Ariel no tuvo opción. La decisión se tomó en una cena familiar semanas antes de su nacimiento. Fue democrático, eso sí. La votación resultó con tres votos a favor (el padre y los dos hermanos de Ariel) y uno en contra (el de la mamá. Siempre tan liberal y con esas ideas absurdas de que esas decisiones las tendría que tomar él cuando tuviese la suficiente edad para elegir).
También es cierto que si nos ponemos a analizar con detenimiento, se podría considerar algo turbio y fraudulento el manejo que tuvo Raúl, el papá, para “convencer” a Lionel y a Darío, que en ese entonces tenían cinco y cuatro años, de votar a favor de la cuestión. Pero eso son sólo detalles, el hijo tiene que ser hincha del club del padre, y punto... Y si la votación se intuye complicada, no estaría mal abusar de los “superpoderes” paternales y lanzar un decreto sin opción a réplica. Pero sólo en casos extremos.
Así fue como la familia, entonces, decidió que Ariel sería socio e hincha de Banfield desde el día de su nacimiento, siguiendo con la tradición familiar.
Su infancia se dividió entre la escuela, los amigos del barrio y la cancha. Los sábados era una cita obligada ir a ver a Banfield. Eran épocas de vacas flacas para el Taladro, que deambulaba por el ascenso sin pena ni gloria. Pero el corazón no entendía de categorías ni de resultados. Ya por esos días se vislumbraba que el pequeño Ariel iba a ser bueno. Por lo menos era lo que comentaban los viejos plateístas que lo veían patear chapitas entre los demás nenes, que eran sus oponentes de turno. Porque los chicos lo que hacían en la platea era eso, nada de ver el partido que era un aburrimiento total. Más lindo era ser protagonista.
Los partidos de los nenes eran largos, pero se detenían obligatoriamente cuando los viejos bajaban al playón a tomar un cafecito en el entretiempo.
“¿No es lo mismo tomarlo sentado en sus lugares?”, pensaba Ariel. Porque le daba rabia que ocuparan su cancha.
Encima cada uno que pasaba le palmeaba la cabecita y le decía: “Vos sí que sos bueno”, o “vamos a decirle al técnico que saque al burro ese y te ponga a vos” y él respondía con una sonrisa de compromiso. Lo único que quería era que se fueran a sentar para poder seguir jugando. Y así pasaban los partidos, los campeonatos y los años. Y Ariel fue creciendo y confirmando las sospechas de aquellos plateístas: era bueno de verdad.
Cierto día, mientras desayunaba, lo invadió una mezcla de nervios y emoción. El diario zonal anunciaba una prueba de jugadores para armar los equipos juveniles de Banfield. “Ahora o nunca” pensó, “este va a ser mi único intento. Si no quedo voy a jugar en el barrio para siempre”. Y había que creerle. Porque a pesar de sus catorce “pequeños” años, tenía una personalidad con una alta dosis de convicción y orgullo, que no le hubiesen permitido ir a golpear por segunda vez una puerta que se le cerrase en la cara.
Las pruebas serían en quince días. Sabiendo esto, se preparó como para jugar la final de un mundial. Salía a correr todos los días y jugaba los picados que se organizaban en el barrio. En uno de ellos casi se arma feo, porque uno le entró fuerte y los amigos se le fueron al humo y se lo querían comer. Claro, ellos sabían de la prueba y no querían que se la perdiera por nada del mundo. Estaban tan ansiosos como él.
–Imaginate que llegue a primera y nosotros desde la tribuna gritando sus goles- se ilusionaba Damián, que era uno de sus mejores amigos.
-¿Te imaginás? Y mirá si en un clásico sea él el que nos regale un triunfo con un gol sobre la hora...- soñaba Matías, otro amigo del alma y tan fanático de Banfield como Ariel.
–Nooo, lo mejor sería poder dar una vuelta olímpica llevándolo en andas...- corregía el Iba, de infancia gallina pero contagiado más adelante por sus amigos y sin vuelta atrás. Y así todos opinaban de lo lindo que sería si Ariel llegaba a primera.
