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¿En las concentraciones eras de los tranquis o de los quilomberos?

De los jodones. La más pesada que hice casi termina en desgracia. Fue a Galíndez, el masajista de River. Era miedoso con las armas y yo tenía una pistola que usaba para tirar en el campo. Una noche me aseguré de que estaba descargada y lo empecé a joder, sabiendo que el Tano Gutiérrez estaba escondido con otra de cebita. Cuando le apunté, el Tano tiró con el suyo, acompañando mi movimiento con su sonido. Galíndez pensó que le había tirado en serio. Se puso blanco del cagazo, cayó desplomado, le subió la presión y tuvo que atenderlo el doctor Paladino.

(SERGIO JAVIER GOYCOCHEA, ex arquero argentino, recordando una broma pesada a Miguel Di Lorenzo "Galíndez", ex masajista de la Selección argentina, River y San Lorenzo, en revista "El Gráfico" de Octubre de 2002)

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Fue una jugada a la que llego tarde, Maradona aparece por un costado mío, yo iba barrido y no me puedo frenar. Lo agarré fuerte, pero hasta en eso hay que reconocer que Diego es grande. Aceptó las disculpas de muy buena manera, yo esperaba un insulto o que me dijera "me pegaste pelotudo". Me dijo: "sigue metiéndole que así está bueno el show".

(ALEJANDRO HISIS, jugador chileno, ex zaguero de Colo Colo y OFI de Grecia, relatando su sabroso diálogo con Diego Armando Maradona en un partido de showbol. Radio Cooperativa de Chile, 11/11/07)

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¿Por qué publicar cuentos para niños?


“Leyendo y leyendo va el niño aprendiendo, y sabio se va haciendo”.

Amigos de “Los cuentos de la pelota”: a partir de hoy, y como una forma de abarcar todas las edades en su relación con el mágico mundo de la pelota, comenzaré a publicar cuentos para niños.
Mucho podríamos hablar acerca de los beneficios de la lectura en los niños, pero como una forma de ser breve mencionaré:
1º Con la lectura es posible hacer madurar la mente de los niños, haciéndolos más libres y tolerantes.
2º Aumenta sus habilidades de escuchar, desarrolla en ellos su sentido crítico, aumenta la variedad de experiencias, y crea alternativas de diversión y placer.
3º Ayuda a despertar la imaginación y la creatividad, estimula la concentración, la inteligencia y la capacidad verbal.
4º Aprenden valores por medio de las historias.
5º La lectura permite acumular mayor cantidad de significado de vocabulario, ayudando al niño a cometer menos errores ortográficos en sus trabajos escolares.
Es probable que ningún niño haya accedido a esta página, por desconocimiento de la misma o por simple desinterés, por tal motivo, está en ustedes iniciarlos en el fascinante mundo de la lectura a través de estos cuentos de fútbol ¿hay algún vínculo mejor que este deporte para ello?
Humildemente, creo que no.
Espero sea esta una pequeña ayuda para acercar a vuestros hijos al maravilloso mundo de la lectura.


Un cordial saludo
Totonet

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El balón (Francisco Ponce Carrasco - España)


* Cuento infantil

Había un niño que le gustaba mucho jugar al fútbol y siempre que lo hacía le daba al balón con potencia en dirección a la portería, al tiempo que gritaba palabrotas. El balón al escucharlas daba un giro rápido tomando otra dirección y se salía por un lado o por arriba, pues no le gustaba la actitud del chico… así una y otra vez.
El muchacho un día se enfadó y dándole al balón, una patada muy fuerte, lo maldijo, enviándolo tan lejos que lo “encalo” entre las ramas de un árbol muy alto, mientras seguía profiriendo insultos.

Acertó a pasa por allí una paloma de blanco plumaje y vio al balón llorando, entonces le preguntó.

-¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras?

El balón le contó lo mal educado que era su dueño y que no quería bajar de allí nunca.

El ave voló hasta donde estaba el niño, que continuaba soltando groserías, y le recriminó su mala urbanidad, luego le persuadió de que esa forma de actuar no era positiva y que si le prometía que no diría nunca mas esas barbaridades, subiría para convencer al balón, e intentar que bajara.

El joven se arrepintió y le aseguró que rectificaría.

De nuevo la paloma voló a lo alto del árbol y se lo comunicó al balón, quien accedió; la paloma lo fue empujando hasta que cayó en las manos del jovencito.

Desde entonces el balón entraba recto a la portería y el jugador marcaba muchos goles, que lo hicieron muy famoso como futbolista.

Si somos capaces de tener respeto hacia los demás, no blasfemamos ni nos mostramos maleducados, se pueden conseguir muchas cosas en la vida.

Según Pitágoras: Educar a los niños y no será necesario castigar a los hombres.

(Un sincero agradecimiento a Francisco Ponce Carrasco por su generosidad al autorizarme a la publicación de este cuento)

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Siempre me pongo primero mi bota derecha. Y luego, obviamente, mi calcetín izquierdo.

(BARRY VENISON, jugador británico)

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El visitante (Elvio Gandolfo - Argentina)


El auto hizo un rulo de una cuadra, para después tomar por Cafferata. Manejaba mi hermano Carlos. Yo iba al lado. Atrás venía Mario. Los dos me habían llevado hasta la estación, a sacar pasaje para Retiro, al otro día. Era de noche, y la zona entera respiraba, entre aire y oscuridad y luces eléctricas, después del calor y el sol del día. Cuando llegó a Córdoba, mi hermano dobló, hacia el centro. Era un coche bastante amplio, cómodo, donde uno podía, por ejemplo, acomodar el codo con tranquilidad sobre el borde de la ventanilla, y echar el otro brazo por sobre el respaldo del asiento, sin molestar.

Sobre la izquierda iban desfilando los elementos absurdos del baldío inmenso en que se convirtieron los viejos terrenos del ferrocarril: estatuas de plaza arrumbadas, todas juntas, una especie de laguito. Ya hacia el fin se veía el perfil de la colorida y gigantesca estructura de hojalata (al menos eso parecía) cuyo escultor (por así llamarle) la había, desde luego, regalado a la ciudad.

