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Donde mueren los valientes (Hernán Rivera Letelier - Chile)


...Y de pronto yo, el verdugo por excelencia, el ejecutor más despiadado de estos fusilamientos, el que no perdonaba a nadie, el capaz de rematar sin asco a su víctima en el suelo, el prócer indiscutido de estas encarnizadas batallas de suburbios, había pasado, de golpe y porrazo, de ejecutor a ejecutado. Y mientras asistía a los preparativos de mi ajusticiamiento -ceremonial de una liturgia que conocía al dedillo, pero del otro lado del que me hallaba ahora- no podía dejar de pensar en ese cabrón arranque de sentimentalismo barato -inédito en mí- que me llevó a sustituir en el puesto al compañero caído, y a tratar de llevar a feliz término su peliaguda misión en la batalla. Y, precisamente -pensaba emputecido en tanto aguardaba la orden de fuego-, venir a ocurrirme esto justo en la contienda con uno de los bandos más duros de esta inclemente guerra periférica, el mismo que en el primer choque simplemente hicimos papilla. Jornada memorable aquella en que, justamente este servidor, se llevó todos los honores al hacer morder el polvo al matachín ese que los capitaneaba y que estaba haciendo demorar la derrota de sus huestes prácticamente él solo. De la despiadada como impecable ejecución que me mandé aquella vez, clave para la victoria final, todavía hoy se habla en las trincheras de por estos lados. Y ahí estaba, ahora, a punto de morir en mi propia ley. Totalmente indefenso frente a ese mastodonte -expresivo como un bloque de hielo- elegido como mi verdugo. Un bestia que el enemigo había reclutado estrictamente (decían) pensando en esta segunda batalla; un ejecutor (decían) tanto o más brutal que yo; un carnicero sin un solo miligramo de sentimiento, un mercenario que en sus ejecuciones (decían medrosos) utilizaba como arma de tiro un mortero de esos de la Segunda Guerra Mundial; un asesino que a la primera ojeada me hizo entender que con él no corrían trucos, que todas esas artimañas a que recurren las víctimas buscando desconcentrar al fusilero, hacerlo perder puntería -artimañas que a mí alguna vez me hicieron vacilar levemente-, no harían ninguna mella en su impavidez de sicario analfabeto, no influirían para nada en esa frialdad terrible con que, ya terminado el ceremonial previo, aprestó su mortífero cañón de ajusticiamiento, mientras yo me persignaba, me agazapaba, me encogía como un batracio sin dejar de mirar el proyectil que, a la orden de "¡Fuego!", me dejaría tirado en el suelo como un perro sarnoso, o me elevaría a la gloria de ese cielo de domingo en una volada que ningún locutor radial iba a relatar eufórico, que ningún canal de televisión iba a repetir en cámara lenta, que ningún piojoso reportero gráfico captaría para la portada de ninguna de esas cabronas revistas especializadas. Porque en estos reductos poblacionales, compadre, en estos perdidos potreros pedregosos, en estas bravas canchas a medio cerro, Los tiros penales de ultimo minuto solo se comentan con las patitas debajo de mesas como esta: tapadas de botellas espumeantes; solo se analizan, compadre -entre pausas de chistes genitales y boleros de venas abiertas-, en estos pringosos boliches de esquina en donde, impajaritablemente, llegamos a morir los valientes. ¡Salud!

(tomado del libro del mismo nombre, Ed. Sudamericana, 1999)

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El secreto de una pegada precisa es tener buen pie, aunque sea grande, y entrarle justo a la pelota. Calzo 42 y medio. Muchos, en el ambiente del fútbol, creen que sólo le pegar bien a la pelota los jugadores que calzan menos de 40. Pero esto es una generalización falsa. La buena pegada es un atributo innato, que se mejora con la práctica constante para reducir el margen de error.
Lo primero es sentirse seguro y confiado. Yo, por ejemplo, desde el instante en que el árbitro sanciona el tiro libre a favor, trato de abstraerme del clima del partido, de concentrarme en ubicar la pelota y de perfilarme bien. Al principio de mi carrera esto me costaba muchísimo; si el partido estaba muy caliente, no me tranquilizaba lo suficiente y terminaba tirándola a cualquier lado.
Una vez con la mente puesta en el remate, recién miro a la barrera y al arquero cuando estoy tomando carrera. Es un vistazo, nomás. El obstáculo de la barrera es siempre el mismo, así que no plantea mayores problemas. Y la ubicación del arquero puede servirme para saber si intentará moverse antes de que yo patee. En ese caso, elijo su palo para agarrarlo a contrapierna. Pero no es lo más frecuente. En condiciones normales, elijo el ángulo que tapa la barrera porque sé que si la pelota la supera, es muy difícil que el arquero llegue. De todos modos, el elemento fundamental es la forma en que le entro a la pelota. Si el impacto es seco, tipo latigazo, probablemente sea gol, porque la velocidad que toma el balón deja sin chances al arquero por más que éste vuele.

(RUBÉN "El Mago" CAPRIA, ex jugador argentino, contando sus secretos a la hora de entrarle a la pelota)

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El fútbol es la única materia sobre la que todo el mundo tiene opinión.

(JAVIER CLEMENTE, entrenador español)

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Ustaritz, mira a ver si le pillas tú que a mi se me ha escapado.

(JAVI CASAS, defensa del Athletic Club de Bilbao, pidiendo un poco de sacrificio a su compañero)

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El fútbol: un diálogo imaginario con Borges... hoy


A partir de las numerosas entrevistas que mantuvo con el célebre escritor, Rodolfo Braceli se permite tejer aquí, ficción mediante, una conversación ilusoria sobre un tema que discutieron en la realidad: el fútbol. Por estos días, Mundial mediante, un asunto que acapara la atención del planeta.
Borges siempre decía que esperaba la muerte con esperanza. Para ser olvido. Pero en este Junio de 2006, en un país que celebra mucho más las muertes que los nacimientos, el supremo escritor deberá soportar los ruidos de discursos y homenajes por los veinte años de su muerte. No sólo eso: Borges, que más de una vez declaró su aversión al fútbol, encima deberá soportar los ruidos de un planeta tomado por el Mundial de Alemania. Conocí y entrevisté largamente a Borges a partir de 1965; sembrado por aquellas conversaciones reales, me permito ahora tejer, ficción mediante, esta conversación ilusoria. Sigo creyendo que si Borges hubiera aprendido los códigos del alfabeto del fútbol lo habría gozado y valorado, como hizo con el ajedrez y con el truco.

–Permiso, don Borges, usted sabe que todo es posible. Entonces, despierte de su eternidad. Pasaron dos décadas de su muerte. Pero vamos a conversar.

–Le agradezco. Mi cuerpo ya cumplió su destino de cuerpo. Me he adiestrado en el hábito del silencio.

–Remonte ese hábito. Queremos escuchar al gran escritor…

–No soy más que un lector. Todo lector es un hombre solo.

–No se cierre así. Conversar es una aventura.

–Padezco de nihilismo básico. Gracias. No insista.

–Sepa disculparme. Tenemos que charlar un rato.

–¿Y de qué le parece que podemos hablar?

–Tal vez de fútbol. Ahí tenemos un televisor: el Mundial ya palpita.

–Abominable asunto.

–¿Prefiere que hablemos sobre los 20 años de su muerte?

–Usted quiere dilatar las posibilidades de mi paciencia. Esta conversación ha concluido.

–Por favor, don Borges, no se ponga así. Lo despierto por un rato nada más.

–¿Cómo dijo que usted se llama?

–Rodolfo Braceli.

–Bracheli, hágame el favor de beneficiarme con su ausencia.

–Está bien, maestro, me voy.

–Sólo soy un viejo discípulo. No olvide sus cosas.

–Ya me voy pero… resulta que tengo sed.

–Un vaso de agua y una faja de honor de la SADE no se le niegan a nadie…

–Gracias por el agua. Permítame: déjeme decirle que usted al fútbol lo aborrecía porque no lo aprendió. Por eso no llegó a enterarse de su dimensión épica, de sus posibilidades estéticas, del drama y la alegría que anidan en ese juego.

