Cuando un futbolista ya no sabe qué hacer, cuando los contrarios se precipitan sobre él corriendo a toda velocidad por todos los lados, entonces puede retrasar el balón a su portero, es lo que se llama un pase atrás.
Hubo una vez un futbolista, un líbero, que nunca en su vida había dado un pase atrás al portero, era famoso por ello, era bajo de estatura pero nervudo y tozudo y valiente.
Lo más notable de su vida era eso: que jamás había dado un pase atrás al portero.
También por esa razón se sentía orgulloso, casi arrogante, llevaba la cabeza alta y jamás bajó la mirada ante árbitros o entrenador o jueces de línea.
Pero una vez ocurrió, una sola, que le falló la confianza. Fue a finales de un partido en que los ganadores iban a recibir una gran urna de oro abombada con gigantescas asas de platino, ninguno de los equipos había marcado, el portero sacó pasándole la pelota, él se encontraba a mitad de camino entre su área de penalti y el centro del campo, controló el balón con el pie derecho y giró para avanzar como solía hacer siempre. Entonces vio venir hacia él a toda velocidad al delantero más terrible de los contrarios, un tío duro al que llamaban Toro Cuernicorto.
Y el toro gritó: ¡No soy culpable de tu sangre vertida!
La pierna izquierda del líbero que sostenía todo el peso de su cuerpo comenzó a temblar, la saliva se le evaporó instantáneamente en la boca, los brazos y las manos se le derrumbaron como si de repente se hubiesen marchitado y toda la confianza se le escurrió como si apenas hubiese sido del tamaño y peso de una gota de sudor.
Inesperadamente se vio abandonado por sí mismo.
Y envuelto en una cobardía y una congoja que casi le obligó a vomitar dio el primer pase atrás de su vida a su portero.
Pero también su pie derecho lo traicionó, golpeó el balón con tales dudas y tal flojera que la pelota apenas rodó unos metros por la hierba dando botecitos, el Toro Cuernicorto se precipitó hacia ella y la alcanzó bramando aterradoramente, hizo una espléndida vaselina fuera del alcance del portero que estaba saliendo y el balón acabó en el fondo de la red.
Por culpa de aquel único pase atrás, aquel acto de alta traición, lo llevaron al juez de la ciudad, ante el que se presentó con la cabeza baja y la mirada derrotada.
Y fue condenado al suplicio de la rueda, le rompieron las extremidades y lo ataron a los radios de una gigantesca rueda de carro y así lo exhibieron en la plaza pública.
Si hubiese tenido la costumbre de retrasar el balón al portero, si hubiese sido así por naturaleza, entonces a nadie se le hubiera ocurrido ni siquiera señalarlo con el dedo.
Entonces Dios se le presentó allí en la plaza, aquel Dios que en el momento de la muerte, en el lugar de la ejecución, había gritado: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? aquel Dios que se preguntaba a sí mismo por qué se había abandonado a sí mismo, y cogió al futbolista y lo recompuso y lo curó, y le dijo: "Mi amado futbolista, también tú tienes derecho a ser hombre".
¿Hombre?, dijo el futbolista.
"Tuviste un momento de vertiginosa debilidad y perdiste la cabeza", dijo Dios. "Es en esos momentos en los que se revela la verdadera naturaleza humana".
¿Y ahora? dijo el futbolista.
"Ahora la prueba que has pasado te ha curtido. Ahora ya eres un hombre libre".
Entonces el futbolista se fue a casa a ver a su mujer, iba con la cabeza alta y contestaba abiertamente a todas las asombradas miradas de las personas boquiabiertas con que se cruzaba, Dios lo había devuelto a la vida, sobre todo había borrado aquel pase atrás.
Pero la esposa no quiso saber nada de él, por un lado porque había visto cómo lo había enrodado el verdugo tras lo cual tenía que estar muerto para siempre, y por otro por lo del pase atrás.
No obstante ella le dio un saco para sus cosas más valiosas y él metió las botas de fútbol, la camiseta con el número 5 a la espalda, las espinilleras de plástico reforzado, el frasco de las vitaminas, el viejo oso de peluche deshilachado y el rollo de venda elástica, se echó el saco a la espalda y se fue, subiendo las montañas y atravesando los bosques, también llevaba la pequeña pelota de gomaespuma, a veces la sacaba y jugaba a que los tocones y las piedras eran contrarios a los que tenía que regatear y dejar atrás, era otoño y se alimentó de bayas y frutos de la tierra.
Y pasó el tiempo y un día llegó a una ciudad que tenía un equipo de fútbol que era casi tan magnífico y famoso como el que había tenido que abandonar de manera tan desgraciada y se puso en manos del entrenador.
Y firmó con su nombre una promesa de que sería fiel y no traicionaría a su nuevo equipo.
El entrenador que vio su valentía y tenacidad y el número 5 en su camiseta, quiso probar inmediatamente sus condiciones para líbero.
