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El amor platónico de Bill Shankly

Bill Shankly, autor de las citas más audaces e ingeniosas de la historia del fútbol, se hizo hombre en East Ayrshire, Glenbuck, Escocia. Creció en el seno de una familia humilde de diez hermanos, tuvo una infancia durísima, llena de calamidades, y eso forjó en él un carácter tan crudo como irónico. No pudo darse un baño en condiciones hasta los quince años, trabajó a destajo en la mina y encontró en el fútbol, la válvula de escape perfecta para alegrar su complicada vida.

Shankly, un futbolista discreto, pronto entendió que su vocación estaba en el banquillo. Su primer equipo fue el Grimsby Town, luego pasó al Workington y más tarde, en 1956, ficharía para ser entrenador de un equipo modesto, el Huddersfield. Fue allí, en ese equipo, donde Shankly hizo debutar a un muchacho de clase obrera, con pies alados, mala leche y un descaro sobrenatural con la pelota en los pies.

Se llamaba Denis Law, era escocés, había crecido en un barrio marginal de Aberdeen y sólo tenía quince años. Después de unos cuantos partidos, Shankly habló con el presidente del Huddersfield, le pidió retener a cualquier precio a aquel muchacho y le dio un consejo:

-Oiga Presidente, saque su diario y anote esto. Algún día, Denis Law será transferido por 100.000 libras esterlinas.

El presidente no le hizo caso, Denis Law terminó en el Manchester City. Quizá inspirado en aquella jugarreta de aquel presidente, Shankly llegaría a definir a los directivos del fútbol de un modo tan crudo como lapidario:

“La Junta Directiva ideal estaría compuesta por tres hombres: dos muertos y un agonizante”.

Finiquitada su experiencia con el Huddersfield, el bueno de Shankly aceptó el reto de dirigir al entonces modestísimo Liverpool, un equipo sin grandes expectativas que deambulaba por la Segunda división inglesa. Allí fue donde forjó su legendario carácter ganador, donde se convirtió en el manager más famoso de todos los tiempos y donde dejó, con carácter vitalicio, el germen ganador de la filosofía Shankly.

En Liverpool fue donde obligó a su mujer, el día de su boda, a asistir a un partido… de Segunda División. En Anfield fue donde Bill implantó la costumbre de levantar a sus jugadores a las ocho de la mañana para que vieran, son sus propios ojos, cómo trabajaban los mineros de Liverpool. Y en ese club fue donde Shankly instauró reuniones con sus jugadores media hora antes de saltar al campo. Les hacía arrodillarse y les hablaba. Les hablaba de boxeo. De combates históricos, de boxeadores heroicos, de fajarse, de no rendirse. De respeto. De jugar y ganar. De ser los mejores.

Sin embargo, en toda la carrera de Shankly, sólo existió un sueño deportivo irrealizable. Fichar para su Liverpool a aquel descarado escocés que debutó de su mano en el Huddersfield. Shankly había profetizado en 1956 que ese niño prodigio, ese tal Denis Law, algún día valdría 100.000 libras.

La profecía se cumplió el 12 de Julio de 1962, cuando el gran rival del Liverpool, el Manchester United de Matt Busby, fichaba a Law por 115.000 libras esterlinas, una suma de dinero que escandalizó al mundo, y que acabó con el sueño de Shankly.

Denis Law ficha por el Manchester United, a su derecha Matt Busby

Aquel fichaje relámpago el United resultó muy doloroso para Shankly, cuyo ojo clínico ya había vaticinado el talento de Law. Con el tiempo, el patriarca de Anfield, acabaría rendido a la elegancia y clase de su compatriota escocés.

"Law es tan bueno -afirmaba Shankly- que podría bailar en una cáscara de huevo".

No hablaba por hablar. Denis Law inspiraba un fútbol alegre, contagioso, eléctrico y preciso. Alejado del cánon cavernario del patea y corre británico, se convirtió en una especie de volante atípico, más afín al arquetipo latino que al fogoso extremo de Las Islas.

Tan discontinuo en su rendimiento como letal en el área, el fútbol de Law fue el complemento perfecto para el talento de los otros dos grandes talentos del United: Bobby Charlton y George Best. Juntos pero no revueltos, Best, Charlton y Law formaron un triunvirato perfecto, armónico, imparable.

Lo que la política fue incapaz de conseguir, lo unió el fútbol, y un norirlandés, un inglés y un escocés fusionaron su magia, su carisma y su genialidad al servicio de una misma bandera, la del Manchester. Aquellos tres cruzados del Imperio Británico alzaron la Copa de Europa de 1968, y fue fueron considerados como el tercer corazón de Inglaterra, según la prensa de la época, después de Su Majestad La Reina y de The Beatles.

