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Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba (Daniel - México)


Olía fuerte, a pura piel de becerro recién curtida y era dura como una roca. Apenas pude tenerla unos segundos entre mis manos, pues todos querían tocarla, olerla y sentirla como un objeto sagrado. Aquella tarde, los del club aguardaban su llegada reunidos en la casa de los hermanos Dawe. Dos días antes, William Blamey había desembarcado en Veracruz con la tradicional lista de encargos de todo viaje a Gran Bretaña: costales de té, sacos de casimir, barriles de whisky, varios kilos de ejemplares de The Times y novelas de Dickens o Wilde, aunque ahora todo eso había pasado a segundo término. 

El objeto más deseado de su valija era redondo, macizo, de auténtico cuero británico: un balón reglamentario de football aprobado por árbitros ingleses. Una pelota como las utilizadas en la Copa de la Asociación de Football de Inglaterra y no ese amasijo amorfo confeccionado por los curtidores locales con el que habían tenido que jugar todo el año. Sí, al final de cuentas era piel vacuna, mexicana o inglesa, qué más daba, pero para ellos había diferencias abismales, como si aquel objeto traído de ultra mar ocultara un diamante en su circunferencia. Tras un par de años trabajando en la compañía Real del Monte había empezado a comprenderlos: ellos querían jugar sobre pasto británico, portando uniformes confeccionados en sastrerías de Londres y beber al final del partido generosos vasos de whisky escocés mientras departían con sus novias y esposas, todas ellas inglesas por supuesto. 

Blamey llegó a la casa minutos antes de las cinco de la tarde, cuando el agua para el té ya hervía en el fogón. Apenas cruzó la puerta se hizo un silencio litúrgico, preludio del momento más esperado. Sin decir una palabra, el recién llegado sacó el balón de una maleta de cuero y lo colocó sobre la mesa junto a las jarras de té y las charolas de galletas. Aquello era como si los caballeros del Rey Arturo contemplaran el Santo Grial colocado en el centro de su mesa redonda. Yo mismo, ubicado a unos metros del comedor, miraba fascinado aquella pelota. 

En mi calidad de empleado no me era dado participar de sus tertulias y aquella tarde había acudido a casa de los Dawe sólo para entregar el reporte de pago de jornales a los mineros, pero mi llegada coincidió con el arribo del primer balón profesional de football que rodó en la cancha de Pachuca. ¿Fue el primer balón oficial británico que rodó en canchas mexicanas? Yo quiero creer que sí, aunque sin duda los escoceses borrachos del Orizaba dirán que ellos lo trajeron primero y los señoritos del Crickett Club también presumirán lo mismo. Me disponía a retirarme cuando el presbítero Quickmire me indicó que me acercara y sin decir “agua va” puso el balón en mis manos. 

-Anda, para que veas lo distinto que es un verdadero balón de football, muchacho. 

Creo que no la tuve más diez segundos en mis manos, pues Willie Rule me la quitó de inmediato, como si mi tacto fuera a contaminar aquella pieza sacra en donde alcancé a leer grabado en el cuero las palabras Old Eatonians. Lo primero que pensé fue en los muchachos de la mina, quienes no me creerían cuando les dijera que había tenido en mis manos un balón oficial de la Copa Inglesa, un balón que en nada se parecía a nuestros molotes de trapo y manta con los que nos divertíamos por las tardes. La pelota pasaba de mano en mano tocada con el cuidado y la reverencia que merecería una pieza del Renacimiento extraída de un museo. Llegué a creer que ese balón jamás rodaría en la cancha ni recibiría patada alguna y acabaría colocado en un altar con velas a su alrededor, pero me equivocaba; a la mañana siguiente, un domingo ventoso y de cielo despejado, los del club estrenaron su balón británico jugando un partido interescuadras. 

A unos metros de la línea de meta, los muchachos de la mina y yo gozábamos nuestro día de descanso viéndolos partirse el alma por la posesión de esa pelota que había cruzado el Océano Atlántico para terminar justo en la cancha de la mina Real del Monte donde cada sábado jugaba el Pachuca Athletic Club, un equipo que según el presbítero Quickmire, estaba a la altura de pelearle al Wanderers, al Sheffield o al Etonians. 

Me llamo Hilario Lucio, pero ese nombre no quedará para la posteridad. En mi partida de bautizo dice que nací en 1885 en Pisaflores, Hidalgo. Hilario me llamo por el santoral y Lucio fue el apellido de mi madre, siempre soltera. El apellido de mi padre lo desconozco y no me interesa preguntar por él. Nunca lo conocí ni tuve la más mínima noticia de su paradero. Las malas lenguas, por supuesto, nunca han faltado alrededor de mi vida. 

-Eres güero pecoso de rancho porque tu papá ha de haber sido un gringo que dejó a tu mamá, me decían en la calle para hacerme rabiar. Yo nunca molesté a mi madre con esas preguntas. Ya bastante se partió el alma para ser mi madre y mi padre a la vez. Todo lo que soy se lo debo a ella. Mi madre siempre trabajó en las casas de los ingenieros de la compañía Real del Monte en Pachuca. Ama de llaves le decían a su cargo. Como masticaba bien el inglés, ella era la encargada de recibir a las visitas, dar los recados y regentear a la servidumbre. Fue uno de sus patrones, el ingeniero Ryan Southgate, quien permitía que yo entrara de oyente junto con sus hijos a las lecciones que impartían sus estrictas institutrices inglesas. Aprendí a leer en inglés antes que en español y aunque me entretenían los dramas de Shakespeare que las institutrices nos obligaban a memorizar, lo mío siempre fueron las sumas y las restas, las multiplicaciones y las divisiones. Fueron los numeritos quienes me abrieron la puerta de la oficina de contabilidad de la compañía Real del Monte. 

Nunca le tuve miedo a la mina, pero siempre quedó claro que yo era más útil sumando y restando la raya de los mineros. Hilario Lucio es el nombre que quedó registrado en los archivos de la compañía Real del Monte. En esos papeles se puede leer que Hilario Lucio fue un joven que trabajó de auxiliar contable a principios del siglo, unos años antes de la Revolución. El problema es que el nombre de Hilario Lucio no quedó ligado al del Pachuca Athletic Club. En ninguna crónica de la época consta que haya alineado en el equipo un joven con ese nombre. Lo que sí consta, es que en aquel año del primer torneo nacional jugó con el club un muchacho de 17 años llamado Niegel Hatley, que hacía diabluras y picardías por la banda izquierda 

Recordaremos por siempre al año 1901 por un par de acontecimientos que sacudieron a la ciudad: la muerte de la Reina Victoria y la fundación oficial del Pachuca Athletic Club. La muerte de la soberana sembró el luto en la compañía Real del Monte. Aunque la etiqueta británica les impedía llorar y externar sus sentimientos, era evidente que a mis patrones les dolía en lo más profundo el fallecimiento de su reina. Sin embargo, el luto no fue tan riguroso como para apagar la euforia que les producía la inminencia del arranque del Primer Torneo Nacional de Football en donde el Pachuca Athletic Club mediría fuerzas con los clubes de la Capital y con esos escoceses juerguistas que fabricaban cerveza en Orizaba. La idea de jugar ese campeonato fue impulsada desde la compañía Real del Monte. 

Llevaban más de un año jugando todos los sábados y ya iba siendo tiempo de medir fuerzas con los otros clubes. El país y el futbol han cambiado mucho desde entonces. Han pasado 35 años, pero a veces creo que transcurrió un siglo entero. Hubo una revolución que costó más de un millón de muertos. Gobiernos fueron y vinieron con sus promesas de igualdad y redención social. El futbol de aquel entonces se fue para siempre, como se fueron los aristócratas porfiristas afrancesados que paseaban en sus carruajes por la calle Plateros. Hoy el futbol lo dominan Atlante y Necaxa, España y Asturias. El Equipo Nacional de México ya fue a una olimpiada en Ámsterdam y a un mundial en Montevideo y aunque hay muchos gachupines metidos en este deporte, hoy los mexicanos truenan sus chicharrones en las canchas. Pero hace 35 años, en 1901, el futbol era football y era un asunto exclusivo de británicos para británicos en donde los mexicanos no teníamos cabida. No es que hubiera una regla que lo prohibiera; simplemente no se estilaba y para los británicos la costumbre es sagrada. 

El football era un ritual tan inglés como el té en donde los mexicanos éramos solamente espectadores. De no haber sido por el presbítero Quickmire, yo me hubiera pasado la juventud entera como espectador de los juegos de mis patrones, conformándome con patear una pelota de trapo frente a porterías de piedra. Pero el destino, o más bien dicho el presbítero, quiso que yo tuviera el derecho de patear una pelota de becerro británico sobre una cancha de pasto en un juego dirigido por un árbitro inglés. Las crónicas dicen que un señorito llamado Juan Cortina, educado en los mejores colegios de Inglaterra, fue el primer mexicano en jugar al football. Bueno, eso lo dicen porque el nombre de Niegel Hatley es británico y suponen que quien así se llamaba también lo era. 

El sábado fue siempre el día más deseado de la semana. Al medio día, a la salida de la mina, se formaba una fila frente a mi escritorio. Luego de partirse el lomo durante seis días, los trabajadores cobraban su jornal cuya paga me tocaba coordinar a mí. Los rostros en la fila contagiaban ánimo de fiesta. Los sábados por la tarde transcurrían para los mineros entre pulque y cerveza, aunque en aquel año eran cada vez más los que se acercaban a ver a los patrones entregarse a ese ritual de patear la pelota que tanto les fascinaba. Sus mujeres preparaban bocadillos y colocaban mesas alrededor de la cancha en donde jamás faltaba el whisky. Del otro lado nos colocábamos nosotros, con las cervezas frías y la curiosidad por ir descubriendo las claves del juego. Ver a los jefes entregados con semejante pasión a esa manía de correr tras la pelota nos divertía de sobremanera. 

Así pasamos varios sábados de aquel año 1901, hasta que un fin de semana decidimos pasar de la contemplación a la acción. Con trozos de manta y trapo armamos una bola y nos pusimos a patearla en un campo baldío que estaba a unos metros de la cancha. Nunca nos habíamos divertido tanto. Sudábamos la gota gorda y pateábamos el trapo hasta que las piernas no daban más. Las cervezas sabían a gloria después de los juegos. Empezamos a armar retas con apuestas y muy pronto hubo piques entre nosotros. Ahora esperábamos con ansias la llegada del sábado para poder salir de la mina a patear nuestro pedazo de trapo y demostrar habilidades. 

Los mineros eran tipos rudos, recios, que jugaban con fuerza y determinación. Lo mío en cambio era la rapidez. Yo no soy quien para presumir mis cualidades, pero a los 16 años de edad me transformé en una flecha por la banda. Siempre fui flaco y de pierna larga y una vez que agarraba la pelota nadie podía alcanzarme. Obvia decir que no nos era posible pisar la cancha de pasto de los patrones ni patear un balón de cuero, pero a nuestra manera nos divertíamos. Ensimismados en su británico ritual, nuestros patrones no habían reparado en que los estábamos empezando a imitar con éxito, hasta que una tarde el presbítero Quickmire se paró a lado del baldío y se quedó a vernos jugar. Al final, nos felicitó por aprovechar la tarde del sábado fortaleciendo el cuerpo y el espíritu en lugar de malgastar la raya en la pulquería. 

-Eres veloz, muy veloz muchacho, pareces una liebre loca, me dijo el presbítero la segunda vez que fue a vernos al baldío. 

