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Lástima que no puedo pelearme con él, porque mojado pesa 35 kilos (JOSÉ LUIS CHILAVERT, opinando sobre el "Loco" Abreu, de quien se burlaba tras errar un penal)

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El fútbol es el único motivo de alegría para la gente... Bah, también sacarse el Quini 6, pero la gente deposita más ilusión en su equipo que en sacarse la lotería (JUAN ANTONIO PIZZI, ex jugador argentino, Julio de 2001)

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Cuando Colo Colo 73’ visito nuestra ciudad, allá por el año 1994, trajo como máxima figura al famoso Carlos Caszely, sucedió un hecho poco común en un partido.
Si bien es cierto Caszely era la figura, no era menos cierto que "el cacique" traía en sus filas a otros elementos famosos como el brasileño Vasconcellos, el “Pillo” Vera, Raúl Ormeño, Hugo Gonzáles, el "Flaco" Lizardo Garrido y el "Yeyo" Hinostroza, por nombrar algunos.
Le correspondió al conjunto albo enfrentar a un combinado local, en un estadio municipal que no estaba empastado y que había sido acomodado para recibir a tan ilustre visita, ante un marco impresionante de público. Recuerdo que dirigió este encuentro el arbitro René Quezada, hombre destacado en el referato local y que precisamente se vio involucrado en una jugada del primer tiempo. Corría por el costado derecho Carritos Caszely, el rey del metro cuadrado, con su acostumbrada velocidad y astucia, cuando fue derribado violentamente por un defensor victoriense, quedando absolutamente revolcado y bastante adolorido, por lo que hizo el reclamo respectivo al referee, quien no lo tomo en cuenta y pensó que solo era teatro, a lo que Caszely replicó “no tení idea ¡conchadetumadre!” ante tal ofensa, Quezada le mostró la cartulina roja, expulsándolo del encuentro, ante la rechifla generalizada del respetable, que se quedaba sin poder ver a la figura de espectáculo, pero el juez mantuvo su decisión firmemente y el delantero albo abandono la cancha.
El alcalde de la comuna de ese entonces, Patricio Villablanca, hincha furibundo de Colo Colo y una vez finalizado el primer tiempo, tomó el micrófono y a viva voz solicito al juez del encuentro que revocara su decisión, ya que la mayoría del publico iba precisamente a ver al chino Caszely recibiendo el apoyo de todos los asistentes con un gran aplauso. Ante tal presión, al arbitro no le quedo otra, que acceder a tal petición popular y el famoso Caszely ingreso al inicio del segundo tiempo, no sin antes, darle la la mano al juez diciéndole “Tranquilo viejito, disculpa el garabato, pero es la calentura del momento, así es el fútbol, pero ahora me voy a portar bien, claro que ojo con los fierrazos que pegan los victorienses”, finalmente Colo Colo 73 ganó por cuatro goles a uno, demostrando gran calidad. Por primera vez en nuestra ciudad y probablemente en nuestro país, un jugador volvió a jugar previa intervención alcaldicia, la que contó con el absoluto y popular apoyo de todos los presentes, mas si se trataba de un equipo visitante, que al final fue local, por la gran cantidad de hinchas “colocolinos”.

“Crónicas de más de un siglo, 90 años de las Noticias” (artículo extraido del Diario "Las Noticias")

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El hincha (Mempo Giardinelli - Argentina)


