Recuerdo la fecha: fue el 5 de Septiembre de 1977. Recuerdo ese día, o debería decir más bien esa noche, porque hasta entonces yo había llorado siempre de tal forma que lo podía prever. No me refiero a la artimaña del llanto que yo, lo mismo que cualquier niño, practicaba a conciencia: el llanto desencadenado con premeditación, y a veces incluso con alevosía, esa maniobra tan artera y tan propia de la infancia de llorar para conmover o para extorsionar a los adultos. No digo la estrategia de llorar, sino el llanto más frecuente: por rabia o por tristeza. Siempre se llora por rabia o por tristeza, incluso en las infancias más felices (la mía lo fue); siempre hay un juego o unas vacaciones que se terminan antes de tiempo, siempre hay un deseo que se frustra de manera arbitraria y enfurece. Pero ese llanto, esos llantos, se ven venir. No llegan sin antes anunciarse, como hacen los reyes o como hacen las reinas; siembran pistas en los ojos y en la garganta antes de aflorar y derramarse. Uno entonces llora sabiendo que va a llorar. Así había llorado yo desde siempre, en los diez años de vida que tenía, hasta que llegó el 5 de Septiembre de 1977.
Ese día, o mejor dicho esa noche, en un momento determinado de ese día o de esa noche, Vanderley acomodó la pelota y tomó carrera. Era el quinto penal, el último de la serie del partido final que lo decidía todo. Se habían tirado nueve penales por lo tanto, y los nueve habían sido convertidos. El último les tocaba a ellos y estaban obligados a convertirlo. Vanderley apoyó la pelota en el lugar indicado. Caminó hacia atrás, hizo una pausa. En esa pausa hubo lugar para todos los deseos y para todos los presentimientos que podían existir. Un silencio perfecto acompañaba la escena.
Yo veía todo esto en Buenos Aires, en un televisor blanco y negro veteado de raspones de luz y de distancia. El partido se jugaba en Montevideo, Uruguay, y eso a mí me parecía muy lejos. No creo que se viera bien, pero uno no lo lamentaba; no había todavía colores o alta definición que se pudiesen echar de menos. A Vanderley debo haberlo visto turbio, y aun así, tras esos velos, lo vi vacilar, si es que de veras vaciló y no era mi ilusión lo que imperaba. Era el último penal, el decisivo. Si lo convertía, seguía la definición; si no lo convertía, era el final, era la gloria.
En el arco, mientras tanto, se preparaba Gatti. Hugo Gatti, el Loco Gatti, el arquero de Boca. No exagero si digo que la ilusión de ser Gatti rigió mi vida entre los nueve años y los catorce -a los catorce desistí, a la vez que abandonaba la infancia con pena y con resignación-. En el arco, como digo, estaba Gatti: Gatti con su vincha, Gatti con sus bermudas (yo le copiaba dócilmente esa vincha y esas bermudas, yo me dejaba el pelo largo como él).
No existe ningún temor del arquero ante el penal, es mentira; el que teme es el que patea. Y eso se notaba en el pobre Vanderley: una sombra de aflicción flotaba sobre su espalda mientras tomaba carrera para patear. Era el 5 de Septiembre de 1977. Quien tenga un mínimo de cultura general sabe bien cómo terminó la escena. Vanderley tiró su penal, anunciado y a la izquierda; Gatti adivinó el palo, voló, atajó. Boca se consagraba así campeón de América por primera vez en su historia. Yo en mi casa, frente a la tele, salté y grité (grité, sí, ¿pero qué grité? No se grita "gol" por un penal atajado, no recuerdo qué grité). Y entonces fue que sucedió: lloraba. Lloraba, lloré, Gatti voló y atajó el penal en Montevideo y yo en mi casa salté y grité y me puse a llorar. Un llanto flamante, desconocido para mí, un llanto nuevo que no se anunciaba. Lloré de repente, sin darme cuenta, sin preverlo ni intuirlo; supe que lloraba cuando ya lloraba, no supe desde antes que iba a llorar. En ese momento no entendí del todo bien qué era lo que me estaba pasando: la vuelta olímpica y la entrega de la Copa se llevaron mi atención. Pero el tiempo le dio al episodio su sentido total y trascendente: había llorado de felicidad por primera vez en mi vida.