Por aquel entonces el equipo de los patrones ya se había constituido oficialmente como el Pachuca Athletic Club y se daban a la tarea de entrar en contacto con otras escuadras para organizar un primer torneo nacional. Aparte de Pachuca, había en el país otros cuatro clubes formalmente constituidos, si bien en la compañía Real del Monte no quedaba duda alguna de que nadie podría superar a su poderosa escuadra. No por nada tenían en sus filas al mejor jugador de todo el territorio mexicano: George Camphuis. Era cuestión de viajar a la Ciudad de México a demostrar quién era el mejor de todos. Finalmente, luego de arduas gestiones, todo quedó listo para jugar el primer partido. Los señoritos del British Club visitarían Pachuca. Aquel fue un día de fiesta en la ciudad. Los alrededores de la cancha fueron engalanados con guirnaldas y en las mesas circundantes pusieron las mejores botellas de whisky traídas de la Isla por Blamey. 

Los de la palomilla minera nos instalamos a una prudente distancia con nuestras respetivas cervezas dispuestos a ver a 22 británicos dejar el alma en la cancha. Los del British Club bajaron del tren vestidos como catrines. En la estación fueron recibidos con toda la pompa, si bien a los patrones no les cabía duda alguna de que Pachuca los despedazaría en la cancha. Pronto quedó claro que las apariencias engañan y esos catrincitos del British Club resultaron ser un hueso muy duro de roer. Pachuca sacó un apuradísimo empate a dos goles luego de ir abajo y ser superado en varios lapsos del partido. Por supuesto, al final del match hubo tertulia y whisky con los rivales, pero el ánimo de los patrones no era el mejor, pues en la cancha había quedado claro que Pachuca Athletic Club, con todo y Camphuis, no era la aplanadora que suponían. Ahora el equipo debía viajar a la Ciudad de México en donde los aguardaba el Reforma Athletic Club y el México Cricket Club y luego del primer partido, ya no se sentían tan seguros de regresar cubiertos de gloria. 

Aquella noche el presbítero Quickmire llamó a la puerta de mi pequeña habitación. Mi madre y yo compartíamos una casita ubicada en el jardín de la familia Southgate, a quienes el presbítero visitaba con frecuencia. Esa noche Quickmire llegó hasta nuestro recinto sin entretenerse con la familia. Venía a verme específicamente a mí, para plantearme un asunto urgente. 

-¿Hablas inglés como un caballero de Oxford, muchacho? 

-Usted sabe que lo hablo señor, lo hablo bien, pero mi pronunciación está lejos de ser excelente. 

-Mmm…, y esa cara tuya tan pecosa, tus ojos claros. Tú podrías pasar por galés.

-Pero soy hidalguense señor, natural de Pisaflores. 

-Con la pelota de trapo eres muy rápido muchacho. ¿Crees que pudieras correr igual pateando una pelota de verdad? 

-Bueno, la pelota de cuero es muy dura, pero la velocidad es la misma. 

-Muchacho: si yo le sugiero al Club que nos acompañes a la Ciudad de México ¿No nos vas a defraudar? 

-¿Cuándo los he defraudado señor? Ya sea para llevar la contabilidad, para servir de intérprete o para acomodar las mesas antes de las tertulias, trato de hacer mi trabajo de la mejor manera. 

-Pero a la Ciudad de México no vamos a llevarte de intérprete o de mandadero. Vamos a llevarte a jugar por la banda izquierda como sólo tú sabes hacerlo. 

Me quedé sin respuesta. Yo sabía que el presbítero Quickmire era un tipo bromista cuyo humor negro me había hecho pasar más de un mal rato, pero aquella vez no parecía estar jugando. 

-Una cosa más mozalbete. ¿Serás capaz de hacerte pasar por inglés si alguien te pregunta por tu origen? 

-Usted me ha dicho que mentir es pecado.

-Pues quedas absuelto. Ahora te llamas Niegel Hatley y sólo responderás cuando se te llame por ese nombre. Hilario Lucio se quedó a trabajar afuera de la mina. Niegel Hatley es jugador del Pachuca Athletic Club y ahora sólo tienes que aprender a tomar el té como un caballero y probarte este uniforme que a partir de hoy debes defender como si fuera parte de tu piel. 

Cuando puso sobre mi cama el uniforme azul y blanco del Pachuca Athletic Club supe que no estaba bromeando y que toda mi vida había tenido sentido sólo por llegar a ese momento. 

-Bueno muchacho, ese uniforme lo usarás en la cancha del Reforma Athletic Club, pero en el tren viajaremos vestidos con nuestros mejores trajes. Que ni crean esos catrines de la capital que van a impresionarnos o a hacernos sentir menos. 

Nunca había usado un traje tan elegante como el que me prestó el presbítero Quickmire aquella mañana y nunca me había subido a un tren. Vaya, para ser honesto ni siquiera había salido del Estado de Hidalgo. Cualquier cosa que hubiera imaginado yo de la capital se quedó muy corta con lo que encontré al llegar. Los volcanes, las casonas, los carruajes, los parques, la calle Plateros. Aquello era aquella en verdad la Ciudad de los Palacios. La cancha del Reforma Athletic Club, ubicada en el Deportivo Chapultepec, era una alfombra verde donde ni una brizna de hierba era más alta que la otra. Era una cama de pasto donde daban ganas de revolcarse. Comparada con ella, hasta la cancha de los patrones en Pachuca parecía un potrero. Los del club me habían comentado que los juegos en el Deportivo Chapultepec eran acontecimientos que reunían a lo más granado de la sociedad británica en la Ciudad de México, pero debo admitir que jamás imaginé tanto lujo. Aquello era como estar en un jardín de Buckingham Palace. Qué mujeres. Ni en sueños había yo visto princesas como las novias de los jugadores del Club Reforma. 

En las mesas centrales estaba el mismísimo embajador de Gran Bretaña en el país acompañado por ejecutivos del Banco de Londres y México. Al arribar a la cancha, fuimos retratados por fotógrafos del Mexican Herald y el Two Republics. Confieso que entonces las piernas me empezaban a temblar y los nervios me devoraban. Había tenido apenas tres días para entrenar con mis nuevos compañeros y acostumbrarme a patear la dura pelota de becerro británico. No se si era mi condición de mexicano o de subordinado en la compañía, pero el caso es que no todos en el equipo digerían muy bien la idea de mi inclusión. El presbítero Quicksmire tuvo que llevar a cabo una ardua labor de convencimiento entre algunos miembros del plantel para que me aceptaran, pero me quisieran o no, ahí estábamos los once caminando al centro de la cancha donde nos aguardaban nuestros rivales para el saludo de cortesía. Cuando el árbitro Reginald Penny hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, quedó claro que la etiqueta británica quedaría afuera de la cancha, pues dentro habría una batalla campal en donde no cabría la más mínima concesión. 

Los primeros minutos troté como un potro desbocado viendo pasar sobre mi cabeza los pases aéreos del Reforma, que lucía mucho más asentado en la cancha. Habrían pasado unos ocho o nueve minutos cuando las cosas empezaron a cambiar. Harry Abraham me mandó un pase filtrado a mi banda izquierda y por primera vez pude pegar una carrera con la pelota en mis píes. Mi velocidad desconcertó a los defensas. Ellos eran maestros de los balones por aire donde sus cabezas y pechos mandaban, pero se mareaban con un balón a ras de piso conducido con semejante rapidez. Aquel primer pique terminé en un centro que le envíe a William Bray, quien remató y estrelló el balón en el arquero del Reforma. Ahí estaba nuestro primer aviso y nuestro rival se mostraba inquieto. 

La confianza y el alma me habían vuelto a las piernas. Realicé tres o cuatro piques más que acabaron en tiros de esquina o falta favorable. Fue pasando la primera media hora cuando un defensa de Reforma me derribó en las cercanías del área. Camphuis ejecutó raso el tiro libre. La pelota encontró un hoyo entre el muro de piernas y acabó anidada al fondo del arco. 1-0. El público aplaudió con total sobriedad. Con la mínima diferencia a favor llegamos al medio tiempo. La segunda parte sacó a relucir la furia del Reforma Athletic Club que con pelotazos elevados sobre el área buscaba las cabezas salvadoras de sus altísimos delanteros. Su desesperación me abrió una avenida por la banda izquierda por donde corrí a placer ejecutando contragolpes que los sacaban de quicio y los obligaban a poner a un gigantón defensa a marcarme. Mi marcador era fuerte, pero terriblemente lento, por lo que solía recurrir compulsivamente a la falta. 

Cerca del minuto 20 logré eludir la patada de mi guardián y pegar una descolgada que lo dejó muy atrás. A la entrada del área cedí a Jimmy Bennetts quien no tuvo más que tocar suavecito por abajo del arquero. 2-0. Euforia total. Los 25 minutos restantes nos dedicamos a jugar con la desesperación del Reforma con pelotas bajas y cambios de juego. Estuvimos cerca de meter el tercero, pero su guardameta desvió con las uñas un tiro de Camphuis. Sonó el silbatazo final. 2-0. Aplausos de píe. Las princesas británicas miraban incrédulas a sus novios derrotados por el equipo de mineros. Yo estaba tan eufórico, que en la tertulia posterior por poco olvido mi papel de Niegel Hatley y casi empiezo a actuar como Hilario Lucio. 

Siete días después, con la confianza en los cielos, jugamos con el México Cricket Club. Misma cancha, misma elegancia. Estos señoritos tal vez sabían manejar bien los bastones, pero no eran muy hábiles a la hora de usar sus píes para patear un balón. Aunque su entrenador Percy Clifford era una eminencia, los del Cricket demostraron que aún les faltaba entrenar mucho. Antes del minuto 30 ya les ganábamos 2-0 con goles de Rabling y Camphuis. Parecía un pan comido, pero al arrancar su segundo tiempo su delantero más alto nos clavó un gol de cabezazo. 2-1. El Cricket se nos vino encima y en su afán por empatar nos regaló preciosos espacios. Fue entonces cuando llegó mi momento arrancar en descolgada y ceder a Camphuis, cuyo remate cañonero fue rechazado por el guardameta, con tan buena suerte para mí, que el balón de becerro británico cayó justo en mi pierna derecha para que fusilara y sintiera ese placer incomparable de ver la red estremecerse.3-1. Niegel Hatley había inscrito su nombre en la lista de anotadores de aquel primer torneo. Todavía Thomas Patton clavó un cuarto gol en una nueva descolgada. El 4-1 fue contundente y los catrines empezaron entonces a respetar a los mineros. 

Regresamos a Pachuca cubiertos de gloria, pero aún faltaba un escollo para poder proclamarnos campeones: los escoceses del Orizaba. Blamey hizo gestiones y presionó hasta donde pudo para que el partido se jugara en nuestra casa, pero los de Orizaba acabaron por salirse con la suya y ganar un volado. Debíamos viajar a la Pluviosilla para enfrentar en su campo a los Albinegros. El presbítero me advirtió que los escoceses solían ser un hueso duro de roer en cualquier cancha. Inglaterra vs. Escocia era ya entonces un añejo clásico y los caledonios, recordando las hazañas de McGregor en las Tierras Altas, solían matarse en la cancha para poder derrotar a los ingleses. Aquellos escoceses eran hilanderos y fabricantes de cerveza. Los dirigía Duncan Macomish, que en su natal Escocia había jugado en Primera División y había logrado conjuntar en Orizaba un cuadro de rudos guerreros que metían fuerte la pierna. Las malas lenguas decían que solían empinar el codo más de la cuenta y que las tertulias de whisky y cerveza después de los partidos solían prolongarse hasta el amanecer, pero con todo y sus borracheras a cuestas, en la cancha no tenían compasión. 

