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Kun Agüero - Los Leales
El gol de la valija
Promediando el segundo tiempo, Braulio Matta -entreala derecho de Peñarol- se la pasó al brasileño Bahía y el puntero aurinegro de ese mismo lado sacó un disparo, que nunca se supo si fue un remate al arco que salió desviado o un centro defectuoso.
Lo cierto es que Eduardo García -arquero de Nacional- se tiró contra el palo izquierdo, la pelota rebotó en la valija del kinesiólogo tricolor, que era el alemán Juan Kirschberg y estaba afuera de la cancha a no más de medio metro de la raya de fondo, y volvió al campo de juego, donde la recogió Braulio Castro que, entrando sobre el segundo palo del arco rival y ante la arenga de "Matucho" Fígoli, que era el kinesiólogo de Peñarol y le gritó "¡metela!", convirtió el gol con un suave toque de pierna zurda.
El juez Telésforo Rodríguez validó el gol, los jugadores de Nacional protestaron airadamente su decisión, ante lo cual el árbitro expulsó a Nasazzi -capitán tricolor, en la foto de la izquierda- y a Labraga, pero el partido no se reanudó, porque Rodríguez no se encontraba en condición física ni anímica para seguir arbitrando y fue sustituido por el línea Luis Scandroglio, pero entre tanta discusión "se vino la noche".
El "pico" de aquella final se jugó el 25 de Agosto y pasó a la historia como "el clásico del 9 contra 11", ya que Nacional no pudo sustituir a los dos expulsados y aguantó el 0-0 durante los 20' que restaban y los 60' que se disputaron, pues se estipuló que si no había un ganador, se jugaría un alargue de dos tiempos de 30' cada uno.
Como consecuencia de la igualdad, se fijó una segunda final para el 3 de Septiembre, que también finalizó 0-0 luego de 150' y la tercera fue la vencida: Nacional ganó 3-2 el 18 de Noviembre de 1934, con lo que salió Campeón Uruguayo de 1933, al cabo de lo que aún hoy debe haber sido el campeonato más largo del mundo. Un récord.
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(OSCAR WASHINGTON TABÁREZ, seleccionador uruguayo)
(ROBBIE SAVAGE, internacional galés, en 2006 cuando militaba en el Blackburn Rovers)
El balón y la bandera
La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración urbana, de la crisis divina y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva.
Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera: un factor de identificación pública estrictamente irracional. Conviene aclarar este punto. Antes de que las masas quedaran huérfanas, el deporte se basaba en el héroe. El gran deportista, modelo de virtudes, encarnaba las aspiraciones colectivas. En la Europa continental, esto fue así hasta bien entrado el siglo XX.
Resulta significativo que los dos diarios deportivos más antiguos de Europa, "La Gazzetta dello Sport" (1896) y "El Mundo Deportivo" (1906), nacieran para informar sobre ciclismo. La reina de los sueños pobres era la bicicleta. El héroe era un tipo flaco que pedaleaba, encorvado sobre el manillar, dejándose el culo y los pulmones en cuestas sin asfaltar. Pero al ciclismo, tan rico en metáfora literaria, le faltaba metáfora social. La época no era de individuos, sino de masas. Y el ciclismo no conseguía expresar ciertas claves totémicas: el clan, el templo, la guerra, la eternidad. Todo eso, en cambio, lo tenía el fútbol.
El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca está solo. Liverpool, la ciudad con más talento para la música popular contemporánea, demostró buen ojo al elegir como himno de uno de sus dos equipos una vieja canción, cursi e insustancial, que llevaba, sin embargo, ese título: You'll never walk alone (Nunca caminarás solo). El secreto del fútbol está ahí.
La cultura, como siempre, aparece después. Primero son las cosas, y después su explicación. El fenómeno futbolístico careció durante muchas décadas de una proyección cultural propia. Recuérdese la Oda a Platko de Rafael Alberti, dedicada en 1928 a un portero húngaro del Barcelona: "Tú, llave, Platko, tú, llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo". O Los jugadores (1923), de Pablo Neruda: "Juegan, juegan, agachados, arrugados, decrépitos". Puro homenaje al héroe. Cultura deportiva, pero aún no futbolística.
Pese a algunas excepciones, como la de Albert Camus, tuvo que entrar en crisis el hermano-enemigo del fútbol, el marxismo, para que la izquierda se atreviera a abordar la espinosa cuestión del balón y la bandera. Ocurrió hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mientras la intelectualidad conservadora, de tradición elitista, seguía despreciando el fútbol ("el fútbol es popular porque la estupidez es popular", Jorge Luis Borges) como lo había hecho Rudyard Kipling ("los embarrados idiotas que lo juegan"), ciertos escritores progresistas osaron reconocer, de forma cada vez más abierta, su pertenencia a la inmensa secta futbolística. Algunos, aún cautelosos por las incompatibilidades teóricas entre la racionalidad marxista y la irracionalidad del nuevo "opio del pueblo" ("Una religión en busca de un dios", Manuel Vázquez Montalbán); otros, sin el menor empacho escolástico.