–La dicha es mejor que la alegría, dice William Blake. Prescindir del fútbol para mí ha sido una dicha.

–La ignorancia de algo, ¿puede conducirnos a alguna dicha genuina?

–Acato su sentencia: soy un ignorante. Pero alcanzo a vislumbrar que el fútbol no es otra cosa que la apoteosis de la guarangada.

–Podríamos discutirlo. Fíjese, su admirada Alemania es la sede que hoy organiza el Mundial.

–Pobre Alemania, la patria de Heine, Hegel, Klemm, Buber, Unruh, Kafka, Goethe, Nietzsche… Pobre Alemania, primero ultrajada por el incesante Hitler, ahora ofendida por el incesante fútbol… Adiós. ¿Me va a beneficiar con su ausencia?

–Por el momento, don Borges, no lo voy a beneficiar. Lo desperté para conversar.

–Es inútil. Le aviso que hace rato que yo no estoy en el mundo. He padecido ese proceso impuro que se llama morir.

–La muerte es una anécdota, Borges. Tratemos de conversar.

–¿Pero tiene que ser sobre el abominable fútbol?

–No nos queda otra. La Tierra se ha aplanado y el Mundial es como una ventosa que nos succiona de lado a lado. Sabe... yo tengo fe en que usted accederá a conversar por más que el fútbol le provoque...

–... asco.

–Su asco muta en curiosidad.

–Todo es posible, joven. Hasta es posible encontrar una católico civilizado que prefiera la persuasión a la intimidación.

–Ese católico es Chesterton. Chesterton se apasionó por el fútbol.

–¡¿Chesterton?!

–Gilbert Keit Chesterton. 1874–1936. Y también veneró el fútbol un premio Nobel, Albert Camus.

–Entonces tomo como condecoración no haber sido ofendido por el Nobel.

–¿Acepta o no esta conversación?

–Sería una descortesía para con el invocado Chesterton no aceptarla.

–Don Borges, ¿por qué siempre rechazó el fútbol?

–Alguna vez, allá por 1977, se lo expliqué en una conversación real. No he variado: lo rechazo porque la idea de competir me parece innoble, convoca tanta gente...

–¿Y qué si convoca mucha gente?

–El fútbol es la vindicación del canibalismo.

–El canibalismo, Borges, no precisa del fútbol para ser vindicado. Hoy vivimos algo que dulcemente se llama globalización, sinónimo de genocidio institucionalizado. El canibalismo suena a cuento de hadas.

–Si así son las cosas, habrá que responsabilizar a la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por fortuita conjunción de los átomos.

–Dejemos a Leucipo. ¿Será posible, don Borges, que el fútbol no le despierte la menor curiosidad?

–Bueno, no deseo defraudarlo, cierta curiosidad tengo: explíqueme, ¿cómo es una turba de guarangos reunidos para expresar la pasión desbocada?

–Usted se refiere a un grupo de hinchas exasperados, los barrabravas.

–Me refiero a esa reunión de vulgares que convocan los estadios. Dígame, Rodolfo: ¿a qué huele esa gente unificada por la guarangada?

–A ver si puedo explicárselo: cien o doscientos barrabravas huelen como podrían oler cien o doscientos malevos en trance de afrontar duelo. La adrenalina del supuesto coraje.

–El olor masivo de la cobardía.

–Sí, Borges, la cobardía enfurecida. La patota. Cien o doscientos barrabravas huelen como podrían oler cien o doscientos malevos de ésos que usted... admira.

–Pero hay una diferencia, los fanáticos del fútbol son cobardes. Se amparan en la patota guaranga, repito, vindicación del canibalismo. Los malevos, en cambio, son redimidos por el coraje. Cada malevo está solo con su destino. No me parece que sea el caso del hincha.

–Sin ánimo de ofender su devoción, yo le diría que los malevos también son de sustancia cobarde.

–¿A usted le parece?

–¿No es de cobardes, acaso, adicionar un cuchillo al propio cuerpo? Si están con el cuchillo, Borges, ya no están solos. En todo caso, cada hincha no es menos cobarde que cada malevo.

–Los que usted llama hinchas renuncian a su individualidad. ¿Qué se puede esperar de sus entusiasmos? El incendio total de las bibliotecas, por ejemplo. No es casual que la superstición del fútbol tenga tanta adhesión en este arrabal del mundo, la Argentina.

–No se engañe, don Borges, el fútbol también caló hondo entre los que alguna vez usted denominó oblicuos japoneses. Y en la patria de Goethe. Mire el televisor, si quiere.

–Mis ojos no ven desde 1955… ¿Así que en la patria de Goethe ahora recrudece el Mundial...? No es buena noticia. ¿Tiene otras noticias para propinarme?

–Le cuento que el último campeón mundial del siglo XX fue Francia. Dos millones de personas en los Campos Elíseos. A la Torre Eiffel casi la arrancaron de cuajo y la llevaron en andas.

–¿Esto pasó en la patria de Descartes?

–Eso. También los alemanes celebraron sus títulos mundiales...

–Yo pensé que el suicidio había concluido con el atroz Hitler.

–Tal vez, no serían malas noticias si usted no descalificara sistemáticamente al fútbol. El fútbol no es malo en sí. No potencia el mal. Si no existiera, ¿la condición humana estaría un escalón más arriba? En todo caso, el fútbol nos espeja.

–El fútbol es una obscenidad sentimental.

–Sigue descalificando eso que usted no se permitió conocer. El fútbol es prodigioso. No sabe lo que se perdió.

–Usted, Adolfo...

–Rodolfo.

–Usted, Rodolfo, me empuja a la emisión de apotegmas cínicos o blasfematorios.

–Blasfeme, Borges, blasfeme. Eso es bueno para el colesterol, para la tiroides y sobre todo para la miopía.

–Ahora sé qué fue lo que me condenó a la ceguera: mi imposibilidad de acceder a la guarangada.

–Decir malas palabras no siempre es una guarangada. Estornudar tampoco. Asomarse al misterio de una cancha de fútbol tampoco.

–La del fútbol es una causa indefendible.

–No le pido que lo defienda, sólo que se permita conocerlo.

–Me niego a convertirme en un fanático de la euforia desaforada.

–No le pido que se convierta... Usted, en una charla que tuvimos en el ’65, me confesó que nunca había comido nueces. Me preguntó incluso si uno se ensucia al comerlas...

–Me acuerdo. ¿Y a qué viene eso?

–Viene a que, así como ignoraba las nueces, se la pasó ignorando al fútbol. Hubiera sido, digamos, penoso que dijera que detestaba las nueces si no las conocía. Lo mismo con el fútbol: usted lo descalifica sin haber aprendido a leerlo.

–¿Sugiere que soy un analfabeto?

–Bueno, en este punto usted... es un analfabeto.

–Analfabeto agradecido y dichoso. Pero tengo que confesarle que algo me inquieta: eso que me comentó acerca del interés de Chesterton sobre el fútbol, ¿de dónde lo sacó?

–Lo soñé. Soñé que Chesterton iba con el padre Brown a la cancha del Manchester. Y les fascinaba.

–Ah, lo soñó... entonces puede no haber sucedido.

–Me extraña oír eso de su boca: ¿desde cuándo, Borges, los sueños no son parte esencial de la realidad?

–Me temo que esta conversación se vuelva infinita. Entonces sabré en qué consiste el tan mentado infierno.

–No tema. Sólo se trata de que usted se asome al conocimiento de lo que es el gol.

–Eso que usted llama gol no me hace falta conocerlo; puedo intuirlo... Es una mera interjección. Una interjección que usurpa la función del razonamiento.

–Si sólo fuera eso, bien vale recordar que la interjección es una parte de la vida. No se la debe aniquilar.

–No hace falta aniquilarla. El gol es un vano estampido consagrado por la estéril guaranguería. Seguramente inventado por la irreparable ingenuidad de alguna tribu ociosa.

