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El 10 (Ricardo Bochini)


En aquel tiempo, mientras me iba formando como jugador, estaba enamorado de Bochini. Me enamoré terriblemente y confieso que era de Independiente en la Copa Libertadores, a principios de los setenta, cuando estaba por dar el salto de los Cebollitas a la novena, porque ¡Bochini me sedujo tanto! Bochini. y Bertoni. Las paredes que tiraban Bochini y Bertoni eran una cosa que me quedó tan grabada que yo las elegiría como las jugadas maestras de la historia del fútbol.

"No se llama Maradona,
no es Alonso ni Pelé.
Es el maestro Bochini,
el mejor número 10"

(hinchada de Independiente)

Podría abrumarlos con las estadísticas. Decirles, por ejemplo, que Ricardo Enrique Bochini jugó al fútbol durante diecinueve años, siempre para Independiente, y que ganó trece títulos con la camiseta del rojo de Avellaneda. Podría agregar que esa cifra incluye cuatro copas Libertadores de América y dos Intercontinentales y asegurar sin temor a equivocarme que ningún otro jugador en el mundo consiguió jamás un record semejante. Podría empezar con ese golpe de efecto -al fin y al cabo, la suya fue una carrera espectacular-, pero no sería del todo justo. La historia de Bochini no se mide con números: es una historia épica y asombrosa, como todas las que incluyen hazañas y trucos de magia.

Es una sucesión de zagueros despatarrados en el suelo, de extáticos gritos de "¡Ole!", de domingos felices. Es un constante festival de lo inesperado, lo imprevisible, una de las más hermosas historias que puede contar el fútbol argentino. Es, también, el recuerdo de un pibe al que le alegró la vida, un pibe que jamás lo olvidará, que quiere compartir su emoción con los demás y que para eso escribe esta nota.

Las cosas han cambiado. Bochini tiene 46 años. Al cierre de esta edición, Independiente, el Rey de Copas, terminó decimotercero en un campeonato en el que intervienen veinte equipos, aunque sobre el final recompuso un poco su imagen con victorias frente a su clásico rival, Racing Club, y frente al reciente campeón intercontinental Boca Juniors. Los dirigentes lo convocaron para ver si -ahora desde afuera de la cancha- puede ayudar al rojo a recuperar la gloria que cosechó cuando él jugaba. Le dieron dos cargos a la vez: director general del fútbol amateur y asesor del fútbol profesional de Independiente. El Bocha está obsesionado con su nueva misión: por eso me cita en el complejo de Villa Domínico, donde entrenan tanto el primer equipo como las divisiones inferiores del club. Llega cuarenta y cinco minutos tarde: todo el mundo lo saluda, lo palmea, le dice "maestro". Los periodistas que rondan Domínico se acercan a nuestra mesa y lo ametrallan para las radios de Buenos Aires con preguntas sobre el futuro del actual entrenador Osvaldo Piazza -cuando se realizó esta nota, pendía de un hilo: luego comenzó a repuntar-, sobre el estilo de juego del equipo, sobre la manera de salir del pozo. Una vez que lo dejan en paz y se van, yo prefiero hablar de tiempos mejores.

Empezamos por la niñez. Le pido que me cuente cómo era Villa Angus, el barrio de Zárate -una ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires- en el que se crió. Su relato me traslada a la pequeña casa donde vivía la numerosa familia Bochini: papá, mamá, una tía, la abuela y los hermanitos, siete varones y dos nenas. Papá trabajaba todo el día, por contrato, en diferentes fábricas, y hacía changas (trabajos puntuales, encargos breves y específicos) de albañil para sumar unos pesos. La tía trabajaba en un frigorífico de Zárate. Lo bueno de la escuela eran los recreos, porque en el patio se podía jugar con pelotas de trapo. Después, nada. Ricardo dejó en sexto grado y se dedicó a repartir diarios a los quioscos en una bicicleta con portaequipaje especialmente preparada por el padre. Lo bueno del barrio eran los clubes de baby fútbol y los campeonatos. Su primer equipo fue el Estrada Fútbol Club. Su primer título lo ganó con un equipo cuyo nombre ya no recuerda, dirigido por un vecino de la cuadra.

-Se empezó a correr la bola. Todos me iban a ver jugar, todos hablaban de cómo jugaba. Desde chiquito hacía goles gambeteando a tres o cuatro jugadores. Me anoté en el club Belgrano de Zárate. Salí campeón con la sexta y con la quinta. A los 13 años, debuté en la primera y jugué las últimas cuatro fechas del campeonato de la ciudad, mezclado con gente que tenía 28, 30 años. El técnico no me quería poner porque era muy chico, pero la gente me pedía. En ese momento íbamos segundos: entré en el segundo tiempo de un partido, metí dos goles e hice hacer otros dos. Ganamos 4 a 2 y nos pusimos primeros. Después ganamos los tres partidos restantes y salimos campeones.

El técnico de Belgrano, un señor Enricó, comprendió enseguida que el pibe era demasiado bueno para jugar campeonatos de barrio y lo llevó a probarse a Independiente. El niño prodigio viajó en tren, llegó a Avellaneda al mediodía, almorzó frugalmente y se probó a las dos de la tarde. Anduvo bien. Hubo un penal para su equipo: lo pateó él y lo convirtió. Al poco tiempo, le hicieron una prueba más rigurosa: jugó un partido oficial con la Reserva del club. Apenas tenía 15 años. Jugó bien.

Nombre: Ricardo Enrique Bochini
Fecha de nacimiento: 25-01-54
Lugar: Zárate
Puesto: 10
Club: Independiente
División: Séptima
Ídolo: Pelé

En la opinión del técnico Fernando Bello: Gran futuro. Habilidoso, cerebral, goleador. Gran capacidad para jugar sin pelota. Arranca de atrás y llega con potencia para definir. Le pega con las dos piernas. Le falta continuidad y confianza para buscar el juego aéreo.

(Recuérdelo, en revista “El gráfico”, 3 de Noviembre de 1970)

-Hubiera querido que mis padres estuvieran, pero ni siquiera pude avisarles porque en Zárate no había teléfono. Yo vivía en la pensión del club. A veces extrañaba un poco, pero tenía tanta pasión por el fútbol que estaba todo el día pensando en llegar, en triunfar, en ser conocido, en mejorar la situación económica de mis padres. El fútbol era lo único que me podía salvar, porque no sabía hacer otra cosa.
El día de mi debut, entonces, estuve solo. Entré en el segundo tiempo, jugué de delantero y tiré un par de buenos pases, pero perdimos 1 a 0. Tenía 18 años, pero todavía no estaba listo para competir en Primera. Era rápido con la pelota, pero me faltaba fuerza, resistencia. En el Nacional del 72 jugué mi primer clásico con Racing. Fue en la cancha de Boca, bajo un diluvio. Perdimos 2 a 1, pero yo hice mi primer gol: fue una pared con Bulla, que jugaba de 9. Cuando me salió Fillol -el arquero rival- se la tiré contra el palo.

Los hechos se sucedieron vertiginosamente. Lo convocaron para la Selección Juvenil que jugaba un torneo en Cannes. En el Juvenil formó su sociedad creativa con otro chico de Independiente, Daniel Bertoni, el delantero que mejor lo interpretó. Se largaron a tirar paredes como locos. Cada uno adivinaba lo que el otro iba a hacer: Bertoni hacía goles con pases de Bochini; Bochini convertía en goles los pases de Bertoni. En 1973, los dos comenzaron la era de las hazañas. El Bocha entró en el segundo tiempo de la final de la Copa Libertadores contra Colo Colo de Chile, en el estadio Centenario de Uruguay. Independiente ganó 2 a 1 y se consagró campeón.

Yo no sé si Bochini le cambió el alma a este Independiente. Estoy casi convencido de que no. Pero de lo que sí estoy seguro es que le cambió la cara. Que le cambió esa sensación de dureza para querer más la pelota. Que con esa primera maniobra, donde la pidió con atrevimiento y se animó, gambeteando frente a cuatro chilenos, le transmitió al equipo otra dinámica. Más alegre. Más joven.

(Osvaldo Ardizzone en revista “El Gráfico”, 12 de Junio de 1973)

-Esa noche hacía un frío de locos. La cancha estaba llena. Los chilenos trajeron al arriero que les había salvado la vida a los jugadores de rugby uruguayos en la cordillera de los Andes y lo pasearon en andas por toda la cancha. Fueron vivos: así lograron que todos los uruguayos hincharan por Colo Colo. De cualquier manera, la gente no pesó en el campo de juego. Bertoni jugó de titular: yo entré en el segundo tiempo. La primera pelota que recibí fue por derecha, me gambeteé como dos o tres, tiré al arco y pasó rozando el palo. Después, en el tiempo suplementario, pateó Galván, tapó el arquero, yo vine a la carrera, le pifié porque había barro, entró Giachello e hizo el gol que definió el partido. Ganamos 2 a 1. Jugué bastante bien y la gente me empezó a pedir.

La parada siguiente fue aún más dura. El título de América clasificó a Independiente para jugar ante el campeón europeo la Copa Intercontinental, la final más importante que un club de fútbol puede disputar. En 1972, todavía sin Bochini, Independiente había sido derrotado por el poderoso Ajax de Holanda, cuya estrella principal era Johan Cruyff. En 1973, los holandeses repitieron el título europeo, pero no quisieron darle la revancha a Independiente: alegaron que el juego de los argentinos era demasiado brusco para sus piernas del primer mundo. Le pasaron el desafío a la Juventus de Italia, subcampeona de la copa UEFA. El equipo de Turín aceptó el reto, pero con una condición: debía jugarse un solo partido en el estadio Olímpico de Roma. Independiente recogió el guante y, de la mano de Bochini, escribió su página más gloriosa.

-Hacé memoria-, le pido. Saco el casete en donde estoy grabando la entrevista, lo reemplazo por otro con el relato de José María Muñoz. Es ese gol, el más importante de toda su carrera. El Bocha se avergüenza, le incomoda que los demás lo vean escuchando su propio gol. Ya está, ya está, gracias, sacalo si querés, propone antes que Muñoz redondee su relato con el resultado, Independienteeee unoooo, la Juventus cerooooo.

-¿Sabías que la Juve llevaba 10 partidos sin que le hicieran un gol?

-No, no conocía a nadie de la Juventus. Sabía que eran el favorito. Si perdíamos, no pasaba nada. Y si ganábamos. Era una cancha linda, con un pasto hermoso. Yo jugué tranquilo, como si estuviera en Avellaneda. En esa clase de partidos decisivos, podía estar un poco nervioso antes de que empezaran, pero una vez que tocaba la pelota, ya estaba bien. La Juventus era más rápido que nosotros, nos superaron. Tuvieron varias oportunidades de gol, nos pegaron dos o tres tiros en el travesaño, un penal errado. Pero el gol lo hicimos nosotros. Y fue un golazo. Es cierto que los europeos son fuertes, que tienen buena preparación física y todo eso, pero en Roma me di cuenta de que si tenés talento, habilidad y rapidez, podés jugar en cualquier lado.

