tejen las cuerdas de la red que pesca el alimento de los hombres.
El clamor confundió a las aves del paraíso, que cantaron antes que el gallo, pensando en un amanecer anticipado. El griterío por el gol conseguido por Raúl desgarró las gargantas de medio mundo. Los saltos, los abrazos y las lágrimas fueron una epidemia de la que no quedó nadie sin contagiarse. Y la emoción corrió de piel en piel, de lágrima en lágrima, como el anuncio de un armisticio. Él, en cambio, ni siquiera alzó los brazos. Se besó el anillo, bajó la cabeza y se dirigió al banquillo, liberándose como pudo de los abrazos de sus compañeros; y pidió el cambio. Del Bosque aceptó y ordenó a Guti saltar al césped. Raúl, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigió al vestuario sin esperar el final del partido.
El desconcierto fue general entre los compañeros, los aficionados y los medios de comunicación. Los jugadores salvaron sin grandes esfuerzos los pocos minutos de juego que quedaron hasta que el árbitro dio por finalizada la contienda y los periodistas de prensa, radio y televisión no hicieron otra cosa que preguntarse qué le había sucedido al jugador, lanzando al aire opiniones tan bienintencionadas como descabelladas, apelando a la emoción que lo había derrumbado, conjeturando una posible y prematura retirada del fútbol o imaginando una lesión al lanzar el penalti. Los propios compañeros apenas celebraron el final del partido. Sonrieron, felicitándose por haber ganado la Copa, estrecharon la mano de sus rivales, con quienes se intercambiaron las camisetas, y luego, antes de que se iniciase la ceremonia de entrega del trofeo, optaron por entrar en el vestuario. Porque si durante todo el partido les había extrañado la seriedad de Raúl y aquella tensión que traslucía su rostro, las lágrimas que había derramado al final y la prisa por abandonar el campo les había hecho pensar que algo grave ocurría.
Y más grave les pareció aún cuando lo vieron llorar desconsoladamente en el interior del vestuario, sentado en el banquillo y tapándose la cara con la camiseta con que acababa de jugar el partido.
No era propia del futbolista aquella actitud. El capitán le preguntó hasta tres veces qué le ocurría, pero no obtuvo respuesta. Uno a uno, los compañeros intentaron conocer los motivos de su desconsuelo, abrazándolo e invitándole a salir con ellos a recoger el trofeo por el que tanto habían luchado, pero él sólo negaba con la cabeza, en silencio, sin dejar de taparse la cara y llorar.
- Hay que salir a buscar la Copa -ordenó Hierro-. Es nuestra, Raúl.
- Vamos -animó Morientes.
- Adelante, amigo -Figo intentó ponerlo en pie.
- La gente espera -insistió Zidane-. Debemos salir.
- ¡Que no nos esperen! -gritó Casillas, animoso.
Pero Raúl se negó a moverse del banco, incapaz de cesar en su llanto. Tuvo que ser Del Bosque, entrando en el vestuario, quien ordenara a toda la plantilla regresar al césped, donde esperaba el público y los medios.
- Raúl no quiere, mister -informó Hierro-. No sabemos qué le ocurre.
- Ni yo tampoco -se encogió de hombros el entrenador-, pero es un profesional y actuará como tal. ¡Raúl: al campo!
El jugador no rechistó. Se secó las lágrimas con una toalla, se pasó la mano por los ojos y salió de los vestuarios, encabezando la piña formada por sus compañeros. Su seriedad era impresionante, el gesto adusto, el rostro dibujado de aristas, la sonrisa inexistente. Salió y esperó a que Hierro subiese al palco en busca de la Copa. Luego la levantó sin sonreír y la llevó entre sus manos mientras todo el equipo la ofrecía al público en el apresurado recorrido alrededor del terreno de juego. Y, nada más concluir el recorrido, sin atender a los periodistas que le acercaron sus micrófonos, volvió al vestuario donde, lenta y desganadamente, se duchó y comenzó a vestirse.
La plantilla regresó cuando ya estaba terminando de hacerse el nudo de la corbata. Seguía ensimismado y afligido, mortificado, sin decir palabra. En la barbilla, un temblor casi inapreciable contenía las lágrimas que estaban a punto de desbordarse.
- No puedes seguir así, niño. Necesitamos que nos digas qué está sucediendo -se le acercó Hierro, el capitán, abrazándolo y acariciándole la cabeza-. No puedes... Somos tus compañeros...
- Tus amigos -rectificó Zidane, acercándose.
- ¡Hemos ganado la Copa! -intentó alegrarle Roberto Carlos.
- ¡Sí! -gritó eufórico Pavón, abrazándose a Salgado.
