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Roberto Carlos Farfán Quispe (Chincha, 1973) era goleador de Universitario en el año 1999. Marcaba casi siempre en el torneo doméstico y su humanidad aparecía en las portadas de los diarios deportivos en pleno festejo peculiar: con los brazos extendidos, corriendo, y sacando la lengua.
Un día la figura de Farfán llenó la sección policial de los periódicos en Lima porque había sido denunciado por una mujer presuntamente por haberla violado. La noticia causó revuelo en el medio deportivo y un periodista radial fue a buscarlo al Estadio Monumental de Ate para que haga su descargo. El futbolista se sorprendió al enterarse del hecho, negó que haya sido él el protagonista del escándalo, y remató diciendo que debe tratarse de un ¡'anónimo'!.¿Anónimo? El atacante, conocido luego de esa celebración inusual como la 'Foca', debe haber querido decir 'homónimo', o que se trataba de un caso de homonimia.
Finalmente el ex jugador de Ciclista Lima quedó limpio de polvo y paja y siguió su carrera profesional en Alianza Lima, Sport Boys de El Callao, Unión Huaral y últimamente su mayor logro fue colaborar con el retorno a Primera División de Deportivo Municipal, bajo el mando del experimentado Juan José Tan. Farfán Quispe tiene hoy 33 años, su hermano -Rafael- es jugador de Sport Áncash de Huaraz y su sobrino -el brillante Jefferson- destaca en el PSV de Holanda.

(tomado del blog “Goal Peruano”, Diciembre de 2006)

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El joven que estudia tiene muchas más posibilidades de jugar al fútbol que el que no estudia, porque desarrolla más la inteligencia. Hoy hay muchos jugadores que no pueden jugar porque no piensan, y si no se piensa hoy en día con toda la táctica que hay, es imposible.

(JUAN RAMÓN VERÓN, ex jugador de Estudiantes de La Plata y padre de Juan Sebastián)

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El único criterio para ‘medir’ a un aspirante es el talento, cosa que no puede ser juzgada a priori con relojes o cintas métricas. Un gordito bajito que le pega con una sola pierna y que no salta a cabecear puede ser Puskas, Sívori o Maradona...

(CÉSAR LUIS MENOTTI, entrenador argentino, en su libro “Fútbol sin trampas”)

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Un buen día a alguien se le ocurrió el termino de 'todocampista' para definir al jugador completo, al que aparece por cualquier lado para marcar la diferencia. Ése es Juan Sebastián Verón, un todocampista absoluto, con una enorme personalidad.
Ahora mismo el mejor centrocampista del fútbol mundial. Verón es distinto en todo. Por actitud, por calidad con el balón, por carisma de líder. Como su padre, nació para ser un líder y creció en Estudiantes. Pasó inadvertido en el mundial Sub 17 de Italia 91, pero aun así llegó al Boca de Bilardo, que le sirvió de trampolín hasta el Scudetto. Primero Sampdoria, después Parma y por último Lazio.
Un curriculum tremendo para un futbolista distinto, enorme, un lujo para los que amamos el fútbol.


(Diario "AS", de España, viernes 9 de Junio de 2000)

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A ese José le digo adiós (Matías Kraber - Argentina)


A José Gobi,
con profundo afecto



A eso de la una ya estaba aferrado al alambrado de la cancha. Vestía una camisa escocesa verde y azul, y sus tradicionales anteojos que guardaban alguna similitud con los del emblemático cineasta norteamericano Woody Allen.

Fumaba el jockey largo con cierta impaciencia, mirando el reloj a cada instante, temeroso por el incumplimiento nuestro: de un conjunto de pibes que había pasado a convertirse en técnico futbolístico. Un plantel repleto de jóvenes que transitaban los últimos meses de vida secundaria, y otros tantos aficionados de las escalas nocturnas por los bares y bailantas del pueblo.

La tarde oscilaba en la temperatura justa para jugar un partido de fútbol. Justamente el escenario era ideal para disputar el encuentro de la fecha; el complejo deportivo del CEF empezó a teñirse de colorido en las tribunas y a sobrecargarse de autos en las afueras de la cancha. Los presidentes de los clubes que se enfrentaban en un clásico contemporáneo estaban en sus habituales lugares, totalmente alejados para evitar posibles enfrentamientos o cruces.

De alguna forma era más que un partido de fútbol, era un desafío noble por el monopolio del juego en el pueblo. Nosotros conformábamos un grupo novato de futbolistas que recién empezaban a transitar la carrera en primera división, luego de coronarnos con un bronce preciado a nivel bonaerense que había sobrevaluado la confianza y la imagen del equipo en el ámbito futbolero del pueblo.

Por otro lado, ellos eran, nada más y nada menos, que el Deportivo Alvear: un club con trayectoria dorada en las vitrinas del deporte. Un club con jugadores que habían vestido las camisetas gloriosas de los trofeos zonales…y que en ese momento, en el trance final de su carrera, no pretendían manchar con una derrota que significaba humillación y deshonra en la repisa sagrada donde depositarían los botines como adornos vivientes.

José había llegado algunos meses antes al clásico. Se adueñó del plantel porque el fútbol representaba uno de sus amores vitales; el fútbol lo había trasladado a una pieza inhóspita pero cargada de pasión, allá en la Avellaneda de los años 60, debajo de la cancha temblorosa del Racing Club de sus amores.

Vivió de jugar a la pelota en aquellos años que “entraba el talentoso” según expresaba en los minutos típicos del entrenamiento que dedicaba a monólogos anecdóticos. Pero la ciclotimia del ámbito deportista, los recambios generacionales, la vida misma que impregna el lema del progreso porque se acaba la juventud y comienza la adultez en un simple abrir y cerrar de ojos; hizo que José incursionara en un nuevo oficio donde también lució una prolijidad tan estética como su vocación de número cinco. Pasó de conducir la columna vertebral del juego a organizar las construcciones edilicias del pueblo bonaerense de General Alvear.

Pero volvamos a la tarde de ese domingo; quizá la misma memoria es una herramienta que salpica demasiados acontecimientos juntos y te traslada con efecto físico a narrar por doquier: son vallas y cercos propios del oficio de escribir, supongo.

A las dos de la tarde todos estábamos cambiándonos en el vestuario con un clima alegre, perfumado de átomo, y contagiado por la música tropical que provenía de un grabador cabalero que nos acompañaba los domingos de partido como una estampita sagrada en la cartera de alguna abuela religiosa.

Algunos paseaban descalzos y con el torso desnudo por los pasillos de los vestuarios donde merodeaban los árbitros y jugadores del equipo rival.

En ese protocolo de espera estábamos cuando José entró a pedir la palabra. No tenía intenciones de garabatear en el pizarrón con posibles combinaciones tácticas; se lo notaba un tanto nervioso y emocionado por la sobrecarga intensa del clásico.

