Tenemos una plantilla, aunque parezca arrogante, en donde quizá no tuviera sitio Kaká (RAMÓN CALDERÓN, Presidente del Real Madrid, en declaraciones realizadas el 18/12/07, descartando el fichaje del mejor jugador del mundo en este año para la próxima temporada)
Ante los cambios realizados por Blogger, tiempo atrás, y que afectaron la plantilla de este blog hay textos largos que no se mostrarán totalmente. La solución a dicho inconveniente es hacer click en el título del artículo y así se logra que se muestre el resto de la entrada. Muchas gracias y disculpas por la molestia ocasionada.
El fútbol y el número 13
En el mundo del deporte, el número 13 no tiene buena acogida. Quizá el más claro ejemplo lo ofrezcan las carreras automovilísticas, donde el número 13 es "rara avis" entre las máquinas participantes. Se trata, pues, de una cuestión de superstición, de la sospecha de que esa cifra "maldita" sea la causante de un accidente durante la carrera.
Pero dejando ahora de lado las pruebas automovilísticas, es curioso señalar la singular historia que tiene el número 13 en el fútbol, y concretamente a lo largo de los Campeonatos del Mundo. En su primera edición, celebrada en 1930 en Montevideo (Uruguay), fueron trece los equipos que participaron, cifra que se repitió en 1950, en el campeonato que tuvo lugar en Brasil. Y fue precisamente el 13 de Junio de 1950 -diez días antes de iniciarse el Mundial- cuando un astrólogo de la Escuela de Samba “A Mangueira" predijo que Brasil no ganaría aquel campeonato, en el que se habían depositado tantas ilusiones. En efecto, así ocurrió: Uruguay se erigió Campeón, mientras que Brasil hubo de conformarse con el segundo puesto.
Siguiendo con las coincidencias, es curioso observar que la selección de Uruguay consiguió el cetro intercontinental en 1950 y, anteriormente, en 1930, precisamente en los dos únicos torneos en que el número de participantes ha sido trece. Pero, a pesar de la buena suerte que el número 13 parecía dar a los uruguayos, los dirigentes de este país protagonizaron un insólito caso. En el Mundial disputado en Chile en 1962 entró en vigor una disposición de la FIFA que obligaba a los jugadores a llevar en la espalda, como distintivo, su número correspondiente, del 1 al 22. La delegación de Uruguay se presentó ante la comisión organizadora, para solicitar que el fatídico número 13 no le fuera adjudicado a ninguno de sus jugadores. Como alternativa, propusieron que se pudiera ampliar la lista hasta el número 23, para aquellos jugadores que se negaran a lucir el número 13 en la camiseta. La delegación uruguaya alegó como principal argumento el espíritu supersticioso de sus jugadores, ya que, tras declaración jurada, ninguno de ellos estaba dispuesto a llevar en la espalda de su camiseta un número irremisiblemente "gafe".
Los deseos de la comisión uruguaya fueron finalmente aceptados. Y, consiguientemente, se dio por primera vez el hecho en la historia de los Mundiales que algunos participantes llevaran a su espalda el número 23.
En el Mundial de Argentina de 1978, los peruanos tampoco quisieron el 13. Hubo discusiones hasta el último momento, pero la petición de los sudamericanos cayó en saco roto. No obstante, para aplacar los ánimos, los organizadores del Campeonato tuvieron incluso que recurrir al embajador de Perú en Buenos Aires, para intentar solucionar el problema. Y la solución fue que el jugador Juan Cáceres, al parecer el menos supersticioso de los peruanos, aceptó llevar el "fatídico" dorsal.
Quien nunca ha planteado este tipo de problemas ha sido el ex jugador del Barcelona y de la selección nacional holandesa, Johan Neeskens. Ya en los Mundiales de 1974, en Alemania, Neeskens lució el 13 en su camiseta (donde fue goleador de su equipo con 5 goles), para volver a hacerlo también cuatro años después, en Argentina. En ambas ocasiones su selección perdió la final...
Dejando de lado el incómodo número 13, señalaremos que el 10 está considerado como el más popular de todos. Ferenc Puskas, Pepe Schiaffino, y, sobre todo, Pelé y Maradona lo lucieron en sus espaldas.
Por otra parte, Johan Cruyff hizo famoso el número 14 que llevaba en el Ajax, y que cambió por el 9 cuando jugaba en el Barcelona. Y quizá intentando emular las hazañas del inigualable as holandés, en el Mundial de Argentina, Dieter Müller (Alemania), Marco Tardelli (Italia) y Michel Platini (Francia), quisieron para sí ese 14, que Cruyff hizo célebre.
El único placer de esta tarde fue descubrir que, gracias a mí, los italianos de Milán dejaron de ser racistas: hoy, por primera vez, apoyaron a los africanos...
(DIEGO MARADONA, minutos después del 0-1 ante Camerún en el partido inaugural del Mundial de Italia, en 1990)
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He perdido un año y medio de mi vida, bebía para poder dormir (ADRIANO, internacional brasileño, Septiembre de 2007)
Quería a mi equipo por la alegría de la victoria y por el estúpido deseo de llorar ante cada derrota (ALBERT CAMUS, escritor francés, de origen argelino, Premio Nobel de Literatura en 1957)
A Bochini (Héctor Negro - Argentina)
¿Quién podrá agradecerte la alegría?
¿Cuántas voces precisa el verso mío
para decir la agreste poesía
que dibuja tu tranco de baldío?
Y el Chaplin que llevás, y esa estatura
de gigante pequeño, y la burbuja
que suelta el malabar de tu diablura,
cuando metés un “caño” en una aguja.
¿Quién podrá devolverte tanta fiesta?
¿Con qué pagar tanto gozoso instante
que nos dieron, che Bocha, a toda orquesta,
la pelota y tus pies calzando guantes?
Si habrás llenado tantas tardes mustias,
lujoso de arabescos y reflejos
que desataban nudos, mufa, angustias,
o sacaban un gol como un conejo.
Los magistrales quiebres de cintura,
el amague feliz, la gran pirueta
de esconder la pelota, o la locura
de bordar media cancha con gambetas.
Y luego el “Bo-Bochini” como premio
bajando desde el grito de la hinchada.
Cuando en el verde se soltaba el genio,
chispeando el resplandor de otra jugada.
¡Grande, Bocha...!, vos no pasaste al bardo.
Si habrá que darle juego a la memoria
para dejar tu estirpe a su resguardo,
subiendo por el rojo de tu gloria.
Cuando no salgas más entre los once,
serán los lagrimones del rocío
los que en el pasto lloren y allí, entonces:
¿Con qué se llenará el domingo mío?
Cuando la “diez” del rojo no te abrigue,
yo buscaré en la tarde dominguera
-en la función que, pese a todo, sigue-
la semilla que siembre tu madera.
Buscaré por potreros y distancias,
en los picados donde floreciste
y hasta que no reencuentre aquella magia,
aunque no se me note, andaré triste...
(A Roberto, amigo de todas las horas, de generoso corazón rojo)
Respaldando a mis jugadores...