Una densa neblina nos recibió la mañana en que llegamos a la Pluviosilla. Sólo hasta el medio día puede descubrir entre la bruma al imponente Pico de Orizaba, hierático gigante que sería espectador de nuestra batalla. Los catrines y las princesas brillaban por su ausencia en Orizaba. Tras esos hermosos bosques sumergidos en niebla perpetua había un ambiente rudo y hostil hacia nuestro equipo. Aquellos escoceses eran gente de trabajo duro como nosotros, no de tertulias de etiqueta como en la capital. Bajo la montaña más alta de México se jugaría una extraña versión del clásico entre Inglaterra y Escocia. Desde el momento en que el balón empezó a rodar, quedó claro que los Albinegros no darían tregua. Eran duros, correosos, de marca incómoda. Mi primer intento de pique por la banda fue frenado con tremenda patada. El primer tiempo acabó con el marcador en blanco. Iniciando el segundo tiempo logré por vez primera escapar a mi marcador y correr en descolgada frente al portero que mandó a tiro de esquina mi disparo. 

Las cosas pintaban mejor y nuestro ánimo nos decía que podíamos derrotar a los escoceses pero en nuestro afán por sentenciar el juego, los Albinegros nos contragolpearon y nos clavaron el gol. 0-1 con 25 minutos todavía por jugarse. Una densa neblina bajaba sobre la cancha. Sí, lo se, nos desesperamos y caímos en su trampa. Esperanzados en mi velocidad, mis compañeros me mandaban pases deseando ver un sprint mágico que acabara en el área rival, pero mis marcadores no tenían piedad. Faltaban unos cuatro minutos cuando logré eludir al defensa que tenía pegado como estampa, pero un segundo marcador, que según recuerdo se apellidaba Buchnann, frenó mi carrera y mi vida futbolística. 

Su barrida fue seca, asesina y escuché mi hueso partirse como un tronco. Tal vez fue la adrenalina, pero creo recordar que me paré o quise pararme de inmediato, pero mi pierna derecha estaba destrozada. Cuando me sacaron cargando olvidé a Niegel Hatley y con lágrimas en los ojos maldecía en español de pulquería. Dolor, llanto, neblina, gritos. Todo se confunde en mi memoria. Por fortuna, ya no estaba en la cancha cuando se dio el silbatazo final y los Albinegros de Orizaba festejaron haberse convertido en los primeros campeones nacionales del Futbol Mexicano, un torneo de cinco equipos británicos representantes de nuestra prehistoria futbolística que sin embargo quedó marcado para la historia. 

La fractura había sido total y mi recuperación tardó casi un año en que con mi pierna enyesada y mis muletas me paraba afuera de la mina para pagar las rayas del sábado y acudir después a la cancha a ver a mis compañeros. El siguiente torneo no pude jugarlo y me limité a ser espectador de derrotas. Fuimos último lugar, mientras que los catrincillos del Cricket dieron la sorpresa y se coronaron campeones. A finales de 1903, el presbítero Quicksmire me hizo una nueva oferta, aunque en esta ocasión no era futbolística, sino laboral: En la mina de Zacatecas ocupaban un jefe de contabilidad. Iría como jefe, no como auxiliar, con un sueldo bastante más alto. El problema es que en tierras zacatecanas el futbol no pasaba de ser un pasatiempo desorganizado. Mi pierna no volvió a ser la misma, pero aún así pude volver a jugar, aunque nunca jamás lo hice en un torneo oficial. 

Un año después, en 1904, recibí un telegrama del presbítero. Decía únicamente tres palabras: AHORA SÍ, CAMPEONES. Pachuca por fin se había coronado en un torneo jugado a dos vueltas. Los borrachos del Orizaba desbarataron su equipo un año después, mientras en otras plazas empezaban a surgir nuevos cuadros. En 1909, un año antes de la Revolución, me casé con Catalina Galindo, hermosa dama de Concepción del Oro. Cuando en 1914 las tropas villistas y huertistas tapizaron de muertos las calles de Zacatecas, mi mujer y yo nos habíamos exiliado a Inglaterra en donde puede ser espectador de grandes batallas futbolísticas. Regresamos a México en 1924 cuando los once hermanos del Necaxa y los “prietitos” del Atlante le arrebataban la gloria a los gachupines. El país no era el mismo, el futbol no era el mismo y había algunos que hasta empezaban a hablar de cobrar dinero por jugar. Habrase visto.

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Entiendo que los jugadores se enojen cuando salen de cambio, pero creo que es una falta de respeto a los compañeros que están en la banca. Si no, que haya 11 jugadores en cancha, sin suplentes.

(RICARDO LA VOLPE, ex jugador y entrenador argentino, acerca del temperamento de los jugadores de fútbol)

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El éxodo austral de Tomás Jerónimo San Mateo (Daniel - México)


Cuál Moisés ante la zarza ardiente o Mahoma elevado a los cielos por el Arcángel Gabriel, Tomás Jerónimo San Mateo tiene una revelación divina justo en el momento en que Carlos Ramírez coloca la pelota en el manchón para patear el quinto y último penal de la tanda. Precisamente ahí, parado en medio de una cantina malamuertera de la Colonia Industrial, con la mirada clavada en un viejo televisor empotrado arriba de la barra, Tomás Jerónimo San Mateo encuentra de pronto el sentido de su vida entera.

No es un presentimiento o una corazonada ni mucho menos una idea loca surgida al fragor de la noche o un delirio de borracho, pues no hay una gota de cerveza en su sangre. Es una Verdad o más bien dicho La Verdad. Hay momentos en que la duda o el titubeo simplemente no caben en la vida. Aquello que mil religiones, filósofos, lunáticos y motivadores de pacotilla pasan buscando toda una vida, lo encontra Tomás en ese preciso segundo, mientras ve a Ramírez tomar vuelo para patear el penalty. Sabe, en ese instante, que tiene una misión que cumplir en la vida, aunque sea lo último que haga sobre la Tierra. Esa misión es ir en peregrinaje hasta Montevideo Uruguay.

La fracción de segundo que tarda una pelota pateada con toda la furia y el rencor de una cañonero en recorrer once metros, se transforma, para Tomás Jerónimo San Mateo, en la borgeana historia de la Eternidad y al final de aquella Eternidad está la red y al momento en que esa circunferencia de cuero toque esa red, los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León estarán en la mismísima final de la Copa Libertadores de América en donde los aguardaba el flamante el Peñarol de Montevideo.

Tigres juega esta noche en Bucaramanga, Colombia, la semi final del certamen. El partido de ida en San Nicolás de los Garza lo ganaron los felinos con agónico cabezazo de Julio César Santos casi en tiempo de compensación. 1-0. Magra ventaja, pero ventaja al fin. Sin embargo, aún faltan infinitos 90 minutos en aquella ciudad cafetalera con nombre de trabalenguas. Tomás Jerónimo San Mateo ha faltado a la fábrica por segunda vez en el mes.

Desde hace muchos años, cual ortodoxo hebreo, santifica el sábado, que transcurre religiosamente cada 15 días en la tribuna de Sol del Estadio Universitario de San Nicolás de los Garza. Pero los miércoles de Copa Libertadores no están entre sus autoproclamados derechos sindicales. Por fortuna, para un hombre de convicciones firmes como él, no hay lugar siquiera a mínimas cavilaciones: Si tiene que elegir entre los Tigres y el trabajo la respuesta está clarísima: Elegirá siempre a los Tigres. Pero los juegos de Copa Libertadores tienen otro inconveniente. Sólo los transmiten por cable y su magro salario de obrero no le da a Tomás Jerónimo San Mateo para pagarse ese lujo.

Así las cosas, la única alternativa que le deja la existencia es ir al Bar Mi Oficina de la Colonia Industrial. El cantinero lo mira con cierta repugnancia cuando Tomás Jerónimo le pide un refresco. Y no, no es que a Tomás no le guste la cerveza o sea abstemio. Bebe y a veces mucho, pero nunca durante los sagrados 90 minutos de un juego de los Tigres.

Vaya, hay que entender que para Tomás Jerónimo San Mateo ver un partido de los Tigres no es un simple pasatiempo recreativo o un rato de esparcimiento para compartir con los compadres. Nada de eso. Los partidos de futbol, léase Selección Mexicana, América vs Chivas y de más oncenas ordinarias y aburridas, son simples pretextos para destapar caguamas. Los partidos de Tigres en cambio son actos litúrgicos, ceremonias religiosas de éxtasis místico en las que Tomás Jerónimo San Mateo entra en una surte de trance durante 90 minutos y no se permite chascarrillo alguno ni gota de alcohol. Así transcurre en aquel bar aquel insufrible partido contra Bucaramanga. La ventaja de 1-0 pronto se hace añicos cuando Buitrago entierra un tiro libre en el primer cuarto de hora. El global está 1-1.

Los presagios se tornan negros y apocalípticos cuando Toño Sancho es expulsado luego de propinar tremendo patadón en la espinilla a un colombiano casi al final del primer tiempo. El Armagedón ha llegado. Un global empatado y 45 minutos por jugarse con un hombre menos soportando los embates de unos colombianos sedientos de gloria libertadora parecen una misión cruel. Pero hay tardes en que el Diablo baja a la cancha y se pone de tu parte. Aquel segundo tiempo que le roba la respiración a Tomás Jerónimo, es una sinfonía de postes, travesaños y atajadas milagrosas del portero Tigre. El milagro sucede. Al final de los 90 minutos el global está 1-1. La puerta hacia el Infierno de los penales abierta de par en par.

Y el Infierno desciende a la tierra cuando empieza la tanda y ni uno de los tiradores parece con intenciones de fallar. Ocho penales seguidos se anotan. 4-4 está el marcador. Pero el as de espadas está bajo la manga amarilla. Cuando el Bucaramanga manda a Arestizabal a patear el quinto penal, el corazón de Tomás Jerónimo San Mateo empieza a latir con inusitada fuerza. Dios, el Diablo o vaya usted a saber que deidad le está jalando las patas y el alma cuando Edgar Hernández, el portero Tigre, ataja el disparo del colombiano. Queda el quinto penal y ya se prepara el Pachuco Carlitos Ramírez. Si lo anota, Tigres está en la Final de Libertadores. Es entonces cuando Tomás Jerónimo San Mateo ve la zarza ardiente. Si, como dicen los tanatólogos, es cierto que en el momento de la agonía hay un segundo en el que transcurre la vida entera como una película, esa película la está viendo Tomás Jerónimo en el momento en que Ramírez toma vuelo para patear el penal decisivo.

Vaya, es algo así como un momento profético, un instante en que el sentido del Universo y la causa ontológica huma pueden verse ante sus ojos con insoportable claridad. Tomás Jerónimo San Mateo debe ir a Montevideo a la Final de la Copa Libertadores de América porque ese es el destino que tras mil reencarnaciones le toca cumplir en la vida.

Tomás Jerónimo San Mateo nació hace 24 años bajo el signo del Tigre. Eso le decía su padre, Jacinto Espiridón, obrero metalúrgico de la Fundidora de Monterrey y aficionado Tigre desde los prehistóricos tiempos en que el Club Universitario de Nuevo León hacía sus pininos en la Tercera División.

