A Pedro Leguizamón
y Pascual Malerba
No vendrá. Te dejó de seña en la parada del colectivo, con ganas de decirles a esos que te miran desde la ventana del café: Qué les importa. Pero la cosa es así. Pensás que el amor es como tirarle la manga a la vida o al destino.
Ayer había algo extraño en sus ojos, una premonición, una advertencia. Hace un mes que la conoces y tanta milonga. Seguro que le habrá pasado algo o la vieja le tiró la bronca o simplemente se demoró. Anda a saber. No te resignas y pensás que en unos segundos ella doblará la esquina con el saquito azul y una sonrisa grande como un sol y abrazará fuerte tu cuore con un ¡Hola, mi amor! Hola, y entonces caminarás con ella mirando las baldosas; habrá de contarte esto y lo otro mientras en tu mente carburarás cómo fajarle un beso.
Ambos se dirán: No me vas a dejar nunca (a la sombra de ese arbolito que todos los días los cobija), mientras la luna desparrama su albura sobre Pompeya. Le propondrás para el sábado una película que ella elegirá o ir a Unidos a bailar y después a comer pizza. Enloquecerá de contenta y dirá te quiero para siempre, aunque a papá y a mamá todavía no les caigas bien. No le preguntarás el motivo, porque responderá (como la semana pasada): Entre mamá y papá las cosas no andan bien, además ellos me necesitan, ¿entendés?
Seguramente no vendrá. Estás viendo una risita burlona en la gorda que también espera el colectivo, como lo esperaban ustedes. Sí, ella los vio acaramelados todo este tiempo. Pero hoy, no. Aunque dudes de que venga, no te convences y la seguís esperando. Y si viene, no le recriminarás como otras veces lo que dijo el padre: Nena, sos muy joven todavía, espera un tiempo. No insistirás esta vez con que el padre exagera y que la madre es una sometida, para no contrariarla. No discutirás.
El tiempo de la espera ha pasado de largo igual que el canillita morocho pasa con la sexta. Pero mañana puede ser nunca (lo sabés); hoy ella tendría que llegar con su pelo largo acariciando las miradas de los muchachos del café, los mismos que en este momento te fichan con cierta comprensión.
No pensás que hoy es lo mismo que ayer. Te metes en el café pidiendo un cortado sin dejar de mirar hacia la calle a través de la ventana. El señor que se llama don Carlos se acercará y le contarás todo porque él adivinó de qué se trata y te dirá: Ya sé, pibe, ella no vino. Necesitarás que te escuche. Mientras tomas una ginebra, él te aconsejará: Bebida blanca, no, pibe, tomate un feca. Te aburrirá un poco con su conversación sobre los jugadores del '40: ¿Vos lo viste jugar a Martino?
Jugadores de fóbal eran los de antes, Dios me libre. Y entre otras cosas, hablará de su experiencia y vos le hablarás de ella (entonces, no te aburrirás), y él escuchará con atención mientras vaya por la cuarta ginebra. Interrumpirá tu lloriqueo preguntándote si viste a San Lorenzo el domingo y por qué no jugás al billar con los muchachos. Mirarás segundo por medio a la calle (por las dudas), aunque ya serán como las doce, lo mismo que ayer y que (invariablemente) mañana. La luna te contestará que ella no vino y mientras don Carlos cuenta el famoso gol que hizo Martino en la final contra Boca en la Bombonera (¿en el cuarenta y seis?), volverás a mirar y la ventana es y Será una pintura gris con la luna seca, como el foco sucio y gastado de la esquina.
Luego se presentará el Fino a la mesa y te invitará a una partida de billar para más tarde. Pero vos seguirás carpeteando la ventana, mientras el Fino le dirá a don Carlos que el “Coco” Rossi es un fenómeno y él responderá que Pontoni y Martino fueron grandes pisadores de pelota. De vez en cuando te consolarán diciéndote que quizá mañana venga y diga que estuvo enferma. Entonces vos le gritarás que el Flaco la vio en el 115 cuando lo tomaba en Retiro.
