¿Quién habló de ganar o perder? Yo hablo de jugar... Nunca, creámelo, nunca al entrar a una cancha pienso en ganar o perder. Sólo en jugar y jugar bien.
(FEDERICO SACCHI, ex internacional argentino)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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-¡Esta carbonilla, añamembuy! No se puede ni pedalear -protestaba el Juanchi mientras trataba de mover la bicicleta de reparto. Su viejo rodado se pegaba empecinadamente a la mezcla de arcilla y carbón de quebracho molido, material barato y malo, que usaba la empresa para hacer los caminos. Para él tenía todas en contra: en la seca, cuando soplaba el viento norte, todo se cubría de cenizas y se volvía gris; cuando llovía, se mezclaba con la tierra colorada y formaba un engrudo pegajoso como ese papamoscas. Justo a medio camino, cuando se estaba secando o humedeciendo, se llenaba de pulgas y no se podía caminar por arriba; en ese limbo caliente de la siesta, invadían al caminante miles de puntitos negros, que picaban como el ají de la mala palabra.
Si no fuera por el equipo, que empezó a andar bien después de la segunda fecha, ya estaba lo suficientemente arreglado, para dejarse convencer por la Nina y pegar la vuelta... Lo del equipo y que la Nina estaba por parir de un momento a otro, lo retenían en aquel pueblo en medio de los quebrachales, a mitad de camino entre Resistencia y Charata. La primera impresión que daba el pueblo era la de una fábrica de tanino, con casas alrededor, una plaza y el club de fútbol. La segunda impresión sólo la confirmaba y encima estaban las arañas...
Quien ha nacido en la zona sabe que bichos de toda laya y víboras son lo que sobra, plata y comida faltan; tal vez habría que vender los bichos y comerse las víboras... Pero las arañas de este lugar no tenían comparación, araña pollito o ñandú ryguasu. Feas y de patas más gruesas que el back paraguayo del Forever, más peludas que la tía Eduviges, que era un poquito más linda que el Amarilla ese. En realidad, las pollito le harían juego con el apellido.
Al entrar a la cancha había que sacarlas pero rápidamente se ubicaban en sus palcos tribunas, dentro del Field. A decir verdad, de pasto tenía poco y es ahí donde se escondía las muy ladinas; los lomos de pelo rubio que brillaban al sol, parecían cabecitas de pollitos escondidos en la maleza.
Por suerte en el arco nunca había pasto, por razones más futbolísticas que técnicas; así que el Juanchi sólo sufría cuando le metían un gol. No cualquier hombre se atrevía, buscar la pelota en la vegetación crecida que había en las redes era cosa de macho, bien macho.
Igual, él siempre andaba con las medias hasta las rodillas, buscaba siempre adentro de los guantes de lana y de la gorra, aunque los muchachos lo cargaran y le dijeran: porteño, pueblerino, curepí y esas cosas que dicen los compañeros de equipo por molestarse nomás.
Los peores lo empezaron a llamar "el araña", sólo para verle la cara de terror que le provocaba al Juanchi el aviso: -¡Chaque la ñandú, porteño..!
Para armar bronca y porque en realidad estaba retobado con el pueblo, les hizo comprar una camiseta amarilla como el sol, unos pantaloncitos de color negro y así le quedó... el Ñandú Cañete, por lo menos en ese pueblo así comenzaron a conocerlo, cambiándole el apelativo que lo acompañaba desde chico.
Para colmo parecía que desde el clásico Sarmiento-Forever, aquel del penal de taco y último partido que había jugado con la gloriosa naranja y marrón sarmientista, le habían cambiado también la pisada... Parecía el Py Nandî, para donde fuera daba un paso para adelante y otro para atrás, como las huellas de dos talones del rubio duende; camino que tomaba, le iba un poco bien y un poco mal.
Todos saben que tanto para un arquero como para un goleador, la suerte es importante; es como la sal en el guiso, un poquito hay que tener, mucha y nada arruinan la cena.
En realidad era la Nina la que no estaba conforme con ese pueblo recién creado; dos filas de casas alrededor de una plaza, la primera fila de material y las otras de adobe. Una cancha de fútbol haciendo esquina y en el fondo el club: Deportivo Colonia Baranda, decía el cartel en una rodaja quebracho. El destacamento, en la entrada del pueblo, era de madera con dos habitaciones y allá en el fondo, grande y aislado como esos castillos de las cintas, estaba La Fábrica; sólo así se conocía al monstruo que comía toneladas de quebracho y obtenía el magro tanino para La Forestal.
El puesto de cabo que le habían prometido para venir a jugar a esos lugares, todavía no había salido. Entonces, don Saverio, el patrón del Club y del Almacén de ramos generales, también de la Empresa, le ofreció un trabajo temporario de dependiente. Al principio, su obligación era entrenar y hacer la caja, pero después empezó a hacer los repartos por la misma paga.
-Mal no me va a hacer -pensaba el Juanchi, ahora el Ñandú-, esto de la bicicleta me va a fortalecer las piernas -se decía, mientras trataba de convencerse pedaleando en la tarde calurosa, por el camino de tierra colorada hasta Villa Ángela, el pueblo vecino.
Llegó en mal momento -se decía-, porque ahora que vino de delantero, junto con él llegó un petiso, ligero como ratón de campo y más vivo que turco en feria; había metido unos goles bárbaros, porque aparte le pegaba como con un guante y no les hacía asco a las patudas, a las arañas claro. Entonces esta vez quedó de arquero o golkeeper, como decían los gringos.
Como el indio que atajaba lo hacía bastante mal, entonces el entrenador del equipo, el mismo don Saverio que lo había contratado, lo puso al arco con bicicleta de reparto incluida.
El peludo Rojas... Así le quedó al petiso, no por lo subido en pelos, cosa que nadie sabía en realidad, porque no se sacaba la boina blanca que usaba calzada hasta las orejas. A veces más aun, no se la sacaba ni para limpiarse en la bomba después del entrenamiento, ni para mojarse la cabeza, que se la mojaba con boina y todo, de no creer.
El peludo era tan zurdo, que siempre le pegaba tres dedos con el pie izquierdo. Tan zurdo que siempre andaba con la "cambiacanchada", tanto que terminó jugando de wing derecho. Rápido y tan zurdo, confundía a los backs contrarios, muy derechos y pesados como guapo de comité.
El mataco, cuando le informaron de su reciente suplencia en el arco del Deportivo, en silencio como había venido, penetró en el monte detrás del arco y no se lo volvió a ver más.
Por lo menos los del equipo no volvieron a verlo más... Esto complicó las cosas más aun, sin arquero suplente, el de ahora en más Ñandú, era el único arquero a cien kilómetros de bosque y monte a la redonda.
Esto en un equipo de los chicos y en formación solo significaba una cosa: problemas.
El primer partido de la temporada fue de visitante contra Pabellón de Las Palmas, equipo también dependiente de la Empresa y que había estado ahí, en el campeonato anterior.
A fines de Febrero el calor era insoportable, y en Las Palmas al lado del río, húmedo y pegajoso... El Ñandú no quería excusarse, pero ahí no se podía jugar.
La bandada de mosquitos y jejenes era tal que no se veía el otro arco, una neblina color negro cubría la cancha. Corriendo, más o menos se aguantaba, pero en el arco... Era blanco fácil, así que más bien parecía un arquero con algún mal selvático, porque no dejaba de moverse.
Por eso y no por hacerse el sobrador, fue que corría al encuentro de la pelota y la pasaba con el pie. En tiempos en que el fútbol era cosa de quintitas y quinteros, que un arquerito se atreviera a salir a cortar y pasarla con el pie, era lo más cercano que había al sacrilegio y la excomunión futbolística.
Tanto que a la tercera vez que lo hizo, don Tuto Martínez, el referee, llamó al Ñandú aparte y le dijo: -Juan, yo te conozco de antes y sé que no estás cargando, pero ¡dejale de patear la pelota o te echo!
-¡Don Tuto, me comen los ñatyû! -dijo el ahora Ñandú, desesperado.
-¡Sea macho, carajo! -le dijo el urubú, vestido con la camiseta de For Ever en esa ocasión, porque la de Pabellón era negra, con vivos amarillos, color privativo del Ferrocarril y de los árbitros.
La exhortación al machismo y al aguante hicieron que el arquerito volviera a sus rectángulos, debajo de los tres palos, por toda la tarde. Esa fue la perdición, pues si hubiera seguido adelantado, habría cortado el pase del golazo del Braulio, hermano del negro del Sarmiento, que se le escapó al Tape Ortigosa (back del Deportivo) que ni con arco y flecha, lo pudo agarrar... Y después, se complicó el partido, uno a cero en contra y con ese calor mosquitero o esos mosquitos calurosos, nadie podía correr. Así que el partido se fue apagando rápido como vela de entierro pobre.
