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Si no seria futbolista me hubiese muerto virgen (CLAUDIO "El turco" GARCÍA, ex futbolista argentino)

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Era un 14 de Septiembre. Al día siguiente, los mexicanos conmemorarían su tradicional e histórico “Grito de Independencia”. El temperamental jugador uruguayo Nery Castillo (padre del actual jugador, de igual nombre) no pudo con su habilidad, ni rapidez, desequilibrar el partido. Su equipo perdió. Se acercó al árbitro al terminar el juego, le estrechó la mano y le soltó su furia en la cara: "Qué se podía esperar de un mexicano cobarde como vos". El árbitro apretó fuerte la mano derecha de Nery Castillo y con la izquierda le asestó en pleno rostro un puñetazo fulminante. Ni siquiera lo dejó caer de la fuerza con la que le sostuvo la mano.
La foto salió en los diarios, con encabezados tales como "agresión de un árbitro a un jugador", "ahora los patos le tiran a las escopetas", etcétera.
La televisión repetía la escena, ante los ojos atónitos de los televidentes, que no recordaban un episodio así.
Nery Castillo se quedó sin posibilidad de respuesta porque el agresor era más grande y fuerte.
"Estaba yo en mi mejor forma. Fuerte. Y Nery era bajito y delgado. Simplemente no lo dejé moverse. Me ofendió que me dijera cobarde. Claro que hice mal al pegarle, pero al otro día íbamos a celebrar la Independencia de México y no quería permitir que un extranjero le dijera cobarde a un mexicano. Y menos a mí", dice hoy en su retiro Fermín Ramírez Zermeño, quien recuerda aquella anécdota de hace más de 20 años, cuando Nery Castillo era la gran figura del desaparecido Atlético Potosino.
"Ahora que vuelva a México con su hijo, voy a tener que ir a ofrecerle una disculpa y a darle un abrazo", dice mitad arrepentido y mitad festivo.
-¿No lo expulsaron del arbitraje?
-Casi. Todo el mundo se me vino encima. No era común que un árbitro le pegara a un jugador. Afortunadamente por aquella época me entrevistó para televisión don Jacobo Zabludowski, quien enarboló la bandera de que no podía expulsar de por vida al árbitro porque generalmente siempre éramos las víctimas de los jugadores. Aunque su argumento no era tan contundente, por el peso que tenía en la opinión pública me salvé de la expulsión de por vida. Sólo me castigaron unos cuantos partidos.
Hoy Fermín Ramírez Zermeño, uno de los árbitros más destacados de los ochenta, vive un retiro feliz, pensionado por un banco para el cual trabajó 35 años. "Al retirarme del banco quemé todas mis corbatas y mis trajes", ríe.
Pero no olvida aquella anécdota, extraña en él, que siempre fue un silbante sereno y equilibrado.
"Pero ese día perdí la cabeza. Me ofendió que le dijeran cobarde a un mexicano. Y le sujeté fuerte las mano con la derecha y le pegué un izquierdazo que seguramente todavía le duele", dice en la sala de su casa, en el sur de la ciudad de México.
La anécdota sirve porque justo en aquellos años nació en San Luis Potosí, Nery Castillo, el hijo, actual jugador de la Selección de México).


(extraido del portal ESPN Deportes, 13/03/07)

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A mí, me crucificaron por la entrada a Maradona, pero él siguió jugando al fútbol. En cambio, Figo lesionó a César y le obligó a dejar la profesión, y de eso nadie dice nada (ANDONI GOIKOETXEA, entrenador y ex futbolista vasco, luego de que el diario británico "The Times" publicara un artículo en el que lo tilda como el jugador más duro de la historia del fútbol)

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Una final con gol "fantasma"


A pesar de ser Inglaterra la cuna del fútbol, no manifestó mucho aprecio a la Copa del Mundo durante bastantes años. Pero en 1950, los pros ingleses accedieron a participar en la máxima competición... y ello les costó la humillación de perder por 1-0 ante Estados Unidos y luego ante España, también por 1-0. A partir de entonces los ingleses decidieron intervenir asiduamente en las grandes competiciones y, finalmente, solicitaron la organización de la Copa del Mundo, que les fue inmediatamente concedida: en 1966 los Campeonatos tuvieron lugar en Londres y otras ciudades del país.
La final se celebró en el estadio de Wembley el día 30 de Julio ante unos cien mil espectadores. Inglaterra llegó a ella después de no pocos sufrimientos y a veces con la generosa ayuda de los árbitros. Ya en el partido inaugural se había producido un sorprendente 0-0 ante Uruguay, un equipo formado por ilustres veteranos con mucho fútbol pero poca velocidad en sus botines. Después vendrían dos victorias sin excesivo brillo ante México y Francia, ambas por 2-0, que le darían el primer puesto del grupo. En cuartos de final se enfrentaron a Argentina, que presentaba un formidable equipo y había eliminado a España. Fue un partido duro y dramático en el cual el árbitro favoreció descaradamente a Inglaterra: expulsó al capitán argentino Ubaldo Antonio Rattín y concedió un gol a Inglaterra conseguido en claro fuera de juego.
En las semifinales, Inglaterra ganó justamente a Portugal por 2-1, merced a dos goles de su máxima estrella, Bobby Charlton, y Alemania Federal se deshizo de la Unión Soviética también por 2-1, asegurándose el derecho a la final, que prometía ser excitante. Los ingleses jugaban el 4-3-3 impuesto por Ramsay: delante del excelente guardameta Banks se situaban cuatro defensas (Cohen, Jackie Charlton, Bobby Moore y Wilson), de los cuales los dos laterales podían convertirse en extremos en cualquier momento; en el centro del campo se situaban Nobby Stiles, Bobby Charlton y el falso extremo Peters, y en punta quedaban Ball, Hunt y Hurst, aunque el primero solía retrasarse y dejaba espacio a las incursiones de los laterales. Un módulo que resultó muy eficaz a medida que avanzaba la competición.
Alemania había construido una espléndida formación en la que sobresalían la veteranía de su goleador Uwe Seeler y la eficacia defensiva del joven Franz Beckenbauer, el cual operaba como jugador libero adelantado, pero se permitía frecuentes incursiones en el área enemiga hasta el punto de haber marcado cuatro tantos y erigirse en máximo goleador de su equipo... Otras figuras eran su lateral Schnellinger, repescado del Milán, su centrocampista Overath y el rubio delantero Haller, también recuperado del calcio italiano.
La final respondió a todas las expectativas. Fue tensa, emotiva... y polémica. El tiempo reglamentario terminó con empate a 2 goles, ya que a unos segundos del final el defensa alemán Weber recogió un rechazo en corto de la defensa inglesa y consiguió el gol decisivo que anulaba la ventaja inglesa obtenida a los 77 minutos por Alan Peters. Se pensaba que en la prórroga se impondría la mayor fuerza física de los alemanes, pero los ingleses contaban con el apoyo incansable de casi cien mil gargantas que anulaban los esfuerzos de los quince mil alemanes que habían acudido a Londres.
A los 10 minutos del primer tiempo de la prórroga, el pelirrojo Alan Ball, el mejor hombre sobre el campo, centró sobre el área y el poderoso delantero centro Hurst remató de volea; la pelota dio en el travesaño y picó... ¿sobre la línea de gol? ¿más allá de la línea? El árbitro suizo M. Dienst quiso hacer honor a la famosa "neutralidad" helvética y se inhibió. Entonces consultó con el juez de línea, el ruso Brakhamov, y éste señaló que la pelota había picado dentro de la portería antes de volver nuevamente al campo, con lo que se concedió el gol.
Más tarde un servicio fotográfico de la revista alemana Kicker y la propia TV se encargaron de demostrar que la pelota había picado sobre la línea; por tanto, no existía tal gol. La protesta resultó inútil. Inglaterra había ganado su primera Copa del Mundo. Un cuarto gol marcado también por Hurst, en pleno delirio y con el campo de juego parcialmente invadido por los fans, no añadía nada a la discutible victoria inglesa. La sombra del "gol fantasma" no ha sido olvidada y queda como un borrón sobre este éxito del fútbol británico.



