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El jugador de fútbol (Mauricio Zavala - México)


Jugar al fútbol y que te den dinero por ello está muy cerca de ser el sueño perfecto para la mayoría de la población masculina a nivel mundial. En las oficinas, cuando un empleado se siente atrapado entre cuatro paredes, no hay mejor solución que la de tomar cualquier cosa que pueda ser pateada y cerrar los ojos unos cuantos segundos para sentir que se está sobre una cancha de fútbol, pasando a segundo plano si el escenario es un campo de verde pasto o un auténtico lodazal.

El timbre que anuncia el receso en las escuelas primarias y secundarias no es sino la primera llamada para el enfrentamiento próximo a iniciar. Los parques públicos aún sin tener un calendario en toda forma saben que en la naturaleza del ser humano se encuentra el utilizar las horas supuestamente destinadas a la comida para disputar un cotejo apasionante y en el que los más desfavorecidos se olvidan de sus penas para volar como el más grande de los arqueros o para driblar al más puro estilo del más renombrado de los jugadores brasileños del momento. Pasar largos minutos pegado a ese mágico objeto redondo, patearlo y dejarte llevar por su seductora esencia es la ilusión de cualquiera, todavía más cuando recibes ingresos por ello.

Se dice que una cantidad considerable de quienes vamos a un estadio lo hacemos por el deseo de entregar, al menos por 90 minutos, nuestra responsabilidad de librar una batalla diaria en el talento y debilidades de once seres humanos. Quizás sin entenderlo del todo, cada futbolista carga sobre sus espaldas con la esperanza de cada uno de los seguidores que asistió a apoyarlo, además de las de otros tantos millones que siguen las incidencias de un cotejo a través de los diversos medios de comunicación. Y eso, permitir que otro hiciera maravillas con la pelota, es lo que yo permití hace algunos años, en los que me decidí a estar muy al pendiente de las andanzas de un jugador que se salía de la norma, que amaba al deporte más popular del planeta por encima de cualquier cosa.

El silbatazo inicial

Cuando menos me lo esperaba, y pensando que ya lo había visto todo en materia de fútbol, me topé con Juan Ramírez Bustos, hombre de baja estatura, de personalidad agradable para sus seguidores y con un talento natural para establecer un romance con la pelota. Ahí estaba él, sobre la cancha, dominando la redonda y disfrutando cada instante en el que el balón se convertía en una extensión de su cuerpo. Los ojos de nosotros, los aficionados, se negaban a parpadear con tal de no perdemos un solo detalle de lo que ocurría frente a nosotros.

Para abajo, para arriba; hacia la izquierda, hacia la derecha, de nuevo para arriba... y se viene el remate espectacular, la chilena letal con una dirección precisamente calculada para que el balón no vaya más allá de las peculiares redes. Incluso si quienes lo vimos hubiéramos tenido papel y pluma a la mano, nos hubiera costado trabajo diagramar cada uno de los movimientos realizados por uno de esos jugadores que en cuestión de segundos te atrapa para siempre y te obliga a volver al campo de juego.

La curiosidad hizo que, por separado, cada uno de los que observábamos su accionar investigáramos aún más detalles sobre él, pues hasta antes del partido que libró frente a nuestros ojos no había hecho absolutamente nada, ni siquiera existía en la inmensa masa de habitantes de la Ciudad de México.

Minuto 45

Días más tarde, aprovechando que gozaba de un tiempo libre, volví para disfrutar del espectáculo. No sabía si lo encontraría, pues es natural el temor a que una experiencia se convierta en rutina a partir de la segunda ocasión. Pero no fue así: disfruté, de nueva cuenta, sus malabares con la pelota y volví a desear sentirme tan libre como ese individuo al que le bastaba el talento con las piernas para ganarse la vida en las transitadas y contaminadas calles del Distrito Federal.

Ahí estaba él, con la de gajos en los pies y con un cronómetro incrustado en el cerebro para saber con exactitud cuándo debía comenzar su número artístico-deportivo y cuándo finalizarlo con el remate espectacular que llevaría el balón justo a la caja o a la cubeta que él utilizaba como destino final para un balón que ya no sufría al estar en las redes ficticias; prefería aguardar con paciencia a que el semáforo volviera a ponerse en rojo y así reanudar la acción.

De tanto pensar en el talento futbolístico de ese singular jugador, no atiné a darle la moneda que consideraba merecida para su talento. Bueno... en realidad la que podía darle, porque si tuviera que ver con auténticos merecimientos habría cambiado la recompensa de diez pesos por un billete de alto valor.

Curioso que de un día para otro me gustara ver el alto en el semáforo. Y varios más pensaban como yo, pues aunque no lo dijeran expresamente, la velocidad de los automóviles que conocían el espectáculo casi gratuito que estaban por ver disminuía radicalmente en esa cuadra en la que se mezclaba el amor por los deportes y la nostalgia de saber que grandes talentos deportivos se pierden entre la pobreza y la desigualdad que a diario azota a nuestro país.

Minuto 80

Confieso que nunca antes me había inquietado la idea de establecer una relación más estrecha con limosneros. La sociedad y el entorno nos enseñan a desconfiar de ellos, a pensar que son personas irresponsables que prefieren abrir la palma de la mano para exigir lo que ellos no son capaces de generar con su trabajo. Pero de muy poco me importaron los paradigmas y decidí entablar una conversación con Juan Ramírez. En esa primera plática, en la que él se mostraba algo apurado por seguir visitando a los automovilistas antes de que apareciera la señal de siga en el semáforo, fue como supe su nombre.

En los días siguientes, busqué cualquier pretexto para pasar por esa calle, ubicada al Sur de la mal llamada "Ciudad de la Esperanza". Estoy seguro que ustedes, como yo, saben que dominar la pelota no siempre es garantía de ser un jugador práctico y útil para los principios colectivos, por lo que no aguanté las ganas de preguntarle si jugaba partidos en algún lado. Y sí: lo hacía una o dos veces por semana, al igual que los futbolistas profesionales. Le pregunté dónde y así fue como supe cuál iba a ser mi lugar de destino el siguiente domingo por la mañana.

Llegué al lugar de la cita no pactada y noté, a golpe de vista, que no era el único que estaba siguiendo sus pasos. Un grupo nutrido de cerca de 50 personas se encontraba alrededor de la cancha de tierra en la que estaba por escenificarse una nueva batalla. Miré hacia uno y otro lado hasta encontrar a Juan Ramírez, quien había dejado de lado sus pantalones rotos y sus tenis polvorientos, para colocarse un uniforme blanquiazul de marca desconocida, más adelante sabría que esa indumentaria correspondía a los Coyotes, y unos tachones de fútbol que se veían desgastados y, casi con seguridad, malolientes.

Ya el tablero y sus piezas estaban dispuestos para que se produjera el pitido inicial. Los Coyotes y las Panteras se medían en un torneo que nunca pensé que llegaría a importarme; es más, hasta antes de toparme con Juan Ramírez ni siquiera contemplé la posibilidad de saber el nombre de una competencia destinada a perderse en el anonimato, tal como sucede con la gran cantidad de justas que no cuentan con una cobertura mediática.

A la distancia, escuché el sonido emitido por el silbato del árbitro para dar inicio a las hostilidades. Lo que a continuación presencié me dejó extasiado y con ganas de entrar al terreno de juego para ser uno más de los actores secundarios que engalanaban la enorme capacidad de esa persona que a diario viajaba con un balón para intentar ganarse la vida y lograr que los automovilistas que pasaran por su zona de trabajo se dignaran a darle unas cuantas monedas.

Fue en el primer cuarto de hora cuando el número diez de los Coyotes tomó la pelota desde la cintura del campo, se quitó a un par de hombres y enfiló hacia la medialuna, donde sacó imponente disparo para estremecer las redes y generar los aplausos de los presentes. El equipo rival tuvo más poder de respuesta que el que yo esperaba. Diez minutos después de que se abriera el marcador, un error del arquero blanquiazul permitió que los cartones se emparejaran.

El tiempo de la primera mitad se consumía. Ramírez había estado muy activo. Lanzaba pases a profundidad con precisión milimétrica y lo mismo driblaba con la pierna derecha que con la izquierda; sin embargo, el cancerbero de las Panteras aprovechaba la poca eficacia de la delantera oponente para congelar el peligro y así perfilar que su escuadra no se fuera perdiendo al entretiempo.

Y llegó el segundo chispazo, la jugada genial. Ya con el silbante mirando su cronómetro, apareció el limosnero mencionado para tomar la pelota en tres cuartos de cancha, quebrarle la cintura a un marcador, enfilar hacia línea de fondo y mandar diagonal retrasada para que uno de sus coequiperos simplemente empujara la pelota hasta el fondo de la malgastada puerta enemiga. Hora de ir a un descanso más breve de lo acostumbrado, pues el hombre de negro advirtió con la mano a los jugadores que debían apurarse para que el otro cotejo programado empezara sin alteración alguna.

La tentación de ir a saludar a quien en cierta forma se estaba convirtiendo en mi obsesión futbolística rondó mi mente. Lo medité y decidí que era mejor esperar a que concluyera el duelo. Además, por más buen jugador que fuera, me negaba a entablar una relación estrecha o de admiración hacia alguien que pedía dinero en la calle y que, con toda seguridad, tendría cualquier cantidad de vicios.

