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Es como esas amas de casa que con cien pesos al mes visten a los chicos, les dan de comer y los mandan a estudiar. Don Ángel puede armar un equipo muy digno pese a todos los inconvenientes económicos, y además con un gran respeto por la categoría individual de cada jugador.

(ROBERTO FONTANARROSA [1944-2007], recordado humorista argentino, opinando sobre Ángel Tulio Zoff, ex jugador y entrenador argentino, emblema de Rosario Central)

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Soy muy amigo suyo, me cuesta conseguir una definición. Siempre rescato como algo positivo del Flaco que, hace muchos años, cuando se imponía un fútbol terriblemente utilitario, él fue uno de los pocos que se levantó a decir ‘che, pensemos en el espectador’. Eso para mí es muy rescatable.

(ROBERTO FONTANARROSA [1944-2007], recordado humorista argentino, opinando en 2001 sobre César Luis Menotti)

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Roberto Fontanarrosa (Argentina)

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El domingo debutó el 'Negro' Fontanarrosa


Invitado por "El Gráfico", el entrañable 'Negro' experimentó su primer River-Boca en 1988. Una crónica que aún nos deleita y que fuera publicada en dicha revista el 20 de Septiembre de 1988.

Es sabido, el Negro Fontanarrosa es hincha de Rosario Central. Es, además, quien nos hace reír a diario con chistes unitarios o tiras como Inodoro Pereyra. O sea, un humorista de talento inmenso y creatividad permanente. Y como también sabe escribir, le pedimos que viajara desde Rosario para colaborar con nosotros. Aunque parezca mentira, y pese a su edad (que no quiso develar) fue la primera vez que presenció un River-Boca. Por eso no dudamos en anunciar su debut.

De la misma forma en que el coronel Aureliano Buendía ansiaba conocer el hielo para, de una vez por todas, saciar su curiosidad, empezar con buen pie “Cien años de soledad” y postular a Gabriel García Márquez como futuro Premio Nobel de Literatura, yo ansiaba ver un River y Boca.

He estado algunas veces en la cancha de River, pero, salvo en la tarde del Argentina-Holanda del 78, nunca la he visto tan llena. Sólo por esa final vi tanta gente. Y no creo que sea la misma. Al menos, no alcanzo a reconocer a ninguno. Es cierto que han pasado ya varios años pero no detecto rostros familiares. Cerca mío supongo reconocer a uno. Es un holandés, que también me mira con rostro de complicidad. Lo identifico porque no salta.

Es un domingo de sol esplendoroso. Con un estadio, el mayor del país, cubierto completamente. Está el colorido de las tribunas, las incontables banderas (hasta una inglesa veo, valioso aporte de los hooligans, quizás, al máximo encontronazo del fútbol argentino). Está el árbitro y los dos equipos formados para comenzar el partido. Y un césped verde impecable. Cierro los ojos y trato de recordar dónde he visto antes esta escena. Debo remontarme a la remota infancia: la he visto muchísimas veces en las tortas de cumpleaños.

Los dos arquitos, los equipos formados, los jugadores de pasta clavados en el bizcochuelo sosteniendo cada uno, una velita. En Rosario, esa escena era frecuentemente ocupada por los muñequitos de Central y Ñuls. Pero cuando el niño es pequeño, cuando aún no ha definido el color de su pelo, su ideología política ni su tendencia futbolera, no es raro que las madres se inclinen por la perdurabilidad de lo clásico: River, Boca y dulce de leche en el medio.

El estadio es de River, los colores son de River, los controles y auxiliares son de River, pero todo lo demás parece ser de Boca. Estoy rodeado de boquenses, atrás, a los costados, arriba. Y no son de los más tímidos. Gritan, saltan, vociferan. Debe haber gente de River, no lo dudo, pero no se dan a conocer, no se identifican. Se los puede adivinar por un gesto contrariado, un rictus severo, a veces, un manotazo veloz y crispado cuando alguna pelota da en un palo. La gente de Boca me hace acordar a la hinchada de Central. La de River a la de Newell’s. La hinchada de Boca, en cambio, se acuerda de Menotti. La de River de Alonso. Pero no se puede vivir de recuerdos.

Los primeros quince minutos son de River. Apenas larga, el Ruso Hrabina la toca para atrás buscando al arquero. Llega Centurión (viejo tiburón de aguas cálidas) y le entra flojito desde dos metros a las manos de Navarro Montoya. Estamos todos fríos, el Ruso, Centurión, el árbitro, los chocolatineros y nosotros. Parece como si nadie asumiese la importancia de esa jugada crucial cuando todavía no han pasado dos minutos. Si Centurión la metía, el curso de la historia podía volcarse. Pero también si Napoleón hubiese vencido en Waterloo, tal vez, los hinchas de River estarían ahora festejando.

Es difícil ver bien desde la platea. Hay gente parada en los pasillos y parada sobre las plateas. Me tengo que incorporar, a mi edad, por cada ataque de River y por los nervios. Entonces me pregunto: ¿por qué estoy nervioso, si yo soy hincha de Central? Es difícil no estarlo. Hay una carga eléctrica en estos partidos. Una energía que dinamiza y crispa, sea el partido bueno, malo o regular. Después los argentinos nos sobresaltamos cuando nos sorprende una sobrefacturación de fluido. Es por este tipo de cosas.

Van quince minutos y alguien grita: “¡Che, Boca, ya empezó el partido!”. Pese al estruendo del público, pese al ulular constante de las hinchadas, Boca lo escucha. Tapia cambia una pelota a la izquierda por la espalda de Basualdo y Barberón le pega un zurdazo bajo que se va junto al primer palo. Más tarde lo tendría Tapia, tras desborde de Graciani por la derecha. Llega como ocho y le da de zurda sacudiendo el triángulo lateral de la red por el lado de afuera.

River contesta, Basualdo se suelta como siete y la cruza al medio conde Centurión no alcanza con el arco descubierto. Pero después es de Perazzo, el goleador ausente, el hombre al que algunos memoriosos habían visto hacer goles. River juega al offside, una pelota terca, como en las maquinitas electrónicas de “pin-ball”, rebota en todos los rebotes y lo sirve a Walter disparando hacia el arco. La mida y la pone abajo, adonde no llega nadie. Ni el gol. La pelota pega en el poste, cruza el arco y se escabulle por el otro lado.

Hay una ley llamada “Ley de Murphy” que dice, sabiamente: “Si algo puede funcionar mal, funcionará mal”. Hay otra ley, más conocida y complicada, tal vez, que es la Ley de la Offside. A veces ambas leyes se entrecruzan y un marcador que no sale a tiempo o un zaguero que sale demasiado pronto o un linesman que desconoce ambas leyes, produce el cortocircuito. Y así como hay gente que se propone achicar el Estado, la última línea de River procura achicar el terreno. A los hinchas de River se les suben los sentimientos a la garganta durante los noventa minutos.

Visto de atrás, un jugador de Boca es un jugador de Boca. Usted puede ver un jugador de Boca en la cola del cine, adelante suyo y puede decir, sin temor a equivocarse: “Ese es un jugador de Boca”. Es más, si le ve el número puede decir: “Es Simón. O Marangoni”. Ahora, si usted ve un jugador de River de adelante es un jugador de River. Pero si lo ve de atrás, puede ser de River, de Huracán, de Argentino de Rosario o del Deportivo Cúcuta de Cúcuta jugando con la camiseta suplente. ¿Quién quitó la banda roja de las espaldas millonarias? No puede aducirse que sea un sitio destinado a publicidad. Al menos, yo no vi allí ningún reclamo de tal tipo. Tal vez están aguardando ofertas. Lo cierto es, que en algún lugar de los vestuarios locales deben estar, tiradas, las bandas rojas que ya no brillan sobre los dorsales de los jugadores riverplatenses.

Se agota el partido y ya, entre pelotazos para arriba y toques imprecisos, comenzamos a pensar en la ruleta rusa de los penales. Pero se va pico por la izquierda, la cruza larga, llega Tapia y no se anima de derecha, gira sobre la línea de córner y la cambia, suave y malintencionada, por arriba hacia el segundo palo. Por detrás salta Walter, la frentea débil y calculada y la mete adentro. Sin furia, como diciendo “¿Por qué tardaste tanto?”. Revienta el estadio y los de Boca van a caer, revueltos y sudorosos, bajo la cabecera que los ha alentado todo el partido.

No faltan las explosiones, los papelitos, los puños cerrados, los besos a la camiseta, esas venas hinchadas que hacen aparecer los cuellos como viejos troncos de árbol. Todo, todo lo que hace a un partido de fútbol en la Capital de los argentinos. ¡Es lo que he venido a ver, caramba! ¡Qué triste hubiese sido mi regreso sin ningún gol para contar! ¡Qué hubiese dicho en “El Cairo” si regresaba con la mecánica obligación de narrar penales o atajadas desde los doce pasos! Tal vez no hubiese vuelto, por vergüenza, y me hubiese radicado en Buenos Aires.