El 29 de Diciembre de 1968, el Club Atlético Vélez Sarsfield derrotó al Racing Club por cuatro tantos a dos. A los noventa minutos de juego, el puntero Omar Webbe marcó el cuarto gol para el equipo vencedor que, diez segundos después, se clasificaba Campeón Nacional de fútbol por primera vez en su historia. A la memoria de mi padre, que murió sin ver campeón a Vélez Sarsfield.
-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! - gritaba Fioravanti.-¡Gol! ¡Golazo carajo, saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor. Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes.
Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra "papá", del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división. Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfield (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en Primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota “Mihanovich” y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de abordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de Mayo de 1931, cuando el "Ciudad de Asunción" se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días, y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel “Chanta Cuatro”; después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River; y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el '34 y en el '35, Conde en el '54, Rugilo, guardavallas de la Selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de "El León de Wembley"), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que, al año siguiente, seria comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de barra. Claro que había retenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo termino encaramado al tope de la tabla, solo detrás de River. O aquellas ¿temporadas en que Zubeldía, Ferraro, Marrapodi en el arco, Avio, Conde formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la Selección Nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, total Carrizo era de River. Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces, no se transmitían los partidos que jugaba Vélez, sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente. Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba "El Territorio" en la esquina de la Catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River. Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba: -Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh? -Calláte, pendejo -respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa sería la revancha de su vida. No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón.
Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse. Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotro y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Ángel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.
En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el '23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el '40 y que todavía guardaba en su ropero. No le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el '41, cuando Vélez descendió de categoría y "Dios me libre" sentenció "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de Primera B", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el '43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas. Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo.
Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de Primera B. Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la Capital desde aquella mañana en la que abordó el "Ciudad de Asunción", rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo, y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse.
Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a Primera A. Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana. El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos. Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera jugar en la A al año siguiente. Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta; pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia. Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria.
Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:-Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...
O bien: -¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...Y cuando los demás reaccionaban:-¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar! A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo.
La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria. Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente.
Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas si son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían. Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos. Goooooooool de Velesárfiiiiiilllllll!La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores. Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas. Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.
-Hola, Amaro -saludó el taxista, dejando el diario.
-A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina -ordenó Amaro-.
Vélez salió campeón.
Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia. Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.
Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Amaro mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y lo aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de Diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó ¡Viva Vélez Carajo! y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa. Dejó colgado el banderín en el picaporte del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se agitaba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers.
Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que lo muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.

Un agradecimiento inmenso al maestro Mempo Giardinelli por tener la generosidad de permitirme colgar este cuento que, a mi modesto entender, es el más hermoso cuento de fútbol que alguna vez haya leído. Es un honor tenerlo en "Los cuentos de la pelota". Gracias Mempo!!!

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Garrincha (Manuel Picón - Uruguay)


Lo lleva atado al pie como una luna atada al flanco de un jinete
lo juega sin saber que juega el sentimiento de una muchedumbre
y le pega tan suave, tan corto, tan bello
que el balón es palomo de comba en el vuelo
y lo toca tan justo, tan leve, tan quedo
que lo limpia de barro y lo cuelga del cielo
y se estremece la gente, y le ovaciona la gente.

Lo lleva unido al pie como un equilibrista unido va a la muerte
lo esconde y no se ve, le infunde magia y vida y luego lo devuelve
y se escapa, lo engaña, lo deja, lo quiere
y el balón le persigue, le cela, le hiere
y se juntan y danzan y gritan, la siente
y se abrazan y ruedan por entre las redes
y se estremece la gente, y le ovaciona la gente.

Quién se llevó de pronto la multitud
quién le robó de pronto la juventud
quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón
quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón.

Quién le llenó su copa en la soledad
quién lo empujó de golpe a la realidad
quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez
quién le gritó en la cara usted no es nada ya no es usted.

Al último balón lo para contra el pecho y junto al pie lo duerme
lo mira y sólo ve cenizas del amor que estremeció a la gente
y lo pierde en la hierba, lo deja, lo olvida
no lo quiere, le teme, no puede, no atina
y se siente de nuevo enterrado en la vida
y el balón se le escapa entre insultos y risas
y se enfurece la gente, y le abuchea la gente.

Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón
quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón
quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez
quién le gritó en la cara usted no es nada ya no es usted.