–Tribu inglesa, Borges.

–Usted intenta ofender a mi amada Inglaterra. Sepa que mi sangre y el amor a las letras me arriman indisolublemente a Inglaterra.

– Justamente ellos inventaron el prodigioso juego del fútbol que usted aborrece. Gol viene del inglés goal. Meta. Objetivo. Se pronuncia goul.

–Y degeneró en gol.

–No hay caso, usted no amaina. No se imagina el suceso estético que a veces generan algunos jugadores.

–Pegarle brutalmente a una esfera indefensa no me parece que pueda generar nada que nos acerque a lo estético.

–Justamente, hay artistas que a la pelota no le pegan. Tienen manos en los pies. Debería verlos: Maradona, Bochini, Whillington, Riquelme, Aimar, Legrotaglie, el pibe Messi... Usted se estuvo perdiendo algo fascinante.

–Es inútil que renueve sus argumentos. Resígnese. Además ya es tarde: soy un ciego sin retorno.

–Es que el fútbol propone intensidades, emociones impredecibles.

–Prefiero otras emociones.

–¿Por ejemplo?

–Leer el evangelio gnóstico de Basílides. O rastrear los oscuros caminos del bisonte.

–No me resigno a que usted se quite la posibilidad de descifrar el indescifrable fútbol. Vamos, maestro...

–Le dije que soy un viejo alumno.

–Si es un viejo alumno, está en trance de aprender. Ergo: aprenda el fútbol.

–Me niego a enrolarme en una vacuidad ruidosa.

–Será una vacuidad, pero es una vacuidad prodigiosa que amalgama, en el vértice del mismo instante, el drama y la comedia, la tragedia y el éxtasis.

–Absurdo, puro absurdo.

–Precisamente, el fútbol matiza la absurdidad del mundo instalada dentro de la congénita absurdidad de la vida. Y un detalle más: nada nos hace tan iguales como el fútbol, salvo la muerte.

–Suena tentador lo que me postula, pero le reitero: recuerde lo que le dije en una conversación real, hace años: yo no puedo claudicar, no puedo aceptar algo en donde uno gana y el otro pierde: me parece horrible, innoble. Hay que tratar siempre de que gane el otro... Esto y el culto del coraje son, en su amado fútbol, imposibles. Y entonces el fútbol fue, es y será imposible para mi pobre código.

–Con el mayor respeto: usted está equivocado. Si hubiera conocido a Obdulio Varela pensaría muy distinto.

–Obdulio Varela... no me suena. ¿Poeta gauchesco? ¿Caudillo de comité? ¿Payador perseguido?

–Le contaré algo, y para eso echaré mano de detalles que recogió Osvaldo Soriano…

–Ah, Soriano. Lo leí finalmente a este muchacho, para disipar el parejo tedio que me sucede desde que a mi carne le vino la muerte… Lo leí y comparto su aversión por Chaplin… Además le he encontrado alguna línea rescatable, como cuando dice… "He sentido pena al ver que caminamos hacia el abismo como vacas ciegas". Buena definición para un país ganado. Ganado por la atroz ceguera del amor al fútbol.

–No nos vayamos del asunto. Usted argumenta que no puede aceptar algo donde uno gana y otro pierde. Le cuento algo que Obdulio Varela le confesó a Soriano. Obdulio fue el capitán de la selección uruguaya que jugó la final con Brasil, en el 50. Pasó en el estadio de Maracaná: más de 150 mil brasileños estaban convencidos, como todo el mundo, de que era imposible perder de locales. A los 6 minutos del segundo tiempo, gol de Brasil. Todo parece terminado para los uruguayos. Pero tras el gol, Obdulio se pone el balón debajo del brazo derecho y lentamente va a discutirle al juez de línea. Hasta exige traductor Obdulio. Logra así domar el delirio victorioso. Una pequeña eternidad, se reanuda el partido, los uruguayos empatan y, faltando 9 minutos, hacen otro gol. Lo imposible se da vuelta como un guante. Uruguay campeón del mundo.

–Para mí lo de Obdulio no pasa de una picardía de mañoso jugador de truco.

–Borges, falta lo mejor: ¿sabe qué hizo Obdulio después del partido en Río de Janeiro, allí donde millones lloraban con desconsuelo? Se fue a caminar boliches. Veía a grandes que lloraban como chicos y decían: "Obdulio nos ganó a todos". Cuenta Soriano que Obdulio, en ese momento de absoluta gloria, se sintió muy mal. En 1972 le confesó: "Si ahora tuviera que jugar esa final, me hago un gol en contra, sí señor." Borges, ¿vio?

–Usted me pide que vea: me pide demasiado. Pero no puedo negar que el tal Obdulio Varela es un hombre de coraje, capaz de querer que gane el adversario para no verlo triste.

–Sin ánimo de descalificar a sus venerados cuchilleros, yo creo que Obdulio tenía más coraje que cualquiera de ellos. Usted se perdió este personaje, Borges. No lo juzgo mal por eso. Le digo nomás.

–Siempre reconocí: vida y muerte le han faltado a mi vida. El castigo va conmigo.

–Borges, esto no quiere ser un arreglo de cuentas. Sólo intentaba invitarlo a que se asomara al prodigio del fútbol. La historia de Obdulio Varela, ¿alcanza para que usted deponga su aversión?

–Si todo es inútil, ¿qué importancia pueden tener mis odios? Agradezco su esfuerzo por revelarme lo imposible. Pero me niego a considerar que en el fútbol se hospede la secreta porción de divinidad que hay en todo hombre. Además, me temo que si seguimos por el rumbo del fútbol conseguiremos arribar al mono inmortal.

–No hay caso, don. Pero una cosa más quiero decirle: cada partido esconde en gran escala, en cada cancha, un secreto partido de truco y una secreta partida de ajedrez.

–¿Y cómo son las canchas?

–Rectangulares.

–Ah, las ruinas rectangulares… Dígame, y ese cataclismo, ¿qué fue?

–Gooool… ¡Gol argentino, don Borges!

–Si este país y el mundo entero siguen oxidándose en la mediocridad de las multitudes, lo que alguna vez tuvo el color del fuego terminará por tener el color de la ceniza.

–No nos ponemos de acuerdo. Una cosita más le digo, y tal vez esto le despierte algún interés por el misterioso fútbol: el rectángulo de toda cancha, debajo de su verde gramilla, esconde un laberinto que no cesa.

–¿Un laberinto? Pero ¿por qué no me lo dijo antes, Rodolfo?

–Nunca es tarde para...

–Para mí sí es tarde. Yo me atengo a Buda. Soy el cansado del camino. Me adiestro para el nirvana, o sea, para la extinción mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Todos mis actos son ilusorios. Lo eran antes de morir. Para mí no se trata de ser o no ser... Demasiado tarde para que me asome a lo que usted llama el prodigio del fútbol. Hay imprudencias que ya no podré cometer. Me deberé, para siempre, esa misteriosa imprudencia del fútbol... Usted me acaba de afligir con la noticia de que hay un laberinto al que no me asomé; no me di permiso para esa aventura. Pobre de mí.

–No esté triste, don. Sólo se trata de que tengamos un poco de compasión por la pasión.

–Compasión por la pasión... ¿estará allí el coraje más difícil? Bueno, adiós. A falta del incesante laberinto de la verde gramilla sólo me queda desgranar el tedio contando las veces que las aguas del Ganges han reflejado el vuelo de un halcón... Pero antes dígame, Rodolfo, ¿ahí afuera es de día o de noche?

–Afuera es la vida. Y la vida continúa. A propósito, cuénteme: ¿cómo se vive durante la muerte?

–Se vive dentro de una pausa. Dichosa pausa, porque no es interrumpida por los aullidos de los goles, ni por la noticia anual del Nobel que no me concedieron. De este lado de la muerte yo esperaba saber si he sido una palabra o si he sido alguien. La vida y la muerte, todo, sirve para un fin que nunca comprenderemos… Dígame ¿y eso?