Monasterio si no se pone las manos se va a tener que ir (JORGE MIADOSQUI, Presidente de San Martín de San Juan, castigando duramente al arquero de la institución, en declaraciones efectuadas en el día de ayer, 17/12/07)
Para la mayoría de la gente, "El Matador" es Salas y no vos. ¿Te molesta?
No, para nada, el chileno ahora está en vigencia y yo no juego más. Hay un tiempo para todos, para Pelé, para Maradona, para Di Stéfano.... Cada uno hizo lo que tenía que hacer en su momento. Además, a él no sé quién le puso el apodo.
¿Y a vos quién te lo puso?
El "Gordo" Muñoz, el mejor relator de todos los tiempos. Una vez, allá por 1975, me fue a relatar a Rosario y me reprochaba porque no hacía muchos goles de visitante. Y me prometió que si convertía dos goles de visitante en el partido siguiente me iba a poner un apodo. Jugamos contra Banfield, hice 3 y ahí me gané el mote.
(MARIO "El Matador" KEMPES, ex futbolista y técnico argentino, en declaraciones a la revista "El Gráfico", Julio de 2002)
El cartel de borracho no me lo saca nadie (ARIEL ORTEGA, jugador de River Plate, 1999)
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Ruud van Nistelrooy es un tramposo y un cobarde, y realmente es un hijo de puta (PATRICK VIEIRA, jugador francés, en declaraciones tomadas de su polémica biografía)
La Guerra del Fútbol
Un partido de fútbol es a veces fuente de polémicas, de discusiones e incluso de enconadas rivalidades y larvados rencores. Pero nunca como en 1969 estuvo tan cerca de ser origen de una guerra.
Se disputaban, en la primavera de aquel año, los encuentros de la fase previa de la Copa del Mundo de 1970 entre las selecciones de El Salvador y Honduras. En el choque de ida triunfó el cuadro hondureño por 1-0, y en el de vuelta lo hizo El Salvador por 3-0. Como sólo contaban los puntos y no el gol haverage, fue necesario un choque de desempate que se jugó en el Estadio Azteca de Ciudad de México. Ganó El Salvador tras una tensa prórroga por 3-2, lo que le valió pasar a la ronda siguiente del torneo en la que se enfrentó a Haití, cuya selección fue, en definitiva, la que asistió a la fase final de la competición de 1970.
Pero vayamos por partes. El partido Honduras-El Salvador se desenvolvió en un clima apasionado y hostil, aunque sin nada que permitiera augurar lo que iba a seguir. Porque el encuentro de vuelta se desenvolvió en un ambiente lleno de incidencias, a causa de la exaltada actitud de los "fans" salvadoreños. El resultado de esa exaltación fue casi alucinante. Un mal entendido espíritu patriótico encendió la mecha de una escalada de violencias. De las palabras y las acusaciones se pasó a los hechos. El furor popular provocó la ruptura de las relaciones diplomáticas entre los dos países. Más de 50.000 personas resultaron víctimas de un conflicto cargado de tensiones y oscuros intereses. El Salvador llamó a filas a los reservistas del ejército y declaró el estado de emergencia. Honduras guarneció su frontera con todas las fuerzas disponibles. La guerra, en nombre -aparentemente al menos- de un partido de fútbol, pareció inevitable.
Este episodio, sobre el cual se centraron las miradas de un mundo absorto e incrédulo, pasó a la historia como la "guerra del fútbol" ó la “guerra de las 100 horas”. Los ministros de Asuntos Exteriores de Costa Rica, Guatemala y Nicaragua (miembros del llamado Mercado Común Centroamericano) realizaron gestiones urgentes y desesperadas para evitar el conflicto que se daba como inevitable. Mientras ellos hablaban con sus colegas en Tegucigalpa y San Salvador, los acontecimientos se precipitaban. Unos 11.700 ciudadanos salvadoreños que vivían en Honduras huyeron del territorio a causa de la violenta persecución desencadenada contra ellos por los "ultras". Fue una huida dramática. El Gobierno de El Salvador acusó al de Honduras de no haber hecho nada para impedir la opresión, violación y expulsión en masa de miles de personas. En vista de ello, El Salvador anunció oficialmente "que carece de sentido el mantenimiento de relaciones diplomáticas entre ambos Estados". Por otra parte, en Tegucigalpa se desmintieron las acusaciones contrarias y se manifestó la mayor sorpresa por el paso diplomático tan radical adoptado por El Salvador; pero no se encontró ninguna respuesta adecuada y se anunció también la ruptura de relaciones. Las comisiones neutrales ofrecieron sus buenos oficios. No se comprobó la acusación salvadoreña de genocidio, y se estimó que la huida masiva a través de la frontera entre ambas naciones había sido motivada por causas injustificadas. Afortunadamente la tensión fue cediendo. Hubo mutuas explicaciones, las posturas fuertes se suavizaron, se restablecieron las relaciones, y precisamente el fútbol, inicio falso de un conflicto en el que estaban envueltas otras motivaciones de tipo político, se convirtió en puente de reconciliación. "El deporte debe unir a los pueblos en lugar de provocar incidentes tan lamentables", explicó un directivo del Comité Olímpico de Honduras.
El Salvador presentó sus excusas. Se olvidó lo ocurrido. Los incidentes, los momentos de angustia de la selección hondureña en San Salvador, donde tuvo que ser protegida por la Guardia Nacional para impedir que fuese agredida y linchada por las masas enfurecidas, la movilización armada, los insultos, las acusaciones, el dramático éxodo de los refugiados... todo volvió a la calma y El Salvador y Honduras se enfrentaron en el decisivo choque de desempate en Ciudad de México. Era un encuentro explosivo, que muchos calificaron de "mortal", pero que transcurrió sin incidentes de relieve. Para que no faltase nada en la confrontación, el tiempo reglamentario terminó con empate a dos goles. Y hubo que apelar a una prórroga para que Rodríguez, extremo izquierda de El Salvador, obtuviese el gol de la victoria. Fue el delirio entre los miles de salvadoreños que asistieron al lance y la decepción entre los miles de hondureños que, cargados de banderas e ilusiones, estaban también en los graderíos. Pero unos y otros observaron una magnífica conducta, y en ningún momento la policía mexicana, reforzada considerablemente, tuvo que intervenir. Tampoco en el campo las acciones sobrepasaron los límites permisibles en un encuentro donde tanto estaba en juego. Ni siquiera cuando a los 30 minutos del segundo período tuvo que ser retirado en camilla el hondureño Enrique Cardona, víctima de una entrada excesivamente brusca de un contrario.
90 minutos, 100 horas
Aunque todavía se la recuerde como "La guerra del fútbol", tanto los países que la protagonizaron como muchos analistas políticos prefieren llamarla "La guerra de las cien horas", en alusión al lapso que duraron los enfrentamientos. También es un intento de quitarle frivolidad a una cuestión que, si bien detonó luego de un partido de fútbol, tenía raíces más profundas.