Tomás Jerónimo San Mateo nació en Monterrey Nuevo León el 6 de Junio de 1982 a las 2:45 de la tarde. Jacinto Espiridón no estaba ese día a lado de su esposa Catalina. Es preciso comprender que había asuntos más trascendentes que estar presente en el nacimiento de su primogénito. Y es que ese día, justo ese día, Los Tigres de Carlos Miloc jugaban la mismísima Final del Campeonato 81-82 contra los Potros de Hierro del Atlante en el Estadio Azteca. La ventaja de 2-1 en San Nicolás de los Garza parecía insuficiente para enfrentar al superlíder en su cancha. Los nubarrones de tragedia se cernían sobre los felinos. Bastos expulsado y el Atlante ganando 1-0 no parecían un panorama muy prometedor cuando faltaban 30 largos minutos de tiempo extra. Pero aquella tarde un Santo bajó del cielo al Estadio Azteca y se colocó en la portería de los Tigres: San Mateo Bravo. Cabinño, Moses, Vázquez Ayala no pudieron hacer nada para batir la meta felina y la puerta hacia el Infierno de los Penales quedó abierta de par por primera vez en la historia de las finales del futbol mexicano. Y en ese Infierno el Diablo fue Tigre o más bien dicho un Santo, infernal o celestial, que más da.

Era San Mateo que atajó tres penales. 'Ratón' Ayala, Moses y Cabiño descargaron artillería pesada con tremendos cañonazos pero San Mateo los contuvo. Sólo el portero Ricardo Lavolpe pudo anotar. Chava Carrillo falló por Tigres, pero Goncálvez y Jerónimo Barbadillo anotaron. Quedaba el penal decisivo a cargo de Sergio Orduña, parado frente a Lavolpe (sí, el mismo que hoy es técnico nacional) Orduña puso las manos en la cintura, pegó carrera y pateó de derecha.

Cuenta la leyenda que en el momento en que Orduña batía a Lavolpe y el balón besaba las redes del Azteca, Tomás Jerónimo San Mateo vio la luz a mil kilómetros de distancia, en Monterrey. Su padre Espiridón se abrazaba en la Tribuna con la Porra mientras Tigres, flamante campeón del Futbol Mexicano, daba la vuelta olímpica. Horas más tarde, cuando llamó a casa, le comunicaron la noticia del nacimiento de su primogénito que Espiridón no pudo menos que tomar como una profecía. Había nacido un cachorro Tigre que traería, como torta bajo el brazo, una era de gloria y trofeos para el equipo nicolaita.

El niño fue bautizado en la Iglesia de la Purísima cuando su padre regresó con la porra de la Ciudad de México. Envuelto en una enorme bandera amarilla firmada por todos los campeones, el niño recibió las aguas bautismales como marcaba el santoral felino: Tomás, en honor al mariscal de campo, el principesco Ocho Tomás Boy. Jerónimo, homenaje al ángel negro peruano, el Patrulla Jerónimo Barbadillo, Siete Inmortal del equipo y San Mateo, ni falta hace decirlo, por aquel portero salvador que les dio el título.

Pero el niño Tigre no traía una torta bajo el brazo, sino vacas flacas e infortunio. A partir de 1982 se vinieron épocas pordioseras para los Tigres cuyos saldos al final del torneo salían en números rojos. Jerónimo Barbadillo vendido a Italia, Tomás Boy peleado con Miloc y la directiva, San Mateo Bravo acabando sus días en las miserables Cobras de Querétaro y un desfile de técnicos y extranjeros que no daban píe con bola. Tiempos de vacas flacas llegaron también para la familia de Don Espiridón. En 1986, en el año del Mundial, cuando su niño estaba por cumplir cuatro años, una huelga promovida por charros sindicales acabó con la existencia de la Fundidora Monterrey y el obrero calificado con sueldo decoroso, tuvo que salir a las calles a buscar las migajas del subempleo.

En 1988, el mero Día de la Independencia, el Huracán Gilberto destruyó su hogar, en el lecho del Río Santa Catarina, en el Camino a Cadereyta. Pero el infortunio económico no fue razón poderosa para que Don Espiridón dejara de llevar a su niño Tomás Jerónimo San Mateo cada sábado a la Cueva del Tigre, después bautizada Volcán por un comentarista. Tardes de sábado en que con aquella mítica bandera autografiada, que había sido ropón de bautizo, padre e hijo sufrían en la tribuna de Sol la sequía de títulos. Don Espiridón no volvió a ver a los Tigres ganar un gran torneo de Liga.

En Abril de 1996, cuando Sócrates Rizzo fue tumbado de la gubernatura de Nuevo León y días después de que Tigres tuviera una pequeña alegría ganando un torneo de Copa contra el Atlas, la tragedia llegó al hogar de Tomás Jerónimo, que por entonces estaba por cumplir catorce años. Una infausta tarde de domingo, Tigres perdía en su Cueva el Clásico contra el odiado rival de la ciudad y era enviado a la Segunda División. Esa noche, el deficiente corazón y los años de malas pasadas apagaron con la vida de Espiridón. Tomás Jerónimo quiso envolver el ataúd de su padre con la bandera autografiada, pero antes de morir, le dijo que la conservara y la ondeara en la tribuna hasta el día en que Tigres volviera a ganar un campeonato.

Han pasado 10 años de la muerte de Espiridón. Tigres ha vuelto a primera división, pero siguen las vacas flacas y la sequía de títulos. Tomás Jerónimo tiene 24 años de edad, mismos que lleva esperando por ver a su equipo ganar un título, Ahora está en el Bar “Mi oficina” y Carlos Ramírez acaba de anotarle al Bucaramanga el penal ganador que los manda a la Final de la Copa Libertadores de América.

El encuentro decisivo contra Peñarol será dentro de dos semanas en Montevideo. Tomás Jerónimo ha visto la zarza ardiendo y sabe que debe peregrinar a Uruguay como el Pueblo Hebreo a la Tierra Prometida. No sabe si el Canal de Panamá se abrirá como el Mar Rojo o si lloverá maná de los árboles en la selva del Amazonas. Silencioso sale de la cantina y se dirige a su hogar en donde lo aguarda su esposa Amanda y sus tres hijos. No hacen falta muchas explicaciones.

No hay llantos, berreos ni drama en la despedida. Tomás Jerónimo San Mateo, un obrero de industria maquiladora, padre de familia, habitante de una zona marginal irregular en un cerro de Escobedo Nuevo León, se marcha de su hogar para seguir a sus Tigres a Montevideo. De un cochinito saca 233 pesos que han sido los ahorros que han sobrevivido a la tormenta de gastos mensuales. Afuera de su casa lo espera una vieja Brasilia modelo 1982, herencia de su padre, conservada por haber sido fabricada en el año del mítico campeonato.

Su mujer y sus hijos lo miran en silencio. Tomás Jerónimo San Mateo enciende la Brasilia que emite estertores agónicos de motor a punto de fallecer. Mofle colgando, un cuarto de gasolina y 233 pesos en la cartera amarrilla son sus armas para llegar por tierra dentro de dos semanas a las puertas del Estadio Centenario de Montevideo.

Tomás nunca ha viajado mucho. Sus máximas travesías han sido a Torreón y a Ciudad Victoria para ver partidos de Tigres contra Santos y Correcaminos. Nunca ha estado más de 300 kilómetros alejado de Monterrey, pero sabe que Montevideo está en América y luego entonces se puede llegar por tierra. Cuelga la vieja bandera en una ventana de la Brasilia y en el último instante, Fekete, su viejo perro de raza indefinida salta al asiento del copiloto.

Lanza una última mirada a su mujer antes de enfilar la Brasilia rumbo a la Carretera Nacional, esa que lleva a Villa de Santiago y a Linares pues sabe que eso es el Sur y para allá supone que debe quedar Montevideo.

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Tarde de fútbol (Mercedes Luna Fuentes - México)


Tira un autogol en la cancha de lujo del municipio
frente a su novia
sobre el pasto súper verde y bien podado
con los tachones oscuros regalo de un partido.

Tira un autogol
frente a la cuadrilla de limpieza que brinca
avienta sus escobas y cachuchas.

Tira un auto gol
pita el árbitro lo besan los contrarios
lo empujan sus compañeros
lo patea la afición.

Banderines en el suelo
botellas frituras
sobre bilis sobre orines y cigarros.

¡Quiero más! grita grita un pordiosero
que deambula
entre la poca afición tumbada
borracha de tropezones.

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El Barcelona de Guardiola cumple con todos los sueños del fútbol.

(JUAN VILLORO, escritor mexicano)

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De once pasos -Crónica deportiva para una vida fuera de las canchas- (César Cruz García - México)


Para José, ángel sin cielo pero con imaginación suficiente para crearlo.



"Este era un hombre entre muchos otros, pero se decía que tenia habilidades superiores a los demás. Siempre hay que demostrar en el campo de juego quien es el dueño del balón ¿quién es el dueño del balón?"

I - Época de contrataciones

La época de contrataciones, demostraba quien era el dueño del balón, cada equipo con sus nuevos jugadores prometía alcanzar el campeonato. Yo no me preocupaba, cada inicio de campaña mi lugar estaba seguro en el "América" el más querido o el más odiado pero del que más se hablaba ¡Yo fui campeón hace dos torneos cortos! La estrella, el goleador, nuestros seguidores le obsequiaban a sus hijos mi nombre ante el registro civil, nunca pensé en demandarlos ante derechos de autor pero... Esté torneo sería extraño algunos seleccionados nos iríamos antes de que este termine. Los nombres aparecieron uno a uno en la pantalla del hotel, no me gusta ver la cara de los compañeros, algunos tenían que dejar la capital y cambiare la escuela de los hijos, su casa, sus amigos, como gitanos en lo ancho y largo del país (algunos nombres y estaré en la playa). Acapulco puerto en el cual la mayoría estábamos en la espera de un poco de sol. La pantalla con nombres de los "peces gordos" ¡un momento ahí estaba yo! Nunca hay que leer nuestro nombre y pronunciarlo para ser escuchado por uno mismo. Adrián "Bazuca" Rodríguez, un sinfín de datos: logros, estadísticas, el equipo: Guadalajara, compra definitiva. Los ojos, el llanto (tal vez el calor), tengo que buscar a los representantes del "América". Siempre hay que demostrar en el campo de juego quien es el dueño del balón ¿quién es el dueño del balón?

II - Recorte de diario deportivo
Segunda final de fútbol mexicano. Juego de ida.

"El 0 a 0 jugo a favor nuestro"

¡Déjenme aprender a quererla!
Estas fueron las palabras que dije al momento de venir a este equipo que me ha recibido con los brazos abiertos. He luchado con los seguidores para ser aceptado como una "Chiva" más, este equipo que tiene de adeptos un 50% más uno (yo) este 0 a 0 juega a nuestro favor siendo que para la vuelta somos locales, como goleador de esta campaña prometo anotar tres goles al "América", y si no que la porra me lo demande, gracias a Ricardo Lavolpe por dejar que yo y el portero de ellos (América) seamos los únicos que nos encontremos aun luchando por el campeonato, no se preocupen el domingo mismo salgo para Alemania, que se preparen porque seremos campeones del mundo.

Víctor Severiano, Récord.