Charlton era el oportunismo, el estajanovismo, la tradicional flema inglesa y el liderazgo en el campo. Best era un genial e irreverente futbolista, un tipo con pie de terciopelo y una cabeza mal amueblada. Law, amén de su grave lesión de rodilla y de su permanente mala leche sobre el terreno de juego, era el goleador inesperado, la chispa adecuada, el tipo capaz de encender a la masa, el interruptor que conectaba una máquina de hacer fútbol.

Su miopía nunca fue un problema cerca del área, sus quiebros eran tan bruscos que hacían descarrilar defensas y su visceralidad le convirtió en uno de los fundadores del histórico club de futbolistas a los que hoy se conoce por ‘Bad boys’ (Chicos malos).

Law, el chico que creció en un barrio modesto de Aberdeen, llegó a hacer realidad el cuento de Cenicienta y se convirtió en una de las estrellas fugaces más brillantes de toda la historia del Imperio Británico. Amó al fútbol por encima de todas las cosas. Vistió la camiseta del Huddersfield, se hizo futbolista en el Manchester City, pasó una temporada en el Torino italiano, alcanzó la gloria con el Manchester United y por último, en su última temporada en activo, decidió colgar las botas en Maine Road, el hogar del Manchester City.

Además de ser internacional por Escocia en 55 ocasiones, Law disputó en toda su carrera un total de 587 partidos, anotando la friolera de 300 goles. Fue Balón de Oro en 1964. Ningún otro escocés ha logrado volar tan alto con una pelota en los pies. Bautizado como ‘El escocés volador’, Law ganó prestigio, fama y dinero durante los años sesenta.

En Julio de 1974, el padre deportivo de Law, el mítico Shankly, anunciaba su retirada del Liverpool. Ese día, los aficionados colapsaron la centralita del club y los trabajadores de las fábricas locales amenazaron con ir a la huelga si no regresaba su héroe, pero Shankly consideró que había llegado el momento de pasar más tiempo con su mujer Ness y su familia. Shankly ganó todo, pasó a la historia como el mejor manager de todos los tiempos, y su Liverpool jamás caminará sólo. Sin embargo, al bueno de Bill siempre le atormentó no haber podido conseguir el fichaje de Denis Law para su Liverpool.

Fue su amor platónico, el sueño frustrado e imposible de toda su vida. Law nunca llegó a jugar para el Liverpool. Fue el único sueño que Shankly no pudo alcanzar.

(publicado en el blog “Siempre fútbol” del lunes, 12 de Enero de 2009)

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Bobby Charlton



Fecha: 1970
Lugar: Ipswich, Inglaterra
Fotógrafo: Peter Robinson

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El fútbol es un juego muy sencillo. Son los jugadores los que lo hacen complicado.

(GORDON STRACHAN, ex jugador y entrenador escocés)

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A mis jugadores les daba una variante del mismo mensaje todos los sábados a las tres menos de diez: 'Ahora mismo le pegaría un tiro a mi abuela con tal de conseguir los tres puntos esta tarde'. Así sabían lo importante que era que se dejaran la piel por la causa. Siempre sin excepción. Por eso mi abuela vivió más vidas que mi gato.

(BRIAN CLOUGH [1935-2004], célebre ex jugador y entrenador inglés y su opinión sobre la victoria)

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Miren bien ese sótano... De allí salieron los Beatles. Ellos se plantaron solos contra el mundo y ganaron, y lo lograron porque creían en lo que hacían, creían en sus ideales. Bueno, nosotros somos como los Beatles, estamos solos contra el mundo y queremos ganar apoyados en la fuerza de nuestros ideales.

(ROBERTO MARELLI, médico, psicólogo y verdadero gurú espiritual de aquel plantel de Estudiantes de La Plata en The Cavern Club, lugar obligado en una recorrida por Liverpool, antes de la final de la Intercontinental del miércoles 16 de Octubre de 1968 contra el Manchester United)

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Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba (Daniel - México)


Olía fuerte, a pura piel de becerro recién curtida y era dura como una roca. Apenas pude tenerla unos segundos entre mis manos, pues todos querían tocarla, olerla y sentirla como un objeto sagrado. Aquella tarde, los del club aguardaban su llegada reunidos en la casa de los hermanos Dawe. Dos días antes, William Blamey había desembarcado en Veracruz con la tradicional lista de encargos de todo viaje a Gran Bretaña: costales de té, sacos de casimir, barriles de whisky, varios kilos de ejemplares de The Times y novelas de Dickens o Wilde, aunque ahora todo eso había pasado a segundo término. 

El objeto más deseado de su valija era redondo, macizo, de auténtico cuero británico: un balón reglamentario de football aprobado por árbitros ingleses. Una pelota como las utilizadas en la Copa de la Asociación de Football de Inglaterra y no ese amasijo amorfo confeccionado por los curtidores locales con el que habían tenido que jugar todo el año. Sí, al final de cuentas era piel vacuna, mexicana o inglesa, qué más daba, pero para ellos había diferencias abismales, como si aquel objeto traído de ultra mar ocultara un diamante en su circunferencia. Tras un par de años trabajando en la compañía Real del Monte había empezado a comprenderlos: ellos querían jugar sobre pasto británico, portando uniformes confeccionados en sastrerías de Londres y beber al final del partido generosos vasos de whisky escocés mientras departían con sus novias y esposas, todas ellas inglesas por supuesto. 