River quema las naves. Perdió el atildamiento y el intento por jugar con mesura la pelota. Ha entrado Rinaldi, quien, con Higuaín y Tapia es un compendio de amores cruzados y tumultuosos. Ayer de Boca, hoy de River. Ayer de River, hoy de Boca. Hay reproches duros, palabras ácidas, recuerdos de goles perdidos o encontrados. Una maraña de pasiones salvajes. Un tema medular para una telenovela de cariños traicionados. Enrique es el toque impulsivo y meridional de la trama. Arranca por la izquierda y le pega de zurda para los que vienen. Pero le sale al arco y el pelotazo sacude al primer palo de Navarro Montoya, el mismo que fuera castigado por Perazzo.

Hrabina anuncia un zurdazo desde el fondo y la cruza larga. Graciani, los ojos muy abiertos, la nariz filosa, como tantas y tantas veces en su destino de puntero, gana la posición en su diagonal hacia adentro y la mata cuando baja. Casi antes de que de que llegue al piso, atisba un resquicio junto a la cadera de Comizzo y se la toca allí. La bola se va picando hacia la red y Graciani sigue disparado hacia la tribuna de Boca, saltando los carteles de publicidad, especialidad que ya, hoy por hoy, debería exigírsele a todos los goleadores.

Conocí el mar ya de grande, cuando había pasado la veintena. Estuve después en las pirámides de El Cairo (el verdadero) atraído por la leyenda de Keops, Kefrén y Micerino, aquel terceto central como nunca más volverían a tener los egipcios. Y vi un River-Boca en cancha de River. “Puedo morir tranquilo -aseveró cierta vez un agudo estadista norteamericano-. He visto al hombre llegar a la Luna y he visto el perfil de Jane Mansfield”. Yo no tuve el gusto de conocer a la señorita. Pero vi una película de Isabel Sarli. Y he visto jugar al “Gitano” Juárez.

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Aldo Pedro Poy es uno de los ejemplos más claros del cariño por una camiseta. Aparte, un muy buen jugador que tuvo que superar una extraña oposición de la tribuna, que lo detestaba. Y lo superó porque empezó a hacerle goles a Newell’s.

(ROBERTO FONTANARROSA [1944-2007], recordado humorista argentino, opinando sobre uno de los más grandes ídolos de Rosario Central)

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La observación de los pájaros (Roberto Fontanarrosa - Argentina)

1ª parte




2ª parte




3ª parte

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"Aldo Pedro: el jugador hincha" (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


-Aldo, he descubierto que te amo.

Aldo Pedro cesó de untarse sus melancólicos bigotes con bálsamo Sloan y miró a lo lejos, como pensando.

-Ahora todos me quieren -musitó, ausente, mientras sorbía un sobrio trago de aceite verde.

-No, no -insistió aquella voluptuosa mujer-, yo siempre te he querido, siempre.

Aldo Pedro echó hacia atrás la pluma que tornaba su sombrero de ala ancha y sacudió su melena de novio en el recuerdo. Rememoraba, tal vez, los insultos, rememoraba, quizás, las amenazas, las ofensas.

-No es cierto -silabeó nuevamente.

-Siempre, siempre -porfió la mujer, retorciendo con desesperación su ceñida blusa azul y oro-; yo nunca te protesté, ni te odié, ni pedí a Dios que te agarrara un cáncer, ni pedí a los rivales que te quebraran en cuatro, ni prometí no volver a la cancha hasta que te echaran a patadas del club, ni me amargué porque no te hiciste mierda con el auto en el bulevar Rondó...

Aldo Pedro entrecerró sus pequeños ojos tornasolados, avezados en la búsqueda del intersticio esquivo, baqueanos en medir la distancia milimétrica del pase a Ramoncito, aguzador en la pesquisa constante de localizar espacios vacíos, o bien en detectar al 'Chango' Gramajo, hábilmente oculto tras sus marcadores.

-Mentira, vos me odiabas, me odiabas como todos...

-No, no... te juro... nadie te odiaba, eran unos pocos apátridas, eran infiltrados en la hinchada, todos te quisimos siempre, te amamos siempre...

Aldo Pedro acomodó su capa, su espada cantora y pareció escuchar. De lejos llegaba un coro celestial de querubines entonando el Opus 9, tocatta y fuga "Gol del Aldo". Recordaba, quizás, aquel remoto equipo de tercera, el de Pignani, el de Palma, y tantos otros que habían sido devorados por el túnel del tiempo, o de los vestuarios.

-Mentira... todos me odiaban...

-No digas eso, Aldo.

La mujer entrelazó sus dedos expertos en lanzar confetti, globos, preservativos inflados y rompeportones, en los revueltos cabellos del Aldo. Sobre aquella cabeza legendaria, sobre ese endemoniado rulo izquierdo que volara un día, certero y cruel como un águila vengadora, hacia una pelota rauda, coqueta, ese endemoniado parietal izquierdo que golpeara el fútbol disparado desde la derecha y lo pusiera lejos, inesperado y seco, de la mano inmóvil de Fenoy, del griterío canalla del Monumental.

-Es que has recorrido un largo camino muchacho -aventuró aquella mujer-; has cambiado mucho, ahora juegas para todos, corres, te prodigas...

Aldo Pedro meneó apenas la cabeza. Recordaba, quizás, cuando don Miguel lo mandaba al muere, a buscar contra los laterales los pelotazos de los volantes, a dominar la pelota de alto, de espaldas al arco, con los dos marcadores centrales que le reventaban los riñones a rodillazos, que lo amasijaban contra la raya, cuando debía evitar el anticipo, dominar el fútbol y esperar que Gennoni no se estrellara contra un palo picando en diagonal hacia el centro, o el Oreja no le pidiera la pelota entre una manifestación de defensores; cuando después de todo eso, hecha la pausa que refresca, metido el toque justo, debía salir picando hacia el arco, hacia el gol, porque él era el número nueve, porque llevaba el número nueve en la espalda como una condena y los números nueve deben estar ahí, adelante carajo, que así jugaban Cagnotti, Potro, Guzmán, y no como este malnacido de Poy, que ojalá le dé un síncope en el medio de la cancha; cuando lo odiaban...

-Mentira... -el último romántico se ajustó con morosa lentitud el suspensor-. Yo sé que ahora vendrán caras extrañas. Yo siempre me brindé, nunca pudieron decir de mí, como de otros talentosos, que jugaba cuando quería, ni que era cagón, ni que no quería la camiseta; sin embargo me odiaban, salvo un pequeño grupo al que miraban como descastados, como leprosos... no... como leprosos no, como apestados.

-No es cierto, no es cierto -la mujer sollozaba doblada sobre el bombo-, eres amado, eres el gran ídolo viviente de Rosario, eres hermoso, no morirás nunca, y cuando mueras, en los partidos contra Ñul te sacaremos como al Cid, embalsamado, con la azul y oro, para que tiemblen las huestes del Parque...

Aldo Pedro volvió a mirar hacia el horizonte, apartó con deliberado cariño a la mujer y sonrió apenas. El vaivén de su melena en los hombros eran las palmadas de un viejo amigo. Miró hacia ambos lados, como esperando el anticipo, y finalmente picó raudo. El centro podía llegar en cualquier momento.

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Escenas de la vida deportiva (Roberto Fontanarrosa - Argentina)

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El Monito (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite que no es vergüenza llorar cuando las lágrimas tienen la pureza recóndita de aquello que llega desde el corazón que no quiere aflojar ante terceros. Tal vez, pibe, tal vez Monito, son las mismas lágrimas que, años atrás, no tantos quizás, usted tuvo que enjugar con el revés de la mano sucia de tierra en el fondo de la casita del patio con geranios y malvones de barrio Arroyito. Tal vez son las mismas lágrimas vertidas por la rabia, la impotencia, la vergüenza, ante el coscorrón justiciero de su viejita laburante cuando usted no llegaba a la hora establecida para tomar la leche.

¿Cómo iba a entender su madre, Monito, aquel cariño entrañable por la pelota de fútbol, que lo mantenía lejos de la casa, demorado, en ese romance infantil con la de cuero, en los yuyales sabios del campito que no sabía de redes ni de cal, tras de la vía? ¿Cómo podía entender su viejo, pibe, su viejo, don Telmo, el genovés terco de canzonetta y nostalgia, su noviazgo purrete con la de gajos y ese lenguaje dulcemente nuestro de los túneles, la pisada, el chanfle, los taquitos y la rabona? Porque no era, no, una piba quinceañera, rubia y pizpireta, de ojos celestes como los de la pulpera de Santa Lucía, lo que a usted le impedía volver en el horario, a gritos reclamado por su madre.