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Porque la victoria queda en los libros, pero la forma de conseguirla queda en la cabeza de la gente (ARRIGO SACCHI, por entonces técnico del Milan, repondiendo al holandés Marco Van Basten a su pregunta de por qué el Milan además de ganar debía convencer)

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En la cadena televisiva Fox Sports, le consultaron al "Bambino" Veira acerca de la actuación que había tenido en ese primer tiempo Sergio "Kun" Agüero (partido en el que Veira integraba el panel de comentaristas), y el Bambi lanzó: "…ese chico es tan bueno que hay que marcarlo con un pueblo entero…!!!" y agregó: "…motiva hasta las jirafassssss…!!!

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La gran oportunidad (Marcelo Carlos Zona - Argentina)


Impertinente, esa es la definición correcta que le cabe a Juan Manuel Zoleri, con “z”. Un tipo que no viene al caso para nada, irresponsable e irrespetuoso. Pero sin dudas son esas cualidades de su personalidad las que le permitieron en su época transformarse en uno de los valores promisorios en las filas del Atlético, puesto que a fuerza de las gambetas propias de un “cara sucia” se transformó en un pibe con una proyección increíble dentro del fútbol. Estaba predestinado a que toda la prensa hablara de él, del desparramo que armó dentro de algún área, de los defensores que quedaron tirados ahí o el arquero que se revolcó en el guadal buscando la pelota hacia su izquierda, cuando en realidad pegándole con la parte externa, con tres dedos, se la puso en el otro palo.
Zoleri, con “z”, era un pibe que no conocía de razones, un desobediente que a su manera se resistía de manera pacífica a las exigencias o mandatos del poder establecido, entiéndase en estas circunstancias un director técnico. Esto lo cuentan seguido en la mesa del bar del club, ocasión en la que tuve un primer acercamiento a la emblemática, ilustre y desconocida figura de este extraordinario jugador, al que tuve la suerte de ver en acción cuando ya entrado en años jugaba en el fútbol comercial, donde a simple vista, con sólo observar la forma con que paraba la pelota, alcanzaba para darse cuenta que se trató de un diamante en bruto, que nunca había sido pulido.
El nombre de Zoleri, con “z”, surgió -como decía- en esas conversaciones de boliche en la cual sus protagonistas alardean sobre sus conocimientos de fútbol repitiendo formaciones de equipos que jugaron hace décadas, aunque difícilmente puedan recordar con precisión a más de dos o tres de los jugadores que hoy juegan en el Rosario Central del “Flaco” Menotti, por citar algún ejemplo.
- ... Champio; el “Hilacha” Fernández, Juan Carlos Fernández, Esquivel y el “Negro” Julio Fernández, en la defensa; el Carlos Navarro, Elder Conti y el “Gati” Giraudo, en el medio; Bujedo -después empezó a jugar ahí la “Chechona” Martina-, Cecchini y el “Pachi” Martina, cuando no estaba expulsado por haber atado algún árbitro, adelante. ¡Qué equipo! A esos le ganaban sólo comprando el árbitro, como en la final del Provincial del ´78 en Río Cuarto contra Estudiantes -comentó, con memoria prodigiosa, el “Ñato” en la mesa de la esquina, donde compartía con los parroquianos el vino de la tarde-. Sirva esto de ejemplo.
Así se prolongaban y se sucedían las charlas de bar en lo que en materia de fútbol se trataba. Día tras día se repetía la interminable nómina de futbolistas que habían actuado en los clubes locales, una especie de campeonato con partidos de ida y vuelta.
- El arquero de ese equipo no era Champio, en esa época no estaba en Arroyo Cabral, ahí atajaba Cobas y después el pibe Conti, el sobrino del Elder, que sí jugaba de cinco, -corrige el “Chuchu”, a manera de revancha.
- Puede ser. Es posible. -No da el brazo a torcer el “Ñato”.
Lo concreto es que en cierta oportunidad saltó a la cancha... perdón a la mesa, el nombre de Zoleri, con “z”.
Fue precisamente esa aclaración la que me llamó la atención y forma en que se sucedió, de manera recurrente, a partir de entonces. Una y otra vez su nombre volvía; una y otra vez repicaba en mis oídos.
¿Por qué con “z”? La aclaración viene a cuenta de que se trata de un apellido tano, piamontés, como una buena parte de los que se encuentran en esta región producto del asentamiento de inmigrantes de ese origen en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. Y no español, como la “z” lo hace sonar.
Seguramente al bajar en el puerto de Buenos Aires, los Zoleri, que tal vez se escribían con “s”, fueron anotados con “z” producto de la indiferencia que en esa época le ponían a su trabajo los empleados de Inmigraciones, despreocupados por tener en cuenta si la pronunciación de los recién llegados coincidía con lo que ellos registraban en el papel.
No es extraño encontrar hoy familiares que tienen distinto apellido, viniéndose a mí memoria el de unos hermanos vecinos: Jorge Cora y Manuel Cura, nacidos de un mismo vientre e hijos de un mismo padre, pero anotados así al pisar suelo argentino, procedentes de la lejana Italia.
La cuestión es que Zoleri, con “z”, se ganó un recuadro destacado en la historia del fútbol local en oportunidad de disputarse el clásico de la Liga. Vaya partido el que eligió.
