Vencido el contrato, me iré. (comienzos de Diciembre de 1986)
He decidido quedarme en Nápoles, porque aquí está el fútbol del mundo. (finales de Diciembre de 1986)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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Pasó de la Reserva de Racing a ser campeón y figura en Chile, con la Católica, y en Italia, con la Fiorentina. Hasta fue capitán de la selección azzurra. Un pelotazo en un ojo lo devolvió al anonimato y la miseria.
Severino Varela, el crack de Boca Juniors de los años cuarenta, celebra un nuevo campeonato -el de 1944- emulando la euforia de su público y, en un gesto incomparable de desprendimiento, arroja al aire su boina blanca, el fetiche que lo hizo tan famoso como sus goles. La tapa de fieltro de ese gran cabeceador -y precursor del atleta adornado- gira varias veces y cae en la mano de Miguel Ángel Montuori, un niño rosarino de doce años que vive en Puente Alsina y sueña con heredar, o usurpar, la gloria de sus héroes. Al día siguiente, los diarios de la mañana publican la foto de ese morocho de ojos achinados, tomado a una pierna de Mario Boyé, como el náufrago que ha encontrado su tabla.
Miguel Ángel Montuori, hijo de padre sorrentino, llegó a Buenos Aires a los tres años y construyó su educación sentimental en las calles de La Boca y en las canchas de Primera. No eran las tribunas -el lugar de quienes miran- donde se sentía más cómodo, sino en el césped, a donde ingresaba con sus amigos cuando las bandas tocaban el Himno Nacional y la pandilla sacaba ventaja de la quietud patriótica. Esas intromisiones lo llevaron lejos: Barraza, un rudo zaguero de Independiente, un día lo sacó carpiendo y despertó en Montuori su curiosidad por Racing.
A la Academia llegó una mañana, en zapatillas y pijama, de la mano de Amaro Sande, "el Duchini de aquella época", como recuerda Juan José Pízzuti: "Montuori era chiquito y muy dotado técnicamente. Pero era una época en que Racing tenía jugadores a rolete, varios por puesto, y eso obligaba a muchos futbolistas capaces al éxodo. Aunque tuviera un juego parecido al de Rubén Sosa, no tuvo chances de jugar en Primera. Llegó a la Reserva y se fue a Chile".
El camino de Santiago
En 1953 probó su suerte inconclusa en la Universidad Católica, generando al principio una antipatía en la prensa del fútbol, que veía intrascendencia en sus calesitas sin solución de continuidad. Temeroso del avance a fondo hacia el arco contrario, su aspecto de fenómeno de potrero se fue diluyendo en la falta de productividad y decisión para entrar al área y demostrar allí su valor. Con esos pobres resultados a la vista, la Católica juzgó demasiado alto el precio en que lo había tasado Racing y decidió su regreso a Buenos Aires. Montuori llevó su mano al bolsillo y dejó sobre la mesa de esos mandamases indiferentes un fajo de billetes que era la suma de todos sus ahorros. El escurridizo morocho de Puente Alsina renovó contrato bajo esas circunstancias y se convirtió, durante los meses siguientes, en el hombre gol del equipo. "¿Qué fue lo que le ocurrió a Montuori?", se preguntaban asombrados sus críticos chilenos: "Abrí los ojos", respondía el crack.
La leyenda trasandina cuenta que, al llegar a Santiago, Montuori se enamoró de una chilena, a quien entregó sus energías de atleta, y con quien diseñó grandes planes de futuro. Al bajar el rendimiento en su equipo, comenzaron a naufragar sus afanes familiares, de modo que decidió abocarse al éxito futbolero que habría de atraer a todos los demás, y recuperó su juego hábil y veloz.