Los latifundistas controlaban la mayor parte de la tierra cultivable en El Salvador. Esto llevó a la emigración constante de campesinos pobres a regiones de Honduras cercanas a la frontera con El Salvador. En 1969, Honduras decidió redistribuir la tierra a campesinos hondureños, para lo cual expulsaron a los campesinos salvadoreños que habían vivido ahí durante varias generaciones. Esto generó una persecución de salvadoreños en Honduras y un "regreso" masivo de campesinos a El Salvador. Esta escalada de tensión fue aprovechada por los gobiernos de ambos países para orientar la atención de sus poblaciones hacia afuera, en vez de los conflictos políticos internos de cada país. Los medios de comunicación de ambos países jugaron un rol importante, alentando el odio entre hondureños y salvadoreños. Los conservadores en el poder en El Salvador temían que más campesinos implicarían más presiones a redistribuir la tierra en El Salvador, razón por la cual decidieron intervenir militarmente en Honduras.
El 14 de Julio de 1969, el ejército salvadoreño lanzó un ataque contra Honduras y consiguió acercarse a la capital hondureña Tegucigalpa. La Organización de Estados Americanos negoció un alto el fuego que entró en vigor el 20 de Julio. Las tropas salvadoreñas se retiraron a principios de Agosto.
Al final de la guerra, los ejércitos de ambos países encontraron un pretexto para rearmarse y el Mercado Común Centroamericano quedó en ruinas. Bajo las reglas de dicho mercado, la economía salvadoreña (que era la más industrializada en Centroamérica), estaba ganando mucho terreno en relación a la economía hondureña.
Las dos naciones firmaron el Tratado General de Paz en Lima, Perú el 30 de Octubre de 1980 por el cual la disputa fronteriza se resolvería en la Corte Internacional de Justicia.
El conflicto, por otra parte, fue un tema de difícil tratamiento en los dos países. Además de la actitud agresiva de El Salvador hacia su vecino, la guerra puso en evidencia problemas internos en Honduras. Por ejemplo, las ineficaces armas empleadas en la guerra databan de la época de la Segunda Guerra Mundial, y se reveló que el país no contaba con una cartografía adecuada. A partir de allí, los hondureños comenzaron a reclamar cambios políticos. Tal vez, algo así como el recordado "efecto Malvinas" en Argentina.
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El fútbol es mi amor, mi vida, mi droga, mi motivación (BOBBY ROBSON, entrenador británico)
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¿No te daban risa las bicicletas que metía Saturno?
Más nos hacía reír cuando se enojaba, porque con Delgadito jugábamos más por la izquierda, y él se quedaba en la derecha. Y cuando no se la dábamos, se volvía loco. Empezaba a putearnos en el almuerzo antes del partido. Venía y nos decía: “Pendejos, hoy pásenmela porque si no los voy a cagar a trompadas”. Encima, Delgado amagaba dársela y después metía un enganche bárbaro y lo dejaba pagando. Saturno picaba al pedo y se lo quería comer (ANTONIO MOHAMED, ex futbolista argentino, recordando sus tiempos de compañero junto a Sergio Saturno)
¿Le gusta el fútbol? ¿Piensa que va en contra de la literatura?
Detesto el fútbol convertido en espectáculo, aunque yo mismo jugue a él hasta los treinta y pico años. Por supuesto que va en contra de la literatura, del arte, del espíritu, del sentimiento y de la buena educación. El hombre situado frente a él deja de ser hombre para volver al simio. No es pueblo, es populacho.
(FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ, escritor español, en declaraciones al diario "El Mundo" del 28 de Junio de 2006)
No sé si con Maradona entrenamos, ¡¡pero comemos unos asados!! (Célebre frase del jugador paraguayo GUIDO ALVARENGA, para describir el paso de Diego Maradona como técnico del Deportivo Mandiyú, en 1994)
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Una postal para el día del arquero (Gabriel Impaglione - Argentina)
a Juan Carlos Olave,
por hacer posibles los imposibles
Antes de descolgar la bola con las dos manos y aterrizar como un bailarín del Bolshoi sobre el césped del área chica, una película de esas, bien caseras, le pasó frente a los ojos.
La vio con lujo de detalles, como en una pantalla gigante, a una velocidad fantástica. Y pudo reconocerse en cada escena y reconocer cada palmo de geografía, cada habitante de la cancha, el calidoscopio de las tribunas embanderadas.
—Eso le pasa a uno, sólo una vez en la vida, y depende de cómo termine sale uno disparado hacia el tiempo. El tiempo es infinito hasta que se demuestra lo contrario... pero nada, Pibe, nada... de qué te sirve saber que el tiempo es infinito si cuando te morís, listo, chau, se acabó y listo. Hacéla ahora, Pibe, ahora... ahora mismo... dale. ¡Volá! ¡Dale volá! Andá a buscarla antes que comience a caer y metele brazo a la distancia, colgate de esa luz mágica y atrapála ahora, no después, ahora Pibe, dale, dale ¡andá!
Qué maestro el Flaco, difícilmente encuentre otro como ese técnico. Bah, técnico, más que técnico, Maestro de Arqueros. Y eso es mucho más que técnico y que cualquier cosa. Porque sabés, DT... muchos, hay muchos... pero Maestro de Arqueros... muy poquitos, ehhh, poquitos... te los cuento con los dedos de una mano sin guante, si querés... porque, te explico, no es que un maestro de arqueros para llegar a la patria chica del área deba traer un pasado lleno de medallas, atajadas en el noticiero de la tele, penales desviados con el dedo índice de la zurda enguantada o vuelos celestiales, no... ese es el error... un maestro de arqueros, sabés, tiene que traer las revelaciones planetarias de la patria chica en el pecho. Mezcladas en la sangre bien caliente.
Y no cualquiera.
El Juan Carlos estaba en el aire, brazos extendidos, pelota fundida en la goma de los guantes implacables.
Y el tiempo detenido como en una postal del Día del Arquero.
Las tribunas alrededor como una jornada de gloria, azul y blanco estallándose en todas partes, y la defensa en su lugar exacto y el nueve ayudando en la medialuna y todo como estaba predicho.
Podía ver la película, claramente.
—Siempre arriba la rodilla, siempre arriba, inflando los pulmones, rodilla levantada y... voy ¡carajo! Que se caguen los delanteros contrarios, que se mueran de miedo, que se hagan pis en el punto del penal y en la raya del área chica, que tus compañeros se queden congelados pa evitar el encontronazo con la locomotora... ¡voooyyy carajoooo! Y arriba esos brazos, antes que la pelota se caiga, antes que la cabeza del nueve esté cerca, arriba, bien arriba, lo más arriba posible, con fuerza, ¡tenaza machaza! ¡Voy carajo!
Se veía doce, once años, flaquito, largo, lleno de miradas para todos lados y la vocecita que le saltaba apenas a los costados y que Don Carlos ni escuchaba desde el alambrado.
—¿Qué? ¿Gritó el Pibe o no gritó? —se preguntaba.
—¡Dale, gritá, no tengas miedo! —vociferaba Don Carlos y el Flaco se reía...
—Ya va a gritar...ya va a gritar, ¡cuando largue la mamadera!
Y el Pibe que se retorcía de bronca y amor propio.