Se sabe que los clásicos no son cualquier cosa, en ellos hay que ganar o ganar, hay que dejar todo en la cancha para retribuirle a la gente su compromiso de fe con el club, la camiseta y los colores. Porque el que paga una entrada en un clásico no para hasta ver caer en sus hombres la última gota de sudor, es que al igual que los futbolistas, ellos también se juegan una parada muy importante. ¿Cómo bancarse después que tus compañeros de trabajo te gasten, toda la semana, si llegas a perder? No es poca cosa.
Según cuentan, las cosas entre él y el técnico no venían para nada bien, las fricciones habían comenzado varias semanas antes del partido en cuestión, cuando a Zoleri se le escapó un globo en medio de la práctica.
“¡Eh pibe!”, grito el “Viejo” entre medio enojado y burlón; “porque no guarda los globos para la fiestita de cumpleaños”. Un escrache al frente de sus propios compañeros, ante una jugada de origen fortuito.
Pero la cosa no terminó ahí, un domingo, durante un viaje hacia la localidad de Las Perdices, con el plantel cambiándose en pleno micro, a manera de vestuario improvisado, para ganar tiempo y llegar en hora al estadio, a Zoleri le tiraron un pantaloncito varios talles más chicos que el suyo y al querer ponérselo lo rompió. El “Viejo”, que repartía la indumentaria, se lo cambia. A los cinco minutos la acción se repite. El técnico accede a entregarle uno nuevo, pero a la tercera vez, no aguantó más y dirigiéndose al futbolista le gritó: “Pibe bájese, con ese culo no puede jugar al fútbol”.
El citado día del clásico le tocó ir al banco, aunque la lógica hubiese indicado que su presencia en el equipo titular le iba a brindar a su equipo una mayor fluidez ofensiva, dado su juego capaz de generar espacios para ser aprovechados por un compañero, al arrastrar -con seguridad- la marca de dos hombres temerosos de su increíble habilidad.
Pero el “Viejo”, el técnico de su equipo, era uno de esos tácticos incurables, estructurado sólo para pensar en qué puede llegar a hacer su rival, sin detenerse a pensar que las virtudes propias alcanzan y sobran para garantizar una victoria o al menos un digno empate.
Para ese clásico se había estudiado al detalle los movimientos de sus adversarios, que tenían un lateral volante de cuidado, precisamente quien motivo la ida de Zoleri, con “z”, al banco de sustitutos, habida cuenta que en su lugar ingresó un aguerrido hombre de marca, Fonseca. Y se sabe, esta clase de técnicos son rígidos en materia de disciplina, no es que los otros, los líricos, tampoco lo sean, sólo que tienen un concepto diferente en materia de autoridad.
Lo concreto es que el “Viejo” era un milico de aquellos y tal era la distancia que ponía, que no toleraba de sus dirigidos ni siquiera el más mínimo atisbo de tuteo. Dirigía las prácticas con una solemnidad increíble, no derrochaba un gesto, ni una mueca inútil. Siempre frío, esquematizado. El partido venía encarajinado, trabado, difícil de leer desde la tribuna y con un 0-0 que aburría hasta los propios protagonistas. Como era de prever, según las especulaciones pre-cotejo, era un encuentro cerrado.
Fue así como con el transcurrir de los minutos la presencia de Zoleri, con “z”, se hacía necesaria dentro del campo de juego, era el único en condiciones de “abrirlo”.
Lo previsible, entonces, sucedió recién en el minuto veinticinco del segundo tiempo, cuando el “Viejo” dispuso que Zoleri, con la cara larga de tanto esperar, hiciera los movimientos precompetitivos, el calentamiento, que en esa época simplemente consistía en trotar pegado al lateral.
De repente, el “Viejo” pegó un chiflido, levantó la mano y convocó a Zoleri, quien se acercó con paso cansino y se prestó a escuchar las indicaciones tácticas y técnicas del veterano entrenador.
- Venga Zoleri, va por el 7.
- ¿Y qué hago?
- Lo mismo que el siete.
- ¿Entonces para qué me pone?

El partido terminó nomás 0-0 y Zoleri no sólo que no jugó ese partido, sino que hasta el final del campeonato no volvió a figurar entre la nómina de dieciséis convocados para concentrar los sábados y estar presentes en la cancha los domingos. La discontinuidad lo alejó paulatinamente del fútbol. Terminó siendo Ordenanza en el sector bancario y hoy se divierte corriendo detrás de la ‘bocha’ los sábados por la tarde junto a sus amigos.

(Un gracias de corazón a Marcelo Carlos Zona quien me cedió gentilmente este cuento para compartirlo con "Los cuentos de la pelota")


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¿Por qué Borghi no llegó más lejos?
Técnicamente fue el mejor jugador que vi después de Diego. Un día, en River, Menotti lo llama: “El viernes hacemos un entrenamiento y la rompe, el sábado hacemos tenis-fútbol y la rompe; ahora, el domingo no hace nada". ¿Por qué? Bichi le dijo: “Porque los domingos no me gusta jugar, César”. Nos fuimos para atrás los dos. Así era Bichi, no le daba bolilla al fútbol. Diego, en cambio, era un enfermito del fútbol.
(El "Checho" BATISTA, ex jugador de fútbol, recordando sus tiempos junto a Claudio Borghi)

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En el puesto de los bobos, yo soy el más vivo (HUGO ORLANDO GATTI, ex arquero de fútbol, hoy columnista de fútbol)

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Mi portero favorito de todos los tiempos es Gilmar. ¿Por qué? No sé grandes cosas sobre él, pero siempre me gustó su nombre.