No era, no, Monito, el despertar púber del primer amor enredado en los últimos giros de un trompo o en la galleta enojosa del hilo de un barrilete, el que lo hacía terminar los deberes de la escuela a las corridas y escapar luego, gorrión ansioso, pájaro encendido, hacia la complicidad abierta de la calle, el griterío alborozado de los pibes y el llamado seductor de un taconeo. No Monito, lo suyo era más simple, como son simples las cosas que nacen del corazón y eluden las frías especulaciones de la mente. No. Lo suyo era tan sólo la caricia tierna de la capellada de su botín zurdo en la pelota, el toque, la volea, la suela que aprieta el fútbol indócil y lo convence, lo persuade, lo amaestra. Lo suyo era el amague, el pique corto, el freno seco, y el pecho amigo para que allí se durmiera la bella amada cuando caía desde el cielo como un globo cansado de volar sin rumbo cierto.

¡Mire qué fácil, pibe, que era aquello! De la misma forma en que el amor, el puro amor, se presenta, florece y crece como una flor nocturna, como un clavel del aire brotado en la luminosidad escasa de un pasillo, así creció en usted el sortilegio. Nadie le enseñó, como no se enseña el dolor ni la paciencia, ni se sabe de dónde surge el gusto por silbar o el de hablar bajo. Usted ya lo traía impreso, se lo digo, quizás desde el fondo de la historia de ese barrio que ha visto nacer a tantos ídolos y guarda en el aire la vibración, el eco, el reverbero de mil goles gritados en la tarde, atronando el cemento, quebrando la quieta y asombrada calma de su río. O lo aprendió como se aprenden estas cosas, mirando a los demás, tratando de atrapar con ojos asombrados el misterio metafísico del chanfle, la secreta ley física que hace que el balón vaya hacia allá y dé una vuelta. Por eso, por todo eso, pibe, no se inquiete si lo ven aflojar y su mirada se empaña como el cristal de una ventana cuando recibe el tamborileo sonoro de la lluvia. No. Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite.

Así lo soñó usted tal vez, un día, allá, aferrado a la almohada confidente de su cama, en la casita del patio con geranios y malvones, alguna de esas noches de verano cuando el calor aprieta y el sueño viene.

Ya está el mago de varita presta. Ya está el ilusionista sutil que hace creer en cosas que no existen y miente que en el dorso de su mano se ocultan pañuelos, palomas y barajas. Está en el medio de la cancha y su eterna enamorada, la pelota, parece que se ha ido y está inmóvil, simula emprender vuelo y no se aleja, o bien hace creer que se le escapa pero vuelve bajo la presión apenas ruda de la suela. Ahora el estadio enmudece, el mago muestra el juego. El Monito arranca y empieza el toque, el pelotazo sabio, el amague que argumenta una cosa y dice otra.

De la zurda precisa del insider brotan conejos, luces multicolores, toques lujosos, las dos cortas sabidas y una larga, la cabeza alta, el ojo inquieto. El público se deleita. Ya la metió de nuevo bajo el pie, la mostró, "ahí la tenés, es tuya" ha dicho, pero no está más, la sacó, la puso en otro lado, la cambió de lugar, la amarreteó de nuevo. Allá está el compañero, el wing derecho, no lo ha visto, pero gira y le pone el pelotazo desde cuarenta metros, en el pecho. Sólo faltan los clarines, los clarines, las fanfarrias, el galope incesante de los corceles blancos girando en torno de la cancha y las ecuyères de pie sobre sus ancas.

Así lo soñó usted, tal vez, un día, Monito. Ya el espectáculo termina y, a pesar de la magia del insider, a pesar de sus moñas y regates, pibe, a pesar de las cuatro pelotas de gol que usted puso en los pies del centrofoward, el partido se agosta en la chatura aburrida del empate. Pero faltaba, nomás, la carcajada. El cierre magistral, la pincelada justa que el artista deposita por fin sobre la tela e ilumina el azul, aviva grises y ruboriza la macilencia de los sepias. Faltaba nomás, la carcajada. Ese balón que llega de atrás, como un balazo.

El pecho receptor del entreala tan afecto a refrenar, mullido, el rebote previsto de la bola. Ya empieza la danza, el giro sobre un pie para enfrenta el arco y el resbalar mansamente de la globa del pecho a la rodilla y de allí al suelo. Allí, en la temible ferocidad del área, allí, donde la puerta de las dieciocho se convierte en muralla pertrechada, donde hay piernas, codos, tapones alevosos y guadaña, allí la puso en el piso el entreala. Allí, en esa media luna, en lo que algunos llaman la empanada, allí donde uno se olvida de la novia, del primer amor, de lo aprendido en la escuela, de la Vieja, "vení conmigo" le dijo el Monito a su amiga del alma. Y se metió en el área con pelota dominada.

No sé si hubo un caño o fueron cuatro. Quebró la cintura, pisó el cuero, pareció en un momento que pateaba, se le vinieron dos, se cerró el cuatro pero el Monito la llevaba atada.

Tal vez ya no me acuerdo, decíme vos si miento, pero quedó frente al arquero y la puso en un rincón, de cachetada. No el cachetazo mordaz, el del reproche, sino el empujón cordial, el que te aprueba, la palmada que se le da a un pibe y se le dice "cruzá que yo te miro". La pelota entró pidiendo permiso y ni tocó la red de puro cauta. Luego, el pibe se fue hasta su tribuna y adentro de su puño apretó el gol, lo abrió de golpe y fue otra vez paloma y carcajada.

Llore Monito. Así lo soñó usted tal vez un día, en la casa de malvones y geranios del barrio Arroyito. Y se quedó en sueño nomás, no se dio nunca.

-¡Tan bueno que parecía de purrete! Nunca llegó a jugar ni en la Tercera. Y en el equipo que se arma en la oficina a veces lo ponen un rato y otras, nada. Está gordo, pibe, algo pelado, calvo. Y me han dicho que ni va a la cancha.

(cuento incluído en el libro: "Nada del otro mundo y otros cuentos" de Roberto Fontanarrosa, 1987, Ediciones de la flor)

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Roberto Fontanarrosa (Argentina)

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Yo soy Fontanarrosa (Juan Villoro - México)


-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka.

Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.

Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:

-Te va a fundir.

Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir.

Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.

Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.

Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de clase que no siempre se aprecia.

Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!

Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón.

No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.

Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo.

Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.

Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó penalti.

Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que solo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: "nos vemos en los vestidores" y en las canchas donde no hay vestidores significan: "te voy a partir la madre", sin que haya que precisar el escenario.

En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.

...El era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:

-¡Abre la cancha!

¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?

Obviamente no sabía nada... El era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.

Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.

Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.

Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.

Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.

El problema, mi problema, es que ese partido podía ser la salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.

La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.

A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no solo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.

El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.

Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él. Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico. Con el Mecate iría a la Patagonia.

Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen resultó profética.

Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.

Minutos después oriné sobre un montón de piedras. El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y figuras de yeso.

Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.

Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos de un policía.

-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado por una piedra. ¿Ya viste?

-¿Qué?

-¡Measte a Juárez!

Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había distinguido?

Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.

Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento solo criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito. Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.

Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D. F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra redonda.

El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.

Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.

-La derecha es discriminatoria -dijo un policía.

-Yo no discrimino a nadie -me defendí.

-¡Te measte en Juárez!

-Fue un accidente.

-No hay accidentes, solo hay consecuencias -contestó otro policía.

Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.

No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie". Vi trabajar a los policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios que tengo sobre las fuerzas armadas.

La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.

-Soy escritor.

-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas.

-El fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.

La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras completas en el nacimiento del pelo:

-A ver: ¿quién escribió La vorágine?

Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el uniformado dijo "La vorágine" pensé que, en su condición de iletrado, malpronunciaba un título francés, algo así como “La vorange”. Como no sé francés, no quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:

-No sé.

No creyeron que fuera escritor.

El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un partido en cancha grande.

No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos.

En el trayecto sonó el radio:

-"Houston, tenemos un problema".

Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.

-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.

Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.

-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.

Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.

-Para ponértela, tienes que aprender esto -me dieron una tarjeta.

El ayuntamiento izquierdista había lanzado un peculiar programa de promoción de la lectura entre los policías. Les daba uniformes a condición de que portaran nombres de escritores. Para vestir la camiseta, había que saber quién era el autor que la respaldaba. Después del partido se celebraba una velada literaria.

Leí mi tarjeta: "Roberto Fontanarrosa fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó las series de “Boogie el aceitoso” y “El renegau”. Hincha del Rosario Central, escribió inmortales cuentos de fútbol. Su libro Una lección de vida resume en su título lo que dejó a sus lectores. Cuando murió, las barras pidieron que el estadio de Rosario llevara su nombre. Se reunía a hablar con los amigos en el Café Egipto. Ahí, una taza no deja de echar humo, por si el Negro regresa".

Hace años escribí una nota un poco displicente sobre Una lección de vida. Quería mostrarme como escritor sofisticado y no me pareció correcto elogiar a un caricaturista. Ahora, la camiseta con su nombre podía congraciarme con los policías. Me la puse como una segunda piel.

