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Una postal para el día del arquero (Gabriel Impaglione - Argentina)


a Juan Carlos Olave,
por hacer posibles los imposibles



Antes de descolgar la bola con las dos manos y aterrizar como un bailarín del Bolshoi sobre el césped del área chica, una película de esas, bien caseras, le pasó frente a los ojos.
La vio con lujo de detalles, como en una pantalla gigante, a una velocidad fantástica. Y pudo reconocerse en cada escena y reconocer cada palmo de geografía, cada habitante de la cancha, el calidoscopio de las tribunas embanderadas.

—Eso le pasa a uno, sólo una vez en la vida, y depende de cómo termine sale uno disparado hacia el tiempo. El tiempo es infinito hasta que se demuestra lo contrario... pero nada, Pibe, nada... de qué te sirve saber que el tiempo es infinito si cuando te morís, listo, chau, se acabó y listo. Hacéla ahora, Pibe, ahora... ahora mismo... dale. ¡Volá! ¡Dale volá! Andá a buscarla antes que comience a caer y metele brazo a la distancia, colgate de esa luz mágica y atrapála ahora, no después, ahora Pibe, dale, dale ¡andá!

Qué maestro el Flaco, difícilmente encuentre otro como ese técnico. Bah, técnico, más que técnico, Maestro de Arqueros. Y eso es mucho más que técnico y que cualquier cosa. Porque sabés, DT... muchos, hay muchos... pero Maestro de Arqueros... muy poquitos, ehhh, poquitos... te los cuento con los dedos de una mano sin guante, si querés... porque, te explico, no es que un maestro de arqueros para llegar a la patria chica del área deba traer un pasado lleno de medallas, atajadas en el noticiero de la tele, penales desviados con el dedo índice de la zurda enguantada o vuelos celestiales, no... ese es el error... un maestro de arqueros, sabés, tiene que traer las revelaciones planetarias de la patria chica en el pecho. Mezcladas en la sangre bien caliente.
Y no cualquiera.

El Juan Carlos estaba en el aire, brazos extendidos, pelota fundida en la goma de los guantes implacables.
Y el tiempo detenido como en una postal del Día del Arquero.

Las tribunas alrededor como una jornada de gloria, azul y blanco estallándose en todas partes, y la defensa en su lugar exacto y el nueve ayudando en la medialuna y todo como estaba predicho.
Podía ver la película, claramente.

—Siempre arriba la rodilla, siempre arriba, inflando los pulmones, rodilla levantada y... voy ¡carajo! Que se caguen los delanteros contrarios, que se mueran de miedo, que se hagan pis en el punto del penal y en la raya del área chica, que tus compañeros se queden congelados pa evitar el encontronazo con la locomotora... ¡voooyyy carajoooo! Y arriba esos brazos, antes que la pelota se caiga, antes que la cabeza del nueve esté cerca, arriba, bien arriba, lo más arriba posible, con fuerza, ¡tenaza machaza! ¡Voy carajo!
Se veía doce, once años, flaquito, largo, lleno de miradas para todos lados y la vocecita que le saltaba apenas a los costados y que Don Carlos ni escuchaba desde el alambrado.

—¿Qué? ¿Gritó el Pibe o no gritó? —se preguntaba.
—¡Dale, gritá, no tengas miedo! —vociferaba Don Carlos y el Flaco se reía...
—Ya va a gritar...ya va a gritar, ¡cuando largue la mamadera!
Y el Pibe que se retorcía de bronca y amor propio.

Minuto cuarenta y el Juan Carlos arriba, en el espacio, colgándose de la luna.

—Esa es tu casa, tu barco, tu patria, la cama donde soñás a tu novia, la mesa de la cocina donde comés, hacés los deberes, allí plantás bandera, Pibe, y listo, no se toca, es tuya esa patria chica, tuya y de tus hermanos, y de tu novia, que cuando llega lo hace para que la abracés y la besés... y no se te quiere escapar ni pasar de largo, llega a dormirse en tu pecho...¡y vos minga que la largás! ¡Minga que la largás Juan Carlos! Es tuya y de nadie más... te pertenece, y cuando entra en tu patria chica está con vos y en vos y adentro tuyo y no hay nadie que la entienda mejor que vos, no hay nadie que la abrace mejor que vos, no hay nadie que la haga sentir mejor que vos cuando la abrazás... cuando no la soltás, cuando te pertenece.
¡Porque es tuya hasta el alma!

Ni el Diego la entendió tanto, Juan... ¿entendés? El Diego pudo haberla inventado si querés... le metió direcciones desconocidas, rotaciones inverosímiles, piques encantadores, combas jamás vistas... pero en sí, es tuya, haga lo que haga es tuya, te pertenece, y con eso no hay con que darle... ¿entendés...?
Te digo, es amor... puro amor... entendés... no hay forma de romper ese embretamiento entre vos y ella... te pertenece, la conocés... es tuya y ella te quiere a vos.
¿Te das cuenta?


Un palito de murmullo de cuarta vocal desenrollaba su brote en el césped detrás del arco, y nada.
El azul y el blanco estallándose por todas partes y un dos contrario mirando como se le rompían las ilusiones, finalmente.

—Y cuando vas, vas... derecho, decidido, lleno de aire y de fierros y de piedras y de postes y de vagones de tren y de paredones en los codos y de locomotoras en las rodillas, ¿entendiste? Vas, ¡vas Juan! Gritás y vas... y no hay muralla china que te pare el salto, la voz, el cuerpo levantando vuelo, vas... ¿entendiste? Nada de dudar, de quedarte parado, de clavarte a la raya, de mirar para otro lado, de pensar que ya está, que bueno, es una desgracia... ¡no!
Vas con las bolas como un ejército de kamikazes y no te importa que hay adelante. Grito ¡y voy carajo!, y arriba, bien arriba, lo más arriba posible, atenazo y vuelvo a la tierra. ¡Y suelto el aire mientras la abrazo a esa preciosura que es tu amor de toda la vida! Entendiste... Y miro alrededor... y que me vean: con esa luna en mi pecho y la boca llegándole al beso. ¿Tá claro?


Alguien se animó a pensar lo contrario. ¡Vaya a saber! Un gil de lechería, un loco, algún pelmazo que de fútbol nada... porque se agarraba la cabeza mientras no pasaba ni una.
Y el Viejo que comenzaba a hacer sonar la cajita de chicles para que los muchachos agudizaran la oreja y el cascabel de los botines del Cóndor saliendo a pique por la raya para campo contrario.

—Y una vez arriba, Juancito, ¡atento siempre!
¡Ojos bien abiertos en la altura pibe!
Desde allá arriba, desde las alturas celestes, como la camiseta que se pone tu corazón cada fin de semana, se ve mejor toda la cancha, se ve mejor el estadio entero, y la ciudad, y ¡el país si te lo proponés!
Pero a vos te interesa solamente el campo contrario, entendiste. Nada de filosofar mientras estás allá arriba, nada de eso: ojos bien abiertos; aire en los pulmones, tenazas apretando la luna en lo más alto, lejos de cualquier cabeza mortal, y la mirada Juan, la mirada larga y ancha y profunda, como la del águila, viéndolo todo, hasta advertir el pique del siete o del once, la soledad llena de urgencias del nueve que sale, la orfandad del último zaguero contrario dudando entre las vías aceradas del wing izquierdo o la puntada certera del diez cabeza levantada.
Eso, ahí, ¡ese es el secreto Juan! En la altura, allá arriba, atenazando, ya viste todo... y estás cayendo recién, ¡y ya viste todo! Como un Dios que ha descolgado la luna para que alguien se emocione allá abajo.


Un cronista deportivo pela un caramelo mientras le sonríe a la reportera del canal con acento centroamericano, que le devuelve un guiño de ojo azul como la altura en donde quedó un desgarrado hueco de pelota abrazada por dos alas implacables.
Alguien vuelve sobre el tema recurrente: está para el seleccionado. Y vuelta la polémica en el patio o en el living. En la boletería del Club no queda nadie.

Hay una cancha de puertas abiertas desde los veinte del segundo tiempo.

—Sabés qué pasa Juan Carlos... es ese el momento... el botón de muestra, entendés... si allí te clavás los botines al pasto, si allí te chocás contra tus compañeros, si allí cualquier fulano con la camiseta contraria te pisa los cordones o te puede en el salto, ¡cagaste hermano!
Pero en serio te digo: ¡cagaste con todas las letras!
Si no podés una de esas pelotas, no tenés patria chica, sos nadie en un terreno de prestado, y ahí ni una prefabricada levantás, ¡que vendrán a sacarte a patadas en el culo! ¿Entendiste? Es tu patria chica, carajo, mandás vos. ¡Nadie, pero nadie te puede ahí!
Sí, ya sé, no tomés de ejemplo la patria grande, ni la mediana, no... la verdadera patria siempre es otra cosa que se llena de huevos, de honra, de ética, de hombría, de solidaridad, de codo a codo, de vergüenza ajena, de valentía, de heroicidad, de sueños, de victoria... entendés... por eso haceme caso, vos pensá que es tu patria chica y listo, nadie la toca, ni se te ocurra aflojarle un centímetro... ni un milímetro a nadie...¿entendiste?
¡Mandás vos de punta a punta!
Y te sobra paño para embanderarla con tus colores... ¿entendiste?


