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Miguel Ángel Montuori: El ilustre desconocido


Pasó de la Reserva de Racing a ser campeón y figura en Chile, con la Católica, y en Italia, con la Fiorentina. Hasta fue capitán de la selección azzurra. Un pelotazo en un ojo lo devolvió al anonimato y la miseria.

Severino Varela, el crack de Boca Juniors de los años cuarenta, celebra un nuevo campeonato -el de 1944- emulando la euforia de su público y, en un gesto incomparable de desprendimiento, arroja al aire su boina blanca, el fetiche que lo hizo tan famoso como sus goles. La tapa de fieltro de ese gran cabeceador -y precursor del atleta adornado- gira varias veces y cae en la mano de Miguel Ángel Montuori, un niño rosarino de doce años que vive en Puente Alsina y sueña con heredar, o usurpar, la gloria de sus héroes. Al día siguiente, los diarios de la mañana publican la foto de ese morocho de ojos achinados, tomado a una pierna de Mario Boyé, como el náufrago que ha encontrado su tabla.
Miguel Ángel Montuori, hijo de padre sorrentino, llegó a Buenos Aires a los tres años y construyó su educación sentimental en las calles de La Boca y en las canchas de Primera. No eran las tribunas -el lugar de quienes miran- donde se sentía más cómodo, sino en el césped, a donde ingresaba con sus amigos cuando las bandas tocaban el Himno Nacional y la pandilla sacaba ventaja de la quietud patriótica. Esas intromisiones lo llevaron lejos: Barraza, un rudo zaguero de Independiente, un día lo sacó carpiendo y despertó en Montuori su curiosidad por Racing.
A la Academia llegó una mañana, en zapatillas y pijama, de la mano de Amaro Sande, "el Duchini de aquella época", como recuerda Juan José Pízzuti: "Montuori era chiquito y muy dotado técnicamente. Pero era una época en que Racing tenía jugadores a rolete, varios por puesto, y eso obligaba a muchos futbolistas capaces al éxodo. Aunque tuviera un juego parecido al de Rubén Sosa, no tuvo chances de jugar en Primera. Llegó a la Reserva y se fue a Chile".

El camino de Santiago

En 1953 probó su suerte inconclusa en la Universidad Católica, generando al principio una antipatía en la prensa del fútbol, que veía intrascendencia en sus calesitas sin solución de continuidad. Temeroso del avance a fondo hacia el arco contrario, su aspecto de fenómeno de potrero se fue diluyendo en la falta de productividad y decisión para entrar al área y demostrar allí su valor. Con esos pobres resultados a la vista, la Católica juzgó demasiado alto el precio en que lo había tasado Racing y decidió su regreso a Buenos Aires. Montuori llevó su mano al bolsillo y dejó sobre la mesa de esos mandamases indiferentes un fajo de billetes que era la suma de todos sus ahorros. El escurridizo morocho de Puente Alsina renovó contrato bajo esas circunstancias y se convirtió, durante los meses siguientes, en el hombre gol del equipo. "¿Qué fue lo que le ocurrió a Montuori?", se preguntaban asombrados sus críticos chilenos: "Abrí los ojos", respondía el crack.
La leyenda trasandina cuenta que, al llegar a Santiago, Montuori se enamoró de una chilena, a quien entregó sus energías de atleta, y con quien diseñó grandes planes de futuro. Al bajar el rendimiento en su equipo, comenzaron a naufragar sus afanes familiares, de modo que decidió abocarse al éxito futbolero que habría de atraer a todos los demás, y recuperó su juego hábil y veloz.
Pedro Dellacha, uno de los símbolos del Racing de los años cincuenta, recuerda el estilo extravertido de Montuori: "Era un chico que hacía hacer goles, cosa que para mí es tan importante como hacerlos. Sin embargo, su triunfo en Chile, y después en Italia, no tuvo aquí la repercusión que le hubiera significado hoy. Antes no había tanta prensa. En cambio, ahora, cualquier chico que juega bien un partido, sale en las tapas de todas las revistas".
En Chile, Montuori alcanzó la fama primero, y la consagración deportiva después, como si la ansiedad hubiera alterado el orden en que hubieran debido ir las cosas en su vida. En 1954 se vestía "a lo Gatica", como a él mismo le gustaba decir: chaquetas partidas, pantalón de caña angosta, camisas floreadas y zapatos de "radiopatrulla". Ese estilo estrafalario era el que intentaba llevar -salvando las distancias- al vestuario deportivo, usando la camiseta fuera del pantalón, las medias bajas y empleando esa serie de mañas que hoy la FIFA pena en el jugador de malos hábitos.
Pero las cosas cambiaron de golpe: los dirigentes lo multaban, y con los descuentos de las multas le compraban zapatos negros, camisas blancas y corbatas. La Universidad Católica importó el rigor del entrenador William Burnickell, recomendado de la Federación Inglesa; un ex jugador de selección, ex técnico de Suecia y ex soldado aliado en la Segunda Guerra, que venía de realizar una intrépida estadía por Sudán. Las cosas empezaron a andar derechas, y en el año 1954, la Católica obtuvo el campeonato chileno. Desde allí se lanzó el argentino (que fue chileno para los chilenos, e italiano para los italianos) hacia la Fiorentina, donde ganó un nuevo torneo de liga -el primero logrado por el club viola- en la temporada 1955/56.