Sobre el costado derecho, empezó a desfilar un murito bajo pintado de blanco, detrás del cual se veían canchas deportivas. Era uno de esos múltiples trozos de la ciudad que están idénticos a cuando yo vivía allí, hace más de veinte años. Sonriendo, mi hermano Carlos lo señaló con la cabeza. Íbamos despacio, con una serena marcha de paseo en la noche.

-¿Sabés que pasó aquí? -dijo-.

-No -le contesté-.

Mi hermano Carlos, con la voz levemente gangosa, tranquilo como la marcha del coche, hizo un movimiento de cabeza hacia atrás:

-Contále, Mario -dijo-, como si fuera un mafioso que da una breve orden a otro, para que hable de asuntos de la Familia.

La voz de mi hermano Mario, atrás, casi recostado a lo largo del asiento trasero, llegó con la precisión y la calma informativa de un documental del National Geographic:

-Acá se jugó el primer clásico -dijo-, mientras se acercaba el final del murito blanco. Que pareció sin embargo seguir desfilando, empalmado en la voz de mi hermano Mario, que me contaba cómo había ganado Ñuls, quién había hecho el gol, en qué minuto de qué tiempo.

* * *


En mi familia somos todos de Ñuls. Somos seis hermanos y hermanas, y la verdad es que desconozco sí alguno o alguna no piensan lo que yo pensaba hasta hace algunos años. Cuando en cualquiera de las tres ciudades que más he frecuentado, incluida Rosario, me preguntaban de qué cuadro era, decía: “De Ñuls”, o “De Ñúbel”, para después aclarar:

-Lo que pasa que en mi familia son todos de Ñúbel, y para no armar todavía más lío en los almuerzos, yo también.

Ñúbel es uno de los dos cuadros grandes de Rosario, El otro, con el que jugó aquel primer clásico detrás del murito, es Rosario Central. Astuto, el que bautizó el cuadro. Porque en realidad Ñúbel se llama Newell's Old Boys, en inglés, abreviable a Ñúbel, o Ñuls. Mientras que el otro, que seguirá siendo el otro a lo largo de esto que estoy contando, eligió el nombre de la propia ciudad y le agregó ese “Central” que no cuesta asociar (a esta altura ya reconozco plenamente que soy de Ñuls, no sólo para no armar lío en los almuerzos) con un intento de ganar por adelantado, antes de salir a la cancha. A esta altura tampoco me cuesta nada menear la cabeza y agregar, mental o verbalmente: “Así son ellos”.

A los de Ñuls nos dicen “leprosos”. A los de Central, “canallas”. Cada hinchada lleva con orgullo la palabra. El origen, no sé si anterior o posterior al primer clásico, fue el pedido de un leprosario, para que los dos equipos jugaran un amistoso en pro de la institución. Los de Ñuls, los “leprosos” desde entonces, aceptaron. Los de Central, “canallas”, no.



* * *


No recuerdo con ninguna precisión cuándo empecé a pensar que soy de Ñúbel, y que no sólo lo soy para no armar líos (siendo canalla, o de Boca, o de Peñarol) en los almuerzos familiares.

A lo mejor fue la ropa. Porque de hecho detesto los colores azul y amarillo huevo, en lo cual incluyo, desde luego, a Boca. Salvo que estén en su lugar: un cartelón, un parque de diversiones, algún circo. Pero sin necesidad de pasar el eje por el fútbol, una vez que pude comprarme la ropa eligiéndola yo (algo no tan lejano como podría creerse, por cuestiones que van desde el nivel socioeconómico hasta la edad), descubría, al principio sin entender, que cuando llegaba ahora de visita a Rosario, sin vivir allí, mis hermanos me trataban con insólita deferencia. Murmuraban con una sonrisa de placer, por ejemplo: “Muy bien, muy bien”. O alzaban un poco un puño y decían: “Arriba, Elvio”. Al principio creía que era el corte, la elegancia, incluso (a tal punto llegaba mi despiste) la “percha”.

Un día directamente le pregunté, no sé si a Carlos o Mario, por qué se sonreía. Se limitó a señalar el pantalón negro, el saco negro, la remera roja. “Los colores que deben ser”, dijo, sonriendo todavía más. Cuando regresé a Buenos Aires, me di cuenta, retrospectivamente, que siempre, cuando había elegido, elegí o camisas multicolores, de diseño entreverado o, en caso de color liso, el rojo y el negro.

Habría aquí otra posibilidad. Siendo mi padre tipógrafo, y su propio padre naturista, y todos nosotros, de alguna manera, lejana o cercana, imprenteros, la elección podría ser, ancestralmente, la de los colores anarquistas. No veo la contradicción. No veo por qué no hay una línea que viene desde hace siglos, haciéndome elegir esos colores, y otra, más cercana, que sin embargo no se mezcla, haciéndomelos elegir, impensadamente, como colores de Ñul.

Además están las asociaciones. Sería terriblemente largo de explicar, pero los cuatro o cinco cambios importantes de mi vida tuvieron que ver con la sangre (desde un espectacular accidente en una bicicleta, hasta una hemorragia nasal: vamos a no exagerar). Me gusta la noche, incluso cerrada. Pido la ensalada sin huevo, en general. El color azul del cielo me gusta mucho, pero aprendí que es casi imposible reproducirlo fuera del cielo mismo, sobre todo en una camiseta de fútbol o en una bandera.

Incluso en mi área, la literaria, seguramente no habría ni siquiera abierto un libro de Stendhal que se llamara El azul y el amarillo. De sólo escribirlo, se me eriza la piel ante semejante muestra (imaginaria) de mal gusto.



* * *


Honestamente, veo poquísimo fútbol. Por una razón simple: me gusta ver buenos partidos. Por desgracia, al menos en mi vida de espectador, la mayoría de los partidos son cuestiones increíblemente chauchonas, donde un equipo parece competir con el otro en la elección de una estrategia impecable destinada a no ofrecer ni emoción, ni goles, ni pases, ni gambetas, aunque a veces sí mucha mala onda.