La barra brava parece una quinceañera cada vez que sube el Juanca a las alturas... es tan lindo verlo que hasta el bosque larga a pasear aromas salvajes entre aullidos enamorados.
¿Quién puede decirle algo al Pibe? Si es ídolo, salvador, fuente de energía para todo el equipo, seguridad y más... ejemplo para las generaciones futuras. Prócer. Modelo de la estatua propia en los jardines del estadio.

Pero a él no le importa pensar en semejantes cosas.
Está en lo alto, echándole ojo a toda la cancha, preparando músculos de brazo derecho para el momento en que aterrice con sorpresa, con todo pensado, con el grito de ¡andá Cóndor! ¡Corréla carajo!

—Y te digo algo más: Ninguna canchereada con nadie, ¿entendiste? Siempre así, humildón, que sos un buen tipo, un tipazo, para andar refregándole ese don maravilloso que tenés, en la cara de los delanteros contrarios... vos... en la tuya, sencillito.

Y mucha agua, ¿entendiste? Mucha agua, mucho laburo, concentración, imaginación a full, pero a full en serio... y atento como si tuvieras que saltar en cualquier momento sobre la otra punta del arco. ¿Tá claro?

Vos en tu patria chica con tu piba enamorada y listo.

Y te veo y me acuerdo de aquel sablazo de uno de Rafaela que te rebotó en el pecho como si por primera vez en la vida te hiciera un desplante en público. Y el principio del fin para un partido que estaba recontraganado. Pero es así, ¿no? El fútbol es así. Esa maravilla de lo imprevisto. Ya está, tragamos saliva, miramos para otro lado, nos reímos por hacer algo nomás. Y de pronto vos hablándole a un gil a cuadros de micrófono en mano que se le pasa hablando boludeces de muchos, menos de un par que ya se sabe... y escucho que decís que la culpa fue tuya...y lo miro a Martín que está a mi lado y decimos: ¡Daaale! qué querés... y encima el Maestro ¡que es maestro, no milagrero! Porque, sabés, se te perdona cualquier cosa... si se te nota en los ojos ese amor que andás repartiendo en la patria chica. No es joda, che.

Mirá que el Buzo no le va a cualquiera... sabías, ¿no? Aunque se pare delante de los tres maderos del Estadio que sea, no es para cualquiera el Buzo... ya se sabe... todos lo sabemos.

Los tapones se hunden apenas en el césped y sale el latigazo a la punta y el grito que despeina al banco de suplentes: ¡Corréla carajo! Y el Cóndor que la corre, porque si no después se le arma la podrida con él y con el Maestro y con nosotros y todo el mundo, claro.
¡Y es vivo este Uno, ché! ¡Qué vivo que es! Todavía en el aire habilita al compañero mejor posicionado. Es seguro, arriba, abajo, tiene personalidad, pisa fuerte, es vivo... ¿quién me dice que no está para la Mayor? Y el partido que se termina.
Y la historia de toda una vida en la patria chica, que en cada pelota se cruza como una película que nunca termina de pasar ni de rodarse.

Y que ahora, en este preciso ahora de ahorita mismo, puede salir disparada a cualquier sitio del tiempo infinito. Porque a pesar de lo que le haya dicho el Flaco alguna vez, para él, para El Uno, el tiempo es infinito.

Mirá si será infinito... que en una simple descolgada de centro a la olla se cruzan tantas cosas, tantos recuerdos imborrables, tanta escuela desde los primeros años en donde el soplo de las revelaciones comienza a llenar los pulmones de íntima mística.
Mirá vos si fuera una de esas pelotas cruzadas, al otro palo, que desde afuera del área comienzan a tomar vuelo con destino de ángulo inalcanzable. Esas pelotas cuya trayectoria ingobernable marca un tiempo que se le mete a uno en el pecho milímetro a milímetro, y todo el salto del mundo, a veces no alcanza para llegarles con el manotazo imbatible... pero sí alcanza, porque al final, en ese tramo final de no sé, ¿medio metro, más o menos? resulta que llega un envión desde el fondo del tiempo que alarga un dedo o achica el arco o pincha la pelota o resulta que al guante le nace un campo antigravitatorio alrededor que termina rompiendo el equilibrio de los cuerpos celestes...

¡Si lo sabrá este arquerito de la 96, de rulitos y pose canchera en la medialuna, que se llama Gonzalo, a veces Martín, el pelilargo de catorce y a full con los mejores sueños, mientras busca club como patria definitiva!
Cosas de arqueros, nomás... íntimas revelaciones, que se dice.

(Mi agradecimiento a Gabriel Impaglione, escritor y periodista argentino, radicado en Italia, desde donde dirige la excelente publicación Isla Negra)

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No estoy de acuerdo con eso de separar ganar y jugar bien. No es justa la división de la jerarquía de los recursos y de la victoria como hechos independientes. No hay camino más corto y agradable como la belleza del juego. No me parece bien que el planteo tenga que hacerse con tendencia a separarlos. Se escucha mucho la pregunta ganar o jugar bien. Creo que debería ser una afirmación: jugar bien para ganar, y no una interrogación entre dos opciones (MARCELO BIELSA, técnico argentino, en 1999, opinando acerca de la antinomia entre ganar o jugar bien y gustar)

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El fútbol es el deporte más lindo y sano que existe en el mundo. Eso no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha (DIEGO MARADONA en su partido de despedida, 10/11/2001, estadio "La Bombonera", Buenos Aires)

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Cuando tuve propuestas para ir a jugar a México, en Argentina me ofrecían una casa para que no me viniera. Sin embargo las cartas del dirigente mexicano Noguera me animaban a hacer el viaje. Una de ellas decía: León es una ciudad progresista, tiene doscientos habitantes, etc., etc.. Le contesté que viajando hacia allí Battaglia (defensor, también pretendido por el club azteca) y yo subiría el censo enormemente pues ya seríamos doscientos dos. Después se aclaró todo, a Noguera se le había pasado agregar la palabra MIL, debiendo haber escrito DOSCIENTOS MIL (MIGUEL RUGILO, arquero argentino apodado "El león de Wembley", recordando su paso por el fútbol mexicano)

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Viejo con árbol (Roberto Fontanarrosa - Argentina)

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Hace unos años fui con mi pibe a una compra venta de un amigo de la infancia, de la villa. Bueno, llegué, un lío bárbaro, nos fuimos a tomar unos mates. Y ahí, entonces, el tipo me dijo que no tenía sillas. "Y pasame un cajón, boludo", le dije. Al rato mi pibe pidió una gaseosa y mi amigo me dijo que no tenía vaso de vidrio. "Y que tome del pico", le contesté. Y así... Cuando nos fuimos mi pibe me dijo: "Papá, son muy pobres". Paré el auto en seco. Lo miré. "Escuchame una cosa, pendejo de mierda y la concha de tu madre, qué te pensás que sos, ¿millonario? ¿Sabés dónde vivía yo, pelotudo?", le dije. Y lo llevé a la villa. Y le mostré mi casa, con el baño a 30 metros. Ahora se adapta a todo (JOSÉ LUIS CALDERÓN, futbolista argentino, con el manual de pedagogía bajo el brazo...)

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El 8 de Julio de 1984 fue uno de los días más vergonzosos de la rica historia del Club Atlético Boca Juniors.
Ese día el mencionado club recibía en su estadio por la 15ª fecha del Campeonato Argentino de 1º División al Club Atlanta. Boca se presentó con jugadores de 4ª división, ante la huelga de los profesionales. Pero no está en este hecho lo anecdótico.
El tema es que, ante la mala situación económica que atravesaba el club de la Ribera, Boca presentó como indumentaria oficial ¡remeras de entrenamiento! (de la marca de las 3 tiras) de color blanco con tiras azules y amarillas. El papelón no termina ahí, como no había fondos para estampar en la espalda los números de las camisetas y se acercaba la hora del partido, los utileros de la entidad con un fibrón negro dibujaron los mismos. El resultado está a la vista.
No habían transcurrido 15 minutos de juego cuando, producto de la transpiración, esa feliz idea "para salir del paso" se convirtió en una gran mancha negra sobre las espaldas de los jugadores boquenses.
Para cerrar una tarde negra, Atlanta, con goles de Alfredo Torres y Graciani venció por 2 a 1 (Do Santos el gol de Boca). Cosas del fútbol... y la improvisación...

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Los buenos jugadores se ven cuando su equipo va perdiendo; cuando va ganando hasta el más cagón la rompe.

(ROBERTO ALFREDO PERFUMO, ex jugador argentino de Racing, River y Cruzeiro de Brasil)

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¿Presión? Ustedes los periodistas son los que crean la presión. Si no existieran, mi trabajo sería dos veces mas fácil y dos veces más agradable.