Michelángelo

Por su pasado reciente, en Italia lo llamaban "el chilenito". La Fiorentina lo compró en doce millones de liras, un récord para la época, y en apenas una temporada su valor se triplicó, al repetir la eficacia que había logrado en la Católica. Aquel pequeño ejemplar de potrero, criticado tanto tiempo por su amague innecesario, como si el fútbol fuera un juego y no cuestión de vida o muerte, terminó siendo uno de los artilleros del Calcio, aun cuando esas proezas parecieran reservadas a percherones de cien kilos.
A principios de 1956, Miguel Ángel Montuori integra -como una de sus máximas figuras- la selección de Italia que le gana 3 a 0 a Francia en Bolonia. El éxito de esa revelación despertó el asombro y la curiosidad de la prensa argentina, que se embarcó rumbo a Italia a comprobar qué de cierto había alrededor de ese mito que comenzaba a tejerse alrededor del negrito rosarino. Con frialdad de enemigo, una crónica de la época refiere el juego de Montuori en un partido de la Fiorentina: "No lo hallamos en una tarde feliz. Debe jugar mejor que esto. Lo podemos retratar así: jugador con necesidad de mucho campo para maniobrar. No nos parece un jugador excepcional. No parece ser conductor. Panorámicamente aún no tiene profundidad para ver el juego. Siempre arranca para el mismo lado. No nos parece un crack que Argentina dejará escapar sin darse cuenta de que lo era".
El comentario, que lo entierra vivo, habla también de la diferencia atlética y hasta cultural que, por aquel entonces, separaba al fútbol europeo del sudamericano. Montuori había entrado como pieza de una máquina, como parte de un conjunto que funcionaba colectivamente, o no funcionaba. De su imagen de futbolista descarado de potrero sólo le había quedado su caminar desaliñado y poco más. Ese andar sin brillo que señala la observación de El Gráfico era, sin embargo, utilitario a los fines de la selección italiana, donde jugó doce partidos internacionales y lució la cinta de capitán en el último de ellos, en 1960.
Los florentinos lo llamaban Michelángelo, un nombre que, para ellos, implicaba cierto mandato artístico, que Montuori recogió sin resistencia. Entregado a devolver el amor que recibía de sus vecinos, Montuori recorrió galerías de arte y ateliers, aprendió de golpe algunas técnicas del óleo y, finalmente, se convirtió en un pintor de motivos religiosos, con la tenacidad de quien intenta compensar con disciplina su falta de talento. "A mí me llegó una invitación, creo que a fines de los años cincuenta -recuerda Juan José Pizzuti-, donde se me invitaba a una muestra de pinturas de Montuori en Italia. Por ahí la debo tener, todavía...".

Ojos bien cerrados

En la tarde lluviosa del 15 de Abril de 1961, durante un entrenamiento de la Fiorentina, el arquero Sarti pateó hacia el centro del campo y la pelota cayó como una bocha sobre el ojo derecho de Montuori. En la pausa de la práctica, el goleador vio doble, tuvo náuseas y sintió un vértigo que lo llevó de inmediato a una clínica de Padua llena de eminencias. Lo operaron de urgencia y, luego de la intervención, los médicos le diagnosticaron un problema neurológico que no sólo ponía en peligro su carrera deportiva, sino su vista. Montuori -de 30 años- imploró a San Antonio (el de Padua, el preferido de su madre y el de sus pinturas de aficionado), pero el santo -como sucede en todo pacto- le devolvió la vista y lo sacó de las canchas para siempre, sin transición ni manera de encontrar consuelo.
El regreso de Montuori a Sudamérica no fue bueno, ni deseado. Dos años después de ese retiro, alardeó de un retorno a las fuentes en Rosario, y de una oferta de la Universidad Católica para convertirlo en técnico durante cinco años. Una de sus últimas apariciones públicas en la Argentina, a principios de los ochenta, le sirvió para desmentir -la desmentida se había convertido en su trabajo más estable- su pobreza y la depresión que le habría producido el haberse ido del fútbol de aquel modo. "No tendré cien vacas como tiene el Cabezón Sívori -dijo-, pero tengo cincuenta". Y desapareció.
El destino fatal del héroe avergonzado lo fue envolviendo, y su figura, de gestos infantiles e inquietos, fue perdiendo brillo y presencia pública poco a poco. "No sé por dónde andará ahora", dice Pedro Dellacha. Aquellos que lo han frecuentado en su juventud, prefieren no averiguar demasiado. En Santiago de Chile, las noticias no son buenas: el trato indiferente de la Universidad Católica lo alejó aún más de esa oportunidad de regreso que se disolvió en el tiempo, y él mismo se fue apagando. Dicen -dicen- que murió en Santiago hace seis años, y agregan dos detalles que, de estar vivo, ya hubiera desmentido: era pobre y estaba ciego.