Pero antes tenía que sortear un escollo muy difícil: la prueba. Y la prueba no es como una prueba de colegio, en donde si sabés aprobás y si no sabés te bochan. En estas pruebas además de saber y jugar bien, hay que tener suerte. De que te toque entrar en los primeros partidos, ya que después de mirar muchos, el DT va perdiendo entusiasmo. De jugar en un equipo con chicos que jueguen bien, porque si no te tocan una pelota como la gente se hace imposible... También hay que tener la fortuna de que en el momento que hacés una linda jugada el técnico no esté mirando para otro lado, o hablando por teléfono, o poniéndole azúcar al mate.
En fin, se tienen que dar muchas circunstancias para ser uno de los pocos elegidos entre doscientos o trescientos pibes con las mismas ganas de quedarse. Ariel sabía esto, pero estaba decidido a correr el riesgo.
Y el día llegó. Abrió su mochila y guardó en ella los botines nuevos que compró gracias a la colaboración de sus abuelas. Puso también una hoja de ruda, por consejo materno, y una estampita del Sagrado Corazón. Tomó un desayuno liviano, se despidió de sus padres y se fue.
Al mediodía la familia estaba sentada a la mesa esperando la llegada de Ariel, para almorzar todos juntos. La expectativa crecía a medida que pasaban los minutos.
-¡Cómo tarda!- se quejó la mamá.
–Y, seguro habrán terminado tarde por la cantidad de chicos- intentó tranquilizar el papá. Cuando de pronto el ruido de la llaves en la cerradura anunció su llegada. Los corazones parecieron detenerse. Por fin Ariel entró.
Su cara ahorró el tiempo de las palabras. Aquella sonrisa emocionada y los ojos vidriosos actuaron como detonante. La casa fue invadida por una felicidad desbordante. Los abrazos y los besos se repetían incansablemente. La prueba ya era una anécdota con final feliz.
Lo que siguió a ese escollo complicado, fue un vertiginoso desfile por las categorías correspondientes. En todas ellas Ariel había terminado como goleador, y los comentarios sobre la máxima esperanza del club no tardaron en llegar. Para ese entonces, Banfield ya estaba jugando nuevamente en primera, y llegando fin de año, Ariel recibió una gran noticia: a partir de Enero comenzaría a entrenarse con el plantel profesional. El gran sueño de su vida estaba cada vez más cerca. Pero sin saberlo, el destino lo pondría cada vez más lejos.
Inexplicablemente, en esas vacaciones Ariel sufrió un accidente que le clavó un puñal a sus ilusiones. Volviendo de un cumpleaños con sus amigos, en una noche lluviosa y oscura, su auto se descontroló y chocó contra el árbol de una plaza. El informe médico confirmó lo que nadie hubiese querido escuchar: Ariel no podría volver a caminar. Era un golpe demasiado duro para un chico de dieciocho años lleno de sueños, ahora transformados en pesadillas.
Con el apoyo y el amor de su familia y de sus amigos, y con una Fe en Dios inquebrantable, Ariel comenzó a salir del pozo depresivo en el que había caído. Hasta había vuelto a ir a la cancha. Se ubicaba contra el alambrado de atrás del arco y alentaba sin parar, como siempre.
La buena campaña que estaba realizando Banfield lo ponía feliz. No se perdía ningún partido. Siempre acompañado por su papá, sus hermanos y sus amigos, que lo rodeaban para protegerlo de las avalanchas. Algunas veces se imaginaba allí... del lado de adentro. Corriendo, haciendo un gol, festejando colgado del alambrado de cara a su gente... Eso lo ponía triste. Pero al rato estaba otra vez cantando, golpeando el alambre como si fuera un bombo, y orgulloso de estar ahí, en su lugar, en la tribuna, como toda la vida.