En cuanto iniciaron los últimos cuarenta y cinco minutos, me quedó claro que la misión del equipo contrario al de Juan consistía en golpearlo hasta que dejara de tener tanta movilidad. Y lo consiguieron, pues después de un destacado regate de izquierda a derecha, el número cinco rival le realizó una fuerte plancha al tobillo derecho. Ramírez se incorporó, pero a partir de ese momento -minuto 60 de tiempo corrido- no volvió a ser el mismo, aunque permaneció en el terreno de juego ante la inexistencia de sustitutos en el banquillo. Gajes del balompié llanero...

El panorama se ensombreció aún más. A falta de cerca de diez minutos para el desenlace, las Panteras empujaron hasta conseguir el tanto que devolvía la paridad al marcador. Entretanto, el objetivo de mi visita cojeaba notablemente y tocaba muy esporádicamente la pelota.

Un tanto decepcionado por el empate, reflexionaba sobre quedarme o no para charlar con el mejor futbolista ambulante que había visto en mi vida. Y así fue, en ese preciso parpadeo mental, en el que debió empezar a gestarse la más grande demostración de talento y capacidad que me haya tocado ver en vivo. Cuando yo reaccioné, la de gajos estaba en tres cuartos de cancha por la izquierda. El ocho de los Coyotes engaño a su marcador con un pique fingido hacia el centro para de inmediato profundizar por el mismo carril y mirar con fugaz velocidad hacia el área. A primera vista, pensé que la de gajos iba hacia el rematador que se encontraba colocado por el área penal. Pero no... la pelota iba más atrasada, hacia un jugador que cojeando iba hacia ella. A continuación, Ramírez, ante lo difícil de rematar de volea, se colocó de espaldas y desafió las leyes de la gravedad al suspenderse en el aire y conectar con pierna zurda un balón que terminó incrustándose en el ángulo superior izquierdo de la meta enemiga. No hubo tiempo para más. Todos, incluido el arbitro, queríamos irnos con esa épica estampa futbolera, con esa imagen que de haber sido realizado entre equipos profesionales habría quedado guardada para siempre como una de las más hermosas en la historia del balompié.

Minuto 90

Esperé a que la gente se dispersara y a que la atención se centrara en el enfrentamiento que estaba por comenzar. Seguí con la vista a Juan Ramírez, quien solamente se había limpiado el sudor con la misma toalla con la que lo hacía en el día a día en su vida de limosnero y tomado una bolsa de plástica en la que llevaba su balón y sus tachones, de los cuales ya se había despojado para volver a sus polvorientos tenis. Le fui dando alcance de a poco hasta que él mismo disminuyó la velocidad. Lo felicité por el partido y le pregunté por qué no iba a probarse a un equipo profesional. Se limitó a esbozar una sonrisa y a apurar el paso, como si tuviera algo de prisa. Lo dejé de ir, pero después de que el diera dos o tres pasos, volví a llamarle al tiempo que, impulsado por el sentimiento natural de un aficionado que tiene a un ídolo sobre el campo de juego, sacaba los dos únicos billetes de quinientos pesos que traía en la cartera y se los ofrecía. Sus palabras me dejaron una lección de vida, de amor al arte. "Gracias, pero no se lo voy a aceptar. Yo no quiero ser profesional, no quiero ganar montones de dinero. Sólo quiero jugar y tener lo elemental para vivir. Pido cinco o diez pesos a la gente, pero nada más, porque lo demás me lo da el fútbol".

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Los uruguayos Ángel Romano y José Piendibene y el chileno Sergio Livingstone figuran entre los nombres para el recuerdo de la Copa América. Piendibene fue el autor del primer gol del torneo, anotado al chileno Manuel Guerrero el 2 de Julio de 1916.
Por su parte, Ángel Romano (Uruguay) es el futbolista que más títulos ha ganado: cinco (1916, 1917, 1920, 1924 y 1926) y el que más torneos ha disputado: ocho (1916, 1917, 1919, 1920, 1921, 1922, 1924 y 1926).
El ex arquero chileno Sergio Livingstone (foto) tiene el honor de ser el jugador que ha participado en más partidos: 34 partidos entre 1941 y 1953.
Siguiendo con los números, la mayor goleada se produjo en Uruguay 42. Argentina derrotó a Ecuador por 12-0; mientras la mejor media goleadora la tiene Brasil, que en 1949 logró 48 goles en 8 encuentros, a una media de 5,75 por partido.

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Es un tipo que tiene mucha confianza en el jugador. Sabe cómo motivarlo. Te encontraba en el corredor y te decía: 'Mañana va a ser su gran día, usted va a ser el mejor. Somos los mejores y usted mañana lo va a demostrar'. Te incentivaba tanto que entrabas al campo de juego pensando que eras mejor que los demás.

(DANIEL BERTONI, Campeón Mundial en 1978, opinando sobre César Luis Menotti)

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Cuando se quiere hacer notar que algo es viejo, se dice que ese algo "es más viejo que la injusticia". O sea que la injusticia en el fútbol es más antigua que el fútbol mismo. Desde que existen el fútbol y la injusticia es que se dan partidos en los que un equipo supera ampliamente a otro pero se queda sin nada.

(JUAN JOSÉ PANNO, periodista argentino, fundador, docente y codirector de las escuelas de periodismo Tea y Deportea)

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La Copa más triste (Antonio Gómez Rufo - España)


Tal vez la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche.

Cuando Fernando Hierro cayó en el área a la salida de un corner, derribado descaradamente por la brutal entrada de un defensa que llevaba el 5 a la espalda en lugar de un número asignado en la prisión de Alcatraz, como hubiese sido más acorde con la naturaleza de la agresión, a Raúl le dio tiempo para levantar los ojos hasta ellas y maldecir su suerte, antes de que el silbato del árbitro sonase larga y enérgicamente y su dedo índice apuntase el punto de penalti. Faltaban tres minutos para el final del partido y con ese gol el Real Madrid podía ganar la Copa otra vez. El estruendo de las gradas, celebrando la pena máxima, anticipando el tanto, lo ensordeció. Pero por su cabeza cruzó la más terrible de las sensaciones, la más amarga de las dudas, aquella de la que había logrado huir durante todo el partido aunque también era cierto que no había podido apartarla por completo de su pensamiento a lo largo de los casi noventa minutos jugados.

Se lo temía; y el temor no era infundado. Figo había sido sustituido poco antes, lesionado, y el gran capitán, maltrecho por la entrada de aquella mole incomprensiblemente libre de antecedentes penales, no podía tirar el penalti. Al comprenderlo fue cuando Raúl se echó las manos a la cara, para taparse el rostro y ocultar el dolor que lo embargaba, y aunque el mundo se había vestido de fiesta, él prefirió cerrar los ojos para no ver nada. Imaginó las caras de alegría de sus compañeros, que ya se estaban entrechocando las manos, esperanzados y emocionados: Helguera, Morientes, Makelele, Michel Salgado...; la sonrisa abierta y tensa de Roberto Carlos, juntando su mano a la de Solari; la seriedad trascendente de Zidane, que necesitaba ganar aquella Copa, un trofeo con el que había soñado toda la vida; el abrazo entre Íker Casillas y Pavón, allá al fondo, al otro lado del campo... Una explosión de esperanza tan profundamente marcada en el rostro de sus compañeros como en el de los millones de madridistas que permanecían allí en el estadio y también muy lejos, en sus casas o en torno a una barra de bar, al otro lado del televisor, al otro lado del universo. Eran unos momentos de máxima tensión en los que el mundo volvió sus ojos a aquel terreno de juego y a los jugadores blancos: un mundo que dejó de respirar y soportó expectante el prolongado instante de algarabía que se armó, como un castillo de fuegos artificiales, mientras el árbitro señalaba la falta. Un mundo que, a continuación, se detuvo como un navío atrapado en los hielos del Ártico para contemplar, inmóvil y silencioso, lo que instantes después habría de suceder.

Pero nadie lo miraba a él.

Sin apartarse aún las manos de la cara, Raúl comprendió al instante su drama: sin Figo en el campo ni Hierro en condiciones de hacerlo, él era el encargado de tirar el penalti. Así se había decidido en el vestuario y así se había ensayado en los entrenamientos. Pero él no podía tirarlo, él no... Por su cabeza pasó el demonio de la desdicha camino de consumar la peor de las tragedias, como si él fuese un barco deshabitado, a la deriva, devorado por la peste y el mundo un mar en calma incapaz de agitarse por el olor putrefacto de la epidemia. Sin ánimo para celebrar la falta final, aturdido y vencido por el destino mientras el masajista sacaba al gran capitán del campo para aliviar su dolor, se destapó la cara y miró hacia el banquillo. Del Bosque, en pie, le miraba desconcertado y fruncía el ceño, sin saber qué le ocurría al jugador. El pánico se había dibujado en la cara del jugador, como se marca el paso de los años o el dolor por la muerte de un ser querido, y su entrenador no comprendía por qué no compartía la euforia general, por qué no participaba de los sueños de todos sus compañeros. Alcanzar a entender qué era lo que le atormentaba era, en aquellos momentos, una pirueta intelectual imposible.

Vicente del Bosque cambió unas palabras con Grande, su segundo, y ambos afirmaron con la cabeza. Luego miró a Raúl y afirmó igualmente, alzando y bajando la cabeza. ¿Yo?, parecía preguntar el mejor jugador del mundo con los ojos; “Sí”, afirmó Del Bosque con la suya.