(artículo del periodista Juan Becerra publicado en la revista “Mística” del 15/07/00)

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El apodo de “Pato” en el ámbito futbolístico nacional tiene como sus protagonistas más significativos al inolvidable “Pato” Pastoriza y al legendario “Pato” Fillol, actual entrenador de arqueros en el seleccionado nacional.
A propósito de Fillol, éste destacó en un programa televisivo los motivos del origen de su seudónimo. Comentó que cuando vino desde San Miguel del Monte a probarse en Quilmes con un amigo de apellido Pando, en apenas dos prácticas quedaron fichados para la Novena división: Fillol como arquero (también tuvo la intención de jugar como “centrojás”, pero le dijeron que se definiese y se quedó como guardavallas) y Pando, como mediocampista.
Al mes de estar en Quilmes, Ubaldo Matildo Fillol se afirmó como titular de la Novena. Una mañana, después de haber realizado su práctica de fútbol y mientras se estaba cambiando en los vestuarios, el entrenador de la Quinta División, ante la ausencia de su arquero, el "Pato" Ibáñez, le pidió al técnico de Novena si le “prestaba” para el partido de entrenamiento a uno de los suyos. Y fue designado el desconocido Fillol para jugar con los más grandes, de 17 años.
Al minuto, Fillol salió a recoger un pase en profundidad y se quedó con la pelota en sus manos. Inmediatamente, sus compañeros, acostumbrados a pedírsela al “Pato” (por Ibáñez) comenzaron a gritarle a su desconocido y circunstancial arquero: ¡“Pato”, dámela al pie!”, “¡Dale “Pato” que estoy solo!”, o “¡”Pato”, dale al wing que te la está pidiendo!”.
Fillol, quien no entendía el porqué del “Pato”, jamás intuyó que ese apodo, propiedad de Ibáñez, le iba a quedar como una marca registrada a nivel mundial, como sinónimo de fenomenal arquero.

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Sócrates es invendible, innegociable e imprestable.

(VICENTE MATHEUS, ex Presidente de Corinthians, al rechazar una oferta de un equipo francés por el crack brasileño)

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El fútbol da la alegría al pueblo que sufre.

(GEORGE WEAH, ex futbolista y político liberiano)

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Obdulio Varela o el reposo del centrojás (Osvaldo Soriano - Argentina)

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El 16 de Julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán -y mucho más- de ese equipo joven que empezaba a desesperarse.
Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido -y el rival-, fueran otros.
Hubo un intérprete, una estirada charla -algo tediosa- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo.
Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.

(cuento extraído del libro "Artistas, locos y criminales", Editorial Bruguera, 1983)

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Antonio Cerrotti fue el primer futbolista que convirtió un gol argentino en Europa, jugando para uno de nuestros equipos. Fue cuando Boca realizó, en 1925, la primera gira de un equipo local por aquél continente.
En ese viaje, Boca llegó a disputar 19 partidos, realizados entre España, Alemania y Francia. De ellos, ganó 15, perdió 3 y empató 1.
El primer compromiso lo cumplió el 5 de Marzo de 1925, en Vigo, ante el Celta. Boca ganó 3 a 1 y allí Cerrotti convirtió ese primer gol que iba a quedar en la historia. Luego hizo otro, y Cesáreo Onzari completó la "tripleta" para el triunfo boquense.
Uno de los hijos de aquel legendario futbolista, Carmelo Cerrotti, relató una curiosa anécdota de la que fue protagonista su padre y que supo a través del recordado Américo Tesorieri, mítico arquero de Boca y el seleccionado: "El último partido de la gira se hizo en París, ante el Olimpic SP Français. Cuando los jugadores estaban en la cancha, se dieron cuenta que en Boca faltaba mi padre. ¡Se había quedado dormido en el hotel y nadie se dio cuenta de despertarlo! Entonces, Tesorieri, ya vestido de pantalones cortos y botines, se puso un sobretodo, se tomó un taxi y fue a buscarlo. Regresaron a la cancha justo para empezar el partido que, por su puesto, había sufrido un retraso. Esa tarde, Boca ganó 4 a 2. Seoane hizo dos goles y el restante... ¡mi papá!".
En esa gira de 1925, viajaron los siguientes jugadores: Tesorieri, Bidoglio, Mutis, Médice, Cerrotti, Garassini, Elli, Tarascone, Pozzo, Pertini, Busso y Antaygues, todos de Boca, más los incorporados a préstamo de otros clubes; Onzari, Seoane, Vaccaro, Cochrane y el arquero Octavio Díaz.

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Mi juego de cabeza debió de nacer al mismo tiempo que yo. No creo que eso se pueda aprender.

(SÁNDOR KOCSIS, 1929-1979, temible cabeceador húngaro, respondiendo a los secretos de su fortísimo golpe de cabeza)

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Cruyff era mejor jugador, pero yo fui Campeón del Mundo.