Pedro Dellacha, uno de los símbolos del Racing de los años cincuenta, recuerda el estilo extravertido de Montuori: "Era un chico que hacía hacer goles, cosa que para mí es tan importante como hacerlos. Sin embargo, su triunfo en Chile, y después en Italia, no tuvo aquí la repercusión que le hubiera significado hoy. Antes no había tanta prensa. En cambio, ahora, cualquier chico que juega bien un partido, sale en las tapas de todas las revistas".
En Chile, Montuori alcanzó la fama primero, y la consagración deportiva después, como si la ansiedad hubiera alterado el orden en que hubieran debido ir las cosas en su vida. En 1954 se vestía "a lo Gatica", como a él mismo le gustaba decir: chaquetas partidas, pantalón de caña angosta, camisas floreadas y zapatos de "radiopatrulla". Ese estilo estrafalario era el que intentaba llevar -salvando las distancias- al vestuario deportivo, usando la camiseta fuera del pantalón, las medias bajas y empleando esa serie de mañas que hoy la FIFA pena en el jugador de malos hábitos.
Pero las cosas cambiaron de golpe: los dirigentes lo multaban, y con los descuentos de las multas le compraban zapatos negros, camisas blancas y corbatas. La Universidad Católica importó el rigor del entrenador William Burnickell, recomendado de la Federación Inglesa; un ex jugador de selección, ex técnico de Suecia y ex soldado aliado en la Segunda Guerra, que venía de realizar una intrépida estadía por Sudán. Las cosas empezaron a andar derechas, y en el año 1954, la Católica obtuvo el campeonato chileno. Desde allí se lanzó el argentino (que fue chileno para los chilenos, e italiano para los italianos) hacia la Fiorentina, donde ganó un nuevo torneo de liga -el primero logrado por el club viola- en la temporada 1955/56.
Michelángelo
Por su pasado reciente, en Italia lo llamaban "el chilenito". La Fiorentina lo compró en doce millones de liras, un récord para la época, y en apenas una temporada su valor se triplicó, al repetir la eficacia que había logrado en la Católica. Aquel pequeño ejemplar de potrero, criticado tanto tiempo por su amague innecesario, como si el fútbol fuera un juego y no cuestión de vida o muerte, terminó siendo uno de los artilleros del Calcio, aun cuando esas proezas parecieran reservadas a percherones de cien kilos.
A principios de 1956, Miguel Ángel Montuori integra -como una de sus máximas figuras- la selección de Italia que le gana 3 a 0 a Francia en Bolonia. El éxito de esa revelación despertó el asombro y la curiosidad de la prensa argentina, que se embarcó rumbo a Italia a comprobar qué de cierto había alrededor de ese mito que comenzaba a tejerse alrededor del negrito rosarino. Con frialdad de enemigo, una crónica de la época refiere el juego de Montuori en un partido de la Fiorentina: "No lo hallamos en una tarde feliz. Debe jugar mejor que esto. Lo podemos retratar así: jugador con necesidad de mucho campo para maniobrar. No nos parece un jugador excepcional. No parece ser conductor. Panorámicamente aún no tiene profundidad para ver el juego. Siempre arranca para el mismo lado. No nos parece un crack que Argentina dejará escapar sin darse cuenta de que lo era".
El comentario, que lo entierra vivo, habla también de la diferencia atlética y hasta cultural que, por aquel entonces, separaba al fútbol europeo del sudamericano. Montuori había entrado como pieza de una máquina, como parte de un conjunto que funcionaba colectivamente, o no funcionaba. De su imagen de futbolista descarado de potrero sólo le había quedado su caminar desaliñado y poco más. Ese andar sin brillo que señala la observación de El Gráfico era, sin embargo, utilitario a los fines de la selección italiana, donde jugó doce partidos internacionales y lució la cinta de capitán en el último de ellos, en 1960.