–¡Otro gol de la patria idolatrada!

–Me gustaría ser sordo. Sordo, estaría librado de escuchar esto que atraviesa ahora hasta las ventanas cerradas: la interjección de ese vano estampido que nombran gol no tiene límites. Yo pensaba descansar en paz: ni los homenajes ni los goles me dejan. Ni siquiera soy polvo. Ni siquiera soy sombra. La inmortalidad es una mera equivocación de la esperanza.

–No lo molesto más, don Borges, ya me voy.

–Gracias. Muchas gracias… Camino de la puerta, que encontrará sin llave, apague el televisor. Sus imágenes reproducen el mundo.

–No me va a decir que le molesta. Si usted no ve.

–Hijo… hijo… yo no tuve hijos debido a mi simpatía por Herodes…

–Algo me estaba por decir. No se lo guarde. Don Borges, dígamelo.

–Hijo… yo nunca fui ciego. Pero convencí a todos de que lo era.

–Magnifica ironía.

–Ironía no. Lo hice para que me quisieran… Lo hice para saber si me querían.


(publicado en Diario “La Nación”, previo al Mundial 2006)

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Los futbolistas son los héroes contemporáneos, igual que Ulises o los personajes mitológicos. Una de las mitologías contemporáneas es el fútbol y por tanto los jugadores son tratados, y muchos se sienten, como dioses. No hay más que ver detalles como las botas grabadas en oro, y cosas de ese tipo que les hacen sentir como auténticos dioses. Casi se realizan ofrendas, se les consiente y permite todo, porque son las personas que defienden nuestro honor en el campo de batalla, el campo de fútbol, frente al enemigo. En el fútbol siempre tiene que haber un enemigo. Lo peor que le podría ocurrir al Real Madrid es que desapareciera el Barcelona y al revés.

(JULIO LLAMAZARES, escritor español, en declaraciones al diario "As" del 29/07/2007)

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O nos mintieron toda la vida o quien gobierna el mediocampo es normalmente el que maneja los partidos.

(JORGE FOSSATI, ex jugador y entrenador uruguayo)

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Clásico es clásico y viceversa...

(MARIO JARDEL, ex internacional brasileño)

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Lágrimas granates (Adrián Giordano - Argentina)


Esa tarde se presentaba diferente, el frío cortaba como un cuchillo pero así mismo nada impediría que la tribuna estuviera llena, se jugaba la final y todos queríamos estar ahí, con los bombos, las banderas, los cantitos y con unas ganas de ganar que ya habían cumplido la mayoría de edad… Sí, porque hacía dieciocho años que no teníamos una alegría y los pibes, que ni habían nacido cuando dimos el último grito, iban a hacernos experimentar una vez más eso de… vuelta olímpica, caravanas y festejos.
El hombre hacía ya un tiempo que casi no iba a la cancha, salvo en los partidos de local y cuando el día estaba lindo. Es que la vida se había empeñado en tirarle encima una estantería de años, con sus achaques y sus dolores. Pero lo mismo cada domingo se prendía a la vieja Spica para escuchar como el “Rena” o el “Quique” le contaban a pura pasión lo que pasaba con el equipo de sus amores. Él había estado en todas: Cuando compraron el terreno, cuando a pico y pala hicieron la pileta. Cuando plantaron los árboles, cuando hicieron la cancha, cuando pusieron las luces, el alambrado olímpico y tantas cosas más… Esta vez el frío de la tarde hizo que se quedara en casa, calentito al lado de la estufa escuchando la radio.
Eran las cinco y treinta cuatro, y se jugaban 7 minutos del segundo tiempo cuando Gerardo frotó la lámpara, salió el genio que puso la pelota a los pies del “Cocho” que la defendió a puro guapo, como un Quijote a su Dulcinea contra los molinos de viento, la puso a los pies del Santi y el Gringo con toda sus fuerzas hizo estremecer a la tribuna y la voz de Quique entrecortada por la emoción resonaba en la Spica hasta quedarse afónico. En ese instante, las lágrimas invadieron el rostro del viejo que se decía a sí mismo: “Los hombres no deben llorar”.
Los minutos transcurrieron largos, interminables hasta que llegó el final y con él la alegría del campeonato. Eran lo chicos, sí, nuestros chicos los que habían pasado a la historia. Esos mismos chicos que él había visto corretear por las calles del pueblo y les había regalado caramelos para convencerlos de que sean hinchas de Boca y del “Granate”, y vaya que los había convencido por que el “Granate” quedó grabado a fuego en el corazón de cada uno y se cargaron al hombro las ilusiones, la camiseta y el equipo para conseguir la hazaña.
La palabra campeón sonaba a revancha por tantas desdichas pasadas. El hombre sabía que se venía la caravana y había que estar preparado para los festejos. Fue hasta el cajón y buscó en el fondo una bandera desteñida por el paso del tiempo que tenía un color rosado más que granate y con el escudo del viejo y querido “Club Sportivo Melo”. La tomó entre sus manos, la besó, se la colocó sobre los hombros e inmediatamente, como un almanaque que se deshojaba hacia atrás vinieron a su mente miles de imágenes: El campeonato del ochenta y nueve, el del ochenta y tres, el provincial del ochenta y dos, los campeonatos en los Ceibos, en Villa Rossi, en Santa Ana, los relámpagos del 17 de Agosto en la cancha de los vecinos del sur, la patada fenomenal de Pancho que rompía las redes, las llegadas con la copa al Hotel de Alisio para llenarla de vino y festejar a lo grande… y otra vez tuvo que pelearse con sus ojos que se empeñaban en derramar una lágrima. Respiró profundo cuando ya comenzaba a sentir los primeros bocinazos y salió a la calle. Se paró en la esquina de las Avenidas 9 de Julio y San Martín y desde allí con una sonrisa tímidamente dibujada en su rostro, forzada para ocultar la emoción que se empeñaba en arrancarle una lágrima, saludaba a la caravana interminable de autos encabezada por el desvencijado colectivo del “Social” con los pibes saltando y cantando sobre el techo, agitando la bandera en sus manos.
Después cuando la vorágine había pasado, cuando todos nos fuimos para la cancha, cuando la maquinitas de afeitar dibujaron caminos primero, para luego quedarse con la cabellera completa de los flamantes campeones, el viejo volvió a su casa, orgulloso, satisfecho, con esa satisfacción del deber cumplido. Ahora puedo morir en paz, se dijo, la deuda está saldada. Levantó sus ojos hacia el cielo como queriendo compartir con “Palito” y con el “Coqui”, sus eternos compañeros de lucha, ese momento, esa emoción que le embargaba el alma. Frunció los labios y gritó con todas sus fuerzas: ¿Quién dijo qué no puedo llorar carajo, si el granate es otra vez campeón?

(Mi agradecimiento a Adrián por el envío de este cuento para poder ser compartido con todos ustedes)

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De la generación de jugadores que lograron varios títulos con River, ¿no sentís que sos quizás el que quedó con menos brillo personal?

La gente de River me recuerda bien, eh... Y yo nunca busqué el lucimiento personal. Tal vez pasó que fui uno de los primeros en irme y me perdí el ciclo exitoso con Ramón Díaz.

Justo quien te bajó el pulgar cuando volviste de Japón...

No lo sé. No sé siquiera si hubo interés del club.

La leyenda dice que volvías y te bajó el Pelado...

Yo también escuché eso y está dentro de las posibilidades, pero no me consta.

Se dice que en tu paso por el Yokohama Marinos fuiste "desagradecido" con él...

A Ramón Díaz le estoy agradecido por las recomendaciones que, estoy seguro, dio para que me llevaran a Japón. Es suficiente, creo.

¿Estás peleado con él?

Tenemos diferentes ideas respecto de muchas cosas. No nos peleamos, pero hay un distanciamiento evidente.

