Cada tanto recuerdo a Don Ernesto. No lo conocí personalmente, pero me parece. En la sangre heredada se reconocen las pasiones a simple vista.
Una de sus nietas, de nombre Poesía, compartió hace muchos años una charla a bordo de un tren que regresaba de un viejo caserío convertido en pueblo fantasma gracias a las maravillas del "déme dos" que supimos conseguir.
Llevaba una carpeta habitada de tesoros increíbles: recortes, poemas, fotos, y entre ellas, dos que para mí fueron escenas de un partido que vi alguna vez desde una popu soleada y bien dominguera.
Estirpe de arquero en cada palmo de estatura, y hasta en la sombra. Actitud. La valentía podía medirse en el desafío de la mirada atenta. En la tensión de los muslos en el salto. Sobrio, Decidido.
Una de las fotos lo mostraba gateando hacia un balón envuelto en chispas. Mirando la bola de los encantamientos que le llegaba como enviada mágicamente por la cámara fotográfica.
La otra cartulina casi sepia lo reproducía en plenitud. Saltando para colgarse de esa luna marrón llena de costuras, todo largo, flaco y largo, con los antebrazos pegados al pecho y la cabeza erguida como invocando a los dioses de las alturas.
Don Ernesto Montemurro. Le decían "Fosforito".
Jugó en San Lorenzo y el "Ñuls" de no recuerdo bien qué año. Tuvo intervenciones sobresalientes. De esos arqueros que defendían la valla como a su casa. A diente apretado.
Una vez se escuchó decir en la tribuna: "cuantos patriotas así se necesitan!". Eran tiempos difíciles, donde se construía el nuevo país en medio de una crisis fenomenal y la voracidad de afuera llegaba a morder los intereses nacionales como una ofensiva de River y de Boca con todas las estrellas juntas para el mismo tiro libre sobre el área chica.
Ernesto tenía la virtud de dejarse hervir la sangre en el silencio de las esperas de su patria chica.
Es que el área para el arquero es eso: Patria Chica; territorio de su exclusiva responsabilidad, donde el señoreo de la hombría no admite vacilaciones.
Y se dejaba hervir la sangre hasta que le llegaban.
Entonces la fuerza decisiva que se estiraba hasta echar por tierra la consagración adversaria.
Se le nota en el gesto que era más garra que técnica, más alma de arquero que producto del manual del técnico. Y con eso se nace.
"Podés tener mucha plata, un par de botines franceses si querés, la gorrita hecha a medida y una defensa impasable... pero si no tenés el alma cargada de munición gruesa no hay barrera que te salve, pibe" -le dijo una vez al purrete que alcanzaba la pelota en los entrenamientos-.
No llegó a ser el gran maestro, oficio que buena parte de los mejores arqueros consigue a fuerza de amor por el puesto. Pero me parece que nunca le importó mucho.
Tipo extraño Ernesto. De convicciones como la muralla china.
No se quebraba por nada, podía doblarse, como dice un amigo radicheta, pero quebrarse jamás.
Terco para tantas cosas que donde parecía flexible nadie le creía.
Cuando en los treinta se profesionalizó el fútbol largó todo, de bronca nomás.
¡Ponerle precio al amor por la camiseta! ¿A quién se le ocurre?
Pasó a formar parte del seleccionado mitológico del balompié. Algunos lo siguieron, se quedaron de empleados de los ferrocarriles o el correo, de comerciantes o vendedores de pilchas o verduras, pero no le dieron el gusto al capitalismo.
Se conformaron corriendo cada tanto en picados de casados contra solteros.
¡Má qué capitalismo!, gritaban en el café los muchachos que vieron en la profesionalización el toque justiciero que los transformaba en laburantes del oficio de encantador de multitudes.
Pero Ernesto no retrocedió jamás.
Creo que se despidió aquel año en que Gimnasia y Esgrima La Plata salió campeón. El último campeón del amateurismo, algo así.
En ese certamen, cuando enfrentó a los triperos, los saludó uno por uno... "ustedes se merecen el título, muchachos, vienen haciendo un campañón, felicitaciones".
Caballero el hombre, que se cansó de sacar taponazos esa tarde.
Ernesto se encerró en su duelo luego del último domingo de fútbol, y tal vez de aquella decisión haya nacido la piedra de su silencio que se prolongó durante días enteros.
Vivía el rito de escuchar la transmisión de los partidos en una soledad tan densa como la pasión que lo envolvía.