III - Crónica de la gran final

El estadio repleto gracias a la adrenalina de una final esperada, el partido no desentonaba adornado con acciones de buen fútbol, 3 a 2 el marcador global que lucia poderosamente vivo ante la igualada de un marcador de 0 a 0 (en el partido de ida) que poco presagiaba, pero que ahora nos presentaba la emoción de ida y vuelta del equipo local "Chivas" que lucia casi finiquitado al faltar no más de 3 minutos, más lo que agregara él arbitro (no sé a perdido tiempo argumentaría el equipo visitante), descolgada del equipo local que nace del ímpetu del portero Fernando Areas que realiza un servicio largo (siempre buscando al compañero mejor colocado), el "Rocambole" Saucedo (el mejor pasador del campeonato en curso) sólo cabecea para colocar en inmejorable posición al "bazuca" Rodríguez que observa al portero como se acerca valiente directo al balón (quiere su tercer gol), pero por esos extraños momentos del "juego del hombre" que nos muestran que tan pequeña es la distancia entre el error y el acierto, él arbitro marca penal (se supone y sólo se supone que el "nazareno" debe expulsar al arquero, por su artero accionar), castigo desde "los once pasos", la tribuna salta demostrando la pasión que no les cabe en los asientos (celebran, lloran, se quitan la camiseta, pero nunca se ruborizan ante la atrayente figura de una espectadora completamente desnuda), el "bazuca" Rodríguez aun mareado pide el balón, desde la banca el viejo entrenador Garza grita al mismo tiempo que levanta un rápido inventario del tiempo faltante (basta recordar que hasta el último minuto tiene 60 segundos): Dénsela al muchacho (se dice que el técnico es un segundo padre para cada jugador dentro de un club); él arbitro dialoga con los dos únicos actores de este prometedor castigo, portero y tirador (los nervios insensatos brincotean entre los dos que se observan como si fuera la primera vez que lo hicieran), se miran a los ojos sin hablar ya que las palabras estarán seguramente aun lado del recoge balones o de la crónica en los diarios del día siguiente (el periodista y el narrador extrañamente siempre saben lo que dicen entre dientes los actores del encuentro), el "bazuca" se prepara recordando toda esa experiencia adquirida gracias a las dos horas que practica los penales después de cada entrenamiento, no toma mucho impulso y aun así el balón sale con una fuerza tremenda atestiguando a favor del apodo del tirador, siente miedo el portero (y es natural), entre cierra los ojos, tal vez se adelanta un pequeño paso para amortiguar el impacto (es comprensible ya que los expertos opinan que casi siempre un penalti bien cobrado es gol); Quizás fue suerte o la juventud experimentada del portero pero sus guantes nos indican que esta vez el balón no entraría, el "bazuca" cae herido por su propio error (es testigo presencial el pasto, que recibe un puñetazo colérico), él arbitro silba para indicar que todos los honores pertenecen al campeón "América" y el olvido se queda con el sub campeón "Chivas".

IV - El ídolo pierde algo más que el juego

¿Cuánto lleva así?, creo que desde el silbatazo final, se desvaneció en pleno campo de juego y golpeo a todo aquel que se acercaba repitiendo: "Esa pelota estaba dentro". Bien señorita enfermera manténgalo bajo vigilancia medica y dígale al Dr. Robles que le administre estas ampolletas y sobretodo que descanse: ya que hay que descartar un cuadro de estrés, si Doctor ¿usted cree que se recupere, digamos para el Mundial? Confiemos en su juventud y en llegar al punto en el cual él mismo sea capaz de ayudarse. En un cuarto con paredes acolchonadas donde viven los sueños apresados entre realidad y locura, el "bazuca" Rodríguez mira hacia algún punto, tal vez tratando de encontrar una respuesta. La afición olvida los viejos fracasos cuando los nuevos logros colman la cancha, pero los ídolos pueden quedarse atrapados a una distancia de once pasos.

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Habíamos preparado el partido para ganar 5-0; lamentablemente ese gol nos perjudicó.

(HUGO SÁNCHEZ, entrenador de la selección mexicana Sub-23, el 16 de Marzo de 2008, tras la victoria ante Haití por 5 a 1, con lo que se quedó a un gol de clasificar a los Juegos Olímpicos de Pekín)

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Buba (Roberto Bolaño - Chile)




para Juan Villoro

La ciudad de la sensatez. La ciudad del sentido común. Así llamaban a Barcelona sus habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad bonita y yo creo que me acostumbré a ella desde el segundo día (decir el primer día sería una exageración), pero los resultados no acompañaban al club y la gente como que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa, hablo por experiencia, al principio los aficionados te piden autógrafos, te esperan en las puertas del hotel para saludarte, no te dejan en paz de tan cariñosos que son, pero luego enhebras una racha de mala suerte con otra y ahí mismo te empiezan a torcer el gesto, que si eres un flojo, que si te pasas las noches en las discotecas, que si te vas de putas, ustedes ya me entienden, la gente empieza a interesarse por lo que cobras, se especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que públicamente te llama ladrón o algo mil veces peor.

En fin, estas cosas pasan en todas partes, a mí personalmente ya me había sucedido algo parecido, pero entonces mi condición era la de nacional, jugador de la casa, y ahora mi condición era la de extranjero, y la prensa y los aficionados siempre esperan un plus extra de los extranjeros, para eso los han traído, ¿no?

Yo, por ejemplo, como todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo. Cuando jugaba en Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una media de diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue asqueroso, al tercer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de ligamentos y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue lenta y trabajosa, para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme más solo que la una. Ésa es la verdad.

Gastaba una fortuna en llamadas a Santiago y lo único que conseguía era preocupar a mi mamá y a mi papá, que no entendían nada. Así que un día decidí irme de putas. No lo voy a negar. Ésa es la verdad. En realidad lo único que hice fue seguir el consejo que un día me dio Cerrone, el arquero argentino. Cerrone me dijo: "chico, si no tienes nada mejor que hacer y los problemas te están matando, consulta a las putas". Qué buena persona era Cerrone. Por aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y acababa de llegar al Gimnasia y Esgrima.

Cerrone ya andaba por los treinta y cinco o por los cuarenta, su edad era un misterio, y entre los veteranos era el único que todavía estaba soltero. Algunos decían que Cerrone era raro. Eso me retrajo al principio en mi trato con él. Yo era un muchacho más bien tirado a tímido y pensaba que si conocía a un homosexual éste iba a querer acostarse conmigo al tiro. En fin, puede que lo fuera, puede que no lo fuera, lo único cierto es que una tarde en que yo estaba más deprimido que nunca, me cogió aparte, era la primera vez que hablábamos, podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a llevar a conocer algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de esa salida.

El departamento estaba en el centro y mientras Cerrone se quedaba en el living tomando unas copas y viendo un programa nocturno en la tele, yo me acosté por primera vez con una argentina y la depresión comenzó a amainar. A la mañana siguiente, mientras volvía a mi casa, supe que todo mejoraría y que mi carrera en el fútbol argentino aún me iba a deparar muchas tardes de gloria. Las depresiones eran inevitables, me dije, pero Cerrone me había dado el remedio para atenuarlas.

Y eso fue lo que hice en mi primer club europeo: salí de putas y así fui capeando la lesión, el periodo de recuperación, la soledad. ¿Que si me acostumbré? Puede que sí, puede que no, no soy quién para emitir un juicio tan rotundo. Allí las putas son unos verdaderos bombones, las putas de categoría, quiero decir, además de ser en líneas generales unas chicas bastantes inteligentes y preparadas, así que aficionarse a ellas, lo que se dice aficionarse, pues tampoco es tan difícil.

En resumen, que me dio por salir de noche, incluso los domingos, cuando había partido y lo que se esperaba de nosotros, los lesionados, era que estuviéramos allí, en las gradas, convertidos en hinchas de lujo. Pero así uno no se cura de las lesiones y yo prefería pasarme las tardes de los domingos en alguna sala de masaje, con mi whisky y una o dos amigas a cada lado, hablando de cosas más serias. Al principio, por supuesto, nadie se dio cuenta. No era yo el único que estaba lesionado, debíamos de ser unos seis o siete los que estábamos en el dique seco, la mala racha parecía cebarse con nuestro club. Pero luego, claro, nunca falta el periodista culiado que te ve salir de una discoteca a las cuatro de la mañana y ahí se acabó el asunto. En Barcelona, que parece tan grande y tan civilizada, las noticias vuelan. Quiero decir: las noticias futbolísticas.

Una mañana me llamó el entrenador y me dijo que se había enterado de que estaba llevando un ritmo de vida impropio de un deportista y que eso se tenía que acabar. Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había sido una canita al aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa podía hacer mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba pena abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones?

Además, como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me tenía por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me servía. Pero entonces entraron los burócratas del club y me dijeron: "oiga, Acevedo, esto tiene que acabar, usted está resultando un mal ejemplo para la juventud y una pésima inversión de nuestra sociedad, en donde sólo trabajan hombres serios, así que a partir de ahora se acabaron las salidas nocturnas, usted verá". Y luego, sin decir agua va, me encontré de golpe con una multa que podía pagar, claro, pero que puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a mi tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su casa. Pero estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet y entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse a dormir la siesta.

Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y antes me había echado entre pecho y espalda una fideuà, un plato típico de Barcelona que ya había probado y que me encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna, y que estaba recorriendo con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la primera estatua del Che que hubo en América, exceptuando Cuba, y eso era lo que me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la estatua y de todos los atentados que sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la volaron definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por aquí debe estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un claro rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una mano en el hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio del claro, un pedestal de cemento de color gris clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y empecé a rodear lentamente el pedestal.

Entonces lo vi: al otro lado había un negro en pelotas haciendo unos dibujos en la tierra y yo supe al tiro que ese negro era Buba, mi compañero de club y mi compañero de departamento, aunque, sí quieren que les diga la verdad yo a Buba sólo lo había visto en un par de fotos, yo y todos los demás compañeros, y nadie se hace una idea cabal de una persona sí sólo la ha visto en la prensa y además de pasada. Pero era Buba, de eso no me cupo la menor duda. Y entonces yo pensé: rechuchas, debo de estar soñando, no estoy en Chile no estoy en La Cisterna, mi padre no me ha traído a ninguna plaza y este huevón calato no es Buba, el mediopunta africano recién contratado por nuestro club.

Justo cuando acababa de pensar lo anterior el negro levantó la mirada y me sonrió, dejó el palito con el que estaba haciendo unos dibujos en la tierra amarilla (ésa sí una tierra completamente chilena) y de un salto se puso de pie y me tendió la mano, ¿tu eres Acevedo?, dijo, "me alegro de conocerte, flaco", eso dijo. Y yo pensé; tal vez estamos de gira. ¿Pero de gira por dónde?
¿Estábamos haciendo una gira por Chile? Imposible. Y entonces nos dimos la mano y Buba me la estrechó muy fuerte y no me la soltó, y mientras me estrechaba la mano yo miré el suelo y vi los dibujos en la tierra, garabatos no más, qué otra cosa iba a ser, pero como que le encontré el hilo a la cuestión, no sé si me explico, los garabatos tenían sentido, es decir, no eran garabatos, eran otra cosa. Y entonces yo me quise agachar y ver los dibujos más de cerca, pero la mano de Buba que estrechaba mi mano me lo impidió, y cuando quise soltarme (ya no para ver los dibujos sino más bien para alejarme de él, para tomar mis distancias, porque sentí algo parecido al miedo) no pude hacerlo, la mano de Buba, su brazo, parecían los de una estatua, una estatua recién hecha, y mi mano había quedado empotrada en ese material que por momentos parecía barro y por momentos parecía lava ardiente.

Creo que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura, algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta, así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido, la volvía a cerrar.

El resto del día lo pasé solo, sentado delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso, pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closer había puesto la ropa, ropas deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me afeito con máquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja), una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una esponja de color tierra muy grande.

A las nueve de la noche apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos, aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca. Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club, ése fui yo.

Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil. Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba, lavaba sus propios platos, hacía la cama, en fin, lo de siempre. Por las noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.

Cuando me quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas debuta no me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuche, al segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas, haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película de Van Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba estuvieran matando al alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que los gritos provenían del radiocasette. Después los ruidos se apagaron, solo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona, el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen. Hasta ahí aguanté.

Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle. Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música (en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.