Minuto cuarenta y el Juan Carlos arriba, en el espacio, colgándose de la luna.
—Esa es tu casa, tu barco, tu patria, la cama donde soñás a tu novia, la mesa de la cocina donde comés, hacés los deberes, allí plantás bandera, Pibe, y listo, no se toca, es tuya esa patria chica, tuya y de tus hermanos, y de tu novia, que cuando llega lo hace para que la abracés y la besés... y no se te quiere escapar ni pasar de largo, llega a dormirse en tu pecho...¡y vos minga que la largás! ¡Minga que la largás Juan Carlos! Es tuya y de nadie más... te pertenece, y cuando entra en tu patria chica está con vos y en vos y adentro tuyo y no hay nadie que la entienda mejor que vos, no hay nadie que la abrace mejor que vos, no hay nadie que la haga sentir mejor que vos cuando la abrazás... cuando no la soltás, cuando te pertenece.
¡Porque es tuya hasta el alma!
Ni el Diego la entendió tanto, Juan... ¿entendés? El Diego pudo haberla inventado si querés... le metió direcciones desconocidas, rotaciones inverosímiles, piques encantadores, combas jamás vistas... pero en sí, es tuya, haga lo que haga es tuya, te pertenece, y con eso no hay con que darle... ¿entendés...?
Te digo, es amor... puro amor... entendés... no hay forma de romper ese embretamiento entre vos y ella... te pertenece, la conocés... es tuya y ella te quiere a vos.
¿Te das cuenta?
Un palito de murmullo de cuarta vocal desenrollaba su brote en el césped detrás del arco, y nada.
El azul y el blanco estallándose por todas partes y un dos contrario mirando como se le rompían las ilusiones, finalmente.
—Y cuando vas, vas... derecho, decidido, lleno de aire y de fierros y de piedras y de postes y de vagones de tren y de paredones en los codos y de locomotoras en las rodillas, ¿entendiste? Vas, ¡vas Juan! Gritás y vas... y no hay muralla china que te pare el salto, la voz, el cuerpo levantando vuelo, vas... ¿entendiste? Nada de dudar, de quedarte parado, de clavarte a la raya, de mirar para otro lado, de pensar que ya está, que bueno, es una desgracia... ¡no!
Vas con las bolas como un ejército de kamikazes y no te importa que hay adelante. Grito ¡y voy carajo!, y arriba, bien arriba, lo más arriba posible, atenazo y vuelvo a la tierra. ¡Y suelto el aire mientras la abrazo a esa preciosura que es tu amor de toda la vida! Entendiste... Y miro alrededor... y que me vean: con esa luna en mi pecho y la boca llegándole al beso. ¿Tá claro?
Alguien se animó a pensar lo contrario. ¡Vaya a saber! Un gil de lechería, un loco, algún pelmazo que de fútbol nada... porque se agarraba la cabeza mientras no pasaba ni una.
Y el Viejo que comenzaba a hacer sonar la cajita de chicles para que los muchachos agudizaran la oreja y el cascabel de los botines del Cóndor saliendo a pique por la raya para campo contrario.
—Y una vez arriba, Juancito, ¡atento siempre!
¡Ojos bien abiertos en la altura pibe!
Desde allá arriba, desde las alturas celestes, como la camiseta que se pone tu corazón cada fin de semana, se ve mejor toda la cancha, se ve mejor el estadio entero, y la ciudad, y ¡el país si te lo proponés!
Pero a vos te interesa solamente el campo contrario, entendiste. Nada de filosofar mientras estás allá arriba, nada de eso: ojos bien abiertos; aire en los pulmones, tenazas apretando la luna en lo más alto, lejos de cualquier cabeza mortal, y la mirada Juan, la mirada larga y ancha y profunda, como la del águila, viéndolo todo, hasta advertir el pique del siete o del once, la soledad llena de urgencias del nueve que sale, la orfandad del último zaguero contrario dudando entre las vías aceradas del wing izquierdo o la puntada certera del diez cabeza levantada.
Eso, ahí, ¡ese es el secreto Juan! En la altura, allá arriba, atenazando, ya viste todo... y estás cayendo recién, ¡y ya viste todo! Como un Dios que ha descolgado la luna para que alguien se emocione allá abajo.
Un cronista deportivo pela un caramelo mientras le sonríe a la reportera del canal con acento centroamericano, que le devuelve un guiño de ojo azul como la altura en donde quedó un desgarrado hueco de pelota abrazada por dos alas implacables.
Alguien vuelve sobre el tema recurrente: está para el seleccionado. Y vuelta la polémica en el patio o en el living. En la boletería del Club no queda nadie.
Hay una cancha de puertas abiertas desde los veinte del segundo tiempo.
—Sabés qué pasa Juan Carlos... es ese el momento... el botón de muestra, entendés... si allí te clavás los botines al pasto, si allí te chocás contra tus compañeros, si allí cualquier fulano con la camiseta contraria te pisa los cordones o te puede en el salto, ¡cagaste hermano!
Pero en serio te digo: ¡cagaste con todas las letras!
Si no podés una de esas pelotas, no tenés patria chica, sos nadie en un terreno de prestado, y ahí ni una prefabricada levantás, ¡que vendrán a sacarte a patadas en el culo! ¿Entendiste? Es tu patria chica, carajo, mandás vos. ¡Nadie, pero nadie te puede ahí!
Sí, ya sé, no tomés de ejemplo la patria grande, ni la mediana, no... la verdadera patria siempre es otra cosa que se llena de huevos, de honra, de ética, de hombría, de solidaridad, de codo a codo, de vergüenza ajena, de valentía, de heroicidad, de sueños, de victoria... entendés... por eso haceme caso, vos pensá que es tu patria chica y listo, nadie la toca, ni se te ocurra aflojarle un centímetro... ni un milímetro a nadie...¿entendiste?
¡Mandás vos de punta a punta!
Y te sobra paño para embanderarla con tus colores... ¿entendiste?
La barra brava parece una quinceañera cada vez que sube el Juanca a las alturas... es tan lindo verlo que hasta el bosque larga a pasear aromas salvajes entre aullidos enamorados.
¿Quién puede decirle algo al Pibe? Si es ídolo, salvador, fuente de energía para todo el equipo, seguridad y más... ejemplo para las generaciones futuras. Prócer. Modelo de la estatua propia en los jardines del estadio.
Pero a él no le importa pensar en semejantes cosas.
Está en lo alto, echándole ojo a toda la cancha, preparando músculos de brazo derecho para el momento en que aterrice con sorpresa, con todo pensado, con el grito de ¡andá Cóndor! ¡Corréla carajo!
—Y te digo algo más: Ninguna canchereada con nadie, ¿entendiste? Siempre así, humildón, que sos un buen tipo, un tipazo, para andar refregándole ese don maravilloso que tenés, en la cara de los delanteros contrarios... vos... en la tuya, sencillito.
Y mucha agua, ¿entendiste? Mucha agua, mucho laburo, concentración, imaginación a full, pero a full en serio... y atento como si tuvieras que saltar en cualquier momento sobre la otra punta del arco. ¿Tá claro?
Vos en tu patria chica con tu piba enamorada y listo.