La obra de arte que asombró a los italianos. El arranque perfecto en sociedad entre Commisso y Balbuena, el toque para Raimondo, el alargue de Perico para Bochini y ahí comienza el gran final. Gran pared entre Bochini y Bertoni, la recibe el Bocha en el área, se tiran a taparlo Zoff y Salvadore, el pibe de Zárate la "empala" con su botín derecho, la levanta con una serenidad y categoría increíbles, y la deposita suavemente en la red por encima del arquero de Juventus. Sensacional. Golazo.

(Julio Algañaraz en revista “El Gráfico”, 4 de Diciembre de 1973)

La llegada a Buenos Aires. Miles de hinchas esperaron y recibieron a los Campeones del Mundo quienes venían desde Italia.
Los campeones del mundo llegaron a Buenos Aires un viernes, descansaron el sábado y el domingo enfrentaron a Racing por el torneo local. La rivalidad entre los dos clubes es tan increíble como pintoresca. Independiente y Racing son de la misma ciudad, Avellaneda, pero además sus respectivos estadios están uno a doscientos metros del otro. Para que se entienda claramente, digamos que la idea de perder con Racing es insoportable para un hincha de Independiente. Y haberle ganado a la Juventus no los autorizaba a perder el clásico. Pues bien: jugaron en la cancha de Racing, Independiente ganó 3 a 1 y dio la vuelta olímpica con las tres copas que había ganado ese año -la Libertadores, la Interamericana y la Intercontinental- en la cancha de su eterno rival. La gran figura del encuentro fue, naturalmente, el héroe que nos ocupa, que participó en los tres goles del Rojo. Es probable que aquella tarde, la hinchada le haya cantado por primera vez.

La historia del Maestro es tan rica que nos permite dar un salto en el tiempo, omitir sus brillantes participaciones en las copas Libertadores de 1974 y de 1975, o en las copas Interamericanas de 1973, 1974 y 1976, todas ellas ganadas por Independiente. Digamos como al pasar que en la semifinal de la Libertadores de 1975, contra Rosario Central de Argentina, hizo un gol eludiendo a cuatro rivales y definiendo entre las piernas del arquero. No vale la pena hablar de ese gol si consideramos que en las semifinales de la Libertadores de 1976, ante Peñarol de Montevideo, eludió a siete jugadores -algunos de ellos dos veces- y definió suavemente, ante el estupor del arquero uruguayo Walter Corvo. ¿Recuerdan el legendario gol de Diego Maradona a los ingleses en el Mundial 86? ¿No se quedaron boquiabiertos? ¿No es el más bonito que han visto en sus vidas? Si es así, no han visto lo suficiente. Aquella tarde en el estadio Azteca, Diego eludió a cinco rivales, dos menos que Bochini ante Peñarol.

-Hice otras jugadas como esa, pero siempre se me iban rozando el palo. Esta vez entró.

-Debe ser muy parecido a la felicidad.

-Qué te parece. Fue la jugada soñada. Hace poco escuché por la radio a un periodista que decía que los jugadores profesionales no se divierten. Es un boludo, yo no sé si alguna vez habrá tocado una pelota. Yo me divertía apenas pisaba la cancha. El jugador se divierte en las prácticas, en los partidos, siempre. No hay nada más lindo que correr, saltar, jugar. Se divierte el que crea fútbol y se divierte el que quita pelotas, porque participar del juego es hermoso. Y si encima tenés la posibilidad de tirar una buena pared, hacer una buena jugada, una buena gambeta, un golazo, y que la gente te ovacione. ¿Qué más querés? Cuando termina el partido, si perdiste, puede ser que te amargues un poco. Pero enseguida te empezás a divertir pensando que el domingo que viene podés tener tu revancha.

Fuera de la cancha, Bochini siempre fue un tipo misterioso. No sabemos mucho acerca de su vida privada, no es mucho lo que él deja entrever. Nunca opinó sobre el Papa ni sobre Fidel Castro, nunca vistió camisas de Versace ni cantó una canción en público. Dicen que en los 70 y en los 80 alguna vedette le hizo perder el sueño. Dicen, pero Bochini, como Bob Dylan, siempre fue muy discreto. A mediados de 1976, súbitamente, dejó de jugar. Se recluyó en su Zárate con su familia, pasaron los meses y comenzó a circular el rumor. "Bochini cree que tiene cáncer pero no tiene nada. Está loco", era la comidilla en el ambiente del fútbol. Pasaron los meses hasta que, así como se había ido, un día volvió. Ha pasado casi un cuarto de siglo y todavía hoy no ofrece una explicación convincente de lo que le ocurrió. Se la guarda.

-No pasó nada. Estaba mal anímicamente, y físicamente muy agotado. Me cansaba mucho en los partidos y me vine a Zárate. Un dirigente, Galano, me visitó y me dijo que tenía todo el apoyo del club, que descansara lo que fuera necesario y que, cuando me sintiera bien, volviera. Así fue. Cuando volví había engordado cuatro o cinco kilos, pero los bajé enseguida.

-¿Y de verdad pensaste que tenías cáncer?

-No, eso era todo mentira. No sé quién lo inventó.

En 1977, Talleres de Córdoba era el equipo sensación del fútbol argentino. Ganaba y daba espectáculo, y además varios de sus jugadores habían sido convocados a la Selección Nacional. El entrenador de Talleres era Roberto Saporiti, ayudante de campo de César Luis Menotti en la Selección. El Mundial 78 iba a disputarse en la Argentina y la provincia de Córdoba estaba designada para ser una de las subsedes del torneo. Para ello, la dictadura estaba erigiendo en esos días un estadio enorme y moderno, a la altura del acontecimiento. Había múltiples razones para suponer que los militares veían con buenos ojos que Talleres saliera campeón por primera vez. Pero en su camino se cruzó Independiente.

Los dos equipos llegaron a la final del Campeonato Nacional 77. El primer partido se jugó en el estadio de Independiente. Empataron 1 a 1. Talleres era el gran favorito para la revancha, porque jugaba en su casa y porque la reglamentación establecía que, en caso de empate en puntos y en diferencia de goles, los goles obtenidos como visitante se computaban dobles. Con empatar 0 a 0, entonces, los cordobeses daban su primera vuelta olímpica.

-Yo supe que el general Luciano Benjamín Menéndez, que entonces era el Gobernador de Córdoba, estaba muy interesado en que Talleres saliera campeón. Y ese partido fue muy raro, muy raro.

El 25 de Enero de 1978, por la noche, el escenario estaba listo para la fiesta. No cabía un alfiler en la cancha de Talleres. Casi todos estaban de azul y blanco: miles de simpatizantes rojos en la cancha, y millones comiéndose las uñas por televisión.

Independiente arrancó mejor, más sereno, más pensante. A los veintinueve minutos, un frentazo del goleador Norberto Outes puso las cosas 1 a 0 para los Rojos. Así terminó el primer tiempo. Bochini estaba jugando bien, pero no era el único. Independiente ganaba con claridad. A los 15 minutos del segundo tiempo, el cordobés Valencia tiró un centro en busca de la cabeza de un compañero. En el camino, la pelota pegó en la mano del defensor rojo Pagnanini. Fue una mano casual. El árbitro Barreiro cobró penal. El delantero de Talleres Cherini lo convirtió. 1 a 1. Los jugadores de Independiente protestaron. No hubo caso. A los 29 minutos del segundo tiempo, un jugador de Talleres tiró otro centro: esta vez encontró la mano de un compañero. El delantero Bocanelli le pegó un puñetazo a la pelota, como en un remate de vóley, y convirtió. No tuvo el disimulo de Maradona en su primer gol a los ingleses, que hay que verlo en cámara lenta para detectar la infracción. No. Esta fue una mano burda, atroz. Barreiro cobró el gol. 2 a 1 para Talleres. Los jugadores de Independiente se sacaron de sus casillas.

-Tengo dos hijos y esto me da vergüenza. Écheme-, dijo el capitán del equipo, Rubén Galván. Barreiro le sacó la tarjeta roja.

-Esto es una usurpación. ¿Por qué no me echa a mí también? -dijo el mediocampista Omar Larrosa. Barreiro le sacó la roja.

El defensor Enzo Trossero le dijo de todo. Barreiro también le sacó la roja. Indignados, los simpatizantes del Rojo gritaban:

Ladrones, ladrones,
Así salen campeones.

El director técnico del equipo, José Omar Pastoriza, deambulaba por el campo de juego tratando vanamente de calmar los ánimos.

-Vámonos, Pato, nos están robando-, le dijo Bochini a Pastoriza. Afortunadamente, Barreiro no lo escuchó.

-Tranquilo, Bocha, tranquilo-, le contestó el entrenador.

Comienza la vuelta. Trossero, Pastoriza y Larrosa explotan de felicidad.
Quedaron ocho contra once. Demasiada ventaja para una final. Fuera de sí, Bochini le tiró un terrible puntapié al defensor cordobés Ocaño. Afortunadamente, Barreiro no le sacó la roja.
Pastoriza intentó lo imposible. Como gol de visitante valía doble, como en Avellaneda habían empatado 1 a 1, si Independiente conseguía el empate salía campeón. Claro que no es fácil remontar el resultado con tres hombres menos. El Pato reemplazó a los delanteros Britez y Magallanes. Se necesitaba con urgencia un socio para Bochini en el campo de juego. Pastoriza hizo ingresar al hábil Mariano Biondi y a Bertoni. Daniel Bertoni estaba en el banco de suplentes casi como un amuleto. Venía de una larga lesión y tenía cinco kilos de más.
Destino de héroe. Bochini festeja eufórico el empate ante Talleres. Fue la máxima hazaña que registra el fútbol argentino.

-A los 84 minutos, Pagnanini me dejó la pelota en el medio de la cancha. Gambeteé a uno, se la toqué a Bertoni, Bertoni se la dio a Biondi, le salió Guibaudo, el arquero de ellos, y Biondi hizo una gambeta larga para sí mismo, levantó la cabeza, me vio y me la tiró. Yo venía a la carrera y, como había dos jugadores de ellos tapando el arco, le pegué bien arriba. Entró ahí nomás, apenas debajo del travesaño. Fue el gol que más grité en toda mi vida. Después aguantamos el resultado hasta que terminó. Cuando dimos la vuelta olímpica, los hinchas de Talleres nos aplaudieron. Nos habíamos ganado el respeto de ellos.

El 25 de Enero de 1978, Ricardo Enrique Bochini cumplió 24 años. Sus compañeros le dedicaron el campeonato.
Era la desesperación, era el drama. Fue la gloria. La gloria que sólo pueden alcanzar los predestinados. Ricardo Enrique Bochini llegó a ella justo el día en que el calendario marcaba su 24 aniversario.

(Destino de héroe. Eduardo Rafael en revista “El Gráfico”, 31 de Enero de 1978)

Recuerdo a un pibe de siete años, desaforado frente a un televisor en blanco y negro. Recuerdo un quilombo de abrazos con los hermanos y con papá, un vaso que se volcó y que no lo importó a nadie, una mamá que dijo Bueno, che, qué exagerados, es un partido de fútbol. Recuerdo, pocos días después, el recibimiento a los campeones en la cancha de Independiente, la vuelta olímpica en casa, los aplausos de la gente. La bandera, el gorro. Y el cantito.