- ¡Sí! -corearon todos-. ¡Somos los campeones!
- ¿No te parece cojonudo? -Morientes le palmeó la espalda-. ¡Es la mejor copa!
- No -musitó Raúl-. Para mí es la copa más triste.
Nunca hubo un vestuario más silencioso en una noche de triunfo. Los jugadores estaban eufóricos por la victoria pero a la vez cohibidos, sin ánimo para exteriorizar sus sentimientos. Se fueron duchando despacio, mientras en voz baja susurraban alientos de tristeza y ecos de preocupación. Algunos buscaron huir de la tensión explicando a quién dedicarían el triunfo; otros comentaban con palabras de hielo el peso de la tragedia en los momentos más inoportunos. Savio y Munitis preguntaron a Guti por qué no estaban allí el presidente, el director general y los entrenadores, cuando era costumbre compartir aquellos momentos con la plantilla, incluso para llevar a cabo el ritual de ducharlos, como en otras ocasiones. Guti, que conocía la casa como nadie, cabeceó:
- Están reunidos, seguro. Lo de Raúl debe de ser importante...
Volvieron sus ojos al delantero, que ya estaba vestido y sentado en el banco, mirando el suelo que sentía moverse bajo sus pies.
- Nunca lo vi así... -acertó a decir Solari-. Nunca sabés dónde se hace puta la vida...
Estaban terminando de vestirse cuando se abrió la puerta del vestuario. Los jugadores volvieron la cabeza y recibieron impresionados un cortejo de semblantes apagados, como si en verdad aquella hubiese sido una derrota o, como había dicho Raúl, la Copa más triste. El presidente y la junta directiva encabezaban un duelo formado por Valdano, Del Bosque, Grande y Chendo. Ni los masajistas ni los utileros dejaron de seguir ordenando sus materiales. En aquel silencio de luto, Florentino Pérez fue el primero en hablar.
- Atiéndanme ustedes, por favor -carraspeó antes de continuar-. En primer lugar queremos felicitarles por un triunfo tan trascendental para el Real Madrid. Toda la afición está muy satisfecha con ustedes, se lo aseguro. Celebran el triunfo aquí, en el estadio, y también en la Plaza de Cibeles y en millones de hogares en todo el mundo. Felicidades y muchas gracias. La compensación para todos nosotros es haber podido poner otra vez el escudo del Real en lo más alto; y para ustedes debe ser también un orgullo disfrutar de esa camiseta con que han hecho vibrar a medio mundo. Es la mejor compensación, la mejor. Pero también habrá otras, se lo prometo. Estamos felices hoy, otra vez, como tantas otras noches de gloria. Gracias y enhorabuena. Y ahora, una vez dicho esto, el director general, Jorge Valdano, quiere explicarles algo -miró a Valdano-. Jorge, tienes la palabra.
Valdano se adelantó un paso, carraspeó también y miró a Raúl, que permanecía con los ojos clavados en sus zapatos. Afirmó con la cabeza, con pesadumbre, y luego se enfrentó a los ojos de los jugadores, uno a uno.
- Nuestra felicitación ya ha sido expresada por el Presidente con la sintética y acertada concreción que caracteriza su modo expresivo. Por lo tanto, nada creo tener que añadir a ello. En todo caso parece preciso recordar que el fútbol es la excusa de nuestra vida y hoy esa excusa, otra vez, ha merecido la pena -guardó unos segundos de silencio, como buscando el modo de proseguir-. Pero a ninguno se nos oculta que hemos sido testigos de una aflicción tan incomprensible como justificada, se lo aseguro a ustedes, y por eso hemos decidido no guardar el secreto sobre la evidencia, sino comunicar una congoja compartida por todos y de la que, hasta ahora mismo, sólo el presidente, el propio Raúl y yo teníamos conocimiento. Intentaré ser lo más breve posible, aunque les ruego, a todos ustedes, la mayor discreción porque esperamos buscar pronto una solución que nos convenga a todos por igual.
- Dale, dale, boludo -pensó Solari inquieto-. Me dará un infarto...
- Los hechos son simples -continuó Valdano, cerrando los ojos y volviéndolos a abrir-: Un magnate italiano del mundo del automóvil, cuyo único soporte vital es la vanidad y se mueve por esa extraña musa del capricho, ha comprado un club de fútbol de la primera división italiana y quiere convertirlo en el mejor equipo de su país. Bueno, él dice que del mundo, pero esos afanes de grandeza son propios de los italianos millonarios, no cabe motivo para la preocupación. Pero el caso es que esta misma tarde, antes del partido, el representante de Raúl, el presidente y yo nos hemos reunido con ese magnate y ninguno hemos creído posible rechazar su oferta: cincuenta mil millones de pesetas por Raúl, trescientos millones de euros, y al jugador cinco mil millones al año por cada una de las siete temporadas del contrato que le propone. Ni el Real Madrid ni Raúl, hemos pensado todos, podían desoír una oferta tan espectacular...