Quizá su mismo amor al fútbol acentuaba la dimensión del encuentro, o quizá se sentía con la cinco en la espalda y los cortos puestos para jugar un partido que iba más allá de la escala al campeonato, que tenía la pimienta de un choque generacional donde se mediría empíricamente el mejor equipo del pueblo…y que cualquier jugador que sintiera algún mínimo romance con el deporte estaría entusiasmado por jugarlo.

José se paró en el frente, mientras todo abandonamos los menesteres del vestuario para fijar la mirada en sus ojos cristalinos. Después de apaciguar el barullo, nos enfatizó con la voz un poco quebrada por la sugestión del partido:

-Muchachos… de ninguna forma esto que le voy a decir es una presión. No lo tomen así; simplemente quiero anunciarles que éste partido es muy importante para mi y para ustedes -José tomó un respiro que pareció eterno y retomó con una voz suave mientras se rascaba su cabello blanco- para mí porque ya soy viejo, ya me queda poco en el fútbol, y si obtienen esta victoria sería el mejor regalo que podría recibir justo hoy en el día de mi cumpleaños.

Una sensación de sorpresa efímera se dibujó en nuestras caras, pero inmediatamente después empezamos a saludarlo con un beso mientras se agitaban las palmas y se cantaba a coro, con tono tribunero, el feliz cumpleaños: “pero el partido es muy importante para ustedes porque juegan contra los que ganaron todo, y los que van a hacer lo imposible para que ustedes les pinten la cara en la cancha. Así que muchachos, si perdemos son las cosas del juego y habrá que asumir la derrota como caballeros, pero si ganamos me darían una satisfacción enorme, y esta noche nos podríamos juntar en casa para cenar los tallarines de mi mujer agasajando mis 73 años de vida y el triunfo” .

Cuando José terminó de hablar, casi al unísono, golpearon la puerta del vestuario para indicarnos que teníamos que entrar a la cancha. Creo que ninguno de los que estábamos allí por jugar los noventa minutos, habíamos sentido un entusiasmo y unas ganas similares a las que emanaron después del discurso de José. Todos sufrimos una inyección de motivación, todos pretendíamos adquirir la victoria como el mejor regalo de su cumpleaños. Salimos a la cancha excitados por apabullar al rival, por consumirlos con nuestra entrega física y algunos destellos creativos de nuestros talentosos.

Finalmente noventa minutos después, todos estábamos descontrolados de euforia y satisfacción abrazando a José que recorría el campo de juego arrodillado como en una plegaria fiel de agradecimiento para con dios. Fue un partido redondo, ganamos 2 a 0 pero diseñando decenas de situaciones líricas donde la pelota no entró porque existía un impedimento desconocido para aumentar la brecha. Pero el fútbol sobró: fue uno de esos días únicos donde todos tienen la capacidad de explotar los recursos para jugar el mejor partido de su vida.

Desde el pitazo final todo fue un pasaje colorido: alientos, cánticos y abrazos que destilaban la algarabía del triunfo constituyeron el escenario deportivo en el postre del partido.

José era el más fanatizado con los tres puntos del clásico; no le faltó abrazarse con nadie y tampoco no le faltó emocionarse con nadie. Recorría el campo de juego en un vaivén permanente y ligero, sonreía por doquier con los ojos azules acuosos de tanta lluvia emocional, y gritaba a cada uno de nosotros: “Me van a volver loco, pibes” con una voz que resonaba como un eco expresando indirectamente que ese día se ancló en el pedestal de sus días menos efímeros y más inolvidables.

Llegamos al vestuario conservando esa magia de la victoria. El grabador volvió a encenderse para ejecutar el ritmo contagioso de la previa, y esperábamos, antes de cambiarnos, la llegada de José para cantarles a coro el feliz cumpleaños tal como lo habíamos previsto.

Cuando entró José todos empezamos a cantar con fuerza mientras incesantemente lo arrojábamos hacia el techo para volver a sujetarlo, como en un acto de veneración donde le devolvimos su juventud en sus 73 años. De repente José interrumpió el ritual y volvió a pedir la palabra como en los minutos previos al clásico:

-Muchachos -largó con la voz áspera, carcomida por la satisfacción y permaneció algunos segundos recuperando el aliento- ustedes van a decir que yo soy un viejo mentiroso…pero mi cumpleaños no es hoy, es mentira. Yo se los dije para motivarlos nada más… discúlpenme, soy un viejo pícaro y mentiroso.

De inmediato todos reímos y volvimos a abrazarlo como la peculiar forma de reconocerle el éxito, de festejarle el método más eficaz de interpelación que provocó que brotara nuestro mejor fútbol… quizá el único fútbol que podía eliminar al Deportivo Alvear con semejante contundencia.

Esa noche cenamos cumpliendo con la mejor prolongación del festejo: no faltó nadie y el clima fue más que agradable.

Después de aquella noche se retornó a la siesta de los entrenamientos físicos, a las anécdotas de José y a domingos de partidos de menor envergadura. El campeonato se difuminó en la anteúltima fecha, pero los méritos sobre todo fueron negligencias propias más que astucias aplastantes del rival. Llegó la época de fin de año donde la mayoría transitamos las fiestas de despedida de curso y egreso.

Se dormía poco y en condiciones poco saludables para materializar una buena actuación en la cancha, y el resto del equipo también tenía aventuras nocturnas exhaustas por motus propio más que por eventos planificados; e indeclinablemente la confluencia se palpó en el resultado: Deportivo salió campeón por un punto, sólo por un empate traicionero.

Así como terminó el campeonato se terminó con la rutina de meses entrenando, y meses compartiendo charlas y momentos deliciosos con José. Cada cual tomó su senda particular: José volvió a las construcciones y apenas lo cruzábamos, una gran porción del plantel volvió al trabajo y su vida privada, y nosotros nos preparamos para incursionar en La Plata o en Capital en una vida universitaria.

El fútbol concluyó en apenas dos meses. El equipo quedó desarmado, carentes de esas caras que le dieron bautismo a la “Asociación de Jóvenes Alvearenses”. El fútbol se terminó para nosotros porque la misma inercia de la vida nos llevó a tratar de ser lo que pretendíamos, a tratar de acaparar una vasta cantidad de materias que nos convirtiera en alguien…ese alguien que nuestros padres quisieron ser y por cuestiones coyunturales propias de un país que tenía trabajo y una Universidad más elitista; no pudieron lograr.

Se concluyó con el fútbol y se agrandó la distancia con aquellos personajes que compartimos experiencias dentro de la cancha y fuera: pero unidos férreamente por el nexo que permitió el fútbol propiamente dicho.

A partir de aquel Diciembre de 2002 donde terminó el ciclo del año y paralelamente la escuela y el campeonato; volví a ver apenas unas tres veces más a José. Quizá hubo algún otro cruce pasajero por las calles del pueblo, pero lamentablemente mi memoria no lo registra.

