Tengo que correr como un negro para vivir como un blanco.
(SAMUEL ETO'O, internacional de Camerún, actual jugador del FC Barcelona)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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Había apostado mucho por ti, te había conseguido un buen contrato con el Chelsea y al final me fallaste. Eso no se hace.
(LUIZ FELIPE SCOLARI, técnico del Chelsea, a Robinho, recientemente incorporado por el Manchester City, dejando de lado la oferta del equipo de Roman Abramovich. Diario Marca del 04/09/08)
El 29 de Junio de 1958 Brasil podía festejar una victoria afanosamente buscada a lo largo de casi veinticinco años. Desde su primera aparición en el Campeonato del Mundo en 1934, cuando su equipo fue vencido por España en octavos de final, la selección brasileña había formado parte de la restringida élite de los favoritos. Tras de sí tenía todo un pueblo para el que el fútbol era algo más que un deporte y se había convertido en una auténtica fiebre.
En el ánimo de los millones de aficionados estaba aún abierta la herida de aquel gol de Ghiggia, el extremo uruguayo, en la final de 1950 disputada en el gigantesco estadio de Maracaná. En aquella ocasión, a Brasil le bastaba el empate para hacerse con el trofeo (la preciada Copa “Jules Rimet”), pero la derrota por 2-1 ante los vecinos uruguayos provocó un día de luto que no había sido olvidado. Ahora, al cabo de ocho años, Brasil volvía a encontrarse en la final. Esta vez jugaba en campo contrario ante Suecia, anfitriona de la Copa del Mundo, que había repescado a sus mejores jugadores esparcidos en diversos países europeos donde eran destacados profesionales.
A pesar del factor campo, Brasil partía como favorito después de haber eliminado en semifinales a Francia por 5 a 2. El equipo galo contaba entonces con un gran estratega, Raymond Kopa, y un extraordinario goleador: Just Fontaine, que sería el máximo artillero del campeonato con 13 goles. Pero Brasil no sólo tenía en sus filas excelentes jugadores, sino que había implantado un módulo de juego, el llamado 4-2-4, que iba a revolucionar el fútbol de la misma forma que la WM de míster Chapman lo hiciera en los años treinta.
En el 4-2-4 se creaba un cuadro simétrico con cuatro defensas en línea, dos medios volantes y cuatro delanteros. Se trataba de racionalizar la distribución de los jugadores en el campo, incorporando un segundo defensa central y aplicando sistemáticamente la táctica del fuera de juego mediante su disposición en línea y de mareaje por zonas. La labor de los dos centrocampistas, un medio volante y un interior según el modelo clásico, se veía esporádicamente acompañada por la acción de un falso extremo que corría la banda arrancando desde atrás. Vicente Feola, un napolitano crecido en Brasil, profesor de gimnasia, había sido el inventor del sistema. El voluminoso y tranquilo Feola dejaba la preparación atlética a su colaborador Pedro Amaral y la preparación psicológica a un grupo de médicos destinados a orientar adecuadamente a los jugadores y a dotarles de mentalidad de ganadores.
Este dispositivo táctico fue admirablemente llevado a la práctica por la formación brasileña. En ella despuntaba un muchacho de 17 años llamado Edson Arantes do Nascimento, futbolísticamente conocido por Pelé, que se había incorporado al equipo titular a partir del segundo encuentro y de inmediato se hizo insustituible. Pelé jugaba en punta al lado de Vavá, y cubría la amplia franja izquierda por la que Zagallo, el falso extremo, se incorporaba de vez en cuando. En el lado derecho, Garrulería y su mágico dribbling volvía locos a las defensas contrarias. El científico Didí era el cerebro del equipo en el centro del campo junto a Zito, quien en ocasiones apoyaba ala defensa.
La final no tuvo historia. A los 3 minutos el veterano Liedhölm ponía en ventaja a Suecia, pero cinco minutos más tarde empataba Vavá y la máquina brasileña se ponía en marcha. Era un auténtico bloque que no se dejaba perturbar por goles tempraneros. A los 32 minutos, Vavá consiguió el 2-1 para Brasil y con este resultado se llegó al descanso. En la segunda parte, Pelé inició su propio show y a los 10 minutos marcó el tercer tanto al que seguiría otro de Zagallo a los 23 minutos. Con 4-1 a su favor, Brasil no se inmutó ante el segundo gol sueco, obra de Simonsson. En el último minuto del partido, y ya en plena apoteosis, Pelé obtuvo el quinto gol, equiparándose a Vavá como máximo cañonero brasileño (cinco goles cada uno).