(FRANZ BECKENBAUER, ex jugador y seleccionador alemán)

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Kun Agüero - Los Leales

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El gol de la valija

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El 27 de Mayo de 1934 en el Estadio "Centenario" de Montevideo se jugaba la final del "Uruguayo" de 1933 entre Nacional y Peñarol, ante 50.000 personas.
Promediando el segundo tiempo, Braulio Matta -entreala derecho de Peñarol- se la pasó al brasileño Bahía y el puntero aurinegro de ese mismo lado sacó un disparo, que nunca se supo si fue un remate al arco que salió desviado o un centro defectuoso.
Lo cierto es que Eduardo García -arquero de Nacional- se tiró contra el palo izquierdo, la pelota rebotó en la valija del kinesiólogo tricolor, que era el alemán Juan Kirschberg y estaba afuera de la cancha a no más de medio metro de la raya de fondo, y volvió al campo de juego, donde la recogió Braulio Castro que, entrando sobre el segundo palo del arco rival y ante la arenga de "Matucho" Fígoli, que era el kinesiólogo de Peñarol y le gritó "¡metela!", convirtió el gol con un suave toque de pierna zurda.
El juez Telésforo Rodríguez validó el gol, los jugadores de Nacional protestaron airadamente su decisión, ante lo cual el árbitro expulsó a Nasazzi -capitán tricolor, en la foto de la izquierda- y a Labraga, pero el partido no se reanudó, porque Rodríguez no se encontraba en condición física ni anímica para seguir arbitrando y fue sustituido por el línea Luis Scandroglio, pero entre tanta discusión "se vino la noche".
El "pico" de aquella final se jugó el 25 de Agosto y pasó a la historia como "el clásico del 9 contra 11", ya que Nacional no pudo sustituir a los dos expulsados y aguantó el 0-0 durante los 20' que restaban y los 60' que se disputaron, pues se estipuló que si no había un ganador, se jugaría un alargue de dos tiempos de 30' cada uno.
Como consecuencia de la igualdad, se fijó una segunda final para el 3 de Septiembre, que también finalizó 0-0 luego de 150' y la tercera fue la vencida: Nacional ganó 3-2 el 18 de Noviembre de 1934, con lo que salió Campeón Uruguayo de 1933, al cabo de lo que aún hoy debe haber sido el campeonato más largo del mundo. Un récord.

save

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Hasta que uno no alcanza una consagración, la persigue afanosamente, pero yo he sentido una sensación de vacío el día que me tocó salir campeón. Me puse a pensar: ¿Y ahora qué?

(OSCAR WASHINGTON TABÁREZ, seleccionador uruguayo)

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Yo se que fue fuera del área, pero deberia haber sido penal.

(ROBBIE SAVAGE, internacional galés, en 2006 cuando militaba en el Blackburn Rovers)

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El balón y la bandera


La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración urbana, de la crisis divina y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva.
Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera: un factor de identificación pública estrictamente irracional. Conviene aclarar este punto. Antes de que las masas quedaran huérfanas, el deporte se basaba en el héroe. El gran deportista, modelo de virtudes, encarnaba las aspiraciones colectivas. En la Europa continental, esto fue así hasta bien entrado el siglo XX.
Resulta significativo que los dos diarios deportivos más antiguos de Europa, "La Gazzetta dello Sport" (1896) y "El Mundo Deportivo" (1906), nacieran para informar sobre ciclismo. La reina de los sueños pobres era la bicicleta. El héroe era un tipo flaco que pedaleaba, encorvado sobre el manillar, dejándose el culo y los pulmones en cuestas sin asfaltar. Pero al ciclismo, tan rico en metáfora literaria, le faltaba metáfora social. La época no era de individuos, sino de masas. Y el ciclismo no conseguía expresar ciertas claves totémicas: el clan, el templo, la guerra, la eternidad. Todo eso, en cambio, lo tenía el fútbol.
El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca está solo. Liverpool, la ciudad con más talento para la música popular contemporánea, demostró buen ojo al elegir como himno de uno de sus dos equipos una vieja canción, cursi e insustancial, que llevaba, sin embargo, ese título: You'll never walk alone (Nunca caminarás solo). El secreto del fútbol está ahí.
La cultura, como siempre, aparece después. Primero son las cosas, y después su explicación. El fenómeno futbolístico careció durante muchas décadas de una proyección cultural propia. Recuérdese la Oda a Platko de Rafael Alberti, dedicada en 1928 a un portero húngaro del Barcelona: "Tú, llave, Platko, tú, llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo". O Los jugadores (1923), de Pablo Neruda: "Juegan, juegan, agachados, arrugados, decrépitos". Puro homenaje al héroe. Cultura deportiva, pero aún no futbolística.
Pese a algunas excepciones, como la de Albert Camus, tuvo que entrar en crisis el hermano-enemigo del fútbol, el marxismo, para que la izquierda se atreviera a abordar la espinosa cuestión del balón y la bandera. Ocurrió hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mientras la intelectualidad conservadora, de tradición elitista, seguía despreciando el fútbol ("el fútbol es popular porque la estupidez es popular", Jorge Luis Borges) como lo había hecho Rudyard Kipling ("los embarrados idiotas que lo juegan"), ciertos escritores progresistas osaron reconocer, de forma cada vez más abierta, su pertenencia a la inmensa secta futbolística. Algunos, aún cautelosos por las incompatibilidades teóricas entre la racionalidad marxista y la irracionalidad del nuevo "opio del pueblo" ("Una religión en busca de un dios", Manuel Vázquez Montalbán); otros, sin el menor empacho escolástico.
La auténtica literatura futbolística, como otros descaros, surgió de la prensa. En España, con las columnas del ya citado Vázquez Montalbán o de Julián Marías. En Italia, con las crónicas de Gianni Brera. En Uruguay y luego en diferentes exilios, con Eduardo Galeano. Quizá los más brillantes periodistas de fútbol, los que generaron una cultura literaria que hoy se da ya por supuesta, fueron tres argentinos: Alberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Juan Sasturain. Los cuentos de Fontanarrosa, como Lo que se dice un ídolo, Qué lástima, Cattamarancio, El monito o 19 de Diciembre de 1971 (más conocido como El viejo Casale) constituyen la mejor plasmación artística de un fenómeno, el fútbol, que abarca mucho más que estadios, resultados y virtuosismos técnicos. La actual literatura futbolística ya no tiene que andarse con explicaciones y asume su esencia mística: véase "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby.
Las páginas de fútbol de los periódicos disponen ahora de espléndidos cronistas, y los más reputados escritores acuden a ellas como invitados. El fútbol no sólo posee una cultura propia: es cultura. Por encima del gigantismo económico (la Primera División española gastó el año pasado 525 millones de euros en fichajes), de las audiencias multitudinarias, de la corrupción y el disparate; por encima incluso de ídolos supremos como Maradona, nuestra historia, individual y colectiva, no puede explicarse sin el fútbol.