(JOHAN CRUYFF, ex futbolista y director técnico holandés, en su libro “Mis futbolistas y yo”)

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El más grande (Ignacio Copani - Argentina)


El más grande sigue siendo River Plate,
el Campeón más poderoso de la historia,
el más grande por las glorias
que alumbraron el ayer
y que brillan todavía en mi memoria.

El más grande sigue siendo River Plate,
y será más grande aún en el mañana,
por el juego, por las ganas
y el orgullo de tener
una banda roja que nos cruza el alma.

Vuelan la banderas del Monumental
se viene River... se viene la alegría...
y cada hora, cada día...
River Plate, te quiero más,
como te quiere casi toda la Argentina.

El más grande sigue siendo River Plate,
por su estilo, sus estrellas y su gente,
porque River no se vende,
porque se lleva en la piel
y en cualquier lugar que esté
siempre va al frente.

Vuelan la banderas del Monumental
se viene River... se viene la alegría...
y cada hora, cada día...
River Plate, te quiero más,
como te quiere casi toda la Argentina.

Hasta que me muera te voy a alentar
y si volviera a reencarnarme en otra vida
no sé por donde viviría,
de que iría a trabajar...
pero seguro que de River yo sería.

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Nací para el fútbol, como Beethoven para la música… (PELÉ)

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Yo tendría doce años y él (Alfredo Di Stéfano), ya un profesional, me tiraba penales en el patio de casa. Es casi inexplicable cómo se lo subestimaba, siendo un tipo que podía hacer cosas increíbles con la pelota. Y hablo de una pelota hecha de papel, atada con hilo sisal, casi perfectamente redonda. Darle efecto a esa pelota no era sencillo, y él lo lograba. Era muy inteligente. Fue el mejor jugador que vi.

-¿Más que Pelé o Maradona?

-Sí, seguro. Pero hay que aclarar que los tiempos, las requisitorias, el mensaje del periodismo eran distintos. Pero era el mejor, me identificaba absolutamente con lo que hacía. Pelé y Maradona resolvían por sí mismos, mientras que Alfredo resolvía por él y hacía que los demás resolvieran también.

(ENRIQUE MACAYA MÁRQUEZ, periodista deportivo argentino, en declaraciones a la revista "Veintidós", 6/7/2000)

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Este muchacho (Ardiles) hizo lo peor que puede hacer un tipo, habló boludeces amparado por los buenos resultados. Es un mentiroso y, además, mos­tró que era un miserable -defi­ne Babington-. Porque todo el conflicto que armó converge en la plata. El primer síntoma lo noté cuando me dijo desde In­glaterra que iba a trabajar con Valdecantos y con Comisso. Yo le dije que el presupuesto era de 20 mil dólares mensuales, y que él se tenía que hacer cargo del equipo. Y aceptó. Pero cuando vino, lo bajó a Valdecantos y me dijo que prefería trabajar con un preparador físico de las inferio­res del club. Cuando le dije que no teníamos profes con mucha experiencia, no le importó. En­tonces elegimos al coordinador de las inferiores, que cobraba 2.300 pesos por mes, pero Ar­diles no se quiso hacer cargo de ese sueldo. Esa fue la primera.

-Pero él lo acusó de que no le pagaron los pasajes, el hotel y el auto que le habían prometido.

-Eso es mentira. Ardiles explotó cuando le pagamos el sueldo de Septiembre a los jugadores. Como él ya lo había cobrado, no le dimos nada. Y ahí salió a hablar, inventó todo. Ardiles es un enfermo de la plata, es jodido. Con nosotros se portó como el culo. Ahora se fue a Inglaterra, y yo me quedé acá, expuesto, le tengo que dar explicaciones a la gente y comerme un garrón.

(CARLOS BABINGTON, ex jugador de la Selección Argentina, actual presidente de Huracán, en el diario "Perfil" del 22/12/07, defenestrando al anterior técnico de la institución, Osvaldo Ardiles, quien se fue del club en no muy buenos términos. Babington y Ardiles fueron compañeros de equipo en Huracán en la década del 70')

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Queridos amigos: absolutamente a TODOS aquellos que visitaron la página, a los que me mimaron con sus conceptos elogiosos, a los que dejaron su crítica constructiva -que tanto sirve para crecer-, a aquellos que colaboraron con frases y anécdotas y a aquellos que me autorizaron a publicar sus cuentos, A TODOS ¡¡MUY FELICES FIESTAS!!
"Los cuentos de la pelota" les desea que lo pasen lo mejor posible, rodeados de sus seres queridos, y les agradece estos dos meses inolvidables que me han hecho vivir llevándome por caminos que nunca creí podría transitar.


Un grande abrazo
Totonet

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Cuento de Navidad -el ayudante de Papá Noel- (José M. Pascual - Argentina)