El resto, la cotidianidad, como se suele decir, era apacible. Buba acababa de llegar y aún no había jugado ni un partido como titular. El club, en aquel tiempo, tenía un superávit de jugadores que para qué les voy a contar. Estaba Antoine García, el líbero francés. Estaba Delève, el delantero belga, Neuhuys el defensa central holandés, Jovanovic, delantero yugoslavo, el argentino Percutti y el uruguayo Buzatti, mediocampistas, además de los españoles, entre los que teníamos a cuatro jugadores de la selección nacional. Pero las cosas nos iban mal y después de diez jornadas desastrosas estábamos a mitad de la tabla, más bien tirando para abajo que para arriba.

La verdad, a Buba no sé por qué no lo ficharon. Supongo que lo hicieron para acallar las críticas casa vez más acerbas de nuestros propios aficionados, pero al menos en teoría fue una cagada completa. Lo que todo el mundo esperaba era un fichaje de urgencia para cubrir mi lugar, es decir lo que todo el mundo esperaba era que ficharan a un extremo, no a un mediocampista porque en esa la posición ya estaba Percutti, pero los directivos suelen ser bastante imbéciles en todas partes y cogieron lo primero que tuvieron a mano y entonces apareció Buba. Muchos pensaron que el plan era hacerlo jugar un tiempo con el segundo equipo, un segundo equipo que por aquellas fechas estaba hundido en la Segunda División B, pero el representante de Buba dijo que de eso nada, que el contrato era bien claro al respecto: o Buba jugaba con el primer equipo o no jugaba.

Así que allí estábamos los dos, en nuestro departamento cerca del campo de entrenamiento, él calentando banquillo todos los domingos y yo reponiéndome de mi lesión y sumido en una melancolía que para qué les cuento. Y los dos éramos los más jóvenes, como ya les he dicho, y si no lo he dicho lo digo ahora, aunque sobre eso también se especuló un rato. Yo entonces tenía veintidós años y eso estaba claro. De Buba decían que tenía diecinueve, y por descontado no faltó el periodista gracioso que dijo que nuestros directivos habían sido engañados, que en el país de Buba los certificados de nacimiento eran a la carta, que en realidad Buba no sólo parecía tener más edad sino que, en efecto, la tenía, y que en resumidas cuentas el fichaje había sido un timo.

La verdad es que yo no sabía a qué carta quedarme. En el día a día, por lo demás, vivir con Buba no era nada pesado. A veces, por las noches, se encerraba en su dormitorio y ponía su música de gritos y de gemidos, pero uno a todo se acostumbra. A mí también me gustaba ver la tele con el sonido muy alto, hasta altas horas de la madrugada, y Buba, que yo sepa, nunca se quejó por eso. A l principio la comunicación no era muy fluida, por cuestiones de idioma, y más bien nos comunicábamos con gestos. Pero luego Buba aprendió algo de castellano y algunas mañanas, mientras desayunábamos, incluso hasta hablábamos de películas, que siempre ha sido uno de mis temas favoritos, aunque la verdad es que Buba no era muy conversador y tampoco le interesaba demasiado el cine.

En realidad, ahora que lo pienso, Buba era bastante callado. Y no es que fuera tímido ni que temiera meter la pata, Herrera, que sabía hablar inglés, una vez me dijo que lo que le pasaba era que no tenía nada que decir. El loco Herrera. Qué simpático que era Herrera. Y un buen amigo, además. Cuántas veces salimos todos juntos. Herrera, Pepito Vila, que también era canterano, Buba y yo. Pero Buba siempre en silencio, mirándolo todo como si estuviera y no estuviera, y aunque a veces Herrera lo cogía por su cuenta y se largaba a hablar en inglés con él, un inglés fluido en de Herrera, el negro siempre se iba por las ramas, como si le diera pereza explicar cosas de su infancia y de su patria, menos aún de su familia, al grado de que Herrera estaba convencido de que a Buba algo malo le tenía que haber ocurrido cuando era niño, por su reiterada negativa a referir el más mínimo detalle íntimo, como si hubieran arrasado su aldea, decía Herrera, que era y es de izquierdas, como si hubiera presenciado en vivo y en directo la muerte de sus padres y hermanos y pretendiera borrar de su cabeza todos esos años, algo bastante lógico si las presunciones de Herrera hubieran sido ciertas, pero en realidad, y eso yo siempre lo supe, lo intuí, Herrera se equivocaba, Buba hablaba poco porque él era así, y eso era lo que importaba, más allá de una infancia o adolescencia atroz o agradable: la vida de Buba estaba rodeada de misterio porque Buba era así, eso era todo.

En todo caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club, cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.

Cuando se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital), Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por supuesto, no contábamos.

Al poco rato oímos una música salvaje que salía del lavabo A Herrera ya le había contado de los gustos musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento con su radiocasette infernal, pero él nunca lo había escuchado en directo.

Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto, dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor, pero no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un olor a rancio. Olía a humedad, a setas y hongos. Olía raro.

Yo, lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso, los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí, de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas, al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido. Como si el aire que nos rodeara se hubiera condensado y nosotros nos hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que sentí. Y luego Buba se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y la mía.

Creo que Herrera se rió, no mucho, solo un poquito. Y luego alguien apagó la televisión, no recuerdo quién, tal vez Herrera, tal vez yo. Y Buba dijo que lo podía conseguir, que sólo necesitaba las gotas de sangre y nuestro silencio. ¿Qué es lo que puedes conseguir? dijo Herrera. El partido, dije yo. No sé cómo lo supe, pero lo cierto es que lo supe desde el primer momento. El partido, sí, dijo buba. Y entonces Herrera y yo nos reímos y tal vez nos miramos, Herrera estaba sentado en un sillón y yo a los pies de mi cama y Buba esperaba sentado humildemente en la cabecera de su cama.

Creo que Herrera hizo unas preguntas. Yo también hice un a pregunta. Buba respondió con cifras. Levantó su mano izquierda y nos mostró tres dedos, el medio, el anular y el meñique. Dijo que no perdíamos nada con probar. El pulgar y el índice los tenía cruzados, como si formaran un lazo o una horca en donde un animal diminuto se asfixiaba.

Predijo que Herrera iba a jugar. Habló de responsabilidad con los colores de la camiseta y también habló de oportunidad. Su castellano seguía siendo deficiente.
Lo siguiente que recuerdo es que Buba volvió a entrar en el lavabo y que cuando salió llevaba un vaso y su navaja de afeitar. No nos vamos a pinchar con eso, dijo Herrera. La navaja es buena, dijo Buba. Con tu navaja no, dijo Herrera. ¿Por qué no?, dijo Buba. Porque no nos sale de los cojones, dijo Herrera. ¿O no? Me miraba a mí. No, dije yo. Yo me pincho con mi propia máquina de afeitar. Recuerdo que cuando me levanté para ir al baño las piernas me temblaban. No encontré mi maquinilla, probablemente la había olvidado en el departamento, así que cogí la que el hotel ponía a disposición de los clientes. Herrera aún no había vuelto y Buba parecía dormido, sentado en la cabecera de su cama, aunque cuando cerré la puerta levantó la cabeza y me miró sin decir nada.

Permanecimos en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era Herrera. Nos sentamos los dos en mi cama. Buba se sentó enfrente, en la suya, y sostuvo el vaso en medio de las dos camas. Luego, con un gesto rápido, levantó uno de los dedos de la mano que sostenía el vaso y se hizo un corte limpio. Ahora tú, le dijo a Herrera, que cumplió el trance armado con un pequeño alfiler de corbata, el único objeto punzocortante que había encontrado. Después me tocó mi turno. Cuando quisimos ir al baño a lavarnos las manos Buba nos adelantó. ¡Déjame entrar, Buba!, le grité a través de la puerta. Por única respuesta oímos otra vez la música que unos minutos antes Herrera había calificado de manera un tanto apresurada (o eso me parecía ahora) como música étnica.

Esa noche tardé en irme a dormir. Estuve un rato en la habitación de Buzatti y luego me fui al bar del hotel, en donde ya no quedaba ningún jugador despierto. Pedí un whisky y me lo tomé en una mesa desde la que se apreciaban con nitidez las luces de Barcelona. Al cabo de un rato sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me sobresalté. Era el entrenador, que tampoco podía dormir. Me preguntó qué hacía despierto a esas horas. Le dije que estaba nervioso. Pero si tú mañana no juegas, Acevedo, dijo él. Peor todavía, dije yo.

El entrenador miró la ciudad, asintiendo, y se frotó las manos. ¿Qué estás bebiendo?, preguntó. Lo mismo que usted, dije. Ah, vaya, dijo él, eso es bueno para los nervios. Después el entrenador se puso a hablar de su hijo y de su familia, que vivían en Inglaterra, pero sobre todo de su hijo, y luego los dos nos levantamos y dejamos nuestros vasos vacíos en la barra.
Al entrar en mi habitación Buba dormía plácidamente en su cama. Normalmente no hubiera encendido la luz, pero esta vez lo hice. Buba ni se movió. Fui al lavabo: todo estaba en orden. Me puse el pijama y me acosté y apagué la luz. Durante unos minutos estuve escuchando la respiración acompasada de Buba. No recuerdo en qué momento me quedé dormido.

Al día siguiente ganamos por tres a cero. El primer gol lo marcó Herrera. Era el primero que marcaba aquella temporada. Los otros dos los hizo Buba. La prensa deportiva, un poco reticente, hablaba de cambio sustancial en nuestro juego y destacaba el gran partido realizado por Buba. Yo vi el partido. Yo sé lo que realmente ocurrió. En realidad, Buba no jugó bien. El que jugó bien fue Herrera y Delève y Buzatti. La línea medular del equipo. En realidad, Buba estuvo como ausente durante buena parte del partido. Pero marcó dos goles y eso era suficiente.

Ahora tal vez debería decir algo acerca de los goles. El primero (que fue el segundo del encuentro) se produjo tras un córner que sirvió Palau. Buba, en medio del barullo, metió la pierna y marcó. El segundo fue extraño: el equipo rival ya había aceptado la derrota, corría el minuto 85, todos los jugadores estaban cansados, los nuestros probablemente más, el tono del partido era francamente conservador, y entonces alguien le pasó la pelota a Buba, con la esperanza, digo yo, de que la devolviese o la retrasara, pero Buba corrió por su banda, mucho más rápido de lo que había estado en el resto del partido, se acercó a unos cuatro metros del área grande y cuando todos esperaban que centrara soltó un tiro que sorprendió a los dos defensas que tenía delante y al arquero, un tiro con un chanfle como yo no había visto nunca, un disparo endemoniado propio sólo de los jugadores brasileños, que se coló por la escuadra derecha de la portería contraria y que puso a todos los espectadores de pie.

Esa noche, después de celebrar la victoria, hablé con él. Le pregunté por la magia, por el hechizo, por la sangre en el vaso. Buba me miró y se puso serio. Acerca tu oreja, dijo.
Estábamos en una discoteca y apenas nos oíamos. Buba me susurró unas palabras que al principio no entendí. Probablemente yo ya estaba borracho. Luego alejó su boca de mi oreja y me sonrió. Tú pronto podrás marcar goles mejores, dijo. De acuerdo, perfecto, dije yo.

A partir de entonces todo se encarriló. El siguiente partido lo ganamos cuatro a dos, y eso que jugábamos en campo contrario. Herrera marcó un gol de cabeza, Delève uno de penalti, y Buba marcó los otros dos, que fueron rarísimos, o eso me pareció a mí, que conocía la historia y que antes del viaje, al que no fui, participé junto con Herrera en la ceremonia de los dedos cortados y del vaso y de la sangre.