(texto de Enric González publicado el 31/05/08 en “Babelia” suplemento cultural del diario "El País", de España)

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Cuando me fui en el 88 a Italia pensaba que la amistad entre argentinos era algo único. Desde que volví en el 97 ya me cagaron con guita tres personas que conocía desde hacía muchos años. A uno le confié la construcción de mi casa. Le di cien mil dólares y me paró la obra porque había usado esa plata para construirles a otras personas que le dejaron de pagar. Entonces, en vez de apretarlos a los que le debían me apretó a mí, que le había pagado. Tuve que seguir la casa con otro y poner la plata de vuelta. Otros dos me metieron en una inversión con el verso de que lo único que tenía que poner era un cheque como garantía: a los cinco días ya lo habían depositado en el banco. Antes era simpático y boludo. Ahora soy sólo simpático.

(PEDRO TROGLIO, ex jugador y técnico argentino, contando su reinserción en Argentina a su vuelta del exterior en 1997, revista "Mística" del 3 de Junio de 2000)

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Pelé es el único rey en el que creo.

(DANIEL SAMPER, periodista colombiano)

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Debo admitir que antes de agarrar la selección podía decir que trabajaba de lo que me gustaba, que es el fútbol, y era feliz. Eso es algo prácticamente imposible: ser feliz trabajando en el fútbol. Ahora ya no es así, el cambio ha sido automático.

(GERARDO "Tata" MARTINO, DT de la Selección de Paraguay, en FIFA.com del 27 de Agosto de 2007)

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Tres palos


Algunos barcos tienen tres palos, y las porterías también, ahí se terminan las similitudes entre las novelas de Joseph Conrad y el fútbol. A los que disfrutamos de ambas disciplinas nos gustaría que se parecieran más y a menudo forzamos metáforas que cruzan de un lado a otro de nuestras dos grandes pasiones, pero no dejan de ser eso, metáforas forzadas. Tal vez sea mejor asumir que son dos amores distintos y tratar de que no se encuentren nunca, como quien tiene una esposa en la ciudad y una amante en provincias, o un marido en provincias y un amante en la ciudad, o viceversa y todas las viceversas posibles, incluidas las variaciones homosexuales y vascas y todas las líneas del PP, la dura, la blanda y la otra.
En fin, que lo que nos gusta de este juego es precisamente su condición de preocupación excepcional, ajena por completo a nuestras vidas y en cambio parte fundamental de las más infantiles penas y alegrías. Recuerdo que en Submundo, la fabulosa novela de Delillo, se contaba América mientras volaba una pelota de béisbol, puede que ésta sea la única manera de transformar el deporte en artefacto literario, asumir su importancia en nuestras vidas como hecho real, sin recurrir a imágenes enrevesadas y obligadas a nadar mal de una orilla a otra.
Mientras la pelota está en el aire nuestras vidas suceden. Que pase entre los tres palos, o salga bateada fuera del estadio, en nada alterará el curso de lo nuestro, y en nada cambiará lo que escribimos o leemos. Antes los escritores apenas hablaban de fútbol porque estaba muy mal visto, ahora se comprende mejor que un escritor es un hombre, o una mujer, como otro cualquiera. Que también cuida de su jardín o de sus hijos, o los descuida, o se olvida del mundo y se sienta una tarde a ver un Osasuna-Betis. Nada hace pensar que la distancia entre deporte y literatura se haya acortado, ni falta que hace, a mí personalmente me basta con que no me hablen de Rilke mientras disfruto de un derbi y con que no me hablen de fichajes mientras disfruto de Rilke. También los niños son un encanto siempre que no se cuelen a deshora en el dormitorio de sus padres.
Delillo dio con la manera de enredar la pelota con la letra escrita, pero una vez encontrada la fórmula no parece sensato tratar de repetirla. Recordemos la vieja máxima; el primero que comparó a una mujer con una rosa era un genio, el segundo era un imbécil. El periodista deportivo de Richard Ford no era precisamente un libro de deportes y el nadador de Cheever se rompía el alma sin amenazar ningún récord del mundo. Los futbolistas a veces llevan libros a las concentraciones pero me temo que casi nunca los leen, también nosotros llevamos pelotas a la playa y no las sacamos del coche. Casi es mejor así.
La pelota no es parte real de lo que ganamos o perdemos, pero vuela por encima de nosotros, hagamos lo que hagamos, y nos basta con levantar de vez en cuando la cabeza para verla. La pelota no nos recuerda a nosotros mismos, nos recuerda otras cosas. Los juegos de los niños no son los juegos de los hombres, y el fútbol permanece anclado en nuestra infancia. Nos lleva una y otra vez a un tiempo pasado, ni mejor ni peor, que gracias a este hermoso juego aún no hemos perdido del todo. Fútbol y literatura suenan tan bien juntos como caballo y piano, de ahí que no haya que mezclarlos demasiado, de ahí también que no haya que renunciar a ninguno de estos placeres para disfrutar del otro.

