El fútbol se llamaba "la pelota", y la pelota la armábamos con trapos. A todos nos gustaba jugarlo y, desde lejos, nos llegaban los ecos de jugadores fantásticos y de grandes equipos: Alumni, River, Independiente, San Lorenzo ... se hablaba de ellos en los diarios que, a veces, traía mi padre.
No eran muchas las familias que vivían junto al río, pero en cada una había hijos como para que casi se pudiera armar un equipo completo.
Fue por entonces, que algunos vecinos empezaron a decir que ellos eran de Boca, otros de Colón, porque era de Santa Fe, explicaban.
Una tarde, mi hermano mayor, que tendría 13 ó 14 años, le preguntó a papá lo que todos nos empezábamos a preguntar:
-Nosotros ¿de quién somos?
Papá, con su habitual seriedad, pareció meditar unos segundos:
-Dejáme pensarlo.
Al rato, como todos seguíamos cerca de él en ansiosa espera, nos dijo:
-Cuando vaya a Buenos Aires, voy a hacer unas averiguaciones y les voy a decir.
Una vez por mes, papá se iba con un par de amigos a Buenos Aires. Salía el viernes al mediodía y volvía el domingo a la tardecita o, a veces, el lunes a la mañana.
Para nuestra preocupación, todavía faltaban casi dos semanas para que volviera a viajar. Durante todos esos días antes de su viaje, jugábamos a la pelota como con menos entusiasmo, como con cierta angustia, ¿de quién seríamos?
Los que lo sabían eran hinchas, llevaban la camiseta puesta en la ilusión.
Por fin, un viernes nublado, papá salió, con su ropa elegante, bien afeitado, bien peinado, con olor a colonia y con su bolso de siempre en la mano.
El fin de semana fue interminable. No se lo conté a nadie pero el sábado a la noche casi no pude dormir.
El domingo era un día de brillante sol de verano, supongo que de un calor tremendo pero, para nosotros, el calor no era calor, era la vida, como el Paraná, como los sauces, como los caminos polvorientos y el canto de los sapos.
En algún momento, mientras dormitábamos la siesta obligada, Laureano le preguntó a mamá si papá vendría esa tarde o el lunes a la mañana. Ella no lo sabía. Pensé que me iba a resultar espantoso pasar otra noche con aquella incertidumbre, con aquel cosquilleo del alma.
Al atardecer, estábamos metidos en el río, desnudos. Pescábamos anguilas. Pero yo me pasaba casi todo el tiempo dado vuelta, mirando la calle de tierra que bajaba por la barranca. De pronto, como si hubiera sido un duende portador de la felicidad, vi aparecer a papá: alto, flaco, morocho, caminado altivo con su paso rápido y ágil.
¡Llegó papá! -grité.
Creo que mis dos hermanas mujeres no, pero los otros siete salimos corriendo a recibirlo. Siempre nos alegraba su llegada pero esta vez era diferente. Era... emocionante.
Nos saludó con su cariño parco, tocándonos la cabeza. Entró a la casa. Saludó a mamá. Se sacó la camisa. Puso sobre la mesa algo que había traído para convidarnos y que empezó a desenvolver.
Estaba muy tranquilo, parecía que se había olvidado de la misión principal de ese viaje a Buenos Aires.
Al final, no aguanté más:
-¿Y papá? ¿de quién somos?
El adoptó un aire circunspecto y nos dijo con más pausa de la que le era habitual y que fue la única vez en mi vida que la sentí como una lentitud desesperante:
-Bueno... estuve averiguando, y estuve pensando... Somos de Independiente.
Lo escuché y sentí que el corazón me dio un salto, que no me hacía falta haberlo escuchado porque yo siempre había sido de Independiente; había nacido de Independiente.
Ahora todos sabíamos de quién éramos.
Papá siguió explicando que era un equipo de gran juego, que tenía su propio estadio ¡ de cemento ! y con visera, el único en América. Y que lo había construido el club sin pedirle plata a nadie.
Laureano le preguntó de qué color era la camiseta.
Imagino que es imposible que yo lo supiera pero la respuesta de papá fue, de nuevo, algo así como la confirmación verbal de lo que ya estaba en mi mente: roja, por supuesto. Eramos de los grandiosos 'Rojos de Avellaneda'.
Con la rosada luz del atardecer, antes de que nos fuera imposible por la oscuridad, salimos corriendo a jugar a la pelota. Teníamos un entusiasmo que jamás habíamos sentido. Estábamos orgullosos y felices. Llevábamos sobre el pecho una maravillosa camiseta roja invisible a los ojos.
Éramos de Independiente... para siempre...
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