El policía que había conducido la patrulla resultó ser Chéjov. Justo cuando pensaba que un buen rendimiento en el partido podría salvarme se acercó a decir:

-Estás arrestado. Vas a jugar, pero arrestado.

¿Puede alguien sobreponerse a semejante presión? Tenía tantas ganas de hacer las cosas bien que las piernas me temblaban.

He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en sacrificios humanos. Entonces les ofrecí cien, pensando que había un problema de cotización.

-No aceptamos sobornos: esto no es el D. F.

Había caído en un andurrial donde la norma era inflexible. Cuento esto para que se comprenda mi angustia en la cancha: esos policías no me iban a perdonar así nomás. Todo les parecía grave. Eran fanáticos juaristas que no se corrompían y esperaban que yo frenara al extremo izquierdo.

Me apliqué en la marca, como si me entrenara el dictatorial Lavolpe, pero fui rebasado, metí el pie en un agujero, tropecé con Tolstoi, la pelota me rebotó en la espalda y el enredo se convirtió en un pase para el centro delantero rival: 0-2.

En el segundo tiempo la vista se me nublaba de cansancio pero no me rendí. En algún minuto impreciso recibí un balón elevado, lo maté con el pecho y chuté con efecto. El balón salió como un planeta en miniatura, girando sobre su eje, y fue a dar al rincón donde anidan las arañas. En caso de contar con redes, aquello se hubiera visto como un golazo. El único problema es que esa era mi portería.

Hemingway llegó dispuesto a matarme.

-"Los valientes no asesinan" -cité la frase con que Guillermo Prieto salvó la vida de Benito Juárez.

Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me perdonó la vida.

Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese necesario y fracturé al extremo izquierdo.

El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja, me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.

Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder lo que quedaba del campeonato.

Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.

Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.

Pasé el resto del partido encadenado a un poste.

Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio mesoamericano.

Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.

¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.

Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora había tiempo para llevarme a la delegación.

Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.

Me sentaron entre Kawabata y Okri. En ese momento, ocurrió algo desagradable: Jorge Linares entró al estrado por una puerta lateral.

Los policías aplaudieron su llegada. A continuación, uno por uno se pusieron de pie, dijeron el nombre del escritor que llevaban en la espalda y recitaron su biografía. Cuando me tocó mi turno dije:

-Yo soy Fontanarrosa.

Linares me vio con atención. Nos conocíamos de nuestros inicios literarios... El es de Colima y recibimos juntos la beca Jóvenes Creadores del Occidente.

A pesar de sus ojeras, los dientes manchados de tabaco, el pelo ralo y la frente arrugada por sus fracasos literarios, Jorge era reconocible. Más difícil resultaba que me ubicara a mí, con la camiseta del Inter, en un equipo de policías de Ciudad Moctezuma.

Recité lo que recordaba de la tarjeta. Jorge sabía de memoria las biografías porque él las había escrito. Me vio con incertidumbre, como si tratara de recordar algo.

Lo que quería recordar era lo siguiente: en 1998 nos peleamos por Fontanarrosa. Me acuerdo bien porque fue el año del Mundial de Francia. Jorge era entonces jefe de redacción de una revista que desprecio pero donde a veces publico porque soy plural. Escribí para ellos la reseña de Una lección de vida. Jorge la rechazó con estos argumentos:

-No te atreves a decir que el autor te gusta porque te parece populachero y tú quieres ser el escritor más fino de Zamora. El epígrafe de Adorno no viene al caso: lo pusiste para lucirte.

El comentario me molestó por veraz. Había leído a Fontanarrosa con gusto y mis reparos eran caprichosos (lo acusé de colonialista por escribir "mejicano" en vez de "mexicano" ). Sin embargo, en ese momento pensé que Jorge quería bloquear mi carrera, me odiaba por ser un mejor escritor del Occidente y solo se interesaba en Fontanarrosa por estar enfermo del fútbol.

Poco después, Jorge dejó el trabajo de jefe de redacción, se fue como corresponsal al Mundial de Francia y comenzó el sostenido hundimiento que ha sido su trayectoria. No volvió a escribir cuentos. Adquirió la deleznable notoriedad de un cronista de fútbol y apareció en programas deportivos donde parecía intelectual porque nadie lo entendía. Mientras él se sometía al declive de alguien que solo concibe una metáfora si incluye un balón, yo aprovechaba el tiempo de otro modo. No puedo decir que me haya consagrado, pero soy uno de los autores juveniles más leídos de México, especialmente en la escuela del Mecate, y el año pasado recibí la Mazorca de Plata para autores del Occidente. Si ahora Jorge Linares me odia es por envidia.

Después de que recitamos las biografías, él leyó unos textos que hicieron reír mucho a los policías. En la sección de preguntas y respuestas, mis compañeros de equipo revelaron que lo habían leído con admiración, y no solo a él, sino a otros autores que mencionaron al lado de Zidane y Figo. Al terminar la lectura, rodearon a Jorge para pedirle autógrafos, como si fuera Maradona.

Cuando lo dejaron libre, él se acercó a preguntar:

-¿Qué haces aquí?

-Yo soy Fontanarrosa -repetí, como si no pudiera decir nada más.

-Un grande -dijo él.

-Grandísimo -agregué, con tardía sinceridad.

En ese momento el Mecate entró a la sala. Me había buscado por toda Ciudad Moctezuma y al descubrirme gritó mi nombre como un náufrago que ve una gaviota.

La expresión de Jorge no cambió:

-¿Qué haces aquí? -insistió.

-Me arrestaron -contesté, y le conté mi historia.

Los policías le tenían respeto a Jorge. Nos dejaron hablar, sin interrumpirnos ni acercarse a nosotros. La situación cobró tal rigidez que ni siquiera el Mecate se aproximó. Fue un momento extraño, como cuando los capitanes de los equipos discuten en la cancha y nadie se les acerca. Una pausa dramática en la que dos rivales resuelven algo urgente. Segundos después volverán a odiarse. En ese instante, concentran las miradas del estadio entero y sus compañeros aguardan como estatuas.

¿Hay mayor tensión que la de los enemigos que acuerdan algo? Ese diálogo no califica como una jugada; al contrario: suspende el partido, ocurre fuera del tiempo, en una lógica paralela, inescrutable, que agrega un elemento extraño, que nadie desea pero contra el que no se puede hacer nada, un pacto oscuro y preocupante, el de los adversarios forzados a coincidir. Así nos vieron los demás, o así quise que nos vieran.

Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate, al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.

¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad. Acepté porque no me quedaba más remedio:

-"Una lección de vida" -recité.

Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato.

Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una historia.

Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:

-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.

El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el tema, pero no tiene mi voz.

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Memorias de un wing derecho (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.

Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m..... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.

¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro debe llevar más de 12.000 goles por debajo de las patas... Y... ¡el tipo está ahí! donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.

Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos encegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Uy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.

Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.

¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.

¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. Porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia, nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no.

Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manejaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.

No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. Tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Íbamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco.

¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.
¡Por favor!

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Mi historia con Rosario Central (Roberto Fontanarrosa)


“Te aplaude y te saluda jubilosa
la hinchada deportiva que te admira
campeón de cien jornadas victoriosas
valiente triunfador que orgullo inspira”.


Así empieza, señores, la vibrante marcha de Rosario Central, fruto del genio inmarcesible del rapsoda rosarino Laerte Carroli, pieza musical comparable, según historiadores y melómanos, a la exultante La Marsellesa francesa.



“El símbolo auriazul de tu divisa
florece y resplandece como un sol
cada vez que la cancha se electriza
al estallar de la victoria el gol”.

Y así palmea, salta y canta, acompañando esos compases, la hinchada canalla cuando el bravío primer equipo auriazul pisa la grama del Gigante de Arroyito, estadio mundialista que se empina, intimidante, a orillas del río Paraná, un río tan largo que nunca termina de pasar.

Hace algún tiempo escribí, en una pieza literaria sinceramente inmortal: “Rosario Central no tiene historia. Tiene mitología”. Y esto es así porque sus orígenes, sus avatares y sus formidables campañas están siempre fluctuando entre la realidad y la fantasía, lo palpable y la ficción, lo comprensible y lo inexplicable.

¿Cómo no ser hincha, entonces, de un equipo así? ¿Acaso puede evitar, un intelectual sólido y sensible como quien esto escribe, ser captado, atrapado y seducido por una divisa que desde la realidad más palmaria y comprobable se dispara hacia la exageración y la desmesura? Todo es increíble, todo es sospechoso, mis amigos, en los relatos partidarios de hechos inusitados, de hazañas que rozan lo inconcebible, lo fantasioso y la imaginación pura.