Manuel Picón

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No haga eso que el señor es músico!! (De JOSÉ MANUEL MORENO a ENRIQUE "Chueco" GARCÍA, cuando el puntero izquierdo de Racing le estaba pegando un baile descomunal al defensor uruguayo Schubert Gambeta)

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Tengo una anécdota terrible con Fabio Capello. Estábamos jugando un picado en la Ciudad Deportiva y había más de tres mil personas mirando. Recibo una pelota en el área y la paro de pecho. Me queda para patear de primera, pero veo que viene un defensor, engancho y lo hago pasar de largo... ¡Aró como tres metros! Sigo y enfrento al arquero, pero la pelota me pica mal. La única que me queda es darle de taco. Pin... ¡palo! La cancha se viene abajo de los aplausos, pero en el contragolpe nos embocan ellos. Capello paró el entrenamiento y me gritó como si hubiese hecho un gol en contra. La tribuna aplaudía y el tano me mataba. Fue horrible. En ese momento me sentí como si a un trompetista le tapan la trompeta cuando va a empezar el concierto (ESTEBAN CAMBIASSO, durante su paso por el Real Madrid, Mayo de 1997)

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Yo crecí en un barrio privado... privado de luz, agua, teléfono... (DIEGO MARADONA, durante su visita a Bolivia en Marzo de 2004)

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Nunca me peleé con Navarro Montoya. Hasta paré una reunión en la que querían sacarle la cinta de capitán. Él en eso era bueno. Adentro y afuera. Nos hizo ganar guita a todos (ALBERTO "Beto" MÁRCICO, ex jugador argentino, en declaraciones a la revista "Mística" Nº 7, 31/5/97)

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Si ellos lo dicen...


“Fue el milagro argentino. Nadie discute que el país ganó el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 antes de que se diera el puntapié inicial. Su organización lograda contra los presagios, sorprendió al mundo (...) Los periodistas argentinos que tuvimos que convivir con nuestros colegas extranjeros durante esos días pudimos comprobar cómo en los más honestos de ellos -afortunadamente la mayoría- se disolvían los prejuicios que traían de sus países merced a la insidiosa propaganda motorizada por las organizaciones subversivas y los ingenuos de siempre (...) Es cierto que los argentinos todos vivieron por primera vez en décadas la oportunidad de salir a la calle bajo una sola bandera. Después de cuatro o cinco años de sufrir una guerra sucia, la guerra desatada por la subversión, surgió la ocasión de expresar entusiasmo (...) En rigor, la tranquilidad estuvo volviendo lentamente antes del Mundial. Actualmente, los argentinos vivimos una calma maculada por las resonancias de escasos pero siempre dolorosos atentados, generalmente efectuados con bombas instaladas por manos anónimas. El último y uno de los que repercutieron más penosamente en el ánimo de la opinión pública. El que costó la vida a tres personas en la calle Virrey Melo, en Barrio Norte, entre ellas la de Paula Lambruschini, de quince años, hija del jefe de Estado Mayor de la Armada (...) De todos modos, esta calma expectante que vive la Argentina es anterior al Mundial. Muy probablemente sin ella no podría haber habido Campeonato. Pero fue durante su transcurso cuando casi mágicamente despertó en la conciencia colectiva esa necesidad de expresarse, de mostrar su unidad bajo la bandera nacional. De mostrarse patriota, en fin. También fue una manifestación de victoria (...) Quizá sea cierto, pero en los festejos del Mundial mostramos por primera vez en mucho tiempo que estamos orgullosos de ser argentinos".


(Marcelo Araujo y Mauro Viale. Revista “Argentina ante el mundo”, Septiembre-Octubre de 1978)

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Ya no somos el país de los grandes arqueros porque seguimos pensando que es un puesto para el gordito o el boludo (UBALDO FILLOL, ex arquero argentino, Enero de 1998)

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¿El árbitro es catalán?… No hay más que decir (BERND SCHUSTER, ex jugador y técnico alemán, tras el Sevilla-Real Madrid -Noviembre 2007-)

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Fue un fotomontaje la imagen que se vio, mis abogados ya tomaran cartas en el asunto (JORGE "Chino" BENÍTEZ, ex técnico de Boca Juniors, después de su escupitajo al "Bofo" Bautista en la Bombonera)