(GUSTAVO "Chapa" ZAPATA, ex jugador de River Plate, respondiendo a la insinuación de no haber agradecido "monetariamente" a Ramón Díaz por haberlo recomendado en el Yokohama Marinos de Japón, Junio de 2000)

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Es muy triste ver que un directivo tenga una visión tan limitada del fútbol, que le haga creerse que sabe de fútbol por el solo hecho de verlo durante 40 años. Yo hace 34 años que vivo en Arroyito frente al río, esto me permitió ver pasar miles de barcos, sin embargo jamás se me ocurriría pensar que por solo haber visto pasar tantos, me recibí de ingeniero naval.

(GONZALO BELLOSO, ex jugador de Rosario Central, a poco de desvincularse de la entidad, "pegándole" al presidente de la entidad canalla, Horacio Usandizaga, 14/06/08)

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Una vez, mientras yo me agachaba para acomodarme el balón, Beckenbauer me robó un golpe franco. ¡Qué manera de cabrearme! Pero, desgraciadamente, fue gol.

(GÜNTER NETZER, ex internacional alemán, Campeón de la Eurocopa de 1972 y del Mundial de 1974)

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Antes de la patada del penal (Claudio Baglioni - Italia)


La primera vez era sólo un sonido,
sonido lejano, sonido de nariz y metal,
fragor de las agujas del tren,
telégrafo que descarga sílabas incomprensibles
en el repicar de manopla que sigue una frecuencia.

Al contrario del cine mudo donde hay sólo una voz,
voz de un más allá sin formas que esa voz deja decantar,
sin tú saber lo que son esas emociones
ni qué cara tienen los nombres que las arrancan del corazón como espinas de los pies.
Y queman la piel en una química desconocida
que atraviesa la espalda y hace apretar los puños.

Él te mira, pero no explica,
lleva su índice a los labios y te pide esperar.
Y finalmente salta.
Te pasa una mano por el pelo y reís juntos.
Él, contento por algo que no sabes,
tú, deglutiendo lo amargo que deja entender,
de que en el mismo sueño es difícil estar juntos.

La segunda vez era hierba y tiza,
niebla de piernas y vapores de aliento,
entre largos calzones y pesadas zapatillas
siguiendo tiras de cuero cosidas como una esfera
tras un cristal algo convexo que era como mirar el mundo desde una mirilla.
Un mundo del cual nos separaba un océano,
pero que en aquella caja resultaba tan cercano
que parecía que con alargar un dedo podías tocarlo.

Hierba y tiza en un pueblo que apenas acaba de levantarse,
pero todavía no ha analizado si lo que ha pasado ha realmente pasado.
Negro como el luto de Roma ciudad abierta,
blanco como el signo de interrogación que una mano incierta
traza en un folio sin rayas
de un futuro que se sabe sólo lo que no deberá nunca pasar más.

En la pantalla enanos y gigantes,
gigantes y enanos corriendo a su encuentro,
abrazándose y alzando las manos
bajo millones de caras que ondean como espigas de grano,
acariciadas por el soplo de una única emoción.
Almas jamás vistas que se sientan una al lado de la otra y se sienten cercanas.

La primera sacudida confunde, corta la respiración
tiene el nombre de un satélite que con su aguja cose distancias siderales
y nos hace estar una noche entera al borde del precipicio,
silencio de un grito que hace contener la respiración,
y esperar que después de caer tres veces en el polvo
se vuelva otra vez a subir al altar.
Luego encontrarse cantando con las voces de millones de personas.

Y finalmente un verano la hierba se vuelve verde,
la tiza blanca y las camisetas de colores
parece haberse vuelto al "abandono o doblo".
La gente se amontona en las mesas de los bares
para seguir por vez primera los 5 aros sin los americanos,
con la memoria aún iluminada por la estela de los cometas de Baies
pero ya haciendo cábalas para saber si toca España,
México o Corea.

La tercera vez es la más fuerte, lleva el nombre de Pablito
y tendrá para siempre la cara de Marco en el Bernabéu.
Una carrera loca y un grito que han dado la vuelta al mundo
en los telediarios y en las portadas de tabloides y periódicos
y que aún vibran dentro
de los mil “Como éramos” a los que todavía hoy
estamos abrazados.

Y una vez más periódicos de medianoche
y partidos en las fuentes y todos los coches descapotables.
Y a millares, amigos y desconocidos, tras un balón disparado al cielo
para luego volver a casa y meter la cabeza bajo el agua helada de la vida,
un poco porque el despertar no nos mate
pero sobre todo porque la próxima pueda ser aún una primera vez
y haya caras y nombres que te arranquen emociones del corazón como espinas de los pies.

La última vez es Roberto, que dispara demasiado alto en la lotería de los penaltis.
Parece ayer, pero ha pasado tiempo y la cuenta señala cien años.
Recordándolo así de rodillas en el círculo bajo la mirada de mármol griego de los compañeros secuestrados en el centro del campo comprendes que la vida pasa en gran parte antes de esa patada del penalti y que la distancia que te separa de las cosas es ésa:
hay siempre uno que pita y otro que te mira con ojos de acero
y la cosa más difícil es comprender que el sentido no está en lanzarla dentro o fuera sino en tomar carrerilla y tirar.

Hazme volver al asfalto amargo bajo un sol que no da sombra,
carteles y abrigos haciendo de comparsa, y polvo y viento y sal,
hasta que se hace oscuro y no se ve ya nada
y el aire quema en la garganta y hace toser.

Tengo aún deseo de sentir una voz que llama
y comprender que es hora de volver a casa.

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En Diciembre de 2000, contra el Everton, el delantero italiano Paolo Di Canio, del West Ham, se encontraba solo frente a la portería vacía al recibir un centro. En lugar de marcar fácilmente el que habría podido ser el gol de la victoria (ambos equipos iban empatados 1-1), Di Canio atrapó el balón con las manos. ¿El motivo? El portero de los "Toffees," Paul Gerrard, se lesionó de gravedad en la jugada, y el punta del West Ham se negó a aprovecharse de la situación.
El que fuera capitán del Lazio, más acostumbrado al capítulo de los gestos feos durante su carrera, recibiría en 2001 el Premio Fair Play de la FIFA por su comportamiento ejemplar en Goodison Park.

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Un "picado" puede ser una circunstancia dramática, porque el fútbol para divertirse no existe. El que ha jugado de un modo amateur, conoce a ese personaje que cuando el partido se pone dramático y uno hace algún reclamo, dice: "¡Eh, flaco!, ¿venimos a divertirnos o a hacernos mala sangre?".

Respuesta: A hacernos mala sangre.

(ALEJANDRO DOLINA, escritor argentino)

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Somos ingratos con nuestros padres, que se mataron por nosotros, ¿no va a haber alguien que pueda ser ingrato con un tipo que hizo unos goles o entrenó un equipo?

(CARLOS BIANCHI, ex futbolista y entrenador argentino)

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Julio César Dely Valdés (Panamá)