Y entonces, con la fuerza de una verdad irrebatible, el mundo se le cayó encima.

Durante el descanso, casi una hora antes, el entrenador había hablado con el jugador en un rincón del vestuario porque le daba la sensación de que no era el Raúl de las otras tardes, el jugador que con su actitud y su ánimo marcaba el termómetro del equipo. Había jugado bien, y se había esforzado durante todo el primer tiempo; pero las dos veces que pudo encarar y tirar a puerta prefirió pasar el balón a un compañero. De hecho, de uno de aquellas asistencias salió el gol de Morientes, el primero del partido. Pero Raúl, otra noche cualquiera, hubiese tirado él mismo a puerta. ¿Qué le sucedía?, quiso saber el entrenador. Pero los labios del jugador permanecieron sellados. Cuando Del Bosque le repitió la pregunta en la quietud de aquel rincón del vestuario, sólo dijo, con un hilo de voz, cuatro palabras:

- Nada. Todo va bien.

Pero no era verdad. Durante el segundo tiempo había luchado también, como siempre, pero los propios compañeros habían observado su falta de alegría, una actitud permanentemente triste y apesadumbrada, aunque a lo largo de todo el partido hubiese fintado, regateado, centrado y visto la jugada necesaria como en la mejor de sus tardes de fútbol. Pero no estaba cómodo, no; de aquello todos se habían dado cuenta. Por eso, cuando los rivales empataron el partido a la salida de una falta al borde del área, se redobló la preocupación en la mirada del delantero y los compañeros, al verla, comprendieron que algo le sucedía. Tal vez fuese la tensión de la gran final, quisieron creer algunos. O un disgusto familiar, pensaron otros; o acaso algún dolor muscular insoportable que ocultaba al cuerpo técnico para no perderse el partido, llegó a comentar el entrenador a Alfonso del Corral, el médico. Quién podía saberlo. Porque el pundonor, esa herencia recogida de Marquitos, Rial, Puskas, Di Stéfano, Pirri, Gento o Santillana, y de tantos y tantos otros grandes jugadores del Real, era la trinchera desde la que salía Raúl una y otra vez para doblegar a sus contrarios.

Pero ahora, cuando había llegado el momento crucial, la ocasión del lanzamiento del penalti que tendría que resolver el partido y dar la Copa al Real Madrid, todos los ojos se volvieron a él. Era extraño que todavía no se hubiera acercado al punto de penalti para disponerse a tirar la falta. No había corrido a buscar el balón, como otras veces, ni parecía querer asumir que estaba ante otro momento culminante de una carrera como la suya, llena de triunfos. Raúl parecía esconder su alma, rota como cristales de espejo, tras esas manos que le cubrían el rostro.

Fue Morientes quien le acercó la pelota y le habló al oído.

-Es tuya -Morientes se la entregó-. La vas a meter.

-Sí -respondió Raúl, sin convicción.

-Vamos...

Tomó el balón y caminó despacio a depositarlo en la cal marcada, como un sol de medianoche, a once metros de la portería. Lo acarició despacio antes de dejarlo en el punto de penalti, con el mimo con que se deposita un bebé dormido en la cuna, lenta y cansinamente, como por obligación, sin mirar a nadie, sin ver nada. Tenía los ojos perdidos, el rostro contraído, la mirada seca. Está raro Raúl esta noche, pensó Del Bosque desde el banquillo; lo va a fallar, pensaron Zidane y Solari, mirándose. Pero no dijeron nada.

En el palco, el Presidente y el Director General del Real Madrid cruzaron una mirada llena de sombras que nadie vio. Florentino Pérez y Jorge Valdano sabían lo que estaba ocurriendo, pero prefirieron no pensar en sus consecuencias. Sólo Valdano se metió un instante en la piel de Raúl y sintió un escalofrío que disimuló ajustándose el nudo de la corbata. La vida sabe elegir sus trampas, ¡la puta que me parió!, pensó mientras tragaba saliva y se pasaba la mano por la frente para aliviar el dolor que compartía con aquel jugador que era, sobre todo, su amigo.

Porque el dolor de Raúl era insoportable. Mientras se dirigió al punto de penalti, dejó el balón, lo afianzó y retrocedió unos pasos para golpear la bola, no pudo evitar pensar en lo que debía hacer. Y no estaba seguro de cuál era su deber. A veces el deber es un acto perverso y por eso la rebeldía no puede ser condenada. Hay ocasiones en que no es fácil delimitar dónde acaba el deber y dónde empieza la honestidad. Por una parte, se decía, debería intentar marcar el gol: tenía que concentrarse, tranquilizarse, golpear la pelota con la izquierda, su mejor pierna, y romper la red, sin darle al portero opción alguna; o también podría dar un pase a la red, como había visto hacer tantas veces a Butragueño, o había hecho él mismo. Pero por otra parte su deber era también fallar el penalti, utilizar su pierna derecha y golpear la pelota abajo, echando el cuerpo hacia delante, obligando al balón a salir alto, en dirección a la grada. Pero no. No podía hacer semejante cosa: él era un madridista de corazón, no se iba a permitir defraudar a los aficionados ni traicionarse a sí mismo de ese modo. Pero precisamente por ser madridista, precisamente por ello, debía fallarlo. ¿Cómo concebir la vida sin ser madridista, sin seguir rodeado de sus seguidores, para quienes creaba la magia de su arte cada tarde...? Pero si el balón entraba, si marcaba el gol de la victoria, ya nunca más podría presumir de su madridismo, durante muchos años tendría que ocultarlo, tantos como fuesen necesarios hasta que se olvidase lo sucedido. Pero si no entraba, si no marcaba el tanto, estaría traicionando también a sus compañeros, a su equipo y a todos los madridistas del mundo. Él mismo se odiaría por no haber conseguido ese gol.

Era verdad que aún quedaba una posibilidad, pensó durante unos segundos. Él podía fallar el penalti y de ese modo el partido continuaría con empate a uno. Más tarde, o en la prórroga, buscaría el modo de que su equipo marcase el definitivo tanto de la victoria. Pero, ¿y si no lo marcaba y era el rival quien conseguía el gol y se quedaba con la Copa? ¿Cómo perdonarse entonces el fallo deliberado del penalti? No podía ser. Tendría que intentar marcarlo, aunque hacerlo le acarrease un coste tan doloroso. Al fin y al cabo él era un profesional... Pero por otra parte, pensaba, él no era sólo un profesional, o un ídolo y todo lo que se quisiese decir: sobre todo era un ser humano, un hombre que no podría seguir viviendo si marcaba ese gol. Pero, ¿acaso podría seguir viviendo con la conciencia tranquila si no lo marcaba?

¿Por qué le tenía que suceder a él, precisamente a él, que siempre había soñado con ser lo que era, por estar donde estaba, por reír, llorar, disfrutar y sufrir con las peripecias de su equipo, por aquella camiseta blanca coronada por el escudo más hermoso del mundo? ¿Por qué ahora el destino lo colocaba en la irreversibilidad de una situación definitiva, entre los lindes de un dilema que se alimentaba de su propia esencia irresoluble? Aquella duda que Shakespeare puso en boca de Hamlet le parecía una broma barata en comparación con la que ahora vivía él: la de marcar un gol o no marcarlo. Al fin y al cabo Hamlet sólo dudaba entre ser o no ser, que era algo así como morir o no morir, esa era la cuestión. Pero lo suyo era mucho más grave: se trataba de marcar o no marcar, esto es, de seguir viviendo, pero de un modo o de otro muy diferente. No todas las vidas son iguales: unas merecen la pena ser vividas; otras son calderilla y cera usada. Frente a la duda que quebraba su espíritu, el hamletiano dilema del ser o no ser era una nimiedad, una cuestión menor. Al final, todos hemos de morir, ¿no? Pero la suya, en cambio, era algo más que una duda existencial. ¿O es que cabe duda mayor que la de amar o no amar cuando el amor es la única razón para vivir?

Miraba el balón y el inmenso hueco que quedaba entre el portero y el poste. Por ahí entraría el balón, como un soplo del diablo, si se decidía a transformar en gol el lanzamiento del penalti. No se lo pararía aquel portero: ni siquiera lo vería pasar. Ni tampoco llegaría a tiempo de detener el balón aunque el instinto lo impulsase a tirarse hacía allí. Junto a la cepa del poste no caben ni las manos más pequeñas, las manos de la lluvia de las que habla el poema de E. E. Cummings. Ni siquiera la lluvia tiene las manos tan pequeñas, decía el poeta... Por ahí entraría...

Pero había otro inmenso hueco, hacia fuera, precisamente entre el larguero y lo más alto de la grada, o entre el poste y el banderín del corner, tan grande que allí podía Satán instalar la carpa de la eternidad. También podría tirarlo por allá, lo más lejos posible del mundo de los sueños, y entonces no, no sería gol.

El silencio del mundo le dolía en los oídos como hiere la soledad en alta mar durante la medianoche. Millones de miradas estaban fijas en él, con la respiración contenida y el peso de una tonelada de mariposas negras aleteando para nublarle la vida. Miradas vivas, de hoguera, ardientes; y al mismo tiempo gélidas, atemorizadas, posadas sobre un hombre que no podía mirar ni pensar con claridad.