Después de esa vez vinieron otras. Pero no demasiadas: el hecho no ha perdido, hasta el día de hoy, el brillo distintivo de lo que es excepcional. Si recuerdo aquella noche de Septiembre del 77 es porque fue la primera vez y porque tienden a recordarse las primeras veces de esta clase de cosas. Entiendo que hay personas que desconocen en general un grado de emoción semejante, y que pasan sus vidas sin llegar nunca a tanto ("No es para tanto" suele ser, de hecho, su lema o su consigna, su veredicto, su parecer; "no es para ponerse así", desestiman, y ellos mismos no se ponen nunca así). Quizás opinen que mis diez años explican la naturaleza del desborde, por eso quisiera especificar que la situación se repitió por ejemplo en Diciembre de 1992 (yo tenía veinticinco años) o en Octubre de 1995 (yo tenía veintiocho) o en Noviembre de 2007 (yo tenía lo que tengo: cuarenta años). Esta periódica reaparición no ha afectado, sin embargo, la cualidad esencial de lo que es ante todo imprevisible. Puedo anticipar con relativa certeza cuáles son las tristezas que van a hacerme llorar; las alegrías, en cambio, preservan su carácter sorpresivo.
La presencia de Hugo Gatti en la fundación de esta experiencia no es un dato menor para mí. Al parecer cada episodio va asociado con alguna figura desencadenante (en Diciembre de 1992: Alberto Márcico, en Octubre de 1995: Diego Maradona, en Noviembre de 2007: Martín Palermo); pero la significación de Gatti cuando yo tenía diez años es definitivamente singular y responde específicamente, ahora sí, a lo que es propio de la infancia y ya no volverá a repetirse. La persuasión de ser Gatti atravesó mi niñez. Mi sentido de la emulación (en el mejor de los casos) o de la copia lisa y llana (en el peor) no alcanzó ni habría de alcanzar nunca un nivel de empatía tan alto. Recuerdo los recursos con que contaba por ese entonces: la decisión de jugar adelantado, la vincha puesta sobre el pelo largo, las bermudas puestas sobre las piernas flacas, las medias bajas (las medias bajas yo me las dejaba; la vincha, las bermudas, me las ponía. Pero las piernas flacas las tenía. Ese hecho me resultaba una revelación objetiva, casi un destino, aunque en mi familia no faltaba quien pretendiese que había "sacado" las piernas idénticas a las de mi padre). Así como Pierre Menard no quería copiar el Quijote, sino escribirlo, yo no quería copiar a Gatti: quería serlo. Esas cosas no parecen imposibles a los diez años de edad. Para reforzar mi convencimiento, y el de todos los demás, le impuse a Hernán Acuña, mi amigo de la cuadra, la obligación de ser Fillol (me pregunto ahora, pasado el tiempo, si de veras lo convencí o si admitió ese parangón para darme el gusto y que no le insistiera más).
Hacia fines de 1977, yo creo que en Diciembre, Hugo Gatti publicó un libro que se llama "Yo, el único". Leí ese libro apenas apareció (¿habré mentido cuando me preguntaron por el primer libro que recordaba haber leído y hablé de Julio Verne y algo dije de la colección Robin Hood? ¿Debí decir "Yo, el único" de Hugo Orlando Gatti? ¿Habré mentido?). Se hizo una presentación de ese libro, en un restaurante de la Boca. Era una cena de lanzamiento, de festejo y de promoción. Se pusieron a la venta unas tarjetas de invitación para esa noche y mi padre, que seguía el fútbol con una indiferencia intransigente, tuvo sorpresivamente la idea de comprar dos y de llevarme. No hay ninguna presentación de libros que me haya marcado tanto como aquella. Al llegar, nos hicieron saber que no había ubicaciones fijas en las mesas, que podíamos sentarnos donde quisiéramos.