Banfield estaba haciendo un campeonato histórico y llegaba a la última fecha con grandes posibilidades de ser campeón. Quiso el destino, el maldito destino, que justo le tocara definir su chance en la cancha de su eterno rival, Lanús. Esa semana previa al partido el barrio estaba convulsionado. No se hablaba de otra cosa que no fuera de Banfield. La gente acampaba días y días a la espera de conseguir una entrada. Entre carpas, lonas, reposeras, mate y truco estaba Ariel. Era el partido más importante de la historia del Taladro y no se lo iba a perder por nada del mundo. Día y noche, con lluvia o sol, él estaba ahí, a la espera de las entradas.
En esas noches durmiendo en la calle, infinidad de veces tuvo el mismo sueño: él jugando ese partido trascendental para Banfield y haciendo el gol del triunfo con el que se consagraba campeón el club de sus amores justo en cancha de Lanús.
Después de tres días de espera, al fin tuvo en sus manos las entradas para su familia y para algunos amigos que por el trabajo no pudieron ir a comprarlas.
La noche anterior al gran partido, Ariel no podía dormir. Una mezcla de nervios y ansiedad atentaban contra su sueño. En un momento, mirando una foto de su ídolo Garrafa, colgada en la pared, recordó algo que le había dicho su mamá cuando era pequeño: “Si querés algo con toda tu alma... pero de verdad, desde lo más profundo de tu alma y de tu corazón, y se lo pedís a Dios y confiás en Él... Él te lo va a dar”.
Al terminar de recordar aquella frase, se sobresaltó. Estaba pálido y bastante transpirado. ¿Cómo no lo había pensado antes? Lo que él deseaba con toda su alma era casi imposible. Pero la grieta que separa “casi” de “imposible” se llama milagro, y eso era lo que Ariel necesitaba. Cerró sus ojos, extendió sus manos hacia el cielo y...”Señor, hoy recordé algo que me dijo mi madre hace muchos años. Que si quiero algo desde los más profundo de mi alma y de mi corazón y te lo pido con Fe, Tú me lo darías. Bueno, hay algo que realmente deseo desde la primera hasta la última célula de mi cuerpo, desde la primera hasta la última gota de mi sangre. Lo deseo con toda mi alma y con todo mi corazón. Y además confío en que Tú eres el único capaz de realizar un milagro como el que necesito. Tú me pusiste esta difícil prueba en mi vida, que es no poder caminar, y yo nunca dudé de Ti. Sigo confiando ciegamente en Ti. Por eso te pido que me des la posibilidad de jugar el partido de mañana. Es el sueño que tuve desde chico. No sé cómo, no se me ocurre. Pero de alguna manera quisiera poder vivir ese momento histórico. Alguna forma tiene que haber. Yo confío en Ti. Gracias Señor, Amén”. Instantáneamente, al terminar la oración lo invadió un sueño profundo y se durmió pensando en el partido.
Cuando se despertó algo había cambiado. Su habitación no era la misma. Desconcertado y con un poco de miedo, recorrió lentamente con su vista todo el cuarto. Se sobresaltó al ver otra cama a su lado con una persona durmiendo en ella. Se incorporó y con sorpresa y emoción, descubrió que estaba en la concentración de Banfield y que su compañero de habitación era el uruguayo Lujambio. El milagro parecía haberse cumplido. Lentamente movió una pierna, mientras una lágrima recorría su mejilla. Se levantó y disfrutó con felicidad cada paso que lo llevó hasta el baño. Había vuelto a caminar. Notó que sus piernas eran más gordas y un tanto chuecas, pero le restó importancia. Supuso que habrían quedado así después del accidente. Aunque en realidad, ese no era el motivo.
Al mirarse en el espejo un escalofrío le recorrió el cuerpo. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo. Ese no era él...bah, si era él. Pero no era su cuerpo. La imagen de Garrafa allí reflejada lo dejó inmóvil por un instante. Comprendió que estaba dentro del cuerpo de su ídolo. Todavía conmovido, regresó a la habitación.