"Eh, chupe, chupe, chupe
No deje de chupar.
El Bocha es lo más grande
del fútbol nacional"

Pobre, pobre Talleres que fue a toparse con Bochini un año y otro. En la semifinal del Nacional del 78, cordobeses y Rojos volvieron a encontrarse. Independiente ganó los dos partidos. En la final le tocó River, con uno de sus equipos más lujosos, integrado por cinco jugadores del plantel campeón del Mundial 78. Empataron 0 a 0 en el estadio de River. Independiente venció 2 a 0 en su cancha y mostró una superioridad abrumadora. Adivinen quién marcó los dos goles.

El Maestro se cansa de bucear en su memoria. Pide que retomemos la charla al día siguiente. Un ex compañero le trajo a su hijo para que lo vea jugar. En pocos minutos, El Bocha vivirá un momento difícil: deberá explicarle a su ex compañero que el muchacho es de madera. Volverá tarde a su casa, apenas con tiempo para ver a su esposa y disfrutar de sus pequeños Ricardo Simón y Manuel Enrique. Me pregunto si alguno de los dos hermanitos llevarán en sus genes la información necesaria para convertirse en los herederos. Que me perdone la madre, pero yo no quiero que salgan abogados como ella. Me pregunto si alguna vez volveremos a estar en trance, gritando:

Bo-Bo-chini
Bo-Bo-chini

La segunda vez que nos encontramos, el Bocha llega una hora tarde. Hablamos durante veinte minutos: luego, simplemente comunica que debe irse. Son las 13 y él promete regresar a las 14, pero no cumple. A las 15 todavía no apareció. Sus designios son inescrutables. Me voy a casa. Si el Maestro cambió de idea y ya no quiere hablar por hoy, habrá que conformarse. Hemos hablado acerca del Independiente del 83-84, un hito en la historia del fútbol argentino.

-Si ese equipo jugara hoy, saldría campeón cinco fechas antes del final del torneo. Fue el mejor equipo de la década, lejos. Si hubiésemos tenido un número 9 éramos invencibles. Vos fijate que el centrodelantero cambiaba siempre y así y todo salimos campeones del mundo...

El Independiente de 1983-84, en realidad, tenía casi el mismo plantel que el de 1982. En el 82 se le escaparon los dos torneos ante el mismo rival, Estudiantes de la Plata. Estudiantes ganó el torneo Metropolitano por dos puntos, y el torneo Nacional por un gol. En 1983, el entrenador Rojo Nito Veiga fue reemplazado por José Omar Pastoriza. En su regreso al club, el Pato consiguió el Metropolitano del 83, la Copa Libertadores de América de 1984 y la Copa Intercontinental de ese mismo año, ante el Liverpool de Inglaterra. Más allá de Bochini, en ese plantel había jugadores de gran jerarquía como Jorge Burruchaga, Ricardo Giusti y Néstor Clausen -luego integrantes de la Selección argentina en el Mundial 86- y el exquisito volante central Claudio Marangoni.

-En el 82 jugábamos igual que en el 83 y en el 84. Tal vez mejor, porque en el torneo del 82 salimos segundos con 52 puntos y en el 83 salimos campeones con 48. Durante esos tres años tuvimos muchos partidos brillantes. Ese es el mejor equipo que integré: tal vez hayan aparecido en la Argentina otros equipos con tanta riqueza técnica como el nuestro, pero seguro que no apareció ninguno que tuviera a la vez una defensa tan sólida. Nos íbamos al ataque muy tranquilos porque confiábamos en nuestros defensores. Yo estaba bien libre, para crear fútbol. Anduve bastante bien. Nos entendíamos a la perfección con Jorge Burruchaga. Nos salían todas.

En nueve de los treinta y seis partidos que Independiente disputó en el Metropolitano de 1983, Bochini fue elegido por la revista El Gráfico como la figura de la cancha. El torneo concluyó con un regalo extra para los simpatizantes Rojos: Independiente se consagró campeón derrotando 2 a 0 a Racing. Como si esto fuera poco, esa misma tarde el eterno rival se despedía de la primera división.

En 1984, los Rojos reconquistaron la Copa Libertadores con un juego de lujo. El Maestro, perfeccionista, no quedó del todo satisfecho.

-Deberíamos haber salido campeones invictos. Perdimos un solo partido, 1 a 0 con Olimpia, en Paraguay, y en ese partido pegamos seis tiros en los palos.

En la revancha con Olimpia, en Avellaneda, Independiente necesitaba ganar para seguir en carrera. No había otra posibilidad: con el empate quedaba afuera. El partido estaba 2 a 2. Una tras otra, las jugadas de gol morían en las manos del arquero paraguayo Ever Almeida. Hasta que, dos minutos antes de que terminara el partido, el genio frotó la lámpara.

Barberón recogió en su campo por derecha, le dejó la pelota a Bochini, apenas pasada la línea central, el Bocha avanzó y la puso como él, como pocos como él saben, por detrás del pique del propio Barberón, que ya avanzaba por la izquierda después de cruzar todo el campo. El puntero se llevó a la rastra a su marcador y metió un centro a media altura para que Bufarini la metiera cerca del palo izquierdo. Fue el tres a dos, fue la victoria, fue el delirio.

(revista “El Gráfico”, 1° de Mayo de 1984)

La primera final de aquella Libertadores, en Brasil ante Gremio de Porto Alegre, no fue transmitida por televisión. Quienes vieron el partido se encargaron de otorgarle contenido mítico, de jactarse orgullosos de haber estado allí. Dicen que la superioridad de Independiente fue tan notable que aquello pareció más un entrenamiento que una final. Dicen que la actuación de Independiente fue tan pero tan brillante que el entonces campeón del mundo se sintió humillado en su propia casa.

-Es verdad. Dominamos el partido desde el principio hasta el final. Ganamos 1 a 0, pero nadie se hubiera quejado si el resultado era 2 o 3 a 0. No parecía una final de América. En la revancha en Avellaneda, los brasileños nos habían tomado tanto miedo que necesitaban ganarnos y vinieron a defenderse, a jugar de contragolpe. Por eso salió un partido trabado, empatamos 0 a 0 y dimos la vuelta olímpica otra vez.

Luego de la segunda entrevista, el ídolo desaparece durante casi una semana. Día tras día lo llamo a su casa y nada. ¿Cómo enojarse con él? Finalmente, después de muchos mensajes en el contestador, después de muchos diálogos con la Primera Dama -su esposa- un día suena el teléfono. Es él. Bochini condescendió a discar mi número y llamarme: ahora tengo mi propio "Teléfono Rojo". Concertamos el horario de la tercera entrevista. Arreglamos para el día siguiente, a las 11 de la mañana. Bochini llega a las 13, algo apurado. No importa. Llegó. Todavía nos quedan su paso por la Selección Nacional, el campeonato del 89 con Independiente, el partido homenaje.

A pesar de semejante curriculum, la Selección argentina le fue esquiva. Pocos meses antes del Mundial 78, César Luis Menotti lo dejó afuera del plantel que disputaría el torneo, al igual que a Diego Armando Maradona. Más allá del título obtenido por el seleccionado, en ambos casos la decisión de Menotti fue disparatada. Sobre todo, si se considera que en el combinado argentino, en el mismo puesto de Bochini y Maradona, Menotti llevó a jugadores de inferior calidad como José Daniel Valencia y Ricardo Julio Villa. En toda su carrera, Bochini disputó 28 encuentros para el seleccionado.

En 1986, Carlos Salvador Bilardo lo incluyó en el plantel que obtuvo el título mundial. Aquel fue el campeonato en el que Diego Maradona tocó el cielo de los futbolistas. ¿Qué hubiera pasado si Maradona y Bochini jugaban juntos? Tal vez aquel gran equipo habría rozado la excelencia. Bochini entró en la semifinal del Mundial 86, faltando cinco minutos para el final del partido con Bélgica. Dice la leyenda que Maradona le dijo:

-Pase, Maestro, lo estábamos esperando.

Le pregunto al Bocha si recuerda aquella bienvenida.

-Algo me dijo Diego, pero no me acuerdo qué. Yo estaba muy concentrado. Argentina ganaba 2 a 0 y yo quería jugar, aunque fueran cinco minutos. Siempre pensé que tenía la capacidad suficiente como para jugar un Mundial, pero bueno, los técnicos pensaron otra cosa.
En esos cinco minutos, Diego y Bochini alcanzaron a juntarse una vez a tocar. En su autobiografía, Maradona sostiene que: "Fue como tirar una pared con Dios"

Sólo le pido a Dios
que Bochini juegue para siempre,
siempre para Independiente
para toda la alegría de la gente

-¿Por qué no te fuiste nunca a Europa?

-Cada vez que me salía del país 10 o 15 días, me costaba mucho adaptarme. Extrañaba. Además estaba muy cómodo en Independiente, un equipo que jugaba partidos importantes, que peleaba el campeonato local, la Copa Libertadores. Estaba más cerca de la Selección: en mi época, los jugadores que estábamos en la Argentina eran más tenidos en cuenta que los que jugaban en Europa. Y además la gente me quería.

A los 35 años, Bochini consiguió su último título. Jugó grandes partidos en el torneo 88-89, especialmente contra los rivales más poderosos: contra Boca, contra San Lorenzo. Independiente se consagró campeón una fecha antes del final. El paladar negro del hincha del Rojo, sin embargo, no valoró en su justa medida aquella conquista.

-Ese equipo era muy bueno, pero no tenía el vuelo del 84. Tal vez no jugábamos brillantemente, pero salíamos a ganar en todas las canchas. A la gente no le gustaba tanto porque lo comparaba con el otro, que tal vez haya sido el mejor de la historia del fútbol argentino. Yo había perdido algo de velocidad, entonces trataba de que la que corriera fuera la pelota.

El 5 de Mayo de 1991, en un partido sin ninguna importancia contra Estudiantes de la Plata, el taponazo brutal de un tal Pablo Erbín lo sacó de la cancha con el tobillo destrozado. Yo hubiera recibido gustoso ese puntapié maldito si Dios me garantizaba a cambio que iba a cumplir con lo único que yo le pedía, que Ricardo Enrique Bochini jugara para siempre, siempre para Independiente, para toda la alegría de la gente.

El 19 de Diciembre de 1991, como tantas otras veces, bajé del tren en la estación Avellaneda, crucé la avenida Pavón, tomé la diagonal, corté camino por entre los monoblocks, saqué mi entrada y subí las interminables escaleras que llevan a la tribuna Cordero. Los ojos llorosos de la gente indicaban que aquella no era una noche como tantas.

Era el partido homenaje. La despedida. El adiós a tanta belleza irrepetible, tan irrepetible como mi adolescencia que se estaba yendo al mismo tiempo que el Bocha. Un equipo de históricos de Independiente -reforzado por estrellas de otros clubes- se enfrentó a los titulares de ese momento. Él jugó un tiempo para cada lado. Durante los últimos cinco minutos del partido lloré desconsolado. Hubo muchos como yo.