La auténtica literatura futbolística, como otros descaros, surgió de la prensa. En España, con las columnas del ya citado Vázquez Montalbán o de Julián Marías. En Italia, con las crónicas de Gianni Brera. En Uruguay y luego en diferentes exilios, con Eduardo Galeano. Quizá los más brillantes periodistas de fútbol, los que generaron una cultura literaria que hoy se da ya por supuesta, fueron tres argentinos: Alberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Juan Sasturain. Los cuentos de Fontanarrosa, como Lo que se dice un ídolo, Qué lástima, Cattamarancio, El monito o 19 de Diciembre de 1971 (más conocido como El viejo Casale) constituyen la mejor plasmación artística de un fenómeno, el fútbol, que abarca mucho más que estadios, resultados y virtuosismos técnicos. La actual literatura futbolística ya no tiene que andarse con explicaciones y asume su esencia mística: véase "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby.
Las páginas de fútbol de los periódicos disponen ahora de espléndidos cronistas, y los más reputados escritores acuden a ellas como invitados. El fútbol no sólo posee una cultura propia: es cultura. Por encima del gigantismo económico (la Primera División española gastó el año pasado 525 millones de euros en fichajes), de las audiencias multitudinarias, de la corrupción y el disparate; por encima incluso de ídolos supremos como Maradona, nuestra historia, individual y colectiva, no puede explicarse sin el fútbol.
(texto de Enric González publicado el 31/05/08 en “Babelia” suplemento cultural del diario "El País", de España)
(PEDRO TROGLIO, ex jugador y técnico argentino, contando su reinserción en Argentina a su vuelta del exterior en 1997, revista "Mística" del 3 de Junio de 2000)
(GERARDO "Tata" MARTINO, DT de la Selección de Paraguay, en FIFA.com del 27 de Agosto de 2007)
Tres palos
Algunos barcos tienen tres palos, y las porterías también, ahí se terminan las similitudes entre las novelas de Joseph Conrad y el fútbol. A los que disfrutamos de ambas disciplinas nos gustaría que se parecieran más y a menudo forzamos metáforas que cruzan de un lado a otro de nuestras dos grandes pasiones, pero no dejan de ser eso, metáforas forzadas. Tal vez sea mejor asumir que son dos amores distintos y tratar de que no se encuentren nunca, como quien tiene una esposa en la ciudad y una amante en provincias, o un marido en provincias y un amante en la ciudad, o viceversa y todas las viceversas posibles, incluidas las variaciones homosexuales y vascas y todas las líneas del PP, la dura, la blanda y la otra.
En fin, que lo que nos gusta de este juego es precisamente su condición de preocupación excepcional, ajena por completo a nuestras vidas y en cambio parte fundamental de las más infantiles penas y alegrías. Recuerdo que en Submundo, la fabulosa novela de Delillo, se contaba América mientras volaba una pelota de béisbol, puede que ésta sea la única manera de transformar el deporte en artefacto literario, asumir su importancia en nuestras vidas como hecho real, sin recurrir a imágenes enrevesadas y obligadas a nadar mal de una orilla a otra.
Mientras la pelota está en el aire nuestras vidas suceden. Que pase entre los tres palos, o salga bateada fuera del estadio, en nada alterará el curso de lo nuestro, y en nada cambiará lo que escribimos o leemos. Antes los escritores apenas hablaban de fútbol porque estaba muy mal visto, ahora se comprende mejor que un escritor es un hombre, o una mujer, como otro cualquiera. Que también cuida de su jardín o de sus hijos, o los descuida, o se olvida del mundo y se sienta una tarde a ver un Osasuna-Betis. Nada hace pensar que la distancia entre deporte y literatura se haya acortado, ni falta que hace, a mí personalmente me basta con que no me hablen de Rilke mientras disfruto de un derbi y con que no me hablen de fichajes mientras disfruto de Rilke. También los niños son un encanto siempre que no se cuelen a deshora en el dormitorio de sus padres.
Delillo dio con la manera de enredar la pelota con la letra escrita, pero una vez encontrada la fórmula no parece sensato tratar de repetirla. Recordemos la vieja máxima; el primero que comparó a una mujer con una rosa era un genio, el segundo era un imbécil. El periodista deportivo de Richard Ford no era precisamente un libro de deportes y el nadador de Cheever se rompía el alma sin amenazar ningún récord del mundo. Los futbolistas a veces llevan libros a las concentraciones pero me temo que casi nunca los leen, también nosotros llevamos pelotas a la playa y no las sacamos del coche. Casi es mejor así.