-¡Eh, Garrafa! Qué carita....¿viste un fantasma en el baño?- le dijo risueño Lujambio, ya despierto.
–Eee.....no...eee...estoy un poco nervioso por el partido- intentó disimular Ariel.
–Sí, justo vos nervioso...- le contestó con ironía.
Ariel no sabía cómo actuar, no quería que nadie sospechara nada. Por eso intentó estar solo la mayor cantidad de tiempo posible, esperando que llegara la hora del partido. Los compañeros lo notaron un poco raro, pero con la ansiedad reinante, nadie hizo hincapié en eso. Y el partido llegó. Y Ariel se encontraba en la mitad de la cancha, con la diez en la espalda, listo para dar el puntapié inicial a su sueño. Se distrajo en un momento, al mirar la tribuna visitante repleta con treinta mil almas verdes y blancas. Si hasta tardó en reaccionar a la ovación de la gente. Claro, no se había dado cuenta de que el “Garraaaafa, Garraaaafa...” era para él, hasta que el uruguayo le pegó disimuladamente una patadita en el tobillo.
-¡Dale saludá! ¿no escuchás como te gritan? Estás raro hoy, ehh...- le dijo acompañando el golpe. Ariel sonrió y levantó sus brazos hacia la popular que le devolvía el gesto con un interminable aplauso. Pero algo le preocupaba. ¿Cómo estaría todo en su casa? ¿Se habrían dado cuenta de algo? ¿Habrá quedado su cuerpo solo, sin alma, acostado en su cama? ¿Y el alma de Garrafa, dónde habría quedado?
El silbato del árbitro dando la orden de inicio, terminó con las preguntas. El partido comenzaba y no había tiempo para preocupaciones ni pensamientos. Sólo había que jugar y disfrutar de aquel regalo divino.
Como se preveía fue un encuentro duro. Banfield con los nervios a cuestas por la gran posibilidad de conseguir su primer título, y Lanús con la chance histórica de arruinarle la fiesta a su rival de siempre.
Nadie arriesgaba nada. Excepto Ariel, claro. Si ese sería el último partido que jugaría en su vida, no iba a andar especulando. Corría, pedía la pelota, tiraba caños... la gente deliraba con él. En un momento, en el que se acercó a buscar una pelota detrás del arco para tirar un córner, una imagen le aceleró el corazón. Allí, contra el alambrado, en su lugar... ¡estaba él! En su silla de ruedas, rodeado como siempre por sus amigos, su papá y sus hermanos. Pero, ¿cómo podía ser? ¿no se daban cuenta de nada? Ariel quedó mirándose fijo a sus propios ojos, sentados en aquella silla, como buscando allí la respuesta. Y efectivamente allí la consiguió: una sonrisa y un guiño de ojos cómplices le hicieron comprender que Garrafa ocupaba ahora su lugar. La advertencia del árbitro para que se apurara a ejecutar el córner, lo devolvió al partido. El tiempo pasaba y Banfield no podía conseguir el gol que lo consagrara campeón.
Faltaban sólo tres minutos cuando un tiro libre en el borde del área, le daba una de las últimas esperanzas al Taladro. Era ideal para Garrafa. Con su pegada exquisita, era el único capaz de enviar la pelota por encima de la barrera y clavarla en el ángulo. Claro que había un inconveniente. Garrafa era zurdo y Ariel era derecho.
Mientras acomodaba la pelota, Ariel sintió una voz dentro suyo que le dijo: “Acomodate para patear con tu pierna izquierda. Como los jugadores que están en la barrera saben que Garrafa patea siempre por encima de ellos, van a saltar bien alto. Vos pegale fuerte, a ras del piso, que la pelota va a pasar por debajo de ellos y vas a convertir el gol del campeonato”.