Y te veo y me acuerdo de aquel sablazo de uno de Rafaela que te rebotó en el pecho como si por primera vez en la vida te hiciera un desplante en público. Y el principio del fin para un partido que estaba recontraganado. Pero es así, ¿no? El fútbol es así. Esa maravilla de lo imprevisto. Ya está, tragamos saliva, miramos para otro lado, nos reímos por hacer algo nomás. Y de pronto vos hablándole a un gil a cuadros de micrófono en mano que se le pasa hablando boludeces de muchos, menos de un par que ya se sabe... y escucho que decís que la culpa fue tuya...y lo miro a Martín que está a mi lado y decimos: ¡Daaale! qué querés... y encima el Maestro ¡que es maestro, no milagrero! Porque, sabés, se te perdona cualquier cosa... si se te nota en los ojos ese amor que andás repartiendo en la patria chica. No es joda, che.
Mirá que el Buzo no le va a cualquiera... sabías, ¿no? Aunque se pare delante de los tres maderos del Estadio que sea, no es para cualquiera el Buzo... ya se sabe... todos lo sabemos.
Los tapones se hunden apenas en el césped y sale el latigazo a la punta y el grito que despeina al banco de suplentes: ¡Corréla carajo! Y el Cóndor que la corre, porque si no después se le arma la podrida con él y con el Maestro y con nosotros y todo el mundo, claro.
¡Y es vivo este Uno, ché! ¡Qué vivo que es! Todavía en el aire habilita al compañero mejor posicionado. Es seguro, arriba, abajo, tiene personalidad, pisa fuerte, es vivo... ¿quién me dice que no está para la Mayor? Y el partido que se termina.
Y la historia de toda una vida en la patria chica, que en cada pelota se cruza como una película que nunca termina de pasar ni de rodarse.
Y que ahora, en este preciso ahora de ahorita mismo, puede salir disparada a cualquier sitio del tiempo infinito. Porque a pesar de lo que le haya dicho el Flaco alguna vez, para él, para El Uno, el tiempo es infinito.
Mirá si será infinito... que en una simple descolgada de centro a la olla se cruzan tantas cosas, tantos recuerdos imborrables, tanta escuela desde los primeros años en donde el soplo de las revelaciones comienza a llenar los pulmones de íntima mística.
Mirá vos si fuera una de esas pelotas cruzadas, al otro palo, que desde afuera del área comienzan a tomar vuelo con destino de ángulo inalcanzable. Esas pelotas cuya trayectoria ingobernable marca un tiempo que se le mete a uno en el pecho milímetro a milímetro, y todo el salto del mundo, a veces no alcanza para llegarles con el manotazo imbatible... pero sí alcanza, porque al final, en ese tramo final de no sé, ¿medio metro, más o menos? resulta que llega un envión desde el fondo del tiempo que alarga un dedo o achica el arco o pincha la pelota o resulta que al guante le nace un campo antigravitatorio alrededor que termina rompiendo el equilibrio de los cuerpos celestes...
¡Si lo sabrá este arquerito de la 96, de rulitos y pose canchera en la medialuna, que se llama Gonzalo, a veces Martín, el pelilargo de catorce y a full con los mejores sueños, mientras busca club como patria definitiva!
Cosas de arqueros, nomás... íntimas revelaciones, que se dice.
(Mi agradecimiento a Gabriel Impaglione, escritor y periodista argentino, radicado en Italia, desde donde dirige la excelente publicación Isla Negra)
No estoy de acuerdo con eso de separar ganar y jugar bien. No es justa la división de la jerarquía de los recursos y de la victoria como hechos independientes. No hay camino más corto y agradable como la belleza del juego. No me parece bien que el planteo tenga que hacerse con tendencia a separarlos. Se escucha mucho la pregunta ganar o jugar bien. Creo que debería ser una afirmación: jugar bien para ganar, y no una interrogación entre dos opciones (MARCELO BIELSA, técnico argentino, en 1999, opinando acerca de la antinomia entre ganar o jugar bien y gustar)
El fútbol es el deporte más lindo y sano que existe en el mundo. Eso no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha (DIEGO MARADONA en su partido de despedida, 10/11/2001, estadio "La Bombonera", Buenos Aires)
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Cuando tuve propuestas para ir a jugar a México, en Argentina me ofrecían una casa para que no me viniera. Sin embargo las cartas del dirigente mexicano Noguera me animaban a hacer el viaje. Una de ellas decía: León es una ciudad progresista, tiene doscientos habitantes, etc., etc.. Le contesté que viajando hacia allí Battaglia (defensor, también pretendido por el club azteca) y yo subiría el censo enormemente pues ya seríamos doscientos dos. Después se aclaró todo, a Noguera se le había pasado agregar la palabra MIL, debiendo haber escrito DOSCIENTOS MIL (MIGUEL RUGILO, arquero argentino apodado "El león de Wembley", recordando su paso por el fútbol mexicano)
Hace unos años fui con mi pibe a una compra venta de un amigo de la infancia, de la villa. Bueno, llegué, un lío bárbaro, nos fuimos a tomar unos mates. Y ahí, entonces, el tipo me dijo que no tenía sillas. "Y pasame un cajón, boludo", le dije. Al rato mi pibe pidió una gaseosa y mi amigo me dijo que no tenía vaso de vidrio. "Y que tome del pico", le contesté. Y así... Cuando nos fuimos mi pibe me dijo: "Papá, son muy pobres". Paré el auto en seco. Lo miré. "Escuchame una cosa, pendejo de mierda y la concha de tu madre, qué te pensás que sos, ¿millonario? ¿Sabés dónde vivía yo, pelotudo?", le dije. Y lo llevé a la villa. Y le mostré mi casa, con el baño a 30 metros. Ahora se adapta a todo (JOSÉ LUIS CALDERÓN, futbolista argentino, con el manual de pedagogía bajo el brazo...)
El 8 de Julio de 1984 fue uno de los días más vergonzosos de la rica historia del Club Atlético Boca Juniors.
Ese día el mencionado club recibía en su estadio por la 15ª fecha del Campeonato Argentino de 1º División al Club Atlanta. Boca se presentó con jugadores de 4ª división, ante la huelga de los profesionales. Pero no está en este hecho lo anecdótico.
El tema es que, ante la mala situación económica que atravesaba el club de la Ribera, Boca presentó como indumentaria oficial ¡remeras de entrenamiento! (de la marca de las 3 tiras) de color blanco con tiras azules y amarillas. El papelón no termina ahí, como no había fondos para estampar en la espalda los números de las camisetas y se acercaba la hora del partido, los utileros de la entidad con un fibrón negro dibujaron los mismos. El resultado está a la vista.
No habían transcurrido 15 minutos de juego cuando, producto de la transpiración, esa feliz idea "para salir del paso" se convirtió en una gran mancha negra sobre las espaldas de los jugadores boquenses.
Para cerrar una tarde negra, Atlanta, con goles de Alfredo Torres y Graciani venció por 2 a 1 (Do Santos el gol de Boca). Cosas del fútbol... y la improvisación...