(artículo de Ray Loriga, publicado en “Babelia”, suplemento del diario El País de España del 31/05/08)

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¿En las inferiores de Rosario Central había pibes mejores que vos?

Unos cuantos. Algunos no llegaron por temas deportivos y otros por problemas de guita. Cuando se empieza, hay tentaciones difíciles de aguantar. Me acuerdo que a los 13 ó 14 años yo me quería ir con las minas. Pero como jugaba los domingos a la mañana, los sábados a la noche mi viejo me chiflaba a las once o doce para que me fuera a dormir. Yo pensaba que era un hijo de puta. Los pibes del barrio me decían "dale, forro, vení". Por suerte, le hice caso a mi viejo.

¿Te seguís viendo con esos pibes?

Con algunos sigo siendo amigo. Me jode un poco que me vean bastante bien vestido y con un coche de nivel, por la situación que se vive. Cuando puedo ir a Rosario, nos juntamos, comemos un asado, nos contamos cosas. Es muy fuerte lo que pasa. Algunos se emocionan y en Navidad se ponen a llorar.

¿Por qué crees que se emocionan?

Lo que pasa es que con unas copitas empezamos a recordar. Con Puchero, Pedro y Arielito vivimos muchas cosas juntos. Ahora laburan en kioscos o reparten revistas, y se dan cuenta de que pese a que me va bien, yo sigo teniendo la misma onda.

(CRISTIAN "Kily" GONZÁLEZ, en Julio de 2000, recordando sus inicios en el fútbol rosarino)

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Definitivamente quiero que Brooklyn, mi hijo, sea cristianizado. Pero no se todavía a que religión.

(DAVID BECKHAM, futbolista inglés y padre desorientado)

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No quiero opinar sobre el penal, sólo digo que fue una final desastrosa.

(RINUS MICHELS, célebre entrenador holandés, refiriéndose a la final de Italia 90 entre Alemania y Argentina)

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Peregrinación a un santuario del fútbol (Desson Howe - Inglaterra)


Manchester rutilaba en la penumbra cuado el avión aterrizó. Por fin había llegado yo a esta ciudad del norte de Inglaterra, la lluviosa Camelot, con la cual soñaba desde hacía más de 30 años. Acababa de cumplir 42.

Me enamoré de Manchester a finales de los años 60, cuando estudiaba en un internado en Surrey, a más de 320 kilómetros al sur. ¿Por qué me fascinaba una ciudad industrial que jamás había visitado? La razón era sencilla: alli estaba la sede del Manchester United, el equipo de fútbol más famoso del planeta.

Como muchos otros niños, era yo fanático de este deporte desde que Inglaterra ganó la Copa Mundial en 1966, año en que cumplí ocho. Dos años después, también en Wembley, el Manchester venció al club portugués Benfica en la final de la Copa Europea, primera vez que un equipo inglés ganaba ese título. Fue el inicio de mi idilio con los "Diablos Rojos". Era un colegial solitario que necesitaba identificarse con algo, y elegí al Manchester.

En la escuela, había que cumplir reglas desde el alba hasta que apagaban las luces. El fútbol se convirtió en mi único solaz. Teníamos media hora de recreo después del almuerzo y otra media hora al final de la merienda. Nos quitábamos las chaquetas para señalar las porterías y jugábamos hasta que sonaba la campana o hasta que oscurecía. En esos partidos yo era George Best, el joven y melenudo irlandés del Manchester que se había vuelto el ídolo de los aficionados ingleses. Para mí, no había nadie como él.

Además de jugarlo, el fútbol ocupaba mi mente todo el tiempo. Los sábados por la noche, en cuanto apagaban las luces, me escabullía a la planta baja a ver la repetición nocturna del "El partido del día", que transmitía la cadena BBC.

A principios de los años 70, mi familia emigró a Estados Unidos. Lo hice en 1975 e ingresé en la Universidad Americana, en Washington, D.C. En ese entonces, el fútbol soccer no era muy popular en este país. Me sentía como un cristiano en la antigua Roma.

Estar al tanto del fútbol inglés era casi imposible. La televisión transmitía sólo béisbol, básquetbol, fútbol americano y hockey sobre hielo, así que me contentaba con las noticias que recibía de mis ex condiscípulos o que leía en diarios ingleses.