No recuerdo exactamente cómo fue que decidí aceptar la tarea, pero si les puedo asegurar que el primer día como ayudante de Papá Noel no fue precisamente como esperaba.
Pensé que él me daría un traje rojo y que yo debía estar bien entrenado para bajar por las chimeneas sin despertar la más mínima sospecha. Pensé que el jefe me daría unos renos mágicos y que mi trabajo sería sobrevolar los tejados de un barrio de pibes afortunados. Quizás había visto muchas películas y por eso me costaba mucho imaginar la Nochebuena de otra manera.
Faltaban pocos minutos para la medianoche y todos los ayudantes estábamos listos para recibir las instrucciones. A mí, sinceramente, me preocupaba el hecho de que no me hayan dado siquiera una barba blanca como para identificarme en caso de surgir cualquier inconveniente.
Todos los presentes recibimos las asignaciones. El tiempo se detuvo. El jefe, al que veía por primera vez, me dio una pequeña bolsa, un papel con una dirección y me palmeó la espalda sonriendo con una expresión que me hizo olvidar las pequeñas cuestiones que me venían preocupando.
Me había tocado un edificio gris bastante alejado de las luces del centro. El reloj se había clavado cinco minutos antes de las doce y llegué al lugar sin recordar exactamente el camino que había tomado.
Sin el traje, ni los renos, ni el trineo que yo imaginaba debía estar conduciendo, aquella noche: aparecí en una habitación enorme donde un centenar de camitas se disponían en filas de dos. Todo estaba tranquilo, el silencio de la habitación sólo se cortaba con la cadencia de mis pasos invisibles haciendo eco en los techos altísimos y las paredes limpias de todo color.
Comencé a sentir que algo andaba mal. Teniendo en cuenta el número de camas, habría allí cerca de cien chicos, y yo sólo tenía una pequeña bolsa -¿Será una prueba para los principiantes?- pensé.
El tiempo seguía detenido y yo ya estaba junto a un árbol de Navidad tan improvisado como hermoso. No se parecía mucho a esos que se pueden ver en las vidrieras. En rigor de verdad, sólo el que lo mirara con buenos ojos podía llegar a adivinar un árbol de Navidad en aquella mata de pasto seco, pero al menos me sirvió para saber dónde debía dejar el regalo.
No pude resistir la necesidad de averiguar si se trataba de un error y abrí la bolsa para ver si había una carta o algo que explicara la situación. De hecho, tal vez las bolsas se confundieron y en este momento algún pibe estaba recibiendo cien regalos. Los nervios jugaron a favor de mi torpeza, ya que mientras pensaba en todo aquello, el contenido de la bolsa cayó al suelo sin que pudiera evitarlo. En ese preciso instante los relojes volvieron a funcionar.
¡Qué mal comienzo! Dije casi con un grito inevitable. Sólo una pelota, esa que ahora se alejaba de mis pies por el largo pasillo, era el regalo que Papá Noel había pensado para todos estos pibes.
Permanecí inmóvil junto al árbol y las puertas de la habitación se abrieron de par en par. Se encendió una luz que iluminó todo el salón y los pibes entraron en estampida dando saltos y corriendo hacía lo que era su regalo en aquella noche tan esperada.
¡La pelota! Gritaron. Yo estaba confundido. No parecían desilusionados. No corrieron hacia las ventanas para tratar de ver el instante justo en que los renos, que yo no tenía, tiraban del trineo, que tampoco me habían dado, para cruzar el cielo de la Nochebuena.
Alguien se detuvo a mi lado y me dio las gracias. Yo me asuste, pensaba que nadie podía verme. Tuve vergüenza y traté de excusarme.
-Mire, yo... es mi primer día, seguramente las bolsas se confundieron... El hombre sonrió y no permitió que yo siguiera explicándole: -No se preocupe amigo. Los chicos querían la pelota. Por un momento pensé que nadie se acordaría de ellos.Yo continué diciendo: -Pero son muchos, seguramente van a querer saber de quién es el regalo.
Él trató de calmarme: -De todos, no hay problema con eso. Ellos están acostumbrados a compartir todo. En lugares como estos lo primero que aprenden a compartir son las tristezas, imagínese que no van a tener problema en compartir una alegría. Yo me sentí muy extraño, estaba confundido, y decidí marcharme. Cuando estaba cerca de la puerta, aquella persona me tomó del brazo y me dijo: -Oiga, ¿se va a ir sin que le paguen?
Aquella situación me confundió aún más: -¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre?- ¡Eh, no se ponga así! -me dijo-. -Miré sus caritas, miré todos esos ojitos iluminados, miré esas sonrisas: créame si le digo que no se dan muchas veces. Levante la mirada y comprendí. Me estaban pagando una fortuna. Recibí entonces el mejor regalo de Navidad. Pensé en los otros miles de ayudantes que estaban recibiendo su paga en hospitales, en orfanatos como este, en hogares de niños, en edificios tristes y en lugares alejados dónde la más mínima luz alcanza para iluminar a los ángeles.
Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.


(Un ¡gracias! enorme a José M. Pascual, por cederme este cuento para compartirlo con la gente de "Los cuentos de la pelota")

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Dios estaba con nosotros, pero el árbitro era francés.

(HRISTO STOICHKOV, ex jugador búlgaro, tras caer eliminada su selección en el Mundial de 1994)

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¿No querían un salvador de la patria? ¿No necesitaban un héroe? ¡Pues ya lo tienen! (ROMARIO, ex jugador brasileño, después de obtener el Mundial de 1994)

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En casi todos los restaurantes de Madrid no pago la cuenta, debido también a que es agradable para el propietario ver que los jugadores van a su establecimiento. Ir a un restaurante y no pagar la cuenta es la mejor cosa del mundo (CICINHO, jugador brasileño, en declaraciones realizadas tiempo atrás cuando se desempeñaba en el Real Madrid)

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Lo que más recuerdo de él, aparte de su talento, fue su coraje. Le pude ver derribado por las patadas de sus rivales, pero cada vez que caía se levantaba y decía: "Dadme la pelota". Eso quedará en mi mente para siempre
(Sir ALEX FERGUSON, técnico escocés, emblema viviente del Manchester United, refiriéndose a George Best)

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El barrio de Caballito y el club Ferrocarril Oeste


