Ese seria el último, no había vuelta atrás, la próxima vez que se jugara el clásico, él estaría del otro lado, ya no vistiendo la verde y blanca a bastones que lució durante cuatro años, sino del otro lado, con la azul, con la de sus “enemigos”, la que siempre quiso ver derrotada, a la que le grito tantos goles. Los cuatro años habían sido por demás positivos para su estadística personal, ocho clásicos jugados, ocho ganados, veinticinco goles a favor (él aportó 15) y solo nueve en contra.
La historia cambiaria, allá por Marzo del próximo año estará del otro lado, con todos los que hoy serán sus compañeros del lado contrario, y el único que lo sabia era él.
El clásico se jugaba dos veces al año, una en Marzo y otra en Septiembre, en la cancha del Parque, a las 10 de la mañana, con un mundo de gente alrededor, casi siempre amigos y familiares y algún que otro imparcial. Entre los dos equipos había buena onda, pero no se regalaban nada, se jugaba como todo clásico, a dientes apretados y salían partidos horribles.
Durante las últimas semanas se preguntaba, se reprochaba, como había decidido firmar, porque puso fecha y hora, como se dejó convencer tan fácil. Talvez la insistencia de Marisa, su novia de hace tres años, o por su vieja que quería un cambio de aires para él. Primero estaba embalado, le gustó la propuesta y le dio para adelante, pero ahora la idea del arrepentimiento le daba vuelta en la cabeza, estaba desorientado, perdido.
El día del partido le costó armar el bolso, tardó un montón en enrollar las vendas, lustrar los botines, alistar la ropa. Llegó casi sobre la hora, en el camino se imaginó con la “azul” y rápidamente sacudió la cabeza para volver en si. Pensó que esta sería la última vez que tiraría paredes con el Pelu, que ya no volvería a tirar un pase en cortada sabiendo que Guille picaría al vacío, que nunca mas esperaría el centro llovido de Lucas en el borde del área, la próxima vez los tendría en frente y se le hizo un nudo en la garganta.
Fue todo el camino en silencio, casi llegando al parque, Marisa le preguntó -¿le dijiste a los muchachos?
-No, en el entretiempo les digo, o cuando termine.
Se cambió y empezó a calentar, sus amigos lo notaron distante, frío. Él miraba a los que serían sus compañeros y no podía entender su propia desición. “Con estos rústicos no gano un partido mas” se dijo.
No le salió una, ni un pase, una pared, un pique, un remate al arco, nada. El clásico terminó 1 a 0 gracias a una genialidad del Gaby, pero no hubo nada más. Se cambió rápido y se fue, no dijo nada, ni siquiera se quedó a comer la picada con los muchachos.
Los días siguientes estuvo raro, pensante y desaparecido.
El primer viernes de Diciembre, a las 11, debía firmar. Estaban todos, la vieja, el padre, los hermanos, Marisa, sus viejos, fotógrafos, todos, hasta algunos de los muchachos del equipo se habían juntado en la esquina para ver si era cierto lo que les había contado Cachi.
No fue, no apareció. Lo buscaron por todos lados y nada, ni en el club, ni en el bar del Pua, ni en el laburo sabían nada de él. El Gaby y Damián se fueron en el “fito” a buscarlo a Claromecó, pero nada, se lo había tragado la tierra. Un hermano de Marisa fue a ver un conocido en la policía, el oficial Gorostegui, pero les dijo que tenían que pasar 48 hs, que cualquier cosa les avisaba.
El domingo a la mañana le mandó un mensaje a la vieja “estoy bien, no te preocupes, me vine a dedo al sur, cuando me acomode te llamo no digas nada, besos”.
Se rajó, no soportó la presión de cambiar de bando, de equipo. Intimamente sabía que no volvería, que ya no vería a los chicos, compañeros y rivales, que aquel había sido su último partido, su último clásico.
Su último “solteros contra casados”…
(Un gracias enorme al tresarroyense Martín por enviarme este cuento y poder compartirlo con todos ustedes)
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