El tiempo ha cambiado de semana. Parece que fue ayer cuando ella no vino (o simplemente hoy). Se había despedido con un beso dulce. Ella había dicho que te quería tanto y que mamá había comprendido que a vos te gusta la contabilidad y por eso estudias comercial. Esto se lo contaste mil veces a don Carlos. Ella te había mostrado la libreta de ahorros y mañana ibas a sacarte una para vos (mejor dicho, para los dos).
Estás otra vez en la parada del colectivo, como si el tiempo no hubiera pasado. En un rato entrarás al boliche para escuchar a don Carlos: Divertite, pibe, mirá al Fino o al Flaco, van al baile. Olvidala, no es para vos. No te dirá (como los otros) que ella anda de filo y que la vieron en el cine Roca el sábado pasado. Don Carlos te transportará al mundo del fútbol para contarte alguna gambeta de Martino y, cuando vea tu cara tristona, te dirá que la vida empieza cuando vos crees que termina y que conocerás a otra piba y a otra... Un día te casas y cuando te querés acordar, sos padre. Lo tuyo, pibe, es un punto pequeñito, anillos de humo que se pierden o se desfiguran. El dolor también pasa. Y le dirás sintiéndote comprendido: Usted es un poeta, don Carlos. Poeta fue Moreno o el Chueco, responderá, vos no viste jugar a Martino. También te aconsejará que no largues el estudio (igual que tu viejo), pero vos...
No importa que te quedaras libre en la escuela por la cantidad de faltas y tampoco importa que el sábado no fueras a la farra que organizó don Carlos para todos los muchachos del café. Estarás en la pizzería, cerquita del Roca, para campanear. En una de esas, ella entrará (sola) y con el alboroto de las pizzas que van y vienen le chamuyarás que la querés para siempre (igual que la semana anterior). Ella te volverá a contar el problema que tuvo el padre: Intentó pegarle a mamá cuando estaba un poco en curda, porque papá toma, sabes, Cachito. Confesará que la madre le dijo: Estás como loca desde que conociste a ese vago que no trabaja; entonces prometerás buscar un laburo.
Lo que no te imaginas es que tu vieja le prendió una velita a la virgen de Pompeya y que rezaba por su Cachito mientras vos dormías. Ella te tapó porque de tanto dar vueltas en la cama se había deslizado la frazada. Soñás que llegará a la pizzería o a la esquina del boliche por un truco del mago Dios y que le contarás a don Carlos: Vio, ella vino, y él te reprochará: No fumes tanto, pibe. Además, la bebida blanca hace daño, dejala. Daña tanto como el recuerdo.
Así que San Lorenzo jugó bien el domingo, bueno, me alegro. Hola, Fino, qué tal, don Carlos, qué decís Cachito, y aquí estamos. Si están hablando de cosas particulares, me hago humo, les dirás. No, por favor, quédate, vos sabes, conocí una piba fenómena en Congreso, dirá el Fino.
Vos no contestarás nada. Ni si quieras escucharás cuando Pirolo diga que el Flaco vio a tu piba el sábado a la salida del Roca. Sabes que es mentira porque estuviste allí, si vas todos los sábados, hasta rondas los domingos el trocén y los cines de Lavalle.
Te quedas mirando el pocillo de café vacío, tan vacío como tu corazón sin ella. Don Carlos te repetirá como ayer (como siempre) que sigas el consejo de uno que fue otario y que se hizo vivo recién de viejo, y que la olvides, porque no te puede ver con el alma joven pero estropeada por eso tan lindo y tan filoso que llaman amor. Seguramente caerá Pirolo y se armará un truco. Tus pensamientos volarán cuando el Flaco diga envido y vos no cantarás nada y, al final, qué haces, te gritará el Flaco tirando el ancho de espadas sobre la mesa cuando ya hayan perdido el truco. Y serás barro cuando el Pirolo pregunte quién lleva a Cachito, porque tendrás una curda de órdago.