La pelota no es parte real de lo que ganamos o perdemos, pero vuela por encima de nosotros, hagamos lo que hagamos, y nos basta con levantar de vez en cuando la cabeza para verla. La pelota no nos recuerda a nosotros mismos, nos recuerda otras cosas. Los juegos de los niños no son los juegos de los hombres, y el fútbol permanece anclado en nuestra infancia. Nos lleva una y otra vez a un tiempo pasado, ni mejor ni peor, que gracias a este hermoso juego aún no hemos perdido del todo. Fútbol y literatura suenan tan bien juntos como caballo y piano, de ahí que no haya que mezclarlos demasiado, de ahí también que no haya que renunciar a ninguno de estos placeres para disfrutar del otro.
(artículo de Ray Loriga, publicado en “Babelia”, suplemento del diario El País de España del 31/05/08)
Unos cuantos. Algunos no llegaron por temas deportivos y otros por problemas de guita. Cuando se empieza, hay tentaciones difíciles de aguantar. Me acuerdo que a los 13 ó 14 años yo me quería ir con las minas. Pero como jugaba los domingos a la mañana, los sábados a la noche mi viejo me chiflaba a las once o doce para que me fuera a dormir. Yo pensaba que era un hijo de puta. Los pibes del barrio me decían "dale, forro, vení". Por suerte, le hice caso a mi viejo.
¿Te seguís viendo con esos pibes?
Con algunos sigo siendo amigo. Me jode un poco que me vean bastante bien vestido y con un coche de nivel, por la situación que se vive. Cuando puedo ir a Rosario, nos juntamos, comemos un asado, nos contamos cosas. Es muy fuerte lo que pasa. Algunos se emocionan y en Navidad se ponen a llorar.
¿Por qué crees que se emocionan?
Lo que pasa es que con unas copitas empezamos a recordar. Con Puchero, Pedro y Arielito vivimos muchas cosas juntos. Ahora laburan en kioscos o reparten revistas, y se dan cuenta de que pese a que me va bien, yo sigo teniendo la misma onda.
(DAVID BECKHAM, futbolista inglés y padre desorientado)
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(RINUS MICHELS, célebre entrenador holandés, refiriéndose a la final de Italia 90 entre Alemania y Argentina)
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Peregrinación a un santuario del fútbol (Desson Howe - Inglaterra)
Manchester rutilaba en la penumbra cuado el avión aterrizó. Por fin había llegado yo a esta ciudad del norte de Inglaterra, la lluviosa Camelot, con la cual soñaba desde hacía más de 30 años. Acababa de cumplir 42.
Me enamoré de Manchester a finales de los años 60, cuando estudiaba en un internado en Surrey, a más de 320 kilómetros al sur. ¿Por qué me fascinaba una ciudad industrial que jamás había visitado? La razón era sencilla: alli estaba la sede del Manchester United, el equipo de fútbol más famoso del planeta.
Como muchos otros niños, era yo fanático de este deporte desde que Inglaterra ganó la Copa Mundial en 1966, año en que cumplí ocho. Dos años después, también en Wembley, el Manchester venció al club portugués Benfica en la final de la Copa Europea, primera vez que un equipo inglés ganaba ese título. Fue el inicio de mi idilio con los "Diablos Rojos". Era un colegial solitario que necesitaba identificarse con algo, y elegí al Manchester.
En la escuela, había que cumplir reglas desde el alba hasta que apagaban las luces. El fútbol se convirtió en mi único solaz. Teníamos media hora de recreo después del almuerzo y otra media hora al final de la merienda. Nos quitábamos las chaquetas para señalar las porterías y jugábamos hasta que sonaba la campana o hasta que oscurecía. En esos partidos yo era George Best, el joven y melenudo irlandés del Manchester que se había vuelto el ídolo de los aficionados ingleses. Para mí, no había nadie como él.
Además de jugarlo, el fútbol ocupaba mi mente todo el tiempo. Los sábados por la noche, en cuanto apagaban las luces, me escabullía a la planta baja a ver la repetición nocturna del "El partido del día", que transmitía la cadena BBC.
A principios de los años 70, mi familia emigró a Estados Unidos. Lo hice en 1975 e ingresé en la Universidad Americana, en Washington, D.C. En ese entonces, el fútbol soccer no era muy popular en este país. Me sentía como un cristiano en la antigua Roma.
Estar al tanto del fútbol inglés era casi imposible. La televisión transmitía sólo béisbol, básquetbol, fútbol americano y hockey sobre hielo, así que me contentaba con las noticias que recibía de mis ex condiscípulos o que leía en diarios ingleses.