Ariel dudó un instante, pero comprendió de donde venía esa voz. Y se preparó para patear. Tomó tres pasos de carrera, como era la costumbre de Garrafa, para no levantar sospechas. El juez dio la orden. Ariel llegó a la pelota y vio como la barrera se preparaba para saltar. Haciendo caso a ese mensaje divino, le dio con el alma, bien fuerte y de rastrón. No vio cuando la pelota entró porque la barrera ya había bajado otra vez luego del salto inútil. Pero escuchó el rugido de aquel monstruo verde y blanco de treinta mil cabezas y comenzó una alocada carrera hacia el alambrado para festejar junto a sus seres queridos que estaban allí.
Antes que pudiera encontrarlos, un ruido molesto y constante lo mareó. Ya no veía bien. Sacudía la cabeza de un lado a otro, pero la imagen era cada vez más borrosa y distante. Hasta que otra voz le aclaró la visión: -¡Dale Ari, levantate! ¿No escuchaste el despertador? Hace rato que está sonando. Dale, arriba, que hoy es el gran día. En un rato ya nos vamos para la cancha. Hay que estar tempranito, así conseguimos el lugar de siempre junto al alambre. El padre fue el encargado de volverlo a la realidad. Una realidad que lo inundó de tristeza. Hubiese dado cualquier cosa porque ese sueño fuera cierto.
Había sido tan lindo, tan perfecto, tan real...
Como pudo se subió a su silla, buscó en el ropero la camiseta que usó durante todo el torneo a modo de cábala, y se preparó para salir.
La caravana de peatones, autos, combis y motos era interminable, pero se las ingeniaron para encontrar un atajo y llegar antes que la multitud. Consiguieron su lugar de siempre, detrás del arco y pegados al alambrado. Con la ansiedad por el partido y con el clima que se vivía, Ariel recuperó la alegría. La tribuna visitante estaba colmada. La fiesta estaba por comenzar. La ovación para Garrafa fue emocionante. A Ariel se le humedecieron los ojos cuando el diez levantó los brazos para agradecer el cariño de la gente. Todo era tan similar a su sueño...
El partido comenzó y los nervios se adueñaron del protagonismo. Los dos equipos jugaban a muerte. Era un partido crucial para ambos. Cualquier resultado iba a quedar en la historia, para uno u otro lado. El primer tiempo terminó cero a cero. Banfield dependía de sí mismo. Ganando se consagraba campeón, pero no había estado ni cerca de marcar un gol.
En el segundo tiempo, el Taladro atacaba hacia el arco donde estaba su gente. Ariel tenía una ubicación envidiable. Justo detrás del arco donde se podía definir la historia. Los minutos pasaban y los nervios crecían. Banfield ya había usado los tres cambios permitidos, y una grosera patada sobre Garrafa hizo temer lo peor. Quedó varios minutos tendido en el suelo, revolcándose de dolor. No podía seguir. El médico hizo un gesto moviendo su cabeza de un lado a otro, confirmando que era algo serio.
Algunos compañeros se agarraban la cabeza. No podían comprender cómo se quedaban sin su mejor jugador faltando sólo cinco minutos para terminar el partido. Garrafa se levantó ayudado por el doctor y por el kinesiólogo, con visibles gestos de dolor, pero con todas las intenciones de seguir.
Los facultativos pugnaban por sacarlo de la cancha, pero él, terco y caprichoso, forcejeaba como un niño, con pataletas incluidas, para quedarse en el campo de juego: -¡No me voy ni loco! No voy a dejar al equipo en este momento. No te preocupes, juego parado sin poner en riesgo mi pierna. Algo voy a hacer. Los doctores sabían que convencerlo era imposible, por eso, ante esas palabras llenas de valor y convicción, desistieron de su idea.
El partido se reanudó y Garrafa caminaba con dificultad a la espera de una oportunidad. Estaba al acecho, como un gato agazapado esperando para dar el zarpazo. El reloj marcaba cuarenta y cinco minutos y el árbitro agregó cinco más por el tiempo desperdiciado entre los cambios y las lesiones. La histórica chance se escurría como agua entre los dedos.