Pabellón uno, Colonia Baranda cero. Una tarde para olvidar y no hablar de ella nunca más.
2
Cuando uno está en el arco, tiene mucho tiempo. Sobre todo cuando la práctica transcurre en el otro arco, con los insiders, centrofoward y wines peloteando a los suplentes de la reserva. Al arquero sólo se le exige que esté atento cuando la pelota le llega y que la ataje.
Nada más y nada menos...
El Ñandú sólo observaba con recelo a los objetos de su miedo amarillo, como se mira sol que brilla en la tarde chaqueña, con la esperanza de que se vaya pronto.
El aburrimiento y no otra cosa, hizo que viera a las patudas en su huida en masa hacia la espesura. ¿Qué podía hacer correr así a semejantes bichos ponzoñosos, más grande que cualquier ratón? -pensó el Ñandú bastante preocupado, si ni siquiera el ir y venir de tapones y pelota las ahuyentaba. Ahí la vio, la marca en el lomo la hacía inconfundible.
-Ñacaniná -pensó y le corrió un cangué por la espina; más vale primero la oyó, la víbora de la cruz emite un siseo característico cuando está de cacería, como si arreara a sus víctimas.
El Ñandú miró hacia el otro extremo de la cancha y vio a la pareja que cerraba el cerco cazando algunas arañas para la cena; sólo se sentía ruidos como a látigo de cuero.
Tan rápido como llegaron se fueron, a las víboras sí que no les gusta el fóbal; las pollito ni bien se fueron sus enemigas reaparecieron en sus palcos preferenciales. Y ahí se le ocurrió, tal vez viveza criolla, suerte o vaya a saber uno que... A veces el miedo agudiza el ingenio.
Al principio, para sacarse de encima a las arañas y poder ir abajo tranquilo, empezó a probar chifliditos imitando a las mbói, hasta que los sacó perfecto. Las pollito corrían respondiendo a lo que habían aprendido y como si le temieran al arquerito, que se zambullía justo en el espacio que le dejaban. En realidad eso es lo que empezó a quedar en el subconsciente del equipo. Todo el mundo sabía que él no podía dominarlas chiflando, pero hacían como si pudiese y así se acrecentaba la leyenda.
Bajo ese sol afiebrado tuvo al fin la idea que iba terminar haciendo la diferencia.
La segunda fecha venía brava, con tormenta y contra los verdes otra vez. Amaneció sin lluvia, pero con un cielo más negro que capote de vigilante, For Ever venía desde la capital y si los caminos lo permitían y llegaban, el partido se jugaba de cualquier manera.
Llegar llegaron caminando, porque la chatita y el Chevrolet que los traía se habían quedado pegados a la tierra colorada, a medio camino de Villa Ángela.
Los muchachos no venían con caras de buenos amigos, con los pantalones todos embarrados, los bolsos y los útiles en los hombros. Protestando por todo, como porteño de Buenos Aires.
-¡Juanchi, con la plata que tienen ustedes podrían arreglar por lo menos el camino! -le dijo el wing rosarino de ellos, sobrando con tono de desafío y para comenzar las hostilidades.
-¿Cañete, te viniste a jugar acá para estar cerca de tus parientes los macá? -le preguntó el Mencho, el arquero del famoso penal de taco, que no se lo había perdonado; y agregó desafiante:- ¡Sarmientista tenías que ser, para esconderte en esta selva, como jaguar con la cola entre las patas!
La cosa pasó a mayores, porque a los lugareños no les gustó el tono de los pajueranos, y se armó una batahola de la que el ahora Ñandú no participó ni de palabra.
Ahora casi lo veía claro: ¡qué mal bicho había sido con toda esta gente buena y esforzada! Gente que él veía todos los días levantarse temprano, para ir a deslomarse con el quebracho. ¿Cuántas veces habrá entrado a otros pueblos como éste y se comportó de esa manera con un ex compañero?
-Por lo menos estos dos, hoy me la pagan... -dijo entredientes, en el cuartito que hacía de vestuario. Allí comenzó con la cuasi rutina del boxeador, que es la preparación de un arquero y su bolsito.
Un partido bravo y con más patinadas que disco de pasta, con los verdes ejerciendo un claro dominio en las dos áreas, solo el Vasco y el Ñandú salvaron al Colonia de una goleada histórica. El Vasco porque cada pelota que el arquerito daba rebote (es muy difícil agarrarla con barro) la reventaba de puntín con los 45 que Dios y Euskera le habían dado. Y entonces salió el sol.
Con el calorcito, las compañeras amarillas e inseparables que amaban el balompié tomaron sus asientos preferenciales, ahí detrás de cada matita. Y entonces comenzó otro partido.
El Ñandú las vio aparecer y probó su chiflidito-mboí, las patudas se pusieron nerviosas y empezaron a tamborilear como si estuvieran impacientes.
En un contraataque, el diez de ellos le cortó un pase al rosarino, wing rápido y goleador que venía del Newell’s, que encaró para el arco del Colonia, refregándose los botines.
Rápido como un rayo y antes de salir a cortar el arquerito chifló dos veces, cortito y finito.
Las patudas como si hubieran estado esperando entrar, enfilaron para el lado contrario del sonido, que era por donde venía el wing, a toda velocidad. Éste vio como que una convención de dactilógrafas se le venía encima y que él era la única máquina de escribir disponible.
Ahí delante de todo un pueblo que lo miraba, de todos sus compañeros y los contrarios, se paralizó como estatua de la Plaza de Resistencia. Se avergonzó el hombre, para siempre...
El rosarino disgraciao se paró en seco, las arañas burlonas huyeron hacia el monte y la pelota fue a dar mansita a los pies del arquerito silbador. El Ñandú la pisó como con una garra, hizo un jueguito y le puso un pase de 45 metros al wing, que se aprovechó de la confusión. Ahí la cosa se complicó, el peludo y su zurdita desparramaron a la defensa todavía confundida con el accidente. Mientras definía, el rosarino salía corriendo hacia los vestuarios, colorado ahora como capa de torero.
El árbitro pitaba el gol, válido aunque mucho se discutió después sobre esto. Los dos monstruosos backs paraguayos se le fueron encima argumentando mula, premeditación en la situación, foul arácnido y chiflido antirreglamentario, mezclando las dos lenguas.
El árbitro puesto en sus trece no retrocedió, aunque en realidad los backs forevistas lo hayan empujado media cancha por el barro pegajoso. Éstos lo insultaban, pero en guaraní y con tanta mala suerte que el urubú era local, o más o menos porque era de Formosa. Éste entendió todo y sobre todo lo referido a su pobre viejita. Cuestión que los echó a los dos, el rosarino que no quería salir del cuartito de chapa que era el vestuario visitante. Justo en ese momento, el Mencho pisó el área rival, como un ladino silencioso.
Despacio se acercó al Ñandú y le dijo:
-Yo no sé cómo hacés, Cañete, pero vos siempre la terminás jodiendo, todos los partidos.
-Volvé al arco, Mencho, vas a hacer que me enoje... A ver si terminás como el rosarino ese... -le respondió el ahora Juanchi otra vez, mirando al morocho que le sacaba dos cabezas de alto.
-Y cómo es que le voy a terminar yo, a ver... -dijo el Mencho ya en tono de desafío y manoteándose la cintura, donde por suerte no había nada.
-Con pañales y corrido por las arañas -dijo el arquerito y largó una carcajada desafiante.
El Mencho reaccionó al instante y a falta de algo mejor cerró la manaza y se la estampó en la cara al Juanchi, que cayó por toda la cuenta.
El árbitro, aún agarrado por uno de los paraguayos, vio todo y corriendo se puso delante del arquerazo de color negro y lo echó también sin preguntarle nada. Le dijo sin mirarlo, despectivamente:
-Golquiper, yo no sé nada, pero usted cruzó la cancha para hacer un foul inexcusable, vea.
For Ever con cuatro menos no podía seguir, era el reglamento en ese tiempo y no hubo Dios que convenciera al rosarino de volver a esa cancha. Limpió su deshonra, se vistió con la ropa embarrada y enfiló por el camino a medio secar, lleno de pulgas ahora, vigilando con recelo cada matita.