Sabía qué era todo eso de las esperas mientras la pelota circulaba por terreno neutral o en el campo contrario.
Sabía todo lo que había que saber cuando el nueve adversario encaraba derechito y sin marca el arco, que a veces, en esas situaciones, se hacía más y más ancho y más alto, y más grande, hasta alturas insospechadas.
A veces bajaba el volumen de la radio ante situaciones de peligro y las armaba mentalmente hasta definirlas, luego le ponía voz al spiker para constatar hasta donde su imaginación había podido anticipar la jugada. No se equivocaba demasiado.
Tenía el don de la fantasía. Ingrediente del espíritu que, si falta en un arquero, lo hace decisivamente de cartón pintado, de trapo sucio, de nada incompleta, incluso.
"Fantasía pibe... imaginación... imaginá la jugada, atenti, si no imaginás, nunca en tu vida vas a anticipar a nadie", le repetía al chico de la reserva, el flaquito de ojitos vivaces que se estaba haciendo en los entrenamientos de la primera.
Ernesto fue un gran tipo. Aunque le achaquen un defecto medio traído de los pelos, eso de la cierta indiferencia por la gente de su edad.
Y claro, los viejos ya estaban hechos y qué joder! Es el momento de la juventud. Con los jóvenes sí que le gustaba hablar.
A los pibes chicos les contaba cuentos, historias de fútbol, jugadas casi mitológicas en las que hasta ciertos piratas renombrados se animaron a entrarle de palomita a un centro bien servido.
Solía repetirle a los nietos, en rondas domingueras de sobremesa, y en patios veraniegos en donde se esperaba la voz para rodear la mesa familiar, la historia de unos conejos voladores que se divertían haciendo zig zag entre ramas de árboles, a ciento ochenta kilómetros por hora. Los chicos fascinados.
Él sabía lo que era volar.
Desplegó alas todos los domingos, hasta dejar las canchas y seguir estirándolas entre relatores y comentaristas que se colaban en el silencio de su cuarto.
Alguna vez dijo que él mismo había llegado volando desde un cuento de las Mil y Una Noches.
Sería cierto.
Tipo extraño el Ernesto de los Tres Palos.
Nunca le gustó conducir, ni aprendió siquiera, había cosas más importantes que guiar un auto, por ejemplo: apreciar el vuelo de los pájaros o del hombre. Eso sí que valía la pena! Pero se llevó los rumbos del aire consigo.
Ni el Ruso, su amigo de toda la vida, pudo arrancarle la fórmula. Cuando Ernesto andaba flojo de voluntades el Ruso se lo llevaba a la sinagoga para meditar. Cuando el Ruso atravesaba crisis existenciales, Ernesto lo invitaba a la Iglesia para pensar mejor.
"El silencio lleva las palabras del alma al rincón del tiempo en donde están las respuestas", le decía al Ruso, que lo miraba callado, a veces confundido, y le daba la razón nomás de escucharle siempre la misma frase.
¿Dónde quedaron esos disparos a quemarropa que le movieron todos los huesos?
¿Por qué túnel injusto se perdieron los aplausos y las ovaciones que cosechó en el puesto más ingrato del más bello de los deportes?
Don Ernesto. Flaco y duro, pura fibra. Manos fuertes y grandes, ojos bien atentos siempre.
Una sola cosa compitió entre sus gustos más apasionados con el fútbol: la buena comida.
Cuando sintió que ya no había tiempo suplementario, que se cumplía el alargue dispuesto por el Juez, se fue en medio de una medicada veda de cocina a comer un lechón reciamente adobado. Volvió para despedirse de la familia, de los amigos que tenía a mano y se durmió.
Digo: para siempre.
Hombre de decisiones valientes. Como todo buen arquero.
Con los jóvenes tenía una cosa... cierta afinidad... especial.
Los mocitos que ya sabían de pasiones y llevaban la sangre caliente dispuesta para meterle garra a la vida, para cambiar tanta cosa inútil por todos lados, se metían en los bolsillos, en cada charla, retazos de su corazón.
De los viejos qué decir.
Esa cuestión generacional de cierto nomeimporta que permitió que se profesionalizara el fútbol.
¿Parecerá poco?
(Mi agradecimiento a Gabriel Impaglione, escritor y periodista argentino, radicado en Italia, desde donde dirige la excelente publicación Isla Negra)
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