Tres semanas después me convocaron y reaparecí en la segunda parte, en el minuto 75. Jugábamos en la casa del líder y ganamos uno a cero. El gol lo marqué yo en el minuto 88. El pase me lo dio Buba o eso fue lo que pensó todo el mundo, aunque yo tengo algunas dudas. Sólo sé que Buba se escapó por la banda derecha y yo eché a correr por la izquierda. Había cuatro defensas, uno detrás de Buba, dos en el medio y uno a unos tres metros de donde corría yo. Entonces ocurrió algo que aún no sé explicarme.

Los defensas centrales parecieron clavarse en sus posiciones. Yo seguí corriendo con el lateral derecho de ellos pegado a mis talones. Buba se acercó al área con el lateral izquierdo que tampoco se le despegaba. Entonces hizo una finta y centró. Yo me metí en el área sin ninguna posibilidad de darle a la pelota, pero entre que los centrales estaban como despistados o como repentinamente mareados y el efecto rarísimo que cogió el balón, lo cierto es que milagrosamente me vi dentro del área, con la pelota controlada y el portero de ellos que salía y el lateral derecho pegado a mi hombro izquierdo sin saber si hacerme una falta o no, y entonces simplemente chuté y marqué el gol y ganamos.

El domingo siguiente fui titular indiscutible. Y a partir de entonces empecé a marcar más goles que nunca en mi vida. Y Herrera también tuvo una racha goleadora. Y todo el mundo adoraba a Buba. Y también nos adoraban a Herrera y a mí. De la noche a la mañana nos convertimos en los reyes de la ciudad. Todo nos sonreía. El club inició una ascensión imparable. Ganábamos y ganábamos.

Y nuestro rito de la sangre siguió repitiéndose indefectiblemente antes de cada partido. De hecho, a partir de la primera vez, Herrera y yo nos compramos navajas de afeitar parecidas a la que tenía Buba y cada vez que íbamos a jugar fuera lo primero que metíamos en nuestro equipaje eran las navajas, y cuando jugábamos en casa nos reuníamos la noche anterior en nuestro departamento (porque ya no nos concentraban en los partidos como locales) y realizábamos la sesión y Buba recogía su sangre y la nuestra en un vaso y luego se encerraba en el baño y mientras escuchábamos la música que salía de allí Herrera se ponía a hablar de libros o de obras de teatro que había visto y yo me quedaba callado y asentía a todo, hasta que Buba reaparecía y nosotros lo mirábamos como preguntándole si todo estaba en orden y Buba entonces nos sonreía y se metía en la cocina a buscar el estropajo y el cubo de agua y volvía luego al baño, en donde se estaba por lo menos un cuarto de hora arreglándolo todo, y cuando nosotros entrábamos en el baño todo estaba igual que antes, y a veces, cuando me iba con Herrera a una discoteca y Buba no venía (porque a Buba no le gustaban demasiado las discotecas), Herrera se ponía a hablar conmigo y me preguntaba qué creía yo que hacía Buba con nuestra sangre en el baño, porque lo cierto es que cuando Buba desocupaba el baño ya no había rastros de sangre por ningún lado, el vaso que la había contenido estaba reluciente, el suelo limpio, vaya, el baño parecía como cuando venía la señora a hacernos la limpieza, y yo le decía a Herrera que no sabía, que no tenía idea de lo que hacía Buba cuando se encerraba allí, y Herrera me miraba y decía: si yo viviera con él me daría miedo, y yo miraba a Herrera como diciéndole: ¿lo dices en serio o estás de broma?, y Herrera decía: estoy de guasa, Buba es nuestro amigo, gracias a él ahora estoy en la selección, gracias a él nuestro club va a ser campeón, gracias a él la gloria nos sonríe, y eso era verdad.

Por lo demás, yo nunca le tuve miedo a Buba. A veces. Mientras veíamos la tele en nuestro departamento antes de irnos a dormir, me lo quedaba mirando con el rabillo del ojo y pensaba en lo extraño que era todo. Pero no pensaba mucho rato en esto. El fútbol es extraño.

Finalmente aquel año que empezamos tan mal fuimos campeones de Liga y paseamos por el centro de Barcelona entre una multitud enfervorecida y hablamos desde el balcón del ayuntamiento a otra multitud enfervorecida que coreaba nuestros nombres y ofrecimos el título a la virgen de Montserrat, del monasterio de Montserrat, una virgen negra como Buba, esto parece mentira pero es verdad, y dimos entrevistas hasta que ya no pudimos hablar. Las vacaciones las pasé en Chile. Buba se fue a África. Herrera se marchó al Caribe con su novia.

Nos encontramos en la pretemporada, en el centro deportivo del este de Holanda, cerca de una ciudad fea y gris que me hizo tener los peores presentimientos.

Todos estaban allí, menos Buba. No sé qué problema había tenido en su país de origen. Herrera parecía agotado aunque exhibía un bronceado de deportista de élite. Me dijo que había pensado en casarse. Yo le expliqué mis vacaciones en Chile, pero, como ustedes saben, cuando en Europa es verano en Chile es invierno, así que mis vacaciones no habían sido muy lucidas. La familia estaba bien. Poco más. La tardanza de Buba nos intranquilizó. No queríamos reconocerlo, pero estábamos intranquilos. De repente sentimos, tanto Herrera como yo, que sin él estábamos perdidos. Por el contrario, nuestro entrenador contribuyó a quitarle hierro a la impuntualidad de Buba.

Una mañana, después de un vuelo que hizo escalas en Roma y Frankfurt, el negro se reintegró en el equipo. Loa partidos de pretemporada, sin embargo, fueron pésimos. Nos ganó un equipo de la Tercera División holandesa. Empatamos con el equipo de aficionados de la ciudad donde residíamos. Ni Herrera ni yo nos atrevíamos a pedirle a Buba el rito de la sangre, aunque nuestras navajas estaban listas.

De hecho, y esto tardé en comprenderlo, parecía como si tuviéramos miedo de pedirle a Buba un poco de su magia. Por supuesto seguíamos siendo amigos y en alguna ocasión fuimos juntos a una discoteca holandesa, pero de sangre no hablábamos sino de los chismes que circulan en pretemporada, los jugadores que cambiaban de equipo, los nuevos fichajes, la Liga de Campeones que íbamos a jugar ese año, los contratos que se acababan o que tenían que ser mejorados. También hablábamos de películas y de las vacaciones que ya habían terminado y Herrera, sólo Herrera, hablaba de libros, entre otras cosas porque era el único que leía.

Después volvimos a la ciudad y yo volví a encontrarme solo con Buba y con nuestra cotidianidad en aquel departamento enfrente de los campos de entrenamiento, y luego empezó la Liga, en primer partido, y la noche antes apareció Herrera por nuestra casa y encaró la situación. Le dijo a Buba que qué pasaba. ¿No iba a haber magia ese año? Y Buba sonrió y dijo que no era magia. Y Herrera dijo qué coño es entonces. Y Buba se encogió de hombros y dijo que era algo que sólo él entendía. Y luego hizo un gesto como quitándole importancia al asunto. Y Herrera dijo que él quería más, que él creía en Buba, fuera lo que fuera lo que éste hacía. Y Buba dijo que estaba cansado y cuando dijo eso yo lo miré a la cara y no me pareció en modo alguno un tipo de diecinueve o veinte años sino un jugador de más de treinta que ya le ha exigido demasiado a su cuerpo. Y Herrera, contra lo que yo esperaba, aceptó las palabras de Buba con una actitud admirable. Dijo: "pues no se hable más del asunto, os invito a cenar". Así era Herrera. Buen tipo.

De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión (pero es que otra no hay), dispuestos a comernos el mundo aunque en nuestro fuero interno teníamos bastantes dudas (sobre todo Herrera y yo) de que efectivamente fuéramos a comernos nada. Y mientras estuvimos allí no se dijo nada de magia ni de sangre: hablamos de películas, de viajes, pero no de viajes de trabajo sino de viajes de placer, y de poco más.

Y cuando salimos del restaurante, no sin antes haberle firmado autógrafos a los camareros y al cocinero y a los pinches de cocina, nos pusimos a caminar durante un rato por las calles vacías de la ciudad, esa ciudad tan bonita, la ciudad de la sensatez y del sentido común como la llamaban algunos exaltados, pero que también era la ciudad del resplandor en donde uno se sentía bien consigo mismo y para mí ahora es la ciudad de mi juventud, bueno, como decía, nos pusimos a caminar por calles de Barcelona, porque un deportista sabe que después de una cena copiosa lo mejor es estirar las piernas, y entonces, cuando ya llevábamos un rato dando vueltas y viendo los edificios iluminados (obra de grandes arquitectos que Herrera nombraba como si los hubiera conocido personalmente), Buba dijo con una sonrisa más bien triste que si queríamos podíamos volver a repetir la experiencia del año pasado.

Ésa fue la palabra que empleó. Experiencia. Herrera y yo nos quedamos callados. Luego volvimos al parking, nos subimos a mi coche y enfilamos hasta nuestro departamento sin decir una sola palabra. Yo me hice el corte con mi navaja. Herrera empleó un cuchillo de la cocina. Cuando Buba salió del baño nos miró y por primera vez, mientras iba a buscar el estropajo y el cubo de agua a la cocina, no dejó la puerta cerrada. Recuerdo que Herrera se levantó pero acto seguido volvió a sentarse. Luego Buba se encerró en el baño y cuando salió todo estaba como antes. Yo propuse celebrarlo tomándonos un último whisky. Herrera aceptó. Buba dijo que no con la cabeza. Ninguno tenía ganas de hablar, supongo, porque el único que dijo algo fue Buba. Dijo: "esto no es necesario, ya somos ricos". Eso fue todo. Después Herrera y yo nos bebimos nuestros whiskys de un solo trago y nos fuimos todos a dormir.

Al día siguiente empezamos la Liga ganando seis a cero. Buba marcó tres goles, Herrera uno, yo dos. Fue una temporada gloriosa, a mí me parece mentira que la gente se acuerde, porque ya ha pasado mucho tiempo, pero si lo pienso bien, si hago funcionar la memoria, me resulta lógico (perdonen la vanidad) que todavía no haya caído en el olvido la segunda y última temporada que jugué con Buba en Europa. Ustedes vieron los partidos por televisión. Si hubieran vivido en Barcelona se vuelven locos. Ganamos la Liga con más de quince puntos de ventaja y fuimos campeones de Europa sin haber perdido ni un solo partido, sólo el Milán nos empató en San Siro y el Bayern sacó el otro empate en su casa. El resto, puras victorias.

Buba se convirtió en la estrella del momento, goleador en la Liga Española y en la Liga de Campeones, su cotización subió por encima de las nubes. A mitad de temporada su agente intentó renegociar la ficha a más del triple de su monto anual y el club se vio obligado a venderlo a la Juve a principios de la pretemporada siguiente. Herrera también se convirtió en un jugador ambicionado por muchos clubes. Pero como era canterano, es decir casi se había criado en las categorías inferiores de nuestro club, no quiso irse, aunque a mí me consta que tuvo ofertas del Manchester, en donde hubiera ganado más. A mí también me llovieron las ofertas, pero después de dejar marchar a Buba el club no podía darse el lujo de desprenderse de mí y me arreglaron la ficha y me quedé.

Para entonces ya había conocido a una catalana, que no tardaría en ser mi esposa, y yo creo que esto influyó en mi decisión de no marcharme. No me arrepiento de haberlo hecho. Aquella temporada volvimos a ser campeones de la Liga Española, pero en la Liga de Campeones nos enfrentamos en semifinales con el equipo de Buba y fuimos eliminados.