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Chilavert dice que las presiones las tiene el que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar, no los futbolistas...
-Yo no comparto esa opinión. Creo que cada uno en su trabajo tiene presión. La presión de hacer las cosas bien, de saber que cuando la haces mal alguien te va a recriminar. No pasa sólo por una cuestión social. Todos tenemos presiones. Es incluso una meta: hacer las cosas bien. Yo quiero educar bien a mis hijos y eso en sí representa una presión, ¿me entendés? Ahora, lo que creo es que Chilavert habla de necesidad, no de presión, que son dos cosas diferentes. Yo no tengo la necesidad de ganar: por más que pierda a la noche voy a comer, voy a dormir en mi casa, en mi techo. La presión que dice Chilavert es la del hombre que si no vende las tortas fritas que tiene que vender no le va a poder dar de comer a sus hijos (JUAN ANTONIO PIZZI, en declaraciones a la revista "Al arco", Julio de 2001)

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En el fútbol, cuando muñeco supera a muñeco, el equipo que defiende está perdido (JOSEP "Pep" GUARDIOLA, ex jugador español)

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Tablón - Héctor Sánchez (Argentina)

A los sufridos hinchas del fútbol de ascenso, que gambeteando la violencia todavía se le animan a la tarde de los sábados. Señor, yo sé que no tengo perdón porque esto no se redime de ninguna manera. Yo, que ando por ahí creyendo que esto es una enfermedad. Y a veces eso me parece grave y otras veces digo que es sólo una enfermedad.
Y eso me sucede, digamos, cada vez que perdemos, porque cuando ganamos -sábados de tanto en tanto- puedo decir que soy un enfermo mientras me río, salto y grito.
Y vuela por el aire el gorrito. Hasta la radio vuela por el aire.
Señor, yo, que algo sé de fútbol y que suelo acertar cuando digo que ese diez que corre en punta de pies dentro de poco estará jugando en algún equipo grande. No, yo digo de los grandes de los sábados, porque ya pasar a los domingos es otra cosa, otra categoría. Pero así y todo yo lo saqué por la pinta al Lungo Pérez, dije: vean, ése sí que va a llegar, a más tardar dentro de un año va a jugar -por lo menos- en Chicago, o en All Boys.-Sí, y vamos a terminar los vestuarios o las cabinas para los periodistas, dijo el Pelado Luis, masticando las palabras. -Lo mato al presi si lo llega a vender, gruñía el Gordo Adrián. -¿Y si no cómo entra un mango a este club? Callate Gordo, hacéme el favor, casi gritaba el Tino.