A fines de esa década, muchos afamados futbolistas en declive, entre ellos George Best, se incorporaron a la naciente Liga Estadounidense de Fútbol Soccer (LEFS). Ví jugar a mi ídolo una vez. Aunque por momentos mostró la maestría de antaño, era evidente que habían pasado sus mejores tiempos. Salí cabizbajo del estadio.
Durante los años 80, cuando la LEFS entró en crisis, mis viajes a Inglaterra se redujeron y espaciaron. Me perdí más de un decenio de temporadas del Manchester.
A comienzos de los 90, en algunos bares de la zona de Washington se podían ver partidos de fútbol transmitidos en vivo desde Inglaterra. Desde entonces, he visto casi todos los encuentros de mi equipo.
Ataviado con el pañuelo, la gorra y la camiseta del Manchester, me siento a ver el partido de la semana y espero lleno de ansia el glorioso momento en que mi equipo anota. Cuando cae el gol, salto hasta el techo y me imagino los gritos jubilosos del graderío de Old Trafford, el estadio del Manchester.
Me siento feliz por haber visto los logros de mi equipo en los últimos diez años. Ha ganado la Liga Inglesa seis veces en ochos años; en 1994 obtuvo el campeonato de liga y la Copa de la Asociación de Fútbol, y en la temporada de 1998-1999, la mejor que ha tenido el club, no sólo ganó la Liga y la Copa, sino que fue otra vez campeón de Europa.
Hice luego un gran hallazgo: el club estadounidense de seguidores del Manchester, con sede en Long Island. Lo había fundado Peter Holland , de 45 años, quien emigró de Manchester en 1977 para trabajar y jugar al fútbol semiprofesional en Nueva York.
El club cuenta con 1500 miembros y organiza hasta cuatro viajes en grupo por año a Manchester. En Marzo de 2000 me inscribí en uno de estos viajes. Tras 25 años de residir en Estados Unidos, estaba a punto de aterrizar en Camelot.
Teníamos entradas para dos partidos, uno el miércoles por la noche, contra el equipo francés Girodins de Burdeos, y el otro el sábado por la mañana, contra el Liverpool, nuestro acérrimo rival.
Al recorrer los pasillos del aeropuerto me sentía extasiado: faltaban unas cuantas horas para entrar al estadio de Old Trafford. Iba a sentarme junto con más de 60.000 aficionados a ver a David Beckham, Roy Keane, Ryan Giggs y otras figuras de la nueva generación.
La noche del miércoles, cuado nos reunimos fuera del hotel para ir al estadio, hacía frío. Yo llevaba puesta una chaqueta roja, la camiseta del Manchester y, anudado al cuello, el pañuelo del equipo.
Para un fanático del fútbol, elegir la ropa es un rito complicado, o más bien supersticioso. Cuado me ponía esa camiseta en Estados Unidos, mi equipo casi siempre ganaba. Y el pañuelo anudado había sido un amuleto aún mejor. Sin embargo, al recordar que había usado ambas prendas una noche infausta en que el Manchester perdió frente al equipo alemán Borussia Dortmund, me pregunté si no sería de mal agüero repetir la combinación.
Me pareció un disparate y decidí ir al estadio con esas prendas. No había viajado desde tan lejos para no vestir de rojo.
Cuando llegamos a Old Trafford, el estadio resplandecía como una catedral. Nos zambullimos en un tumultuoso mar de camisetas, gorras de lana y pañuelos rojos.
Observé a los aficionados de mayor edad, los que habían asistido a este estadio durante casi toda su existencia. ¡Que felicidad, pensé, tener entradas de por vida para los partidos en casa! Durante aquel glorioso recorrido experimenté toda la gama de emociones que se habían desbordado en este sitio. Por fin se estaba cumpliendo mi sueño.
Jamás voy a olvidar el número del asiento que ocupé: nivel 2, sección E331, fila 17, asiento 156, La magnífica cancha relucía bajo los reflectores cuando los equipos aparecieron en el terreno de juego en medio de una fuerte ovación. Y allí estaba yo, fascinado, coreando con los demás "¡Uni-ted! ¡Uni-ted!".
Sonó el silbato y el partido empezó. Era impactante ver a jugadores como Giggs correr por la banda y hacer sufrir a los defensas franceses, y como Beckham, cuyos pases se curvaban majestuosamente en el aire.
En el minuto 40 éste lanzó uno de esos pases al área chica del Girondins. Hubo una rebatiña frente al marco y, segundos después, Giggs estaba celebrando eufóricamente. Sentí como si una ola me levantara cuando la multitud coreó el gol.