Los florentinos lo llamaban Michelángelo, un nombre que, para ellos, implicaba cierto mandato artístico, que Montuori recogió sin resistencia. Entregado a devolver el amor que recibía de sus vecinos, Montuori recorrió galerías de arte y ateliers, aprendió de golpe algunas técnicas del óleo y, finalmente, se convirtió en un pintor de motivos religiosos, con la tenacidad de quien intenta compensar con disciplina su falta de talento. "A mí me llegó una invitación, creo que a fines de los años cincuenta -recuerda Juan José Pizzuti-, donde se me invitaba a una muestra de pinturas de Montuori en Italia. Por ahí la debo tener, todavía...".
Ojos bien cerrados
En la tarde lluviosa del 15 de Abril de 1961, durante un entrenamiento de la Fiorentina, el arquero Sarti pateó hacia el centro del campo y la pelota cayó como una bocha sobre el ojo derecho de Montuori. En la pausa de la práctica, el goleador vio doble, tuvo náuseas y sintió un vértigo que lo llevó de inmediato a una clínica de Padua llena de eminencias. Lo operaron de urgencia y, luego de la intervención, los médicos le diagnosticaron un problema neurológico que no sólo ponía en peligro su carrera deportiva, sino su vista. Montuori -de 30 años- imploró a San Antonio (el de Padua, el preferido de su madre y el de sus pinturas de aficionado), pero el santo -como sucede en todo pacto- le devolvió la vista y lo sacó de las canchas para siempre, sin transición ni manera de encontrar consuelo.
El regreso de Montuori a Sudamérica no fue bueno, ni deseado. Dos años después de ese retiro, alardeó de un retorno a las fuentes en Rosario, y de una oferta de la Universidad Católica para convertirlo en técnico durante cinco años. Una de sus últimas apariciones públicas en la Argentina, a principios de los ochenta, le sirvió para desmentir -la desmentida se había convertido en su trabajo más estable- su pobreza y la depresión que le habría producido el haberse ido del fútbol de aquel modo. "No tendré cien vacas como tiene el Cabezón Sívori -dijo-, pero tengo cincuenta". Y desapareció.
El destino fatal del héroe avergonzado lo fue envolviendo, y su figura, de gestos infantiles e inquietos, fue perdiendo brillo y presencia pública poco a poco. "No sé por dónde andará ahora", dice Pedro Dellacha. Aquellos que lo han frecuentado en su juventud, prefieren no averiguar demasiado. En Santiago de Chile, las noticias no son buenas: el trato indiferente de la Universidad Católica lo alejó aún más de esa oportunidad de regreso que se disolvió en el tiempo, y él mismo se fue apagando. Dicen -dicen- que murió en Santiago hace seis años, y agregan dos detalles que, de estar vivo, ya hubiera desmentido: era pobre y estaba ciego.
(artículo del periodista Juan Becerra publicado en la revista “Mística” del 15/07/00)
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La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración urbana, de la crisis divina y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva.
Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera: un factor de identificación pública estrictamente irracional. Conviene aclarar este punto. Antes de que las masas quedaran huérfanas, el deporte se basaba en el héroe. El gran deportista, modelo de virtudes, encarnaba las aspiraciones colectivas. En la Europa continental, esto fue así hasta bien entrado el siglo XX.
Resulta significativo que los dos diarios deportivos más antiguos de Europa, "La Gazzetta dello Sport" (1896) y "El Mundo Deportivo" (1906), nacieran para informar sobre ciclismo. La reina de los sueños pobres era la bicicleta. El héroe era un tipo flaco que pedaleaba, encorvado sobre el manillar, dejándose el culo y los pulmones en cuestas sin asfaltar. Pero al ciclismo, tan rico en metáfora literaria, le faltaba metáfora social. La época no era de individuos, sino de masas. Y el ciclismo no conseguía expresar ciertas claves totémicas: el clan, el templo, la guerra, la eternidad. Todo eso, en cambio, lo tenía el fútbol.
El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca está solo. Liverpool, la ciudad con más talento para la música popular contemporánea, demostró buen ojo al elegir como himno de uno de sus dos equipos una vieja canción, cursi e insustancial, que llevaba, sin embargo, ese título: You'll never walk alone (Nunca caminarás solo). El secreto del fútbol está ahí.