A menudo cuando digo que soy hincha de Ferro, mi interlocutor me mira con aire asombrado como si se hubiera topado con un raro ejemplar de una especie en vías de extinción. Esta repetida situación me ha llevado a preguntarme por qué soy hincha de Ferro, cuando en realidad hasta los diez años, edad en la que vine a vivir a Caballito, era hincha de Boca. Para hallar la repuesta a este cruel interrogante, debí introducirme en un imaginario túnel y retornar al Caballito de aquél tiempo.
Sin duda la primera asociación de ideas tiene que ver con el club mismo, con mis diez años caminando de Primera Junta a la sede social en Cucha Cucha y Avellaneda, ataviado con el equipo deportivo oficial. Zapatillas blancas de goma (Pampero), el pantaloncito blanco, la remera también blanca con el escudo que me identificaba como Tehuelche, el bolso azul colgando del hombro y cruzando las vías por el puente, como les indicaba el club a los cadetes.
Así, entre clases de gimnasia, de natación, juegos, banderas y escudos, la savia verde comenzó a introducirse en mis venas. Aunque sutilmente, porque en aquellos días la parte social del club no miraba con simpatía la actividad futbolera. La verdadera pasión por los colores se vivía en la cancha y en los cafés del barrio donde convergían los muchachos de todas las edades después de los partidos a leer los diarios y comentar los resultados del fútbol y también las carreras de caballos.
Allí estaba siempre mi padre, al que yo me pasaba pidiéndole que me llevara a ver a Boca. Pero él era de Racing y como se había criado en Caballito, simpatizaba con Ferro. El asunto era, que en tren de llevarme a la cancha, le quedaba muy cómoda la de Ferro que estaba a cuatro cuadras, o seguirlo de visitante en los camiones que fletaba la Agrupación "Arriba Oeste".
De ésta forma, con sol, frío o lluvia, apretujado en la caja de un bamboleante camión, por la poco numerosa pero bullanguera hinchada verdolaga que cantaba su fervor y lanzaba bromas de todo calibre a los pobres peatones que se cruzaban, fui conociendo, una a una, todas las canchas de Buenos Aires y sus alrededores. También a los jugadores, de primera, reserva y tercera, y en los relatos de los hinchas más veteranos, reviví goles memorables y fui arrastrado por los abrazos enloquecidos provocados por un gol de Salvucci, Runzer o Piovano, y casi sin darme cuenta, comencé a compartir el éxtasis de la victoria y la bronca y la amargura de la derrota.
Pero lo dicho solo es parte de la historia. El resto tiene que ver con el barrio, con los recuerdos queridos, con rostros que ya no están, y con otros, como el mío, en los que el tiempo ha marcado su paso. Con la escuela, con los comercios, las plazas, los cines, con los sueños, las risas y los llantos y con todo el paisaje reconocible, físicamente o en el recuerdo, que integra lo que soy como persona.
Alguien dijo alguna vez que los olores perduran en la memoria más que las imágenes, y creo que es cierto. Al entrar a un edificio, a la casa de un amigo, al colegio o a un comercio, de inmediato se percibe un olor que lo identifica y que se instala en el recuerdo, aunque quizás los chicos sean más proclives a registrar ésta percepción.
Así estaba el del subte que subía por las bocas de acceso y por las rejillas de respiración sobre veredas y calles, en la esquina de Rojas y Rivadavia, donde el canillita Balmaceda voceaba sus diarios y levantaba algún numerito, y se mezclaba con el aroma a café y tabaco que salía de los bares.
El irresistible olor a carne y pollos asados que emergía de la rotisería Cavour en las primeras horas de la noche. Y cómo volver de la Escuela N° 7 Primera Junta a mediodía, sin que el que despedía la pizzería “Yiyo” (para pizza con morrones, solo Yiyo y sus leones) nos enganchara de la nariz y nos metiera en el local a comer una porción.
El del pan recién horneado saliendo de la panadería Roma, o a masas en Rosario y Centenera, donde estaba la confitería Marne. Y cruzando Centenera, el delicioso aroma a quesos y salchichas de la despensa La Europea, un pequeño local de embutidos quesos y fiambres administrado por dos alemanes, uno grande y gordo y otro flaco y bajo.
Los innumerables que emanaban del mercado del Progreso se fundían en uno solo que identificaba la cuadra entre Cachimayo y Centenera frente a Plaza Primera Junta. Y estaba la fragancia de los árboles en la señorial avenida Pedro Goyena y las tranquilas, elegantes, calles de Caballito sur y el sol deslumbrante en las más modestas de casas bajas, rodeando la cancha de Ferro, por Caballito norte
Además, hay secretos que solo conocemos los que nos criamos en Caballito. Por ejemplo, que frente a la farmacia González que antes se llamaba Rossi, por Rivadavia, entre Rojas y Añasco, hay un florista de origen italiano que no envejece. Creo que nunca supe su nombre y a veces al saludarlo, me aterra observar que no ha cambiado, que está igual que hace cuarenta y tantos años Hasta sospecho que hay un cuadro, celosamente oculto, que lo hace por él.
¿Cuántas personas de las que viven en el edificio de departamentos ubicado en esa cuadra sobre la esquina de Añasco, saben que justamente allí se alzaba uno de los palacios más majestuosos y misteriosos de Buenos Aires, el Carú? Los chicos que jugábamos al cabeza, (con pechito y arremetida, claro), sobre la vereda ancha de Añasco, a veces parábamos la pelota para mirar, a través del alto enrejado artístico, los canteros con flores del parque. O para espiar por unas pequeñas claraboyas los billares de la sala de juego que había en el subsuelo.
Yo vivía a la vuelta, sobre Rivadavia, en un edificio de departamentos antiguo, con pasillo largo. Había en la cuadra entre otros edificios de departamentos, una gomería, la de Isaquito, una peluquería con quiosco, la de Carmelo, una lechería, La Martona, una sastrería, una peluquería de damas, Zaniello, la farmacia Rossi, el quiosco del griego, que todavía está, el bar Ricardo en la esquina de Rojas, y por supuesto, el inmortal florista italiano.
Y los cines. ¡Que importante y que emocionante era el cine! Teníamos un montón, el Astro, el Primera Junta, el Moreno y después de, la entonces hermosa Plaza Rivadavia con un guardián uniformado que cuidaba las flores, el Lezica, que se venía abajo y no era recomendable. Además el Caballito en la calle Espinosa, lugar insólito para un cine y el Río de la Plata en Parral y Gaona.
Y también estaban el campito de Yerbal y Félix Lora escenario de inolvidables desafíos y la cortada de Espinosa para patear un poco la pelota en el adoquinado.
Las noches de midgets en la cancha de Ferro con los memorables duelos entre Newbauer y el diablo rojo Santoestéfano, donde nos impregnábamos hasta la nuca de la tierra roja de la pista, y la confitería El Greco, orgullo del barrio, donde alguna que otra noche nuestros mayores nos llevaban a tomar un café después de la cena, a escuchar al gordo Mónaco y su órgano.
El anfiteatro del parque Centenario, dónde por primera vez asistí a una ópera y la pizzería La Cumbre, en la que todavía de pantalón corto, me sentí muy hombre al pedirle al cajero, una porción de muzzarella y “un cívico” Casi tan hombre como cuando ya adolescente, hacía del bar Caballito de Emilio Mitre y Rivadavia, algo así como mi segunda casa.
Entonces, para resumir un poco este ya extenso relato, podría decir que soy hincha de Ferro, porque el verde simboliza a Caballito. Porque en mi memoria, cada año transcurrido desde mi niñez, con las alegrías, tristezas, logros y desazones propias de la vida, se corresponde con un triunfo inolvidable, o una goleada en contra, un ascenso o un descenso y un fervor compartido con amigos de siempre en la vieja tribuna de madera.
Claro que no faltará el escéptico que diga que Caballito está lleno de personas que vivieron las mismas cosas que yo y sin embargo son hinchas de Boca, de River o de Independiente, lo cual es cierto. Pero íntimamente, siento que nadie es enteramente de Caballito si no quiere a Ferro. Y lo que es más triste, que ellos jamás podrán cantar aquella hermosa tonada de tribuna:

Soy de Oeste desde que era chiquitito
Caballito cada vez te quiero más...