Nacido el 12 de Marzo de 1967 en la ciudad de Colón, hermano menor de Armando Dely Valdés y gemelo con Jorge Dely Valdés su familia ha dejado onda huella en el balompié panameño.
El delantero de 1.87 metros de estatura militó en su tierra natal en las filas del Atlético Colón cuando era apenas un adolescente de 19 años. Luego de pasar al Deportivo Paraguayo del fútbol de ascenso en Argentina en 1987. Julio hizo su incursión en el fútbol profesional cuando en 1988 es fichado por Nacional de Montevideo en Uruguay. Ya su hermano Armando había abierto el sendero en el fútbol sudamericano tras su paso por el balompié argentino con el Argentino Juniors donde en alguna medida había dado a conocer el nombre de Panamá en las competitivas Ligas del Sur.
En Uruguay, Julio se hace con el apodo del "Panagol", nombre con que era vitoreado por los hinchas uruguayos debido a su precisión a la hora de definir.
En Nacional, Julio llegó a jugar con su hermano Jorge, quien fue fichado posteriormente cuando la directiva y equipo técnico del club se dio cuenta la calidad de atacante que tenían en el panameño.
En 1993, año de la trágica muerte de su compatriota Rommel Fernández, Julio es contratado por el Cagliari de la Primera División del fútbol italiano con quien permaneció hasta 1995, cuando pasa a jugar a la liga francesa con el París Saint Germain. Con el Saint Germain jugó hasta el año de 1997 cuando es fichado por el Real Oviedo para así convertirse en el segundo panameño en jugar en el fútbol español.
Con el Oviedo permaneció hasta el año 2000 cuando ingresa a las filas del Málaga ya con 33 años de edad, donde, como era costumbre para Julio, se vuelve titular indiscutible en la delantera y figura del equipo al convertirse en el máximo goleador de toda la historia del equipo.
En su primera temporada con el Málaga, Julio se destacó al convertir tantos de gran factura como el recordado gol ante el Athletic de Bilbao (saliendo de la media cancha, llevándose a cuatro defensas y anotando desde fuera del área), y el "Hat Trick" ante el Valencia colocándose entre los cinco mejores artilleros de esa temporada 2000-2001 con 17 goles.
Julio se describía a sí mismo como el delantero central clásico, excelente en el juego aéreo y bueno con ambas piernas.
Ya en las siguientes temporadas Julio César llevó al Málaga a sus mejores campañas en toda la historia, llegando a jugar la Copa UEFA, hasta entonces desconocida para este equipo, torneo donde el panameño anotó cinco goles y formó una pareja inolvidable junto al uruguayo Darío Silva.
En el 2003 el "Panagol" abandona el Málaga entre una serie de especulaciones sobre el futuro de Julio. El equipo español ofreció una extensión del contrato del panameño, pero con una rebaja del salario. Según las declaraciones de Julio el dinero era lo de menos. Él deseaba jugar al fútbol y ya con 37 años de edad, en Málaga sería muy posiblemente relegado a la banca en la siguiente temporada.
En su momento se habló de todo: Málaga aún lo quería en sus filas; ofertas de otros equipos españoles; ofertas millonarias para jugar en el fútbol de Quatar; una propuesta para regresar al Nacional de Montevideo, e inclusive el panameño habló con la prensa española sobre retirarse definitivamente del fútbol.
Al final, el "Panagol" regresó al equipo que lo pusiera en el firmamento futbolístico y por el cual él mismo ha confesado que siente el más grande cariño debido al tiempo que jugó con ellos. El Nacional de Montevideo le hizo la promesa a Julio de que volvería a jugar con su hermano gemelo, Jorge Dely Valdés. Y así fue.
A pesar que en la práctica pocas veces se encuentran juntos en la cancha, los hermanos Julio y Jorge Dely Valdés se reunieron una vez más en el Nacional de Montevideo.
Con la selección de Panamá Julio ha participado en tres eliminatorias mundialistas al lado de su hermano Jorge, y una compartida con el fenecido Rommel Fernández,siendo uno de los mayores goleadores de la historia y partícipe con dicho equipo de la Copa de Oro de 2005, donde logró el subcampeonato, siendo éste el mayor logro del fútbol panameño hasta la fecha.
Ha participado en las fases de clasificación para la Copa del Mundo desde 1990 hasta 2006, año en que se retira de la práctica activa.
Fue nombrado mejor deportista panameño del siglo XX.
Actualmente es el seleccionador Sub-17 y Sub-20 de Panamá.

Trayectoria

Atletico de Colón (Panamá)
Argentinos Juniors (Argentina) -a prueba-
Deportivo Paraguayo (Argentina)
Nacional (Uruguay)
Cagliari (Italia)
Paris Saint Germain (Francia)
Real Oviedo (España)
Málaga CF (España)
Árabe Unido (Panamá) -retiro oficial-

Títulos

En 1992 ganó el Campeonato Uruguayo de Fútbol con Nacional.
En Europa ganó la Recopa y la Supercopa de Europa con el París Saint-Germain y la Copa Intertoto con el Málaga CF, club en el que es el máximo goleador de su historia.


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El sólo hecho de mencionarlo es una mala palabra en el fútbol peruano. Fue figura del Santos FC con el Rey Pelé en la década de los años sesenta, pero, con la buzo de la blanquirroja en la Eliminatoria al Mundial de Italia 1990, José Macía, 'Pepe', bicampeón del mundo con Brasil en Suecia 1958 y Chile 1962, quedó en deuda tremenda: cero puntos en cuatro partidos disputados ante Uruguay y Bolivia. Una grosería. 'Pepe', con ese envidiable cartel encima, dirigió -quizá- a la peor selección nacional de la historia en una fase premundialista. El brasileño, asistido por el ex goleador Percy Rojas, por Roberto "Titín" Drago y por César "Chalaca" González, realizó una campaña desastrosa, al punto que, luego de tres derrotas sucesivas, dimitió (o lo despidieron) y no dirigió el último partido ante Bolivia, en el Estadio Nacional de Lima.
La selección tenía a jugadores de la talla de Franco Navarro, Julio César Uribe, Jorge Hirano, José Del Solar, Jorge Olaechea, Fidel Suárez, entre otros, es decir, de lo mejor que había en el torneo doméstico y en el exterior en ese momento.
Pero 'Pepe' no supo mover las piezas, o simplemente, sus pupilos no le entendieron en absoluto el español masticado o el portugués complicado.
Hoy el brasileño tiene 71 años, vive en Santos, Sao Paulo, y, antes de jubilarse en la dirección técnica, trabajó en varios equipos de su país, en Qatar y Japón. 'Pepe' no pudo clasificar al Perú al Mundial, pero se fue feliz con una importante cantidad de dólares en el bolsillo.

(tomado del excelente blog "Goal peruano")

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Florida es una ciudad que queda al sur de Montevideo.

(SEBASTIÁN VIERA, arquero uruguayo, en conversación con Alejandro Fantino en "Mar de fondo" de TyC Sports, confundiendo los puntos cardinales y enviando a todos los habitantes de Florida a las profundidades del Río de la Plata)

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El score es Sunderland cero, Leicester cero, la temperatura es cero y el valor del entretenimiento es un poquito arriba de cero.

(RADIO 5 LIVE de Inglaterra trasnmitiendo, obviamente, Sunderland vs. Leicester)