Los seguidores del Girondins al parecer se sabían un solo cántico, que repitieron durante todo el partido al ritmo de tambores. En cambio, los del Manchester entonábamos tantos que casi me sentí avergonzado por los visitantes.
Mi equipo ganó por dos a cero, y nos lanzamos a las calles en tropel cantando y agitando banderines, flanqueados por los sonrientes policías locales.
Había prometido visitar a unos amigos que vivían en el sur, así que tuve que viajar más de 320 kilómetros la mañana del sábado para asistir al otro partido del Manchester, programado a las 11:30.
Me reuní con mi grupo justo a tiempo para el encuentro. Esta vez nos sentamos muy cerca de la cancha. A nuestra derecha, los seguidores del Liverpool entonaban burlas e insultos y saludaban su equipo con su himno: "Jamás caminarán solos". Pero apenas ocupaban un rincón del estadio, y los fieles del Manchester apagaban con facilidad sus gritos.
"¡Ya no son ni la sombra de lo que eran!", cantaban estos últimos, refiriéndose a la época dorada del Liverpool, entre 1973 y 1990, cuando ganó 11 campeonatos nacionales y seis finales europeas.
"¿Quién caramba son ustedes?", respondían cantando los fanáticos del equipo visitante.
"¡Los campeones!"
Hacia el final del juego, Michael Owen, el joven goleador del Liverpool, burló la defensa y enfiló hacia la meta rival. El portero, Raimond Van Der Gouw, salió para achicar el ángulo, y con horror vimos a Owen soltar el disparo.... Por unos milímetros no cayó el gol, y el graderío dio un enorme suspiro de alivio.
Al oírse el silbatazo final, el marcador estaba uno a uno.
No nací en Manchester, pero pertenezco a esta ciudad en un sentido muy especial. Siempre que vemos un partido, en Old Trafford o en cualquier estadio, celebramos el vigor de la juventud, los dones de Dios y la esperanza de que sea el mejor encuentro que jamás hayamos visto. Y sé que, muy pronto, estaré de vuelta en Old Trafford, mi segundo hogar.
(cuento publicado en la revista "Selecciones" del Readers Digest, Abril 2001)
(AUGUSTO ROA BASTOS, novelista paraguayo, agradeciendo en Enero de 1999 a su compatriota la mano que le había dado para poder gozar de lo que él denomina "mi segunda vida". El escritor pasaba por un mal momento económico y varias personalidades acudieron en su ayuda en un intento de pagar la intervención quirúrgica que le diera la chance de seguir viviendo)
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(JORGE GARCÉS, director técnico chileno)
(ALFIO "Coco" BASILE, entrenador argentino)
Murga uruguaya "Agarrate Catalina" cantando al Cádiz C.F.
¿Por qué los arqueros no le dan la pelota a los defensores para salir jugando? Porque los defensores le dan la espalda y le hacen un gesto con la mano: "patea, patea". Entonces la gente está acostumbrada a que el pobre arquero patee. Hay que intentar salir jugando. A mí me decía Nery Pumpido en la Selección:
-Carlos, pero se dan vuelta los defensores cuando quiero salir jugando, me dan la espalda.
-Muy bien -le decía yo-, pégasela en la nuca.
-Pero nos van a hacer el gol.
-Que lo hagan, así aprenden.
(MARIO BENEDETTI, escritor uruguayo)
Campos de fútbol de pueblo (Javier Elizalde Blasco - España)
al compás de las aguas del río
o la música del campanario,
campos que poseen sus recuerdos
y su propio devocionario.
Rodeados de vallas de cemento
que, tras las noches de lluvia,
eran autopistas de caracoles,
los domingos sujetaban a esas almas
ávidas de gritar muchos goles.
Campos que fueron escenario
de grandes batallas al barro
y de juego de alta escuela,
terrenos irregulares como todo
en la España de posguerra.
Extremos que en otoño regateaban
también a las hojas de los árboles,
delanteros centros contundentes
cuya única gran arma era
la fortaleza de su frente.
Campos que fueron viveros
de los grandes héroes locales
que jamás jugaron por dinero
sólo por la camiseta y
por hacer feliz a un pueblo.
Campos de fútbol de pueblo
que olían a coñac y a puro
y se regaban con manguera,
campos que se modernizan
pero nunca perderán esencia.
Un día una de esas reuniones se puso brava y uno de los dirigentes empezó a decirle que el equipo cada vez jugaba peor y frases de ese estilo. Renato lo interrumpió y le preguntó: ¿Y usted a qué se dedica?. “Yo tengo una relojería”, respondió el dirigente. “Bueno, dijo Renato, cuando hablemos de relojes me va a interesar su opinión”.