(BOBBY ROBSON, ex jugador y entrenador británico)

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Poema Centenario (José Luis Balparda - Argentina)


De aquella ilusión vespertina
la noche construyó un cimiento/
los pioneros de la gloria
sólo fraguaron sus ganas de jugar/
de recorrer la vida a goles por el tiempo.

Cien años atrás/ un cielo sin estrellas
fue testigo: ¡Nacía el fútbol de La Plata!
Cien años de ESTUDIANTES iluminando
la ciudad/
rociándola de triunfos/
para llevarla en cada botín
a pasear por el mundo con su juego.

Amigos/ ESTUDIANTES
nos pone blanco de ganas/
es el amparo de un rojo bastón.
Fútbol que nace de aquel sueño fundador
que presagió la gloria/
que nos susurró al oído
la fija de un boleto a campeón.

Porque nos puede pesar la derrota/vertical/
caprichosa como una herida del destino/
pero también nos llega la victoria/ vigente/
fulgurante como broche de la memoria.

Entonces: ¿Qué somos en verdad?
Somos la inagotable sin razón del sentimiento/
Cien años de un rojo y blanco que no cesa/
somos ESTUDIANTES:
el corazón de la vida misma…


(Corresponde agradecer al poeta José Luis Balparda (Socio de Estudiantes Nº 151201-1) su generosidad por ceder a "Los cuentos de la pelota" este poema correspondiente al Centenario del Club Estudiantes de La Plata. A pedido del autor, se ha respetado el formato de esta poesía. Muchas gracias José Luis!!)

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En una emisión del programa de Fox Sports "La última palabra" estaba todo el panel (incluído el ex jugador de River Plate, Norberto "Beto" Alonso, que había concurrido de traje blanco, camisa blanca y corbata blanca) debatiendo un tema candente y el Bambino Veira no acotaba nada, pero se reía solo. De repente el conductor del programa, Fernando Niembro, le pregunta "¿De qué te reís tanto Bambino?" a lo que el Bambi contesta: "Es que mirá lo que es el Beto Alonssso!!! Parece el Capitán del Crucero del Amor!!!

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La humillación de Araújo (Alberto Salcedo Ramos - Colombia)


“Es cierto. De un tiempo a esta parte vengo jugando mal.
Pero digo yo… ¿quién no tiene una década mala?”

ROBERTO FONTANARROSA



Sucedió el domingo 14 de Enero de 1996.
Ese día jugarían el equipo local, Atlético Junior, y el Once Caldas.
En las tribunas del Estadio Metropolitano de Barranquilla había sólo unas tres mil personas, en parte por el pobrísimo nivel de ambos clubes -en especial, del Junior- y en parte porque era apenas la primera fecha del Torneo Finalización.
Entre los escasos espectadores, algunos resolvían crucigramas, otros bostezaban, los de más allá comentaban el último chisme del barrio o hablaban de glorias ya retiradas de las canchas. Cada quien apelaba al recurso que consideraba más útil para matar el aburrimiento de la media hora que faltaba para que los futbolistas salieran al terreno de juego. El público no era ese todo indivisible y festivo de las épocas en que el Junior andaba bien en el campeonato. Ahora estaba fragmentado en grupillos de ocasión, en los cuales predominaban los rostros desganados.
Era un ambiente tan soporífero que si alguien hubiera propuesto cambiar las graderías por camas de lona, para dormir una siesta multitudinaria en lugar de ver el incierto partido que se aproximaba, a lo mejor el público habría aceptado.
La situación no mejoró cuando comenzaron a entregar la alineación titular del Junior. Nadie coreaba los nombres de los jugadores. Nadie aplaudía.
Pero, de repente, el anunciador oficial mencionó a Carlos Araújo, un volante que generaba mucha resistencia en Barranquilla, y la apatía desapareció de un solo dolor:
“¿No habían dicho por la mañana que ese petardo no jugaría hoy?”, protestó un fanático con cara de perro bóxer, que minutos antes parecía soñoliento y ahora botaba chorros de fuego por los ojos.
“Si yo hubiera sabido que jugaba esa mula infeliz”, dijo el calvo de los anteojos como fondos de botella, “no hubiera venido al estadio a perder mi dinero y mi paciencia”.
“Es que cuando Araújo juega”, explicó su vecino, didáctico, “uno pierde plata hasta escuchando la radio”. Luego siguió mirándome con insistencia, como en espera de una aprobación para su sarcasmo.
“Mierda”, gritó alguien, un poco más lejos, “vamos a jugar contra 11 enemigos y un traidor”.
La brutal humorada de este último hincha se desvaneció en una barahúnda rencorosa, entretejida con groserías y silbidos burlones. Si cada uno de los tres mil espectadores lanzó sólo dos improperios contra Araújo -el cálculo es conservador- la suma nos da un total de seis mil insultos. Una cifra alarmante. Y, sin embargo, las matemáticas prometían más desconsuelos y las graderías, más atrocidades: faltaban todavía los insultos del instante en que Araújo saltara a la cancha; faltaban los 90 minutos del partido.
A partir de ese momento, no hubo más conversaciones aisladas. El tema en todo el estadio era uno solo: Carlos Araújo. Alguien soltaba un apunte ácido y de inmediato sus contertulios lo repetían, y los receptores, a su vez, lo arrojaban más lejos, y así, de garganta en garganta, se alargaba la cadena de los oprobios, con una efectividad sorprendente. Muchos reían a carcajadas al repetir lo que escuchaban, de modo que la saña se convirtió en una gratísima diversión pública.
A esas alturas, era apenas justo pensar en el hombre que había motivado aquel ejercicio colectivo contra el tedio. No lo vi como un antihéroe sino como un héroe genuino. Lo imaginé solo en un rincón del camerino, frotándose linimento en la pierna que, según habían dicho por la mañana, tenía lastimada. Estaría triste o mortificado por los gritos en su contra. Ignorante, quizás, del dramático poder aglutinante de los futbolistas odiados como él. Si, por lo menos, se reconociera que gracias a él, a Carlos Araújo, tres mil personas que no se habían visto antes terminaron hermanadas. Si, por lo menos, reconocieran que era él quien les había quitado el aburrimiento.
Vi a un señor de gorra roja ofreciendo con generosidad sus cigarrillos, como pagando las adhesiones a la causa de su odio. Del mismo modo en que compartían el humo, los asistentes intercambiaban el pan, las papas fritas, los refrescos y, sobre todo, la palabra. A fin de cuentas, pensé, no había sido vano el coraje de soportar los 40 grados de temperatura: en el estadio, donde, según los griegos, nació la filosofía, tres mil barranquilleros anónimos acababan de fundar otra forma de la solidaridad humana.

***

El Junior salió por el túnel de Occidente. Carlos Araújo iba en la mitad de la fila, que era el punto preciso para que los compañeros le sirvieran de escudo contra las atrocidades del público. Se ve que el pobre ignoraba que en el Trópico la infamia siempre llega a su destino.
“Hey, Araújo”, tronó uno de los hinchas, cuando lo descubrió, “le cae la madre al que meta más de un autogol”.
Desde la gramilla, Araújo buscó con la mirada al autor del alevoso chiste. No había resentimiento en sus ojos. Sólo curiosidad. Para entonces, ya la voz estentórea del ofensor se había integrado a la granizada de injurias que caía desde las tribunas.
“¡Te hubieras quedado en Valledupar ordeñando vacas o metido a sacristán!”, dijo el tipo de al lado, otra vez mirándome, pendiente del efecto de su apunte.
Yo no hice ningún gesto que pudiera satisfacer su curiosidad, pero el señor de la gorra roja le dio una palmada en el hombro y le brindó un nuevo cigarrillo.
En ese momento, Valenciano, la estrella del equipo, se apartó del grupo para saludar al público con los brazos levantados, y nadie le correspondió. Tampoco le prestaron atención a la reina del carnaval, que haría el saque de honor en el partido y que ahora estaba tirando besos hacia las graderías. Araújo monopolizaba todas las miradas y todas las palabras de los espectadores.
Hubo nuevos gritos ofensivos, algunos de ellos impublicables, y muchos comentarios ponzoñosos en el sentido de que Araújo le echaba brujerías a cuanto director técnico llegaba al Junior, para que lo pusiera a jugar.
“Primero fue Comesaña”, me explicó el hincha de la cara de perro bóxer, “y ahora hasta Restrepo, que parecía un tipo serio, pone a jugar a ese tronco. ¿Ustedes no creen que esa es mucha casualidad?” Un señor que no había hablado en todo el rato terció en la charla, con una gravedad teatral en el rostro. Parecía que fuera a decirnos una verdad delicada y muy importante, con la cual podría salvar a la Humanidad.
“¿Ustedes no sabían eso?”, preguntó el señor, dejando un silencio calculado después de la pregunta, como si con esa intriga de telenovela fuera a reforzar su revelación. “Eso es viejo y se sabe en toda Barranquilla: ese man reza a los técnicos. Ahí en la Calle de las Vacas tiene el man su centro de operaciones. Me extraña que ustedes no sepan esa vaina”. La gente siguió hostigando a Araújo incluso cuando el equipo visitante pisó la cancha. Había una escandalosa desproporción entre el calibre de los insultos que disparaban los hinchas y la orfandad del hombre al que iban dirigidos. Arriba, en las graderías, estaban la exaltación, la intolerancia. Abajo, en la gramilla, lo que se veía era la inocencia en campo raso, la tranquilidad del que sabe que no debe nada, la humildad en carne y hueso.
Carlos Araújo era un hombre de estatura regular, con un cierto aire de desvalido que tal vez se debía a su pantaloneta demasiado ancha. Su pinta no era de futbolista dinámico -como se supone que debe ser un volante mixto- sino más bien de sacristán despistado. Tenía las piernas un tanto curvas, el pelo rizado y la cara de un hombre bueno. A leguas se notaba que sobre su cabeza no había una aureola de protegido de los dioses. Fuera de la cancha, nadie lo miraría. Uno de mis vecinos, el didáctico, lo expresó en los siguientes términos: “lo que pasa es que unos nacen con estrella y los otros nacen estrellados”.
Algo andaba mal en el hecho de que un hombre que era la personificación de la bondad, fuera el destinatario de tanta barbarie. Podría pensarse que estábamos resucitando el circo romano; que era grotesco construir la solidaridad humana a partir de los destrozos anímicos de un muchacho noble como Araújo.
Por otra parte, aceptando que a ese monstruo insaciable llamado masa no le atrae ninguna diversión que no tenga su víctima, Araújo venía a ser ese becerro degollado que se necesita de vez en cuando para aplacar a las hordas. Un elegido. Sin él, ¿cómo hubieran podido los de arriba sentirse solidarios?