La cultura, como siempre, aparece después. Primero son las cosas, y después su explicación. El fenómeno futbolístico careció durante muchas décadas de una proyección cultural propia. Recuérdese la Oda a Platko de Rafael Alberti, dedicada en 1928 a un portero húngaro del Barcelona: "Tú, llave, Platko, tú, llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo". O Los jugadores (1923), de Pablo Neruda: "Juegan, juegan, agachados, arrugados, decrépitos". Puro homenaje al héroe. Cultura deportiva, pero aún no futbolística.
Pese a algunas excepciones, como la de Albert Camus, tuvo que entrar en crisis el hermano-enemigo del fútbol, el marxismo, para que la izquierda se atreviera a abordar la espinosa cuestión del balón y la bandera. Ocurrió hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mientras la intelectualidad conservadora, de tradición elitista, seguía despreciando el fútbol ("el fútbol es popular porque la estupidez es popular", Jorge Luis Borges) como lo había hecho Rudyard Kipling ("los embarrados idiotas que lo juegan"), ciertos escritores progresistas osaron reconocer, de forma cada vez más abierta, su pertenencia a la inmensa secta futbolística. Algunos, aún cautelosos por las incompatibilidades teóricas entre la racionalidad marxista y la irracionalidad del nuevo "opio del pueblo" ("Una religión en busca de un dios", Manuel Vázquez Montalbán); otros, sin el menor empacho escolástico.
La auténtica literatura futbolística, como otros descaros, surgió de la prensa. En España, con las columnas del ya citado Vázquez Montalbán o de Julián Marías. En Italia, con las crónicas de Gianni Brera. En Uruguay y luego en diferentes exilios, con Eduardo Galeano. Quizá los más brillantes periodistas de fútbol, los que generaron una cultura literaria que hoy se da ya por supuesta, fueron tres argentinos: Alberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Juan Sasturain. Los cuentos de Fontanarrosa, como Lo que se dice un ídolo, Qué lástima, Cattamarancio, El monito o 19 de Diciembre de 1971 (más conocido como El viejo Casale) constituyen la mejor plasmación artística de un fenómeno, el fútbol, que abarca mucho más que estadios, resultados y virtuosismos técnicos. La actual literatura futbolística ya no tiene que andarse con explicaciones y asume su esencia mística: véase "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby.
Las páginas de fútbol de los periódicos disponen ahora de espléndidos cronistas, y los más reputados escritores acuden a ellas como invitados. El fútbol no sólo posee una cultura propia: es cultura. Por encima del gigantismo económico (la Primera División española gastó el año pasado 525 millones de euros en fichajes), de las audiencias multitudinarias, de la corrupción y el disparate; por encima incluso de ídolos supremos como Maradona, nuestra historia, individual y colectiva, no puede explicarse sin el fútbol.
(texto de Enric González publicado el 31/05/08 en “Babelia” suplemento cultural del diario "El País", de España)
Algunos barcos tienen tres palos, y las porterías también, ahí se terminan las similitudes entre las novelas de Joseph Conrad y el fútbol. A los que disfrutamos de ambas disciplinas nos gustaría que se parecieran más y a menudo forzamos metáforas que cruzan de un lado a otro de nuestras dos grandes pasiones, pero no dejan de ser eso, metáforas forzadas. Tal vez sea mejor asumir que son dos amores distintos y tratar de que no se encuentren nunca, como quien tiene una esposa en la ciudad y una amante en provincias, o un marido en provincias y un amante en la ciudad, o viceversa y todas las viceversas posibles, incluidas las variaciones homosexuales y vascas y todas las líneas del PP, la dura, la blanda y la otra.