Recuerdo que la última vez que estuve con él era un viernes soleado de otoño, y fue tomando mates en la despensa de mi amigo Juanchy. Mientras compartíamos un diálogo entrañable que siempre se adeudan los grandes amigos cuando están lejos; José llegó en su moto, con el rostro cansado pero con la vivacidad de siempre. Un abrazo fuerte fue el sello del reencuentro, habían pasado varios meses que ninguno sabía de ninguno, y ese gesto inmediato demostraba claramente la pureza de una amistad que nació por el fútbol.

José compró sus Jockey´s largos y antes de patear para encender la moto, se detuvo y nos clavó la mirada:

-Me imagino que si agarro Atlético Norte van a venir conmigo.

-Claro que sí José, desde ya contá con nosotros- Unifiqué el discurso de Juanchy con el mío porque presumí que respondería lo mismo.

José encendió un cigarrillo, pegó una pitada larga, y arrancó en la moto levantando la mano con una sonrisa ancha en la cara.

Después de aquel cruce espontáneo no volví a verlo. Nunca me había enterado que tenía alguna enfermedad cardiaca que podría efectuarle una muerte silenciosa en cualquier contexto. Jamás su rostro lo comunicó, siempre procuró impregnar de alegría sus momentos comunitarios o sociales.

A casi tres meses de aquel reencuentro me enteré telefónicamente que José había fallecido de un infarto. Sentí una sensación de profunda congoja y desazón porque además de la tortuosa noticia, me enteraba tarde, lejos de la fecha real de su defunción; por lo mismo la deuda que sentí fue gigante. No estaba en condiciones de asistir a su velatorio como el gesto correcto y formal de despedida. Estaba lejos espacial y temporalmente.

Por lo mismo, hoy, un par de meses después a esa voluptuosa distancia, me propuse sincronizar párrafos para formular un texto que pretende ser mi forma peculiar de despedirlo.

Quizá no encuadre dentro de las prácticas normales y formales, pero yo prefiero escoger la mejor cara de José para decirle adiós, prefiero decirle chau a ese José que fue un viejo joven, con un corazón cinco estrellas envuelto en una caja de cristal, que no estaba apto para soportar sobrecargas emotivas intensas.

Un viejo entrañable, manso y divertido que podía colgarse de un alambrado para festejar el gol o recorrer la cancha en cuclillas mirando al cielo como modo de agradecimiento con dios. Y con ese José yo alivió mi deuda; a ese José le digo adiós.

(Mi agradecimiento a Matías Kraber por cederme este cuento para poder compartirlo con todos ustedes)

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Yo empaté aquel partido. Soy descendiente de húngaros y odio a los rusos desde la invasión soviética a Hungría en 1956.

(JOAO ETZEL FILHO, árbitro paulista que arbitró el recordado 4 a 4 en el Mundial de Chile 1962 entre las selecciones de Colombia y la URSS, que ganaba 4 a 1 a falta de 22 minutos para terminar el partido)

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Schubert Gambetta fue el héroe de Maracaná. Tenía todo: temperamento, clase, confianza. Contagiaba fe. Con gente así es imposible perder.

(ROQUE GASTÓN MÁSPOLI, 1917-2004, legendario arquero uruguayo, una de las figuras de la final del Mundial de 1950)

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Entrevista a Juan Sasturain


El escritor argentino Juan Sasturain (1945), es periodista desde hace más de treinta años y actualmente editor de la sección deportes del diario “Página 12” de Buenos Aires. Como narrador ha publicado las novelas “Manual de perdedores I y II” (1985-87); “Arena en los zapatos” (1988); “Parecido S.A.” (1990); “Los dedos de Walt Disney” (1991); “Los sentidos del agua” (1992) -recientemente reeditada- y dos volúmenes de relatos: “Zenitram” (1996) y “La mujer ducha” (2001). Fue guionista de la historieta Perramus -dibujada por Alberto Breccia- publicada durante los años ochenta. Especializado en ciertas formas marginales de la literatura, desde el policial a la historieta, es autor de los ensayos de “El domicilio de la aventura” (1995).

Le gusta el fútbol, escribe regularmente sobre el tema y ha publicado dos libros: las crónicas y reflexiones de “El día del arquero” (1986) y el reciente “Argentina en los Mundiales” (2002) -junto con Daniel Arcucci- mientras tiene en prensa “Wing de metegol” o “¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol?”

¿Cuál son los puntos de contacto que marcarías entre el fútbol y la literatura?

Tanto la práctica del fútbol como el ejercicio de la literatura, llevados a su grado de excelencia y respeto por los medios y posibilidades, pueden (aunque no suelen) alcanzar el grado de la artisticidad: pueden ser un arte, no sólo una actividad reglada por la eficacia o un trabajo marcado por la recompensa. El manejo de la pelota como el del lenguaje -puestos en buenos pies y manos- son un desafío a la creatividad y de ahí, de esa tensión por encontrar una forma original, cada vez única, para resolver dificultades expresivas, puede saltar la belleza. Ambas actividades tienen en común su condición de juego en tanto desafío, actividad en el fondo inmotivada, asunción de un riesgo y entrega personal. Las habilidades que requiere el fútbol (saber golpear una indócil pelota con cualquier parte del cuerpo que no sean las manos) no sirven absolutamente para nada... Para nada que no sea el fútbol. De ahí su equívoca grandeza.

Hay muy buenos escritores que se interesaron en narrar relatos sobre fútbol. Por supuesto, en la Argentina tenemos a Soriano. ¿Qué pasa con los lectores, creés que hay lectores de cuentos de fútbol?

El fútbol, como tema literario, es uno más. Se puede hacer buena literatura o basura con él: hay ejemplos abundantes. No define un género ni una subclase, aunque se puedan hacer antologías con cuentos “de fútbol” que abarquen desde Borges-Bioy a Soriano con variedad de registros e intereses; en ningún caso serán buenos o malos cuentos, más o menos serios, por el tema sino por el tratamiento, ya sea desde adentro o desde afuera del juego. La soleded del corredor de fondo de Alan Sillitoe no es un relato deportivo (Insai izquierdo, de Costantini, que lo reescribe, tampoco), ni Cincuenta de los grandes de Hemingway una historia de boxeadores. Son dos extraordinarios relatos a secas en los que los protagonistas -a diferencia de otros- andan y compiten con otros de pantaloncitos cortos. Escenas de la vida deportiva es un gran cuento de Fontanarrosa -obrita maestra de observación psicológica y de registro coloquial- que trata de un picado; y una historia como la de Campitos está ambientado en el mundo del fútbol pero habla -como siempre sucede- de otras cosas.
Probablemente haya lectores que gusten especialmente de los relatos futboleros y han proliferado últimamente los libros que los reúnen. Hay “especialistas” que sólo escriben historias con esa temática como Corin Tellado escribía novelas “de amor” y Marcial Lafuente Estefanía “de cowboys”. Son oficios; a veces la literatura se cruza por ahí. Obviamente: no hay géneros mayores y menores; ni temas serios y triviales. Hay sí productores de textos y sus consumidores; y escritores y lectores, que son otra cosa.