La idea de meter el gol era, sin embargo, la que empezó a crecer en su estómago con más fuerza. El sacrificio es necesario cuando la causa es justa, se dijo. Él se sentiría morir, se ahogaría en el desamor, pero tenía que entregar su porvenir a cambio del triunfo del equipo, debía cambiar su futuro por la desgracia propia que le arrebataría lo que más quería. El Real no era para él sólo un equipo de fútbol, ni una religión, ni siquiera una filosofía. Era más: el Real Madrid era un castillo construido piedra a piedra durante cien años que ahora estaba en sus manos defender o rendir; un palacio grandioso cuyos cimientos dependían esa noche de su voluntad; un imperio aferrado por unos momentos a la bota de su pie izquierdo. Y no podía traicionarlo.

Miró uno por uno a sus compañeros, que bordeaban el área: algunos lo miraban también a él, expectantes; otros escondían los ojos para no ver lo que iba a suceder y se juntaban a un rival, presionándolo, como les habían enseñado. Miró hacia el banquillo, y vio gestos de ánimo en los restantes miembros de la plantilla; y comprendió la mirada preocupada de los técnicos, quienes no entendían la actitud vacilante del jugador, la zozobra en que se asfixiaba. Finalmente miró hacia las gradas, donde estaban puestos de pie los aficionados, con los ojos asustados unos y confiados otros, en silencio, como si se fuese a oficiar la ceremonia de una inhumación o a practicarse una operación quirúrgica de máximo riesgo. Y por último miró al portero rival, que también lo miraba a él, componiendo el odio falso y artificial del portero al delantero ante el lanzamiento del penalti, ese gesto duro y desafiante, pretendidamente burlesco y amedrentador, aprendido en la escuela de interpretación de la vida en los primeros partidos de fútbol jugados con los otros chicos del barrio en las calles enfangadas del suburbio o el arrabal. Raúl sonrió al portero, como para demostrarle que conocía el falso color de ese gesto ensayado, y miró el balón que permanecía inmóvil a sus pies, esperando el golpe brusco que lo empujara a iniciar el viaje final que le llevaría a cumplir su misión.

Una vez más quiso pensar si habría de fallar o no fallar el tiro, pero la idea de ofrendarse al Real Madrid ya había ganado el partido que Raúl estaba jugando contra sí mismo. Era la víctima que ahora necesitaba el equipo y él no dejaría de ser lo que siempre había sido. Se ahogaría en la pena después, lo sabía, pero también había aprendido que sin honestidad y profesionalidad no se merece ser nada, y menos aún madridista. Así es que llenó los pulmones de aire, inició la carrera, se volcó sobre el balón y su pierna izquierda lanzó un relámpago de furia que voló hacia la cumbre de la montaña más alta del mundo, allá donde se tejen las cuerdas de la red que pesca el alimento de los hombres.

El clamor confundió a las aves del paraíso, que cantaron antes que el gallo, pensando en un amanecer anticipado. El griterío por el gol conseguido por Raúl desgarró las gargantas de medio mundo. Los saltos, los abrazos y las lágrimas fueron una epidemia de la que no quedó nadie sin contagiarse. Y la emoción corrió de piel en piel, de lágrima en lágrima, como el anuncio de un armisticio. Él, en cambio, ni siquiera alzó los brazos. Se besó el anillo, bajó la cabeza y se dirigió al banquillo, liberándose como pudo de los abrazos de sus compañeros; y pidió el cambio. Del Bosque aceptó y ordenó a Guti saltar al césped. Raúl, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigió al vestuario sin esperar el final del partido.

El desconcierto fue general entre los compañeros, los aficionados y los medios de comunicación. Los jugadores salvaron sin grandes esfuerzos los pocos minutos de juego que quedaron hasta que el árbitro dio por finalizada la contienda y los periodistas de prensa, radio y televisión no hicieron otra cosa que preguntarse qué le había sucedido al jugador, lanzando al aire opiniones tan bienintencionadas como descabelladas, apelando a la emoción que lo había derrumbado, conjeturando una posible y prematura retirada del fútbol o imaginando una lesión al lanzar el penalti. Los propios compañeros apenas celebraron el final del partido. Sonrieron, felicitándose por haber ganado la Copa, estrecharon la mano de sus rivales, con quienes se intercambiaron las camisetas, y luego, antes de que se iniciase la ceremonia de entrega del trofeo, optaron por entrar en el vestuario. Porque si durante todo el partido les había extrañado la seriedad de Raúl y aquella tensión que traslucía su rostro, las lágrimas que había derramado al final y la prisa por abandonar el campo les había hecho pensar que algo grave ocurría.

Y más grave les pareció aún cuando lo vieron llorar desconsoladamente en el interior del vestuario, sentado en el banquillo y tapándose la cara con la camiseta con que acababa de jugar el partido.

No era propia del futbolista aquella actitud. El capitán le preguntó hasta tres veces qué le ocurría, pero no obtuvo respuesta. Uno a uno, los compañeros intentaron conocer los motivos de su desconsuelo, abrazándolo e invitándole a salir con ellos a recoger el trofeo por el que tanto habían luchado, pero él sólo negaba con la cabeza, en silencio, sin dejar de taparse la cara y llorar.

- Hay que salir a buscar la Copa -ordenó Hierro-. Es nuestra, Raúl.

- Vamos -animó Morientes.

- Adelante, amigo -Figo intentó ponerlo en pie.

- La gente espera -insistió Zidane-. Debemos salir.

- ¡Que no nos esperen! -gritó Casillas, animoso.

Pero Raúl se negó a moverse del banco, incapaz de cesar en su llanto. Tuvo que ser Del Bosque, entrando en el vestuario, quien ordenara a toda la plantilla regresar al césped, donde esperaba el público y los medios.

- Raúl no quiere, mister -informó Hierro-. No sabemos qué le ocurre.

- Ni yo tampoco -se encogió de hombros el entrenador-, pero es un profesional y actuará como tal. ¡Raúl: al campo!

El jugador no rechistó. Se secó las lágrimas con una toalla, se pasó la mano por los ojos y salió de los vestuarios, encabezando la piña formada por sus compañeros. Su seriedad era impresionante, el gesto adusto, el rostro dibujado de aristas, la sonrisa inexistente. Salió y esperó a que Hierro subiese al palco en busca de la Copa. Luego la levantó sin sonreír y la llevó entre sus manos mientras todo el equipo la ofrecía al público en el apresurado recorrido alrededor del terreno de juego. Y, nada más concluir el recorrido, sin atender a los periodistas que le acercaron sus micrófonos, volvió al vestuario donde, lenta y desganadamente, se duchó y comenzó a vestirse.

La plantilla regresó cuando ya estaba terminando de hacerse el nudo de la corbata. Seguía ensimismado y afligido, mortificado, sin decir palabra. En la barbilla, un temblor casi inapreciable contenía las lágrimas que estaban a punto de desbordarse.

- No puedes seguir así, niño. Necesitamos que nos digas qué está sucediendo -se le acercó Hierro, el capitán, abrazándolo y acariciándole la cabeza-. No puedes... Somos tus compañeros...

- Tus amigos -rectificó Zidane, acercándose.

- ¡Hemos ganado la Copa! -intentó alegrarle Roberto Carlos.

- ¡Sí! -gritó eufórico Pavón, abrazándose a Salgado.

- ¡Sí! -corearon todos-. ¡Somos los campeones!

- ¿No te parece cojonudo? -Morientes le palmeó la espalda-. ¡Es la mejor copa!

- No -musitó Raúl-. Para mí es la copa más triste.

Nunca hubo un vestuario más silencioso en una noche de triunfo. Los jugadores estaban eufóricos por la victoria pero a la vez cohibidos, sin ánimo para exteriorizar sus sentimientos. Se fueron duchando despacio, mientras en voz baja susurraban alientos de tristeza y ecos de preocupación. Algunos buscaron huir de la tensión explicando a quién dedicarían el triunfo; otros comentaban con palabras de hielo el peso de la tragedia en los momentos más inoportunos. Savio y Munitis preguntaron a Guti por qué no estaban allí el presidente, el director general y los entrenadores, cuando era costumbre compartir aquellos momentos con la plantilla, incluso para llevar a cabo el ritual de ducharlos, como en otras ocasiones. Guti, que conocía la casa como nadie, cabeceó:

- Están reunidos, seguro. Lo de Raúl debe de ser importante...

Volvieron sus ojos al delantero, que ya estaba vestido y sentado en el banco, mirando el suelo que sentía moverse bajo sus pies.

- Nunca lo vi así... -acertó a decir Solari-. Nunca sabés dónde se hace puta la vida...

Estaban terminando de vestirse cuando se abrió la puerta del vestuario. Los jugadores volvieron la cabeza y recibieron impresionados un cortejo de semblantes apagados, como si en verdad aquella hubiese sido una derrota o, como había dicho Raúl, la Copa más triste. El presidente y la junta directiva encabezaban un duelo formado por Valdano, Del Bosque, Grande y Chendo. Ni los masajistas ni los utileros dejaron de seguir ordenando sus materiales. En aquel silencio de luto, Florentino Pérez fue el primero en hablar.