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Los buenos jugadores se ven cuando su equipo va perdiendo; cuando va ganando hasta el más cagón la rompe.
(ROBERTO ALFREDO PERFUMO, ex jugador argentino de Racing, River y Cruzeiro de Brasil)
(BOBBY ROBSON, ex jugador y entrenador británico)
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Poema Centenario (José Luis Balparda - Argentina)
De aquella ilusión vespertina
la noche construyó un cimiento/
los pioneros de la gloria
sólo fraguaron sus ganas de jugar/
de recorrer la vida a goles por el tiempo.
Cien años atrás/ un cielo sin estrellas
fue testigo: ¡Nacía el fútbol de La Plata!
Cien años de ESTUDIANTES iluminando
la ciudad/
rociándola de triunfos/
para llevarla en cada botín
a pasear por el mundo con su juego.
Amigos/ ESTUDIANTES
nos pone blanco de ganas/
es el amparo de un rojo bastón.
Fútbol que nace de aquel sueño fundador
que presagió la gloria/
que nos susurró al oído
la fija de un boleto a campeón.
Porque nos puede pesar la derrota/vertical/
caprichosa como una herida del destino/
pero también nos llega la victoria/ vigente/
fulgurante como broche de la memoria.
Entonces: ¿Qué somos en verdad?
Somos la inagotable sin razón del sentimiento/
Cien años de un rojo y blanco que no cesa/
somos ESTUDIANTES:
el corazón de la vida misma…
(Corresponde agradecer al poeta José Luis Balparda (Socio de Estudiantes Nº 151201-1) su generosidad por ceder a "Los cuentos de la pelota" este poema correspondiente al Centenario del Club Estudiantes de La Plata. A pedido del autor, se ha respetado el formato de esta poesía. Muchas gracias José Luis!!)
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En una emisión del programa de Fox Sports "La última palabra" estaba todo el panel (incluído el ex jugador de River Plate, Norberto "Beto" Alonso, que había concurrido de traje blanco, camisa blanca y corbata blanca) debatiendo un tema candente y el Bambino Veira no acotaba nada, pero se reía solo. De repente el conductor del programa, Fernando Niembro, le pregunta "¿De qué te reís tanto Bambino?" a lo que el Bambi contesta: "Es que mirá lo que es el Beto Alonssso!!! Parece el Capitán del Crucero del Amor!!!
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La humillación de Araújo (Alberto Salcedo Ramos - Colombia)
“Es cierto. De un tiempo a esta parte vengo jugando mal.
Pero digo yo… ¿quién no tiene una década mala?”
ROBERTO FONTANARROSA
Sucedió el domingo 14 de Enero de 1996.
Ese día jugarían el equipo local, Atlético Junior, y el Once Caldas.
En las tribunas del Estadio Metropolitano de Barranquilla había sólo unas tres mil personas, en parte por el pobrísimo nivel de ambos clubes -en especial, del Junior- y en parte porque era apenas la primera fecha del Torneo Finalización.
Entre los escasos espectadores, algunos resolvían crucigramas, otros bostezaban, los de más allá comentaban el último chisme del barrio o hablaban de glorias ya retiradas de las canchas. Cada quien apelaba al recurso que consideraba más útil para matar el aburrimiento de la media hora que faltaba para que los futbolistas salieran al terreno de juego. El público no era ese todo indivisible y festivo de las épocas en que el Junior andaba bien en el campeonato. Ahora estaba fragmentado en grupillos de ocasión, en los cuales predominaban los rostros desganados.
Era un ambiente tan soporífero que si alguien hubiera propuesto cambiar las graderías por camas de lona, para dormir una siesta multitudinaria en lugar de ver el incierto partido que se aproximaba, a lo mejor el público habría aceptado.
La situación no mejoró cuando comenzaron a entregar la alineación titular del Junior. Nadie coreaba los nombres de los jugadores. Nadie aplaudía.
Pero, de repente, el anunciador oficial mencionó a Carlos Araújo, un volante que generaba mucha resistencia en Barranquilla, y la apatía desapareció de un solo dolor:
“¿No habían dicho por la mañana que ese petardo no jugaría hoy?”, protestó un fanático con cara de perro bóxer, que minutos antes parecía soñoliento y ahora botaba chorros de fuego por los ojos.
“Si yo hubiera sabido que jugaba esa mula infeliz”, dijo el calvo de los anteojos como fondos de botella, “no hubiera venido al estadio a perder mi dinero y mi paciencia”.
“Es que cuando Araújo juega”, explicó su vecino, didáctico, “uno pierde plata hasta escuchando la radio”. Luego siguió mirándome con insistencia, como en espera de una aprobación para su sarcasmo.
“Mierda”, gritó alguien, un poco más lejos, “vamos a jugar contra 11 enemigos y un traidor”.
La brutal humorada de este último hincha se desvaneció en una barahúnda rencorosa, entretejida con groserías y silbidos burlones. Si cada uno de los tres mil espectadores lanzó sólo dos improperios contra Araújo -el cálculo es conservador- la suma nos da un total de seis mil insultos. Una cifra alarmante. Y, sin embargo, las matemáticas prometían más desconsuelos y las graderías, más atrocidades: faltaban todavía los insultos del instante en que Araújo saltara a la cancha; faltaban los 90 minutos del partido.
A partir de ese momento, no hubo más conversaciones aisladas. El tema en todo el estadio era uno solo: Carlos Araújo. Alguien soltaba un apunte ácido y de inmediato sus contertulios lo repetían, y los receptores, a su vez, lo arrojaban más lejos, y así, de garganta en garganta, se alargaba la cadena de los oprobios, con una efectividad sorprendente. Muchos reían a carcajadas al repetir lo que escuchaban, de modo que la saña se convirtió en una gratísima diversión pública.
A esas alturas, era apenas justo pensar en el hombre que había motivado aquel ejercicio colectivo contra el tedio. No lo vi como un antihéroe sino como un héroe genuino. Lo imaginé solo en un rincón del camerino, frotándose linimento en la pierna que, según habían dicho por la mañana, tenía lastimada. Estaría triste o mortificado por los gritos en su contra. Ignorante, quizás, del dramático poder aglutinante de los futbolistas odiados como él. Si, por lo menos, se reconociera que gracias a él, a Carlos Araújo, tres mil personas que no se habían visto antes terminaron hermanadas. Si, por lo menos, reconocieran que era él quien les había quitado el aburrimiento.
Vi a un señor de gorra roja ofreciendo con generosidad sus cigarrillos, como pagando las adhesiones a la causa de su odio. Del mismo modo en que compartían el humo, los asistentes intercambiaban el pan, las papas fritas, los refrescos y, sobre todo, la palabra. A fin de cuentas, pensé, no había sido vano el coraje de soportar los 40 grados de temperatura: en el estadio, donde, según los griegos, nació la filosofía, tres mil barranquilleros anónimos acababan de fundar otra forma de la solidaridad humana.
***
El Junior salió por el túnel de Occidente. Carlos Araújo iba en la mitad de la fila, que era el punto preciso para que los compañeros le sirvieran de escudo contra las atrocidades del público. Se ve que el pobre ignoraba que en el Trópico la infamia siempre llega a su destino.