Se dice, se cuenta, se afirma, que Central es uno de los equipos más antiguos del fútbol argentino, con sus 118 años de vida institucional. Se dice, se cuenta, se afirma y se asegura que sus orígenes fueron los talleres del ferrocarril y, por tanto, sus primeros partidarios eran humildes operarios del riel, miserables pordioseros hallados bajo los puentes ferroviarios, nobles verduleros, cochambrosas prostitutas, laburantes del puerto y marginales.

Y que, por eso, el indómito rosarino Ernesto “Ché” Guevara es su hincha más reconocido. Porque simpatizaba, obviamente con la causa del pueblo, confrontando con el origen oligarca del otro club de la ciudad, rival eterno, nacido en un colegio privado inglés. Pero también se ha escrito que los fundadores de Rosario Central fueron navegantes fenicios que llegaron a estas costas remontando el Paraná a comienzos del 1400. Y que le dieron a la camiseta los colores azul oscuro por el proceloso mar, y amarillo patito por una epidemia de hepatitis que terminó con todos ellos.

¿Cuánto hay de verdad y cuánto de mitología, por ejemplo, en la narración de los viejos seguidores cuando relatan el legendario gol de Aldo Pedro Poy en aquel lejano Diciembre de 1971, gol que abriría las puertas al primer Campeonato Nacional obtenido por Rosario Central? ¿Es verdad o es mentira que Aldo convirtió ese gol contra el rival de todos los tiempos, volando en palomita o en plancha, o como quiera usted llamarla, para asestar con su cabeza, testuz alado, el frentazo goleador?

¿Es verdad o es mentira que, como afirman algunos, Aldo ya venía volando desde San Nicolás, localidad situada a mitad de camino entre Rosario y Buenos Aires, puesto que era una semifinal? ¿Es falso o es cierto que, como juran y perjuran muchos otros, se veían en las espaldas del Aldo dos alas enormes y doradas que lo impulsaban por el aire?

Pocos pueden entender, asimismo, mis amigos, que, desde aquella fecha patria, año a año, puntualmente, hasta nuestros días, todos los 19 de diciembre se realice en Rosario, en Los Ángeles, en Barcelona, en Santiago de Chile o en donde sea, la reconstrucción del gol, escenificada y teatralizada por centenares de hinchas canallas que se reúnen a ver cómo Poy, hombre grande ya y respetable, vuelve a volar hacia ese balón para impactar con su parietal, hoy calvo, y repetir el gol de aquella tarde, arriesgando su cuerpo, en la actualidad un tanto endeble, al caer sobre la dura superficie del planeta, que se ha solidificado en demasía desde entonces.

¿Alguien habrá de aceptar, a pie juntillas, la versión oficial del apodo “canalla” para el hincha centralista? Conspicuos ciudadanos, hombres probos, fuerzas vivas en general, no llegan a perdonar cómo, tantos años atrás, Rosario Central se negó a disputar un partido a beneficio de un leprosario propuesto por su clásico rival, el Ñuls Old Boys. De allí quedó, señores, el mote denigrante de “canallas” para nosotros y el más vinculante de “leprosos” para los rojinegros. Pocos entendieron que esa actitud negativa no fue por falta de sensibilidad social o sanitaria sino, tan solo, para no hacerse cómplice, la institución, de una maniobra quizás demagógica, sensiblera y populista.

¿Es fácil explicarle a un ser racional y criterioso, que un hincha puede saltar al césped, perforando la alambrada, desde atrás de uno de los arcos, para impedir un gol en contra de su equipo? En el Gigante de Arroyito sucedió eso, mis amigos. El Turco Spil fue aquel valiente, el hincha que atravesó la alambrada perimetral para ingresar como una exhalación, interceptando ese balón insidioso que, tras sobrevolar la cabeza del mítico portero Edgardo “Gato” Andrada, se anidaba en las redes, sellando la segura derrota de los locales. Y el Turco no despejó esa pelota a cualquier parte, no la tomó con sus manos para correr con ella como una criatura. No, señores, nada de eso. Fiel a una escuela, leal a una estirpe, la pisó y se la tocó corta al Coco Pascuttini para salir jugando ante la mirada atónita de los jueces.

¿Cómo no se va a sentir dominado por una pasión fatal, a esa divisa de franjas verticales azules y amarillas, un ensayista, un aspirante mayor al Premio Nobel, como quien esto escribe, cuando le ha tocado vivir otra jornada de estupefacción en la final de la Copa Conmebol de 1995? Allá, en el inconmensurable estadio Mineirao de Brasil, el irrespetuoso Mineiro, sacando ventaja arteramente de una lluvia que llevaba cayendo tres meses con sus noches, sometía al enjundioso equipo rosarino por 4 a 0. Cuenta la imaginería popular que hubo macumbas brasileñas ancestrales, presiones misteriosas de Orixá y otros dioses umbanda, que convirtieron las piernas de nuestros jugadores en piedras leñosas y pesadas. Tenue era la esperanza para el desquite. No obstante, las deidades del fútbol condujeron esa noche de la revancha a 45.000 canallas hasta el Gigante de Arroyito. Y Central ganó 4 a 0, para luego imponerse en los penales. Juran, testigos presenciales, que, cuando el “Petaco” Carbonari convirtió el cuarto gol a cinco minutos del final, su cabeza de titán refulgía cubierta por un casco de oro y marfilina que le había entregado la mismísima Némesis, Diosa de la Venganza.

¿Cómo no se va a sentir cautivado un estadista, un sociólogo, un arqueólogo, un cosmetólogo como quien esto firma si, además, le toca estremecerse ante otro acontecimiento inexplicable vivido por la escuadra canalla, ni más ni menos que en el hostil estadio del América de Cali, reducto del Diablo y sus demonios? En el primer partido por Copa Libertadores, Central había triunfado en Rosario con un gol marcado por su coloso invencible, Juan Antonio Pizzi. Escasa ventaja para volar a Cali, mis lectores, exigua diferencia para enfrentar al rojo en su reducto.

Frente a la magia de la televisión vimos, defraudados, como a cinco minutos del final, cinco minutos digo, cinco apenas, el canalla perdía por 3 a 0, con un hombre menos, jugando espantosamente mal y con el ánimo deportivo por el suelo, aguardando tan solo el piadoso pitazo definitivo. Ya los jugadores suplantados en el equipo local, aún antes de finalizar el encuentro, sopesaban livianamente a qué rival preferían enfrentar en la siguiente ronda, la de semifinales.

Ya, en Rosario, ante las pantallas de televisión y en la calle, los partidarios del clásico rival rojinegro hacían explotar bombas de estruendo, celebrando la segura eliminación de los canallas. Se pegaban ya en las paredes y muros de la ciudad, carteles ofensivos con bromas sangrientas sobre el indigno caído. Fue entonces, cuenta la leyenda, que Fortuna, diosa de la suerte casquivana, se apoderó del alma del balón, hizo que este se escurriese de las manos del portero caleño y otra vez Juan José Pizzi lo empujó a la red.

Dos minutos mínimos restaban para el final y fue allí que en un contragolpe, tres, ocho, catorce, veintisiete, mil quinientos hombres del equipo rojo quedaron solos frente a las manos desvalidas del portero Tombolini. Y el Tombo saltó y brincó como un demonio, ofrendó su rostro y su pecho a los disparos salvando una vez más su portería. Y ya en tiempo de descuento, Vespa, el bravo indio charrúa, se hizo luz, relampagueo y centella sobre el flanco derecho de la cancha, envío un centro y, en ese instante, la diosa Justicia se quitó la venda que cubre sus ojos y la colocó tapando los ojos del portero, que manoteó el aire vanamente y otra vez el coloso, el rubio Pizzi, cabeceó la pelota a los piolines. Éxtasis e infarto. Festejo y gloria. Central ganaría luego en los penales. La mitología quedaba corta ante el misterio.

¿Quedará alguien, me pregunto, que se siga preguntando qué motivos o razones o argumentos, conducen a un hombre sabio y bien pensante a convertirse en un fanático seguidor de los colores auriazules? ¿Quedará alguien, me pregunto? Y si aún quedan, si aún persisten unos pocos descreídos aferrados a su escéptica, abrumadora necedad, restará simplemente invitarlos a que concurran alguna vez al Gigante de Arroyito. Y conste, lo aseguro, que ya no hay fanatismo en mis conceptos. Ahora, cuando las nieves del tiempo blanquean mis sienes, adquirida con el paso de los años la cordura, algo distante de estallidos partidarios, con alguna lejana frialdad de observador imparcial, simplemente convoco al forastero para que, acompañando a su equipo favorito pise en un buen día el cemento formidable del Gigante. Para que compruebe, en persona, la leyenda. Y allí escuchará cómo el pueblo canalla recibe a un invitado. Allí sabrá del saludo que la parcialidad auriazul dedica a la visita.

“Ya todos saben que Rosario está de fiesta
ya todos saben que en Rosario es carnaval
ya todos saben que La Boca está de luto
que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay”


Vengan, atrévanse, a vivir lo mitológico en el Gigante de Arroyito, reducto de los canallas. Ya van a ver cómo los cagamos a goles y les rompemos el culo.