- Atiéndanme ustedes, por favor -carraspeó antes de continuar-. En primer lugar queremos felicitarles por un triunfo tan trascendental para el Real Madrid. Toda la afición está muy satisfecha con ustedes, se lo aseguro. Celebran el triunfo aquí, en el estadio, y también en la Plaza de Cibeles y en millones de hogares en todo el mundo. Felicidades y muchas gracias. La compensación para todos nosotros es haber podido poner otra vez el escudo del Real en lo más alto; y para ustedes debe ser también un orgullo disfrutar de esa camiseta con que han hecho vibrar a medio mundo. Es la mejor compensación, la mejor. Pero también habrá otras, se lo prometo. Estamos felices hoy, otra vez, como tantas otras noches de gloria. Gracias y enhorabuena. Y ahora, una vez dicho esto, el director general, Jorge Valdano, quiere explicarles algo -miró a Valdano-. Jorge, tienes la palabra.

Valdano se adelantó un paso, carraspeó también y miró a Raúl, que permanecía con los ojos clavados en sus zapatos. Afirmó con la cabeza, con pesadumbre, y luego se enfrentó a los ojos de los jugadores, uno a uno.

- Nuestra felicitación ya ha sido expresada por el Presidente con la sintética y acertada concreción que caracteriza su modo expresivo. Por lo tanto, nada creo tener que añadir a ello. En todo caso parece preciso recordar que el fútbol es la excusa de nuestra vida y hoy esa excusa, otra vez, ha merecido la pena -guardó unos segundos de silencio, como buscando el modo de proseguir-. Pero a ninguno se nos oculta que hemos sido testigos de una aflicción tan incomprensible como justificada, se lo aseguro a ustedes, y por eso hemos decidido no guardar el secreto sobre la evidencia, sino comunicar una congoja compartida por todos y de la que, hasta ahora mismo, sólo el presidente, el propio Raúl y yo teníamos conocimiento. Intentaré ser lo más breve posible, aunque les ruego, a todos ustedes, la mayor discreción porque esperamos buscar pronto una solución que nos convenga a todos por igual.

- Dale, dale, boludo -pensó Solari inquieto-. Me dará un infarto...

- Los hechos son simples -continuó Valdano, cerrando los ojos y volviéndolos a abrir-: Un magnate italiano del mundo del automóvil, cuyo único soporte vital es la vanidad y se mueve por esa extraña musa del capricho, ha comprado un club de fútbol de la primera división italiana y quiere convertirlo en el mejor equipo de su país. Bueno, él dice que del mundo, pero esos afanes de grandeza son propios de los italianos millonarios, no cabe motivo para la preocupación. Pero el caso es que esta misma tarde, antes del partido, el representante de Raúl, el presidente y yo nos hemos reunido con ese magnate y ninguno hemos creído posible rechazar su oferta: cincuenta mil millones de pesetas por Raúl, trescientos millones de euros, y al jugador cinco mil millones al año por cada una de las siete temporadas del contrato que le propone. Ni el Real Madrid ni Raúl, hemos pensado todos, podían desoír una oferta tan espectacular...

Los jugadores se miraron más confundidos aún. Sólo Guti entendió los sentimientos que se estaban debatiendo en las tripas, el corazón y la cabeza de su compañero, arañándole las entrañas, y deseó no tener que encontrarse nunca en una situación así. No; no todo en la vida es el dinero, pensó. Pero no dijo nada.

- Lo que he de añadir -siguió Valdano su discurso-, es que ese magnate, como decía, es estrafalario y caprichoso. Y, fruto de tal esencia caprichosa, ha exigido incluir en el contrato dos cláusulas: la primera que, para que fuese efectivo el acuerdo, Raúl debía marcar hoy algún gol; y, en segundo lugar, que de esa cláusula no debía tener conocimiento nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el entrenador Vicente del Bosque. Antes del encuentro hemos pedido la conformidad de Raúl, transmitiéndole las ventajosas condiciones del acuerdo para el Club, así como los beneficiosos emolumentos para él que se contemplaban en el contrato. Y le hemos pedido que tomara la decisión por sí mismo, porque el Real Madrid estaba tan confundido como él ante tan dramático dilema. - Entonces, ¿has firmado? -preguntó Hierro a Raúl.

- A eso contestaré yo, Jorge -intervino el Presidente, adelantándose un paso. Florentino Pérez tomó una bocanada de aire, esperó unos segundos que parecieron interminables a cuantos escuchaban y dijo-: Todos conocemos a Raúl y sabemos lo que ha sufrido durante el partido. Hemos sido testigos ustedes y nosotros. Su responsabilidad le ha hecho pensar en el beneficio del club por encima de sus propios deseos, lo hemos visto sobre el césped esta noche, ¿verdad? Incluso el drama de tirar o no el penalti se reflejaba en su cara. A Valdano y a mí se nos ha hecho un nudo en la garganta, como supongo que comprenderán ustedes. Y lo más doloroso de todo era que no podíamos decirle a Del Bosque que encargase a otro jugador el lanzamiento. La verdad es que tanto Valdano como yo, lo hemos comentado ya ahí fuera, contábamos con que el jugador podía fallarlo deliberadamente para poder quedarse en el Real Madrid, pero una vez más ha demostrado su profesionalidad y el amor a este equipo, prefiriendo darle al Club una copa más que cumplir su sueño de continuar aquí. - Así es -afirmó Valdano-. Profesional y humanamente es un ejemplo. Mirarse en él es como compaginar la gloria con el poder.

- Bueno... -Raúl levantó la cabeza y se levantó, mirando a sus compañeros-. Lo cierto es que, bueno, he llegado a pensar en fallarlo. Pero también he pensado que estaba en juego la ilusión de todos vosotros y una operación económica trascendental para el Madrid. No he tenido valor para tirarlo fuera... - ¿O sea, que te vas? -quiso saber Hierro, interpretando la mirada de todos sus compañeros.

Y entonces Raúl afirmó con la cabeza, volvió a desplomarse en el banco del vestuario y se tapó de nuevo la cara con las manos.

- No puedo hacer otra cosa... Era incómodo aquel silencio. Algunos ojos se habían enrojecido por la rabia, otros se empezaban a vestir de agua. Un utilero rasgó la noche sacudiéndose sonoramente la nariz. Guti negó con la cabeza, como si desease creer que aquello era sólo una pesadilla, y Zidane se volvió despacio para tomar asiento junto a Raúl. Los directivos estaban dispuestos ya a retirarse del vestuario cuando el presidente, con los ojos turbados por un arrepentimiento sincero, dijo:

- Ahora comprendo el mal que le hemos hecho al fútbol entre todos permitiendo que se haya convertido, además de un deporte, en un negocio -se lamentó-. Me gustaría pedir perdón por lo que a mí me corresponda de todo este tinglado, pero creo que ahí afuera nadie lo comprendería... Ninguno de mis colegas...

Jorge Valdano sabía que ya nada tenía que hacer allí y abandonó el vestuario, desolado. Por el pasillo, mientras se alejaba lentamente, caminando con la cabeza baja, buscaba una fórmula para deshacer aquel contrato maldito, una fórmula que satisficiera por igual los caprichos del italiano y las ilusiones del Real Madrid y de los suyos, incluido el jugador. Porque estaba seguro de que la encontraría.

Y, sobre todo, pensando en el modo de secar las lágrimas de Raúl, porque la procesión de nubes negras que avanzaban por el cielo escocés ocultando la luna grande de Mayo no fue lo peor de aquella noche...

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El 13 de Septiembre de 1903, un representativo enviado por la Liga Uruguaya de Fútbol a Buenos Aires, le ganó al combinado de Argentina por 3 a 2 siendo la primera victoria uruguaya, a nivel selección, ante sus clásicos rivales.
El partido, que se realizó en un campo de juego ubicado en el predio de la Sociedad Hípica Argentina, en Palermo, fue como revancha del que habían disputado, apenas unas semanas antes, los mencionados equipos, en Montevideo, donde los nuestros golearon ¡6 a 0!
Lo curioso es que por lo abultado de la derrota como locales, y ante la proximidad del viaje a Buenos Aires para el desquite, los clubes charrúas no quisieron ceder sus jugadores para el cruce del Río de La Plata.
Fue así que Uruguay trajo como integrantes de la delegación solamente a jugadores del Club Nacional de Football, el único club que pensó que la historia podría tener un final feliz.
El triunfo de Uruguay se debió a la efectividad de los hermanos Céspedes, Carlos y Bolívar. Fueron imparables. Carlos Céspedes convirtió 2 tantos mientras que Bolívar concretó el restante.
Dos años más tarde, los hermanos Céspedes fallecieron víctimas de una epidemia de viruela que asoló el Uruguay.

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A Messi sólo se le para con una escopeta. O con un marcaje doble. Así lo frenó Hiddink anoche en el Camp Nou.

(FABIO CAPELLO, entrenador de la selección inglesa, en "Marca", 30/04/09)

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Gané la primera Copa Mundial en Suecia, además Pelé me debe mucho a mí, y su deuda comienza cuando lo autoricé en los años 50 para que fuera a Suecia.

(JOAO HAVELANGE, ex Presidente de la FIFA)

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La sombra del Barça (Josep Solé Balcells - España)


Quienes hace años que seguimos al Barça
ya vimos de todos los colores
fiestas grandes que enamoraban,
como también años de oscuridades.

Que si miras bien las cosas
hay una gran variedad,
ante todo alegrías,
por detrás disparates.