Dicen que no paró hasta Resistencia, que de ahí recaló en Buenos Aires y que ya estaba en el barco cuando el equipo Forevista llegó a la capital provincial. Alguien dijo que terminó jugando en un equipo de la divisional B, creo que en Nueva Chicago.
El Ñandú pedaleaba y se reía con ganas ahora que no le dolía la mandíbula, mientras llegaba al pueblo: -¡Uno a cero contra For Ever! Y lo que nos espera cuando vayamos a Resistencia... -dijo melancólico, pensando en esa cancha llena otra vez, clamando venganza.
Desde su casita de la segunda fila, la Nina salió a recibirlo. Agarrándose la panza y con un papel en la mano le pegó el grito:
-Juan, te llegó el nombramiento, andá a lo dueño que quiere verte -dijo esperanzada, le había cambiado la cara, y agregó: -Andá y vení, mirá que tengo otra sorpresa.
-No, mujer, estoy cansado, decímelo ahora así me tomo algo fresco y festejo que largo la bicicleta por el uniforme -dijo casi saboreando una cerveza fresca del almacén.
-Está bien, te lo merecés, pero una sola. Vino Ña Pilá, me revisó y me senté en la tijera...
-¿Que anduviste haciendo? Sos loca... -dijo preocupado por las rarezas de las culandreras.
-Nooo, qué pensaste -dijo risueña-, es la prueba de que va a ser el mitaí, si me sentaba en la cama era hembrita y si me sentaba donde estaba la tijera escondida, era machito. Así que es Juancito nomás -el Juanchi pegó un sapucaí largo y desahogante, desde muy adentro; desde ese interior caluroso.
Le dio un beso de aquellos a su guaina y enfiló con la bicicleta para el almacén, seguro de que era la última vez que la iba a pedalear por esas tardes dormidas.
Pensó que el futuro no podía ser tan malo si, por lo menos de local, hasta las arañas jugaban para él.
(Mi agradecimiento a Claudio por permitirme la publicación de este cuento, así como de su primera parte "De taco")
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Cuando lo ví atajar, ya estaba viejo, tenía... El abuelo tendría la edad que tengo hoy yo.
Buzo amarillo, como el de Roma, con hombreras, pantalón cortito negro y rodillera en la rodilla mala (de esas con protección de felpa). De él, eran los botines de tapones de cuero, de cuando era profesional allá en el Chaco y la gorra que le tapaba la pelada y se la calentaba en invierno...
Un partido que atajaba para el equipo del Churruca, contra alguna comisaría, en la cancha de tierra del Club Policial. Le hicieron como mil goles, abajo no llegaba, pero no siempre fue así...
Juan Ramón Cañete, el Juanchi, era el “wing” derecho de aquel famoso equipo de Sarmiento de Resistencia, el Alumni del nordeste, campeón por una década seguida allá por el 40’.
-¿No será mucho? -dirá un comedido...Pero sin embargo fue la base de la selección chaqueña que tuvo a mal traer al seleccionado de Buenos Aires, el Nacional del 38’, eran otros tiempos...
Bueno como sea, el Juanchi no era win, aunque ágil, rápido y goleador del último campeonato, porque pateaba muy bien los penales. Era arquero y de eso había ido a probarse, pero el club ya tenía uno y bien grande, casi dos metros tenía el polaco y el Juanchi aunque era mejor, media uno setenta. Así que quedó de win y de arquero suplente, eran tiempos de Fútbol sin cambios y siempre era mejor tener en la cancha uno que ataje también, aunque sea enano...
For Ever, Chaco For Ever, los Millonarios de Resistencia, habían traído para ese año dos santafesinos que habían jugado en Rosario e importado dos paraguas del Cerro de Asunción, uno era un back que metía miedo, parecía un gorila de camiseta verde y negra... Se habían afilado como cuchillo de carnicería fina y querían, de cualquier manera, cortar la racha de sus archirivales de la camiseta naranja y marrón....
El campeonato se fue calentando, al final de la primera rueda los dos equipos estaban parejos al tope de la tabla y con igual cantidad de puntos y un empate de local en la última fecha, el clásico le costo al campeón todo lo que tenía. El Mencho, el arquero de ellos, lo había sacado al Juanchi, en un cruce cuando faltaban diez minutos y el partido terminó a las piñas (y hasta cuchillazos en las tribunas) y las amenazas con lo que iba a pasar en la última fecha, era lo único que se repetía como ensalada de pepino...El campeonato era un volcán, en erupción...
En la segunda rueda los dos empataron con el Deportivo Las Palmas, el equipo del Ingenio y el Sarmiento perdió un punto más de visitante en Sáenz Peña, cosa que hizo que For Ever llegara al clásico con la ventaja de empatar y salir campeón, de local....
La Nina, era una morocha de piel blanquísima, hermosa y orgullosa como toda paraguaya...Hija de Don Mancuello, uno de los directivos de Sarmiento...
El Juanchi, la quiso desde que la vio, parado con los brazos en jarra esperando un pase del pata e´bola, ella estaba al lado del viejo en la tribuna, y también sintió el cimbronazo, pero hizo como que no lo sintió como un año...Hasta que se pusieron de novios, la nochebuena del quinto campeonato al hilo.
Faltaban unos días para el último encuentro, definitivo donde se jugaba todo...con lo definitivo y total que puede ser solamente el fútbol, el Juanchi paso por la casa de los Mancuello porque después, el viejo fanático no lo iba a dejar ni pisar la vereda, con lo del partido..
Desde la puerta, la cara de la Nina no le gustó nada, presagiaba tormenta, de esas cuando el calor aprieta y se cae el cielo...Lo recibió con la noticia a boca de jarro, de puntín:
-Juan, estoy gruesa! Que vamos a hacer... -dijo casi llorando, pero disimulando porque toda la cuadra estaba afuera, por el calor, tomando algo de fresco...
Juanchi la miro con dulzura y se quedo serio y pensativo, mirándola...Era el fin de todo, pero se sentía aliviado, era el principio de todo, en realidad...Le dijo con su mejor voz de barítono:
-Vos no te preocupes, yo lo arreglo, lo único, frenámelo a tu viejo cuando le demos la noticia...
-Pero Juan, ¿que vamos a hacer? -dijo acentuando el que.
-Nos casamos, negra...Y tenemos a Juancito! Palabra de Juanchi... La Nina sabía que eso era la última palabra, al él le gustaban dos cosas, más que nada, más que el fútbol si se podía, brindar con los amigos con algún vinito tinto y estar atado a su palabra... Así que eso significaba que iba a ser así...
-Mirá, hace unas semanas me vinieron a ver, los de Colonia Baranda, están formando un equipo para levantar un poco el lugar, que recién empieza...Yo les había dicho que no, pero...
-Juan! Que vamos a hacer con eso...Es un equipo de fútbol, si apenas te alcanza con lo que ganas acá!
-Eso es lo bueno, me ofrecen un trabajo para compensar, en el nuevo destacamento que se esta por crear, es un puesto de zumbo, pero como yo leo y escribo, en poco tiempo puedo ascender...
-Y bueno, si a vos te parece... Así ha de ser -dijo la Nina haciéndose la resignada, pero más tranquila y ya sin lágrimas.
Segundo tiempo:
Vaya a saber porque, por la alegría de ser padre o la presión que le ponía el clásico en la última fecha, ese viernes a la noche, después de comer con la Nina y el viejo fanático, que de lo único que hablaba era de Sarmiento y de cómo hacer para ganarle al “Negro”....El Juanchi no aguantó mas y se fue para la bailanta de la Flora, allá en Puerto Vilela, media hora en bicicleta por camino de tierra que era una boca de Lobo. Para aflojar un poco, unos vinos y bailar unos chamameces, pata en tierra, culo pa’ fuera, mano en la cintura de alguna guainita, que era lo menos importante...
Por esas cosas que tiene el destino, Ganas de joder, chamigo! Y de complicar las cosas simples...
Ahí se encontró con algunos del equipo, que ya estaban brindando a cuenta por el campeonato, y en eso llega el “Mencho”, el arquero de ellos, con una correntinita, que había noviado con el Juanchi, antes de la Nina y por como venía la cosa, no se lo había perdonado.
La cuestión se empezó a calentar y terminó de explotar cuando el Juanchi, medio alegre por los vinos, medio para molestar y ponerlo nervioso al Mencho saco a bailar a la guainita que lo acompañaba y le hacía caritas hacia un rato.
El Mencho tiró una mesa y pelo el marcagallo que siempre llevaba en la cintura, lo agarraron entre cinco y se armó la batahola, porque para esa altura la mitad verde y negra del boliche ya provocaba a la otra mitad, naranja y marrón, que estaba con el Juanchi...El negrazo hasta amagó tirar una facada que el Juanchi visteó y ahí, le pelo la alpargata y la revoleó, para provocarlo mas...