***

La primera pelota que recibió Carlos Araújo se enmantequilló entre sus pies zonzos y fue a parar a los guayos del peligroso Luis Manuel Quiñones. El Once Caldas inició entonces un contragolpe rapidísimo que no concluyó en gol por una afortunada intervención del portero Pazo. En ese momento me di cuenta de que jamás había visto un partido de fútbol en el cual se cometiera el primer error a los cinco segundos.
En realidad, durante los primeros 10 minutos de juego, nuestro personaje acumuló una cantidad de errores -y de horrores- suficiente para ingresar, por la puerta grande, al célebre libro de los Record Guiness. Para colmo de males, la fatalidad determinaba que la pelota buscara a Araújo. Me atrevería a jurar que ese balón también se burlaba de él. Porque de pronto, Araújo le ofrecía el pecho para que se durmiera, y el puñetero balón rebotaba con una velocidad inesperada, como si una fuerza invisible le hubiera pegado un patadón para mandársela en bandeja al otro equipo. Y así, en esa tónica, se mantuvieron las relaciones de Araújo con la pelota durante esos primeros diez minutos de nerviosismo. ¿El famoso miedo escénico del que habla Valdano? ¿Acaso la lesión que lo había aquejado a lo largo de la semana?
-- “¡Ni miedo escénico, ni lesión, ni un carajo!”, me respondió el hincha de los anteojos como fondos de botella, tomándose atribuciones que yo no le había entregado. “Lo que pasa es que a ese man lo dejas ahí parado en la cancha y le salen hojas: es un tronco”.
-- “¡Oye, animaaaaal!”, gritó, con toda su alma, otro de los espectadores que estaban por allí cerca.
Lo que vino después fue la más virulenta tanda de agravios escuchada jamás en un estadio. Un muñeco de trapo entre una manada de lobos hambrientos hubiera recibido menos dentelladas rabiosas que las que recibió Araújo en aquel instante. Y, sin embargo, el hombre siguió corriendo con dignidad, demostrando que debajo de su pecho inútil para detener el balón había un corazón de fuego al que no le gusta esconderse. Cada vez que el azar empujaba la pelota hacia Araújo, éste aceptaba el reto con valor, a sabiendas de que sería incomprendido y vejado. Cuando la pelota no iba por él, él iba por la pelota. Cada encuentro era una pifia del porte del cielo. Cada pifia era un motivo para el escarnio.
Cuando el Junior anotó el primer gol, la gente no festejó con la vehemencia con que chillaba cuando Araújo cometía un error. Cuando Pacheco, el habilidoso jugador del Junior, hizo una jugada de fantasía driblando a tres adversarios en el breve espacio que ocuparía un pañuelo, hubo aplausos mucho menos sonoros que los denuestos contra Araújo. Me pregunté si será que siempre las masas están más dispuestas para el odio que para la alegría, y llegué a la conclusión de que no hay multitud que no resulte peligrosa.
Iba el Junior ganando dos a cero y la gente seguía despotricando contra Araújo. Pidiendo a gritos que lo excluyeran del partido.
Cada error del muchacho era superior al anterior, como si estuviera puliendo la obra maestra de su desastre. Hubo un momento en que Pacheco se corrió por la banda derecha dejando rivales acalambrados en el piso, y tiró un centro englobado, fácil, a la cabeza de Araújo. Parecía que el genial Pacheco había decidido hacer un gol de carambola, utilizando como intermediaria la testa de Araújo. Pero entonces pasó lo imposible: el balón salió disparado como un proyectil hacia el medio campo. Una vez más, el duende de la desgracia traicionó al buen hombre, haciéndolo aparecer como el mejor zaguero del otro equipo. El público volvió a estallar en una sarta de ofensas.
Después, el debutante Carlos Castro le metió un pase por un callejón y Araújo, impetuoso a pesar de su tranco desmañado, picó a espaldas de los defensores y tomó el balón, de frente al arco. En vez de patear en seguida, se adelantó un metro, y cuando se suponía que por fin crucificaría al arquero, pisó el balón y cayó de espaldas, en medio de una rechifla combinada con carcajadas. El señor de la gorra roja juró por su madre que nunca había visto un futbolista tan incompetente. Yo busqué en la memoria un caso de torpeza que pudiera hacerle contrapeso a Araújo, y debo decir que no lo encontré.
Tan grande como su torpeza, era su honestidad, su capacidad de lucha. Araújo no sólo no bajaba los brazos ante sus fracasos con la pelota, sino que regaba la cancha con su sudor, corría cada centímetro del césped, disputaba cada balón con hombría, sin ahorrar esfuerzos, sin temor a resentirse de la lesión. Y eso, por Dios, había que reconocérselo. Sobre todo en un equipo como el Junior, que en el último año se había caracterizado por tener muchas estrellas bien dotadas técnicamente, pero que jugaban sin despeinarse.
Araújo cargaba, además, con el lastre de brillar cuando hacía el ridículo y pasar desapercibido cuando acertaba. Sus autogoles eran muchísimo más vistosos que sus goles. Más memorables. Pocos recordaban aquel domingo grandioso en que, con tres goles suyos, el Junior masacró al Deportivo Cali en su propio estadio. De nada valía que hubiera hecho parte de la nómina que ganó los títulos de 1993 y 1995. En cambio, una pifia suya resultaba inolvidable. Eran sus fallas las que todo el mundo contaba al día siguiente de los partidos. Para no ir más lejos, hoy mismo había hecho una chilena maravillosa que pegó en el travesaño, y la gente, en vez de felicitarlo, lo que hizo fue lanzarle más dardos.
-- “¡No joda, además de malo, salao!”, se lamentó un aficionado, cuando vio que la pelota se negó a entrar en el arco.
Más tarde, Araújo perdió la pelota de manera francamente boba y, por su propio sentido del honor, trató de recuperarla en el acto, aunque para ello haló a Valentierra, del Caldas, por el cuello de la camiseta. En el extremo de la antipatía, la gente se solidarizó con el jugador visitante y abucheó a Araújo.
“¡Oye, ¿le vas a robar la cadena?!”, preguntó el perro bóxer. El árbitro se llevó la mano al bolsillo de las tarjetas y en seguida los tres mil espectadores empezaron a entonar un coro maligno: “roja, roja, roja, roja”.
No fue roja sino amarilla, pero Araújo, lejos de sentirse desahogado porque no lo expulsaron, dio muestras de un pesar conmovedor. Igual que el boxeador que acaba de recibir un guantazo en el hígado se desploma, como si le hubieran cercenado las piernas con una sierra, Araújo pareció caerse físicamente entre el pasto, doblegado por el peso de un odio que no merecía. Quizás sintió que no valía la pena entrenar durante toda la semana bajo aquel sol opresivo de Barranquilla, ni exponer con bravura su pierna lastimada. Quizás comprendió el destino amargo de los que están condenados desde antes de empezar. Quizás se consoló pensando que la culpa es del que odia y no de él, que jamás le ha hecho un mal a nadie. Pero aún así resultaba desmoralizante que con un partido a favor del Junior por cuatro goles de diferencia, la gente continuara humillándolo.
Promediaba el segundo tiempo cuando un zaguero del Caldas, de apellido Lemus, descargó sobre Araújo la patada más criminal de la historia del fútbol. En verdad, la falta no daba para tarjeta roja sino para cárcel. El buen muchacho hizo un pique largo y Lemus, de frente y sin que Araújo llevara el balón, se le arrojó en plancha con las dos piernas y lo levantó del suelo -no exagero- como un metro.
La gente pedía a gritos la expulsión de Lemus, que, tirado en el piso, fingía una lesión, tratando de engañar al árbitro. A su lado, Araújo se retorcía y se agarraba la pierna izquierda. Un comentarista radial prendió la alarma cuando dijo que Araújo había recibido un peligroso golpe en el músculo diafragma. En ese momento, vi rostros preocupados en las tribunas, personas que se mordían las uñas. Los atrabiliarios espectadores que estaban a mi lado por fin se habían quedado en silencio. En realidad, el suspenso era general.
Después de todo –pensé con alivio– la gran masa, que había pasado sucesivamente por el aburrimiento, la rabia, la integración, la crueldad, la burla, el desprecio, la alegría y otra vez la rabia, era capaz de condolerse de la calamidad de Araújo. Ya sabía yo que detrás de tanto odio tenía que haber una expresión de afecto, un mínimo resquicio por el cual se colaría el gesto amoroso que nos iba a salvar de tanta iniquidad. ¡Ah, cómo me tranquilizaba comprobar que había exagerado al pensar que toda multitud es peligrosa!
En esas cavilaciones me encontraba cuando Araújo, después de un prolongado masaje del kinesiólogo, empezó a trotar con entusiasmo, listo para continuar en el juego, ante el asombro y la rabia del público.
De todos los insultos que escupió la turba, jamás voy a olvidar el del tipo de la gorra roja, quien, repartiendo cigarrillos a diestra y siniestra, lanzó una expresión horrible, un veneno mortífero del que necesitaba liberarse con urgencia.
-- No joda, ¿y no se lesionó el desgraciado?