-Para mí -confiesa el Maestro- fue doloroso reconocer que no iba a jugar más. Las despedidas son tristes: son mejores los debuts, cuando tenés todo el futuro por delante. Cuando terminó el partido, la gente estaba emocionada. Algunos lloraban, recordaban todo lo que yo les había dado en mis años de jugador. Antes de la despedida, en algún momento se me había cruzado por la cabeza volver. Recién ese día me convencí de que se había terminado el fútbol para mí.

Y dale Bocha, dale Bocha, dale Bo.
Y dale Bocha, dale Bocha, dale Bo.
Porque te quiero
te vengo a ver
aunque esta noche sea la última vez.

Hubo 60 mil personas en la cancha. Todo el mundo pagó su entrada, socio o no socio. Se suponía que la recaudación total era para Bochini: le liquidaron 21 mil populares y cinco mil plateas. La Comisión Directiva del club no supo, no pudo o no quiso explicar quién se había quedado con el dinero de las 19 mil entradas que faltaban. Le pagaron así diecinueve años de magia, trece títulos, 109 goles, cientos de pases gol. Ahora está de nuevo en su casa. Ahora, desde afuera de la cancha, está tratando de aportar su experiencia para que Independiente se reencuentre con su identidad futbolera y su mística ganadora, esa identidad y esa mística que él expresó mejor que nadie. Ahora ese pibe al que tantas veces le alegró la vida está satisfecho. Ha compartido su emoción con los lectores. Les ha contado cómo fue que una vez la felicidad encarnó en un hombre pequeño con muy poco pelo y una camiseta roja con el número 10 en la espalda.

(texto de Daniel Riera, revista “Gatopardo”, Febrero 2001)


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La Selección de Uruguay se quedó con el oro olímpico de fútbol en los Juegos de París de 1924. Al término de la competencia y ante la posibilidad de realizar algunos cotejos por Europa, los uruguayos se quedaron casi un mes más en Francia.
Ello provocó que surgieran críticas a su amateurismo. "Tienen una técnica fantástica, dignas de profesionales; además estuvieron en Europa cinco meses". Así lo destacaba el periodismo de la época.
Lo cierto es que, para no provocar problemas, cancelaron los compromisos y decidieron regresar, pero necesitaron del apoyo económico de una colonia uruguaya que residía en París.
De todas formas, pudieron comprobar que los futbolistas tenían diferentes profesiones, como José Nasazzi, que era marmolista, Ángel Romano funcionario en Usinas y Teléfonos, Alfredo Ghierra carpintero, Arispe, Tomassina y Uriarte jornaleros de un frigorífico, Pedro Petrone, trabajaba en el Mercado Agrícola, Somma, verdulero, José Naya vendedor de tienda, Pedro Cea repartidor de hielo de la Cervecería Uruguaya, Zoilo Saldombide bancario, el arquero Mazali proveedor marítimo; "Pepe" Vidal empleado de una fábrica de vidrios y Zibecchi era funcionario del Banco de Seguros.
Aquél espíritu olímpico quedó aclarado (regla 26 que señalaba que no podían participar profesionales) y reinó la paz, el jueves 31 de Julio de 1924, arribó al puerto de Montevideo el vapor "Valdivia", con los ganadores olímpicos. Fueron recibidos como héroes.

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Tengo que correr como un negro para vivir como un blanco.


(SAMUEL ETO'O, internacional de Camerún, actual jugador del FC Barcelona)

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Había apostado mucho por ti, te había conseguido un buen contrato con el Chelsea y al final me fallaste. Eso no se hace.

(LUIZ FELIPE SCOLARI, técnico del Chelsea, a Robinho, recientemente incorporado por el Manchester City, dejando de lado la oferta del equipo de Roman Abramovich. Diario Marca del 04/09/08)

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Pelé, campeón del mundo a los 17 años

El 29 de Junio de 1958 Brasil podía festejar una victoria afanosamente buscada a lo largo de casi veinticinco años. Desde su primera aparición en el Campeonato del Mundo en 1934, cuando su equipo fue vencido por España en octavos de final, la selección brasileña había formado parte de la restringida élite de los favoritos. Tras de sí tenía todo un pueblo para el que el fútbol era algo más que un deporte y se había convertido en una auténtica fiebre.
En el ánimo de los millones de aficionados estaba aún abierta la herida de aquel gol de Ghiggia, el extremo uruguayo, en la final de 1950 disputada en el gigantesco estadio de Maracaná. En aquella ocasión, a Brasil le bastaba el empate para hacerse con el trofeo (la preciada Copa “Jules Rimet”), pero la derrota por 2-1 ante los vecinos uruguayos provocó un día de luto que no había sido olvidado. Ahora, al cabo de ocho años, Brasil volvía a encontrarse en la final. Esta vez jugaba en campo contrario ante Suecia, anfitriona de la Copa del Mundo, que había repescado a sus mejores jugadores esparcidos en diversos países europeos donde eran destacados profesionales.
A pesar del factor campo, Brasil partía como favorito después de haber eliminado en semifinales a Francia por 5 a 2. El equipo galo contaba entonces con un gran estratega, Raymond Kopa, y un extraordinario goleador: Just Fontaine, que sería el máximo artillero del campeonato con 13 goles. Pero Brasil no sólo tenía en sus filas excelentes jugadores, sino que había implantado un módulo de juego, el llamado 4-2-4, que iba a revolucionar el fútbol de la misma forma que la WM de míster Chapman lo hiciera en los años treinta.
En el 4-2-4 se creaba un cuadro simétrico con cuatro defensas en línea, dos medios volantes y cuatro delanteros. Se trataba de racionalizar la distribución de los jugadores en el campo, incorporando un segundo defensa central y aplicando sistemáticamente la táctica del fuera de juego mediante su disposición en línea y de mareaje por zonas. La labor de los dos centrocampistas, un medio volante y un interior según el modelo clásico, se veía esporádicamente acompañada por la acción de un falso extremo que corría la banda arrancando desde atrás. Vicente Feola, un napolitano crecido en Brasil, profesor de gimnasia, había sido el inventor del sistema. El voluminoso y tranquilo Feola dejaba la preparación atlética a su colaborador Pedro Amaral y la preparación psicológica a un grupo de médicos destinados a orientar adecuadamente a los jugadores y a dotarles de mentalidad de ganadores.
Este dispositivo táctico fue admirablemente llevado a la práctica por la formación brasileña. En ella despuntaba un muchacho de 17 años llamado Edson Arantes do Nascimento, futbolísticamente conocido por Pelé, que se había incorporado al equipo titular a partir del segundo encuentro y de inmediato se hizo insustituible. Pelé jugaba en punta al lado de Vavá, y cubría la amplia franja izquierda por la que Zagallo, el falso extremo, se incorporaba de vez en cuando. En el lado derecho, Garrulería y su mágico dribbling volvía locos a las defensas contrarias. El científico Didí era el cerebro del equipo en el centro del campo junto a Zito, quien en ocasiones apoyaba ala defensa.
La final no tuvo historia. A los 3 minutos el veterano Liedhölm ponía en ventaja a Suecia, pero cinco minutos más tarde empataba Vavá y la máquina brasileña se ponía en marcha. Era un auténtico bloque que no se dejaba perturbar por goles tempraneros. A los 32 minutos, Vavá consiguió el 2-1 para Brasil y con este resultado se llegó al descanso. En la segunda parte, Pelé inició su propio show y a los 10 minutos marcó el tercer tanto al que seguiría otro de Zagallo a los 23 minutos. Con 4-1 a su favor, Brasil no se inmutó ante el segundo gol sueco, obra de Simonsson. En el último minuto del partido, y ya en plena apoteosis, Pelé obtuvo el quinto gol, equiparándose a Vavá como máximo cañonero brasileño (cinco goles cada uno).
Después, el delirio. En Brasil, la retransmisión radiofónica, que había mantenido despierto al país a altas horas de la madrugada, había sido seguida con enorme expectación y liberó el entusiasmo de todo un pueblo. Los campeones mundiales se convirtieron en ídolos del público, aunque varios de ellos (Vavá, Didí, Orlando, etc.) emigraron pronto a otros países donde eran reclamados a golpe de talonario. Para el joven Pelé su propio éxito le hacía intransferible, y habría de esperar casi quince años para marchar a Estados Unidos. Pelé se convertía en símbolo de Brasil y como tal no tenía precio.


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¿Qué sentís cuando dicen que el Mundial 86 lo ganó Diego?

Yo siempre dije: “Gracias a Dios, Diego es argentino”. Siempre fuimos conscientes de lo que significaba, aunque no podemos dejar de reconocer que había un plantel extraordinario, que sobrepasó momentos difíciles, con la madurez necesaria para abstenerse de los problemas y hacer lo imposible por la camiseta. Todos ayudamos a que Diego fuera lo que fue. Era el as de espadas, pero el equipo lo ayudó, y mucho.

En el 86, Diego, y en el 90, Goyco… ¿La gente es injusta?

En algunos casos, sí, pero hay que entender cómo es esto. Si no, uno se enferma. Diego en el 86 era el mejor del mundo, hacía cosas imposibles. Y lo de Goyco en el 90fue valiosísimo. Tuvo la fortuna o la virtud de atajar penales decisivos, pero no hay que olvidarse de ese equipo, que tuvo muchos lesionados y demostró un orgullo enorme.

¿Qué se te pasaba por la cabeza a medida que Diego iba esquivando ingleses, en México 86?

Yo estuve cerca desde el arranque de la jugada e iba paralelo a él en la carrera. Cuando encaró al líbero, pensé que iba a darme la pelota, porque venía hamacándose, a punto de caerse. Pero, obviamente, no me la dio. Igual, yo digo que fui actor principal, por haber estado tan cerca. Sólo el Diego de ese momento podía hacer eso.

¿Es cierto que lo puteaste en el festejo?

Sí, le dije: “Qué pedazo de gol hiciste, hijo de puta”. Lo puteaba porque no podía creer lo que había hecho. Aún hoy, al ver esa jugada, uno se pregunta cómo lo hizo. Parece un bailarín llevando una pelota de fútbol.

¿Valdano ya te creyó que no escuchaste el grito ni lo viste para darle el pase en la jugada del gol contra Alemania?

Creo que sí. Es más, ni siquiera vi que me seguía un alemán. Lo único que se me pasaba por la cabeza era llegar lo más rápido posible al arco. Además, si se la hubiera pasado a Valdano, por ahí me la hubieran interceptado. Por suerte, no lo escuché.

(JORGE BURRUCHAGA, ex futbolista y actual DT, Campeón del Mundo en México 86, en entrevista con revista "El Gráfico", Octubre 2003)

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Cuando el "Negro" Alejandro Montenegro se fue de Ferro Carril Oeste a River Plate, textualmente dijo ‘estoy muy contento porque ahora voy a poder jugar al fútbol, porque Griguol pone a todo el equipo atrás’. A los seis meses cuando Timoteo se hizo cargo de River, se quería morir... No sabía dónde meterse. Encima los compañeros lo volvían loco.