En la pelea se lo llevaron en andas los del equipo, antes de que lo lastimaran enserio, y se quedaran sin delantero para el domingo...Entre los vahos del vino y la calentura, cruzó sus dedos y le juro al Mencho, que sacaba fuego por los ojos:
-Mirá ñangapirí, el domingo si hay un penal, te lo meto de taco, añamembuí!
Para la mayoría eran palabras de borracho, pero sus compañeros que lo conocían, rogaron que por el bien de todos, hubiera tomado el suficiente para no acordarse o que no hubiera un penal...
Y el domingo amaneció, con un calor que ni mandinga aguantaba a las 8 de la mañana, para el mediodía, hora de juntarse en el club para el partido de la tarde, ni las cigarras estaban en los árboles, solo se escuchaban los zumbidos de los zancudos... No hacía calor, era todo calor...
A la hora del partido la cancha era un infierno, pero un infierno que no estaba para metáforas y no había sombra más que la de los postes, el pasto amarillento y duro estaba caliente, como quemado.
En las tribunas, una cabecita al lado de la otra con sus pañuelos anudados o sombreros puestos y los colores característicos pero nadie gritaba, hacía tanto calor que respirar era transpirar...
Y ahí estaban los veintidós y el señor Gómez, arbitro de la liga Santafesina, listos para empezar con la sesera ya cocinada.
El partido resultó un calco de la primera vuelta, puro centro al cabezazo de los dos gorilas paraguayos, y el área de Sarmiento que estaba mas cascoteada que techo en el peor granizo, salvo que esta vez, en uno de esas descolgadas, el polaco se mancó, lo atendieron pero le era imposible continuar, se había sacado el hombro...El Juanchi al arco y mas de tres mil almas y once jugadores verdes y negros restregándose las manos como diciendo: -Ahora lo llenamos al petiso... Pero nadie lo había visto atajar antes, el polaco era como el quebracho, jamás se había lesionado y ya todos se habían olvidado quien era el suplente.
El buzo le quedaba grande, parecía del Tata del Juanchi...Eso y muchas otras cosas mas le gritaron cuando llegó al arco que daba a la hinchada de For Ever, que lo cargaba con saña.
Las tres primeras pelotas que le sacó de la cabeza a Amarilla, el más grande de los “paraguas”, la hinchada siguió porfiada en la creencia que el calor estaba afectando a sus cabeceadores. Cuando le tapo un gol hecho al centrofowar, infalible en el área chica, algo pasó en el ánimo de los verdes, cada pelota que el Juanchi tapaba, Sarmiento se arrimaba mas al área rival y en eso, cuando ya el partido parecía un empate que dejaba contento a todos, For Ever campeón y Sarmiento con un empate histórico, segundo a un punto. En eso, una pelota recta apuntando a otro partido, el negro Espinoza (que después jugara en Boca y Vélez) que se escapa corriendo vaya a saber que gloria y el monstruo guaraní que lo guadaña en el área, realmente, una jugada de otro partido.
Si el árbitro no hubiera sido un curepí, o sea chancho blanco, de Santa Fe y hubiera sido un chancho local, no lo cobraba seguro, no iba a exponerse a que le bloquearan la hipoteca, le suspendieran el alquiler o le echaran al mitaí de la escuela, cosa que no podía pasar al revés, porque siempre quedaba la duda...
Pero el árbitro era el señor Gómez, un hombre libre de sospechas y Rosarino, que cobró penal...
El back sarmientista, Luis piquito, se puso la pelota bajo el brazo, pensando que nadie lo salvaba al Mencho de su cañonazo esa tarde...
Dos minutos más:
Desde el otro arco, una figura chiquitita que se fue agigantando con los minutos, pegó el grito de:
- ¡Mío carajo, Añamembuííííí! -y terminó con un sapucai que le helo la sangre a todos, parecía el grito de un chancho, en su agonía, cuando lo están carneando.
No estaba para discutirle al Juanchi, con los ojos inyectados en sangre el máximo goleador, no había errado un penal en años y todos se rindieron ante el arquerito con el buzo del Tata.
Lo miró al Mencho que se lo quería comer, como iba a dejar que otro arquero le metiera un gol, imposible! Antes lo torteaba y se terminaba el partido...
El árbitro adivinándole la intención, le dijo, seco y cortante:
-Usted no se mueva, parado sobre la línea o lo echo, cosa que sujetó al indiazo, por un momento.
El Juanchi, puso la pelota en el pocito que hacía de punto y se dio cuenta que iba a ser la última vez que se ponía esa camiseta, que iba a ser campeón con un penal tan decisivo, al final ya tenía treinta...
Como tomando un vino imaginario en lo de la Flora, miró al Mencho y le dijo:
-El Juanchi se va a tomar, la última copa de la noche...
Brindando con sus compañeros y con la Nina que estaba en la tribuna, con su hijo en la panza, se dio vuelta y se lo pateó de taco...
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En aquel tiempo, mientras me iba formando como jugador, estaba enamorado de Bochini. Me enamoré terriblemente y confieso que era de Independiente en la Copa Libertadores, a principios de los setenta, cuando estaba por dar el salto de los Cebollitas a la novena, porque ¡Bochini me sedujo tanto! Bochini. y Bertoni. Las paredes que tiraban Bochini y Bertoni eran una cosa que me quedó tan grabada que yo las elegiría como las jugadas maestras de la historia del fútbol.
"No se llama Maradona,Podría abrumarlos con las estadísticas. Decirles, por ejemplo, que Ricardo Enrique Bochini jugó al fútbol durante diecinueve años, siempre para Independiente, y que ganó trece títulos con la camiseta del rojo de Avellaneda. Podría agregar que esa cifra incluye cuatro copas Libertadores de América y dos Intercontinentales y asegurar sin temor a equivocarme que ningún otro jugador en el mundo consiguió jamás un record semejante. Podría empezar con ese golpe de efecto -al fin y al cabo, la suya fue una carrera espectacular-, pero no sería del todo justo. La historia de Bochini no se mide con números: es una historia épica y asombrosa, como todas las que incluyen hazañas y trucos de magia.
Es una sucesión de zagueros despatarrados en el suelo, de extáticos gritos de "¡Ole!", de domingos felices. Es un constante festival de lo inesperado, lo imprevisible, una de las más hermosas historias que puede contar el fútbol argentino. Es, también, el recuerdo de un pibe al que le alegró la vida, un pibe que jamás lo olvidará, que quiere compartir su emoción con los demás y que para eso escribe esta nota.
Las cosas han cambiado. Bochini tiene 46 años. Al cierre de esta edición, Independiente, el Rey de Copas, terminó decimotercero en un campeonato en el que intervienen veinte equipos, aunque sobre el final recompuso un poco su imagen con victorias frente a su clásico rival, Racing Club, y frente al reciente campeón intercontinental Boca Juniors. Los dirigentes lo convocaron para ver si -ahora desde afuera de la cancha- puede ayudar al rojo a recuperar la gloria que cosechó cuando él jugaba. Le dieron dos cargos a la vez: director general del fútbol amateur y asesor del fútbol profesional de Independiente. El Bocha está obsesionado con su nueva misión: por eso me cita en el complejo de Villa Domínico, donde entrenan tanto el primer equipo como las divisiones inferiores del club. Llega cuarenta y cinco minutos tarde: todo el mundo lo saluda, lo palmea, le dice "maestro". Los periodistas que rondan Domínico se acercan a nuestra mesa y lo ametrallan para las radios de Buenos Aires con preguntas sobre el futuro del actual entrenador Osvaldo Piazza -cuando se realizó esta nota, pendía de un hilo: luego comenzó a repuntar-, sobre el estilo de juego del equipo, sobre la manera de salir del pozo. Una vez que lo dejan en paz y se van, yo prefiero hablar de tiempos mejores.
Empezamos por la niñez. Le pido que me cuente cómo era Villa Angus, el barrio de Zárate -una ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires- en el que se crió. Su relato me traslada a la pequeña casa donde vivía la numerosa familia Bochini: papá, mamá, una tía, la abuela y los hermanitos, siete varones y dos nenas. Papá trabajaba todo el día, por contrato, en diferentes fábricas, y hacía changas (trabajos puntuales, encargos breves y específicos) de albañil para sumar unos pesos. La tía trabajaba en un frigorífico de Zárate. Lo bueno de la escuela eran los recreos, porque en el patio se podía jugar con pelotas de trapo. Después, nada. Ricardo dejó en sexto grado y se dedicó a repartir diarios a los quioscos en una bicicleta con portaequipaje especialmente preparada por el padre. Lo bueno del barrio eran los clubes de baby fútbol y los campeonatos. Su primer equipo fue el Estrada Fútbol Club. Su primer título lo ganó con un equipo cuyo nombre ya no recuerda, dirigido por un vecino de la cuadra.