Blamey llegó a la casa minutos antes de las cinco de la tarde, cuando el agua para el té ya hervía en el fogón. Apenas cruzó la puerta se hizo un silencio litúrgico, preludio del momento más esperado. Sin decir una palabra, el recién llegado sacó el balón de una maleta de cuero y lo colocó sobre la mesa junto a las jarras de té y las charolas de galletas. Aquello era como si los caballeros del Rey Arturo contemplaran el Santo Grial colocado en el centro de su mesa redonda. Yo mismo, ubicado a unos metros del comedor, miraba fascinado aquella pelota. 

En mi calidad de empleado no me era dado participar de sus tertulias y aquella tarde había acudido a casa de los Dawe sólo para entregar el reporte de pago de jornales a los mineros, pero mi llegada coincidió con el arribo del primer balón profesional de football que rodó en la cancha de Pachuca. ¿Fue el primer balón oficial británico que rodó en canchas mexicanas? Yo quiero creer que sí, aunque sin duda los escoceses borrachos del Orizaba dirán que ellos lo trajeron primero y los señoritos del Crickett Club también presumirán lo mismo. Me disponía a retirarme cuando el presbítero Quickmire me indicó que me acercara y sin decir “agua va” puso el balón en mis manos. 

-Anda, para que veas lo distinto que es un verdadero balón de football, muchacho. 

Creo que no la tuve más diez segundos en mis manos, pues Willie Rule me la quitó de inmediato, como si mi tacto fuera a contaminar aquella pieza sacra en donde alcancé a leer grabado en el cuero las palabras Old Eatonians. Lo primero que pensé fue en los muchachos de la mina, quienes no me creerían cuando les dijera que había tenido en mis manos un balón oficial de la Copa Inglesa, un balón que en nada se parecía a nuestros molotes de trapo y manta con los que nos divertíamos por las tardes. La pelota pasaba de mano en mano tocada con el cuidado y la reverencia que merecería una pieza del Renacimiento extraída de un museo. Llegué a creer que ese balón jamás rodaría en la cancha ni recibiría patada alguna y acabaría colocado en un altar con velas a su alrededor, pero me equivocaba; a la mañana siguiente, un domingo ventoso y de cielo despejado, los del club estrenaron su balón británico jugando un partido interescuadras. 

A unos metros de la línea de meta, los muchachos de la mina y yo gozábamos nuestro día de descanso viéndolos partirse el alma por la posesión de esa pelota que había cruzado el Océano Atlántico para terminar justo en la cancha de la mina Real del Monte donde cada sábado jugaba el Pachuca Athletic Club, un equipo que según el presbítero Quickmire, estaba a la altura de pelearle al Wanderers, al Sheffield o al Etonians. 

Me llamo Hilario Lucio, pero ese nombre no quedará para la posteridad. En mi partida de bautizo dice que nací en 1885 en Pisaflores, Hidalgo. Hilario me llamo por el santoral y Lucio fue el apellido de mi madre, siempre soltera. El apellido de mi padre lo desconozco y no me interesa preguntar por él. Nunca lo conocí ni tuve la más mínima noticia de su paradero. Las malas lenguas, por supuesto, nunca han faltado alrededor de mi vida. 

-Eres güero pecoso de rancho porque tu papá ha de haber sido un gringo que dejó a tu mamá, me decían en la calle para hacerme rabiar. Yo nunca molesté a mi madre con esas preguntas. Ya bastante se partió el alma para ser mi madre y mi padre a la vez. Todo lo que soy se lo debo a ella. Mi madre siempre trabajó en las casas de los ingenieros de la compañía Real del Monte en Pachuca. Ama de llaves le decían a su cargo. Como masticaba bien el inglés, ella era la encargada de recibir a las visitas, dar los recados y regentear a la servidumbre. Fue uno de sus patrones, el ingeniero Ryan Southgate, quien permitía que yo entrara de oyente junto con sus hijos a las lecciones que impartían sus estrictas institutrices inglesas. Aprendí a leer en inglés antes que en español y aunque me entretenían los dramas de Shakespeare que las institutrices nos obligaban a memorizar, lo mío siempre fueron las sumas y las restas, las multiplicaciones y las divisiones. Fueron los numeritos quienes me abrieron la puerta de la oficina de contabilidad de la compañía Real del Monte. 