Desde hace un año estoy siguiendo todas los domingos los programas de fútbol de la Rai. Me parece que hay algo muy interesante en los relatos de esos partidos y que tienen una relación muy directa con la escritura. Estoy pensando en la sobriedad, en la mesura de los relatores italianos. Algo infrecuente para quien transmite partidos en la Argentina. Los relatos aquí son desbordados, los relatores se enfervorizan tanto que desde sus cabinas de transmisión llegan a violentarse oralmente con los jugadores aunque éstos por supuesto, lo ignoren porque están en el campo de juego. ¿Cuáles son los estilos de relato que vos preferís?

El relato futbolero es un fenómeno radial, invento argentino, substituto de la imagen, de la presencia en vivo. Pretende la inmediatez. Un partido de fútbol transmitido/escuchado por radio es un cuento, una historia, un acto de invención dramática con su desarrollo, sus protagonistas, sus apartes, sus énfasis, su tono: es una versión de los hechos, una construcción verbal más o menos veraz o estilizada. A mitad de camino entre la crónica periodística y el relato de ficción, debe retener al oyente -hay diferentes versiones o relatos de un mismo acontecimiento- y el vicario espectador elige la “mirada” (el relator) que más le satisface de acuerdo con sus necesidades. Siempre se trata de una historia que se propone de suspenso pero que puede derivar en comedia o drama. El oyente de fútbol es un receptor muy activo, básicamente interesado en cómo termina una historia en la que está absolutamente jugado partidariamente: buenos y malos, vencedores y vencidos. El relato lo implica sentimentalmente (desea que termine de una u otra manera) y desconfía siempre de la equidistancia de la versión que se le ofrece. Se le pide veracidad y emoción para que substituya la presencia en vivo. El relato televisivo, en términos lógicos, no estaría sujeto a esas reglas pues su función no sería substitutiva sino meramente complementaria, como las voces que acompañan un documental: no explicar lo que se ve sino aportar datos complementarios para su perfecta comprensión. Y así era en origen: la sola mención de los jugadores en el momento de tomar contacto con la pelota agotaba la función del relator. Así eran las transmisiones de Mauro Viale, por ejemplo, durante años, en que sólo la elevación del tono y la velocidad con que se nombraba al jugador indicaba la inminencia del gol.
Desde Araujo-Macaya y en menos medida otros narradores y comentaristas epigonales o no, las voces que se superponen a la imagen han dejado de ser complementarias para convertirse en coprotagonistas e incluso (cuando los partidos son menores, por interés objetivo o malos por su calidad) en las verdaderas estrellas del acontecimiento televisivo. Porque el fútbol es desde hace mucho en la Argentina un hecho mediático, un espectáculo televisivo para el 90 por ciento de la gente. Cada vez va menos gente al fútbol y cada vez más gente lo ve por tevé. Araujo es una estrella de la televisión y un partido relatado/comentado/acotado por él en Fútbol de Primera es, respecto del partido en vivo en la cancha, lo mismo que un video clip elaboradísimo respecto de la versión de ese tema en vivo o en simple disco. Otra cosa no equiparable, manipulada, transformada, enriquecida y distorsionada. No hay vuelta atrás: han inventado otra cosa.
Aparte, además y fundamentalmente, Araujo me resulta particularmente insoportable y prefiero las transmisiones lisas, sin acotaciones sobradoras, supuestamente ingeniosas, arbitrarias exageradas, llenas de muletillas falsamente espontáneas. Pero el fenómeno existe, tiene su indudable entidad.


(entrevista de Ángela Pradelli, Junio de 2002 en el portal “Literaturas”)

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El primer entrenamiento que hice con el Real Madrid, después de que el técnico Jorge Valdano me había dicho que yo era el quinto extranjero y tenía pocas chances de jugar, fue en una pretemporada en Suiza.
En ese primer entrenamiento estábamos haciendo un partido de nueve contra nueve. Yo estaba corriendo como un salvaje, porque entrenaba siempre como un salvaje. Y Valdano entró a jugar con nosotros... y sin quererlo, porque la pelota le llegó y no me pude detener, lo trabé fuerte, lo levanté por el aire y cayó al suelo.
Estando los dos en el piso, me dijo:
"¿Siempre entrenas así o sólo cuando odias a tu entrenador?

(IVÁN ZAMORANO, ex jugador chileno)

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La velocidad en el fútbol cambió a partir de la Selección de Holanda en 1974. Fue una revolución en el fútbol mundial, a partir de allí se empezó a jugar mucho más rápido.

(RICARDO BOCHINI, ex jugador argentino)

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Cuando se me hablaba del Estadio Centenario, yo creía que sería uno de los tantos que se construyen continuamente. Pero después que lo vi y lo pude apreciar en todas sus partes, he sacado la conclusión que es el primero del mundo. Yo conozco bastantes, por no decir todos, sin embargo no he visto ninguno tan completo.

(JULES RIMET, Presidente de la FIFA en 1930, álbum del 1º Campeonato Mundial de Fútbol; Segunda Edición; pág. 15)

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Campione 2000 (E-type - Suecia)

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En La Bombonera, cuando Argentina le ganó a Bolivia y empató con Perú debí ejecutar dos penales casi calcados. Yo daba un paso y miraba de reojo a los arqueros; llegaba a la pelota y le daba fuerte, al palo opuesto al movimiento de ellos. Los arqueros me habían estudiado y ninguno se movía. Entonces, di dos pasos y en el último cambié la decisión, pegándole fuerte a media altura. Los dos remates, con diferencia de una semana y con 60.000 almas empujando, al final entraron. Pero no alcanzó y quedamos fuera de México 70.

(JOSÉ RAFAEL ALBRECHT, ex internacional argentino, recordando la eliminación albiceleste de la cita mundialista de México ’70)

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La cara más negra del fútbol es la de Hasselbaink.

(FRANCISCO MIGUEL NARVÁEZ "Kiko", ex futbolista español)

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Kevin Keegan no sirve ni para atarle los cordones de la botella a George Best.

(JOHN ROBERTS, periodista inglés, criticando al ex jugador del Hamburgo y actual entrenador en el fútbol británico)

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Décimotercer partido (Umberto Saba - Italia)


Un exiguo grupo en las gradas
se calentaba gritando.

Y cuando
-enorme aureola- atrás de una casa
apagó el sol su resplandor, la cancha
metió el presentimiento de la noche.

Corrían arriba abajo camisetas
rojas, blancas, en una luz extraña
de iridiscente transparencia.

El viento desviaba la pelota,
la Fortuna se vendaba otra vez los ojos.