La idea de ver, a lo largo de años, todos esos partidos inclasificables (no son de primera, de segunda, ni de tercera: son nada) me resulta intolerable. Pero como estuve yendo de visita en los últimos dos o tres años con frecuencia a Rosario, y pude ir viendo a y hablando con mis dos hermanos que siguen allí, entendí que a ellos no sólo no los haga sufrir, sino que desplieguen entrecruzamientos temáticos múltiples (el estado de las finanzas del club, el probable homosexualismo de un jugador que pateó a la luna en vez del arco, el historial monstruoso del referí, los vínculos laberínticos que unen los dirigentes al más deteriorado menemismo) a partir de jugadas tan aburridas como chupar un carozo de durazno durante ocho horas.



* * *


Además he jugado poquísimo fútbol. De todos los deportes, de chico practiqué el basket. Hubo una vez, sin embargo, cuando uno ya ha superado las grandes y putas barreras, o ha quedado aplastado definitivamente por ellas (a eso de los 30, de los 35), cuando uno ya dice “ma' sí”, en que jugué un partidito. Éramos el personal de un semanario, bajo el cielo gris de una estancia muy abandonada, cerca de Pan de Azúcar, en Uruguay. Esperábamos un lechón a las brasas que traerían de otro lado, y hablaron de hacer un partidito. Me sentí muy tentado de abrirme: excedido de peso, con lentes. Pero había cargadas, pullas como diría un español, así que me arremangué las botamangas, me saqué los lentes y los dejé en otra parte y empecé a correr. Para mí ver el mundo borroso siempre tiene algo de maravilla, de descanso. Creo que justamente ver como borrones tanto a los compañeros como los contrarios, me hizo gambetear milagrosamente, aprovechar la fabulosa panza y torpeza del arquero, y meter un gol.



* * *


Cuando uno camina por Oroño en el Parque Independencia, no hay ningún otro sitio de la ciudad, ni tal vez tampoco del mundo, que se le parezca. Sobre todo un par de horas después del atardecer, con los árboles muy grandes que se pierden hacía arriba, y el plano liso y enorme del macadam negro, con poco tráfico y, a veces, como aquella noche, un par de tipos más que, como nosotros, caminaban con ese caminar rápido, enérgico con que uno camina cuando empieza a acercarse a la estatua de Belgrano que corta el plano negro de alquitrán, o sea al laguito, y reconoce, como reconoció Mario, quiénes son los que van adelante, como apurados, pero porque sí, imposibles de alcanzar.

-Mirá, mirá, Rodríguez -dijo, reconociéndolo-. Es un fanático de Ñúbel -dijo, con un tono como de admiración pero con un matiz de humor-. Iba siempre a las prácticas, pero terminaron por prohibírselo. Porque se calentaba cuando los jugadores jugaban mal, o no rendían, y los agarraba a trompadas.

¿Y si fuera otro? ¿Si fuera de los otros? ¿Si fuera canalla, de Central? Pero no: imposible, hay muchas cosas aparte de los colores. Hay toda una constelación de cosas para mí inaceptables y que deben de ser, calculo, admirables para ellos, para los otros. Como, por ejemplo, convencer a alguien desde la cuna, blandito por así llamarle, de que se haga canalla. Como, por ejemplo, aquella bellísima mujer que, sin mucha convicción me dijo que era de Central, y después me aclaró que era porque un electricista canalla que había ido a arreglar una instalación a la casa, la había meloneado de chiquita día tras día, hasta convencerla. Y no pude dejar de sentir una levísima tristeza por ella. O aquel abuelo calabrés que en el lecho de muerte, instantes antes de estirar la pata, se había aferrado al brazo de una nieta y le había dicho que él sólo podía partir tranquilo, libre, si se iba sabiendo que su nieta, ya para siempre, era de Central. Ante incontables anécdotas de esa índole mis hermanos y yo solemos menear la cabeza disconformes, casi como si no hiciera falta explicar nada más pan dejar en claro por qué ellos, los otros, son de Central, y nosotros de Ñuls.



* * *


A todo esto, siendo de Ñúbel, ¿vi muchos partidos de Ñúbel ahí, en la cancha, y no por televisión? No demasiados, pero en la mejor época, la del Profeta, la del loco Bielsa, la época que cambió al cuadro y que lo transformó en un equivalente del Ayatollah Jomeini para el Sha y los yanquis, es decir para Central y sus hinchas. Cuando se dieron vuelta las hinchadas, cuando, según un sociólogo de Ñuls, las masas de pobres que vinieron del Norte a trabajar en el boom de la construcción de Rosario terminaron por ser de Ñúbel por el sutil rechazo de los canallas, demasiado oriundos, demasiado rosarinos. Cuando empezó a haber dos barras bravas.

Era una semifinal y el loco Bielsa, como hacía siempre, gritaba desde el costado de la cancha. Y había tanta gente que en muchos momentos, en un partido que no fue nada del otro mundo, la punta de mis pies dejaba de tocar el suelo y era alzado, levantado, apretado, comprimido, por la multitud. Y el loco seguía gritando hasta que, como pasaba casi siempre, el réferi lo echó, ordenó que el loco se fuera de la cancha y se dejara de gritar. Y el Profeta obedeció aparentemente y se fue al túnel, pero no bien había desaparecido cuando sólo su cabeza se asomó por sobre la línea horizontal de entrada y allí, como un dibujo animado, haciendo esfuerzos por no agitar los brazos y hacerse demasiado notorio, siguió gritando, marcando, ordenando.



* * *


Desde hace años, como corresponde, el Profeta vive en el exilio, no en su tierra, en su ciudad. Y allí, además de tomar a otro cuadro y llevarlo hacia arriba, pudo al fin conocer la calma, sentir que se le aflojaba un poco la tensión permanente que tenía en el hígado, concretamente como si un zorro se lo estuviera royendo todo el tiempo, por el destino de Ñuls. Como un mordisco, un roer constante, imparable, sin dejarlo dormir, y él por lo tanto sin dejar dormir, ni comer, ni respirar a nadie con tal de presionar y ganar y meter el gol y ocupar terreno todo el tiempo. Estudiando al contrario como un mecánico estudia una máquina, tornillo por tornillo, y cómo se combinan, y cómo mueven un brazo, y un engranaje y una rueda, para trancarla, para pararla, para ganar.