Nunca le tuve miedo a la mina, pero siempre quedó claro que yo era más útil sumando y restando la raya de los mineros. Hilario Lucio es el nombre que quedó registrado en los archivos de la compañía Real del Monte. En esos papeles se puede leer que Hilario Lucio fue un joven que trabajó de auxiliar contable a principios del siglo, unos años antes de la Revolución. El problema es que el nombre de Hilario Lucio no quedó ligado al del Pachuca Athletic Club. En ninguna crónica de la época consta que haya alineado en el equipo un joven con ese nombre. Lo que sí consta, es que en aquel año del primer torneo nacional jugó con el club un muchacho de 17 años llamado Niegel Hatley, que hacía diabluras y picardías por la banda izquierda 

Recordaremos por siempre al año 1901 por un par de acontecimientos que sacudieron a la ciudad: la muerte de la Reina Victoria y la fundación oficial del Pachuca Athletic Club. La muerte de la soberana sembró el luto en la compañía Real del Monte. Aunque la etiqueta británica les impedía llorar y externar sus sentimientos, era evidente que a mis patrones les dolía en lo más profundo el fallecimiento de su reina. Sin embargo, el luto no fue tan riguroso como para apagar la euforia que les producía la inminencia del arranque del Primer Torneo Nacional de Football en donde el Pachuca Athletic Club mediría fuerzas con los clubes de la Capital y con esos escoceses juerguistas que fabricaban cerveza en Orizaba. La idea de jugar ese campeonato fue impulsada desde la compañía Real del Monte. 

Llevaban más de un año jugando todos los sábados y ya iba siendo tiempo de medir fuerzas con los otros clubes. El país y el futbol han cambiado mucho desde entonces. Han pasado 35 años, pero a veces creo que transcurrió un siglo entero. Hubo una revolución que costó más de un millón de muertos. Gobiernos fueron y vinieron con sus promesas de igualdad y redención social. El futbol de aquel entonces se fue para siempre, como se fueron los aristócratas porfiristas afrancesados que paseaban en sus carruajes por la calle Plateros. Hoy el futbol lo dominan Atlante y Necaxa, España y Asturias. El Equipo Nacional de México ya fue a una olimpiada en Ámsterdam y a un mundial en Montevideo y aunque hay muchos gachupines metidos en este deporte, hoy los mexicanos truenan sus chicharrones en las canchas. Pero hace 35 años, en 1901, el futbol era football y era un asunto exclusivo de británicos para británicos en donde los mexicanos no teníamos cabida. No es que hubiera una regla que lo prohibiera; simplemente no se estilaba y para los británicos la costumbre es sagrada. 

El football era un ritual tan inglés como el té en donde los mexicanos éramos solamente espectadores. De no haber sido por el presbítero Quickmire, yo me hubiera pasado la juventud entera como espectador de los juegos de mis patrones, conformándome con patear una pelota de trapo frente a porterías de piedra. Pero el destino, o más bien dicho el presbítero, quiso que yo tuviera el derecho de patear una pelota de becerro británico sobre una cancha de pasto en un juego dirigido por un árbitro inglés. Las crónicas dicen que un señorito llamado Juan Cortina, educado en los mejores colegios de Inglaterra, fue el primer mexicano en jugar al football. Bueno, eso lo dicen porque el nombre de Niegel Hatley es británico y suponen que quien así se llamaba también lo era. 

El sábado fue siempre el día más deseado de la semana. Al medio día, a la salida de la mina, se formaba una fila frente a mi escritorio. Luego de partirse el lomo durante seis días, los trabajadores cobraban su jornal cuya paga me tocaba coordinar a mí. Los rostros en la fila contagiaban ánimo de fiesta. Los sábados por la tarde transcurrían para los mineros entre pulque y cerveza, aunque en aquel año eran cada vez más los que se acercaban a ver a los patrones entregarse a ese ritual de patear la pelota que tanto les fascinaba. Sus mujeres preparaban bocadillos y colocaban mesas alrededor de la cancha en donde jamás faltaba el whisky. Del otro lado nos colocábamos nosotros, con las cervezas frías y la curiosidad por ir descubriendo las claves del juego. Ver a los jefes entregados con semejante pasión a esa manía de correr tras la pelota nos divertía de sobremanera. 

Así pasamos varios sábados de aquel año 1901, hasta que un fin de semana decidimos pasar de la contemplación a la acción. Con trozos de manta y trapo armamos una bola y nos pusimos a patearla en un campo baldío que estaba a unos metros de la cancha. Nunca nos habíamos divertido tanto. Sudábamos la gota gorda y pateábamos el trapo hasta que las piernas no daban más. Las cervezas sabían a gloria después de los juegos. Empezamos a armar retas con apuestas y muy pronto hubo piques entre nosotros. Ahora esperábamos con ansias la llegada del sábado para poder salir de la mina a patear nuestro pedazo de trapo y demostrar habilidades. 