También dije que aquel grandote que hizo dos goles el día que debutó no iba a llegar a ningún lado.
- No se sabe dar vuelta, le rebota la pelota a tres metros del pecho, no ves que es un paquete, dije al sábado siguiente, y duró menos de 10 partidos en primera. Por eso, señor, yo sé que me defiendo mirando el fútbol, aunque grite como un salvaje. Pero sé diferenciar entre un golcito y un gol de ésos que hasta el número dos de ellos reverencia con la mirada cuando la pelota viaja hacia la mitad de la cancha para sacar del medio. Y también sé que esta enfermedad no se cura. Porque yo sé que nunca me va a tocar volver doblado una madrugada, borracho y feliz, por haberle ganado a River, o por entrar a una Copa Libertadores. Sí, borracheras hubo y habrá, entendeme bien, pero nunca por un motivo sublime así.
Señor, por eso te digo que a veces no tengo perdón por borrarme en todos los partidos, por partir el calendario con un tajo el día sábado, y ocupar ese espacio con un abismo y unas bocanadas de aire agitado que se me escapan cuando estoy llegando a la cancha. Al cajón de manzanas, nos dicen los turros de la tribuna de enfrente. Gritan contra los tablones, estos tablones, mis tablones, los que mi tío me contó que el club compró cuando yo no había nacido todavía, en la maderera ésa que estaba en Avellaneda. Fue cuando dividieron la tribuna lateral y construyeron la Social, como le llamaba mi tía cuando veníamos para la cancha con una sonrisa más grande que el sol que les daba de lleno a los visitantes. Cuando la inauguraron ganamos por goleada, una barbaridad el equipo ese día, no lo voy a olvidar jamás.
Así son mis sábados, señor, mezcla de ritual antiguo y misa popular, pero en un tablón. Aunque los pobres de espíritu digan que tengo los sábados hipotecados, que no comparto esas tardes con las nenas, que el egoísmo y que todas esas cosas. Pero ojo, señor, que peor son los tipos como yo pero de los domingos, eh. Esos verduguean a todos los suyos en el día bíblico. El día de la familia. Sacrifican los asaditos, la mesa compartida, el vino que es tu sangre, señor.
Y encima, a muchos de ellos les toca volver tan en banda como vuelvo yo la mayoría de los sábados. Sin nada en el bolsillo del alma. Más vacíos que el vestuario después que se van los gritos de los muchachos. Esos, señor, no tienen perdón. Pero yo, pobre pecador que cada vez grita menos goles y que cada año, por esos laberintos que tiene la fe, cree un poquito más, te digo, señor, que este solcito tibio, los manises que vende el Rengo Raúl al lado del alambrado y las banderas que aparecen 15 minutos antes de los partidos, todo eso es mío. Y lo que es más mío de todo este asunto es la voz del estadio, señor. Esa magia, esos parlantes de verdulero que se escuchan gangosos como si el que habla transmitiera desde una lancha de pasajeros del Tigre, y que siempre van a decir, hasta cuando estén apagados, que si su piloto no es aguamar / no es impermeable / lo puedo asegurar. Esa será, para siempre, la música de fondo de mis sábados a la tarde, señor.
Todo eso y nada menos que eso me lo voy a llevar puesto el día del viaje final. Que será un sábado, después de que el canchero descuelgue las redes de los arcos y junte los banderines del córner; y después de que el Rengo Raúl embolse los manises que le quedaron para vendérselo al boliche de la Avenida que tiene cerveza suelta. Con el corazón congelado por el recuerdo de un descenso, saldré por el portón de la Social, como le decía mi tía. Y entonces veré el cielo pálido por entre los tablones. Señor, no hay mejor vista para un atardecer. Te lo puedo asegurar.


(extraído de la revista “Al arco”, Julio 2001)

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Grondona es un mafioso. Te corre siempre con que es el vicepresidente de la FIFA (DIEGO MARADONA, "atendiendo" al pope del fútbol argentino)

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Yo escucho a los técnicos que dicen: "Estoy preparando el equipo para el próximo torneo", y eso que tienen a los jugadores seis meses. Yo los tengo cinco días y me piden que el equipo sea brillante. ¡Dejate de joder! (DANIEL PASSARELLA, Abril de 1997, por entonces técnico de la Selección Argentina)

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No creo que golpear el balón con la cabeza provoque algún problema a los jugadores, los futbolistas ya son lo suficientemente estúpidos (Un comentarista de la Premier League, analizando la noticia acerca de que los cabezazos podrían causar daños cerebrales)

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Todo lo que podía salir mal salió mal. Espero que podamos llegar a casa sin que nos pase nada... (FRANK CLARK, entrenador del Nottingham Forest después de perder 7-0 contra el Blackburn)

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COLCHONEROS - Atlético de Madrid (España)


Cuando el 26 de Abril de 1903 un grupo de estudiantes vascos que residían en Madrid fundan el Athlétic Club de Madrid, casi ninguno de ellos pensó en que esta sucursal madrileña del Athlétic de Bilbao llegaría a convertirse con los años en uno de los más grandes clubes de España.
Los colores iniciales de la camiseta fueron los mismos que los de su progenitor vasco: camisa blanquiazul a rayas verticales y pantalón blanco. En 1912, el equipo de Madrid debió abandonar la tutela de su homónimo vasco por acuerdo federativo.
Abocado el club a conseguir una nueva indumentaria, la misma es encargada a Juanito Elorduy, jugador del club, quien viajaba a Inglaterra, quien también recibió el encargo de abastecer el vestuario del Athlétic de Bilbao con las mejores camisas de fútbol que se pudieran conseguir, las provenientes de Inglaterra.
El vasco, dejó el encargo para último momento y se encontró el día de retorno dando vueltas por el puerto de Southampton con el ferry esperando para cruzar el canal. No había camisas azules y blancas, como las que necesitaba, pero sí gran cantidad por todos lados de camisas a rayas rojas y blancas que eran las del equipo local, el F.C. Southampton.
Elorduy compró 50 blusas abotonadas, rojas y blancas. A su llegada, en Bilbao, quedaron 25 y las otras 25, que se estrenaron antes, viajaron con él para Madrid.
De ahí proviene el apodo de “colchoneros” porque en la época en la que el Atleti lució por vez esas camisetas a franjas rojiblancas (1911), éstas guardaban gran similitud con los colores de las fundas de los colchones de la época.