Digo esto porque quiero decir
mi opinión por un gran hecho
que nos llenaba mucho de gloria
y muy pronto fue un deshecho.

Es el tiempo de aquel gran Team
que nos llevó un buen jugador,
y por él Europa entera
aplaudía al campeón.

Un orgullo para Catalunya
de tener un club así,
ondeando nuestra señera
en lo más alto de toda asta.

Admirado aquel gran Team
recorriendo los campos del mundo,
hasta nos caía a todos la baba
fue la envidia de todo el mundo.

Si era entonces todo gloria
poco después era todo duelo,
cuando deshacía esa joya
nos quedaríamos sin sol.

No pensó que pasaría
al deshacer tal equipo;
le salió por la culata
aquel hecho tan maldito.

Que el equipo caía
tanto y tanto que llegó,
hasta la UVI, y temíamos
a Segunda tener que ir.

Creo que lo hizo por la familia,
no vio ningún peligro,
y lo deshacía como volador
para poner ahí a su hijo.

Comenzó por la portería,
el portero mejor del mundo,
para entrar ahí a su yerno
un Tercera División.

Quien ganó fue el Valencia
que lo tuvo hasta el fin,
tuvo portero de lujo
que muy bien les rindió.

También fue la sombra
donde puso la división,
separando aquellos dos hombres
tan queridos por la afición.

Y que hoy aún escriba
como si él lo hubiera hecho todo,
engañando a nuestros socios
que es él quien ha traído la suerte.

Amigos míos ésta es la historia
como se dice bien claro,
hemos visto todos la gran quimera
para dentro no poder entrar.

Para poner en La Vanguardia
que si se gana es por él...
que no nos haga más sombra
de este abuelo es el consejo.

Si lo hizo por los de casa
medio se le puede perdonar,
que hoy por hoy no hay en la tierra
quien no se pueda equivocar.

Finalmente lo que quisiera
de corazón felicitar,
quien nos sacó de aquel suplicio
que cinco años durara.

Esperemos que esto termine
de aquel modo más feliz,
es llevar a nuestra casa
el trofeo de París.

(Toda mi gratitud para Don Josep Solé Balcells, que con sus 94 años de edad nos da lecciones de vida a través de la poesía, y también a su sobrina Patricia por su deferencia para que fuera posible poder publicar esta poesía. Don Josep escribe en catalán, es por ello que ha tratado de acomodar de la mejor manera la rima al castellano, cosa que muchísimo agradezco)

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El inolvidable Roque Gastón Máspoli, arquero del seleccionado de Uruguay, campeón del mundo de 1950, y que también actuara en el certamen mundial de Suiza de 1954, debió asumir la dirección técnica del representativo de su país a los 80 años. Todo un récord.
Máspoli aceptó el reto de dirigir a Uruguay en los últimos partidos de la ronda clasificatoria para el Mundial de Francia de 1998. ¿Quién le iba a reprochar algo a una leyenda como él?
Hizo lo que pudo, pero los magros resultados obtenidos con anterioridad, hicieron que la proeza no se concretara. Fue así que Uruguay quedó afuera de Francia, sin pena ni gloria. Pero nadie criticó a Máspoli, en su función de orientador de la Celeste.
Hubo otras circunstancias, externas, para que Uruguay haya perdido puntos muy valiosos en la primera etapa clasificatoria, y no hubo tiempo para la reacción. Máspoli, ganador por naturaleza, atajó para Peñarol desde 1939 hasta su retiro en 1957, y como director técnico tuvo una brillante foja de servicios al ganar con los Mirasoles dos veces la Copa Libertadores de América, y con la selección, al obtener en 1981 el Mundialito realizado en Montevideo.

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Los jugadores se seleccionan o se quitan ellos solos.

(LUIS ARAGONÉS, entrenador español)

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No es su deporte. Sería bastante difícil para él, pero si trabajase y aprendiese las reglas básicas, estoy seguro de que sería competitivo en los primeros 50 metros.

(USAIN BOLT, atleta jamaiquino, triple campeón olímpico, opinando sobre las condiciones para el atletismo del portugués Cristiano Ronaldo en el diario luso "Diário de Notícias", 19/03/09)

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(Milenko Kosanovic - Serbia)

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La anécdotas del "Bambino" Veira

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Tanto cuando estudiaba como después, en medio de todo siempre estaba el fútbol... Ahí (en un "baldío fenómeno") jugábamos a la pelota, y también en la calle. Usábamos los árboles y la pared como portería. Teníamos una pelota de goma que costaba veinte guitas. No había dinero para comprar una de cuarenta, que era un poquito más grande... En el adoquinado, la pelota parecía un ratón. Picaba de un lado para el otro, había que tener un arte extraordinario para jugar al fútbol en la calle. Y en el cordón de la vereda, y en el zaguán, que le pegábamos al zaguán y volvía la pelota, hacíamos de pared... Si no teníamos pelota, agarrábamos una latita de conservas, la abollábamos un poco, la dejábamos medio redonda y jugábamos entre mi hermano y yo si estábamos solos...

(Testimonio de ALFREDO DI STÉFANO en las primeras páginas de su libro "Gracias, vieja", editado por Aguilar y realizado en colaboración con los periodistas españoles Enrique Ortego y Alfredo Relaño)

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Ronaldhino es un jugador especial, pero Thierry Henry es, probablemente, uno de los más dotados técnicamente para jugar este maravilloso juego.

(ZINEDINE ZIDANE, ex internacional francés)

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¿No estuvo bien ver a Eric Cantoná de nuevo en acción? Esperemos que ahora recuerde que patear gente en los dientes es trabajo del gobierno conservador.

(TONY BLAIR, después que Eric Cantoná atacara a un hincha del Cristal Palace a mediados de los 90)

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FC Start: El equipo que prefirió morir antes que perder


La historia del fútbol mundial incluye miles de episodios emotivos y conmovedores, pero seguramente ninguno sea tan terrible como el que protagonizaron los jugadores del Dinamo de Kiev en los años ‘40. En estas líneas se contará, a modo de homenaje, la historia de los jugadores del Dinamo que jugaron un partido sabiendo que si ganaban serían asesinados, y sin embargo decidieron ganar. En la muerte dieron una lección de coraje, de vida y honor, que no encuentra, por su dramatismo, otro caso similar en el mundo.

Para comprender su decisión, es necesario conocer cómo llegaron a jugar aquel decisivo partido, y por qué un simple encuentro de fútbol presentó para ellos el momento crucial de sus vidas.

Todo comenzó el 19 de Septiembre de 1941, cuando la ciudad de Kiev (capital ucraniana) fue ocupada por el ejército nazi, y los hombres de Hitler desplegaron un régimen de castigo impiadoso y arrasaron con todo. La ciudad se convirtió en un infierno controlado por los nazis, y durante los meses siguientes llegaron cientos de prisioneros de guerra, a los que no se permitía trabajar ni vivir en casas, por lo que todos vagaban por las calles, en la más absoluta indigencia. Entre aquellos soldados enfermos y desnutridos, estaba Nikolai Trusevich, quien había sido arquero del Dinamo de Kiev.

Josef Kordik, un panadero alemán a quien los nazis no perseguían, precisamente por su origen, era hincha fanático del Dínamo. Un día caminaba por la calle cuando, sorprendido, miró a un pordiosero y de inmediato se dio cuenta de que era su ídolo: el gigante Trusevich.

Aunque era ilegal, mediante artimañas, el comerciante alemán engaño a los nazis y contrató al arquero para que trabajara en su panadería. Su afán por ayudarlo fue valorado por el arquero, que agradecía la posibilidad de alimentarse y dormir bajo un techo. Al mismo tiempo, Kordik se emocionaba por haber hecho amistad con la estrella de su equipo.

En la convivencia, las charlas giraban siempre sobre el fútbol y el Dínamo, hasta que el panadero tuvo una idea genial: le encomendó a Trusevich que en lugar de trabajar como él amasando pan, se dedicara a buscar al resto de sus compañeros. No sólo le seguiría pagando, sino que juntos podían salvar a los otros jugadores.

El arquero recorrió lo que quedaba de la ciudad devastada día y noche, y entre heridos y mendigos fue descubriendo, uno a uno, a sus amigos del Dínamo. Kordik les dio trabajo a todos, esforzándose para que no se descubriera la maniobra. Trusevich encontró también algunos rivales del campeonato ruso, tres futbolistas de la Lokomotiv, y también los rescató. En pocas semanas, la panadería escondía entre sus empleados a un equipo completo.

Reunidos por el panadero, los jugadores no tardaron en dar el siguiente paso, y decidieron, alentados por su protector, volver a jugar. Era, además de escapar de los nazis, lo único que podían hacer. Muchos habían perdido a sus familias a manos del ejército de Hitler, y el fútbol era la última sombra que sobrevivía de sus vidas anteriores.

Como el Dínamo estaba clausurado y prohibido, le dieron a su conjunto un nuevo nombre. Así nació el FC Start, que a través de contactos alemanes comenzó a desafiar a equipos de soldados enemigos y selecciones de la órbita del III Reich.