Los mineros eran tipos rudos, recios, que jugaban con fuerza y determinación. Lo mío en cambio era la rapidez. Yo no soy quien para presumir mis cualidades, pero a los 16 años de edad me transformé en una flecha por la banda. Siempre fui flaco y de pierna larga y una vez que agarraba la pelota nadie podía alcanzarme. Obvia decir que no nos era posible pisar la cancha de pasto de los patrones ni patear un balón de cuero, pero a nuestra manera nos divertíamos. Ensimismados en su británico ritual, nuestros patrones no habían reparado en que los estábamos empezando a imitar con éxito, hasta que una tarde el presbítero Quickmire se paró a lado del baldío y se quedó a vernos jugar. Al final, nos felicitó por aprovechar la tarde del sábado fortaleciendo el cuerpo y el espíritu en lugar de malgastar la raya en la pulquería. 

-Eres veloz, muy veloz muchacho, pareces una liebre loca, me dijo el presbítero la segunda vez que fue a vernos al baldío. 

Por aquel entonces el equipo de los patrones ya se había constituido oficialmente como el Pachuca Athletic Club y se daban a la tarea de entrar en contacto con otras escuadras para organizar un primer torneo nacional. Aparte de Pachuca, había en el país otros cuatro clubes formalmente constituidos, si bien en la compañía Real del Monte no quedaba duda alguna de que nadie podría superar a su poderosa escuadra. No por nada tenían en sus filas al mejor jugador de todo el territorio mexicano: George Camphuis. Era cuestión de viajar a la Ciudad de México a demostrar quién era el mejor de todos. Finalmente, luego de arduas gestiones, todo quedó listo para jugar el primer partido. Los señoritos del British Club visitarían Pachuca. Aquel fue un día de fiesta en la ciudad. Los alrededores de la cancha fueron engalanados con guirnaldas y en las mesas circundantes pusieron las mejores botellas de whisky traídas de la Isla por Blamey. 

Los de la palomilla minera nos instalamos a una prudente distancia con nuestras respetivas cervezas dispuestos a ver a 22 británicos dejar el alma en la cancha. Los del British Club bajaron del tren vestidos como catrines. En la estación fueron recibidos con toda la pompa, si bien a los patrones no les cabía duda alguna de que Pachuca los despedazaría en la cancha. Pronto quedó claro que las apariencias engañan y esos catrincitos del British Club resultaron ser un hueso muy duro de roer. Pachuca sacó un apuradísimo empate a dos goles luego de ir abajo y ser superado en varios lapsos del partido. Por supuesto, al final del match hubo tertulia y whisky con los rivales, pero el ánimo de los patrones no era el mejor, pues en la cancha había quedado claro que Pachuca Athletic Club, con todo y Camphuis, no era la aplanadora que suponían. Ahora el equipo debía viajar a la Ciudad de México en donde los aguardaba el Reforma Athletic Club y el México Cricket Club y luego del primer partido, ya no se sentían tan seguros de regresar cubiertos de gloria. 

Aquella noche el presbítero Quickmire llamó a la puerta de mi pequeña habitación. Mi madre y yo compartíamos una casita ubicada en el jardín de la familia Southgate, a quienes el presbítero visitaba con frecuencia. Esa noche Quickmire llegó hasta nuestro recinto sin entretenerse con la familia. Venía a verme específicamente a mí, para plantearme un asunto urgente. 

-¿Hablas inglés como un caballero de Oxford, muchacho? 

-Usted sabe que lo hablo señor, lo hablo bien, pero mi pronunciación está lejos de ser excelente. 

-Mmm…, y esa cara tuya tan pecosa, tus ojos claros. Tú podrías pasar por galés.

-Pero soy hidalguense señor, natural de Pisaflores. 

-Con la pelota de trapo eres muy rápido muchacho. ¿Crees que pudieras correr igual pateando una pelota de verdad? 

-Bueno, la pelota de cuero es muy dura, pero la velocidad es la misma. 

-Muchacho: si yo le sugiero al Club que nos acompañes a la Ciudad de México ¿No nos vas a defraudar? 

-¿Cuándo los he defraudado señor? Ya sea para llevar la contabilidad, para servir de intérprete o para acomodar las mesas antes de las tertulias, trato de hacer mi trabajo de la mejor manera. 

-Pero a la Ciudad de México no vamos a llevarte de intérprete o de mandadero. Vamos a llevarte a jugar por la banda izquierda como sólo tú sabes hacerlo. 

Me quedé sin respuesta. Yo sabía que el presbítero Quickmire era un tipo bromista cuyo humor negro me había hecho pasar más de un mal rato, pero aquella vez no parecía estar jugando. 

-Una cosa más mozalbete. ¿Serás capaz de hacerte pasar por inglés si alguien te pregunta por tu origen? 

-Usted me ha dicho que mentir es pecado.

-Pues quedas absuelto. Ahora te llamas Niegel Hatley y sólo responderás cuando se te llame por ese nombre. Hilario Lucio se quedó a trabajar afuera de la mina. Niegel Hatley es jugador del Pachuca Athletic Club y ahora sólo tienes que aprender a tomar el té como un caballero y probarte este uniforme que a partir de hoy debes defender como si fuera parte de tu piel. 