Ahora estás en Retiro y ella no aparece. No sabés ya qué pensar. El Fino dijo que la encontró (casi tropezó con ella) como a las cuatro de la madrugada del otro lado del puente. Debió confundirse. ¡A esas horas! ¿El Fino inventa para hacerte chivar? El laburo debió dejarlo, porque ni rastros de ella, a ningún horario, hasta le preguntaste a la gorda que viaja en el 115 y tampoco la vio más.
Parece mentira que hayan pasado seis meses y que siempre alguien la vea, menos vos. El Fino, Pirolo y el Flaco siempre se la encuentran. Les decís que vos también la querés encontrar, por curiosidad, nomás. Dentro de un rato estarás en el boliche con don Carlos que repetirá: Lo que pasa es que ustedes no vieron jugar a Martino ni a Pedernera. ¡Qué me vienen con estos! ¡No saben patear un penal! Mientras viajas, vas pensando en lo que dijo el Fino aquella vez, que la vio a las cuatro de la madrugada del otro lado del puente. ¡Qué raro! Vos sabes que ella vive cerca de Riestra pero no tenés idea de cuál es la casa.
La parada es una estaca que se clavó en tus sentimientos, en tu duda. Estás de vuelta en el boliche, miras y miras hacia fuera, como si el tiempo no hubiera pasado. Don Carlos caerá de un momento a otro. Cuando lleguen el Fino y el Flaco dirán que Pirolo consiguió una mina para fifar en el galpón grande, cerca del Riachuelo. Te invitarán pero vos no les harás caso.
Don Carlos te insinuará que vayas; vos te negarás a ir al galpón como te negaste aquella noche en que fueron el Fino y Pirolo. Don Carlos te reprochará tu cobardía diciéndote que la bebida blanca daña más que una mujer, te gritará que si sos hombre tenés que divertirte y que su recuerdo te jode porque no es más que una irrealidad, que la vida para vos recién empieza.
Seguís mirando hacia fuera, aunque ya no sentís ese amor de hace unos meses. Junás con disimulo la ventana para que los muchachos no se den cuenta. No compartirás la opinión de don Carlos de que Sanfilippo es un jugador oportuno. Para vos es un crack y debió ser tan bueno como Martino. Don Carlos se molestará un poco e insistirá en que no viste jugar a Martino y que los pibes de ahora no saben nada de fóbal, mientras sorbe su café. Te pedirá disculpas por haberse metido con tus sentimientos y confesará que sólo busca tu bien. Vos lo conformarás prometiéndole que irás al galpón con el Fino y Pirolo cuando se presente otra oportunidad.
No le dirás a ninguno de los muchachos que la viste en Unidos bailando con media humanidad, porque ya casi no hablas de ella. No les dirás que te rechazó de lleno porque apenas te reconoció cuando la saludaste. El Pirolo le dirá que la vieron por Vicente López en una milonga con un tendero de la calle Boedo. Vos le contestarás que no es verdad, que la habrán confundido con otra. Ni los muchachos ni don Carlos te insistirán en el asunto y, poco a poco, dejarán de batirte que la vieron aquí o allá porque ya no te importa.
Tampoco sabrán que la del pelo cortito es ella, e incluso vos te convences de que nadie la reconoció, como te negaste a reconocerla aquella vez que fuiste solo al galpón. Que no es la misma, aunque ella te entusiasmó más que la otra, y sonreirás cuando don Carlos te vuelva a decir: Viste, pibe, que la olvidaste, mientras ficharás hacia la calle a través de la ventana. Le contestarás, vio cómo jugó el “Coco” Rossi y don Carlos te preguntará: ¿Vos lo viste jugar a Martino?
(tomado de Eliot Ness. Pérez and Company, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1986)
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