(A la generosidad del gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos debe "Los cuentos de la pelota" el poder contar con este bellísimo texto. Muchísimas gracias Alberto!!)

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Mi experiencia como jugador de fútbol nunca fue del todo comprendida ni por los espectadores ni por mis compañeros de equipo. A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia


(ROBERTO BOLAÑO, escritor chileno, 1953-2003)

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Musladini es un pichón de Passarella.

(Profecía de CÉSAR LUIS MENOTTI en 1987 sobre el ex jugador boquense, que no se cumplió nunca)

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Por tus afirmaciones en el diario As, ¿Oliver Kahn tampoco es tu arquero favorito, no?
-Ah, no, no. Mi contacto con el diario empezó con una nota que me hicieron antes de un partido entre Real Madrid y Bayern Munich, donde atajaba ese alemán feo, cara de mono, horrendo, que fue destacado como el mejor del último Mundial y, en realidad, es el peor arquero que vi en mi vida. En el reportaje advertí que se iba a cagar. Y tal cual: se cagó y se metió dos goles (HUGO GATTI, ex arquero argentino, en declaraciones a la revista "El Gráfico")

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Si hubiera hecho "rosca", Ramón Díaz no duraba ni un segundo.

(ENZO FRANCESCOLI, internacional uruguayo, en declaraciones de 1998, opinando su conflictiva relación con el, por entonces, DT de River Plate)

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Helenio Herrera era imprescindible de lunes a sábado, un motivador enorme. Pero en la cancha decidíamos nosotros, porque era terriblemente miope y no veía nada desde el banco

(SANDRO MAZZOLA, ex internacional italiano, despachándose contra "El Mago")

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Literatura y fútbol en la Argentina


Pasión local, placer global

Fútbol y literatura son dos disciplinas en principio alejadas entre sí. Tienen, sin embargo, algo en común: la Argentina ha ofrecido al mundo valores de sobra conocidos en ambos campos. La pasión por el fútbol y el placer de contarla han creado todo un subgénero literario en el país sudamericano.
En Europa, el fútbol es una actividad poco popular entre los sectores más ilustrados. De hecho, siempre queda mejor lanzar un par de opiniones certeras sobre la actualidad política o sobre la última película de Medem que un vergonzante comentario al pasar del partido del próximo fin de semana. En ese sentido, España ha heredado la estrechez de la época franquista, cuando el fútbol era “de derechas”, sospechoso de colaborar en la gloria del régimen, y los libros, “de izquierdas”, sospechosos de portar ideas subversivas contrarias a los principios del Movimiento. El opio del pueblo era una afición inaceptable para la progresía nacional.
Así las cosas, incluso los excepcionales casos de literatos amantes del balompié (Javier Marías, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza) dejan su afición para después de las horas de trabajo y es raro que aparezca el fútbol entre las temáticas de sus obras. A los demás escritores, si les gusta el fútbol no lo expresan abiertamente. La mayoría lo ignora e incluso algunos lo denostan (“un partido de fútbol es un espectáculo fascista”, dijo Sánchez Dragó en televisión). La revista Don Balón auspicia desde hace años un premio anual de literatura deportiva; sin embargo, las novelas editadas no son necesariamente sobre fútbol. Pobre maridaje, pues, entre dos mundos que se miran con desconfianza.
Por eso, para quien disfrute del fútbol y de la lectura, la Argentina es como un gran festín. En este país -uno es leonés pero afincado acá- se vive el fútbol como en pocas partes del mundo. Es parte protagonista de la calle, de los medios, de las discusiones familiares, incluso de la política. Pocos argentinos dejarán de definirse a sí mismos no sólo por su actividad o sus estudios, sino también por el equipo de sus amores. Y es que la respuesta a la pregunta ¿de qué cuadro sos? implica la mayoría de las veces toda una forma de ver la vida. Es más: se trata de un sentimiento de pertenencia a un colectivo determinado, en un país sin nacionalismos -con ansias de estatutos, como España- y sin otra bandera que la albiceleste.
Y esto no sólo ocurre entre la gente de a pie; cualquier intelectual, cualquier político, cualquier personalidad eminente, es susceptible de expresar su forofismo sin recato, tal como lo haría un taxista o un camarero. Basta echar un vistazo a la historia reciente argentina para darse cuenta de la importancia del fútbol, tanto en el día a día como en la política del país.
Todo esto, más la rica tradición literaria argentina, ha dado lugar a todo un género dentro de la narrativa: la literatura futbolera. Un género que adopta de forma casi excluyente el formato del cuento y que es cultivado sobre todo por los periodistas deportivos, aunque también con notables excepciones.

Literatura apta para todos los públicos

Cualquiera puede acercarse a ella, sin importar cuánto sabe de fútbol. Claro que se disfruta más si se conoce lo que es un centrofóbal, las connotaciones que tiene jugar de cinco o qué pasó con Maradona y los ingleses (quien desconozca esto último, mejor que calle delante de un argentino). Pero igual que se puede leer con gusto La ciudad de los prodigios sin conocer Barcelona, por ejemplo, tampoco es imprescindible ser un entendido, ni siquiera un iniciado, para pasar un rato más que agradable.
La literatura futbolera guarda unas características emocionales comunes dentro de su variedad temática. Entre sus argumentos, no se van a encontrar recuentos de hazañas de futbolistas reales que ganan cantidades impensables de dinero, ni mucho menos tediosas explicaciones tácticas. No. Acá, el fútbol se usa como metáfora de la vida, de sus alegrías y de sus puñaladas.
Así, sus páginas nos transportan de vuelta al barrio (una cierta épica del barrio tan presente en la cultura popular argentina), a la adolescencia, a la amistad incondicional, a todo lo que se va llevando la vida con su pragmatismo. Nos hablan de la necesidad de ganar sólo por orgullo, de actos de integridad personal, de códigos de honor, pero también de trampas hechas con gracia (la famosa “viveza criolla”). Los relatos tienen una importante veta fantástica, con goles y partidos imposibles, con fantasmas, resucitados y brujería, puro realismo mágico latinoamericano aplicado al fútbol. Describen el amor por el juego, la felicidad perfecta del partido con los amigos -aunque sea en condiciones precarias- frente a la pérdida de alma y de valores de los grandes equipos profesionales. Los cuentos suceden en la cancha, por supuesto, pero también en el bar de los sábados, en el club social, en el burdel del pueblo, en la radio o en las gradas donde viven adictos a unos colores más allá de toda cordura.
Los personajes de esta literatura son, sencillamente, entrañables. Forman un universo de perdedores eternos, de entusiastas pero torpes jugadores, de talentosos que prefieren la gloria del picado a la de la Bombonera, de entrenadores enamorados de su estrella, de árbitros corruptos e incorruptibles, de delincuentes con camiseta que primero pegan y después preguntan, de arqueros que son Jesucristo, de ancianos que lo han visto todo y de chiquilines que empiezan a verlo, de hinchadas más que peligrosas, de héroes locales y decepciones universales… Dioses y monstruos de sobra conocidos y que corren tras una pelota de cuero.
Si aún nada de esto resulta atractivo para algunos, la literatura argentina sobre fútbol se puede recomendar simplemente por su estilo. Ninguno de los que escriben pretende pasar a la posteridad por su prosa florida y eso se agradece. Me atrevo a decir que se aprende más del habla y de la idiosincrasia de los argentinos leyendo diez cuentos de fútbol que con todo Borges (que también escribió algo sobre fútbol).
El estilo es directo y rabiosamente oral, desde la primera persona de la narración en la mayoría de los cuentos. Ya digo, no existen ansias de virtuosismo ni metáforas que no sean las propias del lenguaje de la calle, y es fácil sorprenderse a uno mismo leyendo en voz alta en los momentos de mayor intensidad. El idioma es genuino y popular, con esa particular e inconfundible mezcla de castellano, italiano, lunfardo, barrio y viveza. Delicias idiomáticas como “patear en contra” (para referirse a la homosexualidad), “te faltan dos jugadores” (en vez de estar mal de la cabeza) o “estar en tiempo de descuento” (para la vejez) dicen mucho de cómo el fútbol está imbricado en la manera de ser argentina, además de procurar una lectura ágil y gozosa. Por esa razón, resulta fácil leerse del tirón una recopilación de cuentos.