-Se empezó a correr la bola. Todos me iban a ver jugar, todos hablaban de cómo jugaba. Desde chiquito hacía goles gambeteando a tres o cuatro jugadores. Me anoté en el club Belgrano de Zárate. Salí campeón con la sexta y con la quinta. A los 13 años, debuté en la primera y jugué las últimas cuatro fechas del campeonato de la ciudad, mezclado con gente que tenía 28, 30 años. El técnico no me quería poner porque era muy chico, pero la gente me pedía. En ese momento íbamos segundos: entré en el segundo tiempo de un partido, metí dos goles e hice hacer otros dos. Ganamos 4 a 2 y nos pusimos primeros. Después ganamos los tres partidos restantes y salimos campeones.
El técnico de Belgrano, un señor Enricó, comprendió enseguida que el pibe era demasiado bueno para jugar campeonatos de barrio y lo llevó a probarse a Independiente. El niño prodigio viajó en tren, llegó a Avellaneda al mediodía, almorzó frugalmente y se probó a las dos de la tarde. Anduvo bien. Hubo un penal para su equipo: lo pateó él y lo convirtió. Al poco tiempo, le hicieron una prueba más rigurosa: jugó un partido oficial con la Reserva del club. Apenas tenía 15 años. Jugó bien.
Nombre: Ricardo Enrique BochiniEn la opinión del técnico Fernando Bello: Gran futuro. Habilidoso, cerebral, goleador. Gran capacidad para jugar sin pelota. Arranca de atrás y llega con potencia para definir. Le pega con las dos piernas. Le falta continuidad y confianza para buscar el juego aéreo.
(Recuérdelo, en revista “El gráfico”, 3 de Noviembre de 1970)
El día de mi debut, entonces, estuve solo. Entré en el segundo tiempo, jugué de delantero y tiré un par de buenos pases, pero perdimos 1 a 0. Tenía 18 años, pero todavía no estaba listo para competir en Primera. Era rápido con la pelota, pero me faltaba fuerza, resistencia. En el Nacional del 72 jugué mi primer clásico con Racing. Fue en la cancha de Boca, bajo un diluvio. Perdimos 2 a 1, pero yo hice mi primer gol: fue una pared con Bulla, que jugaba de 9. Cuando me salió Fillol -el arquero rival- se la tiré contra el palo.
(Osvaldo Ardizzone en revista “El Gráfico”, 12 de Junio de 1973)
-Esa noche hacía un frío de locos. La cancha estaba llena. Los chilenos trajeron al arriero que les había salvado la vida a los jugadores de rugby uruguayos en la cordillera de los Andes y lo pasearon en andas por toda la cancha. Fueron vivos: así lograron que todos los uruguayos hincharan por Colo Colo. De cualquier manera, la gente no pesó en el campo de juego. Bertoni jugó de titular: yo entré en el segundo tiempo. La primera pelota que recibí fue por derecha, me gambeteé como dos o tres, tiré al arco y pasó rozando el palo. Después, en el tiempo suplementario, pateó Galván, tapó el arquero, yo vine a la carrera, le pifié porque había barro, entró Giachello e hizo el gol que definió el partido. Ganamos 2 a 1. Jugué bastante bien y la gente me empezó a pedir.
La parada siguiente fue aún más dura. El título de América clasificó a Independiente para jugar ante el campeón europeo la Copa Intercontinental, la final más importante que un club de fútbol puede disputar. En 1972, todavía sin Bochini, Independiente había sido derrotado por el poderoso Ajax de Holanda, cuya estrella principal era Johan Cruyff. En 1973, los holandeses repitieron el título europeo, pero no quisieron darle la revancha a Independiente: alegaron que el juego de los argentinos era demasiado brusco para sus piernas del primer mundo. Le pasaron el desafío a la Juventus de Italia, subcampeona de la copa UEFA. El equipo de Turín aceptó el reto, pero con una condición: debía jugarse un solo partido en el estadio Olímpico de Roma. Independiente recogió el guante y, de la mano de Bochini, escribió su página más gloriosa.
-Hacé memoria-, le pido. Saco el casete en donde estoy grabando la entrevista, lo reemplazo por otro con el relato de José María Muñoz. Es ese gol, el más importante de toda su carrera. El Bocha se avergüenza, le incomoda que los demás lo vean escuchando su propio gol. Ya está, ya está, gracias, sacalo si querés, propone antes que Muñoz redondee su relato con el resultado, Independienteeee unoooo, la Juventus cerooooo.
-¿Sabías que la Juve llevaba 10 partidos sin que le hicieran un gol?
-No, no conocía a nadie de la Juventus. Sabía que eran el favorito. Si perdíamos, no pasaba nada. Y si ganábamos. Era una cancha linda, con un pasto hermoso. Yo jugué tranquilo, como si estuviera en Avellaneda. En esa clase de partidos decisivos, podía estar un poco nervioso antes de que empezaran, pero una vez que tocaba la pelota, ya estaba bien. La Juventus era más rápido que nosotros, nos superaron. Tuvieron varias oportunidades de gol, nos pegaron dos o tres tiros en el travesaño, un penal errado. Pero el gol lo hicimos nosotros. Y fue un golazo. Es cierto que los europeos son fuertes, que tienen buena preparación física y todo eso, pero en Roma me di cuenta de que si tenés talento, habilidad y rapidez, podés jugar en cualquier lado.
La obra de arte que asombró a los italianos. El arranque perfecto en sociedad entre Commisso y Balbuena, el toque para Raimondo, el alargue de Perico para Bochini y ahí comienza el gran final. Gran pared entre Bochini y Bertoni, la recibe el Bocha en el área, se tiran a taparlo Zoff y Salvadore, el pibe de Zárate la "empala" con su botín derecho, la levanta con una serenidad y categoría increíbles, y la deposita suavemente en la red por encima del arquero de Juventus. Sensacional. Golazo.
(Julio Algañaraz en revista “El Gráfico”, 4 de Diciembre de 1973)
La llegada a Buenos Aires. Miles de hinchas esperaron y recibieron a los Campeones del Mundo quienes venían desde Italia.
Los campeones del mundo llegaron a Buenos Aires un viernes, descansaron el sábado y el domingo enfrentaron a Racing por el torneo local. La rivalidad entre los dos clubes es tan increíble como pintoresca. Independiente y Racing son de la misma ciudad, Avellaneda, pero además sus respectivos estadios están uno a doscientos metros del otro. Para que se entienda claramente, digamos que la idea de perder con Racing es insoportable para un hincha de Independiente. Y haberle ganado a la Juventus no los autorizaba a perder el clásico. Pues bien: jugaron en la cancha de Racing, Independiente ganó 3 a 1 y dio la vuelta olímpica con las tres copas que había ganado ese año -la Libertadores, la Interamericana y la Intercontinental- en la cancha de su eterno rival. La gran figura del encuentro fue, naturalmente, el héroe que nos ocupa, que participó en los tres goles del Rojo. Es probable que aquella tarde, la hinchada le haya cantado por primera vez.
La historia del Maestro es tan rica que nos permite dar un salto en el tiempo, omitir sus brillantes participaciones en las copas Libertadores de 1974 y de 1975, o en las copas Interamericanas de 1973, 1974 y 1976, todas ellas ganadas por Independiente. Digamos como al pasar que en la semifinal de la Libertadores de 1975, contra Rosario Central de Argentina, hizo un gol eludiendo a cuatro rivales y definiendo entre las piernas del arquero. No vale la pena hablar de ese gol si consideramos que en las semifinales de la Libertadores de 1976, ante Peñarol de Montevideo, eludió a siete jugadores -algunos de ellos dos veces- y definió suavemente, ante el estupor del arquero uruguayo Walter Corvo. ¿Recuerdan el legendario gol de Diego Maradona a los ingleses en el Mundial 86? ¿No se quedaron boquiabiertos? ¿No es el más bonito que han visto en sus vidas? Si es así, no han visto lo suficiente. Aquella tarde en el estadio Azteca, Diego eludió a cinco rivales, dos menos que Bochini ante Peñarol.
-Hice otras jugadas como esa, pero siempre se me iban rozando el palo. Esta vez entró.