(PATRICIO HERNÁNDEZ, ex futbolista y director técnico, en diario "Hoy" del miércoles 9 de Septiembre de 1998)

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Un penal es un modo cobarde de marcar.

(Edson Arantes Do Nascimento "PELÉ", célebre futbolista brasileño)

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Real Madrid (Luis García Montero - España)


A veces las infancias escapan de sí mismas
y corren por la lluvia como en fuera de juego
sin oír las sirenas de los árbitros.

Es verdad que son mares en un vaso de agua,
pero hay olas que tienen esa espuma
de las alineaciones,
paraísos que aguardan los despachos
del último minuto
o días que amanecen
con la tranquilidad de un tres a cero,
de un cínco a cero en punto de la tarde.

Por lo demás también hay labios
en el extremo izquierdo del domingo,
lesiones en las dudas del mañana,
pasados que regresan
igual que una llamada de teléfono.
- ¿Y lo de ayer? Sonríe la memoria
cuando parece amiga del equipo contrario.

Las verdades del área,
con sus rayas de fría matemática,
son ardientes amores de ficción
en manos de un penalti.

Por eso saben mucho
de la felicidad y la belleza.

No conviene que demos a estas cosas
un valor excesivo.
Son noventa minutos en un vaso de agua.
Pero a mí me han quitado muchas veces la sed.

(extraído de la publicación "Infancia" de Luis García Montero y editado por el Centro Cultural "Generación del 27", pág. 35 y 36, Málaga, 2006. Publicaciones de la Antigua Imprenta Sur)

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El técnico de España en el Mundial organizado por Chile en 1962, era el argentino Helenio Herrera. Entre sus máximas figuras estaba otro argentino, Alfredo Di Stéfano, también el húngaro Ferenc Puskas, el paraguayo Eulogio Martínez y el uruguayo José Emilio Santamaría, todos ellos, como es lógico, nacionalizados españoles. Por tal motivo, a esa selección española la llamaban "el equipo de la ONU" (Organización de Naciones Unidas).
Mientras que Alfredo Di Stéfano no pudo jugar un solo partido, al viajar lesionado y no poder recuperarse, Santamaría disputó 2 cotejos, Puskas 3 y Martínez tan solo uno. La actuación de España en esa Copa fue muy floja, no pudiendo pasar la primera ronda, la del Grupo 3, que integraba junto a Brasil, Checoslovaquia y México.
En el primer partido, Checoslovaquia la derrotó por 1 a 0, en su segunda presentación le ganó a México por 1 a 0 (gol de Peiró) y en el tercero y definitorio cotejo para pasar la serie, Brasil le ganó por 2 a 1. Vencía España con gol de Adelardo, pero en pocos minutos, Amarildo (suplantaba a Pelé, que se había lesionado) anotó los dos goles decisivos.
Los clasificados de esa zona fueron Brasil (que sería el campeón) y Checoslovaquia, siendo eliminados España y México. Lo curioso es que José Santamaría ya había participado en el Mundial de 1954 realizado en Suiza, pero jugando para Uruguay, mientras que Puskas (en la foto junto a Nilton Santos) también lo había hecho en el certamen suizo, pero vistiendo la camiseta de su Hungría natal, país que por entonces tenía un poderoso equipo, pero que sucumbió en la final ante Alemania.

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Hacer frente a un tiro libre ejecutado por Ronald Koeman es como hacer frente a un asesino en serie.

(McPHERSON, ex jugador inglés)

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Desailly es un negro holgazán.

(RON ATKINSON, técnico británico, al finalizar en Abril de 2004 un Chelsea-Mónaco, que él comentó para el canal británico ITV. Culpó a Marcel Desailly de la caída del Chelsea y luego, creyendo que el micrófono estaba desconectado, pronunció su sentencia.
Al tiempo se disculpó: "Fue una alusión racista, no tengo excusas, me equivoqué muy feo")

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InmEnzo (Ignacio Copani - Argentina)

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De la lista de los más grandes futbolistas que actuaron en la transición del amateurismo y el profesionalismo argentino figura, sin dudas, uno de los primeros ídolos de la hinchada de Boca: Roberto Cherro (aunque su verdadero apellido era Cerro).
Pues bien, a Cherro (foto) le tocó ser protagonista de un hecho muy particular dentro de nuestro fútbol. Es que en un partido disputado en el certamen de 1930 -tiempos del amateurismo- entre Boca y Honor y Patria, y que ganaron los xeneizes por 9 a 1; ¡anotó 7 goles! Una cifra verdaderamente inusual en cualquier época, pero que tuvo un condimento como para destacar. Sucedió que "Cabecita de Oro", tal era su apodo debido a su fortísimo cabezazo, no pudo aumentar ese récord de goles porque en el segundo tiempo se lesionó el arquero de Boca, Mena, decidiéndose a ocupar la valla de su equipo.
Allí tuvo una actuación descollante y terminó aplaudido. Se atajó todo, pero no pudo hacer ningún gol más. Roberto Cherro se convirtió en una leyenda del deporte nacional, una figura que siempre intentamos rescatar para que las nuevas generaciones sepan los apellidos de los que hicieron grande, durante los primeros años, a este fútbol nuestro que hoy es respetado en todo el mundo.

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Si Graeme Souness estuviera hecho de chocolate, se comería a sí mismo.


(ARCHIE GEMMIL, ex compañero de Souness en la selección escocesa, "atendiendo" al ex jugador del Middlesbrough y actual técnico)

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El Necaxa es para mártires, los aficionados de verdad seguimos ahí al pie del cañón.

(JUAN VILLORO, escritor mexicano, y su devoción por los "Rayos")

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Venas plásticas (José Urriola - Venezuela)


Chamo, la final del mundial. La final final y yo aquí, parado. En este estadio trivergatario donde caben más de 100 mil, que queda en esta ciudad modernísima que no sé ni cómo coño se pronuncia pero sí que queda en el coño e’ la madre y que hay que agarrar como 7 aviones para llegarle.

Y estamos en el último penalti. Ronaldinho, el capitán brasileño, está a punto de cobrar. Si lo mete ganan el mundial. Otra vez. Qué ladilla. Pero si se lo paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro, marico, se la paro como que me llamo Spiderman Quevedo, se la paro porque soy el mejor arquero del mundo. Y se la paro además por mi revolución bonita, por mi amada Leidisrrún y por todos mis compatriotas revolucionarios, y por ese país que ahorita no tiene nombre -porque se lo están cambiando un pelo, aún no se han puesto de acuerdo- pero que se llamó Venezuela, o algo así (mierda, ya ni me acuerdo), hace un rato.

Hace un calor del carajo viejo, estoy que me derrito. Sudo, chamo, como si me hubieran abierto un grifo en la nuca. Me queman los guantes. No aguanto el cuello de la camisa, me pica como si fuera un collar de avispas. Esta tela cubana es como chimba, güevón. Mucho más finas eran las viejas, que eran Nike; pero esas las prohibieron porque no eran bolivarianas. Me bombea la sangre en la cabeza y me explotan adentro unas burbujas calientes y las venas laten, me hacen pum pum pum, como si estuvieran a punto de estallar. Chamo, qué calor tan coñoemadre, qué ganas de que este pajúo del Ronaldinho termine de chutar esa vaina a ver si se la paro y se acaba esta final del carajo. Y te lo juro que me voy a duchar con cubitos de hielo, te lo juro que apenas levante la copa esa de la FIFA le dejo el pelero a todo el mundo y me voy a quitar este calorón de encima con agua helada.

Se prepara Ronaldinho, pone la pelota en el círculo de cal, se aleja seis, siete, ocho, nueve pasos, toma impulso, lo vuelve a pensar, ahora recorta dos pasos. Se devuelve a la pelota, la acomoda otra vez. Coño e’ madre negro este, garimpeiro, muelón, ahora más feo que nunca con ese desriz. ¡Chuta, pues, no joda!

Se viene hacia la pelota, parece que flotara el pajúo, como si tuviera alitas en los botines, viene saltandito como si bailara samba. Ya no es ni la sombra de lo que era en el mundial pasado; pero sigue siendo Ronaldinho, compadre. Y tratar de pararle un penalti a ese carajo es algo que caga. Caga burda. Yo estoy cagado. Y las venas éstas de plástico que me pusieron en Cuba me arden por dentro, como si la sangre me estuviera hirviendo, como si el termómetro se hubiera jodido y yo estuviera a 100 grados debajo del uniforme.

Chuta Ronaldinho y la pelota viene flotadita, por todo el centro de la arquería. No hace falta que me lance hacia ningún lado. La pelota viene de bombita y me va a caer justo en los pies. Pienso en milésimas de segundo que apenas tengo que doblar un pelo las rodillas y bajar las manos para agarrar el balón y ya. Se acaba el mundial, ganamos nosotros.

Pero el cuerpo se me pincha cuando trato de atrapar la pelota. Se me derriten las venas y caigo desinflado sobre la hierba, desparramado justo encima del balón.

No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos. Pero se me viene a la mente, justo en ese momento, todo lo que me ha pasado antes de llegar aquí.

Estaba yo jugando béisbol con un poco de landros del barrio que son medio panas míos -aunque un coñoesumadre de esos una vez me asaltó en la escalera pasando de noche por la escuelita; pero bueno, en una caimanera de esas a uno se le olvidan las culebras y pa’ lante que es pa’llá-. Entonces yo estaba jugando ahí, bien fino, cubriendo la primera y había un poco de gente viendo el juego de pelota y en un momento ya eran un poco de gente más y hasta había unas personas así importantes que llegaron en un carro negro con escolta y con militares y con radios y vainas raras y tal. Entonces uno de ellos, de lentes oscuro, pistola en la cintura y una esclava de oro como de 5 kilos me hizo: “tss, tss, epa, tú carajito, vente para acá pa’ que hablemos”. Y yo le dije: “Tranquilo, viejo, aquí andamos en una de depolte y sano espalcimiento”, pero yo me medio cagué y todo. Porque esta revolución es bonita y yo estoy con ella, pero de repente a un chivo bolivariano se le ocurre que tú no estás tan con el régimen y te desaparecen rapidito, te torturan, te dejan con el mosquero en la boca en un basurero y después dicen: “fue víctima del hampa común”. Uno no es tan pendejo, esas cosas pasan.