(Mi agradecimiento para el autor de este soliloquio, Hilmar Paz, (Negroviejo) al permitirme la publicación del mismo)

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Santiago Bernabéu fue el dirigente más grande que conocí. Entraba al vestuario y todos se ponían de pie. Recuerdo una situación muy particular: en la liga 77/78 se enfermó grave y se estaba por morir. Llegamos a sacar 7 puntos de ventaja, pero al plantel le agarró una gripe y el Barcelona se nos acercó. Jugábamos contra ellos en casa y la mañana del partido vino don Santiago. Nunca me voy a olvidar, se sentó y nos dijo: “Muchachos, yo les dije a todos que éste era el campeonato más importante de mi vida. Yo no entiendo de fútbol, pero llevaban siete puntos y ahora llevan dos. Por eso, el que no tenga cojones, que no juegue. Los quiero mucho”. Y se fue. Le ganamos 4-0 al Barcelona y fuimos campeones (ENRIQUE "Quique" WOLFF, ex futbolista y periodista argentino, recordando su paso por la entidad merengue, en la década del '70, en revista "El Gráfico", Noviembre de 2005)

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La relación de las mujeres con el fútbol ha tenido una evolución. Antes no es que a las mujeres no les gustara el fútbol, es que odiaban el fútbol. Lo consideraban violento. Había una frase que se le atribuía a la mujer cuando entraba en casa y que puede definir aquella relación que existía entre mujer y fútbol: "Otra vez fútbol". Ahora puede que las mujeres lo miren con más naturalidad, que se hayan quitado, como los intelectuales, ciertos complejos o que lo miren como una forma de igualarse al hombre. En cualquier caso todavía la cosa está descompensada
(JULIO LLAMAZARES, escritor español, en declaraciones al diario "As" del 29/07/2007)

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Un entrenador no es mejor por sus resultados ni por su estilo, modelo o identidad. Lo que tiene valor es la hondura del proyecto, los argumentos que lo sostienen, el desarrollo de la idea. No hay que juzgar la idea, sino el sustento. Yo puedo valorar proyectos antagónicos. Lo que nunca se puede hacer es sustituir las convicciones
(MARCELO BIELSA, entrenador argentino)

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ESPUELAS CALIENTES - Tottenham Hotspur FC (Inglaterra)


Fundado en el 5 de Septiembre de 1882 como Hotspur FC, el Tottenham Hotspur FC es el equipo representativo de la comunidad judía de Londres.
Este club nace de la fusión entre el Hotspur Cricket Club (un club de críquet local) y un equipo de fútbol de la escuela del barrio, cuyos alumnos eran judíos en su mayoría e hijos de los comerciantes de la calle principal de Tottenham, High Road.
El color original de la camiseta era el azul marino, pero en 1899 se cambió por la camiseta blanca, que dio origen al primer apodo del club: Lillywhites (lirios blancos).
El nombre “Hotspur” surge de un noble inglés, Harry Hotspur, que era hijo del duque de Northumberland, familia que poseía tierras en el barrio de Tottenham.
Harry Hotspur fue inmortalizado por William Shakespeare en su obra “Ricardo II” por ser un intrépido guerrero y los fundadores del recién nacido club creyeron que su apellido daría prestigio, coraje y nobleza a su equipo.
Las palabras Hot (caliente) y Spur (espuela) hacen referencia a su apodo “Espuelas calientes”, además de la presencia de un gallo de riña en el escudo del club (foto de la izquierda) para terminar de corroborar el fervor que contagiaron sus primeros jugadores, dirigentes y simpatizantes a las generaciones posteriores.
En el plano deportivo logra en 1951 gana su primer título de Liga. Los éxitos nacionales del Tottenham continuaron en la década de 1960, con la obtención de la Liga, en 1961, y de la Copa FA (1961; 1962 y 1967). Internacionalmente, conquistaron la Recopa de Europa, en 1963.
Las décadas posteriores también fueron de éxitos. En 1972 ganaron su primera Copa UEFA, además de la FA Cup 90/91 y la Copa de la Liga 98/99.
White Hart Lane (Callejuela del ciervo blanco) es el estadio del Tottenham. Situado en el norte de Londres, distrito de Haringey, tiene una capacidad de 36.240 espectadores.

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Si hacemos lo que tenemos que hacer, bien. Si no, nos vamos a tener que ir a trabajar, pero de verdad...

(OSVALDO ZUBELDÍA, técnico argentino, luego de citar al plantel que dirigía, Estudiantes de La Plata -1966-, en la estación de Constitución a las 6 de la mañana, para que vieran a la gente que bajaba de los trenes para ir a trabajar)

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-El Milan es otra trampa. Le dio bola a este campeonato porque va 14 puntos abajo del Inter. Entonces ponen este torneo para ver si zafan de lo mal que les va en el Calcio. Si estuviera peleando el título no sé si hubiera viajado con los titulares.

—¿Y Boca?

-Los argentinos, sí: son cuatro millones de dólares. Por cuatro palos verdes los dirigentes te hacen jugar en el mar, en la montaña, en la nieve... Por 100 o por 20 mil, por lo que haya... Donde esté el mango ahí vamos todos los monitos disfrazados de jugadores de fútbol, con el entrenador y con todo el circo adelante.
(CÉSAR LUIS MENOTTI, opinando sobre la Copa Intercontinental, realizada en Japón, en declaraciones al diario "Olé", el 18/12/07)

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¿El peor Mundial?

El de Italia 90, el anticristo del fútbol.