En fin, que lo que nos gusta de este juego es precisamente su condición de preocupación excepcional, ajena por completo a nuestras vidas y en cambio parte fundamental de las más infantiles penas y alegrías. Recuerdo que en Submundo, la fabulosa novela de Delillo, se contaba América mientras volaba una pelota de béisbol, puede que ésta sea la única manera de transformar el deporte en artefacto literario, asumir su importancia en nuestras vidas como hecho real, sin recurrir a imágenes enrevesadas y obligadas a nadar mal de una orilla a otra.
Mientras la pelota está en el aire nuestras vidas suceden. Que pase entre los tres palos, o salga bateada fuera del estadio, en nada alterará el curso de lo nuestro, y en nada cambiará lo que escribimos o leemos. Antes los escritores apenas hablaban de fútbol porque estaba muy mal visto, ahora se comprende mejor que un escritor es un hombre, o una mujer, como otro cualquiera. Que también cuida de su jardín o de sus hijos, o los descuida, o se olvida del mundo y se sienta una tarde a ver un Osasuna-Betis. Nada hace pensar que la distancia entre deporte y literatura se haya acortado, ni falta que hace, a mí personalmente me basta con que no me hablen de Rilke mientras disfruto de un derbi y con que no me hablen de fichajes mientras disfruto de Rilke. También los niños son un encanto siempre que no se cuelen a deshora en el dormitorio de sus padres.
Delillo dio con la manera de enredar la pelota con la letra escrita, pero una vez encontrada la fórmula no parece sensato tratar de repetirla. Recordemos la vieja máxima; el primero que comparó a una mujer con una rosa era un genio, el segundo era un imbécil. El periodista deportivo de Richard Ford no era precisamente un libro de deportes y el nadador de Cheever se rompía el alma sin amenazar ningún récord del mundo. Los futbolistas a veces llevan libros a las concentraciones pero me temo que casi nunca los leen, también nosotros llevamos pelotas a la playa y no las sacamos del coche. Casi es mejor así.
La pelota no es parte real de lo que ganamos o perdemos, pero vuela por encima de nosotros, hagamos lo que hagamos, y nos basta con levantar de vez en cuando la cabeza para verla. La pelota no nos recuerda a nosotros mismos, nos recuerda otras cosas. Los juegos de los niños no son los juegos de los hombres, y el fútbol permanece anclado en nuestra infancia. Nos lleva una y otra vez a un tiempo pasado, ni mejor ni peor, que gracias a este hermoso juego aún no hemos perdido del todo. Fútbol y literatura suenan tan bien juntos como caballo y piano, de ahí que no haya que mezclarlos demasiado, de ahí también que no haya que renunciar a ninguno de estos placeres para disfrutar del otro.
(artículo de Ray Loriga, publicado en “Babelia”, suplemento del diario El País de España del 31/05/08)
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Manchester rutilaba en la penumbra cuado el avión aterrizó. Por fin había llegado yo a esta ciudad del norte de Inglaterra, la lluviosa Camelot, con la cual soñaba desde hacía más de 30 años. Acababa de cumplir 42.
Me enamoré de Manchester a finales de los años 60, cuando estudiaba en un internado en Surrey, a más de 320 kilómetros al sur. ¿Por qué me fascinaba una ciudad industrial que jamás había visitado? La razón era sencilla: alli estaba la sede del Manchester United, el equipo de fútbol más famoso del planeta.
Como muchos otros niños, era yo fanático de este deporte desde que Inglaterra ganó la Copa Mundial en 1966, año en que cumplí ocho. Dos años después, también en Wembley, el Manchester venció al club portugués Benfica en la final de la Copa Europea, primera vez que un equipo inglés ganaba ese título. Fue el inicio de mi idilio con los "Diablos Rojos". Era un colegial solitario que necesitaba identificarse con algo, y elegí al Manchester.