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Defensa de la derrota (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


Se apoyará, primero, los brazos estirados, las palmas de las manos contra la pared. Respirará hondo y acompasadamente varias veces, hasta que el frío de la pared le llegue. Cerrará los ojos, no mucho tiempo. Sentirá entonces, penetrándole, un reposo húmedo. Será la tristeza. Algo tibio. Intimo, casi fraterno. Decididamente poético. Eso. Poético. Se sentará entonces, sin mirar a nadie. Le punzarán algunas miradas furtivas. De reojo. No deberá hablar casi. Ni insultar. Deberá callar largamente. Sentirá entonces, creciéndole, un orgullo callado, quieto. Será la dignidad. Lo tomará del hombro, llenando con blandura el silencio que acompaña a los fracasos. No deberá llorar. Nunca. Tal vez apretar fuertemente la mandíbula. Un instante. Se pondrá de pie. Sentirá entonces, en el pecho, detrás de los labios, un escozor denso y aguachento. Será el romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas. Tomará entonces su frágil fama, su trémulo orgullo antes impecable, se vestirá con ellos cuidadosamente, casi con cariño, y se marchará. No habrá las historias resonantes de la victoria, las felicitaciones sofocantes de la victoria. Estará solo. Y tendrá que caminar lento, pero no muy lento. Una mano en el bolsillo y un gesto vacío en la cara. Apenas una palidez quebradiza en la piel cubierta paternalmente por la solapa levantada. No habrá ni un solo amigo. Ni uno. O tal vez uno que respetará el momento, el silencio, la tristeza, que dejará caer casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre el hombro, como temiendo romper algo, como temiendo que se le desprenda al vencido ese fino revoque de melancolía, de nostalgia.
El vencido sacudirá una vez la cabeza, o dos, en agradecimiento, sin hablar, porque una palabra, un gesto amartillado en falso, puede precipitar el llanto. Y el vencido digno no se permitirá llorar ante terceros. Se marchará solo. Se preparará en su casa un café fuerte, negro, espeso y caliente. Se tomará la cara con las dos manos, para apretarse aun más sobre los párpados esa poesía inútil de las derrotas. Para fijarse sobre los pómulos todo el romanticismo suave e impalpable de las derrotas. Se podrá permitir, ahora sí, un gesto nervioso, un puñetazo corto y duro al aire dulzón de la cocina o bien sobre la mesa. Se podrá permitir, ahora sí, llorar con un llanto comprimido, convulsivo, desesperado y hondo contra el marco de la puerta del comedor. Deberá luego lavarse la cara, secarse los ojos con una toalla. Mirarse al espejo preguntándose si tenía realmente necesidad de llorar.
Y se sentará en el sillón de mimbre.
Tomará su café. No se sentirá tan mal, después de todo.

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¿Sabés qué? Mi cielo tendría canchitas de fútbol. Sí. A mi no me va eso del Nirvana ni los jardines con minas tocando la flauta. A los dos días ya te querés cortar las pelotas. Con una canchita y un bar para ver a los amigos me arreglo.

(ROBERTO FONTANARROSA, 1944-2007, escritor y humorista argentino)

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Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrehalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.

Yo sé que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas, encarnizados rivales o detractores.

Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos.

Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuántas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo.

Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso número cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica!

No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El tero alerta" de Rocha con el ingenioso pseudónimo de "Banderín de córner", bautizo a Cardaña como "El hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, más allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a "El hombre de roble", lo que, en sí, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña a la infame condición de "tronco".

Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedó allí la cosa, porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, paso a llamarlo "El hombre de Neanderthal".

Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonará que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso develar.

Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota revelará que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de futbol, y no al número que lucía la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.

Aquella mañana del 3 de Noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional.

Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamboriles de la murga "Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos -jugadores, técnicos y dirigentes- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.

Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día -y ya llevábamos mas de dos años de amistad-, solo le había contabilizado nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio: "Permiso, voy a ir al baño". Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos.

De más está decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacía parecer sujeto por un chaleco de fuerza.

-Es por el pecho- me dijo, señalándose el cuello.

Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo -aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego. ¡Cuántos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aún considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuántos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreir o al escarnio!

En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían "El Buitre" Farragudo, no solo por la nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los restos de las víctimas de Cardaña, cuando éste recibía a los delanteros rivales por el medio de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo -mitigaba el sonido del mate cubriéndose la cabeza con una toalla- comprendí que algo no andaba bien en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario centrehalf peñarolense.

Por si no lo he dicho, Wilson Everton Cardaña tenía una cara de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían querer fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo que las comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas, también enormes. Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos ondonadas como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar con claridad el mentón avanzado y desafiante.

Daba la impresión de que uno podía tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos surcos que partían de las mejillas, y quitarla de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había en ese rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese rostro, aquel día, estaba transfigurado.

Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y dislocado, fue hasta una cómoda y saco algo de uno de los cajones. Pronto se me acerco con la facilidad que le daba nuestra confianza mutua, y me extendió una hoja de papel azul.

-Es una carta- me aclaró.

Leí la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores ortográficos, decía: "Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un mal ireversible y, por eso mismo, no estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si no es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme la factura, que abonaré gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación. Suyo, José Petunio Invenianto, cama 747."

Confieso que terminé de leer aquella carta con los ojos nublados por el llanto. ¿Cuántos purretes de hoy en día, deslumbrados por el artificio de la tecnología y la banalidad de la computación, serían capaces de solicitar a su ídolo deportivo el humilde y significativo obsequio de una pelota? ¿Cuántos niños de la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de solicitar la pelota para "después" del partido y no para "antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad podría provocar en la popular justa?

Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alcé los ojos. Allí, delante mío, Wilson Everton Cardaña, "El hombre", "El Capitán invicto", "El hacha" Cardaña estaba llorando. Aquel que hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembú, cuando la final de la Copa Roca. Aquel que se bajo los pantaloncitos y el calzoncillo punzó para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley. ¡Aquel que ya a los ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de música en la escuelita sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia fiero, del granítico centrehalf de Peñarol y la selección uruguaya.

No abundaré en detalles ni cederé a la tentación periodística de recordar los avatares de aquel partido memorable que termino con el resultado por todos conocido. Calle la historia por mi presenciada en la habitación de Cardaña, por pudor y por prudencia, consciente de que no saldría de mis labios ese relato, como así tampoco de los del "Buitre" Farragudo, austero en su vocabulario como en su manejo del balón.

El lunes, al día siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí tan solo a Cardaña pero cuán grande sería mi sorpresa al ver a las puertas de nosocomio el plantel íntegro de Peñarol, algunos aún con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con el pedido postal. Y lo increíble, lo conmovedor, es que no se habían reunido allí por un acuerdo previo o concertado.

Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego para implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían llegado hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega del preciado regalo. ¿Cuántos planteles de la actualidad, ahítos de dinero y fama fácil, serían capaces de repetir aquella escena, aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales, deportistas que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algún encuentro?

Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontanea, frente a tanta humanidad enternecida, Wilson Everton Cardaña no aguantó más y lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin avergonzarnos.

(cuento publicado en el libro “El mayor de mis defectos y otros cuentos”, 1990, Editorial de la Flor)

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Cuando hicimos aquellos libritos que se repartían en la cancha no faltaban los que decían: “uhhh, sabés lo que van a hacer con eso...” Papelitos hacían. ¿Y qué? ¿Qué mejor para un escritor que sus textos vuelen para saludar la salida del equipo de sus amores?

(ROBERTO FONTANARROSA, escritor y humorista gráfico argentino, 1944/2007)

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El loco Cansino (Roberto Fontanarrosa - Argentina)