Los jugadores se miraron más confundidos aún. Sólo Guti entendió los sentimientos que se estaban debatiendo en las tripas, el corazón y la cabeza de su compañero, arañándole las entrañas, y deseó no tener que encontrarse nunca en una situación así. No; no todo en la vida es el dinero, pensó. Pero no dijo nada.
- Lo que he de añadir -siguió Valdano su discurso-, es que ese magnate, como decía, es estrafalario y caprichoso. Y, fruto de tal esencia caprichosa, ha exigido incluir en el contrato dos cláusulas: la primera que, para que fuese efectivo el acuerdo, Raúl debía marcar hoy algún gol; y, en segundo lugar, que de esa cláusula no debía tener conocimiento nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el entrenador Vicente del Bosque. Antes del encuentro hemos pedido la conformidad de Raúl, transmitiéndole las ventajosas condiciones del acuerdo para el Club, así como los beneficiosos emolumentos para él que se contemplaban en el contrato. Y le hemos pedido que tomara la decisión por sí mismo, porque el Real Madrid estaba tan confundido como él ante tan dramático dilema. - Entonces, ¿has firmado? -preguntó Hierro a Raúl.
- A eso contestaré yo, Jorge -intervino el Presidente, adelantándose un paso. Florentino Pérez tomó una bocanada de aire, esperó unos segundos que parecieron interminables a cuantos escuchaban y dijo-: Todos conocemos a Raúl y sabemos lo que ha sufrido durante el partido. Hemos sido testigos ustedes y nosotros. Su responsabilidad le ha hecho pensar en el beneficio del club por encima de sus propios deseos, lo hemos visto sobre el césped esta noche, ¿verdad? Incluso el drama de tirar o no el penalti se reflejaba en su cara. A Valdano y a mí se nos ha hecho un nudo en la garganta, como supongo que comprenderán ustedes. Y lo más doloroso de todo era que no podíamos decirle a Del Bosque que encargase a otro jugador el lanzamiento. La verdad es que tanto Valdano como yo, lo hemos comentado ya ahí fuera, contábamos con que el jugador podía fallarlo deliberadamente para poder quedarse en el Real Madrid, pero una vez más ha demostrado su profesionalidad y el amor a este equipo, prefiriendo darle al Club una copa más que cumplir su sueño de continuar aquí. - Así es -afirmó Valdano-. Profesional y humanamente es un ejemplo. Mirarse en él es como compaginar la gloria con el poder.
- Bueno... -Raúl levantó la cabeza y se levantó, mirando a sus compañeros-. Lo cierto es que, bueno, he llegado a pensar en fallarlo. Pero también he pensado que estaba en juego la ilusión de todos vosotros y una operación económica trascendental para el Madrid. No he tenido valor para tirarlo fuera... - ¿O sea, que te vas? -quiso saber Hierro, interpretando la mirada de todos sus compañeros.
Y entonces Raúl afirmó con la cabeza, volvió a desplomarse en el banco del vestuario y se tapó de nuevo la cara con las manos.
- No puedo hacer otra cosa... Era incómodo aquel silencio. Algunos ojos se habían enrojecido por la rabia, otros se empezaban a vestir de agua. Un utilero rasgó la noche sacudiéndose sonoramente la nariz. Guti negó con la cabeza, como si desease creer que aquello era sólo una pesadilla, y Zidane se volvió despacio para tomar asiento junto a Raúl. Los directivos estaban dispuestos ya a retirarse del vestuario cuando el presidente, con los ojos turbados por un arrepentimiento sincero, dijo:
- Ahora comprendo el mal que le hemos hecho al fútbol entre todos permitiendo que se haya convertido, además de un deporte, en un negocio -se lamentó-. Me gustaría pedir perdón por lo que a mí me corresponda de todo este tinglado, pero creo que ahí afuera nadie lo comprendería... Ninguno de mis colegas...
Jorge Valdano sabía que ya nada tenía que hacer allí y abandonó el vestuario, desolado. Por el pasillo, mientras se alejaba lentamente, caminando con la cabeza baja, buscaba una fórmula para deshacer aquel contrato maldito, una fórmula que satisficiera por igual los caprichos del italiano y las ilusiones del Real Madrid y de los suyos, incluido el jugador. Porque estaba seguro de que la encontraría.
Y, sobre todo, pensando en el modo de secar las lágrimas de Raúl, porque la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche...
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