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(pregunta de difícil respuesta de TOM ROSS, periodista de "Capital Gold Birmingham" de Inglaterra)
Pasión por el fútbol
El arriesgado partido se juega en la terraza de una parroquia en San Pedro, 160 kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires. Los chicos de alrededor de diez años están abstraídos del peligro que significa jugar en ese lugar, donde apenas una pequeña pared los separa del vacío. Dentro del equipo, Silvio Velo de 9 años, tiene un rendimiento muy desparejo. Cuando la pelota está en su poder muestra una capacidad excepcional para dominarla y gambetear a sus amigos, pero luego se mueve con algún titubeo mientras los compañeros gritan: “¡Acá! ¡Pasala!”. Sin embargo Silvio es el ídolo de la cancha.
La gran diferencia es que él es allí el único jugador totalmente ciego y aunque no puede ver los peligrosos bordes del improvisado campo de juego, tiene un claro esquema mental de esa terraza, suficiente como para no acercarse a la cornisa y ponerse en riesgo.
Silvio se fue acostumbrando a jugar al fútbol de igual a igual con sus amigos videntes, cuando a los 10 años tuvo el descubrimiento más maravilloso de su vida.
“En San Pedro no había ninguna escuela para ciegos. Por eso, mis padres me enviaron a estudiar recién a los diez años, al Instituto Román Rosell, de San Isidro”, recuerda. Fue allí donde se produjo el descubrimiento.
“Un día el profesor de Deportes dijo que nos iba a enseñar a jugar al fútbol, y para eso sacudió delante de nosotros una pelota con cascabeles en su interior. Luego la arrojó, y la oímos sonar mientras rodaba por la cancha”. Ese sonido tuvo para Silvio el valor de una revelación.
Como una cancha a oscuras que se ilumina de pronto para un vidente, el sonido de la pelota contra las paredes y las personas armó en la mente de Silvio un esquema clarísimo del campo de juego y de la posición de los otros jugadores.
Silvió Velo creció y multiplicó sus habilidades en la cancha luego de conocer a la pelota con sonido. Hoy, a los 35 años, es considerado por la Federación Internacional del Fútbol Asociado (FIFA) como “el mejor jugador no vidente del mundo”, luego de que el seleccionado nacional, un equipo que él mismo bautizó como “Los Murciélagos”, se consagró campeón mundial 2006 frente al seleccionado brasileño.
Para quien nunca ha visto un partido de fútbol para ciegos, la escena en el Centro Nacional de Alto Rendimiento CENARD, de Buenos Aires, resulta muy particular desde el comienzo.
Cada equipo de cinco jugadores ingresa al campo formando un trencito con las manos izquierdas estiradas y apoyadas sobre el hombro de quien va adelante. Aunque son ciegos, llevan un antifaz negro para igualar las condiciones entre quienes conservan algo de su visión. El arquero, que es el único vidente del equipo, actúa como guía. Esa es la imagen más conmovedora del fútbol para ciegos, la que se repite cada vez que uno de los equipos entra a la cancha.
Cuando comienza el partido, en vez de estallar en gritos y aplausos, las tribunas se sumen en el más completo silencio. Lo único que se escucha son los cascabeles de la pelota. Con una precisión mágica, los jugadores buscan su posición en la cancha, uno va hacia la derecha, otro a la izquierda, el último se queda atrás defendiendo. Se guían por la pelota, por las paredes metálicas de un metro de alto que rodean al campo, y por un ayudante de equipo que grita las orientaciones desde atrás del arco. “Andá para el centro”, dice, y quien lleva la pelota corre hacia el medio del campo. Cuando le avisan “¡Pateá!” lanza el zurdazo que coloca la pelota en la red.
“El guía es fundamental -dice Velo-. Gracias a sus indicaciones sabemos que vienen a marcarnos o en que posición está el arquero rival. Pero nosotros conocemos bien en qué lugar de la cancha estamos y dónde está el arco”.
Silvio, con el número 10 en la espalda, fascina al estadio. Es lo que algunos llamarían “enganche”, o armador, y también el goleador del equipo. Casi no hay jugada que no tenga su participación. Se lanza a la carrera hacia objetivos que no ve pero que sabe perfectamente dónde están, inventa gambetas, y coloca pases precisos a un compañero que le pide el balón.
“Los Murciélagos tenemos el mismo estilo de fútbol que el seleccionado argentino de jugadores videntes, es decir mucha garra. Nunca los vimos pero jugamos con el mismo corazón, entrega y solidaridad que ellos. El fútbol expresa las características de cada pueblo -reflexiona-; los brasileños, por ejemplo, son toda alegría, todo diversión; son más individualistas”.
En su vida familiar, Silvio tiene diez hermanos y una ceguera de nacimiento sobre cuyo origen sabe bastante poco, al punto de explicarla con pocas palabras: “Nací ciego. Al parecer tuve cataratas congénitas, pero nunca me preocupé demasiado por averiguar qué tenía. ¿Para qué?”, reflexiona.