* * *


Los años pasan, las cosas se desvían para acá, para allá. Fui o vine seguido a Rosario durante los dos últimos años, conversé, hablamos de Ñúbel con mis hermanos. Cuando les leí las primeras páginas de esto, todo era indetenible: el conocimiento de los matices, de los nombres, de las épocas, de las capas geológicas envolvía las escasas páginas como innumerables frazadas, tules, enriqueciéndolas, aumentando el volumen, matizando, reconociendo errores, goles en contra, épocas nefastas, dirigentes carcomidos hasta la médula, y victorias, brillos, goces estentóreos o silenciosos, disfrutados en el recato mimoso de la victoria aplastante. Como los años pasan, y las cosas se desvían, bien podría dejar de venir, así como un día empecé a venir más y por lo tanto a empaparme, sin dejar de ser un visitante. Por ahora lo que registro es esto, acepto las cosas que llegan y las que se van, sin que las que desaparecen formen un pesado manto sobre las nuevas. No siento ese sufrimiento espantoso, terrible que a veces carcome las mejillas de los canallas cuando pierden, sobre todo con nosotros. Esas ocasiones en que quedan con los bigotes lacios, ferruginosos, caídos, amargados hasta la médula, destruidos por un dolor sordo, ceniciento, tal vez el rasgo que más les he admirado siempre. Esa cosa sufrida hasta el hueso, opaca, esperando de nuevo el triunfo, la alegría bárbara de derrotar al otro, a Ñúbel. Más que el triunfo en sí, la necesidad de que exista Ñúbel, y no cualquier otro cuadro. A tal punto que cabría preguntarse si existiría Central en caso de no existir los leprosos como desafío, como camorra de una forma de vida y de pensar tan distinta, una vida que incluye la posibilidad de existir sin Central. La necesidad de que existamos para existir ellos, para que estén siempre las ganas de la derrota nuestra más que las del triunfo a secas, con cualquier otro cuadro. El placer, por ejemplo, de imaginar aquella vieja película de Maradona jugando de pibe, amasándola, moviéndola, acariciándola, alegre, con una camiseta de Ñúbel, aplicada con computadora, sin falsificar demasiado las cosas, porque el rojo y el negro lo estaban esperando lejos, sin presionar, sin insistir demasiado, más allá de años y desvíos.

(Mi agradecimiento al maestro Elvio Gandolfo, por permitirme publicar este cuento incluido en el libro “Cuentos de fútbol argentino” -Alfaguara-)

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Cuando ví esa obra maestra fue la única vez en mi carrera que tuve ganas de aplaudir a un jugador rival.

(GARY LINEKER, ex futbolista inglés, opinando sobre el mejor gol de la historia de los Mundiales, en México 1986, revista "Gente" del 14/03/06, pág. 38)

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El fútbol ha sido objeto de desprecio por parte de los intelectuales desde siempre. Yo escribí "El fútbol a sol y sombra" para ayudar a la conversión de los paganos, a los que desprecian la pelota y a los que desconfían de los libros. Afortunadamente, desde hace ya algún tiempo somos unos cuantos los que andamos en eso. A la larga, esperamos, los intelectuales y los hinchas terminarán por aceptar que el fútbol es una expresión de identidad cultural, en casi todo el mundo y sobre todo en estos países nuestros, donde el fútbol es la única religión que no tiene ateos. Dime cómo juegas y te diré quién eres.

(EDUARDO GALEANO, escritor uruguayo)

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El partido es como cuando vas a bañarte y cuando sales otro se ha puesto tu ropa.

(MICHEL, ex jugador del Real Madrid, actualmente comentarista de programas de TV)

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La bomba darsenera (Tomás Cortés - Uruguay)


La hinchada del viejo River
vive una alegría sin par
porque su cuadro querido
sigue su marcha triunfal
y en los partidos
la alegría es sin igual
y los hinchas Darseneros
entonan este cantar.

Qué bomba señores, qué bomba es River Plate
jugando la globa, siempre cortita y al pié.

Es una bola corrida
los siete días de la semana
que cuadrazo tiene River
que nunca pierde, y que siempre gana
y con fútbol de alta escuela
primero los de la Aduana.

Oué bomba señores, qué bomba es River Plate
jugando la globa, siempre cortita y al pié.

Una moña una cortada
y la pelota que está en la red
y triunfan los Darseneros
qloria genuina del balompié
este año no hay quien pueda
con el viejo River Plate.

Oué bomba señores, qué bomba es River Plate
jugando la globa, siempre cortita y al pié.

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–¿Cuál es el secreto de sus equipos?

–Yo creo que soy un entrenador simple. No complico las cosas. Jugué al fútbol antes que ellos y trato de no complicarle la vida al jugador. Sólo le pido que cumpla con lo que le explico, que no es nada que no pueda hacer. El sistema de juego lo hago yo. La personalidad del equipo la doy yo. Yo creo que cualquiera que vea jugar a mi equipo se da cuenta enseguida de que lo dirijo yo. Mis equipos tienen Características puntuales. Me atengo a los jugadores con los que cuento y a las necesidades del equipo en cada momento.

–¿No es de los que planifican partido por partido?

–No, no... Tampoco según el adversario. A mí me gusta que el equipo tenga determinadas características y juegue como yo quiero contra quien sea. Quiero que se parezca a lo que yo era como jugador. Por eso les digo siempre: “Yo puedo aceptar cualquier cosa, que jueguen bien o mal, que sean un desastre; pero nunca les voy a aceptar que no dejen todo dentro de un campo de juego”. Ellos comprenden muy bien que, si no lo dan todo, conmigo están en falta. Eso es lo que yo llamo actitud. Usted puede jugar bien o mal, pero el equipo dentro del campo de juego tiene que tener una actitud positiva, tiene que ir a buscar el partido, aunque se presente un día en que no esté jugando bien o que el adversario lo supere, porque eso puede pasar. Pero en la cancha hay que intentar por todos los medios jugar el partido de igual a igual.

–¿Debe el equipo transmitir la personalidad del entrenador?