-Debe ser muy parecido a la felicidad.
-Qué te parece. Fue la jugada soñada. Hace poco escuché por la radio a un periodista que decía que los jugadores profesionales no se divierten. Es un boludo, yo no sé si alguna vez habrá tocado una pelota. Yo me divertía apenas pisaba la cancha. El jugador se divierte en las prácticas, en los partidos, siempre. No hay nada más lindo que correr, saltar, jugar. Se divierte el que crea fútbol y se divierte el que quita pelotas, porque participar del juego es hermoso. Y si encima tenés la posibilidad de tirar una buena pared, hacer una buena jugada, una buena gambeta, un golazo, y que la gente te ovacione. ¿Qué más querés? Cuando termina el partido, si perdiste, puede ser que te amargues un poco. Pero enseguida te empezás a divertir pensando que el domingo que viene podés tener tu revancha.
Fuera de la cancha, Bochini siempre fue un tipo misterioso. No sabemos mucho acerca de su vida privada, no es mucho lo que él deja entrever. Nunca opinó sobre el Papa ni sobre Fidel Castro, nunca vistió camisas de Versace ni cantó una canción en público. Dicen que en los 70 y en los 80 alguna vedette le hizo perder el sueño. Dicen, pero Bochini, como Bob Dylan, siempre fue muy discreto. A mediados de 1976, súbitamente, dejó de jugar. Se recluyó en su Zárate con su familia, pasaron los meses y comenzó a circular el rumor. "Bochini cree que tiene cáncer pero no tiene nada. Está loco", era la comidilla en el ambiente del fútbol. Pasaron los meses hasta que, así como se había ido, un día volvió. Ha pasado casi un cuarto de siglo y todavía hoy no ofrece una explicación convincente de lo que le ocurrió. Se la guarda.
-No pasó nada. Estaba mal anímicamente, y físicamente muy agotado. Me cansaba mucho en los partidos y me vine a Zárate. Un dirigente, Galano, me visitó y me dijo que tenía todo el apoyo del club, que descansara lo que fuera necesario y que, cuando me sintiera bien, volviera. Así fue. Cuando volví había engordado cuatro o cinco kilos, pero los bajé enseguida.
-¿Y de verdad pensaste que tenías cáncer?
-No, eso era todo mentira. No sé quién lo inventó.
En 1977, Talleres de Córdoba era el equipo sensación del fútbol argentino. Ganaba y daba espectáculo, y además varios de sus jugadores habían sido convocados a la Selección Nacional. El entrenador de Talleres era Roberto Saporiti, ayudante de campo de César Luis Menotti en la Selección. El Mundial 78 iba a disputarse en la Argentina y la provincia de Córdoba estaba designada para ser una de las subsedes del torneo. Para ello, la dictadura estaba erigiendo en esos días un estadio enorme y moderno, a la altura del acontecimiento. Había múltiples razones para suponer que los militares veían con buenos ojos que Talleres saliera campeón por primera vez. Pero en su camino se cruzó Independiente.
Los dos equipos llegaron a la final del Campeonato Nacional 77. El primer partido se jugó en el estadio de Independiente. Empataron 1 a 1. Talleres era el gran favorito para la revancha, porque jugaba en su casa y porque la reglamentación establecía que, en caso de empate en puntos y en diferencia de goles, los goles obtenidos como visitante se computaban dobles. Con empatar 0 a 0, entonces, los cordobeses daban su primera vuelta olímpica.
-Yo supe que el general Luciano Benjamín Menéndez, que entonces era el Gobernador de Córdoba, estaba muy interesado en que Talleres saliera campeón. Y ese partido fue muy raro, muy raro.
El 25 de Enero de 1978, por la noche, el escenario estaba listo para la fiesta. No cabía un alfiler en la cancha de Talleres. Casi todos estaban de azul y blanco: miles de simpatizantes rojos en la cancha, y millones comiéndose las uñas por televisión.
Independiente arrancó mejor, más sereno, más pensante. A los veintinueve minutos, un frentazo del goleador Norberto Outes puso las cosas 1 a 0 para los Rojos. Así terminó el primer tiempo. Bochini estaba jugando bien, pero no era el único. Independiente ganaba con claridad. A los 15 minutos del segundo tiempo, el cordobés Valencia tiró un centro en busca de la cabeza de un compañero. En el camino, la pelota pegó en la mano del defensor rojo Pagnanini. Fue una mano casual. El árbitro Barreiro cobró penal. El delantero de Talleres Cherini lo convirtió. 1 a 1. Los jugadores de Independiente protestaron. No hubo caso. A los 29 minutos del segundo tiempo, un jugador de Talleres tiró otro centro: esta vez encontró la mano de un compañero. El delantero Bocanelli le pegó un puñetazo a la pelota, como en un remate de vóley, y convirtió. No tuvo el disimulo de Maradona en su primer gol a los ingleses, que hay que verlo en cámara lenta para detectar la infracción. No. Esta fue una mano burda, atroz. Barreiro cobró el gol. 2 a 1 para Talleres. Los jugadores de Independiente se sacaron de sus casillas.
-Tengo dos hijos y esto me da vergüenza. Écheme-, dijo el capitán del equipo, Rubén Galván. Barreiro le sacó la tarjeta roja.
-Esto es una usurpación. ¿Por qué no me echa a mí también? -dijo el mediocampista Omar Larrosa. Barreiro le sacó la roja.
El defensor Enzo Trossero le dijo de todo. Barreiro también le sacó la roja. Indignados, los simpatizantes del Rojo gritaban:
El director técnico del equipo, José Omar Pastoriza, deambulaba por el campo de juego tratando vanamente de calmar los ánimos.
-Vámonos, Pato, nos están robando-, le dijo Bochini a Pastoriza. Afortunadamente, Barreiro no lo escuchó.
-Tranquilo, Bocha, tranquilo-, le contestó el entrenador.
Comienza la vuelta. Trossero, Pastoriza y Larrosa explotan de felicidad.
Quedaron ocho contra once. Demasiada ventaja para una final. Fuera de sí, Bochini le tiró un terrible puntapié al defensor cordobés Ocaño. Afortunadamente, Barreiro no le sacó la roja.
Pastoriza intentó lo imposible. Como gol de visitante valía doble, como en Avellaneda habían empatado 1 a 1, si Independiente conseguía el empate salía campeón. Claro que no es fácil remontar el resultado con tres hombres menos. El Pato reemplazó a los delanteros Britez y Magallanes. Se necesitaba con urgencia un socio para Bochini en el campo de juego. Pastoriza hizo ingresar al hábil Mariano Biondi y a Bertoni. Daniel Bertoni estaba en el banco de suplentes casi como un amuleto. Venía de una larga lesión y tenía cinco kilos de más.
Destino de héroe. Bochini festeja eufórico el empate ante Talleres. Fue la máxima hazaña que registra el fútbol argentino.
-A los 84 minutos, Pagnanini me dejó la pelota en el medio de la cancha. Gambeteé a uno, se la toqué a Bertoni, Bertoni se la dio a Biondi, le salió Guibaudo, el arquero de ellos, y Biondi hizo una gambeta larga para sí mismo, levantó la cabeza, me vio y me la tiró. Yo venía a la carrera y, como había dos jugadores de ellos tapando el arco, le pegué bien arriba. Entró ahí nomás, apenas debajo del travesaño. Fue el gol que más grité en toda mi vida. Después aguantamos el resultado hasta que terminó. Cuando dimos la vuelta olímpica, los hinchas de Talleres nos aplaudieron. Nos habíamos ganado el respeto de ellos.
El 25 de Enero de 1978, Ricardo Enrique Bochini cumplió 24 años. Sus compañeros le dedicaron el campeonato.
Era la desesperación, era el drama. Fue la gloria. La gloria que sólo pueden alcanzar los predestinados. Ricardo Enrique Bochini llegó a ella justo el día en que el calendario marcaba su 24 aniversario.
(Destino de héroe. Eduardo Rafael en revista “El Gráfico”, 31 de Enero de 1978)
Recuerdo a un pibe de siete años, desaforado frente a un televisor en blanco y negro. Recuerdo un quilombo de abrazos con los hermanos y con papá, un vaso que se volcó y que no lo importó a nadie, una mamá que dijo Bueno, che, qué exagerados, es un partido de fútbol. Recuerdo, pocos días después, el recibimiento a los campeones en la cancha de Independiente, la vuelta olímpica en casa, los aplausos de la gente. La bandera, el gorro. Y el cantito.