Era hermoso
ser tan pocos, juntos,
entumidos,
como los últimos hombres en un monte,
mirando el último partido.

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El entrenamiento es bastante similar al de acá, pero no se trabaja mucho la parte táctica. Más que nada explican, el entrenador te dice lo que tenés que hacer, pero no lo trabaja tácticamente. Entonces, muchas veces las cosas no salen y el entrenador se enoja muchísimo. Y rezonga, pero de rezongarte como a un chiquilín, como a un niño chico. Una vez llegó a tirarle un borrador a un muchacho por la cabeza. Y el jugador sumiso totalmente, cabeza baja. Y eso que era un muchacho muy grande y el entrenador es bajito. No hay respeto mutuo. Y para hablar con el técnico tenés que pedir conferencia. Es como hablar con el Papa.

(GERARDO "Karibito" MORALES, jugador uruguayo del club Mes, de la ciudad de Kerman, contando sus vivencias en el fútbol iraní. Publicado el 8/1/08 en el diario "El País" de Montevideo)

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Prefiero la liga inglesa, las mujeres tienen las tetas más grandes.

(EMMANUEL PETIT, futbolista francés, ex central del Barça, opinando en 2001 en una revista parisina acerca de las diferencias entre las Ligas de Inglaterra y España)

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Espero celebrar muchos títulos en Cibeles.

(MIGUEL ÁNGEL FERRER MARTÍNEZ "Mista", futbolista español, en su presentación oficial como jugador del Atlético de Madrid -2006-, queriendo arrebatarle al Real Madrid el lugar clásico donde festejan los títulos los simpatizantes 'merengues')

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Mi historia con Rosario Central (Roberto Fontanarrosa)


“Te aplaude y te saluda jubilosa
la hinchada deportiva que te admira
campeón de cien jornadas victoriosas
valiente triunfador que orgullo inspira”.


Así empieza, señores, la vibrante marcha de Rosario Central, fruto del genio inmarcesible del rapsoda rosarino Laerte Carroli, pieza musical comparable, según historiadores y melómanos, a la exultante La Marsellesa francesa.



“El símbolo auriazul de tu divisa
florece y resplandece como un sol
cada vez que la cancha se electriza
al estallar de la victoria el gol”.

Y así palmea, salta y canta, acompañando esos compases, la hinchada canalla cuando el bravío primer equipo auriazul pisa la grama del Gigante de Arroyito, estadio mundialista que se empina, intimidante, a orillas del río Paraná, un río tan largo que nunca termina de pasar.

Hace algún tiempo escribí, en una pieza literaria sinceramente inmortal: “Rosario Central no tiene historia. Tiene mitología”. Y esto es así porque sus orígenes, sus avatares y sus formidables campañas están siempre fluctuando entre la realidad y la fantasía, lo palpable y la ficción, lo comprensible y lo inexplicable.

¿Cómo no ser hincha, entonces, de un equipo así? ¿Acaso puede evitar, un intelectual sólido y sensible como quien esto escribe, ser captado, atrapado y seducido por una divisa que desde la realidad más palmaria y comprobable se dispara hacia la exageración y la desmesura? Todo es increíble, todo es sospechoso, mis amigos, en los relatos partidarios de hechos inusitados, de hazañas que rozan lo inconcebible, lo fantasioso y la imaginación pura.

Se dice, se cuenta, se afirma, que Central es uno de los equipos más antiguos del fútbol argentino, con sus 118 años de vida institucional. Se dice, se cuenta, se afirma y se asegura que sus orígenes fueron los talleres del ferrocarril y, por tanto, sus primeros partidarios eran humildes operarios del riel, miserables pordioseros hallados bajo los puentes ferroviarios, nobles verduleros, cochambrosas prostitutas, laburantes del puerto y marginales.

Y que, por eso, el indómito rosarino Ernesto “Ché” Guevara es su hincha más reconocido. Porque simpatizaba, obviamente con la causa del pueblo, confrontando con el origen oligarca del otro club de la ciudad, rival eterno, nacido en un colegio privado inglés. Pero también se ha escrito que los fundadores de Rosario Central fueron navegantes fenicios que llegaron a estas costas remontando el Paraná a comienzos del 1400. Y que le dieron a la camiseta los colores azul oscuro por el proceloso mar, y amarillo patito por una epidemia de hepatitis que terminó con todos ellos.

¿Cuánto hay de verdad y cuánto de mitología, por ejemplo, en la narración de los viejos seguidores cuando relatan el legendario gol de Aldo Pedro Poy en aquel lejano Diciembre de 1971, gol que abriría las puertas al primer Campeonato Nacional obtenido por Rosario Central? ¿Es verdad o es mentira que Aldo convirtió ese gol contra el rival de todos los tiempos, volando en palomita o en plancha, o como quiera usted llamarla, para asestar con su cabeza, testuz alado, el frentazo goleador?

¿Es verdad o es mentira que, como afirman algunos, Aldo ya venía volando desde San Nicolás, localidad situada a mitad de camino entre Rosario y Buenos Aires, puesto que era una semifinal? ¿Es falso o es cierto que, como juran y perjuran muchos otros, se veían en las espaldas del Aldo dos alas enormes y doradas que lo impulsaban por el aire?

Pocos pueden entender, asimismo, mis amigos, que, desde aquella fecha patria, año a año, puntualmente, hasta nuestros días, todos los 19 de diciembre se realice en Rosario, en Los Ángeles, en Barcelona, en Santiago de Chile o en donde sea, la reconstrucción del gol, escenificada y teatralizada por centenares de hinchas canallas que se reúnen a ver cómo Poy, hombre grande ya y respetable, vuelve a volar hacia ese balón para impactar con su parietal, hoy calvo, y repetir el gol de aquella tarde, arriesgando su cuerpo, en la actualidad un tanto endeble, al caer sobre la dura superficie del planeta, que se ha solidificado en demasía desde entonces.

¿Alguien habrá de aceptar, a pie juntillas, la versión oficial del apodo “canalla” para el hincha centralista? Conspicuos ciudadanos, hombres probos, fuerzas vivas en general, no llegan a perdonar cómo, tantos años atrás, Rosario Central se negó a disputar un partido a beneficio de un leprosario propuesto por su clásico rival, el Ñuls Old Boys. De allí quedó, señores, el mote denigrante de “canallas” para nosotros y el más vinculante de “leprosos” para los rojinegros. Pocos entendieron que esa actitud negativa no fue por falta de sensibilidad social o sanitaria sino, tan solo, para no hacerse cómplice, la institución, de una maniobra quizás demagógica, sensiblera y populista.