Restaban tres minutos cuando el juez detuvo el juego por una infracción cerca del área de Lanús. Garrafa se acercó rengueando para acomodar la pelota. Veinte metros lo separaban de la gloria. La gente gritaba ilusionada. Sabían que era una de las últimas chances que tendrían. Pero Ariel estaba en silencio, pensativo. Ese tiro libre, desde esa posición... Todo tan parecido...
Garrafa tomó tres pasos de carrera, como siempre. Miró la cabeza del tercer hombre de la barrera para calcular el disparo. Él sabía que si lograba hacer pasar la pelota por allí, el arquero no podría evitar el gol. Le dolía mucho la pierna, pero no le importaba. Era un tiro más. Solamente un tiro más. Se sintió mareado y pensó que era producto del dolor y de los nervios. Pero la vista se le nubló y una sucesión de imágenes difusas le ametrallaban la mente.
De repente, tuvo una visión muy extraña: la misma cancha, el mismo tiro libre y él parado frente a la pelota. Todo visto desde el ángulo opuesto, como desde la mirada de alguien que estaba en la tribuna. Estaba confundido, no lograba entender. La imagen continuaba como una película en cámara lenta. La barrera saltaba muy alto y él, sorprendiendo a todos, decidía patear a ras del piso clavando la pelota junto a un palo.
En seguida, la imagen desapareció abruptamente. Garrafa parpadeó con fuerza un par de veces, como tratando de dejar atrás lo que había experimentado. Pero era imposible. Esa especie de película lo había afectado bastante. Una sensación extraña recorría su cuerpo. Todo era confusión. ¿A qué se debía esa imagen? ¿Por qué se vio a sí mismo de frente, como si fuera otra persona? No encontró respuestas, pero presentía que algo significaba todo lo vivido.
Cuando el árbitro dio la orden, Garrafa aún no había decidido cómo iba a patear. Suspiró, cerró con fuerza sus ojos y se dirigió al encuentro de la pelota. Tres pasos lo separaban de ella. Poco tiempo. Pero para él fue una vida. Durante el primer y el segundo paso pensó en patear como mejor sabía: por encima de esa barrera humana, con chanfle y buscando el ángulo. ¿Por qué iba a cambiar? Si de esa manera había metido una montaña de goles.
Al tercer paso dudó, pero sabía bien que no es conveniente dudar a último momento. Por eso cuando llegó a la pelota fue con toda la intención de pegarle por arriba de la barrera. Pero al momento de patear, sintió desde lo más profundo de su alma, desde un rincón infinito, que debía hacerle caso a aquella imagen premonitoria. Y fue tan sobre la marcha cuando decidió cambiar, que los jugadores de Lanús pegaron el salto de su vida, convencidos de que iba a elevar la pelota por encima de ellos. Parecían salidos de un volcán en erupción que los había despedido con una furia incontrolable. La pelota pasó como un rayo por debajo de sus pies.
Garrafa no llegó a ver cuando ésta entró porque los jugadores de la barrera ya habían sido víctimas de la gravedad y estaban en el piso otra vez luego del salto inútil. Pero escuchó a ese monstruo verde y blanco de treinta mil cabezas rugiendo como un león hambriento y con lo último que le quedaba fue rengueando a festejar cerca de su gente. Entonces lo vio. Era un chico en silla de ruedas, con los ojos llenos de lágrimas, aferrado al alambrado. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. A pesar de no conocerlo, sentía que tenían algo en común. Como si hubiera una especie de conexión muy profunda entre ellos, y como si en algún momento hubiese sido parte de su vida. Garrafa quedó inmóvil mirándolo fijo a los ojos, como buscando allí una respuesta. El chico de la silla de ruedas, llorando de emoción, sonrió y simplemente le guiñó un ojo. El milagro se había cumplido.
(El autor del presente texto prefiere mantener su anonimato dado que actualmente es jugador profesional de un equipo de la Primera "B" Metropolitana)
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