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Esos ojos negros



* A 30 años del Mundial de 1978

El fútbol para los argentinos es casi una religión y cuando, después de brindarle tanto a este deporte a lo largo de su historia, se alcanzó la gloria, la gente enfervorizó y festejó como nunca antes una victoria deportiva.
La tarde fría y gris del 25 de Junio de 1978, la selección de fútbol se consagró campeona del Mundo. El contexto político desempeño rol importante y la dictadura que gobernaba al país armó y diseñó el Torneo que finalizó por cumplir con los objetivos fijados, borrar la memoria colectiva.
Argentinos y holandeses se enfrentaron en el partido final en cancha de River Plate, ante 75 mil hinchas y bajo el arbitraje del italiano Sergio Gonella. Los locales alistaron a Fillol; Olguín, Galván, Passarella y Tarantini; en el medio Ardiles, Gallego y Kempes y arriba Bertoni, Luque y Ortiz. El hombre que se puso al hombro al equipo durante todo el campeonato, Mario Alberto Kempes, abrió el marcador con un gol a los 37’ del primer tiempo. Los holandeses empataron con un cabezazo de Nanninga, quien había ingresado hacía poco y logró la igualdad a 8’del final del partido, para poner justicia en el marcador ya que los visitantes fueron superiores en el segundo tiempo. El estadio enmudeció cerca del final cuando el palo jugó para Argentina, tras una jugada de Resenbrink. Sobre el final del primer tiempo suplementario, a los 14’otra vez Mario Kempes marcó el gol que daba la victoria a la Argentina y lo convertiría en el goleador del Torneo. En el complemento del alargue, a los diez, Bertoni consiguió el 3 a 1 justo y definitivo. En la cancha las tribunas estaban repletas, el general Videla, pulgar en alto, junto a Massera y Lacoste, sonrientes se mostraban como los artífices del triunfo, mientras le entregaban la Copa al capitán Daniel Passarella. En las calles brotaba gente por todas partes para gritar a los cuatro vientos ¡Argentina Campeón del Mundo!. Era un homenaje al país futbolero, a esta tierra que tanto talento desparramó por el mundo a lo largo de su historia y que nunca antes había podido tocar el cielo con las manos.
Fue el justo ganador en un Torneo que no tuvo a ningún seleccionado que marcara una diferencia sobre el resto, el equipo no tuvo una gran jerarquía futbolística, pero tuvo una firme convicción de lo que quería lograr y se entregó, acompañada por el público en todo momento, tras el objetivo de ganar la copa.
El repaso a la historia siempre es bueno y este Mundial merece repasar algunas características que se dieron a lo largo de su desarrollo.
El partido con Perú en la cancha de Central, en Rosario llenó de dudas hasta los bien pensados, se necesitaba ganar por cuatro goles de diferencia y se consiguió la victoria por 6 a 0, pero las dudas vinieron de periodistas extranjeros que hablaron con futbolistas peruanos donde les abrían sugerido el arreglo del cotejo. “El partido con Perú estuvo manchado y tuvo que ver Lacoste, la revista “El Gráfico” y el capitán de la selección peruana”, declaró el reconocido periodista Carlos Juvenal, en una conferencia de prensa desarrollada en el Salón “Libertador General San Martín” de la ciudad de Ayacucho en 1997.
César Luis Menotti fue el técnico y armó el equipo con jugadores consagrados y otros que explotaron durante el Mundial y así conformó a casi todos los hinchas. Antes de su paso por el seleccionado, éste no tenía la importancia que después alcanzó, él le dio prioridad por encima de los clubes y así jerarquizó al fútbol argentino.
Las cosas en el país no funcionaban bien y la consagración del equipo cegó la visión de muchos. Los militares idearon el Torneo para que la gente se tome la píldora que terminó por borrar la memoria de muchos. “...esos ojos negros que miraban como se ganaba en el Mundial estaban tejiendo en sus retinas una historia prohibida”, dice la letra de una de las canciones de León Gieco.
Hubo muchos millones de dólares gastados para que el mundo viera la sonrisa de un país feliz bajo el mando militar. El almirante Carlos Alberto Lacoste, hombre fuerte del Mundial manejó cifras millonarias sin ningún control y luego fue nombrado vicepresidente de FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociado). En 1982 Roberto Aleman, entonces secretario de Estado dijo al diario La Nación “ante cada cifra me caía de espalda, pero estaba todo consumado”. El presidente de la FIFA, Joao Havelange, declaró “por fin el mundo entero puede ver la verdadera imagen de la Argentina”. Los Estados Unidos, a través de Henry kissinger “este país tiene un gran futuro a todo nivel”. Fue una operación planeada para seguir destruyendo al país y a muchos de sus habitantes y el fútbol era la mejor pantalla para tal ocasión. Los altos jefes usaron la pelota como bandera, “veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial, Mundial la justa deportiva sin igual”, rezaba el himno.
A lo largo de la historia, generales y políticos usaron las victorias deportivas como propagandas de sus gobiernos. “El fútbol es el pueblo, el poder es el fútbol, yo soy el pueblo”, era el lema de la dictadura militar.
Lo cierto es que hubo un mundial de fútbol y Argentina lo ganó. Se logró un triunfo histórico que lo colocó en el lugar que merecía en el ámbito futbolístico. El 25 de Junio de 1978 el fútbol hizo que el país gritara al mundo ¡Argentina Campeón!, aunque el paso del tiempo, el recuerdo haga que aquellos “ojos negros” se animen a abrirlos de a poco, para poder comprender la verdadera historia.

(mi agradecimiento al periodista ayacuchense Diego Castaño por este relato en conmemoración del 30º aniversario de la obtención por parte de Argentina del Campeonato del Mundo de 1978)

Material de investigación:
* Archivo DeporTEA
* Biblioteca “Dante Panzeri” del Club Quilmes (MDP)

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Somos los campeones morales.
(CLAUDIO COUTINHO, DT de Brasil, después de terminar la Copa invicto, en tercer lugar)

Yo felicito a mi colega Coutinho por su campeonato moral y desearía, también, que él me felicitase por mi campeonato real.
(CÉSAR LUÍS MENOTTI, técnico argentino, después de la conquista del Mundial 78)

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El que no salta es un holandés (Mabel Pagano - Argentina)


No hay más ciego que aquel al que
el miedo no deja ver. Ni más ignorante que
aquel al que el miedo no deja comprender.

Pacho O’Donnell



Estaban ahí aquel día en que nosotros nos pegamos al televisor portátil llevado por el gerente, ya que el acontecimiento, muchachos, justifica el abandono del trabajo por un rato, imagínese, hace casi cuarenta años que los argentinos esperamos algo así. Vengan, chicas, que esto no se lo pueden perder y nosotras que ni locas, porque una cosa es un partido cualquiera y otra muy distinta, un Mundial. Pero la Flaca dijo yo tengo que hacer ese trámite de la importadora y se fue. Volvió cuando ya estábamos en los escritorios, todos emocionados porque todo salió perfecto, según Javier, y qué bárbaros los gimnastas, para el cadete y para nosotras, con la banda y el desfile y los papelitos, una maravilla, no sabés lo que te perdiste, pero la Flaca sin interesarse, ahí parada, con los ojos fijos en ninguna parte y diciendo que a la misma hora del festejo, ellas estaban ahí, en la Plaza, como cien, dando vueltas a la Pirámide, algunas llorando y otras diciéndoles a los periodistas extranjeros que no tenían noticias de hijos, hermanos y padres. Y los tipos seguro que los filmaban para hacernos quedar como la mierda en el exterior. Javier interrumpió golpeando el escritorio y el cadete asegurando que no importa porque, total, quién les va a dar bolilla a cuatro chifladas y nosotras diciéndole terminala con eso, Flaca, que por ahí, andá a saber cuál es la verdad y el gerente rematando con que me gustaría saber quién les paga para que saboteen la imagen del país.
Los días siguieron: la República era una gran cancha de fútbol.
Empatamos, ganamos, perdimos, pero no importa, porque la Copa se la van a llevar si son brujos y el televisor ya fijo en la oficina, mirá, mirá que remate, cómo se perdió el gol ese boludo y aquél hoy no pega ni una. Las mujeres, ya bien al tanto de lo que significa un córner, cuál es el área chica y qué es lo que debe hacer el puntero derecho. Pero Goyito, el de Expedición, desapareció hace cuatro días y nada, dale Flaca, vos siempre la misma amargada, el cadete con sonrisa de costado y Javier que por algo habrá sido, che, porque a mí todavía nadie me vino a buscar. Y ellas siguen ahí, dando vueltas a la Pirámide, ma sí, ya se van a ir, cortala, parecés la piedra en el zapato, pero tienen que darles una explicación, lo que tienen que darles es una paliza y listo, así se dejan de decir macanas cuando el país está de fiesta. Hay que embromarse con alguna gente, la patria no les importa, el gerente opinando desde la primera fila frente a la pantalla y la Flaca como para sí misma, el fútbol no es la patria. Gol. Gooooolllll. Golazo. ¡Ar-gen-ti-na! ¡Ar-gen-ti-na!
¿Hacen falta seis para pasar a la final? Se hacen los seis, pero a la hermana de Carrasco la secuestraron anoche a dos cuadras de la facultad, que se embrome, por meterse donde no debe, dijiste vos y Javier yo siempre le vi algo raro a esa chica, enganchando enseguida con que después de los seis pepinos a los peruanos, concierto de cacerolas en los balcones de su edificio, en pleno Barrio Norte, nunca visto, el delirio, la locura y nosotras, contando de la caravana de coches y el novio y el marido, con las banderas, los gorritos y las cornetas, nos acostamos como a las cuatro y hasta la chica aquella, Mariana, la de Libertador, con la vincha y subiéndose a un camión que pasaba para el centro, no se puede creer, ¿viste? Por un anónimo, nada más que por una denuncia sin fundamento y al otro porque ayudaba al cura y a las monjas en la villa del Bajo Flores. Te digo que no me quedó uña por comerme y la hora maldita no pasaba nunca, tocando el techo con cada gol y mirando el reloj, hasta que al fin se dio. Se me cayeron las lágrimas, ¡qué final! ¡El que no salta es un holandés! Y los que desaparecen son argentinos, dale Flaca, no empecés, ¿no te dije, pibe, que la Copa se quedaba aquí? Todos con las banderas y los pitos, a gritar y a cantar, dale con el tachín- tachín, juntos, en aquella fiesta que parecía que no iba a terminar nunca, porque ganamos, salimos campeones y fue como una borrachera de la que nos despertamos con este dolor de cabeza que nos martillea las sienes y un revoltijo de estómago que aumenta a medida que la tapa de la olla se va corriendo. Las cuentas finales no aparecen y la lata está rota de tantas manos que se le metieron adentro. Pero lo peor es lo otro, ellas que siguen ahí, ellas, que ya estaban pidiendo por los que no estaban mientras nosotros saltábamos, sordos a lo que decían algunos como la Flaca, ustedes no se dan cuenta de lo que está pasando y cuando comprendan, ya va a ser tarde. Aseguraba que éramos como los alemanes, que veían el humo saliendo de las chimeneas de los campos de concentración y miraban para otra parte, se callaban, como callamos nosotros, entonces y después, tapándonos hasta las orejas cuando las sirenas nos interrumpían las noches, o escuchábamos algún grito, o se llevaban a alguien del piso de abajo. Nos dieron un pirulín para matar el hambre. Flaca, tenías razón y una entrada al circo para comprarnos la conciencia.