Yo me fui con el jefe y el tipo me dijo, con un aliento a caña bien fina: “Mira, carajito, la revolución necesita un arquero para el próximo Mundial de fútbol y yo creo que tú tienes madera… ¿a ti no te gustaría venirte a Cuba para hacerte un tratamiento que te va a convertir en el portero más arrecho de la historia?”. Y yo le respondí: “Mire, señor, con todo respeto, ¿no?, pero a mí lo que me gusta es el béisbol porque el fútbol me parece un juego e’ jevas. Además yo esa mielda no la he jugado en mi vida. Eso sí, cuando es el mundial yo voy por Brasil y hasta me pinto la cara de verde, bebo caipirinha que jode y bailo samba en la principal de Las Mercedes”. El tipo encendió un cigarrito de tabaco negro, se metió los dedos en la boca y se sacó un pedazo de chorizo que tenía atorado entre las muelas y me dijo: “¿Entonces tú estás decidido a no contribuir con la Revolución? Tú te estás negando a un favor que te está pidiendo por la patria el Presidente mismo”. Y ahí sí que me cagué, me tiré un peo de esos que dejan frenazo e’ bicicleta en el interior. Creo que el tipo lo olió y todo, porque arrugó la cara. “¿Cuándo salimos pa’ Cuba, amigo mío? Yo le echo bolas ya” dije yo, y así firmamos el acuerdo.

De Cuba casi ni me acuerdo. Creo que La Habana olía a salitre con orine, había gente pobre por coñazos, igualito que en Caracas pero con la ropa más vieja, que había puros carros destartalados y las casas desconchadas, todo era como del año de la pera. A mí me metieron de una en el centro de entrenamiento. Me llenaron de cables hasta por el culo, me hicieron pruebas de resistencia y de reflejos, y me obligaron a ver horas y horas de videos de fútbol, casi todo de arqueros: que si uno ruso que se llamaba Yashin, otro alemán que se llamaba Sepp Mayer -o algo así-, otro ruso como de los ochenta que era algo así como Dasaev, del paraguayo Chilavert -que me cayó full mal, pana, rolo e’ mamagüevo-, y mucho también del venezolano “Guacharaca” Baena, de otro llamado Dudamel, y sobre todo del héroe bolivariano de la patria Gilberto Angelucci -que yo ni sabía que había sido arquero, porque yo me enteré de que existía ese carajo cuando lo nombraron Ministro de la juventud la cultura la artesanía popular y el deporte, además de presidente del IND, hace poquito-. Bueno, yo me pegué todo ese tratamiento enterito. Estaba que vomitaba fútbol, me metían fútbol hasta en enemas. Entonces un día vino el médico cubano, que era como el chivo que más meaba en el centro y me dijo: “Oye tú, estás listo ya para la operación”. Y acto seguido, sin pedir permiso ni un coño, ras, me metió una inyección que me puso tonto y ¡pum! a dormir.

Cuando desperté ya me habían abierto y vuelto a cerrar. Me sacaron las venas y las sustituyeron por un material nuevo trivergatario, una mielda rara que ni en la NASA, güevón. Una vaina que era de plástico, pero también hecha con tejido embrionario de fetos abortados de no sé dónde -a mí me dio medio paja preguntar porque era una cosa medio chimba-. Bueno, unas súper venas que me hacían un carajo súper arrecho, pues. Y cuando me pusieron a probar qué tal las venas, resulta que corría como 3 veces más rápido que antes, saltaba el doble, los reflejos los tenía como si fuera un gato, pana, una vaina que si me tiras un balazo te agarro la bala con los dedos. Y me ponían durante horas a tapar balones que salían disparados de una máquina que soltaba 20 pelotazos de fútbol por segundo y yo los paraba todos, marico, todos. Como si fuera el hombre araña, pana. Y me dijeron: “Eres el mejor arquero del mundo, Spiderman Quevedo” y yo me lo creí. Bueno, no me lo creí, yo me convencí de eso que ya sabía.

Se acabó el tratamiento, me regalaron mi uniforme de arquero del equipo bolivariano revolucionario de… (puntos suspensivos, no había nombre) y me montaron en un avión. Luego en otro. Y en otro. Después en otro, y otro y otro. Y cuando por fin me bajé no sé dónde coño e’ la madre, donde se enchufa el sol, me dijeron unos culos bien buenos en minifalda y con acento raro: “Bienvenido a la Copa Mundial de Fútbol”.

Jugamos todos los partidos y quedamos invictos gracias a mí. Ni un gol encajado en chorrocientos minutos. Me di cuenta de que había otro pana, el zurdo Macwilson Chacón, que también estaba operado porque el pana corría más que nadie, le quitaba la pelota a todo el mundo, driblaba como un demonio, se driblaba hasta él solito y chutaba con una fuerza, güevón, que si te atraviesas te abre un hueco, te parte como a un palito de helado. El pana, ya en octavos de final, había roto el récord Guiness de goles en un mundial; y él y yo éramos la sensación de la copa. Nos hicieron el antidoping como 20 veces y no encontraron nunca nada. Y un día, en las semifinales, se nos apareció un ruso que es dueño de un poco e’ vainas y hasta de un equipo arrechísimo en Londres que se llama el Chelsi, o por ahí, y me dijo en un acento rarísimo: “Ofrcerr 30 millón eurros ya, tú arquero de Chelsi”. Y yo creí que el tipo era presidente de un país igual al nuestro porque el carajo se sacó la chequera del bolsillo del flux y ya me estaba firmando el cheque con ese poco de ceros cuando yo le dije: “Ya va, míster, fréneme eso un pelo ahí. Es que yo este tipo de vainas las tengo que discutir primero con mi jeva, Leidisrrún, porque si no se me arrecha la cuaima y me meto en rolo e’ peo”. Y él me dijo: “Al finalizarr parrtida, tú y yo negocio, 40 millón eurro”. Y yo le dije: “¡Sí va, papá, plomo!”.

En la semifinal fue que Macwilson se derritió en la mitad de la cancha. Hizo pufff el coño e’ madre. Estaba así, corriendo para un mano a mano contra el arquero argentino, iba a marcar ya el 5 a 0 (y los argentinos con aquella arrechera porque era peor que aquél 5 a 0 famoso contra Colombia, nos molían las canillas a patadas y nada). 4 a 0 iba la vaina, papá, y yo las paraba hasta de taquito, hacía el escorpión, le paré una a Riquelme así con el culo y todo. Pero bueno, Macwilson iba listo pa’ meter el quinto cuando de la nada, como si le hubiera caído un rayo, se volvió como fruta y cayó como un vómito caliente sobre la grama. Quedó nada más que el uniforme rojo (antes era vinotinto, pero como no era un color muy bolivariano y además recordaba los malos tiempos, hicieron uno nuevo rojo, muy rojo, y con las 15 estrellas de la bandera y con el nuevo escudo nacional en el pecho, donde el caballo sale encabritado en dos patas y con el pipí parado que simboliza que somos los más arrechos y nos vamos a coger a todo el mundo si nos da la gana).

La final la tuvimos que jugar contra Brasil y sin Macwilson. Burda de chimbo. Nos pusieron una cinta negra y tricolor en la manga del uniforme bien bonita. Y decían que Brasil era súper favorito, que estaba en las apuestas como 100 contra 1. Y la pizarra del estadio, cuando entramos, decía Brazil vs …... (puntos suspensivos, marico, porque nombre no tenemos hasta que se pongan de acuerdo en la Asamblea o hasta que el presidente diga algo). Chamo, y no se había acabado el himno nacional (el nuevo, claro, porque el viejo está prohibido por decreto internacional del presidente) cuando ya nos estaban lloviendo pelotazos por todos lados. Una vaina muchísimo peor que la máquina cubana aquella. Pana, como 200 chutes por segundo. Brasil embalado y nosotros con un equipo de puros mortales, sin el finado Macwilson, así que ataque ni teníamos. Aguantamos los 90 minutos colgados del marco los 11 y yo sobrecalentado, parando lo imparable. Yo pensaba, “marico, si nos meten un gol nos van a fusilar antes de llegar a la casa. No llegamos vivos y en el avión nos van a torturar. Pero si ganamos esta mierda nos van a nombrar diputados, nos hacen estatuas, héroes de la revolución, nos ponen a escoger entre las misses para ver con cuál queremos echarnos uno, no joda, la gloria”. Pero me estaba fundiendo, marico, literalmente fundiendo.

Y así llegamos a la prórroga, que fue lo mismo que los 90 minutos anteriores pero peor. Burda de más peor. Y yo le eché la bola pareja y ni Ronaldinho ni Mariquinho, ni mamagüevinho, ninguno de esos pudo meternos el gol, papá. “Eu nao posso acreditar! Você acredita?” decían los carajos, que son igualitos a nosotros pero en brasileño. Hasta que se acabó el juego, tres silbatazos del árbitro y llegamos a los penaltis.

Es el turno para patear de Ronaldinho, que no es ni la sombra de lo que era antes pero sigue siendo Ronaldinho, viejo, nada más y nada menos. Y uno es humano -a pesar de las venas y el tratamiento cubano, uno es humano- y caga claro que te da.

Si la meten ganan ellos otra vez. Qué ladilla. Pero si se la paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro.

Chuta Ronaldinho el penalti. Caigo desinflado, como derretido sobre la pelota. No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos.

Y eso es lo que hago, mover los ojos para buscar el balón. La última imagen que tengo es la de la pelota cruzando la línea. Gol de Ronaldinho. Brasil campeón.

Antes de cerrar los ojos por última vez me llega clarita una visión. No seré héroe de la patria, no habrá estatua. Dentro de unos meses nadie se acordará de mí, panita, como si nunca hubiera existido.

Y te digo más: dentro de poquito ya ni siquiera habrá revolución. Se pinchará igualito que yo.


(Mi agradecimiento a José Urriola por permitirme publicar este cuento)

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Dejé de ir a la cancha porque el club no sabe reconocer a los históricos de Unión de Santa Fe. En estos festejos quedó demostrado. Se pasaron por arriba los logros del ‘79 como si eso no fuera lo importante que hubo en el club. Hubo entrega de plaquetas a jugadores que besaron la camiseta de Colón y hoy Trullet está en la gigantografía y quiso dirigir a Colón. Esa no es mi mentalidad, yo soy unionista y quiero jugar y el día de mañana quiero dirigir, pero siempre a Unión. Se festejan los ascensos y si no cambian la mentalidad esto no va a cambiar nunca. Me cansé de las mentiras. Hay ex-jugadores que tienen que pedir por favor para entrar a ver un partido. De esas cosas me cansé, mejor me quedo en mi casa y disfruto de mis hijos.

(NERY PUMPIDO, ex internacional argentino, actual DT, pegándole a la dirigencia de Unión de Santa Fe y al actual DT de Ferro Carril Oeste, y ex jugador de Unión, Carlos Trullet, en FM X 107.3 de esa ciudad, 27-03-2007)

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Si al partido lo jugábamos el año pasado lo perdíamos, y por goleada. Por eso rescato el punto. Por cómo se dio el partido, lo importante era no perder. El equipo se la bancó, pero la verdad es que tuvimos un culo bárbaro.

(JULIO CÉSAR FALCIONI, ex arquero y director técnico, en 2006 cuando era DT de Colón de Santa Fe)

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Ya sabemos que Ian Rush deja que los goles hablen por él, pero hasta ahora no ha hablado mucho.