“Hey, Araújo”, tronó uno de los hinchas, cuando lo descubrió, “le cae la madre al que meta más de un autogol”.
Desde la gramilla, Araújo buscó con la mirada al autor del alevoso chiste. No había resentimiento en sus ojos. Sólo curiosidad. Para entonces, ya la voz estentórea del ofensor se había integrado a la granizada de injurias que caía desde las tribunas.
“¡Te hubieras quedado en Valledupar ordeñando vacas o metido a sacristán!”, dijo el tipo de al lado, otra vez mirándome, pendiente del efecto de su apunte.
Yo no hice ningún gesto que pudiera satisfacer su curiosidad, pero el señor de la gorra roja le dio una palmada en el hombro y le brindó un nuevo cigarrillo.
En ese momento, Valenciano, la estrella del equipo, se apartó del grupo para saludar al público con los brazos levantados, y nadie le correspondió. Tampoco le prestaron atención a la reina del carnaval, que haría el saque de honor en el partido y que ahora estaba tirando besos hacia las graderías. Araújo monopolizaba todas las miradas y todas las palabras de los espectadores.
Hubo nuevos gritos ofensivos, algunos de ellos impublicables, y muchos comentarios ponzoñosos en el sentido de que Araújo le echaba brujerías a cuanto director técnico llegaba al Junior, para que lo pusiera a jugar.
“Primero fue Comesaña”, me explicó el hincha de la cara de perro bóxer, “y ahora hasta Restrepo, que parecía un tipo serio, pone a jugar a ese tronco. ¿Ustedes no creen que esa es mucha casualidad?” Un señor que no había hablado en todo el rato terció en la charla, con una gravedad teatral en el rostro. Parecía que fuera a decirnos una verdad delicada y muy importante, con la cual podría salvar a la Humanidad.
“¿Ustedes no sabían eso?”, preguntó el señor, dejando un silencio calculado después de la pregunta, como si con esa intriga de telenovela fuera a reforzar su revelación. “Eso es viejo y se sabe en toda Barranquilla: ese man reza a los técnicos. Ahí en la Calle de las Vacas tiene el man su centro de operaciones. Me extraña que ustedes no sepan esa vaina”. La gente siguió hostigando a Araújo incluso cuando el equipo visitante pisó la cancha. Había una escandalosa desproporción entre el calibre de los insultos que disparaban los hinchas y la orfandad del hombre al que iban dirigidos. Arriba, en las graderías, estaban la exaltación, la intolerancia. Abajo, en la gramilla, lo que se veía era la inocencia en campo raso, la tranquilidad del que sabe que no debe nada, la humildad en carne y hueso.
Carlos Araújo era un hombre de estatura regular, con un cierto aire de desvalido que tal vez se debía a su pantaloneta demasiado ancha. Su pinta no era de futbolista dinámico -como se supone que debe ser un volante mixto- sino más bien de sacristán despistado. Tenía las piernas un tanto curvas, el pelo rizado y la cara de un hombre bueno. A leguas se notaba que sobre su cabeza no había una aureola de protegido de los dioses. Fuera de la cancha, nadie lo miraría. Uno de mis vecinos, el didáctico, lo expresó en los siguientes términos: “lo que pasa es que unos nacen con estrella y los otros nacen estrellados”.
Algo andaba mal en el hecho de que un hombre que era la personificación de la bondad, fuera el destinatario de tanta barbarie. Podría pensarse que estábamos resucitando el circo romano; que era grotesco construir la solidaridad humana a partir de los destrozos anímicos de un muchacho noble como Araújo.
Por otra parte, aceptando que a ese monstruo insaciable llamado masa no le atrae ninguna diversión que no tenga su víctima, Araújo venía a ser ese becerro degollado que se necesita de vez en cuando para aplacar a las hordas. Un elegido. Sin él, ¿cómo hubieran podido los de arriba sentirse solidarios?
***
La primera pelota que recibió Carlos Araújo se enmantequilló entre sus pies zonzos y fue a parar a los guayos del peligroso Luis Manuel Quiñones. El Once Caldas inició entonces un contragolpe rapidísimo que no concluyó en gol por una afortunada intervención del portero Pazo. En ese momento me di cuenta de que jamás había visto un partido de fútbol en el cual se cometiera el primer error a los cinco segundos.
En realidad, durante los primeros 10 minutos de juego, nuestro personaje acumuló una cantidad de errores -y de horrores- suficiente para ingresar, por la puerta grande, al célebre libro de los Record Guiness. Para colmo de males, la fatalidad determinaba que la pelota buscara a Araújo. Me atrevería a jurar que ese balón también se burlaba de él. Porque de pronto, Araújo le ofrecía el pecho para que se durmiera, y el puñetero balón rebotaba con una velocidad inesperada, como si una fuerza invisible le hubiera pegado un patadón para mandársela en bandeja al otro equipo. Y así, en esa tónica, se mantuvieron las relaciones de Araújo con la pelota durante esos primeros diez minutos de nerviosismo. ¿El famoso miedo escénico del que habla Valdano? ¿Acaso la lesión que lo había aquejado a lo largo de la semana?
-- “¡Ni miedo escénico, ni lesión, ni un carajo!”, me respondió el hincha de los anteojos como fondos de botella, tomándose atribuciones que yo no le había entregado. “Lo que pasa es que a ese man lo dejas ahí parado en la cancha y le salen hojas: es un tronco”.
-- “¡Oye, animaaaaal!”, gritó, con toda su alma, otro de los espectadores que estaban por allí cerca.
Lo que vino después fue la más virulenta tanda de agravios escuchada jamás en un estadio. Un muñeco de trapo entre una manada de lobos hambrientos hubiera recibido menos dentelladas rabiosas que las que recibió Araújo en aquel instante. Y, sin embargo, el hombre siguió corriendo con dignidad, demostrando que debajo de su pecho inútil para detener el balón había un corazón de fuego al que no le gusta esconderse. Cada vez que el azar empujaba la pelota hacia Araújo, éste aceptaba el reto con valor, a sabiendas de que sería incomprendido y vejado. Cuando la pelota no iba por él, él iba por la pelota. Cada encuentro era una pifia del porte del cielo. Cada pifia era un motivo para el escarnio.
Cuando el Junior anotó el primer gol, la gente no festejó con la vehemencia con que chillaba cuando Araújo cometía un error. Cuando Pacheco, el habilidoso jugador del Junior, hizo una jugada de fantasía driblando a tres adversarios en el breve espacio que ocuparía un pañuelo, hubo aplausos mucho menos sonoros que los denuestos contra Araújo. Me pregunté si será que siempre las masas están más dispuestas para el odio que para la alegría, y llegué a la conclusión de que no hay multitud que no resulte peligrosa.
Iba el Junior ganando dos a cero y la gente seguía despotricando contra Araújo. Pidiendo a gritos que lo excluyeran del partido.