(tomado del libro "Fútbol a puro cuento", Ediciones del Faro Verde, Argentina, 1986. Compilador: Rodolfo Cuenca)

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Soy argentino de nacimiento, peruano de corazón. Vine a defender a Peru y encima de todo está mi reputación. Los peruanos pueden tener confianza de mi honestidad.

(RAMÓN “Chupete” QUIROGA, arquero argentino -nacionalizado peruano-, antes del partido en que Perú perdió 6 a 0 con Argentina y fue señalado por la prensa incaica como uno de los máximos responsables de la derrota)

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El mundo tendrá la oportunidad de conocer la verdadera Argentina.

(JOÃO HAVELANGE, presidente de la FIFA, enalteciendo al país anfitrión, que vivía una violenta dictadura, a cambio del voto que después recibió para ser reelegido)

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Nunca jamás (Walter Saavedra - Argentina)

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En la década de 1950, el delantero galés John Charles se convirtió en una leyenda del Leeds al conquistar los títulos de máximo goleador de la segunda división inglesa (42 tantos en la campaña 1953-1954) y de la categoría superior (38 goles en la 1956-1957). Pero fue en Italia, en el Juventus, donde iba a forjarse una imagen de caballero, además de la de goleador fuera de serie.
El 13 de Octubre de 1957, Charles disputó su primer derbi turinés, contra el Torino. En un uno contra uno, chocó involuntariamente contra un defensa contrario y se dispuso a rematar a gol. En el momento de encarar al guardameta, divisó a su adversario tendido en el suelo y, acto seguido, envió el balón a la banda. "Ya solamente tenía que batir al portero, pero no me pareció justo", recordaba el protagonista, fallecido en 2004. "Entonces tiré fuera el balón para que el jugador pudiese ser atendido". Una reacción que le valió una popularidad eterna entre los seguidores de los dos clubes de la ciudad. Para la pequeña historia, la Juve ganó aquel partido por 1-0, con un tanto obra de John Charles...

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En España se toman todo en serio. A mi me dicen "Loco" y los gallegos pensaban que estaba loco en serio. A Roberto Acuña lo llaman "Toro" y pensaban que la mujer lo engañaba.

(SEBASTIÁN ABREU, delantero uruguayo, en Junio de 2000, haciendo alusión a su locura y a los hipotéticos "cuernos" del jugador paraguayo)

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Una acusación que no se me puede hacer es que siempre he hecho lo mejor.

(ALAN SHEARER, ex internacional inglés, 2006)

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El gladiador tranquilo


Los necaxistas nos hemos doctorado en frustraciones. Durante 57 años el equipo no ganó la liga, ha desaparecido dos veces del primer circuito y no ha encontrado su tierra prometida. La diáspora se anunció en el nombre mismo de Necaxa, pueblo inundado para producir electricidad, continuó en el ciudad de México (donde encontró apropiado lugar en entrenamiento en el Club Israelita) y ahora despacha en Aguascalientes, esa Patagonia tan alejada del Azteca.

En los noventa el Necaxa conquistó trofeos con una constancia un tanto vulgar para el estoico gusto de sus viejos seguidores. Sin embargo, en los años de gloria su alineación fue tan inestable como la de Deep Purple. En sentido estricto, la década de oro le perteneció a Alex Aguinaga. En una liga donde cada vez es más difícil que un jugador se identifique con un club, el ecuatoriano demostró que los prodigios pueden ser duraderos y sólo dijo adiós en 2003, a los 35 años.

Aguinaga tuvo la inasible condición del crack. Sus ojos de insomne y su boca abierta daban la equívoca impresión de que se había cansado; sin embargo, aparecía en cualquier sitio donde la pelota pudiera volverse interesante. Jugó con el número 7 de los viejos extremos derechos, pero fue un 10 natural.

No entraba al partido a defender pero se barría para recuperar balones de acceso restringido. No era un volante retrasado pero filtraba pases de treinta metros. Nadie lo confundió con centro delantero pero resolvió rompecabezas de área chica. En cada situación era más de lo que debía ser.

Aguinaga descifró el juego en el terreno entero y deambuló por la poblada media cancha con entusiasmo de escapista. Rara vez jugaba de primera intención porque el fútbol impulsivo no es lo suyo, pero jamás dormía el esférico. En el fragor de la trifulca, demostró las virtudes épicas de la serenidad; inventaba pausas, hacía pensar que los que corren sin freno no saben lo que hacen. Un jugador mental cuyo atletismo es la concentración.

Durante más de diez años ejerció la maravilla de los tres toques, que generalmente salían así: controlaba una pelota descompuesta, la arreglaba con un amague distractor y le encontraba un destino lujoso.

Entre los muchos goles que anotó y celebraba apoyándose en el banderín de córner, escojo el que le anotó al Cruz Azul y permitió que el Necaxa volviera al título de Liga luego de una espera de 57 años. Como tantas de sus proezas, ésta pareció ocurrir en cámara lenta. Recibió un balón que se prestaba para un tiro cruzado. Todos los ojos del Estadio Azteca vieron el rincón del peligro evidente. Todos menos los de Alex Aguinaga. Genio de lo imprevisto, el grande del Necaxa tocó con suavidad a un sitio ajeno a la obvia geometría pero no a la imaginación.

Aguinaga tenía el temple de los capitanes que saben motivar sin apremios excesivos y se ganan el respeto de los contrarios y los árbitros adictos a sacar tarjetas. Ante el triunfo, fue como Bobby Moore en la final de Wembley 66: se limpiaba las manos en la camiseta antes de alzar un trofeo.

He escrito de Aguinaga en pasado, no porque sus facultades se hayan extinguido sino porque su nombre ya se inscribe en la leyenda. Llegó a un club que no tenía títulos recientes ni seguidores a la vista, con la cola de caballo y las ojeras de alguien que se desvela en favor del rock. Aunque ya el ecuatoriano Italo Estupiñán había coronado al Toluca, venía de una nación sin gran pedigrí en México. Sus credenciales decían poco del hombre que durante más de diez años se hizo el improbable. Su vida seguirá en otros estadios. Su tranquila manera de ganar batallas se queda en el Azteca.

(texto del escritor mexicano Juan Villoro, tomado de la web del Club Necaxa)

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