Me senté justo al lado de donde estaba Gatti. A su derecha, más exactamente; del otro lado, a la izquierda, estaba Nacha, su mujer, y entre los dos lo flanqueamos durante toda la velada. Más discreto, más atinado, mi padre se resignó a una diáspora seguramente tediosa en alguna de las mesas de la periferia del restaurante. Yo pasé la noche en el centro de la fiesta, sentado al lado de Gatti. Fue la primera vez en mi vida que tomé vino tinto, y también la última. Desde entonces me rehuso y me resigno a dar las explicaciones que sin falta me exigen por este escandaloso desistimiento; pero aquella noche acepté, y acepté sin dudar, porque era Pancho Sá quien me lo ofrecía (el dos del equipo, el Rey de Copas, el lugarteniente de Gatti en la defensa de Boca). Conversé con Veglio en algún momento de la noche, porque estaba sentado justo enfrente de mí; no recuerdo de qué hablamos, pero creo que le dije "Toti" al promediar la charla.
Fue mi noche, y la de Gatti; fue una noche que no se me olvidaría nunca. La prensa cubrió el evento, desde luego, y en los días que siguieron me apuré a buscar la noticia en los distintos medios que le prestaron la debida atención. Las fotos más frecuentes mostraban a Gatti con su flamante libro en las manos (atesoro, de más está decirlo, mi propio ejemplar autografiado); pero en la nota que salió en la revista “Siete Días” optaron en cambio por una imagen cordial de la cena de agasajo. Una foto de la mesa principal: el Toti Veglio de espaldas, Gatti, Nacha, yo. Guardé esa foto con el orgullo de lo memorable, la guardé con gratitud y también con afecto. Aunque esa foto, a la vez que me reconfortaba para siempre, me reveló sin piedad, con una elocuencia para la que no estaba en absoluto preparado, qué tan distintos, qué tan manifiestamente distintos, éramos Hugo Gatti y yo. Mi pelo largo no se parecía para nada al suyo, era más lacio, más delicado, más femenino... Él era ancho y robusto, era un arquero; en mí ya estaba en cambio el alfeñique que sería. Su nariz aplanada, como de boxeador, era la antítesis cabal de mi propia nariz, que ya empezaba a inscribir el judaísmo en mi cara. Sus manos grandes, las manos que le atajaron el penal a Vanderley, convertían a las mías en miniaturas insuficientes.
Voy algunas veces a un bar que se llama Vivaldi: queda en la esquina de Echeverría y Conde, en pleno Belgrano R. Antes del mediodía, que es cuando se colma de chicos encaprichados que se niegan a todo, es tranquilo y favorable para leer o para escribir. Por la ventana se ven los árboles de la plaza, un poco más lejos el tren, y la gente que pasa por la vereda no da la impresión de tener problema alguno. Leo un rato, escribo un poco; pero a veces aparece Gatti. Gatti va a ese bar, se sienta en cualquier mesa, le dan el diario para que lo hojee, lo hojea. Yo lo miro desde mi lugar; ya no leo más, ya no escribo más, solamente lo simulo. No me le acerco a Gatti, no lo importuno, me limito a pensar en el penal que le atajó a Vanderley en Septiembre de 1977 y en el tipo de sensibilidad que él inventó para mi vida. Gatti lee el diario, después lo cierra, saluda, se va. Ya me pasó varias veces. Lo veo irse: camina con cierto lastre en la pierna derecha. Durante días, dos o tres, a veces cuatro, se me pega esa manera de andar, la copio o más bien se me impone. No es extraño que una ampolla, un corte, un golpe fiero o una torcedura se presenten con oportunidad para justificarme y ser mi coartada.
Camino así, como Gatti, por algunos días, y después retorno, sin advertirlo, a mi forma más habitual.
No le había dicho esto a nadie, me lo guardaba.
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