–Cada uno piensa como quiere... Yo, una vez, escuché decir a un entrenador italiano que estaba tranquilo cuando su equipo no tenía la pelota. ¿Cómo? Yo quiero tener la pelota los 90 minutos si es posible. Ahí estoy tranquilo. Si la tengo yo, el rival no juega, no me puede hacer ningún gol.

(CARLOS BIANCHI, técnico argentino, brindando su opinión al diario "Página 12" del martes 16 de Diciembre de 2003)

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Jamás renunciaré al derecho y al placer de soñar con el fútbol: por fidelidad a la infancia y por fidelidad al orgullo inexplicable de ser brasileño.

(PAULO MENDES CAMPOS, poeta y cronista brasileño)

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La mejor forma de frenar a Ronaldinho es a patadas, hay que dejarle claro que estás ahí.

(JOHN TERRY, futbolista inglés, previo a un Chelsea-Barcelona, Febrero 2006)

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Antes de morirme me haré del Milán. Así se morirá uno de ellos.

(GIUSEPPE "Peppino PRISCO, (1921-2001) ex-directivo del Inter)

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Después del partido contra Inglaterra fuimos a la recepción para los eliminados en el Palacio. Nos pusimos todos en fila, uniformados.
Al lado del "Mono" Mas había una mujer bajita, medio vieja y muy fea. Como estaba en silencio, el "Mono" le dijo seriamente cara a cara: ¡Qué horrible sos!. La mujer lo miró y le contestó: ´Y vos muy lindo no sos que digamos`. Era la traductora que nos tocaba para la ceremonia. Mas se fue al baño. La fila se deshizo. Estuvimos diez minutos tirados en el suelo de la risa.

(ANTONIO UBALDO RATTÍN, ex jugador argentino, a pocos días de regresar con la Selección argentina que disputó el Mundial de 1966)

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La Historia argentina tiene una deuda con el fútbol. Faltan ensayos, muchos trabajos que lleguen masivamente al público: el movimiento obrero, las asociaciones de barrios, el impacto inmigratorio, entre otros, y, obvio, el fútbol, su influencia en la sociedad. Y en eso, fijate, yo le veo una conexión con la literatura.

—¿Por?

—Porque los cuentos de fútbol tardaron mucho en imponerse, y tal vez con el fútbol como elemento de estudio social pase lo mismo. Este fútbol, el de hoy, ha revisitado el mismo camino de la clase media trabajadora que tuvo el país. Los ricos allá, ganando, mientras los pobres sólo miran.
River, Boca y el resto. Mirá el reparto de la televisión. Y te hablo como hincha de Independiente, o sea: desde la clase media empobrecida.
¿Te imaginás, hoy, a Estudiantes tres veces campeón de la Libertadores? El mundo de privilegiados y excluidos también llegó al fútbol. ¿Ferro, Quilmes y Argentinos campeones en menos de diez años? Los multimedios tendrían que pegarse un tiro en las bolas.


—¿Por qué, entonces, la pasión igual aumenta?

—Porque este país perdió muchísimos signos de identidad. En la época de mi viejo había un montón de palenques a los cuales atarte: la identidad política era muy fuerte, los laburos te duraban décadas, hasta el colectivo que te tomabas era siempre el mismo. Los barrios se emparentaban con una fábrica, también, o la familia, que era más consistente. A un pibe de hoy ¿qué le queda de eso? Nada. Entonces se aferra a un color. A la camiseta.

(EDUARDO SACHERI, escritor argentino, en declaraciones al diario "Olé" del 02/09/07)

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Tengo el mayor orgullo de jugar en la tierra donde Cristo nació.

(CLAUDIOMIRO, ex jugador del Internacional de Porto Alegre, al llegar a Belém do Pará, norte de Brasil, para disputar un partido contra Paysandú por el Brasileirao de 1972)

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El árbitro, entre el odio y la necesidad