(GIANNI AGNELLI, 1921/2003, ex Presidente de Honor de la Juventus, ocupándose en 1988 del gran goleador galés)

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El maldito y oprobioso "triunfo moral"


En el "excusario nacional" de los argentinos se fundaron dos instituciones: "el triunfo moral" y "la mala suerte", que unidas a "la cancha barrosa" y al "referí que nos robó el partido", nos permitieron sobrellevar "con todos los honores" (todos para nosotros, jamás para los otros) una larga serie de frustraciones. Pero hoy, en el auge de la mediocridad, de la indecencia, de la violencia y el más absoluto antifútbol, en todo lo cual somos maestros, venimos a comprobar que, además de seguir siendo unos frustrados como cuando nos resignábamos con los "triunfos morales", lo que justamente se nos ha ido al suelo es la posibilidad de ser en alguna forma triunfadores morales, que en el buen sentido de la expresión es la única base sólida para ser cabalmente triunfadores en la vida y en el deporte. De donde se deduce que si el destino del deporte argentino es el del frecuente "llorón" (tangueros nos llaman en el exterior), hubo un pasado en el que lloramos por no poder triunfar y un presente en el que lloramos por no poder ni tampoco saber moralmente triunfar.

Hoy, aún triunfando, advertimos que todos los días retrocedemos, pese al desesperado empeño de los "medios de comunicación" por mostrar el gran servicio que el deporte le brinda al país al "hacerlo conocer en el exterior". Y por cierto que en esas épocas de triunfos morales fueron muchos más que ahora los hechos positivos que la Argentina produjo deportivamente.

En esta nuestra Argentina cuya mayor crisis es moral. Un industrial del cine sostiene que él es capaz de poner el nombre de la Argentina en la primera plana de todos los diarios del mundo (Armando Bó) ... si lo dejaran mostrar sus pornográficas cintas de celuloide.

Tiene razón.

Las primeras planas de la prensa mundial se obtienen de muchas maneras:

a) siendo un genio;

b) siendo un delincuente;

c) haciendo pornografía;

d) desatando una guerra;

e) muriéndose de hambre;

f) tomándonos a trompis en las canchas de fútbol.

¿Hay acaso algo o alguien que supere a los africanos, a los chinos, con sus milenarias generaciones desnutridas, con sus millones de seres que se mueren por desnutrición... en cuanto a permanencia en la primera plana de todos los diarios del mundo? La acaparan desde Gutemberg hasta ahora.

Y si la sugerencia de acaparar esas primeras planas se concentrara exclusivamente en hechos que puedan enorgullecer a un país -imaginemos al Brasil con sus títulos futbolísticos mundiales-, es obvio recordar que esos orgullos triunfales no tienen absolutamente relación con lo conocido que pueda ser el país en cuestión, sino con lo mejor que se han hecho algunas cosas dentro de ese país, para lo cual no es menester que los extranjeros lo visiten y conozcan. Por lo demás, nunca supe que ante la noticia de lo que ocurre deportivamente de bueno en alguna parte del mundo, salgan corriendo hacia allí los habitantes del resto del Universo.

La noticia que pone en primera plana el nombre de un país, generalmente no es otra cosa que una noticia que pone en conocimiento del mundo a una o varias personas. Los países no son ellas, ni para bien ni para mal. Los países son un inmenso conjunto de personas que ocupan y no ocupan esas planas. Por eso es que ninguna de ellas puede hacer conocer a un país como pretenden hacerlo creer aquellos industriales del patrioterismo para anestesiar mentes de tontos chauvinistas.

Es muy lamentable el descrédito en que está hoy el pregonado "triunfo moral", del que tanto nos hemos tenido que burlar los propios argentinos, según se hiciera con el "triunfo moral" una mentira nacional semejante a esta de poner al país en la primera plana de los diarios del mundo sin importar a través de quién, si de un sabio, de un equipo de fútbol que hace del fútbol una guerra, o de una actriz que explota la industria del cine pornográfico (Isabel Sarli).

Lo moral no es el sinónimo de la excusa chabacana.

Lo moral es el índice de la conducta aportada al resultado material.

Moral no tiene el que llora por no haber sabido ganar.

Moral es la del que sabe ganar porque juega correctamente y mejor. Razón por la que, al perder, no tendrá motivos para llorar. Lo tranquilizará la certeza de que, en una nueva oportunidad, podrá ser tan cabal vencedor como quien antes lo venció.

Todo vencedor que no sea ganador en todo, es un vencedor bastardo.

No hay triunfos de ninguna clase que puedan ser tales sin ser, antes y al mismo tiempo, triunfos morales.

(fragmento del excepcional libro "Burguesía y gangsterismo en el deporte", del periodista argentino Dante Panzeri, publicado en Octubre de 1974)

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El ex internacional brasileño Jorge Ferreira da Silva, Palhinha (foto), y el futbolista peruano Jean Ferrari se conocieron cuando actuaron por Sporting Cristal en el 2000. Ambos hicieron una gran amistad, que se trasladó más allá del fútbol. El ex jugador de Sao Paulo asistía con frecuencia a la cevichería que Ferrari había instalado en el residencial barrio de San Isidro, en Lima. Palhinha era caserito en el negocio del ex volante de Universitario: asistía a él con su esposa e hija. Pero en el 2001 el ex integrante del Scratch pasó a Alianza Lima y en los duelos ante el cuadro celeste por el torneo doméstico más de una vez tuvo fuertes roces con su amigo Ferrari, quien lo marcaba con mucha rudeza y llegó a decir públicamente, quizá en caliente, que el ex Cruzeiro le corría a la pierna fuerte, que se hacía el lesionado para no jugar partidos importantes y que por eso nunca tuvo éxito en Europa (en Real Mallorca) y en el combinado verdeamarelho. Ese año Alianza Lima fue campeón nacional y los periodistas, cuando se enteraron de que Palhinha no iba a disputar el partido final ante Cienciano en Cusco el 29 de Diciembre, fueron a buscarlo para que responda a los comentarios ofensivos que venían de Ferrari: “No me importa lo que él diga, yo soy campeón de la Copa Libertadores y de la Copa Intercontinental, no tengo que vender pescado para vivir”.

(anécdota extraída del blog "Goal peruano")

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Las estadísticas son como las minifaldas: te dan algunas ideas, pero esconden lo más importante.

(EBBE SKOVDAHL, entrenador noruego)

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La publicidad fue un monstruo, e hice todo tipo de anuncios; eso generó que a donde fuera sea engullido por la multitud. Fui el primer futbolista al que le sucedía esto, no había precedentes, y con 22 años... no supe llevarlo.

(GEORGE BEST, 1946/2005, recordado futbolista británico)

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A comienzos de la década del 30, Peñarol tenía una línea media sensacional, integrada por Gildeón Silva, Lorenzo Fernández y Álvaro Gestido... (foto)
Los tres también integraron los planteles del seleccionado uruguayo ganador del oro olímpico de 1928 y la Copa del Mundo de 1930. A Silva lo apodaban “Tatita” porque cuando enfrentaba a un adversario abría los brazos y decía mirando a la pelota “¡Venga con Tatita!”, y por lo general la pelota quedaba en su poder...
Fernández era todo temperamento: nunca bajaba los brazos. En el Sudamericano Extra disputado en Lima, en 1935, Uruguay derrotó a la Argentina 3 a 0 y Lorenzo fue un baluarte, surgiendo de su sacrificio al servicio de la Celeste la frase para identificar ese estilo como el de la garra charrúa...
Por su parte Álvaro Gestido era muy técnico y de gran señorío. A lo largo de su trayectoria, jamás fue expulsado...
En sus comienzos, "Tatita" Silva comentaba a los periodistas: “Con Lorenzo Fernández, Gestido y yo, le ponemos una cortina metálica al medio campo”, apodo que quedó grabado a fuego para denominar a esos tres jugadores.
Peñarol, y el seleccionado uruguayo, vivieron jornadas de gloria con ese trío sensacional...

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El árbitro que expulsó a Pelé (Alberto Salcedo Ramos - Colombia)


Explosivo, visceral, El Chato Velásquez tenía un sentido singular de la justicia: confiaba más en sus puños que en el silbato. Dice que si pitara de nuevo aquel partido de Colombia contra el Santos, volvería a expulsar a Pelé.

Guillermo Velásquez, más conocido como El Chato, debe de ser el único árbitro de fútbol del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco jugadores noqueados.

Ni Alberto Castronovo, ni Eduardo Luján Manera, ni los otros futbolistas aporreados por él, se enteraron de que su verdugo, antes de ser árbitro profesional, había sido boxeador.

Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos gruesos nudillos, pese a sus 69 años, todavía quedan restos de la potencia telúrica del pasado.

A continuación, aclara que él no se hizo respetar por la fuerza -pues no era invencible- sino porque tenía un temperamento sanguíneo que se incendiaba ante el mínimo intento de atropello y un amor propio que le impedía soportar humillaciones. Si tuviera que arbitrar otra vez, volvería a sancionar al saboteador y a castigar al tramposo. Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el patán le repitiera el golpe, ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un segundo escupitajo, ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero que le mentara a la madre, sino que se vengaría en el acto de cada agresión.

El Chato estima que la compostura que se les exige a los árbitros es hipócrita y tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él, un ser humano que recibe una patada en la yugular y en vez de aparentar cortesía tiene la oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque se libera de odios futuros.

“Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos”, explica, “pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me provocaron. Cuando se tiene un carácter como el mío, responder a las agresiones es una necesidad”.

Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos devolvería a la época de las cavernas y añado que si al árbitro le dan un pito y unas tarjetas, es justamente para que no tenga necesidad de utilizar un garrote.

“Así es”, admite El Chato, con una rapidez que me indica que no le estoy diciendo nada que él no haya pensado antes. “Pero fíjese usted que a los futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y quieren pegarnos es a nosotros”.

Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la Ley del Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y El Chato repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. En seguida, con un movimiento resuelto de las manos, afirma que para evitar ese riesgo hay que pedirle a los futbolistas que reclamen en buenos términos y no con violencia.

-¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los jugadores?

-Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un periodista brasileño, el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a un golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar.

***

Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la adolescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, sólo él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimiento y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos y otros parientes menos cercanos apelaban a él, porque confiaban en la ecuanimidad de sus sentencias.

Más tarde, cuando jugaba fútbol en el Colegio Deogracias Cardona, de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a analizar el reglamento.

Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato, se liberó del destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que había conocido como consejero familiar. En ese momento descubrió que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo. Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga, encarna una autoridad más divina que humana, una presencia omnímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y sólo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante, con un simple movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca -manos atrás y cabeza agachada- y además están obligados a acatarlo por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una pelota que pasó a 15 metros del arco. Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo si no existiera. Los jugadores lo necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no alcanzarían jamás de los jamases.

Desde el principio, El Chato disfrutó esa sensación de importancia que, según él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo reconozcan en público. Por eso ahora, mientras sorbe su café, levanta la voz para decirme que no es ningún delito, como afirman algunas personas, que el árbitro sea protagonista. “¿Cómo no va a ser protagonista el juez que condena al matón o que evita una desgracia?”, se pregunta, alzando aún más el tono y adoptando un cierto aire de orador. “Usted debe saber, como periodista, que el problema no es la fama sino la mala fama”.