Cuando puso sobre mi cama el uniforme azul y blanco del Pachuca Athletic Club supe que no estaba bromeando y que toda mi vida había tenido sentido sólo por llegar a ese momento. 

-Bueno muchacho, ese uniforme lo usarás en la cancha del Reforma Athletic Club, pero en el tren viajaremos vestidos con nuestros mejores trajes. Que ni crean esos catrines de la capital que van a impresionarnos o a hacernos sentir menos. 

Nunca había usado un traje tan elegante como el que me prestó el presbítero Quickmire aquella mañana y nunca me había subido a un tren. Vaya, para ser honesto ni siquiera había salido del Estado de Hidalgo. Cualquier cosa que hubiera imaginado yo de la capital se quedó muy corta con lo que encontré al llegar. Los volcanes, las casonas, los carruajes, los parques, la calle Plateros. Aquello era aquella en verdad la Ciudad de los Palacios. La cancha del Reforma Athletic Club, ubicada en el Deportivo Chapultepec, era una alfombra verde donde ni una brizna de hierba era más alta que la otra. Era una cama de pasto donde daban ganas de revolcarse. Comparada con ella, hasta la cancha de los patrones en Pachuca parecía un potrero. Los del club me habían comentado que los juegos en el Deportivo Chapultepec eran acontecimientos que reunían a lo más granado de la sociedad británica en la Ciudad de México, pero debo admitir que jamás imaginé tanto lujo. Aquello era como estar en un jardín de Buckingham Palace. Qué mujeres. Ni en sueños había yo visto princesas como las novias de los jugadores del Club Reforma. 

En las mesas centrales estaba el mismísimo embajador de Gran Bretaña en el país acompañado por ejecutivos del Banco de Londres y México. Al arribar a la cancha, fuimos retratados por fotógrafos del Mexican Herald y el Two Republics. Confieso que entonces las piernas me empezaban a temblar y los nervios me devoraban. Había tenido apenas tres días para entrenar con mis nuevos compañeros y acostumbrarme a patear la dura pelota de becerro británico. No se si era mi condición de mexicano o de subordinado en la compañía, pero el caso es que no todos en el equipo digerían muy bien la idea de mi inclusión. El presbítero Quicksmire tuvo que llevar a cabo una ardua labor de convencimiento entre algunos miembros del plantel para que me aceptaran, pero me quisieran o no, ahí estábamos los once caminando al centro de la cancha donde nos aguardaban nuestros rivales para el saludo de cortesía. Cuando el árbitro Reginald Penny hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, quedó claro que la etiqueta británica quedaría afuera de la cancha, pues dentro habría una batalla campal en donde no cabría la más mínima concesión. 

Los primeros minutos troté como un potro desbocado viendo pasar sobre mi cabeza los pases aéreos del Reforma, que lucía mucho más asentado en la cancha. Habrían pasado unos ocho o nueve minutos cuando las cosas empezaron a cambiar. Harry Abraham me mandó un pase filtrado a mi banda izquierda y por primera vez pude pegar una carrera con la pelota en mis píes. Mi velocidad desconcertó a los defensas. Ellos eran maestros de los balones por aire donde sus cabezas y pechos mandaban, pero se mareaban con un balón a ras de piso conducido con semejante rapidez. Aquel primer pique terminé en un centro que le envíe a William Bray, quien remató y estrelló el balón en el arquero del Reforma. Ahí estaba nuestro primer aviso y nuestro rival se mostraba inquieto. 

La confianza y el alma me habían vuelto a las piernas. Realicé tres o cuatro piques más que acabaron en tiros de esquina o falta favorable. Fue pasando la primera media hora cuando un defensa de Reforma me derribó en las cercanías del área. Camphuis ejecutó raso el tiro libre. La pelota encontró un hoyo entre el muro de piernas y acabó anidada al fondo del arco. 1-0. El público aplaudió con total sobriedad. Con la mínima diferencia a favor llegamos al medio tiempo. La segunda parte sacó a relucir la furia del Reforma Athletic Club que con pelotazos elevados sobre el área buscaba las cabezas salvadoras de sus altísimos delanteros. Su desesperación me abrió una avenida por la banda izquierda por donde corrí a placer ejecutando contragolpes que los sacaban de quicio y los obligaban a poner a un gigantón defensa a marcarme. Mi marcador era fuerte, pero terriblemente lento, por lo que solía recurrir compulsivamente a la falta. 