El árbitro comúnmente, se nos ha presentado como ese ser malvado, arbitrario, e injusto; al cual muchas veces se le recarga la culpabilidad de la derrota de algún equipo; este siempre acierta en las decisiones que nos favorecen, pero en el momento que ejerce la ley en nuestra contra, es abucheado, chiflado, y siempre se le recuerda su "pobre madre".
El árbitro es símbolo de autoridad, de ley, de rectitud; por lo tanto, muchas veces va a actuar, defendiendo unos intereses, pero castigando a otros. El árbitro, se ha tomado como "la figura mala del partido", incluso se ha interpretado el color de su vestimenta, como signo de luto, muchos se preguntarán, ¿luto por quién?, es luto por él mismo, por su "desdichada" suerte de ser árbitro.
Sin embargo, muy pocos se han atrevido a reflexionar acerca de la importancia del árbitro en el fútbol, ese ser que siempre es abucheado, chiflado y hasta insultado, incluso antes de que salte a la cancha, es parte fundamental de este deporte, este en gran medida es el que controla y regula el partido en sí, es el que condiciona los ánimos de los jugadores, es quien previene y castiga; sin él los partidos serian diferentes, el tiempo lúdico encuentra una vía de conexión con el tiempo real a través de este personaje; el árbitro, con sus implementos básicos, como las tarjetas, y fundamentalmente el pito, es la persona que con un solo silbido, da el empujón definitivo para que el paso del mundo y el tiempo real, a un mundo y tiempo "irreal" comience; permitiendo la sustracción de la realidad y reincorporación a ésta.
El odio que se demuestra hacia el árbitro podría corresponder al hecho de que este es quien ejerce la norma, la ley, el castigo, la represión, etc., factores estos que pertenecen netamente al mundo de lo real, de lo cotidiano, de lo productivo, del afuera del estadio; mundo este que se pretende dejar atrás de la entrada al mismo.
El estadio como tal, podría entenderse como ese espacio físico, "sacralizado" dentro del cual se puede observar una gran cantidad de comportamientos, representaciones, simbologías y actos particulares en general, de las personas que a él acuden, actos estos que en la vida cotidiana o en cualquier lugar no son permitidos hacer ni se harían, esto nos remite entonces a pensar el estadio como un espacio donde lo "real" queda "aplazado" o interrumpido durante cierto intervalo de tiempo; podría entonces decirse que "La adhesión al fútbol, es una forma de evasión que atenta contra el acatamiento de la realidad y aleja al hincha del interés por las urgencias políticas y económicas que la realidad le reclama". En el afán de escapar de esa realidad política, económica, social, e ideológica, los hinchas acuden al estadio para apoyar a un equipo en particular, sin embargo lo que sucede en ese espacio, aparte del apoyo al equipo, gira alrededor de poder hacer lo que comúnmente no se hace, o como lo dice Roger Caillois a "actuar como sí" donde ese "actuar como sí" se ve reflejado en el hecho de hacer lo que no se es, de hacer lo "prohibido"; además estas condiciones hacen que el estadio igualmente se considere como un lugar de ocio, entendiendo este como el momento externo a lo productivo, al trabajo, a las obligaciones políticas o económicas, las cuales quedan relegadas al mundo del trabajo y de la obligatoriedad, donde el individuo busca ese elemento "faltante" para nivelarse emocional y físicamente, el cual en el mundo productivo no encuentra.
Esta búsqueda de esa nivelación, hace que ese "actuar como sí" se remita específicamente al mundo de lo lúdico o a un mundo "irreal", el cual podría ser el estadio, y el fútbol como tal, sin embargo de acuerdo a la búsqueda insaciable y necesaria de ese nivel optimo de relax, de ocio, se pretende que este esté marcado por permitir "el todo" de una manera tal que resulta incluso peligrosa, en la medida de que la búsqueda de la libertad, del esparcimiento y del permiso de hacer lo que en la "realidad" no se puede hacer, puede causar al mismo tiempo que esa ansiada y aheleada libertad se convierta en caos y desorden, y es precisamente en este punto donde el árbitro se encuentra en el dilema del odio y la necesidad del mismo, ya que durante esa experiencia de noventa minutos que dura un partido de fútbol, y que se puede ver como un momento sublime y propio para que la expresión del mundo de lo lúdico, lo no productivo, y lo "irreal" cobre mayor importancia y actuación, el papel o puesta en escena de estos factores, no va a ser completo, en el sentido de que el árbitro como representante de la ley, la norma, aspectos políticos, económicos y otros antes mentados, propios del mundo de "afuera" de lo "real", de lo productivo, están representados por este y traspasan las puertas del estadio para comenzar a interactuar en el mismo juego, donde supuestamente lo no productivo o "irreal" cobraría toda su fuerza.
Así pues, podemos ver como el árbitro se comporta como ese conector que no permite una desconexión completa con el mundo real o productivo; esto me llevaría a pensar y a analizar como durante un partido de fútbol, las agresiones verbales y en algunos casos físicas que le hacen a los árbitros, lo que están reflejando en si es el odio por no permitir que el ocio, la lúdica, lo "improductivo" y lo "irreal" se manifiesten en un cien por ciento, ya que siempre falta ese uno por ciento para completarse, y ese uno por ciento, sería el que establecería la diferencia entre un desligamiento completo de "la realidad" y un reconocimiento de un espacio como tal donde se puede actuar "como sí" pero con una conexión o un enlace entre lo productivo y lo improductivo.
A modo de comentario final y como reflexión a examinar las verdaderas significaciones y funciones que en el transcurso de la historia se le han dado a las cosas y a algunos individuos, quisiera presentar como Eduardo Galeano se refiere al árbitro, como un ser abominable, tirana, injusto, odiado, pero al final de cuentas necesario para el desarrollo del deporte del fútbol como tal.
"El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los Jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Solo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón s persigna antes de entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden.
Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia se le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo todo el público recuerda su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias, los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuanto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo el árbitro se vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores."

Quedaría abierta la discusión acerca de analizar el papel del árbitro en las dinámicas no solo del juego o deporte del fútbol, sino igualmente de los "árbitros" que en el orden de las dinámicas políticas, económicas, ideológicas, y otras propias del mundo social giran igualmente entre el odio y la necesidad, para basados en la teoría de los análisis de las dicotomías podamos ir interpretando las culturas en todos sus aspectos, los simbólicos, físicos, reales, irreales, culturales, etc.


Juan Fernando Rivera Gómez
Antropólogo - Universidad de Antioquia, Medellín

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Hay jugadores que nacen con un don. No es mi caso.

(JAVIER MASCHERANO, futbolista argentino, en declaraciones a la revista "Viva" del 19/12/04, pág. 96)

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-¿En Chile usted parece que dejó de ser extranjero?

Es nunca me he sentido así, los chilenos me han hecho sentir uno más, tengo muy buenos amigos, de grandes charlas. Todo acá nos hace estar muy cómodos mi familia y yo. Mi hijo Filippo (11), que es rancagüino, el único chileno de los cuatro... Lo peor es que me salió antiargentino el webón, me lanza todos los dichos de acá, es muy agudo.

-Hay quien lo acusa de vendedor de humo...

Yo no vendo humo. Lo que hago es hablar y discutir de fútbol, que es lo que me gusta hacer tomándome un café, un trago, fumando un cigarro o como sea. Para mí decir que alguien vende humo sí es una falta de respeto, y yo siento que dar una apreciación futbolística no es faltarle el respeto a nadie.
¿Qué tiene de malo decir si alguien juega bien o mal? Es que como me contaba mi viejo, de sexo y de fútbol todos hablamos, porque nos creemos buenos.


(CLAUDIO "Bichi" BORGHI, técnico del Colo Colo, a comienzos de 2006 en el diario chileno "La Cuarta")

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Maneja la pelota con la zurda mejor que yo con la mano.

(FERENC PUSKAS, célebre jugador húngaro, opinando sobre Alfredo Di Stéfano)

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Historias de un abuelo (Fátima Zulátegui - España)

 

Sevilla, 2 de Febrero de 1937.