En la escuela, había que cumplir reglas desde el alba hasta que apagaban las luces. El fútbol se convirtió en mi único solaz. Teníamos media hora de recreo después del almuerzo y otra media hora al final de la merienda. Nos quitábamos las chaquetas para señalar las porterías y jugábamos hasta que sonaba la campana o hasta que oscurecía. En esos partidos yo era George Best, el joven y melenudo irlandés del Manchester que se había vuelto el ídolo de los aficionados ingleses. Para mí, no había nadie como él.
Además de jugarlo, el fútbol ocupaba mi mente todo el tiempo. Los sábados por la noche, en cuanto apagaban las luces, me escabullía a la planta baja a ver la repetición nocturna del "El partido del día", que transmitía la cadena BBC.
A principios de los años 70, mi familia emigró a Estados Unidos. Lo hice en 1975 e ingresé en la Universidad Americana, en Washington, D.C. En ese entonces, el fútbol soccer no era muy popular en este país. Me sentía como un cristiano en la antigua Roma.
Estar al tanto del fútbol inglés era casi imposible. La televisión transmitía sólo béisbol, básquetbol, fútbol americano y hockey sobre hielo, así que me contentaba con las noticias que recibía de mis ex condiscípulos o que leía en diarios ingleses.
A fines de esa década, muchos afamados futbolistas en declive, entre ellos George Best, se incorporaron a la naciente Liga Estadounidense de Fútbol Soccer (LEFS). Ví jugar a mi ídolo una vez. Aunque por momentos mostró la maestría de antaño, era evidente que habían pasado sus mejores tiempos. Salí cabizbajo del estadio.
Durante los años 80, cuando la LEFS entró en crisis, mis viajes a Inglaterra se redujeron y espaciaron. Me perdí más de un decenio de temporadas del Manchester.
A comienzos de los 90, en algunos bares de la zona de Washington se podían ver partidos de fútbol transmitidos en vivo desde Inglaterra. Desde entonces, he visto casi todos los encuentros de mi equipo.
Ataviado con el pañuelo, la gorra y la camiseta del Manchester, me siento a ver el partido de la semana y espero lleno de ansia el glorioso momento en que mi equipo anota. Cuando cae el gol, salto hasta el techo y me imagino los gritos jubilosos del graderío de Old Trafford, el estadio del Manchester.
Me siento feliz por haber visto los logros de mi equipo en los últimos diez años. Ha ganado la Liga Inglesa seis veces en ochos años; en 1994 obtuvo el campeonato de liga y la Copa de la Asociación de Fútbol, y en la temporada de 1998-1999, la mejor que ha tenido el club, no sólo ganó la Liga y la Copa, sino que fue otra vez campeón de Europa.
Hice luego un gran hallazgo: el club estadounidense de seguidores del Manchester, con sede en Long Island. Lo había fundado Peter Holland , de 45 años, quien emigró de Manchester en 1977 para trabajar y jugar al fútbol semiprofesional en Nueva York.
El club cuenta con 1500 miembros y organiza hasta cuatro viajes en grupo por año a Manchester. En Marzo de 2000 me inscribí en uno de estos viajes. Tras 25 años de residir en Estados Unidos, estaba a punto de aterrizar en Camelot.
Teníamos entradas para dos partidos, uno el miércoles por la noche, contra el equipo francés Girodins de Burdeos, y el otro el sábado por la mañana, contra el Liverpool, nuestro acérrimo rival.
Al recorrer los pasillos del aeropuerto me sentía extasiado: faltaban unas cuantas horas para entrar al estadio de Old Trafford. Iba a sentarme junto con más de 60.000 aficionados a ver a David Beckham, Roy Keane, Ryan Giggs y otras figuras de la nueva generación.
La noche del miércoles, cuado nos reunimos fuera del hotel para ir al estadio, hacía frío. Yo llevaba puesta una chaqueta roja, la camiseta del Manchester y, anudado al cuello, el pañuelo del equipo.