Después, el delirio. En Brasil, la retransmisión radiofónica, que había mantenido despierto al país a altas horas de la madrugada, había sido seguida con enorme expectación y liberó el entusiasmo de todo un pueblo. Los campeones mundiales se convirtieron en ídolos del público, aunque varios de ellos (Vavá, Didí, Orlando, etc.) emigraron pronto a otros países donde eran reclamados a golpe de talonario. Para el joven Pelé su propio éxito le hacía intransferible, y habría de esperar casi quince años para marchar a Estados Unidos. Pelé se convertía en símbolo de Brasil y como tal no tenía precio.
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(extraído de la publicación "Infancia" de Luis García Montero y editado por el Centro Cultural "Generación del 27", pág. 35 y 36, Málaga, 2006. Publicaciones de la Antigua Imprenta Sur)
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Chamo, la final del mundial. La final final y yo aquí, parado. En este estadio trivergatario donde caben más de 100 mil, que queda en esta ciudad modernísima que no sé ni cómo coño se pronuncia pero sí que queda en el coño e’ la madre y que hay que agarrar como 7 aviones para llegarle.
Y estamos en el último penalti. Ronaldinho, el capitán brasileño, está a punto de cobrar. Si lo mete ganan el mundial. Otra vez. Qué ladilla. Pero si se lo paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro, marico, se la paro como que me llamo Spiderman Quevedo, se la paro porque soy el mejor arquero del mundo. Y se la paro además por mi revolución bonita, por mi amada Leidisrrún y por todos mis compatriotas revolucionarios, y por ese país que ahorita no tiene nombre -porque se lo están cambiando un pelo, aún no se han puesto de acuerdo- pero que se llamó Venezuela, o algo así (mierda, ya ni me acuerdo), hace un rato.
Hace un calor del carajo viejo, estoy que me derrito. Sudo, chamo, como si me hubieran abierto un grifo en la nuca. Me queman los guantes. No aguanto el cuello de la camisa, me pica como si fuera un collar de avispas. Esta tela cubana es como chimba, güevón. Mucho más finas eran las viejas, que eran Nike; pero esas las prohibieron porque no eran bolivarianas. Me bombea la sangre en la cabeza y me explotan adentro unas burbujas calientes y las venas laten, me hacen pum pum pum, como si estuvieran a punto de estallar. Chamo, qué calor tan coñoemadre, qué ganas de que este pajúo del Ronaldinho termine de chutar esa vaina a ver si se la paro y se acaba esta final del carajo. Y te lo juro que me voy a duchar con cubitos de hielo, te lo juro que apenas levante la copa esa de la FIFA le dejo el pelero a todo el mundo y me voy a quitar este calorón de encima con agua helada.
Se prepara Ronaldinho, pone la pelota en el círculo de cal, se aleja seis, siete, ocho, nueve pasos, toma impulso, lo vuelve a pensar, ahora recorta dos pasos. Se devuelve a la pelota, la acomoda otra vez. Coño e’ madre negro este, garimpeiro, muelón, ahora más feo que nunca con ese desriz. ¡Chuta, pues, no joda!
Se viene hacia la pelota, parece que flotara el pajúo, como si tuviera alitas en los botines, viene saltandito como si bailara samba. Ya no es ni la sombra de lo que era en el mundial pasado; pero sigue siendo Ronaldinho, compadre. Y tratar de pararle un penalti a ese carajo es algo que caga. Caga burda. Yo estoy cagado. Y las venas éstas de plástico que me pusieron en Cuba me arden por dentro, como si la sangre me estuviera hirviendo, como si el termómetro se hubiera jodido y yo estuviera a 100 grados debajo del uniforme.
Chuta Ronaldinho y la pelota viene flotadita, por todo el centro de la arquería. No hace falta que me lance hacia ningún lado. La pelota viene de bombita y me va a caer justo en los pies. Pienso en milésimas de segundo que apenas tengo que doblar un pelo las rodillas y bajar las manos para agarrar el balón y ya. Se acaba el mundial, ganamos nosotros.
Pero el cuerpo se me pincha cuando trato de atrapar la pelota. Se me derriten las venas y caigo desinflado sobre la hierba, desparramado justo encima del balón.