El resto de su vida es también casi normal. Junto a su esposa Claudia, tuvieron cinco hijos: Nadia, de 11 años, Florencia, 9 años, Julia, 7 años, Lautaro, 5 años e Isaías, 2 años. “No tengo el ‘súper oído’, pero cuando voy a la plaza y mi hijo se me escapa, lo reconozco por la voz, como hace cualquier persona”, intenta minimizar.
Todas las mañanas, una camioneta lo lleva a su lugar de trabajo como empleado administrativo del Instituto Rosell y, por la tarde, se traslada al CENARD para los entrenamientos.
Además de esos entrenamientos, hace dos años que Silvio juega en River, el primer club argentino de fútbol profesional que ha incorporado el Fútbol-Sala de ciegos a las actividades de sus socios.
Al igual que los jugadores convencionales, los futbolistas ciegos recurren al estudio de sus rivales. “También nos preocupamos por saber quién es quién en el equipo contrario. El entrenador ve los videos, los analiza y nos da la charla de acuerdo con las características del rival. Luego en la cancha los reconocemos por varias cosas, pero sobre todo por las voces”, dice.
Pero su vida como ciego transcurre con cierta normalidad en un mundo hecho para los videntes. “Lo que más nos molesta es el descuido de la gente que tira cosas en las veredas. No podés caminar. Dejan bolsas, cajones, mesas, sillas... Complican la vida de los ciegos y también la de las madres que andan con sus carritos de bebés. Cerca del CENARD todo el mundo estaciona en los cruces de las esquinas o montan los autos sobre las veredas”, se queja.
Fuera de estas cuestiones Velo toma la cuestión de su ceguera directamente con humor. El chiste que más usa y al que recurrió al inicio de la entrevista, sorprende al periodista. Llegó de pronto, nos llevó por delante y dijo: “¡Uy, disculpá, pero no te vi!” Inmediatamente agrega: “No te preocupes, es la broma que siempre hago para romper un poco el hielo”.
Luego reflexiona: “Yo sé bien lo que le pasa a una persona cuando se pone a hablar con un ciego. Por eso estoy abierto, para hacer menos complicada la relación; los ciegos tenemos que facilitar el intercambio con quien no es ciego, y con las bromas buscamos acortar esa distancia”, dice.
La última reflexión de Silvio se refiere al futuro de una disciplina que él ayudó a colocar en el primer lugar del podio mundial. “Ojalá que estas cosas que nos pasan a Los Murciélagos sirvan para que en unos años los chicos ciegos que juegan al fútbol puedan disfrutar de una profesión. ¡Sería hermoso que haya chicos ciegos que vivan del fútbol!”.
Como en una película neorrealista de Luchino Visconti, hecha con actores no profesionales, la escena final de la entrevista revela el viejo espíritu amateur olímpico: parado en una esquina de la avenida Libertador, a las siete de la tarde de un martes lluvioso, Velo contesta las últimas preguntas mientras aguarda el transporte que lo llevará de vuelta. Él y su bastón blanco; solos, empapados… a la espera de un bocinazo que anunciará que ha llegado la camioneta que lo lleva de regreso a su casa en San Pedro.
(entrevista de Pablo Llonto publicada en la revista "Selecciones" del Readers Digest)
Entre sus recuerdos, Paco Gento recordaba hechos y anécdotas de aquéllos equipos que integró junto a Di Stéfano, Puskas, Rial y Kopa, entre otros fenomenales futbolistas que le permitieron a él dar la vuelta olímpica en 6 ocasiones en la Copa de Europa.
Entre otros temas, Gento rememoraba al por entonces presidente del club, Santiago Bernabeu, mencionando que no le agradaba tener en su plantel a jugadores negros, o con bigotes. Pura discriminación.
"En aquéllos tiempos yo le dije a don Santiago que en Portugal había visto a un jugador extraordinario, que se llamaba Eusebio y que por qué no lo traía al Real. No lo trajo y me enteré que era porque Eusebio era negro. Don Santiago tenía esas cosas. Pero una temporada más tarde, incorporó a Didí (dos veces campeón del mundo con Brasil) que traía enorme fama. Sin embargo Didí fracasó, y no por que, como se decía, no se llevaba bien con Di Stéfano. Nada que ver. El problema era que nosotros jugábamos a cien kilómetros por hora y Didí caminaba en la cancha", explicaba el legendario delantero merengue, a quien llamaban "La galerna del Cantábrico", y que se retiró del fútbol en 1971.
Luego toreó novillos, cortó una tarde dos orejas, pero no quiso por nada del mundo ser técnico de fútbol.