Para un fanático del fútbol, elegir la ropa es un rito complicado, o más bien supersticioso. Cuado me ponía esa camiseta en Estados Unidos, mi equipo casi siempre ganaba. Y el pañuelo anudado había sido un amuleto aún mejor. Sin embargo, al recordar que había usado ambas prendas una noche infausta en que el Manchester perdió frente al equipo alemán Borussia Dortmund, me pregunté si no sería de mal agüero repetir la combinación.
Me pareció un disparate y decidí ir al estadio con esas prendas. No había viajado desde tan lejos para no vestir de rojo.
Cuando llegamos a Old Trafford, el estadio resplandecía como una catedral. Nos zambullimos en un tumultuoso mar de camisetas, gorras de lana y pañuelos rojos.
Observé a los aficionados de mayor edad, los que habían asistido a este estadio durante casi toda su existencia. ¡Que felicidad, pensé, tener entradas de por vida para los partidos en casa! Durante aquel glorioso recorrido experimenté toda la gama de emociones que se habían desbordado en este sitio. Por fin se estaba cumpliendo mi sueño.
Jamás voy a olvidar el número del asiento que ocupé: nivel 2, sección E331, fila 17, asiento 156, La magnífica cancha relucía bajo los reflectores cuando los equipos aparecieron en el terreno de juego en medio de una fuerte ovación. Y allí estaba yo, fascinado, coreando con los demás "¡Uni-ted! ¡Uni-ted!".
Sonó el silbato y el partido empezó. Era impactante ver a jugadores como Giggs correr por la banda y hacer sufrir a los defensas franceses, y como Beckham, cuyos pases se curvaban majestuosamente en el aire.
En el minuto 40 éste lanzó uno de esos pases al área chica del Girondins. Hubo una rebatiña frente al marco y, segundos después, Giggs estaba celebrando eufóricamente. Sentí como si una ola me levantara cuando la multitud coreó el gol.
Los seguidores del Girondins al parecer se sabían un solo cántico, que repitieron durante todo el partido al ritmo de tambores. En cambio, los del Manchester entonábamos tantos que casi me sentí avergonzado por los visitantes.
Mi equipo ganó por dos a cero, y nos lanzamos a las calles en tropel cantando y agitando banderines, flanqueados por los sonrientes policías locales.
Había prometido visitar a unos amigos que vivían en el sur, así que tuve que viajar más de 320 kilómetros la mañana del sábado para asistir al otro partido del Manchester, programado a las 11:30.
Me reuní con mi grupo justo a tiempo para el encuentro. Esta vez nos sentamos muy cerca de la cancha. A nuestra derecha, los seguidores del Liverpool entonaban burlas e insultos y saludaban su equipo con su himno: "Jamás caminarán solos". Pero apenas ocupaban un rincón del estadio, y los fieles del Manchester apagaban con facilidad sus gritos.
"¡Ya no son ni la sombra de lo que eran!", cantaban estos últimos, refiriéndose a la época dorada del Liverpool, entre 1973 y 1990, cuando ganó 11 campeonatos nacionales y seis finales europeas.
"¿Quién caramba son ustedes?", respondían cantando los fanáticos del equipo visitante.
"¡Los campeones!"
Hacia el final del juego, Michael Owen, el joven goleador del Liverpool, burló la defensa y enfiló hacia la meta rival. El portero, Raimond Van Der Gouw, salió para achicar el ángulo, y con horror vimos a Owen soltar el disparo.... Por unos milímetros no cayó el gol, y el graderío dio un enorme suspiro de alivio.
Al oírse el silbatazo final, el marcador estaba uno a uno.
No nací en Manchester, pero pertenezco a esta ciudad en un sentido muy especial. Siempre que vemos un partido, en Old Trafford o en cualquier estadio, celebramos el vigor de la juventud, los dones de Dios y la esperanza de que sea el mejor encuentro que jamás hayamos visto. Y sé que, muy pronto, estaré de vuelta en Old Trafford, mi segundo hogar.
(cuento publicado en la revista "Selecciones" del Readers Digest, Abril 2001)
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