Pobre, pobre Talleres que fue a toparse con Bochini un año y otro. En la semifinal del Nacional del 78, cordobeses y Rojos volvieron a encontrarse. Independiente ganó los dos partidos. En la final le tocó River, con uno de sus equipos más lujosos, integrado por cinco jugadores del plantel campeón del Mundial 78. Empataron 0 a 0 en el estadio de River. Independiente venció 2 a 0 en su cancha y mostró una superioridad abrumadora. Adivinen quién marcó los dos goles.
El Maestro se cansa de bucear en su memoria. Pide que retomemos la charla al día siguiente. Un ex compañero le trajo a su hijo para que lo vea jugar. En pocos minutos, El Bocha vivirá un momento difícil: deberá explicarle a su ex compañero que el muchacho es de madera. Volverá tarde a su casa, apenas con tiempo para ver a su esposa y disfrutar de sus pequeños Ricardo Simón y Manuel Enrique. Me pregunto si alguno de los dos hermanitos llevarán en sus genes la información necesaria para convertirse en los herederos. Que me perdone la madre, pero yo no quiero que salgan abogados como ella. Me pregunto si alguna vez volveremos a estar en trance, gritando:
La segunda vez que nos encontramos, el Bocha llega una hora tarde. Hablamos durante veinte minutos: luego, simplemente comunica que debe irse. Son las 13 y él promete regresar a las 14, pero no cumple. A las 15 todavía no apareció. Sus designios son inescrutables. Me voy a casa. Si el Maestro cambió de idea y ya no quiere hablar por hoy, habrá que conformarse. Hemos hablado acerca del Independiente del 83-84, un hito en la historia del fútbol argentino.
-Si ese equipo jugara hoy, saldría campeón cinco fechas antes del final del torneo. Fue el mejor equipo de la década, lejos. Si hubiésemos tenido un número 9 éramos invencibles. Vos fijate que el centrodelantero cambiaba siempre y así y todo salimos campeones del mundo...
El Independiente de 1983-84, en realidad, tenía casi el mismo plantel que el de 1982. En el 82 se le escaparon los dos torneos ante el mismo rival, Estudiantes de la Plata. Estudiantes ganó el torneo Metropolitano por dos puntos, y el torneo Nacional por un gol. En 1983, el entrenador Rojo Nito Veiga fue reemplazado por José Omar Pastoriza. En su regreso al club, el Pato consiguió el Metropolitano del 83, la Copa Libertadores de América de 1984 y la Copa Intercontinental de ese mismo año, ante el Liverpool de Inglaterra. Más allá de Bochini, en ese plantel había jugadores de gran jerarquía como Jorge Burruchaga, Ricardo Giusti y Néstor Clausen -luego integrantes de la Selección argentina en el Mundial 86- y el exquisito volante central Claudio Marangoni.
-En el 82 jugábamos igual que en el 83 y en el 84. Tal vez mejor, porque en el torneo del 82 salimos segundos con 52 puntos y en el 83 salimos campeones con 48. Durante esos tres años tuvimos muchos partidos brillantes. Ese es el mejor equipo que integré: tal vez hayan aparecido en la Argentina otros equipos con tanta riqueza técnica como el nuestro, pero seguro que no apareció ninguno que tuviera a la vez una defensa tan sólida. Nos íbamos al ataque muy tranquilos porque confiábamos en nuestros defensores. Yo estaba bien libre, para crear fútbol. Anduve bastante bien. Nos entendíamos a la perfección con Jorge Burruchaga. Nos salían todas.
En nueve de los treinta y seis partidos que Independiente disputó en el Metropolitano de 1983, Bochini fue elegido por la revista El Gráfico como la figura de la cancha. El torneo concluyó con un regalo extra para los simpatizantes Rojos: Independiente se consagró campeón derrotando 2 a 0 a Racing. Como si esto fuera poco, esa misma tarde el eterno rival se despedía de la primera división.
En 1984, los Rojos reconquistaron la Copa Libertadores con un juego de lujo. El Maestro, perfeccionista, no quedó del todo satisfecho.
-Deberíamos haber salido campeones invictos. Perdimos un solo partido, 1 a 0 con Olimpia, en Paraguay, y en ese partido pegamos seis tiros en los palos.
En la revancha con Olimpia, en Avellaneda, Independiente necesitaba ganar para seguir en carrera. No había otra posibilidad: con el empate quedaba afuera. El partido estaba 2 a 2. Una tras otra, las jugadas de gol morían en las manos del arquero paraguayo Ever Almeida. Hasta que, dos minutos antes de que terminara el partido, el genio frotó la lámpara.
Barberón recogió en su campo por derecha, le dejó la pelota a Bochini, apenas pasada la línea central, el Bocha avanzó y la puso como él, como pocos como él saben, por detrás del pique del propio Barberón, que ya avanzaba por la izquierda después de cruzar todo el campo. El puntero se llevó a la rastra a su marcador y metió un centro a media altura para que Bufarini la metiera cerca del palo izquierdo. Fue el tres a dos, fue la victoria, fue el delirio.
(revista “El Gráfico”, 1° de Mayo de 1984)
La primera final de aquella Libertadores, en Brasil ante Gremio de Porto Alegre, no fue transmitida por televisión. Quienes vieron el partido se encargaron de otorgarle contenido mítico, de jactarse orgullosos de haber estado allí. Dicen que la superioridad de Independiente fue tan notable que aquello pareció más un entrenamiento que una final. Dicen que la actuación de Independiente fue tan pero tan brillante que el entonces campeón del mundo se sintió humillado en su propia casa.
-Es verdad. Dominamos el partido desde el principio hasta el final. Ganamos 1 a 0, pero nadie se hubiera quejado si el resultado era 2 o 3 a 0. No parecía una final de América. En la revancha en Avellaneda, los brasileños nos habían tomado tanto miedo que necesitaban ganarnos y vinieron a defenderse, a jugar de contragolpe. Por eso salió un partido trabado, empatamos 0 a 0 y dimos la vuelta olímpica otra vez.
Luego de la segunda entrevista, el ídolo desaparece durante casi una semana. Día tras día lo llamo a su casa y nada. ¿Cómo enojarse con él? Finalmente, después de muchos mensajes en el contestador, después de muchos diálogos con la Primera Dama -su esposa- un día suena el teléfono. Es él. Bochini condescendió a discar mi número y llamarme: ahora tengo mi propio "Teléfono Rojo". Concertamos el horario de la tercera entrevista. Arreglamos para el día siguiente, a las 11 de la mañana. Bochini llega a las 13, algo apurado. No importa. Llegó. Todavía nos quedan su paso por la Selección Nacional, el campeonato del 89 con Independiente, el partido homenaje.
A pesar de semejante curriculum, la Selección argentina le fue esquiva. Pocos meses antes del Mundial 78, César Luis Menotti lo dejó afuera del plantel que disputaría el torneo, al igual que a Diego Armando Maradona. Más allá del título obtenido por el seleccionado, en ambos casos la decisión de Menotti fue disparatada. Sobre todo, si se considera que en el combinado argentino, en el mismo puesto de Bochini y Maradona, Menotti llevó a jugadores de inferior calidad como José Daniel Valencia y Ricardo Julio Villa. En toda su carrera, Bochini disputó 28 encuentros para el seleccionado.
En 1986, Carlos Salvador Bilardo lo incluyó en el plantel que obtuvo el título mundial. Aquel fue el campeonato en el que Diego Maradona tocó el cielo de los futbolistas. ¿Qué hubiera pasado si Maradona y Bochini jugaban juntos? Tal vez aquel gran equipo habría rozado la excelencia. Bochini entró en la semifinal del Mundial 86, faltando cinco minutos para el final del partido con Bélgica. Dice la leyenda que Maradona le dijo:
-Pase, Maestro, lo estábamos esperando.
Le pregunto al Bocha si recuerda aquella bienvenida.
-Algo me dijo Diego, pero no me acuerdo qué. Yo estaba muy concentrado. Argentina ganaba 2 a 0 y yo quería jugar, aunque fueran cinco minutos. Siempre pensé que tenía la capacidad suficiente como para jugar un Mundial, pero bueno, los técnicos pensaron otra cosa.
En esos cinco minutos, Diego y Bochini alcanzaron a juntarse una vez a tocar. En su autobiografía, Maradona sostiene que: "Fue como tirar una pared con Dios"
-¿Por qué no te fuiste nunca a Europa?
-Cada vez que me salía del país 10 o 15 días, me costaba mucho adaptarme. Extrañaba. Además estaba muy cómodo en Independiente, un equipo que jugaba partidos importantes, que peleaba el campeonato local, la Copa Libertadores. Estaba más cerca de la Selección: en mi época, los jugadores que estábamos en la Argentina eran más tenidos en cuenta que los que jugaban en Europa. Y además la gente me quería.
