Cuántos misterios se entretejían alrededor de aquella vieja que no nos devolvía las pelotas, ¿no?
Éramos tan chicos, y sólo nos importaba jugar a la pelota. No nos interesaba nada más. ¿La tarea? ¿La siesta? ¿Las plantas de la abuela? Naaaah!!!... el fútbol papá… nos interesaba la pelota, el jugar en nuestra calle de tierra, descalzos, con pelota de cuero, de plástico, o en las épocas más pobres, con la pelota de trapo. Incluso existió la pelota de basura, hecha con una bolsa plástica y papel adentro, pero no soportaban más de cinco minutos dentro del campo de juego. ¿Éramos felices? ¡Pero claro que éramos felices! Si nos pasábamos horas jugando, esos partidos interminables que terminaban 32 a 30, y que se daba por terminado porque el sol se había cansado de ser el reflector de nuestro estadio, y se retiraba prometiendo volver mañana, dejando la posta a la noche.
Todo era perfecto, de color de rosas, como en los cuentos de hadas. Todo muy lindo hasta que el balón iba a parar a la casa de “la vieja”. Nadie realmente sabía su nombre, sólo por su apodo, que comúnmente iba acompañado de un insulto, pero eso no va al caso que les cuente.
Había tantas incógnitas en cuanto a aquella señora que dormía la siesta, y que le molestaba cualquier mínimo ruido.
Se decía que era viuda, y que su marido había muerto de una forma misteriosa, que la Justicia la investigó, pero que salió limpia de culpa y cargo. Otros auguraban que en realidad nunca había logrado casarse, que sólo había tenido un novio, el cual estuvo a su lado sólo por conveniencia, quien la habría dejado plantada en el mismísimo altar, y que desde entonces odiaría a la sociedad toda, incluídos los felices niños.
Tantos misterios nos quedaron de esa infancia, tantos misterios sin resolver. Nunca supimos si era cierto eso de que embalsamaba gatos, si es que se veían fantasmas por las noches en su casa, o si tiraba las cartas para ganarse unos pesos extra y llegar a fin de mes.
Eran muchas las creencias y pocas las certezas. Entre las certezas, seguramente estaba el hecho de que si la pelota caía en su terreno ¡Olvidate papá! Tu pelota ya era historia. Podía tener distintos finales, es cierto.
Podía ser regalada a sus nietos, cuando éstos la visitaban una vez por año, seguramente esperando que eso les hiciera creer que era una “vieja buenita” y que la vendrían a visitar un poco más de seguido, obviamente que no lo lograba.
Podía ser que se la dé a los perros, y disfrutar cómo destruía el preciado esférico ante nuestra atónita e impotente mirada.
O el caso más aberrante, podía esperar a que cayera la noche, y entre penumbras, salir a su patio con un cuchillo de carnicero recién afilado en una mano, y la pelota bajo el brazo, arrodillarse en el centro de su jardín, y darle certeros puntazos a la pelota, para herirla de muerte, riéndose muy fuerte… a penetrantes carcajadas… para luego arrojar los restos al patio vecino, que vendría a ser el mío.
Nunca supe bien en qué momento dejé de jugar al fútbol con mis amigos en nuestra calle de tierra, descalzos, con nuestros distintos tipos de balones. Pero desde que dejé la actividad, automáticamente olvidé la existencia de aquella señora.
Lo que fue de ella es un verdadero misterio. A veces creo oír sus carcajadas en plena madrugada, y el sonido del cuchillo atravesando el cuero del balón.
Por todo este sufrimiento que nos dejó traumados de chico, esta señora se merecía ir presa, ojalá algún día la justicia haga algo por chicos como nosotros, que fuimos víctimas psicológicas de esta homicida impune de pelotas de fútbol.
(Mi agradecimiento a Cristian por permitirme subir este cuento a “Los cuentos de la pelota”)
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