A fines de esa década, muchos afamados futbolistas en declive, entre ellos George Best, se incorporaron a la naciente Liga Estadounidense de Fútbol Soccer (LEFS). Ví jugar a mi ídolo una vez. Aunque por momentos mostró la maestría de antaño, era evidente que habían pasado sus mejores tiempos. Salí cabizbajo del estadio.

Durante los años 80, cuando la LEFS entró en crisis, mis viajes a Inglaterra se redujeron y espaciaron. Me perdí más de un decenio de temporadas del Manchester.

A comienzos de los 90, en algunos bares de la zona de Washington se podían ver partidos de fútbol transmitidos en vivo desde Inglaterra. Desde entonces, he visto casi todos los encuentros de mi equipo.

Ataviado con el pañuelo, la gorra y la camiseta del Manchester, me siento a ver el partido de la semana y espero lleno de ansia el glorioso momento en que mi equipo anota. Cuando cae el gol, salto hasta el techo y me imagino los gritos jubilosos del graderío de Old Trafford, el estadio del Manchester.

Me siento feliz por haber visto los logros de mi equipo en los últimos diez años. Ha ganado la Liga Inglesa seis veces en ochos años; en 1994 obtuvo el campeonato de liga y la Copa de la Asociación de Fútbol, y en la temporada de 1998-1999, la mejor que ha tenido el club, no sólo ganó la Liga y la Copa, sino que fue otra vez campeón de Europa.

Hice luego un gran hallazgo: el club estadounidense de seguidores del Manchester, con sede en Long Island. Lo había fundado Peter Holland , de 45 años, quien emigró de Manchester en 1977 para trabajar y jugar al fútbol semiprofesional en Nueva York.

El club cuenta con 1500 miembros y organiza hasta cuatro viajes en grupo por año a Manchester. En Marzo de 2000 me inscribí en uno de estos viajes. Tras 25 años de residir en Estados Unidos, estaba a punto de aterrizar en Camelot.

Teníamos entradas para dos partidos, uno el miércoles por la noche, contra el equipo francés Girodins de Burdeos, y el otro el sábado por la mañana, contra el Liverpool, nuestro acérrimo rival.

Al recorrer los pasillos del aeropuerto me sentía extasiado: faltaban unas cuantas horas para entrar al estadio de Old Trafford. Iba a sentarme junto con más de 60.000 aficionados a ver a David Beckham, Roy Keane, Ryan Giggs y otras figuras de la nueva generación.

La noche del miércoles, cuado nos reunimos fuera del hotel para ir al estadio, hacía frío. Yo llevaba puesta una chaqueta roja, la camiseta del Manchester y, anudado al cuello, el pañuelo del equipo.

Para un fanático del fútbol, elegir la ropa es un rito complicado, o más bien supersticioso. Cuado me ponía esa camiseta en Estados Unidos, mi equipo casi siempre ganaba. Y el pañuelo anudado había sido un amuleto aún mejor. Sin embargo, al recordar que había usado ambas prendas una noche infausta en que el Manchester perdió frente al equipo alemán Borussia Dortmund, me pregunté si no sería de mal agüero repetir la combinación.

Me pareció un disparate y decidí ir al estadio con esas prendas. No había viajado desde tan lejos para no vestir de rojo.

Cuando llegamos a Old Trafford, el estadio resplandecía como una catedral. Nos zambullimos en un tumultuoso mar de camisetas, gorras de lana y pañuelos rojos.

Observé a los aficionados de mayor edad, los que habían asistido a este estadio durante casi toda su existencia. ¡Que felicidad, pensé, tener entradas de por vida para los partidos en casa! Durante aquel glorioso recorrido experimenté toda la gama de emociones que se habían desbordado en este sitio. Por fin se estaba cumpliendo mi sueño.

Jamás voy a olvidar el número del asiento que ocupé: nivel 2, sección E331, fila 17, asiento 156, La magnífica cancha relucía bajo los reflectores cuando los equipos aparecieron en el terreno de juego en medio de una fuerte ovación. Y allí estaba yo, fascinado, coreando con los demás "¡Uni-ted! ¡Uni-ted!".

Sonó el silbato y el partido empezó. Era impactante ver a jugadores como Giggs correr por la banda y hacer sufrir a los defensas franceses, y como Beckham, cuyos pases se curvaban majestuosamente en el aire.

En el minuto 40 éste lanzó uno de esos pases al área chica del Girondins. Hubo una rebatiña frente al marco y, segundos después, Giggs estaba celebrando eufóricamente. Sentí como si una ola me levantara cuando la multitud coreó el gol.

Los seguidores del Girondins al parecer se sabían un solo cántico, que repitieron durante todo el partido al ritmo de tambores. En cambio, los del Manchester entonábamos tantos que casi me sentí avergonzado por los visitantes.

Mi equipo ganó por dos a cero, y nos lanzamos a las calles en tropel cantando y agitando banderines, flanqueados por los sonrientes policías locales.

Había prometido visitar a unos amigos que vivían en el sur, así que tuve que viajar más de 320 kilómetros la mañana del sábado para asistir al otro partido del Manchester, programado a las 11:30.