Cerca del minuto 20 logré eludir la patada de mi guardián y pegar una descolgada que lo dejó muy atrás. A la entrada del área cedí a Jimmy Bennetts quien no tuvo más que tocar suavecito por abajo del arquero. 2-0. Euforia total. Los 25 minutos restantes nos dedicamos a jugar con la desesperación del Reforma con pelotas bajas y cambios de juego. Estuvimos cerca de meter el tercero, pero su guardameta desvió con las uñas un tiro de Camphuis. Sonó el silbatazo final. 2-0. Aplausos de píe. Las princesas británicas miraban incrédulas a sus novios derrotados por el equipo de mineros. Yo estaba tan eufórico, que en la tertulia posterior por poco olvido mi papel de Niegel Hatley y casi empiezo a actuar como Hilario Lucio. 

Siete días después, con la confianza en los cielos, jugamos con el México Cricket Club. Misma cancha, misma elegancia. Estos señoritos tal vez sabían manejar bien los bastones, pero no eran muy hábiles a la hora de usar sus píes para patear un balón. Aunque su entrenador Percy Clifford era una eminencia, los del Cricket demostraron que aún les faltaba entrenar mucho. Antes del minuto 30 ya les ganábamos 2-0 con goles de Rabling y Camphuis. Parecía un pan comido, pero al arrancar su segundo tiempo su delantero más alto nos clavó un gol de cabezazo. 2-1. El Cricket se nos vino encima y en su afán por empatar nos regaló preciosos espacios. Fue entonces cuando llegó mi momento arrancar en descolgada y ceder a Camphuis, cuyo remate cañonero fue rechazado por el guardameta, con tan buena suerte para mí, que el balón de becerro británico cayó justo en mi pierna derecha para que fusilara y sintiera ese placer incomparable de ver la red estremecerse.3-1. Niegel Hatley había inscrito su nombre en la lista de anotadores de aquel primer torneo. Todavía Thomas Patton clavó un cuarto gol en una nueva descolgada. El 4-1 fue contundente y los catrines empezaron entonces a respetar a los mineros. 

Regresamos a Pachuca cubiertos de gloria, pero aún faltaba un escollo para poder proclamarnos campeones: los escoceses del Orizaba. Blamey hizo gestiones y presionó hasta donde pudo para que el partido se jugara en nuestra casa, pero los de Orizaba acabaron por salirse con la suya y ganar un volado. Debíamos viajar a la Pluviosilla para enfrentar en su campo a los Albinegros. El presbítero me advirtió que los escoceses solían ser un hueso duro de roer en cualquier cancha. Inglaterra vs. Escocia era ya entonces un añejo clásico y los caledonios, recordando las hazañas de McGregor en las Tierras Altas, solían matarse en la cancha para poder derrotar a los ingleses. Aquellos escoceses eran hilanderos y fabricantes de cerveza. Los dirigía Duncan Macomish, que en su natal Escocia había jugado en Primera División y había logrado conjuntar en Orizaba un cuadro de rudos guerreros que metían fuerte la pierna. Las malas lenguas decían que solían empinar el codo más de la cuenta y que las tertulias de whisky y cerveza después de los partidos solían prolongarse hasta el amanecer, pero con todo y sus borracheras a cuestas, en la cancha no tenían compasión. 

Una densa neblina nos recibió la mañana en que llegamos a la Pluviosilla. Sólo hasta el medio día puede descubrir entre la bruma al imponente Pico de Orizaba, hierático gigante que sería espectador de nuestra batalla. Los catrines y las princesas brillaban por su ausencia en Orizaba. Tras esos hermosos bosques sumergidos en niebla perpetua había un ambiente rudo y hostil hacia nuestro equipo. Aquellos escoceses eran gente de trabajo duro como nosotros, no de tertulias de etiqueta como en la capital. Bajo la montaña más alta de México se jugaría una extraña versión del clásico entre Inglaterra y Escocia. Desde el momento en que el balón empezó a rodar, quedó claro que los Albinegros no darían tregua. Eran duros, correosos, de marca incómoda. Mi primer intento de pique por la banda fue frenado con tremenda patada. El primer tiempo acabó con el marcador en blanco. Iniciando el segundo tiempo logré por vez primera escapar a mi marcador y correr en descolgada frente al portero que mandó a tiro de esquina mi disparo. 

Las cosas pintaban mejor y nuestro ánimo nos decía que podíamos derrotar a los escoceses pero en nuestro afán por sentenciar el juego, los Albinegros nos contragolpearon y nos clavaron el gol. 0-1 con 25 minutos todavía por jugarse. Una densa neblina bajaba sobre la cancha. Sí, lo se, nos desesperamos y caímos en su trampa. Esperanzados en mi velocidad, mis compañeros me mandaban pases deseando ver un sprint mágico que acabara en el área rival, pero mis marcadores no tenían piedad. Faltaban unos cuatro minutos cuando logré eludir al defensa que tenía pegado como estampa, pero un segundo marcador, que según recuerdo se apellidaba Buchnann, frenó mi carrera y mi vida futbolística. 