El 7 de Junio de 1942, jugaron su primer partido. Pese a estar hambrientos y haber trabajado toda la noche, vencieron 7 a 2. Su siguiente rival fue el equipo de una guarnición húngara y le ganaron 6 a 2. Luego le metieron 11 goles a un equipo rumano. La cosa se puso seria cuando el 17 de Julio enfrentaron a un equipo del ejército alemán y lo golearon 6 a 2. Muchos nazis empezaron a molestarse por la creciente fama de este grupo de empleados de panadería y le buscaron un equipo mejor para terminar con ellos. Llego MSG húngaro con la misión de derrotarlos, pero el FC Start lo aplastó 5 a 1, y más tarde, ganó 3 a 2 en la revancha.

El 6 de Agosto, convencidos de su superioridad, los alemanes prepararon un equipo con miembros de la Luftwaffe, el Flakelf, que era un gran equipo, utilizado como instrumento de propaganda de Hitler. Los nazis habían resuelto buscar el mejor rival posible para acabar con el FC Start, que ya había ganado gran popularidad en el pueblo sometido. La sorpresa fue mayúscula, sin embargo, porque pese a las patadas de los alemanes, el Start venció 5 a 1.

Luego de esa escandalosa caída del equipo de Hitler, los alemanes descubrieron la maniobra del panadero. Desde Berlín llegó la orden de matarlos a todos, pero los jerarcas nazis no se contentaban con eso. No querían que la última imagen de los rusos fuera una victoria, porque pensaban que matándolos así no harían más que perpetuar la derrota alemana.

La superioridad de la raza aria, en particular en el deporte, era una obsesión para Hitler y los altos mandos. Por esa razón, antes de fusilarlos, querían ganarles en la cancha.

Con un clima tremendo y amenazas por todas partes, para el 9 de Agosto se anuncio la revancha, en el repleto estadio Zénit. Antes del choque, un oficial de la SS entró en el vestuario y dijo en ruso: “soy el árbitro, respeten las reglas y saluden con el brazo en alto”, exigiéndoles que hicieran el saludo nazi.

Ya en el campo, los futbolistas del Start (camiseta roja y pantalón blanco) alzaron el brazo, pero en el momento del saludo se lo llevaron al pecho y en lugar de decir “¡Heil Hitler!”, gritaron “¡Fizculthura!”, un eslogan soviético que proclamaba la cultura física. Los alemanes (camiseta blanca y pantalón negro) marcaron el primero gol, pero el Start llegó al descanso ganando 2 a 1.

Hubo más visitas al vestuario, esta vez con armas y advertencias claras y concretas: “si ganan, no queda nadie vivo”. Los jugadores tuvieron mucho miedo y se plantearon no salir al segundo tiempo. Pero pensaron en sus familias, en los crímenes que se cometían, en la gente sufrida que en las tribunas gritaba por ellos. Y salieron. Les dieron a los nazis un verdadero baile. Hacia el final del partido, cuando ganaban 5 a 3, el delantero Klimenko quedo mano a mano con el arquero alemán. Lo eludió y al estar solo frente al arco, cuando todos esperaban el gol, se dio vuelta y pateó hacia el centro del campo. Fue un gesto de desprecio, de burla, de superioridad total. El estadio se vino abajo.

Como todo Kiev hablaba de la hazaña, los nazis dejaron que se fueran de la cancha como si nada hubiera ocurrido. Incluso el Start jugó a los pocos días y le ganó al Rukh 8 a 0. Pero el final estaba escrito: tras ese último partido, la Gestapo visitó la panadería.

El primero en morir torturado fue Kortkykh. Los demás arrestados fueron enviados a los campos de concentración de Siretz. Allí mataron brutalmente a Kuzmenko, Klimenko y al arquero Trusevich, que murió con su camiseta puesta. Goncharenko y Sviridovsky, que no estaban en la panadería, fueron los únicos que sobrevivieron, escondidos, hasta la liberación de Kiev en Noviembre del ’43. El resto del equipo fue torturado hasta la muerte.

Ésta es la historia del dramático “Partido de la Muerte”. El cineasta John Huston se inspiró en este hecho real para rodar su película “Escape a la victoria”. En el film hizo lo que no pudo el destino: salvar a los héroes.

Todavía hoy, los poseedores de una entrada para aquel partido tienen derecho a un asiento gratis en el estadio del Dínamo de Kiev.

En las escalinatas del club, custodiado en forma permanente, se conserva actualmente un monumento que saluda y recuerda a aquellos héroes del Start, los indomables prisioneros de guerra del Ejército Rojo a los que nadie pudo derrotar durante una decena de históricos partidos, entre 1941 y 1942.

Los mataron entre torturas y fusilamientos, pero hay un recuerdo, una fotografía que, para los hinchas del Dínamo, vale más que todas las joyas del Kremlin. Allí figuran los nombres de los jugadores y una leyenda: “De la rosa solo nos queda el nombre”.

En Ucrania, los jugadores del FC Start hoy son héroes patrios y su ejemplo de coraje se enseña en los colegios. En el estadio Zenit una placa reza “A los jugadores que murieron con la frente en alto ante el invasor nazi”.

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Alianza Lima, bajo el mando de Gerardo Pelusso, era puntero del Torneo Apertura 2006, del que sería campeón después. Una tarde tuvo que ir a la ciudad de Huaraz, en el departamento de Áncash, para chocar con el equipo local, Sport Áncash, en el Estadio Rosas Pampa. El duelo iba 1 a 0 a favor de la visita, con anotación del atacante Wilmer Aguirre con vistosa chalaca. La diferencia se mantenía hasta el minuto 89, cuando el DT uruguayo decidió el ingreso de Johan Fano (foto) para retener el balón el mayor tiempo posible en campo contrario hasta que el juez principal dé el pitazo final y, por ende, sumar los tres puntos.
Lo que ocurrió fue que Fano tomó la pelota en el minuto 93, cuando restaba un minuto para se cumpla el tiempo adicionado, y la mandó a cualquier parte en lugar de protegerla. En la réplica, y luego del saque de meta del arquero Carlos Laura, los jugadores aliancistas, que esperaban sólo el final del partido, se olvidaron de marcar al delantero argentino Natalio Portillo, quien recibió un excelente envío de Franco Mendoza y venció la resistencia del desconcentrado George Forsyth para marcar la paridad en el ¡minuto 95!
El choque acabó luego de la celebración del rioplatense y el entrenador charrúa ingresó indignado a la cancha para reclamarle al árbitro el exceso de minutos disputados.
Durante mucho tiempo los jugadores de Alianza Lima le jugaron bromas a Fano por la jugada desafortunada en la que estuvo involucrado.

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Bueno, ahí lleva el balón Paul Scholes, que traducido al español sería Pablo Escuelas....

(MICHEL y una imperdible reflexión en la television española con José Ángel de la Casa en un partido de Champions League del Manchester United)

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Batistuta me parece un sueño, y el que tiene Nicole me lo como en un sándwich con dulce de leche. Lo lamento, Nicole, pero si agarro a Cubero lo mato.

(ROBERTO PIAZZA, diseñador argentino de alta costura y su opinión sobre el jugador de Vélez Sársfield)

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Carbonero Piendibene (Guillermo García Moyano - Uruguay)


En Pocitos, ya en esta época, existía una figura deportiva que estaba por encima de todos los bandos, que superaba toda reserva. Los niños, los hombres, deportistas o no, del bando que fueran, las muchachas, amas de casa, la gente trabajadora o la burguesía veraneante, todos conocían a "José" y así lo nombraban: José, José Piendibene.

Muchacho netamente pocitero, mucho antes de ser "el maestro", ya empezaba a ser ídolo. Para nosotros los chicos, mas que para los grandes, Piendibene era "José" a secas, algo así como si fuera un torero de alguna perdida aldea andaluza. (Eran los años en que había toros en La Unión con grandes toreros como Fuentes y Bombita, de los que oíamos hablar a diario). El localismo era legítimo. Los chicos lo tuteábamos y lo señalábamos a nuestros padres al cruzarnos por la calle, o cuando, a través de la vidriera, lo veíamos con sus hermanos en la "Hojalatería y Zinguería de Piendibene Hermanos", en la calle Chucarro.

La admiración era explicable. Un pocitero que se había iniciado jugando en "El Intrépido" y en "El Pampero", cuadritos de pueblo, era ahora de los poquísimos que sin ser ferroviario, integraba el cuadro de primera división de "los carboneros". Esto solo era suficiente. Los ídolos se crean así. No fumábamos todavía, pero juntábamos vintenes para comprar un paquete de cigarrillos baratos, ya que en cada cajilla venia un pequeño retrato de un jugador de fútbol, ansiando que nos tocara un retrato de "José" Piendibene, nuestro ídolo. Y el próximo domingo jugaban en "La Estancia" Peñarol y Nacional.

Ya en aquel entonces era el clásico. Peñarol era todavía el C.U.R.C.C. (Central Uruguay Railway Cricket Club) y "La Estancia" era la vieja cancha de la Estación Peñarol, enorme y demasiado empastada, de medidas que excedían las reglamentarias. Allá estaría Piendibene, el gran jugador, en el cuadro del pueblo, el de "los carboneros", los obreros de los Talleres del Ferrocarril Central. Había que correr la aventura para ver ese partido.

Pero "La Estancia" quedaba tan lejos! Solo se podía ir en Ferrocarril, pues aun no había tranvía ni ómnibus hasta el pueblo ferroviario. Yo casi era un hombrecito de once años bien cumplidos, pero tenía que convencer a mi madre para que diera la necesaria autorización y "financiara" aquel viaje.