Estaba más triste que nunca. Con un frío que superaba al abrigo y se calaba en los huesos, yo corría entre caras pálidas, pobreza y hambre.
La ciudad había perdido su color, estaba bañada de un gris apagado que expulsaba desdichas gritando que cualquier tiempo pasado, fue mejor.
Yo, soldado de las tropas nacionalistas no por devoción, me dirigía a la calle Francos número 6 a la búsqueda de un chivatazo. Decían que en aquella casa se estaba fabricando propaganda republicana y teníamos orden de búsqueda, captura y muerte.
Una mujer me observaba por la calle pidiendo ayuda con los ojos, mostrando el cuerpo de su hijo desnudo tiritando y agarrado a su madre sin entender nada, sólo lloraba.
Sólo lloraba.
La casa era un edificio de tres plantas, subí las escaleras corriendo, como si estuviera huyendo de la conciencia que tanto me atormentaba…
Mi general me dio orden de tirar la puerta abajo.
A pesar del silencio requerido intenté hacer todo el ruido posible para que notaran nuestra presencia. No quería manchar mis manos de nuevo por algo que ni yo entendía.

A mi padre no le habían dejado elegir. Teníamos una tienda; una acogedora panadería en la calle Pureza, rozando a la iglesia de mi Esperanza. La Virgen a la que no me volvería atrever a mirar a la cara. A la que tanto me había llevado mi padre, y yo tanto me había enamorado. No tenía valor para volver y que viera en lo que me convertido.
Un asesino.

La puerta cayó como mi alma caía en picado en el reino de Hades.
Había mucha gente en la casa; dos o tres familias. Se oían gritos desesperados, gritos de muerte, llantos de pérdida, angustia, mucha angustia.
Nos desplegamos según las instrucciones. Yo me dirigí a una habitación. La puerta crujía y una bruma de polvo me nubló la vista.
En el centro, una cama cubierta de una manta azul y bajo la luz de la ventana una mesa corroída con lápices de colores desparramados. Era el cuarto de un niño.
Mis pasos respiraban venganza y mi corazón mostraba vergüenza. Sentía el hastío de mi respiración, vaga, confusa y turbia martilleando mi alma que cada vez pesaba más.

Miré detrás de la puerta, nada. Debajo de la cama, nada. Estaba vacía.
Me di la vuelta y pobre de mi oído cuando oyó un sonido de terror cautivo dentro del armario. Detrás de esa puerta había alguien. Me acerqué a ella rezando… por no encontrarme a nadie dentro.
Inocente de mí.
Allí, empotrados contra la pared, me encontré con cuatro ojos mirándome entregados al miedo, rojos de horror aguantado la mínima lágrima que pudiera hacer ruido.
Un padre aguantaba a su hijo delante de él, silenciándole la boca.
Tuve un diálogo con su alma. Me pedía piedad, me pedía vivir, me pedía que dejara seguir respirando a lo que más quería.
Su hijo miraba hacia arriba inmóvil, con esos ojos.
Qué ojos.
Azules intensos, dando luz a tanta oscuridad. Plenos de inocencia, de asombro, de miedo, de comprender nada. Sólo comprendía que tenía miedo.
Agarrando a su padre como si la misma vida fuese, en su mano tenía un cuaderno y en la otra un lápiz rojo. No le había dejado su padre ni dejarlo en la mesa.

No pude evitar mirar el dibujo. Un escudo.
Al mirarlo sentí mi corazón arder de melancolía… mi memoria me había alcanzado.
Me vino a la mente imágenes de mi niñez, de mi padre, cuando entre cliente y cliente me decía: Jesús, tiene once, once barras…
Sentí una tarde de domingo, sentí ese sol abrasador acariciando mi piel. Sentí un grito, un abrazo, un gol, un “uy”, un vamos, un sentimiento, un equipo, mi equipo.
Sentí los colores de Sevilla. Sentí de nuevo felicidad, amor, cariño. Sentí a mi Esperanza haciéndome soñar con esos ojos marrones penetrantes rogándome valentía.

Los pasos firmes del pasillo me hicieron regresar a la realidad.
Miré al padre y me leyó la mirada. No pudo reprimirse y la lágrima más pura de agradecimiento se escapó.
Miré al niño, al escudo y cerré la puerta.
Una voz fría como el hielo me hizo girarme: ¡Gutiérrez! ¿Hay alguno aquí?
“No señor, no hay nadie”

—–o—–

Pasó tiempo, mucho tiempo hasta que el sol volviese a pasearse por aquí. Ya entonces Sevilla volvía a ser Sevilla. El azahar se encargaba de perfumarla cada día, el río la acompañaba y la Giralda la vigilaba. Yo, sin molestarla, la observaba. Se estaba poniendo guapa.
Había derbi.

Cogí mi bandera casi tan vieja como yo y con mi nieto, nos fuimos los tres a soñar.
El respirar de mi pecho jadeante, ahincando el paso con el cuerpo hacia delante, vencido y apoyado sobre un bastón notaba como los años no pasan en balde.
Le mandé a comprar un paquete de pipas mientras yo iba adelantando. Poco duraría mi equilibrio al venir un muchacho tocándome lo justo para perderlo. Ya me veía yo viendo mi derbi vestido de marrón cuando unos brazos me agarraron con fuerza. Agradecido, me di la vuelta cuando…

...esos ojos...

Eran esos ojos, los que nunca olvidé, esos ojos azules como el mar, a los que un día les regalé vida.
Él, ignorante, me sonreía ante mi mirada asombrada de saber que le había vuelto a encontrar. Y sin buscarlo.
No supo que era yo, pero yo sí sé quién era él y acariciándole el brazo sin dejar de ver esos ojos intactos al tiempo comprendí todo lo que había regalado aquel 2 de Febrero de 1937.

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Espejo de las sociedades, el fútbol cuenta con toda clase de testigos dispuestos a desentrañar los beneficios y vilezas que desata.

(JUAN VILLORO, escritor mexicano)

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Una vez un periodista de TV me dijo que le gustaría hacer un programa en el que me acompañaran a la cancha. Ni en pedo, qué me van a venir a romper las pelotas cuando estoy preocupado con el partido. A la cancha no hay que ir ni con un chico ni con la novia. Atendés una cosa o la otra.

(ROBERTO FONTANARROSA, recordado dibujante y escritor argentino, reconocido hincha de Rosario Central, opinando en el diario "Página 12" del miércoles 17 de Noviembre de 2004)

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Un campeón como él, es fácil de dirigir y llevar, sobre todo en un campo de juego. Cuanto mejor es, más fácil es hacerle entender lo que se espera de él.