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El referí demasiado justo (Alejandro Dolina - Argentina)

El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo.
De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a los buenos y castigar a los canallas.
Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.
Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa, amigos o lacayos de los sobradores, por temor a ser sus víctimas. Inflexibles con los débiles y condescendientes con los matones. Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores lamentaron no haber estado allí, para hacerse dar una piña en su homenaje.


(extraido del libro "Crónicas del ángel gris)

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Vimos unas luces rojas, creíamos que pasaba algo malo y por eso entramos (JAIME "Pajarito" VALDÉS, delantero chileno, tras ser sorprendido dentro de un sauna, intentando "despejarse" de la dura vida en la concentración de la Sub-20 chilena)

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Tan solo fui por el balón.

(VINNIE JONES, ex jugador inglés, luego de derribar a ¡un niño!, en un partido de pretemporada del Leeds United -1988-)

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Tu fuiste una mierda de jugador, una mierda de entrenador. La única razón por la que he tenido relación contigo es porque, nadie sabe como, eres seleccionador de mi país y ni siquiera eres irlandés, eres inglés.

(ROY KEANE, ex jugador y técnico irlandés, dirigiéndose al DT de Irlanda Mick McCarthy, tras ser expulsado de la concentración irlandesa en el verano de 2002, previo al Mundial de Corea-Japón)

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Si el padre de David Seaman hubiese usado condón, todavía estaríamos en el Mundial.

(NICK HANCOCK, humorista inglés, comentando el gol de Ronaldinho al ex portero del Arsenal, en la fase final del Mundial 2002 que derivó en la eliminación de Inglaterra)

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Ustari tuvo la culpa de los dos goles del Valencia. Tuvo una noche tan mala que esperamos y rezamos para que el "Pato" esté listo para el partido contra el Real Madrid (MICHAEL LAUDRUP, ex jugador y técnico del Getafe, "respaldando" con todas sus fuerzas a su arquero titular ante la lesión de Abbondanzieri, Octubre 2007)

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A mí no me importa que usted diga que soy un tronco mientras me siga poniendo en la tapa de la revista (LUIS ARTIME, ex goleador del fútbol argentino, a Dante Panzeri, por entonces director de la revista "El Gráfico")

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El maldito segundo de Heysel