Uno de los amigos preferidos, Capellini, hijo de obreros, nos tenía alborotados con la posibilidad de una ida en carro. Desde el jueves se sabía que Pedrito Lombardi, dueño de un carro grande, de los de mudanza, de cuatro ruedas y tres caballos que eran tres pingos, uno de ellos cadenero, se largaba hasta "La Estancia" pudiendo llevar hasta una veintena de gente pocitera. Y cobraba por todo el viaje tan solo dos reales!

Pedrito y su carro, nuevo, bien pintado, era otra institución en el pueblo. Claro esta que habría que ir bastante amontonados y de a pie, pero que importaba! Para mi era una formidable aventura, un viaje extraordinario. Las incomodidades no existían cuando se tenia once años y había que ir a ver a jugar a "José".

Mi madre estuvo vacilante, pero al final accedió. Iban varios de los muchachos amigos y Pedrito Lombardi era una garantía. La financiación era muy simple: dos reales para pagar el carro, un real para la entrada y otro real que me permitiría comprar dos "exquisitos" pasteles al Negro Navarro, dos "cangrejos" confeccionados de acuerdo a "la formula del Dr. Navarro" (el médico de más fama en aquel entonces. Como se ve, con cuarenta centésimos se podía hacer todo aquello.

El domingo fue tibio, de sol luminoso. Antes de las once, en la puerta de la casa de los Lombardi, en la calle Barreiro, el grupo viajero había casi llenado la capacidad del carro. Bien pronto se arrancó, hacia Buceo, para tomar luego al trotecito, el camino Propios hasta Peñarol. El viaje era una fiesta y una alegría general. Como jugó Peñarol y que bien jugó "José" aquella tarde!

Apenas era noche y ya estábamos de vuelta en nuestro pueblo.

(tomado del libro "Pueblo de los Pocitos" del citado Guillermo García Moyano)

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Raymond Kopazewski nació en Noeux-les Mines, Francia, el 13 de Octubre de 1931. Para la historia del fútbol más conocido como Kopa.
Fue uno de los grandes delanteros europeos de los años 50. En 1958 recibió el Balón de Oro, reconocimiento de la revista francesa “France Football” como al mejor futbolista del continente de ese año.
Comenzó a jugar en el club Angers en 1949, pero profesionalmente en Reims, donde actuó desde 1951 hasta 1956.
Jugaba como delantero centro, hasta que en 1956 pasó a jugar en Real Madrid, pero sobre la punta derecha. Aquélla inolvidable delantera merengue alineaba con Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. ¡Eran imparables!
A fines de 1958 volvió a Francia para jugar nuevamente en Reims, hasta 1969. Fue campeón en su país con esa camiseta en 1953-1955-1960 y 1962.
Con Real Madrid ganó dos Ligas Españolas (1956-1957 y 1957-1958) y 3 Copas Europeas (1956, 1957 y 1958).
Kopa fue capitán del seleccionado de Francia en el Mundial de Suecia de 1958. En su representativo actuó desde 1952 hasta 1962, jugando un total de 45 partidos, en los cuales anotó 18 goles.
Fue un jugador exquisito, rápido, de fino traslado, y siempre recordado por aquél equipo de Real Madrid que comandaba Alfredo Di Stéfano y que llenó de fútbol las canchas de toda Europa.

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Mi Dios, esto aquí es muy grande. Maracaná es el Wimbledon del fútbol.

(JOHN McENROE, ex tenista estadounidense, de visita junto a Bebeto en el mayor estadio del mundo, 12/03/09)

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En los primeros cinco minutos no echan a nadie.


(RICARDO VAGHI, ex defensor de River Plate, opinando a mediados de la década del '40 -en la foto, el primero desde la izquierda-)

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Sueños de Saeta (Alejandro Pérez García - Argentina)


Estoy en el estadio Santiago Bernabéu de mis amores, la barrera está formada delante de la portería del fondo sur, ligeramente escorada hacia el lateral de los banquillos y casi al borde del área grande. ¡Qué recuerdos me trae!, ¡Si habré visto a Ferenc Puskas y a Michel lanzar libres directos y meter goles desde allí! Desde esta posición siempre se le pega con la cara interior del pie derecho, con mucho efecto pero templando para que la pelota sobrepase la barrera lo suficiente y caiga de sopetón a pocos metros de la portería.

Nos miramos Gento, Zidane y yo. Acordamos que sea yo el que tire, hoy me veo bien y estoy seguro de hacerlo bien, Hugo Sánchez, como siempre, irá a la segunda jugada si hay rechace. ¡Si sabré yo como pegarle, que llevo una vida en esto!

Me hace una señal el árbitro, Roberto Carlos desplaza ligeramente el balón hacia la derecha y Stielike la detiene, doy dos pasos, me balanceo, chuto con rosca sobre la barrera, el balón coge efecto y se dirige a la escuadra, veo la jugada a cámara lenta, como si fuera la moviola de Estudio Estadio, el portero pone cara de estreñimiento al ver que el balón supera la barrera y salta como un muelle con el brazo izquierdo extendido en dirección al balón, con el rabillo del ojo veo a Raúl que corre a por el posible rebote del primer palo, el reportero gráfico de detrás lanza fotos en automático, el fondo sur se empieza a levantar de las butacas. ¡Que momento!, me pongo de los nervios por la lentitud de la jugada, el portero se estira mas y mas y a falta de 20 cm. de tocar el balón la secuencia cobra vida real, cierro los ojos y oigo ¡Uhhhhhh!.

El portero la ha despejado in extremis golpeándose contra el poste y cayendo como un muñeco sobre el césped, inmediatamente entran las asistencias a socorrerle. En ese momento me traslado a la sala de prensa y me lamento ante decenas de periodistas de la oportunidad perdida, un periodista interrumpe mis diatribas y me pregunta si no reconozco mérito alguno en la estirada del portero, habida cuenta de los 8 puntos que le han tenido que dar en la frente y que ha salido aplaudido por el Bernabéu en pie tras la magnífica parada.

La respuesta me sale de forma espontánea: -Este es mi sueño y ese era mi momento, no hay derecho a que se me robe la ilusión de un gol así, por lo que se suspende la rueda de prensa ¡Insolente! A preguntarle al portero pero en otro sueño, ¡Coño!

- Alfredo, Alfredo, ¿Qué te pasa, estás bien? -Preguntó su mujer con cierto sobresalto.

- Si, vieja, si estoy bien.

- ¿Volviste a tener el mismo sueño de siempre? -continuó.

- Si, el mismo de siempre… que se le va a hacer.

- ¿Pudiste marcar el gol? - preguntó inquieta

- No, lo atajó el arquero en el último minuto... como siempre.

- Bueno, viejo, no te preocupés y seguí durmiendo -le dijo su mujer intentando consolarlo.

- Tengo la sensación de que después de más de 40 años de soñar lo mismo cada noche, el día que consiga meter el gol, voy a terminar festejándolo en el córner con San Pedro... y realmente a estas alturas del partido creo que no me importaría ¿sabés por qué, vieja?

- No, Alfredo ¿por qué? -le respondió un tanto confusa

- Por que seguramente será el último y el mejor gol de mi vida.

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De aquellos clásicos de mediados de los 70 perduran imborrables en la memoria de los barcelonistas duelos titánicos que libró con uno de los defensas más rudos de la época: Goyo Benito. 'Milonguita' Heredia no se arrugaba ante sus entradas.
“El era el más duro de la Liga, me quería acojonar pero no pudo porque no me arrugaba. En cada choque saltaban chispas”, sentencia Heredia, que afirma que ‘contra el Real jugué mis mejores partidos’. Recuerdo que les metí un par de goles. Uno fue en el Bernabéu donde ganamos por 0-2. Charly hizo el primero de falta y en el segundo culminé yo una contra rematando cruzado con la izquierda”.
Pero su gol más espectacular se lo reservó para el Camp Nou, donde “le robé la cartera a Benito quitándole el balón con la cabeza, le hice un sombrero en su salida al portero Miguel Ángel, al que finté por su lado izquierdo y a puerta vacía alojé la pelota al fondo de la red”.
Era el 3-0, el Estadio explotó y Heredia loco de alegría fue a celebrarlo hacía el corner de la lateral del gol norte. Allí medio se despojó de la camiseta hasta besarla. La imagen fue captada en 'Barrabás', maravillosa revista satírica deportiva de la época, y durante todo un curso sirvió de forro de la carpeta escolar de quien escribe.

(artículo de Lluís Canut en el diario barcelonés "Mundo Deportivo" del jueves 20 de Diciembre de 2007)

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La gloriosa historia del Manchester fue gestada por gente como él. Todos los que vieron lo que hacía en el campo han soñado hacer lo mismo. Su contribución al fútbol fue inmensa y enriqueció las vidas de todos los que le vieron. El fútbol ha perdido una de sus glorias y yo he perdido un amigo querido.

(BOBBY CHARLTON, opinando en 2005 sobre la muerte de George Best, ex compañero en el Manchester United de los '60)

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Tengo la impresión de haber presenciado un concierto de Stradivarius.

(MATÍAS PRATS LUQUE, periodista deportivo español, tras un Real Zaragoza-Dundee United por Copa UEFA)

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Pierluigi Collina (Bernd Ertl - Austria)

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