Me reuní con mi grupo justo a tiempo para el encuentro. Esta vez nos sentamos muy cerca de la cancha. A nuestra derecha, los seguidores del Liverpool entonaban burlas e insultos y saludaban su equipo con su himno: "Jamás caminarán solos". Pero apenas ocupaban un rincón del estadio, y los fieles del Manchester apagaban con facilidad sus gritos.

"¡Ya no son ni la sombra de lo que eran!", cantaban estos últimos, refiriéndose a la época dorada del Liverpool, entre 1973 y 1990, cuando ganó 11 campeonatos nacionales y seis finales europeas.

"¿Quién caramba son ustedes?", respondían cantando los fanáticos del equipo visitante.

"¡Los campeones!"

Hacia el final del juego, Michael Owen, el joven goleador del Liverpool, burló la defensa y enfiló hacia la meta rival. El portero, Raimond Van Der Gouw, salió para achicar el ángulo, y con horror vimos a Owen soltar el disparo.... Por unos milímetros no cayó el gol, y el graderío dio un enorme suspiro de alivio.

Al oírse el silbatazo final, el marcador estaba uno a uno.

No nací en Manchester, pero pertenezco a esta ciudad en un sentido muy especial. Siempre que vemos un partido, en Old Trafford o en cualquier estadio, celebramos el vigor de la juventud, los dones de Dios y la esperanza de que sea el mejor encuentro que jamás hayamos visto. Y sé que, muy pronto, estaré de vuelta en Old Trafford, mi segundo hogar.

(cuento publicado en la revista "Selecciones" del Readers Digest, Abril 2001)

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Él me pidió que no dijera nada, pero yo lo voy a traicionar para engrandecerlo: Chilavert me pagó todo el tratamiento que me salvó la vida, incluyendo una operación de corazón. Este hombre, que no me conocía, llamó por teléfono, preguntó cuánto era el dinero que estaba faltando y lo puso.

(AUGUSTO ROA BASTOS, novelista paraguayo, agradeciendo en Enero de 1999 a su compatriota la mano que le había dado para poder gozar de lo que él denomina "mi segunda vida". El escritor pasaba por un mal momento económico y varias personalidades acudieron en su ayuda en un intento de pagar la intervención quirúrgica que le diera la chance de seguir viviendo)

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Noventa minutos quizá no sean nada en la vida de un hombre, pero para un futbolista son lo más importante.

(JORGE GARCÉS, director técnico chileno)

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Yo a mis equipos los coloco bien en la cancha; lo que pasa es que cuando empieza el partido los jugadores se mueven.

(ALFIO "Coco" BASILE, entrenador argentino)

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Murga uruguaya "Agarrate Catalina" cantando al Cádiz C.F.

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¿Por qué los arqueros no le dan la pelota a los defensores para salir jugando? Porque los defensores le dan la espalda y le hacen un gesto con la mano: "patea, patea". Entonces la gente está acostumbrada a que el pobre arquero patee. Hay que intentar salir jugando. A mí me decía Nery Pumpido en la Selección:

-Carlos, pero se dan vuelta los defensores cuando quiero salir jugando, me dan la espalda.

-Muy bien -le decía yo-, pégasela en la nuca.

-Pero nos van a hacer el gol.

-Que lo hagan, así aprenden.

(CARLOS BILARDO, ex jugador y director técnico argentino)

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Me sorprendí, pero ya nada me sorprende en el fútbol.

(LES FERDINAND, ex jugador inglés, 2006)

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Aquel gol que le hizo Maradona a los ingleses con la ayuda de la mano divina es por ahora la única prueba fiable de la existencia de Dios.

(MARIO BENEDETTI, escritor uruguayo)

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Campos de fútbol de pueblo (Javier Elizalde Blasco - España)


Campos que permanecen eternos
al compás de las aguas del río
o la música del campanario,
campos que poseen sus recuerdos
y su propio devocionario.

Rodeados de vallas de cemento
que, tras las noches de lluvia,
eran autopistas de caracoles,
los domingos sujetaban a esas almas
ávidas de gritar muchos goles.

Campos que fueron escenario
de grandes batallas al barro
y de juego de alta escuela,
terrenos irregulares como todo
en la España de posguerra.

Extremos que en otoño regateaban
también a las hojas de los árboles,
delanteros centros contundentes
cuya única gran arma era
la fortaleza de su frente.

Campos que fueron viveros
de los grandes héroes locales
que jamás jugaron por dinero
sólo por la camiseta y
por hacer feliz a un pueblo.

Campos de fútbol de pueblo
que olían a coñac y a puro
y se regaban con manguera,
campos que se modernizan
pero nunca perderán esencia.

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Renato Cesarini era un maestro para manejarse en esas reuniones de Comisión Directiva cuando era técnico de River Plate.
Un día una de esas reuniones se puso brava y uno de los dirigentes empezó a decirle que el equipo cada vez jugaba peor y frases de ese estilo. Renato lo interrumpió y le preguntó: ¿Y usted a qué se dedica?. “Yo tengo una relojería”, respondió el dirigente. “Bueno, dijo Renato, cuando hablemos de relojes me va a interesar su opinión”.

(ROBERTO ALFREDO PERFUMO, en su libro “Hablemos de fútbol”)

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