Para que usted tenga una idea de qué tipo de futbolista era ese muchacho, le cuento que jugaba llorando. Pero no le digo llorando porque protestaba o porque se la pasaba quejándose a los árbitros o esas cosas que nos han dado a los argentinos la fama de llorones, no.
El Loco Cansino lloraba en serio, con lágrimas, desconsoladamente, mientras llevaba la pelota. Yo lo he visto. Parece algo digno de risa pero créame que era una cosa bastante impresionante. Cómo decirle... angustiante.
Cansino entraba a la cancha muy serio, no sé si concentrado o qué, pero usted lo veía serio, el ceño fruncido, con la vista perdida sobre el césped, parecía que no se fijaba ni en los adversarios ni en la gente que había ido a la cancha. Y le aseguro que por ese entonces iba muchísima gente a la cancha de Sparta, muchísima. Porque tenía un equipazo. Jugaban el Gringo Talamone, el Negro Oroño, Sebastián Drappo, que después fue a Racing, la Garza Olmedo, que era el arquero, y otros más que ahora escapan a mi memoria pero que ya me voy a acordar.
Pero la figura, la figura, era Cansino sin duda alguna, el Loco Cansino. Y mientras el partido iba bien, digamos, mientras no fueran perdiendo, Cansino se mostraba normal, calmo, tranquilo. Jugaba ahí, en su punta, participaba poco del juego, la pedía de vez en cuando, al estilo de los viejos punteros derechos, que no se movían de al lado de la raya. Hasta daba la impresión de ser un poco frío, de no interesarle demasiado el partido.
Pero si los rivales hacían un gol, se ponían en ventaja, ahí Cansino se ponía a llorar.
No le voy a decir que se ponía a llorar de golpe, de repente. Pero era una cosa como que entraba a hacer pucheros, a aspirar aire, a fruncir la cara, y ya la gente empezaba a prestarle más atención a él que al partido porque sabía que Cansino se iba a largar a llorar.
Era una cosa bastante dramática, permítame que le diga. Bastante dramática.
"¡Aguante, Cansino! ¡No es nada, Loco, ya van a empatar, no llores!" lo alentaban desde la tribuna, porque a la gente le daba no sé qué verlo así, tan sentido. Pero se largaba a llorar nomás, como los chicos. Y le cuento que Cansino, cuando pasó por Sparta ya andaba cerca de los 30, debía ser un muchacho de 28, 29 años.
Le juro que entonces, ya perdiendo uno a cero, se venía para el medio, era como que no podía esperar a que la pelota le llegase a la punta. Se venía para el medio y empezaba a conducir el juego, pero no dejaba de llorar, desconsoladamente lloraba, daba pena verlo pobre muchacho. Era algo desgarrador mirarlo correr con la pelota, levantando la cabeza para localizar a sus compañeros, saltando sobre las barridas de los rivales y llorando a moco tendido, la boca abierta, colorado por el esfuerzo, las venas del cuello hinchadas a punto de reventar.
Lo notable es que los árbitros no sabían cómo tratarlo, no hay en el reglamento ninguna regla que estipule que un jugador no puede jugar llorando. Que no pueda insultar, sí, está contemplado, o gritarle al referí, bueno, vaya y pase (o como ahora que no está permitido seguir si un jugador está sangrando), pero nunca el reglamento dijo algo sobre un jugador que llorara. Lo dejaban, entonces.
Me acuerdo que hubo un arbitro muy grandote, el Inglés Mackinson, que la primera vez que lo vio así trató de consolarlo porque él mismo, Mackinson, ya tenía los ojos enrojecidos, vidriosos. Vio usted que hay gente que cuando ve llorar a otra persona, llora también. Paró el partido y le habló, agarrándolo de un hombro, paternalmente.
Pero no hubo caso, Cansino se contuvo un momento, tratando de aspirar hondo para cortar los sollozos; apenas reanudado el juego empezó de nuevo a pucherear y enseguida volvió al llanto.
Se imagina que a la hinchada de Sparta la cosa mucho no le gustaba porque era motivo de la risa de las otras hinchadas. De las risas y de las cargadas. Si hasta llegaron a decirles " los llorones" a los hinchas de Sparta, por causa de Cansino.
Por otra parte, en esos momentos era cuando Cansino, desesperado por el resultado adverso, podía conseguir los milagros más conmovedores, futbolísticamente hablando. Era ahí cuando se hacía dueño de la pelota y podía dar vuelta un resultado con una facilidad asombrosa. Gambeteaba de a cuatro, de a cinco rivales, hacía jugadas que yo, después, no he visto hacerlas a nadie, podía dar vuelta un partido él solo aunque fuera perdiendo por 3 ó 4 a o (cero).
Después, cuando Sparta lograba empatar, Cansino ya se calmaba. Casi ni gritaba el gol del empate, le digo. Se abrazaba con sus compañeros, eso sí, y se limpiaba los ojos con la manga de la camiseta. O con un pañuelo mugriento que siempre llevaba en la media. En ocasiones los mismos árbitros le alcanzaban un pañuelo y en una oportunidad lo vi secarse los ojos con el banderín del córner luego de lanzar el centro que determinó la paridad en el marcador.
"Escaso nivel de resistencia ante la adversidad", así me lo definió el doctor Suárez una vez que le pregunté, preocupado, por el caso de Cansino. Porque, indudablemente, como periodista deportivo del matutino "Democracia", el caso me interesaba.
Consulté a Suárez, asimismo, y ya en otro orden de cosas, si había alguna condición física, alguna anomalía incluso, que generara esa capacidad que Cansino tenía para la gambeta. "A veces se presenta una distorsión congénita -recuerdo perfectamente que me dijo el doctor Suárez, médico del Sparta- que genera una apreciable diferencia entre un hemisferio del cerebro y el otro, lo que produce en el paciente una distinta captación del tiempo y el espacio. Esto, en algunos casos, motiva una distinta relación en el equilibrio, y es por eso que Cansino puede intentar algunas cabriolas, o recuperar la vertical en una forma totalmente imposible para el resto de los mortales".
Alguna explicación de ese tipo debía de haber porque era insólito lo que hacía este muchacho en la cancha. La ley de gravedad no parecía existir para él y a veces uno sospechaba que tenía un radar de ésos que tienen los murciélagos dada su capacidad para no chocar contra los objetos sólidos. Pasaba entre una multitud de piernas, zigzagueando, sin tocarlas, cambiando el ángulo de su carrera a medida que lo iban bloqueando, modificando incluso su volumen corpóreo como si fuese líquido, como si fuese de mercurio, en procura de evitar los choques.
Era, por supuesto, imprevisible, y por eso le decían "El Loco". Podía arrancar, de pronto, hacia su propio arco, como si hubiese perdido el sentido de la orientación, como esas tortugas que ante explosiones atómicas han perdido la brújula genética que les indica dónde se encuentra el mar. O, de repente, llegaba hasta la línea de fondo y echaba el centro hacia el lado de afuera de la cancha, estrellándolo contra el alambrado. Para no contar las veces en que, de repente, se iba de la cancha, murmurando cosas, hablando solo, hasta meterse en el túnel.
Nadie se animaba a decirle nada porque, por sobre todas las cosas, Cansino era muy manso, muy buen muchacho, muy dócil. Le digo esto porque un par de veces yo fui a hacerle alguna entrevista a los entrenamientos y me atendió con mucha cordialidad. Pero, eso era cierto, se le notaba que no era un muchacho muy normal. O, digamos, yo ya comencé a percibir que, en él, se estaba desencadenando lo que después terminó como terminó.
La primera vez que le hice un reportaje fue acá en el centro, en el Hotel Italia, donde él paraba. Recuerdo que nos sentamos a tomar un café y me esquivaba la mirada. Otro detalle que recuerdo perfectamente, porque me impresionó mucho, fue que transpiraba. Transpiraba muchísimo, y era pleno invierno. Yo le hice una pregunta y no me contestó, no me contestó nada.
Había empezado a mirarme con cierta molesta fijeza. Pensé que no me quería contestar aquella pregunta que ya no recuerdo pero que, sin duda, era una pregunta absolutamente convencional y tonta, como ser dónde había nacido o cosa así. Intenté entonces con otra, que tampoco me contestó. Opté por una tercera, ya francamente incómodo e inseguro: considere usted que yo era un pibe de poco más de 20 años. A la quinta pregunta, Cansino modificó un poco su postura en la silla, me señaló su oreja izquierda y me dijo: "Hábleme de este lado, porque no escucho nada con el otro oído". Yo le había estado hablando sobre el oído sordo.
De ahí en más pude hacerle la entrevista y me encontré con la sorpresa de que era un hombre muy culto. Me habló de los inconvenientes que debe superar un joven de clase trabajadora para acceder a los primeros niveles en el orden del deporte, del fino y personalizado trabajo artesanal que hay en la confección de una pelota de fútbol, del elevado porcentaje de lactosa que se encuentra en un litro de leche de vaca y de la reconstrucción de la ciudad de Constantinopla luego de haber sido destruida por la Cuarta Cruzada a los Santos Lugares.
Era un poco errático en materia de conversación, lo admito, pero muy interesante. Lo del oído lo comenté después con el doctor Suárez y él me corroboró que ese tipo de disminución auditiva influía en gran medida en el sentido del equilibrio, tema que ya habíamos tocado en relación con la gambeta. Había algo inconexo en él; debido a eso, había un quiebre del equilibrio o de la inercia que lo hacía imprevisible.