Pero él dijo: “Puedes utilizarme donde quieras. Sin embargo jamás seré defensa”.
¿No eres acaso un líbero temerario y famoso? le dijo el entrenador que hasta creyó reconocerlo.
Mi viejo ser era defensa, dijo el futbolista. Fue en mi vida anterior.
No quería verse nunca más ante la odiosa tentación del pase atrás.
Entonces lo pusieron de delantero, su vocación debería ser la de ariete y su lugar de trabajo el área de penalti de los contrarios, le encomendaron ser indefectiblemente el más adelantado en cada ataque, respondería al nombre de Obús.
En un principio sus éxitos fueron modestos, todavía durante algún tiempo siguió siendo involuntariamente, en grado excesivo, una rémora y un ralentizador en lugar de ser el hombre que abría las defensas y finalizaba los ataques, era su vieja personalidad que aún quedaba en él.
Pero después de tres partidos metió su primer gol, fue un tremendo zambombazo con la izquierda desde el punto de penalti, las falanges del portero se ennegrecieron y se le rompieron.
Y todos dijeron: ¡Ahora sí que se ha soltado!
Pronto se convirtió en el goleador más eminente del reino, su nombre, Obús, estaba en labios de todo el mundo, obligaba a la pelota a entrar una y otra vez en la portería con ayuda de todas las fuerzas de su cuerpo y su alma, utilizaba todas las partes permitidas del cuerpo de manera que, finalmente, se le cubrieron de rugosas durezas y callos.
Ahora lo más notable de su vida: que metía uno o varios goles en cada partido, este acto decisivo de sagrada e irrevocable conclusión y consumación.
Y los hinchas lo llevaban literalmente en palmetas.
Pasaron tres años, pasaron con vertiginosa rapidez y sin dejar la menor huella, lo mismo que un partido de fútbol.
En un partido en que se disputaba una enorme copa de plata repujada pareció que finalmente la fortuna abandonaba a Obús, se encontró frente a un defensa que jamás había retrasado la pelota a su portero, un líbero que no le permitió tocar la pelota una sola vez en todo el partido ni siquiera con la punta de la bota.
Cuando en la ampolleta del reloj del árbitro ya solo quedaban unos adarmes de arena, Obús aún no había marcado ningún gol. Sintió cómo una vez más estaba a punto de traicionarse y entregarse, la desesperación y la desconfianza crecieron dentro de él como retorcidos matorrales.
Entonces el líbero se quedó solo con la pelota a unos pasos de su área de penalti, el portero le había echado la pelota, un breve instante pareció vacilante y confundido.
Y Obús gritó: ¡No soy culpable de tu sangre derramada!
Luego se precipitó hacia adelante, pisaba el césped con toda la fuerza de que disponía e hizo sinceros esfuerzos para bramar como un toro.
Y una oleada de agobiante cansancio recorrió el cuerpo del líbero, el jamás había imaginado que algún día se vería tentado a dar un pase atrás. Luego lo hizo, tan pronto como hubo tomado su decisión se llenó de una fuerza increíble y un gran equilibrio interior, golpeó la pelota con dureza y decisión con el empeine derecho.
Pero Obús que ya no podía contener su ardiente voluntad de meter la pelota en la portería, voluntad ahora convertida en obsesión, pasó volando al lado del líbero como si se creyese capaz de alcanzar el balón que se escapaba, sí, estaba convencido de que iba a alcanzarlo, se precipitó hacia adelante como un toro rabioso aunque irrisorio, los hinchas gritaron su vibrante ardor hacia el cielo del atardecer coloreado de malva, la tremenda velocidad le plegó los brazos hacia atrás, y cuando solo le quedaban unos pasos hasta la portería, el portero ya tenía atenazada la pelota en sus brazos, entonces dio un salto espantoso, se lanzó hacia adelante de manera que voló por el aire como un faisán, y su frente fue a dar en el poste derecho a dos pies del suelo, chocó con tal fuerza y precisión que se abrió la cabeza y expiró como una víctima de un sacrificio ritual.
Fue enterrado con todos los honores que la ciudad pudo movilizar, la gran y resplandeciente banda municipal, un sinfín de banderas, caballos de patas rectas cubiertos de velos negros, seis sacerdotes y un obispo, plañideras, cerdos enteros al horno y un novillo de cuernos cortos asado. Y asistió el duque. Y un príncipe bastardo.
Y el alcalde. Y el mariscal.
Pero no Dios. No patentemente en ninguna de sus figuras.
No estuvo más presente de lo que suele estar cuando se entierra a alguien que se ha abierto la cabeza en un último esfuerzo abocado al fracaso o una esperanza vana o un último indecible pensamiento.
(mi agradecimiento al maestro Francisco J. Uriz, quien me acercó este cuento del libro de Torgny Lindgren “Agua y otros cuentos” publicado por Nórdica Libros, Madrid 2008)
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