En Italia nos metieron tres a cero y uno de los goles lo marcó Buba, uno de los goles más bonitos que he visto en mi vida, un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos, desde una distancia de más de veinte metros, lo que los brasileños llaman una hoja muerta, una hoja de otoño. Una pelota que parece va a salir y que de repente cae como una hoja muerta, algo que dicen que sabía hacer Didí, algo que yo nunca le había visto hacer a Buba, y recuerdo que después del gol Herrera me miró, yo estaba en la barrera y Herrera estaba detrás marcando a un italiano, y cuando nuestro arquero iba a buscar la pelota al fondo de la portería herrera me miró y se sonrió como diciendo “vaya, vaya”, y yo también me sonreí. Fue el primer gol de los italianos y a partir de ahí Buba se eclipsó. Lo sacaron en el minuto 50. Antes de dejar la cancha nos abrazó a Herrera y a mí. Cuando acabó el partido estuvimos un rato con él en los túneles del vestuario.

En el partido de vuelta, en nuestro campo, los italianos nos empataron a cero. Fue uno de los partidos más raros que he jugado en mi vida. Todo pareció transcurrir como a cámara lenta y al final los italianos nos eliminaron. Pero en líneas generales fue una temporada como para no olvidar. Volvimos a ganar la Liga, a Herrera y a mí nos convocaron para jugar el Mundial con nuestras respectivas selecciones, las noticias que teníamos de Buba eran magníficas. Él también ganó la Liga italiana (el famoso Scudetto) y la Liga de Campeones por segundo año consecutivo. Era el jugador del momento. A veces lo llamábamos por teléfono y hablábamos durante un rato de banalidades.

Poco antes de que nos marcháramos a unas vacaciones que iban a ser más cortas de lo usual (aquel año los internacionales nos concentramos para el Mundial casi sin tiempo para nada), la noticia salió en la primera página de los periódicos deportivos. Buba había muerto en un accidente automovilístico camino del aeropuerto de Turín.

Nos quedamos helados. Poco más es lo que puedo decir. Con la mano en el pecho: nos quedamos helados y ya está. El Mundial fue asqueroso. A Chile la eliminaron en octavos, pero no ganamos ni un solo partido. España ni siquiera pasó a octavos, aunque ellos sí que ganaron un partido. Mi actuación, ustedes se acordarán, fue funesta. Así que mejor no hablar. ¿El país de Buba? No, ellos fueron eliminados en la fase previa por Camerún o Nigeria, no me acuerdo. Buba no hubiera podido ir al Mundial ni vivo ni muerto. Como jugador, quiero decir.

Luego pasó el tiempo y vivieron otras ligas y otros mundiales y otros amigos. En Barcelona permanecí aún seis años. En España, diez. Por supuesto que todavía alcancé a vivir muchas noches de gloria, pero nada es comparable. Me retiré del fútbol jugando en el Colo-Colo, pero ya no de extremo izquierdo, la vida de un extremo izquierdo es corta, sino de mediocampista. Luego me dediqué a mi tienda de deportes. Hubiera podido ser entrenador, hice el curso, pero la verdad es que ya estaba harto. Herrera todavía jugó un par de años más. Luego se retiró en olor de multitudes. Fue internacional más de cien veces (yo sólo lo fui en cuarenta y tres ocasiones) y cuando dejó el fútbol la hinchada de Barcelona le tributó un homenaje como se han visto pocos. Ahora tiene no sé cuántas empresas en su ciudad y la vida, como es obvio, le va bien.

Durante muchos años estuvimos sin vernos. Hasta hace poco, que se hizo un programa de televisión, de esos más bien nostálgicos, sobre el equipo que había ganado por primera vez la Liga de Campeones. A mí me llegó la invitación y aunque ahora ya no me gusta viajar, acepté porque era una ocasión para reunirme con los viejos amigos. La ciudad, qué otra cosa voy a decir, sigue igual de bonita. Nos alojaron en un hotel de primera y mi mujer al poco rato ya había partido a ver a sus familiares y amistades. Yo preferí echarme en la cama y dormir un rato, pero la verdad es que al cabo de un cuarto de hora me di cuenta de que no iba a poder dormir.

Después me vino a buscar un muchacho de la productora y me llevó a los estudios de televisión. En la sala de maquillaje coincidí con Pepito Vila. Estaba completamente calvo y me costó reconocerlo. Después apareció Delève y aquello fue el acabose. Qué viejos estaban todos. La moral me subió un poco cuando, antes de entrar en el plató, ví a Herrera. A él sí que lo hubiera reconocido en cualquier parte. Nos dimos un abrazo y cruzamos una pocas palabras, las suficientes como para que yo supiera que aquella noche, pasara lo que pasara, cenábamos juntos.

El programa fue largo y prolijo. Se habló de la Copa, de lo que había significado para el club, de Buba, de aquel primer año de Buba en Europa, pero también se habló de Buzatti y de Delève, de Palau y Pepito Vila, de mí y sobre todo de Herrera y de su larga carrera deportiva, un ejemplo para la juventud. Éramos siete ex jugadores y tres periodistas y dos aficionados de relumbrón, un actor de cine y una cantante brasileña, que al final resultó ser la más fanática seguidora que yo haya visto jamás. Se llamaba Liza Do Elisa, no creo que fuera su nombre verdadero, pero lo cierto es que cuando el programa se acabó (yo apenas dije cuatro tonterías, sentía un nudo en el estómago) la Liza Do Elisa se vino a cenar con nosotros, con Herrera y conmigo y con Pepito Vila y con uno de los periodistas, no sé, tal vez fuera amiga de este último, el caso es que de pronto me encontré en un restaurante en penumbra cenando con toda esta gente y luego en una discoteca aún más oscura salvo la pista de baile en donde yo estaba bailando unas veces solo y otras veces con la Liza Do Elisa y finalmente, a las tantas de la mañana, en un bar del puerto, bebiéndome un carajillo en una mesa algo sucia en donde sólo estaba Herrera y la cantante brasileña.

No recuerdo quién de los dos sacó el tema. Tal vez la Liza Do Elisa estuviera hablando de magia, puede ser, tal vez Herrera quería hablar de eso y la provocó, magia negra y magia blanca, decía la brasileña, o eso creí entender, y luego se puso a contar historias, hechos reales que le habían sucedido en la infancia o durante su juventud, cuanto tuvo que abrirse un camino en el mundo del espectáculo. Recuerdo que la miré y pensé que era una mujer de armas tomar: hablaba igual, con la misma energía y agresividad que durante el programa de televisión. Le había costado subir y permanecía en guardia, como si en cualquier momento la fueran a atacar. Era una mujer hermosa, de unos treintaicinco años, con una buena delantera. Se notaba que no había tenido una vida fácil. Pero esto no le interesaba a Herrera, lo comprendí en el acto. Herrera quería hablar de magia, de vudú, de ritos candomblé, de negros, en suma. Y la Liza Do Elisa no hizo de rogar.

Así que yo me acabé el carajillo y aguanté mecha y como el tema, sinceramente, me aburría un poco, pedí un whisky y luego otro whisky y cuando ya empezaba a entrar la luz del día por las ventanas del bar Herrera dijo que él tenía una historia parecida a las historias que le había contado Liza Do Elisa y que se la iba a contar a ver qué le parecía a ella. Y entonces yo cerré los ojos, como si tuviera sueño, aunque no tenía nada de sueño, y escuché que Herrera contaba la historia de Buba y de él y mía, pero sin decir que Buba era Buba ni él y yo nosotros sino unos jugadores franceses que había conocido hacía tiempo, y Liza Do Elisa se calló (me parece que era la primera vez que callaba en toda la noche) hasta que Herrera llegó al final, a la muerte de Buba, y sólo entonces Liza Do Elisa abrió la boca y dijo que sí, que eso era posible, y Herrera preguntó por la sangre que los tres jugadores vertían en el vaso y Liza Do Elisa dijo que aquello era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por la música que salía del baño en donde se encerraba el negro y Liza Do Elisa dijo que aquello también era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por el destino de la sangre que el negro se llevaba al baño y por el estropajo y el cubo de agua con lejía y también quiso saber qué creía Liza Do Elisa que hacía en el baño, y a todas las preguntas la brasileña respondió que aquello era parte de la ceremonia, hasta que Herrera se anduvo enojando y dijo que obviamente todo era parte de la ceremonia pero que él quería saber en qué consistía la ceremonia. Y entonces Liza Do Elisa le dijo que a ella no le levantara la voz, mucho menos si quería follarla, textual, empleó esas palabras, a lo que Herrera respondió con una risotada que me hizo recordar emocionado al Herrera de la Liga de Campeones y de las dos Ligas que ganamos juntos, quiero decir, de las dos que ganamos con Buba y de las cinco que ganamos en total, y después de reírse dijo que no era su intención ofenderla (la Liza Do Elisa se ofendía por cualquier detalle) y repitió la pregunta.

Y entonces la brasileña puso cara de meditar y luego miró a Herrera y me miró a mí (pero a Herrera lo miro con mucha más intensidad) y dijo que a ciencia cierta no lo sabía. Que tal vez bebía la sangre o tal vez la arrojaba al inodoro, que tal vez orinaba o defecaba en la sangre o que tal vez no hacía ninguna de esas cosas, que tal vez se desnudaba y se empapaba con la sangre y después se duchaba, pero que todo eso sólo eran suposiciones. Y luego los tres nos quedamos callados hasta que Liza Do Elisa volvió a abrir la boca para decir que, fuera lo que fuera, lo cierto es que aquel tipo sufría y quería mucho.

Y luego Herrera le preguntó si ella creía que la magia de aquel negro que jugaba en el equipo francés era efectiva. No, dijo Liza Do Elisa. Estaba loco. ¿Cómo iba a ser efectiva? Y Herrera dijo: ¿y por qué sus compañeros empezaron a jugar mejor? Porque eran buenos jugadores, dijo la brasileña. Y entonces yo metí la cuchara y le pregunté qué había querido decir con que sufría mucho, ¿sufrir cómo?, le dije, y ella respondió que con todo el cuerpo y más que con el cuerpo con toda la mente.

- ¿Qué quieres decir, Liza? -dije yo.

- Que estaba loco, -dijo la brasileña.

El bar había bajado la persiana metálica. En una pared distinguí varias fotos de nuestro equipo. La brasileña nos preguntó (no sólo a Herrera, a mí también) si estábamos hablando de Buba. Herrera no movió ni un solo músculo de la cara. Yo tal vez asentí. La Liza Do Elisa se persignó. Me levanté y fui a echar una ojeada a las fotos. Allí estaba nuestro once: Herrera, de pie, con los brazos cruzados, junto a Miquel Serra, el arquero, y Palau, y debajo de ellos, en cuclillas, Buba y yo. Yo estoy sonriendo, como si no me preocupara nada, y Buba está serio y mira directamente a la cámara.

Fui al baño y cuando volví Herrera estaba junto a la barra, pagando, y la brasileña también se había levantado y se alisaba el vestido, un vestido granate muy ajustado, junto a la mesa. Antes de marcharnos el encargado del bar o tal vez era el dueño, el tipo que nos había soportado hasta el amanecer, me pidió que estampara mi firma en otra de las fotos que adornaban la pared. Allí estaba yo solo, era una de las primeras fotos que me tomaron cuando llegué a la ciudad. Le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Narcís. Se la dediqué con afecto.

Ya clareaba cuando salimos. Como en los viejos tiempos, caminamos durante un rato por las calles de Barcelona. Noté sin sorpresa que Herrera llevaba a la brasileña cogida por la cintura. Después nos metimos en un taxi y me acompañaron hasta mi hotel.
(cuento extraído del libro “Putas Asesinas” - Anagrama 2001)

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