No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos. Pero se me viene a la mente, justo en ese momento, todo lo que me ha pasado antes de llegar aquí.
Estaba yo jugando béisbol con un poco de landros del barrio que son medio panas míos -aunque un coñoesumadre de esos una vez me asaltó en la escalera pasando de noche por la escuelita; pero bueno, en una caimanera de esas a uno se le olvidan las culebras y pa’ lante que es pa’llá-. Entonces yo estaba jugando ahí, bien fino, cubriendo la primera y había un poco de gente viendo el juego de pelota y en un momento ya eran un poco de gente más y hasta había unas personas así importantes que llegaron en un carro negro con escolta y con militares y con radios y vainas raras y tal. Entonces uno de ellos, de lentes oscuro, pistola en la cintura y una esclava de oro como de 5 kilos me hizo: “tss, tss, epa, tú carajito, vente para acá pa’ que hablemos”. Y yo le dije: “Tranquilo, viejo, aquí andamos en una de depolte y sano espalcimiento”, pero yo me medio cagué y todo. Porque esta revolución es bonita y yo estoy con ella, pero de repente a un chivo bolivariano se le ocurre que tú no estás tan con el régimen y te desaparecen rapidito, te torturan, te dejan con el mosquero en la boca en un basurero y después dicen: “fue víctima del hampa común”. Uno no es tan pendejo, esas cosas pasan.
Yo me fui con el jefe y el tipo me dijo, con un aliento a caña bien fina: “Mira, carajito, la revolución necesita un arquero para el próximo Mundial de fútbol y yo creo que tú tienes madera… ¿a ti no te gustaría venirte a Cuba para hacerte un tratamiento que te va a convertir en el portero más arrecho de la historia?”. Y yo le respondí: “Mire, señor, con todo respeto, ¿no?, pero a mí lo que me gusta es el béisbol porque el fútbol me parece un juego e’ jevas. Además yo esa mielda no la he jugado en mi vida. Eso sí, cuando es el mundial yo voy por Brasil y hasta me pinto la cara de verde, bebo caipirinha que jode y bailo samba en la principal de Las Mercedes”. El tipo encendió un cigarrito de tabaco negro, se metió los dedos en la boca y se sacó un pedazo de chorizo que tenía atorado entre las muelas y me dijo: “¿Entonces tú estás decidido a no contribuir con la Revolución? Tú te estás negando a un favor que te está pidiendo por la patria el Presidente mismo”. Y ahí sí que me cagué, me tiré un peo de esos que dejan frenazo e’ bicicleta en el interior. Creo que el tipo lo olió y todo, porque arrugó la cara. “¿Cuándo salimos pa’ Cuba, amigo mío? Yo le echo bolas ya” dije yo, y así firmamos el acuerdo.
De Cuba casi ni me acuerdo. Creo que La Habana olía a salitre con orine, había gente pobre por coñazos, igualito que en Caracas pero con la ropa más vieja, que había puros carros destartalados y las casas desconchadas, todo era como del año de la pera. A mí me metieron de una en el centro de entrenamiento. Me llenaron de cables hasta por el culo, me hicieron pruebas de resistencia y de reflejos, y me obligaron a ver horas y horas de videos de fútbol, casi todo de arqueros: que si uno ruso que se llamaba Yashin, otro alemán que se llamaba Sepp Mayer -o algo así-, otro ruso como de los ochenta que era algo así como Dasaev, del paraguayo Chilavert -que me cayó full mal, pana, rolo e’ mamagüevo-, y mucho también del venezolano “Guacharaca” Baena, de otro llamado Dudamel, y sobre todo del héroe bolivariano de la patria Gilberto Angelucci -que yo ni sabía que había sido arquero, porque yo me enteré de que existía ese carajo cuando lo nombraron Ministro de la juventud la cultura la artesanía popular y el deporte, además de presidente del IND, hace poquito-. Bueno, yo me pegué todo ese tratamiento enterito. Estaba que vomitaba fútbol, me metían fútbol hasta en enemas. Entonces un día vino el médico cubano, que era como el chivo que más meaba en el centro y me dijo: “Oye tú, estás listo ya para la operación”. Y acto seguido, sin pedir permiso ni un coño, ras, me metió una inyección que me puso tonto y ¡pum! a dormir.