(OTTAVIO BIANCHI, ex entrenador del Nápoli, definía de esta manera a Diego Armando Maradona, en un artículo escrito por él mismo, para la revista italiana "Super Gol", del mes de Junio de 1987)

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CHIVAS RAYADAS - Deportivo Guadalajara (México)


La historia del Club Deportivo Guadalajara se remonta a 1906, en uno de los almacenes más importantes de la ciudad, llamado "La Ciudad de México", los empleados formaron un equipo de futbol con el apoyo de los dueños de la tienda, encabezados por el belga, nacido en la ciudad de Brujas, Edgard Everaert.
En ese mismo año comienza su actividad futbolística e ingresa en 1908 a la Federación Deportiva de Occidente de Aficionados, participando en la Liga de Occidente, donde logra cosechar 13 títulos convirtiéndose en el más ganador de este torneo. A partir de 1943 con la profesionalización del fútbol mexicano se une a la entonces Liga Mayor, en la cual logra su primer título el 3 de Enero de 1957.
El Campeonísimo fue el mote que se le dio a el equipo de Guadalajara entre los años de 1956 a 1965, esto debido a su gran juego y a la cantidad de títulos tanto nacionales como internacionales que lograron; entre estos están 7 títulos de Primera división mexicana, 6 Campeón de Campeones, 1 Copa México y 1 Copa de Campeones de la CONCACAF, todo en menos de 9 años.
El Guadalajara es un equipo de extracción nacional que no tuvo logros entre 1970 y 1986, lo que le valió el mote de “Chivas flacas”, pero que cuenta en sus vitrinas con 11 títulos de liga, 7 veces Campeón de Campeones, 2 títulos de Copa, 4 Copas de Oro de Occidente, 3 Pentagonales Internacionales y 3 Campeonatos de la Concacaf.
Los colores que identifican a este grande del fútbol de México son rojo, blanco y azul, dicha gama se puede observar tanto en su uniforme como en el escudo de la institución. Su estadio es el "Jalisco", que cuenta con una capacidad de 56.713 espectadores y fue fundado el 20 de Noviembre de 1960.
El origen del apodo se remonta a un jueves 30 de Septiembre de 1948. En el parque Oro de Guadalajara, se jugaba la jornada dos entre Chivas y Tampico. La crónica de ese partido se publicó en la página siete bajo el siguiente encabezado: Jugaron a las carreras y ganaron las "Chivas" uno a cero. Ese fue el título que se le ocurrió al jefe de la plana deportiva, Reinaldo Martín del Campo, alias "Anotador" apoyado en que el partido había sido muy malo y en que algunos fanáticos con el sello rojinegro, se mofaban de los rojiblancos gritando que "parecían chivas brinconas".

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En 1978, ¿recuerdan? Brasil ya en la vía defensiva, perdió la Copa del Mundo, invicto. Empató todos los partidos. Inventamos una cosa extraordinaria: la invictoria.

(MILLOR FERNANDES, filósofo brasileño)

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-Hiciste más goles en un año que Pelé y Maradona...

-Los superé a todos, pero como soy Héctor Scotta la gente no lo reconoce. ¡Ojo! Maradona fue el mejor del mundo, Pelé lo mismo. Scotta hizo 60 goles en un año y nada más. Soy un agradecido al fútbol y a San Lorenzo.

-¿Cuánto valdrían hoy tus 60 goles?

-Con 60 goles, San Lorenzo podía pedir una fortuna que nadie la iba a poder pagar. Bah, ahora en Europa pagan barbaridad por cualquiera.

-¿Por qué ya no hay tantos goleadores?

-El fútbol de ahora es muy defensivo. Hay otra idea futbolística. Antes se jugaba con cinco delanteros, después se pasó a usar tres y ahora a veces juegan sólo con uno. Había mucho potrero. En mi pueblo creo que hasta ladrillos pateábamos. Además, ahora no se practica el remate de media distancia. No sé si tienen miedo. Yo pateaba de cualquier lado. A veces la tiraba a la tribuna y me silbaban, pero no me importaba porque me gustaba el arco. Si un domingo no hacía un gol, volvía a casa amargado.

(HÉCTOR "El Gringo" SCOTTA, tremendo goleador de San Lorenzo de Almagro en la década del '70, recordando su récord en el diario "Clarín" del Miércoles 23/11/2005. La marca del santafesino -60 goles en 317 días- es la tercera en el mundo, sólo superada por el estadounidense Archibald Mc Pherson (que en 1925 marcó 67 goles) y por el húngaro Ferenc Deák (en 1946 marcó 66). Además, Scotta supera a astros como Pelé (en 1958) y José Saturnino Cardozo (en 2003), ambos con 58 goles)

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Su Excelencia considera que el asunto no es de interés del gobierno.

(OCTAVIO MANGABEIRA, Ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, comunicando la decisión del Presidente Washington Luiz en no dar apoyo financiero a la delegación brasileña que viajaría a Montevideo a disputar la Copa del Mundo de 1930)

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Esperándolo a Tito (Eduardo Sacheri - Argentina)


Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente “¡andálaputaqueteparió!”, pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. ¿Y ahora qué hacemo, decíme?, me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: “Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando”. No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: “Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...” .
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: “Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?” . El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: “Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?”. En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: “En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío”. Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: “Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?”. Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: “Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante quilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado”.
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.
Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera “algo”. No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un “dejá Carlos, son una manga de cagones”. Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el Sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna. Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del Rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendeme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedate tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. “Es la hora, Carlos”, me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. “¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?”, preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
“Andá ubicando a los tuyos, y llamalo al árbitro para el sorteo”, le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un “quédate pancho, Carlitos”. En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose “saltá vos”. El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un “pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro”, y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdoname por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdoname, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.
Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.
Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No qué no venía? ¿no qué no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.
Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.

(Un inmenso agradecimiento a Eduardo Sacheri, autor de este hermoso cuento, por permitirme su publicación en este sitio. Este cuento integra el libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol" publicado por Galerna Libros, el cual lleva 10 ediciones con un total de 21.000 ejemplares vendidos)

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