¿Cosa de hombres?

Otra advertencia. Como puede intuirse, la literatura futbolera está escrita exclusivamente por hombres y casi exclusivamente sobre hombres. No quiere decirse con esto que llegue a resultar machista. Sencillamente las mujeres que aparecen lo hacen de forma marginal, secundaria. Son la madre que llama a tomar la leche, la apetecible hermana del rival más encarnizado, la prostituta iniciática, la esposa que prohíbe continuar con esa infantil afición al partido con los amigos,… Bueno, el fútbol es así, al menos de momento (salvo en Estados Unidos y algún otro país de escasa tradición futbolística, la escena la ocupan los hombres, dentro y fuera del campo de juego. Resultaría artificial que la literatura lo reflejase de otra manera).
Los cultores de esta literatura sobre fútbol son, como quedó dicho anteriormente, en su gran mayoría los periodistas deportivos. Casi todos ellos son reconocibles por su presencia en prensa, radio y televisión (los medios de comunicación deportivos no se cuentan precisamente entre las carencias de la Argentina), y casi todos con incursiones en la literatura de ficción no futbolística con mayor o menor trayectoria. En general se agrupan en pequeñas recopilaciones de cuentos muy asequibles de la editorial especializada Al Arco, fácilmente localizables en las librerías porteñas.
De este nutrido grupo destacan algunos autores con voz y publicaciones propias, como Eduardo Sacheri, Walter Vargas o Ariel Scher. Sacheri no es periodista, sino historiador y ha conseguido ya publicar varias recopilaciones de cuentos, no siempre futbolísticos. En la contratapa de su libro “Lo raro empezó después” se reseña que su anterior obra, Esperándolo a Tito, fue publicada en España por RBA con el título Los traidores y tuvo una excelente acogida entre el público español (aunque debo decir que no lo conocí hasta que me vine a vivir acá). Walter Vargas es un multifacético periodista platense, autor de libros de poemas y ensayos sociológicos sobre fútbol, además de sus cuentos de ficción balompédica. Por último, a Ariel Scher, quizá el más surrealista de todo el género, pueden encontrarlo a diario los lectores de Clarín en una columna rebosante de fantasía. Les recomiendo que por una vez no se salten las páginas deportivas, merece la pena.
Sin embargo, las cumbres del género son -en mi opinión al menos- dos autores que trascienden con mucho la literatura futbolera: Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. El Negro Fontanarrosa, estrella del último Congreso de la Lengua celebrado en 2004 en su Rosario natal, es autor de una considerable obra de ficción y es conocido masivamente gracias al humor gráfico con el gaucho Inodoro Pereyra, un personaje que integra ya la cultura popular argentina. Cuando Fontanarrosa escribe sobre fútbol utiliza su mejor arma, el humor, como una ametralladora. Resulta imposible no soltar unas cuantas carcajadas al leer, por ejemplo, su recopilación de cuentos “Puro fútbol” (Ediciones de La Flor). El suyo es un humor irónico descargado sin piedad sobre locutores deportivos o hinchas acérrimos, pero también un humor con ternura hacia el juego y hacia todo aquel que lo honre. Su estilo se completa con un apabullante dominio del más hilarante e imaginativo habla popular y, por supuesto, con un amor sin límites al fútbol y a su equipo, Rosario Central. Todo junto da como resultado una de las más divertidas experiencias lectoras.
Por su parte, Soriano es (era, falleció en 1997) un escritor con mayúsculas. Sus años como periodista (hasta que cambió la Argentina por Francia durante la dictadura) se transparentan en su escritura: jamás escribe un adjetivo de más ni una palabra de menos. Sin abandonar el registro del habla callejera, su estilo resulta sobrio, sin artificios, de narrativa clásica, casi de novela negra, como una especie de Raymond Chandler porteño. Y acaso sea Chandler el que sale ganando con la comparación.
En su libro “Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos” (Editorial Mondadori) se mezclan por igual la ternura y el descreimiento hacia la condición humana, la voluntad de sobrevivir y la fidelidad a unos principios. Soriano va algo más allá del cuento y escribe historias cortas, de tres o cuatro capítulos, sobre personajes o sucesos memorables. Como la desopilante historia del ignoto Mundial de 1942, jugado en la Patagonia y ganado por los indios mapuches en una final contra Alemania que duró dos días, arbitrada a punta de pistola por William Brett Cassidy, hijo de las andanzas patagónicas de Butch Cassidy y Sundance Kid. O como la historia del propio Míster Peregrino Fernández, quien adopta la identidad de un judío polaco para poder jugar en un equipo de París… justo antes de la llegada de los nazis. En la huída, Peregrino se mete en un tren que va a parar a la Rusia estalinista, donde juega para el equipo del KGB y se salva de la horca gracias a un ruso de Villa Crespo. Después continúa sus días acompañando a Perón en el exilio, antes de que se convierta en entrenador y termine inventando sistemas, tácticas y posiciones imposibles como el wing eléctrico, el volante fantasma, el arquero manco o el stopper de cuatro patas.
Sin duda, cada página del libro de Soriano es un verdadero placer para los amantes de la lectura.
En definitiva, a quien le guste el fútbol tiene la oportunidad de descubrir este genuino género argentino. Y para quienes les produzca urticaria el soniquete de fondo de un locutor en cada bar que se visita, qué mejor y más pacífica manera de acercarse al fútbol que a través de los libros. Quizá por el camino se caigan un par de prejuicios intelectuales. Y a lo mejor, con un poco de suerte, incluso puedan llegar a comprender la máxima futbolera que dice que “quien piensa que el fútbol no tiene nada que ver con la vida, ni entiende nada de fútbol ni entiende nada de la vida”. Al fin y al cabo, como dijo un entrenador inglés de los años setenta, “claro que el fútbol no es cuestión de vida o muerte. Es algo mucho más importante”.

(artículo escrito por Fernando Pellitero en Revista Teína, Nº 12, Junio/Julio/Agosto de 2006)

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Una derrota contada con todo tipo de detalles es indistinguible de una victoria (NAPOLEÓN BONAPARTE, 1769-1821, militar y estadista francés, general republicano durante la Revolución Francesa, posteriormente ungido Emperador)

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Al vestuario entran pocos. A la charla técnica, nadie.

(CARLOS BIANCHI, ex jugador y técnico argentino, 2001)

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Al principio pensé que era un poco una broma (CARLOS DIOGO, defensor uruguayo, incrédulo en un principio, por el interés demostrado por el Real Madrid, después convertido en fichaje "merengue")

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Nos vamos. Dejamos Estudiantes. En un año y medio donde hemos compartido muy buenos momentos. Entiendo que es el momento para tomar esta decisión. Me duele por todo lo que hemos construido. Me duele, pero estoy seguro con la decisión que estoy tomando. Entiendo que se ha cumplido un ciclo. Estoy tranquilo porque hay situaciones, que desgraciadamente por una cosa o la otra no se pudieron dar. Pero es el momento para dejar y para seguir en contacto con la gente (DIEGO SIMEONE, el viernes 7/12/07, comunicando su alejamiento como DT de Estudiantes de La Plata)

Cuando tuve una oferta para irme, él me puso piedras en el camino y me dijo que los contratos se tenían que respetar. Ahora yo duermo tranquilo, pero él no sé, fue muy egoísta. Siento impotencia, hace tres meses me decía que la palabra es sagrada y ahora es el primero en cagarse en lo que dijo. Él tiene 20 ó 30 millones en el banco, pero yo no puedo decir lo mismo (PABLO ÁLVAREZ, defensor de Estudiantes de La Plata, manifestando el 10/12/07 su molestia ante la salida del DT "Pincha", antes de la finalización de su contrato)

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No veo el fútbol como una forma de alienación moderna, lo siento más bien como una poesía colectiva (EDGAR MORIN, sociólogo y filósofo francés)

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El fantasma del abuelo (Hilmar Paz - Argentina)