Cuando desperté ya me habían abierto y vuelto a cerrar. Me sacaron las venas y las sustituyeron por un material nuevo trivergatario, una mielda rara que ni en la NASA, güevón. Una vaina que era de plástico, pero también hecha con tejido embrionario de fetos abortados de no sé dónde -a mí me dio medio paja preguntar porque era una cosa medio chimba-. Bueno, unas súper venas que me hacían un carajo súper arrecho, pues. Y cuando me pusieron a probar qué tal las venas, resulta que corría como 3 veces más rápido que antes, saltaba el doble, los reflejos los tenía como si fuera un gato, pana, una vaina que si me tiras un balazo te agarro la bala con los dedos. Y me ponían durante horas a tapar balones que salían disparados de una máquina que soltaba 20 pelotazos de fútbol por segundo y yo los paraba todos, marico, todos. Como si fuera el hombre araña, pana. Y me dijeron: “Eres el mejor arquero del mundo, Spiderman Quevedo” y yo me lo creí. Bueno, no me lo creí, yo me convencí de eso que ya sabía.
Se acabó el tratamiento, me regalaron mi uniforme de arquero del equipo bolivariano revolucionario de… (puntos suspensivos, no había nombre) y me montaron en un avión. Luego en otro. Y en otro. Después en otro, y otro y otro. Y cuando por fin me bajé no sé dónde coño e’ la madre, donde se enchufa el sol, me dijeron unos culos bien buenos en minifalda y con acento raro: “Bienvenido a la Copa Mundial de Fútbol”.
Jugamos todos los partidos y quedamos invictos gracias a mí. Ni un gol encajado en chorrocientos minutos. Me di cuenta de que había otro pana, el zurdo Macwilson Chacón, que también estaba operado porque el pana corría más que nadie, le quitaba la pelota a todo el mundo, driblaba como un demonio, se driblaba hasta él solito y chutaba con una fuerza, güevón, que si te atraviesas te abre un hueco, te parte como a un palito de helado. El pana, ya en octavos de final, había roto el récord Guiness de goles en un mundial; y él y yo éramos la sensación de la copa. Nos hicieron el antidoping como 20 veces y no encontraron nunca nada. Y un día, en las semifinales, se nos apareció un ruso que es dueño de un poco e’ vainas y hasta de un equipo arrechísimo en Londres que se llama el Chelsi, o por ahí, y me dijo en un acento rarísimo: “Ofrcerr 30 millón eurros ya, tú arquero de Chelsi”. Y yo creí que el tipo era presidente de un país igual al nuestro porque el carajo se sacó la chequera del bolsillo del flux y ya me estaba firmando el cheque con ese poco de ceros cuando yo le dije: “Ya va, míster, fréneme eso un pelo ahí. Es que yo este tipo de vainas las tengo que discutir primero con mi jeva, Leidisrrún, porque si no se me arrecha la cuaima y me meto en rolo e’ peo”. Y él me dijo: “Al finalizarr parrtida, tú y yo negocio, 40 millón eurro”. Y yo le dije: “¡Sí va, papá, plomo!”.
En la semifinal fue que Macwilson se derritió en la mitad de la cancha. Hizo pufff el coño e’ madre. Estaba así, corriendo para un mano a mano contra el arquero argentino, iba a marcar ya el 5 a 0 (y los argentinos con aquella arrechera porque era peor que aquél 5 a 0 famoso contra Colombia, nos molían las canillas a patadas y nada). 4 a 0 iba la vaina, papá, y yo las paraba hasta de taquito, hacía el escorpión, le paré una a Riquelme así con el culo y todo. Pero bueno, Macwilson iba listo pa’ meter el quinto cuando de la nada, como si le hubiera caído un rayo, se volvió como fruta y cayó como un vómito caliente sobre la grama. Quedó nada más que el uniforme rojo (antes era vinotinto, pero como no era un color muy bolivariano y además recordaba los malos tiempos, hicieron uno nuevo rojo, muy rojo, y con las 15 estrellas de la bandera y con el nuevo escudo nacional en el pecho, donde el caballo sale encabritado en dos patas y con el pipí parado que simboliza que somos los más arrechos y nos vamos a coger a todo el mundo si nos da la gana).