¿Es fácil explicarle a un ser racional y criterioso, que un hincha puede saltar al césped, perforando la alambrada, desde atrás de uno de los arcos, para impedir un gol en contra de su equipo? En el Gigante de Arroyito sucedió eso, mis amigos. El Turco Spil fue aquel valiente, el hincha que atravesó la alambrada perimetral para ingresar como una exhalación, interceptando ese balón insidioso que, tras sobrevolar la cabeza del mítico portero Edgardo “Gato” Andrada, se anidaba en las redes, sellando la segura derrota de los locales. Y el Turco no despejó esa pelota a cualquier parte, no la tomó con sus manos para correr con ella como una criatura. No, señores, nada de eso. Fiel a una escuela, leal a una estirpe, la pisó y se la tocó corta al Coco Pascuttini para salir jugando ante la mirada atónita de los jueces.

¿Cómo no se va a sentir dominado por una pasión fatal, a esa divisa de franjas verticales azules y amarillas, un ensayista, un aspirante mayor al Premio Nobel, como quien esto escribe, cuando le ha tocado vivir otra jornada de estupefacción en la final de la Copa Conmebol de 1995? Allá, en el inconmensurable estadio Mineirao de Brasil, el irrespetuoso Mineiro, sacando ventaja arteramente de una lluvia que llevaba cayendo tres meses con sus noches, sometía al enjundioso equipo rosarino por 4 a 0. Cuenta la imaginería popular que hubo macumbas brasileñas ancestrales, presiones misteriosas de Orixá y otros dioses umbanda, que convirtieron las piernas de nuestros jugadores en piedras leñosas y pesadas. Tenue era la esperanza para el desquite. No obstante, las deidades del fútbol condujeron esa noche de la revancha a 45.000 canallas hasta el Gigante de Arroyito. Y Central ganó 4 a 0, para luego imponerse en los penales. Juran, testigos presenciales, que, cuando el “Petaco” Carbonari convirtió el cuarto gol a cinco minutos del final, su cabeza de titán refulgía cubierta por un casco de oro y marfilina que le había entregado la mismísima Némesis, Diosa de la Venganza.

¿Cómo no se va a sentir cautivado un estadista, un sociólogo, un arqueólogo, un cosmetólogo como quien esto firma si, además, le toca estremecerse ante otro acontecimiento inexplicable vivido por la escuadra canalla, ni más ni menos que en el hostil estadio del América de Cali, reducto del Diablo y sus demonios? En el primer partido por Copa Libertadores, Central había triunfado en Rosario con un gol marcado por su coloso invencible, Juan Antonio Pizzi. Escasa ventaja para volar a Cali, mis lectores, exigua diferencia para enfrentar al rojo en su reducto.

Frente a la magia de la televisión vimos, defraudados, como a cinco minutos del final, cinco minutos digo, cinco apenas, el canalla perdía por 3 a 0, con un hombre menos, jugando espantosamente mal y con el ánimo deportivo por el suelo, aguardando tan solo el piadoso pitazo definitivo. Ya los jugadores suplantados en el equipo local, aún antes de finalizar el encuentro, sopesaban livianamente a qué rival preferían enfrentar en la siguiente ronda, la de semifinales.

Ya, en Rosario, ante las pantallas de televisión y en la calle, los partidarios del clásico rival rojinegro hacían explotar bombas de estruendo, celebrando la segura eliminación de los canallas. Se pegaban ya en las paredes y muros de la ciudad, carteles ofensivos con bromas sangrientas sobre el indigno caído. Fue entonces, cuenta la leyenda, que Fortuna, diosa de la suerte casquivana, se apoderó del alma del balón, hizo que este se escurriese de las manos del portero caleño y otra vez Juan José Pizzi lo empujó a la red.

Dos minutos mínimos restaban para el final y fue allí que en un contragolpe, tres, ocho, catorce, veintisiete, mil quinientos hombres del equipo rojo quedaron solos frente a las manos desvalidas del portero Tombolini. Y el Tombo saltó y brincó como un demonio, ofrendó su rostro y su pecho a los disparos salvando una vez más su portería. Y ya en tiempo de descuento, Vespa, el bravo indio charrúa, se hizo luz, relampagueo y centella sobre el flanco derecho de la cancha, envío un centro y, en ese instante, la diosa Justicia se quitó la venda que cubre sus ojos y la colocó tapando los ojos del portero, que manoteó el aire vanamente y otra vez el coloso, el rubio Pizzi, cabeceó la pelota a los piolines. Éxtasis e infarto. Festejo y gloria. Central ganaría luego en los penales. La mitología quedaba corta ante el misterio.

¿Quedará alguien, me pregunto, que se siga preguntando qué motivos o razones o argumentos, conducen a un hombre sabio y bien pensante a convertirse en un fanático seguidor de los colores auriazules? ¿Quedará alguien, me pregunto? Y si aún quedan, si aún persisten unos pocos descreídos aferrados a su escéptica, abrumadora necedad, restará simplemente invitarlos a que concurran alguna vez al Gigante de Arroyito. Y conste, lo aseguro, que ya no hay fanatismo en mis conceptos. Ahora, cuando las nieves del tiempo blanquean mis sienes, adquirida con el paso de los años la cordura, algo distante de estallidos partidarios, con alguna lejana frialdad de observador imparcial, simplemente convoco al forastero para que, acompañando a su equipo favorito pise en un buen día el cemento formidable del Gigante. Para que compruebe, en persona, la leyenda. Y allí escuchará cómo el pueblo canalla recibe a un invitado. Allí sabrá del saludo que la parcialidad auriazul dedica a la visita.

“Ya todos saben que Rosario está de fiesta
ya todos saben que en Rosario es carnaval
ya todos saben que La Boca está de luto
que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay”


Vengan, atrévanse, a vivir lo mitológico en el Gigante de Arroyito, reducto de los canallas. Ya van a ver cómo los cagamos a goles y les rompemos el culo.

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Un partido cambió el destino de Silvio Marzolini. En 1959 Ferro Carril Oeste llegó a la cancha de River arrastrando una espectacular racha invicta de 19 partidos. Pero esa tarde perdieron por goleada y el peruano Gómez Sánchez le pegó un baile de aquellos a Marzolini, quien confesaría que “jugué el peor partido de mi vida”. Y resulta que esa tarde los dirigentes millonarios, que estaban interesados en la compra de un lateral por izquierda, le bajaron el pulgar al rubio defensor. “De donde haber jugado tan mal me benefició, porque en 1960 pude pasar a Boca Juniors, club del cual siempre fui hincha y con el que conseguí tantos títulos”.

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Los futbolistas viven muy tensionados: en las prácticas le viene una pelota por el aire, la bajan y siguen jugando tranquilamente; pero durante el partido, a veces no les sale porque la paran con el cuerpo duro por la tensión y la pelota se les escapa.

(OSVALDO "Chiche" SOSA, ex futbolista y entrenador argentino)

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Los hinchas italianos son los únicos a los cuales si cuando llegan a estadio, más allá de haber abonado la entrada, le dicen que el rival no se presentó y ganaron el partido, se vuelven a sus casas sin chistar lo más contentos.