Un miserable segundo separó al Atlético de Madrid de proclamarse campeón de Europa. Fue el 15 de Mayo de 1974 en el estadio "Heysel" de Bruselas. Enfrente tenía un buen equipo, pero asequible al conjunto rojiblanco: el Bayern de Munich de los Beckenbauer, Breitner, Hoeness y Müller.
El Atlético formó con Reina; Heredia, Eusebio, Capón; Adelardo, Luis, Irureta; Ufarte (Becerra), Gárate y Salcedo (Alberto). Al equipo de esta campaña se le conocía cariñosamente como el Atlético Buenos Aires. Y es que además del técnico Juan Carlos Lorenzo, había muchos jugadores argentinos: Rubén "Ratón" Ayala, Ramón "Cacho" Heredia, El "Panadero" Díaz, Benegas e Iselín Santos Ovejero.
Los rojiblancos habían controlado el centro del campo con su mayor calidad técnica y llevado las riendas del encuentro durante la mayor parte del tiempo. Los delanteros fueron sometidos a férreos marcajes (Heredia sobre el "Torpedo" Gerd Müller y Schwarzenbeck sobre Gárate) y el marcador no se movió.
En la prórroga siguió la misma tónica del partido. Pero a falta de seis minutos el colegiado belga Leraux señaló una falta en el borde al área alemana. Luis Aragonés, el "Sabio de Hortaleza", catedrático en el lanzamiento de golpes francos, lo vio muy claro. Golpeó el balón por encima del muro alemán y antes de que entrara ya estaba festejando el tanto. El portero Maier se quedó de piedra.
El partido parecía decidido en favor de los rojiblancos. Pero, cuando el colegiado ya miraba su cronómetro, un zapatazo desde 35 metros de Schwarzenbeck se coló entre una nube de piernas y llegó hasta la red atlética. Era el empate definitivo. No dio tiempo ni a sacar de centro. La fortuna le había dado la espala a los rojiblancos. En el fútbol, como juego que es, además de poner todos los medios a tu alcance para conseguir la victoria, hay que contar con la suerte. Y en lo referente a la diosa fortuna el Atlético siempre ha sido subcampeón. Los dados nunca le han sido favorables y aquella noche mucho menos.
Dos días después se jugó el partido de desempate. Pero el jarro de agua fría dejó congelada la moral atlética y los rojiblancos sucumbieron por 4-0 ante los muniqueses. La final ya se había perdido 48 horas antes. Cierto es que el partido no acaba hasta que el árbitro no pita el final..., pero no hay duda de que el campeón de Europa moral de 1974 vestía a rayas rojas y blancas, aunque la Copa "volara" de las vitrinas atlétlcas por un maldito y fatídico último segundo.


(extraido del libro "Los grandes clubes del fútbol mundial", pág. 127)

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DIABLOS ROJOS - América de Cali (Colombia)


"Porque el América es uno. El de ayer, el de hoy o el de mañana. Porque el nuestro no es un equipo de fútbol solamente. Es una explosión humana, una pasión aberrante, una arbitrariedad del corazón.
No somos el antojo de esos buenos señores que se dedican al fútbol para disfrutar su tiempo y gastar su plata. NO. El América es sangre de la sangre de un pueblo que por él vive y padece. Y que por él se deja llevar de los diablos todos los domingos.
Como el Flamengo de Río, el Boca de Buenos Aires, el Colo Colo de Santiago, el Alianza de Lima -para no citar otros-, el nuestro no es un club por acciones, sino todo un pueblo uniformado de rojo".


Este adagio de Alfonso Bonilla Aragón, hermano de Carlos Bonilla, primer guardameta que tuvo el América de Cali, resume la filosofía de este equipo.
América es la institución más antigua de Colombia, es el decano del fútbol profesional colombiano, su fundación se remonta a 1927 y su historia está ligada a lo más íntimo de la historia de la ciudad de Cali.
Nació en los barrios populares y desde entonces su insignia está cosida al alma de un pueblo. En todos los rincones de la geografía del país se quiere, respeta y admira.
El América que hoy conocemos tiene sus antecedentes en un equipo llamado Junior, club que mereció el nombre de Racing, por usar los colores distintivos del homónimo argentino.
Posteriormente, se llamó Independiente, y por fin, América, tal como lo relata Marco Tulio Villalot uno de sus primeros guardametas, en un folleto histórico que se publicó hace años. Desde entonces, el uniforme asumió los colores rojos.
El calificativo de "diablos rojos” apareció en los años treinta, después de un partido celebrado en Bogotá, donde un periodista de antaño afirmó que los jugadores del América eran unos auténticos “diablos” en la cancha. El escudo, con el diablo que identifica a la Institución, apareció en la década de los cuarenta.
Obligado por las circunstancias, América es el primer equipo que hace una gira nacional y obtiene el cariño de toda la nación colombiana. América, en una decisión absurda, es expulsado del torneo regional y el Presidente, Luis Carlos Cárdenas, propone la gira por las ciudades principales para no dejar morir a la institución.
Más que una gira fue un hazaña. Desde entonces los nombres de sus cracks alcanzaron la fama y la gloria. América recibió otro apelativo: “La academia roja”, por su fútbol lírico y elegante.

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