A los 35 años, Bochini consiguió su último título. Jugó grandes partidos en el torneo 88-89, especialmente contra los rivales más poderosos: contra Boca, contra San Lorenzo. Independiente se consagró campeón una fecha antes del final. El paladar negro del hincha del Rojo, sin embargo, no valoró en su justa medida aquella conquista.
-Ese equipo era muy bueno, pero no tenía el vuelo del 84. Tal vez no jugábamos brillantemente, pero salíamos a ganar en todas las canchas. A la gente no le gustaba tanto porque lo comparaba con el otro, que tal vez haya sido el mejor de la historia del fútbol argentino. Yo había perdido algo de velocidad, entonces trataba de que la que corriera fuera la pelota.
El 5 de Mayo de 1991, en un partido sin ninguna importancia contra Estudiantes de la Plata, el taponazo brutal de un tal Pablo Erbín lo sacó de la cancha con el tobillo destrozado. Yo hubiera recibido gustoso ese puntapié maldito si Dios me garantizaba a cambio que iba a cumplir con lo único que yo le pedía, que Ricardo Enrique Bochini jugara para siempre, siempre para Independiente, para toda la alegría de la gente.
El 19 de Diciembre de 1991, como tantas otras veces, bajé del tren en la estación Avellaneda, crucé la avenida Pavón, tomé la diagonal, corté camino por entre los monoblocks, saqué mi entrada y subí las interminables escaleras que llevan a la tribuna Cordero. Los ojos llorosos de la gente indicaban que aquella no era una noche como tantas.
Era el partido homenaje. La despedida. El adiós a tanta belleza irrepetible, tan irrepetible como mi adolescencia que se estaba yendo al mismo tiempo que el Bocha. Un equipo de históricos de Independiente -reforzado por estrellas de otros clubes- se enfrentó a los titulares de ese momento. Él jugó un tiempo para cada lado. Durante los últimos cinco minutos del partido lloré desconsolado. Hubo muchos como yo.
-Para mí -confiesa el Maestro- fue doloroso reconocer que no iba a jugar más. Las despedidas son tristes: son mejores los debuts, cuando tenés todo el futuro por delante. Cuando terminó el partido, la gente estaba emocionada. Algunos lloraban, recordaban todo lo que yo les había dado en mis años de jugador. Antes de la despedida, en algún momento se me había cruzado por la cabeza volver. Recién ese día me convencí de que se había terminado el fútbol para mí.
Hubo 60 mil personas en la cancha. Todo el mundo pagó su entrada, socio o no socio. Se suponía que la recaudación total era para Bochini: le liquidaron 21 mil populares y cinco mil plateas. La Comisión Directiva del club no supo, no pudo o no quiso explicar quién se había quedado con el dinero de las 19 mil entradas que faltaban. Le pagaron así diecinueve años de magia, trece títulos, 109 goles, cientos de pases gol. Ahora está de nuevo en su casa. Ahora, desde afuera de la cancha, está tratando de aportar su experiencia para que Independiente se reencuentre con su identidad futbolera y su mística ganadora, esa identidad y esa mística que él expresó mejor que nadie. Ahora ese pibe al que tantas veces le alegró la vida está satisfecho. Ha compartido su emoción con los lectores. Les ha contado cómo fue que una vez la felicidad encarnó en un hombre pequeño con muy poco pelo y una camiseta roja con el número 10 en la espalda.
(texto de Daniel Riera, revista “Gatopardo”, Febrero 2001)
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Había apostado mucho por ti, te había conseguido un buen contrato con el Chelsea y al final me fallaste. Eso no se hace.
(LUIZ FELIPE SCOLARI, técnico del Chelsea, a Robinho, recientemente incorporado por el Manchester City, dejando de lado la oferta del equipo de Roman Abramovich. Diario Marca del 04/09/08)
El 29 de Junio de 1958 Brasil podía festejar una victoria afanosamente buscada a lo largo de casi veinticinco años. Desde su primera aparición en el Campeonato del Mundo en 1934, cuando su equipo fue vencido por España en octavos de final, la selección brasileña había formado parte de la restringida élite de los favoritos. Tras de sí tenía todo un pueblo para el que el fútbol era algo más que un deporte y se había convertido en una auténtica fiebre.
En el ánimo de los millones de aficionados estaba aún abierta la herida de aquel gol de Ghiggia, el extremo uruguayo, en la final de 1950 disputada en el gigantesco estadio de Maracaná. En aquella ocasión, a Brasil le bastaba el empate para hacerse con el trofeo (la preciada Copa “Jules Rimet”), pero la derrota por 2-1 ante los vecinos uruguayos provocó un día de luto que no había sido olvidado. Ahora, al cabo de ocho años, Brasil volvía a encontrarse en la final. Esta vez jugaba en campo contrario ante Suecia, anfitriona de la Copa del Mundo, que había repescado a sus mejores jugadores esparcidos en diversos países europeos donde eran destacados profesionales.
A pesar del factor campo, Brasil partía como favorito después de haber eliminado en semifinales a Francia por 5 a 2. El equipo galo contaba entonces con un gran estratega, Raymond Kopa, y un extraordinario goleador: Just Fontaine, que sería el máximo artillero del campeonato con 13 goles. Pero Brasil no sólo tenía en sus filas excelentes jugadores, sino que había implantado un módulo de juego, el llamado 4-2-4, que iba a revolucionar el fútbol de la misma forma que la WM de míster Chapman lo hiciera en los años treinta.
En el 4-2-4 se creaba un cuadro simétrico con cuatro defensas en línea, dos medios volantes y cuatro delanteros. Se trataba de racionalizar la distribución de los jugadores en el campo, incorporando un segundo defensa central y aplicando sistemáticamente la táctica del fuera de juego mediante su disposición en línea y de mareaje por zonas. La labor de los dos centrocampistas, un medio volante y un interior según el modelo clásico, se veía esporádicamente acompañada por la acción de un falso extremo que corría la banda arrancando desde atrás. Vicente Feola, un napolitano crecido en Brasil, profesor de gimnasia, había sido el inventor del sistema. El voluminoso y tranquilo Feola dejaba la preparación atlética a su colaborador Pedro Amaral y la preparación psicológica a un grupo de médicos destinados a orientar adecuadamente a los jugadores y a dotarles de mentalidad de ganadores.
Este dispositivo táctico fue admirablemente llevado a la práctica por la formación brasileña. En ella despuntaba un muchacho de 17 años llamado Edson Arantes do Nascimento, futbolísticamente conocido por Pelé, que se había incorporado al equipo titular a partir del segundo encuentro y de inmediato se hizo insustituible. Pelé jugaba en punta al lado de Vavá, y cubría la amplia franja izquierda por la que Zagallo, el falso extremo, se incorporaba de vez en cuando. En el lado derecho, Garrulería y su mágico dribbling volvía locos a las defensas contrarias. El científico Didí era el cerebro del equipo en el centro del campo junto a Zito, quien en ocasiones apoyaba ala defensa.
La final no tuvo historia. A los 3 minutos el veterano Liedhölm ponía en ventaja a Suecia, pero cinco minutos más tarde empataba Vavá y la máquina brasileña se ponía en marcha. Era un auténtico bloque que no se dejaba perturbar por goles tempraneros. A los 32 minutos, Vavá consiguió el 2-1 para Brasil y con este resultado se llegó al descanso. En la segunda parte, Pelé inició su propio show y a los 10 minutos marcó el tercer tanto al que seguiría otro de Zagallo a los 23 minutos. Con 4-1 a su favor, Brasil no se inmutó ante el segundo gol sueco, obra de Simonsson. En el último minuto del partido, y ya en plena apoteosis, Pelé obtuvo el quinto gol, equiparándose a Vavá como máximo cañonero brasileño (cinco goles cada uno).
Después, el delirio. En Brasil, la retransmisión radiofónica, que había mantenido despierto al país a altas horas de la madrugada, había sido seguida con enorme expectación y liberó el entusiasmo de todo un pueblo. Los campeones mundiales se convirtieron en ídolos del público, aunque varios de ellos (Vavá, Didí, Orlando, etc.) emigraron pronto a otros países donde eran reclamados a golpe de talonario. Para el joven Pelé su propio éxito le hacía intransferible, y habría de esperar casi quince años para marchar a Estados Unidos. Pelé se convertía en símbolo de Brasil y como tal no tenía precio.
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