La final la tuvimos que jugar contra Brasil y sin Macwilson. Burda de chimbo. Nos pusieron una cinta negra y tricolor en la manga del uniforme bien bonita. Y decían que Brasil era súper favorito, que estaba en las apuestas como 100 contra 1. Y la pizarra del estadio, cuando entramos, decía Brazil vs …... (puntos suspensivos, marico, porque nombre no tenemos hasta que se pongan de acuerdo en la Asamblea o hasta que el presidente diga algo). Chamo, y no se había acabado el himno nacional (el nuevo, claro, porque el viejo está prohibido por decreto internacional del presidente) cuando ya nos estaban lloviendo pelotazos por todos lados. Una vaina muchísimo peor que la máquina cubana aquella. Pana, como 200 chutes por segundo. Brasil embalado y nosotros con un equipo de puros mortales, sin el finado Macwilson, así que ataque ni teníamos. Aguantamos los 90 minutos colgados del marco los 11 y yo sobrecalentado, parando lo imparable. Yo pensaba, “marico, si nos meten un gol nos van a fusilar antes de llegar a la casa. No llegamos vivos y en el avión nos van a torturar. Pero si ganamos esta mierda nos van a nombrar diputados, nos hacen estatuas, héroes de la revolución, nos ponen a escoger entre las misses para ver con cuál queremos echarnos uno, no joda, la gloria”. Pero me estaba fundiendo, marico, literalmente fundiendo.
Y así llegamos a la prórroga, que fue lo mismo que los 90 minutos anteriores pero peor. Burda de más peor. Y yo le eché la bola pareja y ni Ronaldinho ni Mariquinho, ni mamagüevinho, ninguno de esos pudo meternos el gol, papá. “Eu nao posso acreditar! Você acredita?” decían los carajos, que son igualitos a nosotros pero en brasileño. Hasta que se acabó el juego, tres silbatazos del árbitro y llegamos a los penaltis.
Es el turno para patear de Ronaldinho, que no es ni la sombra de lo que era antes pero sigue siendo Ronaldinho, viejo, nada más y nada menos. Y uno es humano -a pesar de las venas y el tratamiento cubano, uno es humano- y caga claro que te da.
Si la meten ganan ellos otra vez. Qué ladilla. Pero si se la paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro.
Chuta Ronaldinho el penalti. Caigo desinflado, como derretido sobre la pelota. No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos.
Y eso es lo que hago, mover los ojos para buscar el balón. La última imagen que tengo es la de la pelota cruzando la línea. Gol de Ronaldinho. Brasil campeón.
Antes de cerrar los ojos por última vez me llega clarita una visión. No seré héroe de la patria, no habrá estatua. Dentro de unos meses nadie se acordará de mí, panita, como si nunca hubiera existido.
Y te digo más: dentro de poquito ya ni siquiera habrá revolución. Se pinchará igualito que yo.
(Mi agradecimiento a José Urriola por permitirme publicar este cuento)
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En el "excusario nacional" de los argentinos se fundaron dos instituciones: "el triunfo moral" y "la mala suerte", que unidas a "la cancha barrosa" y al "referí que nos robó el partido", nos permitieron sobrellevar "con todos los honores" (todos para nosotros, jamás para los otros) una larga serie de frustraciones. Pero hoy, en el auge de la mediocridad, de la indecencia, de la violencia y el más absoluto antifútbol, en todo lo cual somos maestros, venimos a comprobar que, además de seguir siendo unos frustrados como cuando nos resignábamos con los "triunfos morales", lo que justamente se nos ha ido al suelo es la posibilidad de ser en alguna forma triunfadores morales, que en el buen sentido de la expresión es la única base sólida para ser cabalmente triunfadores en la vida y en el deporte. De donde se deduce que si el destino del deporte argentino es el del frecuente "llorón" (tangueros nos llaman en el exterior), hubo un pasado en el que lloramos por no poder triunfar y un presente en el que lloramos por no poder ni tampoco saber moralmente triunfar.
Hoy, aún triunfando, advertimos que todos los días retrocedemos, pese al desesperado empeño de los "medios de comunicación" por mostrar el gran servicio que el deporte le brinda al país al "hacerlo conocer en el exterior". Y por cierto que en esas épocas de triunfos morales fueron muchos más que ahora los hechos positivos que la Argentina produjo deportivamente.
En esta nuestra Argentina cuya mayor crisis es moral. Un industrial del cine sostiene que él es capaz de poner el nombre de la Argentina en la primera plana de todos los diarios del mundo (Armando Bó) ... si lo dejaran mostrar sus pornográficas cintas de celuloide.