FERNANDO NIEMBRO, periodista deportivo argentino)

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Los pibes y el fútbol (Néstor Sappietro - Argentina)


Habíamos perdido la cuenta de los días desde que el mal tiempo se había instalado. Las estadísticas decían que fue el abril más lluvioso de los últimos 100 años. El sol empujaba de mala manera a la última nube, y Julián, mi pibe de 3 años, hacía lo mismo conmigo para que vayamos a patear un rato. Salimos con el temor a que la cancha esté ocupada y tuviéramos que postergar las ganas de Julián otra vez. Por suerte, solo encontramos a un chico de más o menos doce años trotando alrededor de la línea de cal, y a una mujer (la madre), que sentada en un tronco que esta ahí a modo de tribuna, no dejaba de observarlo y alentarlo.

La mujer comenzó a prestar atención a cada corrida de Julián que intentaba ponerse de acuerdo con la pelota. Después, se acercó y me preguntó:

- “¿Es su hijo?”

Le contesté que sí. Ella entonces asintió con la cabeza sin dejar de gritar pidiéndole más ritmo al muchachito que seguía dando vueltas alrededor de la cancha.

- “...Yo vengo todas las tardes”, me dice, y se entusiasma, “...a los pibes hay que incentivarlos. Ellos no se dan cuenta, este siempre se queja cuando lo hago correr, pero una está trabajando para que tenga un futuro. ¿Vio lo de Messi? Se salvaron todos, hasta los bisnietos...”

Julián, que había emprendido una veloz corrida con la pelota hacia el arco, daba sus rodillas contra el piso, y gritaba como pidiendo tarjeta amarilla para el pozo que hizo las veces de zaguero central, trabándole el pie de apoyo.

La mujer aprovechó la incidencia para retomar la conversación (en realidad era un monólogo), diciéndome: “...Son cosas del fútbol. Mire, viéndolo como lleva la pelota se nota que el nene tiene condiciones. Hágame caso. Incentívelo. Mi marido ya no me da bolilla. El pobre anda como loco buscando una changa. Por eso yo estoy luchando para que mi hijo no viva las penurias que a nosotros nos tocaron... Él se tiene que salvar”.

De pronto, me vinieron a la cabeza todos los pibes que la rompían en barrio Azcuénaga; el canario, Edgardo, Manzana... Ninguno de ellos siguió jugando al fútbol. Ninguno llegó. Preferí no comentarlo con la señora, y me alejé con la excusa de patear un rato con Julián...

El periodista Julio Marini, escribió una nota en Enero del año 2000 para Clarín, titulada “Tráfico de ilusiones”. Allí, los números son contundentes.

Más de 50.000 chicos entre 6 y 16 años forman parte del tráfico de menores-futbolistas en Italia. El circuito de funcionamiento, dice Marini, es muy simple: “...Cualquier empresario sin escrúpulos, llega a un país que debe reunir tres requisitos: a) Contar con un potencial de niños con condiciones para el fútbol, b) Estos chicos deben carecer de familiares o, en su defecto, tener graves problemas de subsistencia, y c) Tanto los niños como sus padres deben estar dispuestos a dejar partir al “futuro crack”. Así es común que en aldeas de países africanos, favelas brasileñas, pueblos remotos de la Argentina, y en cualquier lugar donde haya bolsones de pobreza, partan cientos de criaturas a cambio de nada. En África se paga por un chico jugador cifras que pueden llegar a 20 dólares. No por el pase del chico. Compran directamente a la criatura. Lo cierto es que muchas veces no lo venden siquiera por 20 dólares. El solo hecho de tener una boca menos que alimentar es parte de pago para esos padres de familia numerosa. Todos quieren encontrar a la nueva esperanza mundial. Si el chico no funciona, no le renuevan el carné de jugador. Si alguien le presta dinero, podrá volver a su casa. Si no, lo más probable es que se quede en Italia, limpiando parabrisas en algún semáforo o mendigando, y algunos según se dice, sin que pueda comprobarse, estarán lejos de una cancha y cerca de un quirófano. Sus órganos se utilizarán para transplantes...”. De esto no se habla, cuando se habla de trabajo infantil.

La mujer increpaba al muchacho señalándole que los penales se patean fuerte y a un palo. Que se tome un segundo para ver si el arquero se mueve... Me pareció verlo cansado, como un veterano que está jugando sus últimos partidos. Le dije a Julián que era hora de ir para casa porque ya se había hecho muy tarde.

Mientras volvíamos, algo embarrados, con las rodillas raspadas y la pelota bajo el brazo, me preguntaba, ¿Dónde se podrá conseguir una buena trompeta?... Después de todo, no estaría nada mal que el nene sea el día de mañana un gran trompetista.

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Evaristo de Macedo (Río de Janeiro, Brasil, 1933) ha sido uno de los extranjeros más rentables de la historia del FC Barcelona, que destacaba por su capacidad goleadora.
Llegó a Barcelona de la mano del entonces secretario técnico Josep Samitier, este le avaló calificándole de jugador fuera de serie. Y no se equivocó, como lo demuestra su media goleadora en el equipo barcelonista, fuera de 0,8 goles por partido.
Con una fuerte complexión atlética, era el típico jugador brasileño de técnica depurada e instinto asesino de cara al gol con un buen tiro con las dos piernas, un letal cabezazo y una rapidez y valentía que le hicieron insustituible en la delantera del Barça durante cinco años, haciendo un dúo perfecto con Eulogio Martínez.
La anécdota de su fichaje. Aterrizó en El Prat poco antes de que el Barça y el Atlético Madrid dirimieran el partido de vuelta de los octavos de final de la Copa del Generalisimo. Naturalmente quiso ir a ver el partido y lo cierto es que quedó de lo más alucinado. ¡Su nuevo club había ganado por 8 a 1! y Eulogio Martínez a quien teóricamente debería quitarle el puesto había marcado ¡7 goles válidos y dos que le anularon!. Evaristo que vio aquello, solo pudo decir: "La verdad es que no entiendo cómo han ido a buscarme a mi al Brasil, cuando aquí tienen un jugador capaz de meter 7 goles en un partido..."
La verdad es que los dos jugaron juntos muchas veces y su debut seria un 5 de Mayo de 1957. En el partido homenaje a Velasco, que el Barcelona ganaría 4 a 1, con un gol de cabeza de Evaristo.

(artículo extraído del blog Cathonys)

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He tenido cuatro novias en 11 años. Son pocas, pero he estado con 600 o 700 mujeres, unas 20 del mundo del espectáculo. He jugado después de hacer el amor. Un día me dieron las seis de la mañana con una amiga y ganamos 4-0 a la Juve.

(ANTONIO CASSANO, jugador italiano, en su libro “Dicco Tutto” -Lo digo todo-)

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Yo salía con la pierna bien arriba para demostrar quién mandaba. El área es la casa del arquero. Para entrar tenés que tocar la puerta. Y aún así no te dejo pasar. Y si venís de prepo, cobrás. Yo me hacía respetar.