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Vinimos a ver a los cuatro fantásticos y terminamos viendo a los cuatro fantasmas.
(SEBASTIÁN PIÑERA, empresario y ex candidato a la presidencia de Chile al salir el domingo 6/7/08 del Estadio Monumental de Colo Colo, luego del empate en 0 ante Palestino, y acerca de la pobre demostración de la delantera del "Cacique" -Cristóbal Jorquera, Daud Gazale, Macnelly Torres y Lucas Barrios-)
Tiro penal (Eduardo J. Quintana - Argentina)
Penal... Penal... Gritaron al unísono. Y era así, por designio del destino, por ese invento a veces maldito, a veces bendito, que una mano mal puesta, un foul torpe e innecesario o por la mera equivocación de un árbitro, la falta desde los doce pasos cambia el destino de un partido de fútbol.
¿Habrá pensado quien inventó con tamaño desparpajo, la llamada pena máxima, todo lo que ella provocaría?
Las reacciones de los jugadores contrarios contra el árbitro bandido que cobró penal en el minuto cuarenta y seis del segundo tiempo con el marcador igualado en cero.
La reacción casi justificada por otro partido perdido. Por la pérdida de la punta del campeonato o la ya predeterminada pelea por no descender.
Habrá pensado el ideario de tan sublime idiotez, las consecuencias nefastas que un penal provoca en el hincha apasionado y fanático; la cantidad de paros cardíacos, suicidios y muertes prematuras que han sufrido quienes pueblan las graderías de los estadios por más chicos que sean, pagando su entrada para ver un supuesto espectáculo deportivo y se encuentran con esa necia decisión de dirimir un cotejo por medio de un miserable tiro penal, que convertido vale lo mismo que el gol del habilidoso número diez, que eludiendo a cinco adversarios y ante la salida del arquero, la empala por encima de su cabeza, dejándolo estupefacto ante la algarabía general. Vale lo mismo que un arquero elija un palo y el shoteador le pegué un puntazo al medio del arco y la pelota haga una parábola pero igualmente entre. Vale igual, vale uno.
Me imagino que quien inventó el penal hoy debe sentirse cómplice de la violencia generada contra el árbitro, que según su visión, dice haber cobrado por reglamento y allí correrán los jugadores para demostrarle que ellos no están de acuerdo con tamaña medida y habrá expulsados y pedradas desde las tribunas y comenzará la represión policial.
El penal es psicológicamente inaceptable, tanto para el jugador profesional que acertando aumenta sus ingresos, como errándolo los disminuye. La presión es infinita, tan infinita como son las chanzas a las que se ve sometido el jugador que erra el penal, cuando llega al café o a la escuela al día siguiente.
Es psicológicamente inaceptable por la tamaña desigualdad que hay entre el heroico arquero que ataja la pena y el shoteador que obligadamente debe hacer el gol ante el tamaño del arco y los diminutos doce pasos que separan a la pelota de él.
Pues el jugador que shotea por encima del travesaño o el que mansamente entrega la pelota a las manos del guardavallas será considerado responsable. No así el arquero que “hizo lo que pudo” en un manoteo casi casual, casi instintivo y fortuito, aunque la pelota termine besando la red.
El penal es inaceptable desde todo punto de vista y nadie me va a hacer cambiar de opinión.
Doce pasos que separan a shoteador de la gloria...
Y te puedo asegurar que dejé los prejuicios de lado y grité internamente... ¡Tomá, atajate ésta...! Y le pegué un chutazo que metió la bola justo al lado del bolso izquierdo y el arquero,... pobre,... se quedó parado mirando como entraba...
¿Te hizo peor la mala experiencia en España o haber estado tan arriba en el Mundial 98?
Si hubiera tenido la madurez de ahora, después del Mundial habría mantenido ese buen momento, sin dejarme estar en el semestre posterior. Encima, en la Selección de Colombia asumió como técnico Javier Álvarez, y pasé de ser titular indiscutido a ni siquiera ser convocado.
En Colombia se dice que sos arrogante...
Eso lo dijo un periodista de la cadena Caracol al que mis abogados le van a mandar una carta documento. Estoy en la Selección desde el 92 y hasta el 96 fui suplente. Pacho Maturana y el Bolillo Gómez se fijan mucho en qué clase de personas son sus dirigidos, y siempre me destacaron como alguien que alentaba a los demás y que trabajaba más que ningún otro. Cuando fui al Mundial llegué como tercer arquero y terminé como titular.
¿Qué motivos tendría entonces Álvarez para no tenerte en cuenta y por qué la prensa te criticó por tu personalidad?
Lo del técnico nunca lo sabré porque ni siquiera me explicó por qué me sacó. No tuvo agallas. Evidentemente, algunos somos más valientes que otros.
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