Tiene razón.
Las primeras planas de la prensa mundial se obtienen de muchas maneras:
a) siendo un genio;
b) siendo un delincuente;
c) haciendo pornografía;
d) desatando una guerra;
e) muriéndose de hambre;
f) tomándonos a trompis en las canchas de fútbol.
¿Hay acaso algo o alguien que supere a los africanos, a los chinos, con sus milenarias generaciones desnutridas, con sus millones de seres que se mueren por desnutrición... en cuanto a permanencia en la primera plana de todos los diarios del mundo? La acaparan desde Gutemberg hasta ahora.
Y si la sugerencia de acaparar esas primeras planas se concentrara exclusivamente en hechos que puedan enorgullecer a un país -imaginemos al Brasil con sus títulos futbolísticos mundiales-, es obvio recordar que esos orgullos triunfales no tienen absolutamente relación con lo conocido que pueda ser el país en cuestión, sino con lo mejor que se han hecho algunas cosas dentro de ese país, para lo cual no es menester que los extranjeros lo visiten y conozcan. Por lo demás, nunca supe que ante la noticia de lo que ocurre deportivamente de bueno en alguna parte del mundo, salgan corriendo hacia allí los habitantes del resto del Universo.
La noticia que pone en primera plana el nombre de un país, generalmente no es otra cosa que una noticia que pone en conocimiento del mundo a una o varias personas. Los países no son ellas, ni para bien ni para mal. Los países son un inmenso conjunto de personas que ocupan y no ocupan esas planas. Por eso es que ninguna de ellas puede hacer conocer a un país como pretenden hacerlo creer aquellos industriales del patrioterismo para anestesiar mentes de tontos chauvinistas.
Es muy lamentable el descrédito en que está hoy el pregonado "triunfo moral", del que tanto nos hemos tenido que burlar los propios argentinos, según se hiciera con el "triunfo moral" una mentira nacional semejante a esta de poner al país en la primera plana de los diarios del mundo sin importar a través de quién, si de un sabio, de un equipo de fútbol que hace del fútbol una guerra, o de una actriz que explota la industria del cine pornográfico (Isabel Sarli).
Lo moral no es el sinónimo de la excusa chabacana.
Lo moral es el índice de la conducta aportada al resultado material.
Moral no tiene el que llora por no haber sabido ganar.
Moral es la del que sabe ganar porque juega correctamente y mejor. Razón por la que, al perder, no tendrá motivos para llorar. Lo tranquilizará la certeza de que, en una nueva oportunidad, podrá ser tan cabal vencedor como quien antes lo venció.
Todo vencedor que no sea ganador en todo, es un vencedor bastardo.
No hay triunfos de ninguna clase que puedan ser tales sin ser, antes y al mismo tiempo, triunfos morales.
(fragmento del excepcional libro "Burguesía y gangsterismo en el deporte", del periodista argentino Dante Panzeri, publicado en Octubre de 1974)
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Explosivo, visceral, El Chato Velásquez tenía un sentido singular de la justicia: confiaba más en sus puños que en el silbato. Dice que si pitara de nuevo aquel partido de Colombia contra el Santos, volvería a expulsar a Pelé. Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la adolescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, sólo él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimiento y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos y otros parientes menos cercanos apelaban a él, porque confiaban en la ecuanimidad de sus sentencias. El Chato, que no cesa de ufanarse de su ecuanimidad, señala que si hoy fuera otra vez el miércoles 17 de Julio de 1968, volvería a expulsar a Pelé.
Guillermo Velásquez, más conocido como El Chato, debe de ser el único árbitro de fútbol del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco jugadores noqueados.
Ni Alberto Castronovo, ni Eduardo Luján Manera, ni los otros futbolistas aporreados por él, se enteraron de que su verdugo, antes de ser árbitro profesional, había sido boxeador.
Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos gruesos nudillos, pese a sus 69 años, todavía quedan restos de la potencia telúrica del pasado.
A continuación, aclara que él no se hizo respetar por la fuerza -pues no era invencible- sino porque tenía un temperamento sanguíneo que se incendiaba ante el mínimo intento de atropello y un amor propio que le impedía soportar humillaciones. Si tuviera que arbitrar otra vez, volvería a sancionar al saboteador y a castigar al tramposo. Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el patán le repitiera el golpe, ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un segundo escupitajo, ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero que le mentara a la madre, sino que se vengaría en el acto de cada agresión.