(GERMÁN BURGOS, ex arquero argentino)

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El arte y el fútbol (Juan Villoro - México)


Malraux definió nuestra época como “el extraño siglo de los deportes” y Huizinga al ser humano como homo ludens. Tomadas al pie de la letra, estas ideas sugieren que la civilización contemporánea es la historia del juego organizado y debe ser estudiada en las canchas y los vestidores.

Es obvio que tan benévolas opiniones sobre la trascendencia del juego no son compartidas por la mayoría. Si algo caracteriza nuestra humana condición es la capacidad de estar en desacuerdo. Numerosos analistas han dedicado páginas de severidad marcial a criticar las pasiones excesivas, la manipulación de la conducta y el embrutecimiento generalizado que se dan cita en los estadios.

Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un retorno a la barbarie. ¿Cómo es posible que la especie que inventó el sistema decimal, de tanto contarse los dedos, se apasione con un juego donde sólo el portero tiene dispensa para usar las extremidades prohibidas?

En sus más simples fundamentos, el fútbol propone un regreso a las cavernas, donde las manos servían de muy poco. Por eso el poeta Antonio Deltoro ha escrito que sus batallas representan “la venganza del pie sobre la mano”. La fascinación elemental del “juego del hombre”, como lo bautizó el cronista Ángel Fernández, proviene de su tosca dificultad y su vínculo con un tiempo primigenio. ¿Qué significa este retroceso en el tiempo? Que el domingo podemos recuperar lo que aún tenemos de tribu encandilada por el fuego, del griego que confunde a los dioses con los mortales, del niño convencido de que los héroes duran 90 minutos.

Las definiciones de Malraux y Huizinga son certeras, pero requieren de una precisión histórica: durante años el hombre chutó balones con placer sin aceptar que esa actividad definía su vida. Los miles de ojos ávidos que atestiguaban un partido no pertenecían a la cultura.

Numerosos artistas repudiaron el fútbol como una droga social o prefirieron mantener en secreto su afición por los goles para evitar que sus pinceles, sus plumas o sus leotardos se mezclaran con las gestas resueltas a patadas. El balón dominado con pericia y las barridas enjundiosas parecían ajenas a las tareas de los estetas. Incluso las mitologías que acompañan a los equipos y a los ídolos -el fútbol como imaginativa forma de representación- se descartaban como saldos groseros, fundamentalistas, de un oficio que a fin de cuentas sólo servía para transpirar.

Resulta difícil concebir a Sartre, hombre de letras, comprometido con la razón 24 horas al día, preocupado por la suerte del Paris Saint Germain. Aunque los guardametas de la época usaban el suéter de cuello de tortuga de los existencialistas, el indagador del ser y la nada no fumaba su pipa en los estadios. En una de sus clásicas paradojas, Oscar Wilde comentó: “El fútbol es un deporte de lo más apropiado para niñas rudas; pero no apto para jóvenes delicados”. El intelecto debía alejarse del tosco universo de las bestias: “La única forma posible del ejercicio es hablar”.

Hasta mediados de siglo pasado, una fuerte presión social impidió que el fútbol rebasara los límites del barrio, el descampado, el canallesco arrabal. Sin embargo, a contrapelo de las modas, tuvo cultores privilegiados.

Albert Camus creció en una familia de pobreza extrema y decidió jugar de portero porque en esa posición se gastan menos los zapatos. Años después diría que todo lo que sabía de la ética era obra del fútbol, el territorio en el que se ignora por dónde saldrá el balón.

En la pintura, Max Beckmann llevó el expresionismo al área chica, Robert Delaunay inmortalizó un lance del “equipo de Cardiff”, Nicolas De Staël creó un paisaje perfectamente abstracto al que por soberano capricho tituló “Los futbolistas”, Pablo Picasso dibujó a tres fantasmones regordetes que flotan en pos de un sol hecho pelota y el mexicano Ángel Zárraga logró una sutil y perturbadora transexualidad con sus mujeres futbolistas.

El cine ha ofrecido churros como “El gran escape”, donde Pelé comparte créditos con Max Von Sidow, melodramas para llorar entre palomita y palomita (“Pelota de trapo”), rocambolescos driblings de “Resortes” y episodios de alta temperatura intelectual como “El miedo del portero ante el penalti”, de Wim Wenders, basada en la novela de Peter Handke.

Los escritores se dedican, con variada intensidad, a rendir testimonio de lo que miran en el césped: Vinicius de Moraes retrató a Garrincha, Umberto Saba a un equipo sin gloria, Samuel Becket al hombre acorralado, ansioso de que el destino le brinde un “juego de vuelta”, Günter Grass a un arquero en un estadio nocturno, Pier Paolo Pasolini a los que corren en prosa y a los que corren en poesía y Luis Miguel Aguilar a un virtuoso con tan buen toque que se electrocuta.

El fútbol ha sido la más peculiar factoría de artistas: Joan Manuel Serrat aprendió a cantar en los campos del Barcelona, Chillida se dedicó a la escultura cuando una lesión lo alejó para siempre del Athletic de Bilbao y Jorge Valdano adquirió su buena prosa en las concentraciones del Real Madrid y la selección argentina.

Los tiempos han cambiado tanto que se intelectualiza el fútbol en exceso, se considera que cualquier entrenador con ingenio es un filósofo y se publican odas lamentables en nombre del amor a la camiseta. Lo decisivo, a fin de cuentas, es que el fútbol se percibe como cosa mental. Nadie puede jugarlo ni verlo sin imaginación. Se los digo yo, que una vez gané la Copa del Mundo, y no tuve necesidad de despertarme.

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Espere a que sólo quedaran cinco minutos para el final del partido. Le entré con dureza. Pensaba que el balón estaba allí. 'Trágate esto, capullo', le dije. Ni siquiera esperé a que el árbitro me sacara la tarjeta roja. Me di media vuelta y me encaminé hacia el vestuario.

(ROY KEANE, ex jugador del Manchester United, en su libro autobiográfico, recordando como le rompió premeditadamente la rodilla al jugador noruego Alf Inge Haaland en un derby de Manchester y lo retiró de la práctica activa del fútbol. Todo había empezado en 1997 cuando en un Leeds-Manchester United el noruego le pegó un codazo a Keane)

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¿Si hubo fútbol en Manchester? Tal vez no. Pero, de todos modos, en Manchester preocupaba poco. Lo que importaba realmente era esto: llegar a la vuelta triunfal frente a tribunas que seguían gritando: ¡animals, animals!

(OSVALDO ARDIZZONE, periodista argentino, en revista “El Gráfico” tras la Intercontinental de 1968 ganada por Estudiantes de La Plata con gol de Juan Ramón Verón -foto-)

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