Estamos sentados en la cafetería del Parque El Salitre. Nuestros vecinos, muchos de ellos jóvenes que no lo conocen, lo miran con insistencia, y él se regodea en su silla comprobando por enésima vez que no nació para pasar desapercibido.

Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus méritos en voz alta: fue -me dice sin ruborizarse- el árbitro que les abrió las puertas internacionales a sus compañeros colombianos. Participó en la Copa Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro Juegos Olímpicos y fue juez de línea en uno de los partidos más bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia contra Alemania en el Mundial del 70.

Después observa que nunca se tomó un trago el día antes de un compromiso, que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una final y que cuando se retiró, en Diciembre de 1982, era el árbitro que había pitado el mayor número de partidos en los cuales ganaban los equipos chicos. “Y de visitantes”, añade.

“Lo mejor de todo”, dice ahora, “es que puedo jurar ante el país que nunca me torcí. Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad y no me hice el equivocado. Y no solamente por honesto, sino porque siempre me quise mucho a mí mismo. Mi orgullo no me permitía quedar como un chambón”.

Le pregunto si pegarle a los jugadores, como él lo hizo, fue un defecto o una virtud.

El Chato sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo. Calla.

-Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar.

-Por su sonrisa, parece que no se arrepiente.

-Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que tuve. El temperamento me traicionaba y ese fue mi único error.

Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado, encuentra un argumento que le devuelve la seguridad. “¿Sabe una cosa?”, me dice, con el rostro iluminado. “Ser peleador me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno quiere imponer siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede darse el lujo de tener rabo de paja”.

Llegado a este punto, El Chato estima pertinente un par de aclaraciones: cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente, éste le había pegado a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron calenturas pasajeras que nunca traspasaron los linderos del estadio. Eso sí: insiste en que para no quedar rumiando odios, era absolutamente necesario que le atizara un porrazo al agresor.

Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional, aparecieron los problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético Nacional, aprovechó un embrollo para darle a Velásquez una patada alevosa en la canilla. Velásquez se retorció en el suelo, durante varios minutos. Cuando se repuso del golpe actuó como si no supiera quién le había pegado. De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la oportunidad de desquitarse. Calculó que, por el momento, los espectadores estarían pendientes del jugador que iba a cobrar y se colocó en el área, al lado de Castronovo. A continuación, lo conectó con un derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto pero se levantó en seguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron en acción, dispuestos a retirar al jugador por la fuerza. “No, señores” , les dijo El Chato, autoritario. “¡Háganme el favor y dejan al caballero en la cancha, que no está expulsado!”.

-¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted!

-¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy yo también. Pero como donde manda árbitro no manda policía, he dispuesto que ni se va él, ni me voy yo.

El Chato guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en un papel. Para ilustrar su teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel Converti, atacante de Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco, en un clásico contra el Santa Fe. Desde antes de que Converti tomara la pelota, Velásquez había sancionado fuera de lugar. Pero el jugador, que al parecer no escuchó el silbato, llevó el lance hasta sus últimas consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo rebotar sobre su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire -cabeza hacia abajo y pies hacia arriba- en una chilena espléndida. El proyectil se clavó en un ángulo imposible de la portería y Converti corrió como loco hacia el banderín de córner, mirando hacia el cielo y zafándose de los compañeros que querían abrazarlo, como si pensara que su virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo acercaba a los dioses.

“Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como la concluyó”, dice Velásquez, “no habría pitado el fuera de lugar. Fue la única vez que quise hacerme el equivocado en una cancha y créame que lamento mi acierto como si fuera un error. Es lo que le vengo diciendo: según las normas, yo actué bien, pero no fue justo que yo le robara semejante joya al público. Donde yo valide ese gol, hasta los hinchas del Santa Fe se ponen contentos”.

Le pido a Velásquez que me haga el inventario de los futbolistas a los cuales golpeó y me responde, aparentemente apenado, que “eso no vale la pena”.

-¿Por qué?

-Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este punto, diga que una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del Tolima, porque se propasó conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó en el partido siguiente que me tocó arbitrarle en Ibagué? Que el tipo fue a buscarme a mi camerino y me llevó abrazado hasta la mitad de la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me reconocieran sentido de la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal, pero soy más humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque pegué puños pero no maté a nadie con el pito.


***

El Chato, que no cesa de ufanarse de su ecuanimidad, señala que si hoy fuera otra vez el miércoles 17 de Julio de 1968, volvería a expulsar a Pelé.

Ese día, El Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mundo, enfrentaba en un partido amistoso a la selección Colombia que participaría en los Juegos Olímpicos de México.

Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente fuera de lugar. Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al árbitro. Uno de ellos, de apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba a abandonar la cancha, fue sacado por la Policía. Cuando iba por la pista atlética se les soltó a los agentes, se devolvió al terreno de juego y le asestó una patada a Velásquez. Éste le respondió con un leñazo en el estómago, que generó un amago de gresca.

El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto 35 del primer tiempo, cuando Pelé vio la tarjeta roja por reclamar, de mala manera, un supuesto penal en su contra. En principio lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo. Entonces emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante, como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por su vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de “El Espectador” que lo esperó en la pista atlética.

En ese momento, los jugadores del Santos rodearon al árbitro. “De 28 personas que tenía la delegación brasileña”, recuerda El Chato, “me agredieron 25. Los únicos que no me pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé”.

Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los 60 mil espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a gritos y a pedir el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos de la Federación Colombiana de Fútbol decidieron que volviera el futbolista y se fuera el árbitro -un hecho único en los anales del deporte- se acordó del refrán según el cual la justicia en nuestro país “es para los de ruana” y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo estuviéramos aplaudiendo”.

Adolorido más por la humillación pública que por los golpes recibidos, El Chato demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo hizo por recomendación de Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, que esa misma noche lo visitó en el camerino para ofrecerle sus servicios como abogado.

Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos días más de lo previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron que pagarle a Velásquez 18 mil pesos y ofrecerle excusas por escrito, para poder viajar a su país.

Años después, ya retirado del fútbol, Velásquez buscó la manera de encontrarse con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las leyes escritas necesitaba un acercamiento humano para quedar en paz y salvo con su conciencia. El rey lo atendió en Miami y hasta lo invitó a almorzar.

Ahora le pregunto a El Chato qué habría sucedido si Pelé le hubiera pegado cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor no le haga una pregunta tan perversa. “Mire que me voy es a enfermar”, añade.

-Es sólo una suposición, no más que una suposición.

-Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta. ¿Usted qué cree que hubiera pasado?

(Un gracias enorme al gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos por permitirme publicar este cuento y enviarme la foto del protagonista. ¡¡Muchísimas gracias Alberto!!)

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Steve Bruce es como un gato sobre un ladrillo caliente.

(ALVIN MARTIN, ex internacional inglés, opinando en 2006 sobre el ex jugador del Manchester United y actual manager en el fútbol británico)

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La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.

(DYLAN THOMAS, 1914/1953, poeta, escritor, filósofo y dramaturgo galés.

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Alma bostera (Anónimo - Argentina)


Todos los domingos
tengo una cita especial
a mi equipo del alma
voy a alentar.

Se almuerza y una vez,
finalizado el café,
al Campeón del Mundo
nos vamos a ver.

Adiós vieja,
quedate tranquila y sin miedo,
que nada malo pasará,
a la noche aquí vuelvo.

Me calzo el gorrito bostero,
enciendo la radio,
escuchamos la previa
camino al Estadio.

Alguna risa
por las palabras de Fantino,
o atención a Leto,
analizando el partido.

La Boca histórica,
pintoresca y colorida,
con sus viviendas de chapa
tan conocidas.

Caminito, vuelta de Rocha,
el río y los puentes,
artistas callejeros
y el tango siempre presente.

Como no nombrar
el Museo de Pinturas “Quinquela Martin”,
obras mágicas
que perduran.

Y por sobre todo brilla
gigante y majestuoso,
el templo de la Boca,
mucho más que un coloso.

La gloriosa Bombonera,
del fútbol catedral,
casa del Diego,
y cuna de talentos sin igual.

Se oyen ya los gritos
de guerra y de aliento,
los papelitos comienzan
a volar con el viento.

La Doce hace su entrada
agitando las banderas,
de azul y oro se tiñen
las gradas de la Bombonera.

El bombo y los trapos
se despliegan una vez más,
la hinchada más fiel
que no deja de gritar.

Empiezan los cantos contra River,
las gallinas,
hijos nuestros,
los más amargos de Argentina.

El aliento que aumenta
y de repente la explosión,
sale al campo el equipo
que llevo en el corazón.

Sesenta mil personas
hoy te venimos a ver,
ponga huevos xeneizes
que no podés perder.

Poco importa si juega
Córdoba o Guillermo.
No interesa si vendimos
o no a Palermo.

Porque para el hincha
los colores siempre adelante,
transpirar la camiseta
es lo más importante.

Ay Boquita de mi vida,
Boca de mi alma,
por vos muchas tardes
lloré perdiendo la calma.

Por vos fui capaz
de las cosas más locas,
todo por seguirte,
porque te quiero Boca.

Te alentaré por siempre
de visitante y local,
desde cualquier punto,
platea o popular.

En todas las canchas
donde juguemos
hasta el final del partido
te alentaremos.

Domingo a domingo
se repite la gran fiesta,
y el resultado del encuentro
no me molesta.

Porque te quiero
y nunca te abandonaré
aún en las peores
campañas juro no te dejaré.

Y eternamente agradecido
a mi viejo estoy,
por haberme hecho del más grande,
bostero soy.

A todos lados iré,
festejando y haciendo barullo,
mostrando tus colores,
defendiéndolos con orgullo.

Y hasta la muerte
cantando xeneizes a ganar.
la mitad mas uno,
el pueblo y el carnaval.

Boca, te llevo en el alma
y cada día te quiero más.

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El inolvidable Enrique "Chueco" García fue uno de los más extraordinarios punteros izquierdos que dio el fútbol de Argentina.
Nacido en Santa Fe, comenzó jugando en Unión, para luego destacarse en Rosario Central, debutando en su Primera División en 1932.
Central fue su vidriera para que Racing lo adquiriera en 1936 en lo que se denominó, "el pase del año". En el equipo de Avellaneda se consagró definitivamente, con un juego en donde combinaba habilidad con picardía. Lo apodaban, "El poeta de la zurda", y brilló también en la selección nacional. Debutó en Racing el 3 de Mayo de 1936, por la 5ª fecha del campeonato, enfrentando a Tigre, en el estadio de Platense. Ganó Tigre por 2 a 1.
Son recordadas las anécdotas del Chueco García dentro de un campo de juego, generalmente bromeándole a sus adversarios, como cuando convirtió un verdadero golazo y en vez de gritarlo se puso a raspar el césped con los botines hasta que el defensor contrario le preguntó. "¿Qué hacés?". El Chueco, respondió: "Estoy borrando la jugada, para que no me la copien...".
"El poeta de la zurda" se retiró de Racing, y del fútbol, en 1943, dándole paso a una nueva figura en su puesto: Ezra Sued.

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