El Chato estima que la compostura que se les exige a los árbitros es hipócrita y tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él, un ser humano que recibe una patada en la yugular y en vez de aparentar cortesía tiene la oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque se libera de odios futuros.
“Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos”, explica, “pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me provocaron. Cuando se tiene un carácter como el mío, responder a las agresiones es una necesidad”.
Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos devolvería a la época de las cavernas y añado que si al árbitro le dan un pito y unas tarjetas, es justamente para que no tenga necesidad de utilizar un garrote.
“Así es”, admite El Chato, con una rapidez que me indica que no le estoy diciendo nada que él no haya pensado antes. “Pero fíjese usted que a los futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y quieren pegarnos es a nosotros”.
Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la Ley del Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y El Chato repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. En seguida, con un movimiento resuelto de las manos, afirma que para evitar ese riesgo hay que pedirle a los futbolistas que reclamen en buenos términos y no con violencia.
-¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los jugadores?
-Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un periodista brasileño, el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a un golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar.
Más tarde, cuando jugaba fútbol en el Colegio Deogracias Cardona, de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a analizar el reglamento.
Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato, se liberó del destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que había conocido como consejero familiar. En ese momento descubrió que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo. Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga, encarna una autoridad más divina que humana, una presencia omnímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y sólo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante, con un simple movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca -manos atrás y cabeza agachada- y además están obligados a acatarlo por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una pelota que pasó a 15 metros del arco. Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo si no existiera. Los jugadores lo necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no alcanzarían jamás de los jamases.
Desde el principio, El Chato disfrutó esa sensación de importancia que, según él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo reconozcan en público. Por eso ahora, mientras sorbe su café, levanta la voz para decirme que no es ningún delito, como afirman algunas personas, que el árbitro sea protagonista. “¿Cómo no va a ser protagonista el juez que condena al matón o que evita una desgracia?”, se pregunta, alzando aún más el tono y adoptando un cierto aire de orador. “Usted debe saber, como periodista, que el problema no es la fama sino la mala fama”.
Estamos sentados en la cafetería del Parque El Salitre. Nuestros vecinos, muchos de ellos jóvenes que no lo conocen, lo miran con insistencia, y él se regodea en su silla comprobando por enésima vez que no nació para pasar desapercibido.
Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus méritos en voz alta: fue -me dice sin ruborizarse- el árbitro que les abrió las puertas internacionales a sus compañeros colombianos. Participó en la Copa Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro Juegos Olímpicos y fue juez de línea en uno de los partidos más bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia contra Alemania en el Mundial del 70.
Después observa que nunca se tomó un trago el día antes de un compromiso, que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una final y que cuando se retiró, en Diciembre de 1982, era el árbitro que había pitado el mayor número de partidos en los cuales ganaban los equipos chicos. “Y de visitantes”, añade.
“Lo mejor de todo”, dice ahora, “es que puedo jurar ante el país que nunca me torcí. Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad y no me hice el equivocado. Y no solamente por honesto, sino porque siempre me quise mucho a mí mismo. Mi orgullo no me permitía quedar como un chambón”.
Le pregunto si pegarle a los jugadores, como él lo hizo, fue un defecto o una virtud.
El Chato sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo. Calla.
-Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar.
-Por su sonrisa, parece que no se arrepiente.
-Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que tuve. El temperamento me traicionaba y ese fue mi único error.
Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado, encuentra un argumento que le devuelve la seguridad. “¿Sabe una cosa?”, me dice, con el rostro iluminado. “Ser peleador me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno quiere imponer siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede darse el lujo de tener rabo de paja”.
Llegado a este punto, El Chato estima pertinente un par de aclaraciones: cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente, éste le había pegado a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron calenturas pasajeras que nunca traspasaron los linderos del estadio. Eso sí: insiste en que para no quedar rumiando odios, era absolutamente necesario que le atizara un porrazo al agresor.
Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional, aparecieron los problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético Nacional, aprovechó un embrollo para darle a Velásquez una patada alevosa en la canilla. Velásquez se retorció en el suelo, durante varios minutos. Cuando se repuso del golpe actuó como si no supiera quién le había pegado. De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la oportunidad de desquitarse. Calculó que, por el momento, los espectadores estarían pendientes del jugador que iba a cobrar y se colocó en el área, al lado de Castronovo. A continuación, lo conectó con un derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto pero se levantó en seguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron en acción, dispuestos a retirar al jugador por la fuerza. “No, señores” , les dijo El Chato, autoritario. “¡Háganme el favor y dejan al caballero en la cancha, que no está expulsado!”.
-¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted!
-¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy yo también. Pero como donde manda árbitro no manda policía, he dispuesto que ni se va él, ni me voy yo.
El Chato guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en un papel. Para ilustrar su teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel Converti, atacante de Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco, en un clásico contra el Santa Fe. Desde antes de que Converti tomara la pelota, Velásquez había sancionado fuera de lugar. Pero el jugador, que al parecer no escuchó el silbato, llevó el lance hasta sus últimas consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo rebotar sobre su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire -cabeza hacia abajo y pies hacia arriba- en una chilena espléndida. El proyectil se clavó en un ángulo imposible de la portería y Converti corrió como loco hacia el banderín de córner, mirando hacia el cielo y zafándose de los compañeros que querían abrazarlo, como si pensara que su virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo acercaba a los dioses.
“Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como la concluyó”, dice Velásquez, “no habría pitado el fuera de lugar. Fue la única vez que quise hacerme el equivocado en una cancha y créame que lamento mi acierto como si fuera un error. Es lo que le vengo diciendo: según las normas, yo actué bien, pero no fue justo que yo le robara semejante joya al público. Donde yo valide ese gol, hasta los hinchas del Santa Fe se ponen contentos”.
Le pido a Velásquez que me haga el inventario de los futbolistas a los cuales golpeó y me responde, aparentemente apenado, que “eso no vale la pena”.
-¿Por qué?
-Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este punto, diga que una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del Tolima, porque se propasó conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó en el partido siguiente que me tocó arbitrarle en Ibagué? Que el tipo fue a buscarme a mi camerino y me llevó abrazado hasta la mitad de la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me reconocieran sentido de la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal, pero soy más humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque pegué puños pero no maté a nadie con el pito.
Ese día, El Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mundo, enfrentaba en un partido amistoso a la selección Colombia que participaría en los Juegos Olímpicos de México.
Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente fuera de lugar. Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al árbitro. Uno de ellos, de apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba a abandonar la cancha, fue sacado por la Policía. Cuando iba por la pista atlética se les soltó a los agentes, se devolvió al terreno de juego y le asestó una patada a Velásquez. Éste le respondió con un leñazo en el estómago, que generó un amago de gresca.
El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto 35 del primer tiempo, cuando Pelé vio la tarjeta roja por reclamar, de mala manera, un supuesto penal en su contra. En principio lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo. Entonces emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante, como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por su vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de “El Espectador” que lo esperó en la pista atlética.
En ese momento, los jugadores del Santos rodearon al árbitro. “De 28 personas que tenía la delegación brasileña”, recuerda El Chato, “me agredieron 25. Los únicos que no me pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé”.
Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los 60 mil espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a gritos y a pedir el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos de la Federación Colombiana de Fútbol decidieron que volviera el futbolista y se fuera el árbitro -un hecho único en los anales del deporte- se acordó del refrán según el cual la justicia en nuestro país “es para los de ruana” y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo estuviéramos aplaudiendo”.
Adolorido más por la humillación pública que por los golpes recibidos, El Chato demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo hizo por recomendación de Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, que esa misma noche lo visitó en el camerino para ofrecerle sus servicios como abogado.
Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos días más de lo previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron que pagarle a Velásquez 18 mil pesos y ofrecerle excusas por escrito, para poder viajar a su país.
Años después, ya retirado del fútbol, Velásquez buscó la manera de encontrarse con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las leyes escritas necesitaba un acercamiento humano para quedar en paz y salvo con su conciencia. El rey lo atendió en Miami y hasta lo invitó a almorzar.
Ahora le pregunto a El Chato qué habría sucedido si Pelé le hubiera pegado cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor no le haga una pregunta tan perversa. “Mire que me voy es a enfermar”, añade.
-Es sólo una suposición, no más que una suposición.
-Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta. ¿Usted qué cree que hubiera pasado?
(Un gracias enorme al gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos por permitirme publicar este cuento y enviarme la foto del protagonista. ¡¡Muchísimas gracias Alberto!!)
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