El abuelo

En realidad no lo conocí, aunque él a mi, si. Ocurrió que ya era bastante viejo cuando nací y antes de cumplir mis tres años, falleció. Pero a lo largo de mi infancia escuché muchas historias acerca de su vida. Por ejemplo que había sido un excelente jugador de fútbol que arrancando de las inferiores de Ferro había escalado hasta ser titular indiscutido y goleador de la tercera campeona del club. Un nueve que prometía decían los entendidos. Pero, como a veces sucede en la vida de los elegidos, se cruza la mala suerte y a la mierda con el destino de gloria. Una tarde cuando volvía del trabajo colgado en el estribo del 47, porque él, cuando no estaba en el club o en el potrero, laburaba de changarín en una empresa de camiones, un pendejo que venía corriendo una picada con el auto del papá, le tocó la pierna que traía medio en el aire. Se la hizo bolsa. El club, lo ayudó por todos los medios, lo atendieron los mejores médicos y tuvo como cuatro operaciones. Finalmente quedó bien, al menos aparentemente, porque al caminar no se le notaba nada, pero el fútbol a nivel competitivo había terminado para él. Así se lo dijeron sin muchas vueltas. No fue nada fácil para él, ni para la familia, elaborar el duelo de la fama prometida y todas las bondades que la acompañan, pero hubo que resignarse. En la empresa de camiones le dieron una mano y con el tiempo llegó a ser capataz lo que le posibilitó, al menos, años más tarde, dar una vida digna a su prole. Nunca volvió a hablar del tema, pero mi padre contaba que todas las noches, encerrado en su cuarto, hojeaba las revistas del club de aquella época, solamente las que hablaban de él, y en una de las cuales, había sido tapa.

La barra del campito

Era una barra futbolera, no muy grande, apenas los suficientes para conformar un cuadro de fútbol. Yo integraba el equipo como suplente, en realidad nunca entraba. Primero, porque tenía doce, tres menos que el más joven del resto, y segundo porque no era bueno. Mi hermano Ricardo, que tenía dieciséis, si, y era uno de los capos. Él y el negro Pezoa se disputaban el liderazgo. El negro era más expansivo, más gritón, parecía el jefe, pero con mi hermano no podía. Así respetándose mutua y tácitamente, los dos manejaban el grupo. Ricardo era un tipo tranqui, de pocas palabras y gran personalidad, además, un muy buen número cinco. Mi ídolo. Claro, el tener un hermano influyente no alcanzaba para que yo fuera titular. El campito, era un terreno baldío pegado a las vías del Sarmiento, entre Añasco y Cucha Cucha. Grande y liso, tenía casi las dimensiones de una cancha reglamentaria, Los arcos hechos con postes de madera cruda eran un poco más chicos, pero casi no se notaba. Y ahí se jugaban campeonatos memorables contra otras barritas del barrio y algunas de afuera, más los desafíos de rigor que surgían en cualquier momento. Y hasta teníamos hinchada, a los partidos venía gente de la cuadra, como don Cosme, el rotisero, el pelado Fernández, peluquero, el paraguayo de la carnicería, algunos padres y hermanas de los muchachos y los plateístas eran los vecinos que balconeaban el partido desde las ventanas de los edificios de departamentos aledaños. Y cuando el partido era importante hasta teníamos referí porque el oso Armendáriz, sargento de policía retirado, se prestaba gustoso para la función. Creo que más que el fútbol, a él lo que le gustaba era continuar ejerciendo la autoridad. Se había conseguido las tarjetas roja y amarilla de rigor y jamás ocurrió que alguno le discutiera un fallo.

Yo

Tenía la desgracia de haber nacido tres años tarde. Vivía como a destiempo, porque esa diferencia de edad es casi imperceptible cuando se anda por los treinta, pero en la adolescencia representa una brecha casi insalvable para un montón de cosas. No tenía amigos de mi edad, solamente mis compañeros de escuela y como es frecuente en una ciudad como Buenos Aires, ninguno vivía cerca. De manera que mi vida social en el barrio me asignaba la función de benjamín, la que cumple un grumete en un barco, o como sucedía cuando era aun más chico, la de mascota de la barrita a la que pertenecía. Y lo sentía en todo, porque muchos de los otros, entre ellos mi hermano, ya andaban noviando y yo no pasaba de algún cambio de miraditas con la hija del frutero sin que jamás me animara a hablarle. Cuando el grupo se reunía, solíamos sentarnos por las noches, en el escalón de entrada a la farmacia de la esquina cuando ya estaba cerrada, se hablaba de cualquier cosa y todos expresaban su opinión con autoridad, pero cuando a mi se me ocurría meter un bocadillo, los demás me miraban como diciendo: pero que sabrá este pendejo, e ignoraban mi comentario. Pero lo que realmente me mataba, me destruía la autoestima, era que nunca me tocara jugar. Y ocurrió que una tarde se jugaba la final de un torneo barrial, con camiseta y todo era la cosa. Íbamos ganando uno a cero y faltaban cinco minutos. Yo, como siempre, relojeando desde afuera con mi camiseta verde con un tigre que me había bordado la vieja, porque nosotros éramos los Tigres del oeste, y de pronto gran patadón de atrás al negro Pezoa que a los gritos proclama que no puede seguir jugando. No voy a decir que me alegré, pero fue algo bastante parecido. Por fin había llegado mi hora porque yo era el único suplente. Me paré y comencé a hacer corriditas y estiramientos como hacen los profesionales, mientras al negro lo ayudaban a salir. Después se reanudó el partido y a mí ni una seña, ni un gesto, ni una mirada. Estaban jugando con diez y yo no existía, no contaba para nada. Finalmente ganamos y con el alma destrozada, comprendí mi realidad.

El fantasma

Quedé muy mal, nunca me había sentido tan humillado en mi vida. Mi hermano lo notó y cuando llegamos a casa me abrazó y me dijo, perdoname enano, pero el partido se había puesto muy caliente, estaban pegando mucho y si te lastimaban la vieja me mataba. Ya te va a tocar. Sabía que decía la verdad pero no le contesté, me encerré en mi cuarto y tirado sobre la cama, tapando mi cabeza con la almohada, lloré como hacía bastante que no hacía. Y así me quedé dormido. Al rato, y no puedo asegurar que fuera un sueño, percibí una presencia en el cuarto. Abrí bien los ojos y vi a un jugador de fútbol, vistiendo la indumentaria tradicional de Ferro, la que ya hace bastante que no se usa, sentado en una silla al lado de la cama. Era un tipo joven, veinte años tal vez. No sentía miedo pero la sorpresa no me permitía hablar, abría y cerraba la boca sin articular palabra. Entonces el jugador habló: -Tranquilo pibe, soy Rómulo, tu abuelo, que se metió en tus sueños. Cuando llorabas me vi a mi mismo haciéndolo de la misma manera con bastantes años más que vos. Después hizo una pausa ante mi mirada incrédula, sonrió y continuó hablando: - El fútbol da grandes alegrías y tristezas, por eso es que no hay que ponerle todas la fichas. Si se da, en buena hora, pero siempre conviene tener preparado otro yeite por si la suerte te da vuelta la cara. Mirame a mi, pintaba para crack y me quedé en changarín. Vos dale con el estudio, pibe, esto de la pelota tomalo como una diversión, si sos bueno y tenés estrella, la pelota te va a llevar a vos. Mirá ahora cuantos jugadores llegan a primera y también se reciben de doctores, esos nunca van a tener grandes sobresaltos, ya pueden decir que tienen la vaca atada. Lo de hoy no tiene importancia, pibe. Tu hermano es un buen jugador y un líder nato, a veces hay que tomar decisiones que a otros duelen pero un buen capitán debe tener carácter para decidir. El hizo lo correcto y además te quiere. En ese momento quise decir algo, pero el poniendo el dedo índice sobre su boca me indicó guardar silencio, luego dijo:
-Ya me voy pibe, acordate de lo que te dije. Puso una mano sobre mi cabeza y me revolvió el pelo, luego desapareció. Por alguna razón, que ignoro, no le conté mi sueño a nadie, ni siquiera a mi hermano, al que jamás le ocultaba nada.