En aquel campeonato regional del año 37, gracias a Cansino, Sparta se prendió en las primeras posiciones, cosa que nunca había conseguido. Pero a medida que se acercaba la definición del campeonato, la conducta de Cansino se hizo más y más extraña. Nunca se mostró agresivo o violento, pero siempre daba la nota con algún detalle fuera de lo común o medio raro. Salía a la cancha, por ejemplo, con una toalla rodeándole el cuello, como si recién se hubiera bañado. Había referís que se la hacían quitar, otros se hacían los distraídos, pero no era un detalle que pasara desapercibido pese a que le estoy hablando de una época en que los árbitros dirigían con saco y, a veces, los arqueros usaban sombrero, pero sombrero de fieltro, funyi.
Por esa época, Cansino empezó a escuchar voces, afirmaba que escuchaba voces que le hablaban en otros idiomas. Y lo que era más raro, las escuchaba en el oído sordo. En Sparta lo tenían entre algodones, preservándolo para la final, especialmente el ingeniero Wernicke, el presidente del club. Wernicke, muy preocupado, me decía: "Yo fui el que lo traje al club. Y cuando lo contraté sabía que le decían "El Loco", como se les dice a tantos wines derechos, pero no sabía que era loco de verdad".
Hacía bien en preocuparse Wernicke, quien además quería mucho a Cansino. En la semana previa al partido final contra Deportivo Federación, Cansino empeoró. Lo encontraron una noche caminando desnudo por las terrazas en la manzana de la pensión donde vivía. Dijo que estaba entrenando. O caminaba por calle Córdoba señalando con dedo índice hacia el cielo, vocalizando como si hablara pero sin emitir sonido. La gente no le decía nada porque lo reconocían. Lo reconocían porque andaba siempre con la camiseta de Sparta puesta, debajo del saco y la corbata.
Dos días antes del partido me enteré que lo habían llevado a un manicomio. Una cosa muy mesurada, hecha bajo cuerda para que no tomara estado público, pero con la intención de que lo trataran, lo sedaran, procurando que para el domingo estuviera bien. Un tratamiento rápido, por supuesto, de shock se diría ahora.
El sábado lo fui a ver, con una curiosidad más humana que periodística. Le estoy hablando de una época en que había menos canibalismo periodístico, no existía esa compulsión hacia los escándalos y las noticias rimbombantes. De ser así... ¿cuántos periodistas hubieran dado lo que no tenían para disponer de una primicia como la que yo sabía, revelada por el propio presidente del club?
Me fui a Oliveros, entonces, donde había por entonces, una pequeña casa de reposo, de salud. Y ahí estaba Cansino. Le habían hecho un tratamiento de electroshock que le había chamuscado casi todo el pelo. Él tenía un pelo bastante mota, renegrido y, cuando yo llegué, todavía le humeaba. Se imagina usted que, por esos años, no había un cabal conocimiento del manejo de la energía eléctrica y esos tratamientos se hacían un poco a lo bestia. Le conectaban unos alambres, le humedecían la ropa para que hubiera una mejor transmisión de la corriente y ahí le sacudían. Cuatro, cinco veces, las que fueran necesarias. El doctor que estaba a cargo del establecimiento me dijo que también le habían suministrado unas inyecciones de láudano, tilo y mercurio, para tranquilizarlo. También me contó que indudablemente la práctica del fútbol había empeorado la disfunción mental de Cansino, aquella descoordinación entre un hemisferio cerebral y el otro, de la cual me había hablado Suárez.
"Cada vez que este muchacho va a cabecear, y cabecea -me dijo-, el cimbronazo del impacto descoloca un poco más la armonía entre un hemisferio y el otro, haciendo más grande la grieta entre ambos".
De todos modos, la verdad es que Cansino lucía tranquilo, calmo. Se paseaba entre los otros pacientes con una sonrisita por esa especie de parque que tenía la clínica. Me reconoció enseguida y fue muy cordial conmigo. Me dijo que iba a jugar al día siguiente, que estaba perfecto. Me preguntó si yo sabía idiomas, porque creía reconocer la voz mía entre las voces que solía escuchar, habiéndole en portugués. Le dije que no, que lamentablemente sólo hablaba castellano. Incluso en un rasgo de sensatez me consultó cuál sería la formación del equipo de Sportivo Federación al día siguiente, y si había llegado al país en el dirigible Hindenburg. Ahí la pifiaba feo porque Federación era un club de acá nomás, de Roldan. Pero no lo encontré mal, dentro de todo.
Al día siguiente, el domingo, fui a la cancha. Había un gentío impresionante. Era la final, creo que ya le dije. Y el Loco Cansino salió con el equipo, lo que provocó una algarabía enorme entre la hinchada de Sparta porque algo había trascendido sobre su internación y había rumores de que no iba a jugar. Humeaba un poco, todavía, o al menos así me pareció a mí, pero también es posible que haya sido ese vapor que se desprende de los jugadores cuando están transpirados por el calentamiento previo y salen al frío del invierno.
Eso sí, lo noté algo descoordinado en los movimientos. Se hizo la señal de la cruz -yo no sabía que era tan católico- tocándose la frente, un hombro, una cadera, la rodilla derecha y el otro hombro. Luego se le producía un estremecimiento facial, una contracción como la que ocurre cuando uno bebe algo muy ácido. Pero estaba bien.
La cuestión es que empezó el partido y Federación metió un gol, así nomás, de arranque. Y, por supuesto, curado o no curado, contenido o no contenido, el Loco se largó a llorar, lo que produjo la burla, la cargada, el sarcasmo de la hinchada rival que había llegado en buen número.
Era algo contradictorio porque, como ya le he contado, Cansino lloraba y metía pierna como el que más, trababa más fuerte que ninguno y gambeteaba a cuanto rival se le cruzara. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. Cerca del final del primer tiempo, Federación metió el segundo gol. Era más equipo, buscar otras explicaciones sería faltar a la verdad. Más equipo. Empieza el segundo tiempo y el Loco estaba desatado.
Lloraba y metía centros, lloraba y pateaba al arco, lloraba y eludía a los adversarios. Cerca de los 20 minutos hizo una jugada bárbara y se metió en el arco con pelota y todo: 2 a 1.
En eso, yo, que estaba agarrado al alambrado, cerca de los palcos para la prensa y las autoridades, entre el griterío de la gente escucho una sirena. Me doy vuelta y veo llegar, por detrás del estadio, una ambulancia, a toda velocidad. Enseguida entran al estadio un par de enfermeros, con el médico que yo había conocido en la casa de salud de Oliveros y se dirigen corriendo hacia el palco del ingeniero Wernicke. Me acerco, entonces, a riesgo de que me consideraran un entrometido. Y escucho que el médico le cuenta al ingeniero que Cansino había matado a uno de los pacientes de la clínica. Se suponía que lo había degollado con un vidrio durante la noche, pero había escondido el cuerpo bajo la cama de su propia habitación y los enfermeros recién lo encontraron al mediodía, cuando a Cansino ya le habían permitido volver a Rosario para jugar el partido. Según el médico, había que encerrarlo de inmediato porque era muy peligroso.
Yo vi la cara del presidente y comprendí de inmediato el intenso conflicto emocional que lo invadía en esos momentos. Cansino era fundamental para alcanzar el empate que les permitiría consagrarse campeones. Le pidió, entonces, le rogó, al médico, que le diera a Cansino diez minutos más de libertad. El médico accedió, en parte porque le gustaba el fútbol, y en parte porque estaba esperando la llegada de la policía para dominar a Cansino.
Diez minutos después, exactamente diez minutos después, Cansino hizo otra jugada extraordinaria y le sirvió el gol al Valija Molina, un nueve grandote que era muy bruto pero que siempre la empujaba adentro. Molina hizo el gol y, automáticamente, toda la hinchada de Sparta invadió la cancha, para festejar.
Fue lo que aprovecharon la policía y los enfermeros, junto con nosotros, para correr hacia donde todos los jugadores de Sparta celebraban apilados: una decisión providencial, creo. Cuando llegamos hasta la montaña de jugadores, debajo de dos o tres de ellos, Cansino, rojo, desencajado, estaba estrangulando a Sturam, al petiso Sturam, el cuatro de su propio equipo con un alambre de enfardar.
Se le tiraron encima los enfermeros, los policías y hasta el presidente mismo para contenerlo. Después la prensa, desinformada, acusó a la policía de parcialidad manifiesta por unirse en el festejo de la conquista. Lo cierto es que, en el remolino de gente, lo agarraron a Cansino entre muchos y se lo llevaron para el túnel.
El partido no pudo reanudarse, había mucha gente dentro de la cancha y en realidad faltaban nada más que dos minutos. Entre la algarabía de la hinchada, yo escuché las sirenas de las ambulancias y de la policía alejándose. Fue la última vez que pude ver a Cansino. El club notificó luego que lo habían vendido a Montevideo, hubo trascendidos de que se había retirado del fútbol. Pero lo cierto es que nadie supo nada más de él.
Quedó como un héroe, eso sí. Vaya usted y pregunte a los viejos hinchas de Sparta por el Loco Cansino y todos se van a llenar la boca de elogios hablándole de él. Yo estuve tentado un par de veces de irme para Oliveros porque tenía la sospecha de que lo habían vuelto a encerrar allí. Pero vio cómo son estas cosas, va pasando el tiempo, uno se ocupa de otras cosas, y al final no va nunca. Pero... qué wing derecho era el Loco... Qué wing derecho.

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