Cada error del muchacho era superior al anterior, como si estuviera puliendo la obra maestra de su desastre. Hubo un momento en que Pacheco se corrió por la banda derecha dejando rivales acalambrados en el piso, y tiró un centro englobado, fácil, a la cabeza de Araújo. Parecía que el genial Pacheco había decidido hacer un gol de carambola, utilizando como intermediaria la testa de Araújo. Pero entonces pasó lo imposible: el balón salió disparado como un proyectil hacia el medio campo. Una vez más, el duende de la desgracia traicionó al buen hombre, haciéndolo aparecer como el mejor zaguero del otro equipo. El público volvió a estallar en una sarta de ofensas.
Después, el debutante Carlos Castro le metió un pase por un callejón y Araújo, impetuoso a pesar de su tranco desmañado, picó a espaldas de los defensores y tomó el balón, de frente al arco. En vez de patear en seguida, se adelantó un metro, y cuando se suponía que por fin crucificaría al arquero, pisó el balón y cayó de espaldas, en medio de una rechifla combinada con carcajadas. El señor de la gorra roja juró por su madre que nunca había visto un futbolista tan incompetente. Yo busqué en la memoria un caso de torpeza que pudiera hacerle contrapeso a Araújo, y debo decir que no lo encontré.
Tan grande como su torpeza, era su honestidad, su capacidad de lucha. Araújo no sólo no bajaba los brazos ante sus fracasos con la pelota, sino que regaba la cancha con su sudor, corría cada centímetro del césped, disputaba cada balón con hombría, sin ahorrar esfuerzos, sin temor a resentirse de la lesión. Y eso, por Dios, había que reconocérselo. Sobre todo en un equipo como el Junior, que en el último año se había caracterizado por tener muchas estrellas bien dotadas técnicamente, pero que jugaban sin despeinarse.
Araújo cargaba, además, con el lastre de brillar cuando hacía el ridículo y pasar desapercibido cuando acertaba. Sus autogoles eran muchísimo más vistosos que sus goles. Más memorables. Pocos recordaban aquel domingo grandioso en que, con tres goles suyos, el Junior masacró al Deportivo Cali en su propio estadio. De nada valía que hubiera hecho parte de la nómina que ganó los títulos de 1993 y 1995. En cambio, una pifia suya resultaba inolvidable. Eran sus fallas las que todo el mundo contaba al día siguiente de los partidos. Para no ir más lejos, hoy mismo había hecho una chilena maravillosa que pegó en el travesaño, y la gente, en vez de felicitarlo, lo que hizo fue lanzarle más dardos.
-- “¡No joda, además de malo, salao!”, se lamentó un aficionado, cuando vio que la pelota se negó a entrar en el arco.
Más tarde, Araújo perdió la pelota de manera francamente boba y, por su propio sentido del honor, trató de recuperarla en el acto, aunque para ello haló a Valentierra, del Caldas, por el cuello de la camiseta. En el extremo de la antipatía, la gente se solidarizó con el jugador visitante y abucheó a Araújo.
“¡Oye, ¿le vas a robar la cadena?!”, preguntó el perro bóxer. El árbitro se llevó la mano al bolsillo de las tarjetas y en seguida los tres mil espectadores empezaron a entonar un coro maligno: “roja, roja, roja, roja”.
No fue roja sino amarilla, pero Araújo, lejos de sentirse desahogado porque no lo expulsaron, dio muestras de un pesar conmovedor. Igual que el boxeador que acaba de recibir un guantazo en el hígado se desploma, como si le hubieran cercenado las piernas con una sierra, Araújo pareció caerse físicamente entre el pasto, doblegado por el peso de un odio que no merecía. Quizás sintió que no valía la pena entrenar durante toda la semana bajo aquel sol opresivo de Barranquilla, ni exponer con bravura su pierna lastimada. Quizás comprendió el destino amargo de los que están condenados desde antes de empezar. Quizás se consoló pensando que la culpa es del que odia y no de él, que jamás le ha hecho un mal a nadie. Pero aún así resultaba desmoralizante que con un partido a favor del Junior por cuatro goles de diferencia, la gente continuara humillándolo.
Promediaba el segundo tiempo cuando un zaguero del Caldas, de apellido Lemus, descargó sobre Araújo la patada más criminal de la historia del fútbol. En verdad, la falta no daba para tarjeta roja sino para cárcel. El buen muchacho hizo un pique largo y Lemus, de frente y sin que Araújo llevara el balón, se le arrojó en plancha con las dos piernas y lo levantó del suelo -no exagero- como un metro.
La gente pedía a gritos la expulsión de Lemus, que, tirado en el piso, fingía una lesión, tratando de engañar al árbitro. A su lado, Araújo se retorcía y se agarraba la pierna izquierda. Un comentarista radial prendió la alarma cuando dijo que Araújo había recibido un peligroso golpe en el músculo diafragma. En ese momento, vi rostros preocupados en las tribunas, personas que se mordían las uñas. Los atrabiliarios espectadores que estaban a mi lado por fin se habían quedado en silencio. En realidad, el suspenso era general.
Después de todo –pensé con alivio– la gran masa, que había pasado sucesivamente por el aburrimiento, la rabia, la integración, la crueldad, la burla, el desprecio, la alegría y otra vez la rabia, era capaz de condolerse de la calamidad de Araújo. Ya sabía yo que detrás de tanto odio tenía que haber una expresión de afecto, un mínimo resquicio por el cual se colaría el gesto amoroso que nos iba a salvar de tanta iniquidad. ¡Ah, cómo me tranquilizaba comprobar que había exagerado al pensar que toda multitud es peligrosa!
En esas cavilaciones me encontraba cuando Araújo, después de un prolongado masaje del kinesiólogo, empezó a trotar con entusiasmo, listo para continuar en el juego, ante el asombro y la rabia del público.
De todos los insultos que escupió la turba, jamás voy a olvidar el del tipo de la gorra roja, quien, repartiendo cigarrillos a diestra y siniestra, lanzó una expresión horrible, un veneno mortífero del que necesitaba liberarse con urgencia.
-- No joda, ¿y no se lesionó el desgraciado?
(A la generosidad del gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos debe "Los cuentos de la pelota" el poder contar con este bellísimo texto. Muchísimas gracias Alberto!!)
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Mi experiencia como jugador de fútbol nunca fue del todo comprendida ni por los espectadores ni por mis compañeros de equipo. A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia
(ROBERTO BOLAÑO, escritor chileno, 1953-2003)
Musladini es un pichón de Passarella.
(Profecía de CÉSAR LUIS MENOTTI en 1987 sobre el ex jugador boquense, que no se cumplió nunca)
Por tus afirmaciones en el diario As, ¿Oliver Kahn tampoco es tu arquero favorito, no?
-Ah, no, no. Mi contacto con el diario empezó con una nota que me hicieron antes de un partido entre Real Madrid y Bayern Munich, donde atajaba ese alemán feo, cara de mono, horrendo, que fue destacado como el mejor del último Mundial y, en realidad, es el peor arquero que vi en mi vida. En el reportaje advertí que se iba a cagar. Y tal cual: se cagó y se metió dos goles (HUGO GATTI, ex arquero argentino, en declaraciones a la revista "El Gráfico")