Mi día de gloria

Había pasado más de un mes y ya ni me acordaba del sueño del abuelo. Era un domingo soleado por la mañana y el campito resplandecía. Los Tigres del Oeste con sus camisetas impecables precalentaban. El equipo rival, Mataderos por siempre, ataviado con camisetas a franjas verdes y negras, reconocía el terreno. Flanqueando el campito estaban las hinchadas, de un lado la nuestra, los comerciantes de la cuadra, familiares y amigos de la barra y algún curioso. Del otro lado, unos cuantos pesados que se habían traído los de Mataderos, por si las moscas. El oso Armendáriz, que se había tomado bastante en serio el asunto del referato, lucía pantalón corto blanco, camisa negra y un pito profesional colgado del cuello. En algún bolsillo, las temidas tarjetas amarilla y roja. Del lado de nuestra hinchada, sentado en el suelo, con la camiseta de los Tigres y mis flamantes zapatos de tapones, jamás estrenados, estaba yo, el suplente. Se jugaba la final de un cuadrangular que ya era tradición en la zona, entre equipos de Almagro, Flores, Mataderos y Caballito, lo que se dice: un día importante. Partido durísimo, si los hubo, el de aquél domingo. Se habían dado como en la guerra y faltaban diez minutos, sin que se hubiera abierto el marcador. Si terminaba así se definía por penales, y los Tigres nunca habíamos ganado con ese tipo de definición, había que hacer un gol antes de los noventa. El oso había tenido mucho trabajo, dos jugadores expulsados por bando y amarillas repartidas a rolete, pero lo estaba sacando bien. El partido estaba tan interesante que hasta me había olvidado que era suplente y actuaba como un hincha más. De pronto, mi hermano que había jugado un partidazo y rengueaba desde hacía rato, hizo la señal de no va más moviendo los brazos horizontalmente con las palmas hacia abajo y caminó hacia un costado aplaudido por la hinchada. Yo había aprendido mi lección, así que me quedé quietito. Ricardo, con gesto de dolor, se me acercó y dijo: -Dale enano entrá, marcalo al tres que se viene, pero tranqui, sin pegar y si te hablan no contestes. No lo podía creer ¡Entraba! Estiré un poquito, me metí como pidiendo permiso y me fui arriba a frenarlo al tres. Pero yo no había esperado tanto tiempo, solamente para cumplir una tarea tan insignificante. Por mi cabeza se cruzaban las fantasías que había soñado despierto miles de veces, como gambetearme todo el equipo contrario y meter el gol del triunfo de taquito. Y como estaba arriba taponando la salida del tres, parecía un wing y en eso, no lo van a creer, me llega una cortada. La paro, miro, y veo que el dos, una mole, se me viene encima con las piernas abiertas. Lo mido, amago, y se la paso entre las piernas, después me mando por el costado y ahí es donde el tipo me hacha los tobillos y me remonta por el aire, caigo despatarrado dos metros adelante. Medio aturdido, levanto la cabeza y lo veo a mi hermano entrando a la cancha, entonces sonrío, como diciendo estoy bien, y el se vuelve. Escuché la voz del dos, con cara de santito, explicándole al oso: -No hubo mala intención señor referí, apenas lo toqué, lo que pasa es que es un chico muy liviano, y para subrayar su inocencia se acercó a mi con una sonrisa y tendió una mano para ayudarme a incorporar. Mientras me levantaba acercó su cabeza a mi oreja y me dijo con tono siniestro: -Esto fue una muestra, la próxima te dejo en silla de ruedas para toda la vida, ¿Entendiste, pendejito pelotudo…? La cosa fue que el foul originó un tiro libre y allá fui yo a cabecear, no se para qué, porque medía 1,60 y el más bajo de los defensores 1,80, pero fui. El centro venía alto, para mí y para los defensores, pero igual salté, es lo menos que un jugador puede hacer por la hinchada. Y cuando estaba en al aire, sin ninguna posibilidad de llegar a la pelota, sentí como dos tenazas en la cintura que me alzaban más y más, ahora la pelota venía a mi y cuando llegó le di un frentazo hacia abajo. Se coló junto al segundo palo, un golazo que no lo hubieran podido atajar ni Carrizo y Roma juntos en el arco. La defensa se le fue encima al oso: -Referí, fue con la mano, mire que esa pulga va a saltar tan alto… Pero no hubo caso, el oso con voz tonante sentenció: -Yo estaba a dos metros de la jugada y con la mano no fue, como saltó tan alto no es mi problema. Pitó y señaló el centro de la cancha. Los compañeros me abrazaron, la hinchada vitoreaba y mi hermano, orgulloso, sacaba pecho fuera de la cancha. Yo, disfrutando el momento más feliz de mi vida. Ganamos uno a cero.

Epílogo

Los festejos habían pasado, me dolía la espalda de tantos abrazos recibidos, la hija del frutero me había dado un beso como premio por el gol, era el héroe de la cuadra y ahora estaba en mi cuarto, recostado, rememorando el instante de gloria. En eso, se abrió la puerta y entró mi hermano, todavía rengueando. Se sentó en la cama, me miró fijo a los ojos y dijo: -Bueno enano, ahora contame como lo hiciste, vos jamás podías llegar a esa pelota…? Nunca le había mentido a Ricardo y ahora tampoco lo iba a hacer. Guardé silencio un instante y luego respondí: -Fue el abuelo, el me levantó… Me miraba sin entender, finalmente me puso una mano en la frente a ver si tenía fiebre y dijo: -¿Pero qué te pasa, estás delirando o te volviste loco? Solo atiné a exclamar: -Abuelo, dale una señal, este no me cree! Ricardo, con aire preocupado, dijo: -Enano perdoname, pero voy a tener que hablar con el viejo y se dirigió hacia la puerta.
Cuando estaba por abrirla algo cayó desde lo alto de la repisa, era una revista.
Mi hermano la levantó y la miró largamente. Luego se acercó a mi cama y me la entregó, había palidez en su cara. Sin decir palabra se fue. Miré la revista, desde su tapa, en cuclillas, con una mano sobre la pelota, el abuelo me sonreía.

(Un gracias de corazón para el autor de este cuento, Hilmar Paz, (Negroviejo) y su generosidad al permitirme la publicación de su cuento en “Los cuentos de la pelota”)

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Un periodista me estaba haciendo una nota en La Plata, y pasó un loco en bicicleta que me gritó “Mago”. Cuando levanté la mano para saludar, el tipo dice: “Metete la varita en el orto”. Y siguió en la bicicleta. Me la hizo muy bien (RUBÉN "El Mago" CAPRIA, jugador argentino)

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Tengo fecha de caducidad. Es como la leche, que cuando está caducada no hay que tomarla (LUIS ARAGONÉS, entrenador español)

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La tecnología es una cosa de locos. Apretás un botón y estás en la NBA, apretás otro y estás en Moscú (El "Bambino" VEIRA, técnico argentino, aportando su opinión sobre las nuevas tecnologías)

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Vivimos en el torbellino de la dialéctica, donde los que saben poco intentan hacer creer que saben mucho a los que no saben nada (DANTE PANZERI, periodista deportivo argentino, 1922-1978)

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Franco Baresi dice que usted era imbatible en el uno contra uno y que le vio en dificultad sólo una vez. Contra Maradona.
Me he encontrado en dificultad muchas más veces y con muchos más jugadores. Pero Maradona era el más imprevisible de todos y el jugador más fuerte al que me he enfrentado.

¿Messi puede llegar a emularlo?
Tal vez. Es un fenómeno, con el balón en los pies hace cosas impresionantes. Pero lo que tenía Maradona era una personalidad enorme y la transmitía a los demás. Si Messi la consigue sí que podrá alcanzarlo.

(PAOLO MALDINI, internacional italiano, en declaraciones al diario español El País del 26/11/07)

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LAS ÁGUILAS - América (México)


Fundado hace más de 90 años, el Club América de México, es uno de los tres equipos de la primera división del fútbol azteca que jamás descendió.
La adopción del nombre América fue el resultado de la coincidencia que tuvo la fecha de fundación con la conmemoración del descubrimiento de América por Cristóbal Colón. El 12 de Octubre de 1916 un par de equipos de colegios maristas, el Récord y el Colón, decidieron fusionarse para hacerle frente a los equipos de los otros colegios de orden religioso.
Logró su ascenso al fútbol de la naciente Primera División enfrentándose a los equipos de origen español. Eran los principales actores del fútbol de la época. Obtuvo su primer título nacional 9 años después de su fundación, en 1925. Se convirtió en el primer tetracampeón del fútbol de México, al obtener 4 campeonatos en serie, desde 1924 hasta 1928. La primera selección nacional en 1923 fue conformada con un buen número de jugadores del Club América. Correspondió a los cremas por su tradición, ser el equipo que iniciara el futbol profesional en México en 1943.
Es el segundo equipo más ganador del fútbol mexicano en la era profesional, con 10 títulos. Además, es el equipo mexicano que más títulos internacionales ha conseguido, y el equipo de CONCACAF con más títulos internacionales; además de ser el segundo equipo más popular de México.
En 1959, el Club de fútbol América es adquirido por Emilio Azcárraga Milmo, hijo de Emilio Azcárraga Vidaurreta propietario de Telesistema Mexicano la empresa que hoy dia es Televisa.
En los 70’ se empieza a vislumbrar el equipo grande de proyección triunfadora y perfil de campeón, pero es en la década del 80 cuando obtiene 5 campeonatos de liga y fue en esa época donde el equipo cambió de imagen y adquirió el mote de "águilas", (que sonaba más "macho" que "canarios" -denominación que poseía hasta ese momento por el color de su camiseta).
Gracias a una feroz campaña publicitaria que duró dos décadas, y a la complicidad de los medios de comunicación (Televisa), se consiguió que el mote "águilas" se haya quedado grabado en el folclore futbolístico mexicano.
Fuente: Wikipedia

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