(SANTIAGO SEGUROLA, periodista deportivo español en declaraciones a "Marca", 18/12/07)

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Por aquellas siestas de fútbol (Matías Kraber - Argentina)


La rama del eucalipto se movía despacio de forma pendular, empujada por la ventisca de primavera de las dos de la tarde. Ninguna nube se asomaba por un cielo color celeste acuarela, y el silencio de siesta aislaba las voces de los pibes sentados en el cordón de la vereda con camisetas calurosas como si estuviesen atrapados por la inmensidad rocosa de las montañas.
- Para mí le tenemos que jugar con éste arriba- Javito señaló con el dedo a Matías que estaba sosteniendo un yuyo con los labios, mientras miraba el reloj con cierta preocupación- y al arco que vaya Carlitos… y ya está, le metemos diez a estos pajeros.
- Yo no tengo drama, pero hay que ganar si o si, porque sino quien lo aguanta al Rafa en la escuela.
- De última, lo tendremos que cagar o trompadas
- Javito alzó la voz con bronca y la mirada firme-.
Habían seleccionado una cancha neutral para evitar que griteríos e insultos se filtren por las persianas de esos vecinos que se instalan debajo de paredes con ventilador, a dormir hasta las cinco de la tarde. El último clásico finalizó con un empate técnico porque Javito se fue de manos con Víctor y llegaron los vecinos a espantar la muchedumbre y decretar el fin del fútbol en el barrio. El fin de la localía para los muchachos de camisetas rojas de escote en “v” y dueños del trofeo que se ponía como premio del duelo, como la efigie material de un honor con traje de Gulliver.
El sol ardía a las dos de la tarde. Los pibes saltaron el corralón de una cancha de papi y se mojaron el pelo en fila antes de entrar al potrero de tierra. El Rafa y sus secuaces llegaron en bicicletas y se amotinaron en el arco que daba a la calle sin decir ni “a”. De todas formas en el ambiente futbolero barrial o escolar era factible que existiera esa enemistad rabiosa, en la que sólo aparecía el diálogo para negociar la fecha y las condiciones del partido.
Pactaron Matías y Rafa en la mitad de la cancha un partido de una hora con un descanso de quince a los treinta minutos. Esteban vestido de rojo estaba con un cronómetro sentado en la banqueta de madera pegada al alambrado, y tenía los ojos endiablados de Oscar mirándolo con la desconfianza de un animal herido desde el banco de al lado.
La pelota movió y salpicó borbotones de tierra. El juego se ancló en la mitad del campo y prevaleció el estruendo seco que emitían las patadas por monopolizar el balón. Un mano a mano tuvo Javito que alcanzó a tocar el Rafa con la punta del guante para que golpeé en el palo con sonido metálico y se pierda en un lateral defensivo. El resto del partido fueron piernas fuertes trabando desde el piso y toques desafortunados que alejaban la pelota de los arcos.
Se cumplió la hora y quedaban los penales como la lotería democrática que designaría al acreedor del trofeo. Después no habría excusas para recuperarlo en el caso de perderlo, se había consensuado en que este partido fuera el “bueno”; el que resolvería la ecuación futbolística de quién era el mejor grado de la Escuela. “Después a llorar a la iglesia” dirían los ganadores con total autoridad y los perdedores tendrían que resignarse a caminar con la cabeza gacha y la garganta anudada con fuego por los pasillos del colegio cuando el reloj marcara la hora del canto a la bandera, y los victoriosos hagan gestos sarcásticos desde la fila india. Significaba demasiado perder ese desafío. Significaba perder el encanto de ser los héroes de las mejores mujeres del turno tarde, o por lo menos romper con esa fabula varonil que une amor con fútbol como eslabones férreos de una cadena.
- Que pateé primero Javito, yo voy segundo, después Jere, el Lope y Carlitos- con la voz carcomida por la agitación Matías le habló a sus compañeros sentados en el banco respirando por la boca al unísono.
- Acuérdense de patearle fuerte a una punta, nunca al medio porque siempre espera la pelota el Rafa-.
Jere se acomodó los tapones altos y habló decidido, como ya enfrente al arco en los doce pasos agónicos.
En diez minutos los rojos estaban festejando abrazados, pero el tiempo de resolución pareció de plomo. El equipo del Rafa desapareció con la velocidad de un relámpago y ni siquiera pudieron gritarle algo antes de que salten el corralón con la cara larga. Los de camisetas coloradas, acamparon en la cancha y saborearon una coca con la tranquilidad y algarabía de un soldado victorioso que vuelve a ver a su familia. Nadie lo decía pero el trofeo más gigante era simbólico, el ir el lunes a la escuela con el pecho inflado y mostrar la credencial de ganadores.
El tiempo se encargó de avanzar vertiginosamente y escaparse de esa siesta soleada futbolera de sábado. Javito se levantó cerca de las cuatro, y procedió con lentitud a arrancar hacia la carnicería. Agarró la bicicleta y pedaleó despacio esquivando un sol radiante que le quemaba la espalda. Hizo dos cuadras y se topó con la cancha: el corralón teñido de gris y los yuyos trepándose hasta la cima de esa muralla de material que escondía la cancha polvorienta.
Un silencio de velatorio dominaba las calles y ningún pie haciendo sonar la pelota. Javito, primero miró sin imprimirle atención al lugar, pero luego lo asaltó el recuerdo de aquella tarde de gloria y se dejó arrastrar por una sonrisa dulce que le coloreó la tarde. Se detuvo en las hojas ajadas del eucalipto y se acordó de aquellos compañeros de camisetas rojas que no veía desde hacía mucho tiempo. Pensó en Matías y deseó que estuviera cerca para compartir el recuerdo, y puedo asegurar que éste a centenares de kilómetros, salió al balcón y al descubrir la siesta; se acordó de él, de los otros, de la gloria de aquel día y de ese fútbol amistoso y apasionado que selló amistades que tienen un palco VIP en la memoria, aunque en otra siesta de cielo color celeste acuarela estén distantes y lejanos. Aunque el fútbol para ellos, (y para muchos) esté desnudo, solo y a la intemperie... sin fiesta ni tragedia.


(Mi agradecimiento a Matías Kraber por cederme este cuento)

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Sucedió en el Mundial de México 1986: Bilardo quería que Burruchaga y yo le peguemos en los córners de puntín. Un día nos tuvo ocho horas practicando y nosotros le dábamos tres dedos, chanfle de cara interna y externa, pero de puntín, no. Nos miró, y cansado dijo: "ustedes no aprenden más" y se fue.

(CLAUDIO BORGHI, ex jugador y técnico argentino, a comienzos del año 2006, en Radio Spika)

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