Su barrida fue seca, asesina y escuché mi hueso partirse como un tronco. Tal vez fue la adrenalina, pero creo recordar que me paré o quise pararme de inmediato, pero mi pierna derecha estaba destrozada. Cuando me sacaron cargando olvidé a Niegel Hatley y con lágrimas en los ojos maldecía en español de pulquería. Dolor, llanto, neblina, gritos. Todo se confunde en mi memoria. Por fortuna, ya no estaba en la cancha cuando se dio el silbatazo final y los Albinegros de Orizaba festejaron haberse convertido en los primeros campeones nacionales del Futbol Mexicano, un torneo de cinco equipos británicos representantes de nuestra prehistoria futbolística que sin embargo quedó marcado para la historia. 

La fractura había sido total y mi recuperación tardó casi un año en que con mi pierna enyesada y mis muletas me paraba afuera de la mina para pagar las rayas del sábado y acudir después a la cancha a ver a mis compañeros. El siguiente torneo no pude jugarlo y me limité a ser espectador de derrotas. Fuimos último lugar, mientras que los catrincillos del Cricket dieron la sorpresa y se coronaron campeones. A finales de 1903, el presbítero Quicksmire me hizo una nueva oferta, aunque en esta ocasión no era futbolística, sino laboral: En la mina de Zacatecas ocupaban un jefe de contabilidad. Iría como jefe, no como auxiliar, con un sueldo bastante más alto. El problema es que en tierras zacatecanas el futbol no pasaba de ser un pasatiempo desorganizado. Mi pierna no volvió a ser la misma, pero aún así pude volver a jugar, aunque nunca jamás lo hice en un torneo oficial. 

Un año después, en 1904, recibí un telegrama del presbítero. Decía únicamente tres palabras: AHORA SÍ, CAMPEONES. Pachuca por fin se había coronado en un torneo jugado a dos vueltas. Los borrachos del Orizaba desbarataron su equipo un año después, mientras en otras plazas empezaban a surgir nuevos cuadros. En 1909, un año antes de la Revolución, me casé con Catalina Galindo, hermosa dama de Concepción del Oro. Cuando en 1914 las tropas villistas y huertistas tapizaron de muertos las calles de Zacatecas, mi mujer y yo nos habíamos exiliado a Inglaterra en donde puede ser espectador de grandes batallas futbolísticas. Regresamos a México en 1924 cuando los once hermanos del Necaxa y los “prietitos” del Atlante le arrebataban la gloria a los gachupines. El país no era el mismo, el futbol no era el mismo y había algunos que hasta empezaban a hablar de cobrar dinero por jugar. Habrase visto.

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El bolsillo de la camisa del árbitro es como una tostadora, cada vez que hay una entrada, aparece de pronto una tarjeta amarilla.


(KEVIN KEEGAN, ex jugador y entrenador británico)

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¿Qué balance hacés de tu paso por el fútbol inglés?

Me podría haber ido mejor. En Sheffield descendimos a Tercera, pero me fue muy bien a nivel individual porque cuando se eligió al equipo del siglo, en el año 2000, a mí me pusieron. Es cierto que esas elecciones son discutibles, porque tiene más peso lo de los últimos años, pero significa que algo hice. Lo mismo me pasó en Estudiantes, cuando arman esos equipos ideales del siglo.

¿Y en el Leeds?

Ahí jugué en Primera, pero tuve un problema: el entrenador que me llevó duró cinco partidos, vino otro, y a este nuevo le gustaba el fútbol a un toque. Las prácticas eran todas a un toque, y eso a mí me mató, porque me encantaba tenerla. No lo critico, eh, sólo digo que iba contra mi estilo, así que mucho no jugué.

¿Cuántos litros de cerveza tomabas en los terceros tiempos de Inglaterra?

Cero, porque no me gustaba y, además, servían la cerveza natural, así que pedía gaseosa. El tercer tiempo se hacía en todos los estadios: un lugar preparado donde iban los jugadores de los dos equipos y las familias del local. Se tomaba muchísimo alcohol y nunca vi un problema entre rivales que por ahí se habían dado duro en el campo.

¿Qué fue lo más curioso que te pasó en Sheffield?

Descendimos a Tercera y la gente entró para sacarnos en andas. Nos decían: “El año que viene ascendemos”. ¡Como en la Argentina! Lo contás y no te lo creen. No sé cómo será ahora pero eso fue increíble.

(ALEJANDRO SABELLA, actual entrenador de Estudiantes de La Plata, recordando su paso por el fútbol inglés en revista “El Gráfico”, edición Enero de 2010)

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Cuando me entero que a algún rival le ha dejado la mujer, yo procuro recordárselo en el campo.

(VINNIE JONES, ex jugador inglés, célebre por su mal genio dentro y fuera de las canchas)

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Para el esteta, el fútbol es una forma de arte, un ballet atlético. Para el que tiene inclinaciones espirituales, es una religión.

(PAUL GARDNER, ex futbolista inglés)

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La mayoría de los equipos de fútbol son temperamentales. Eso es, temperamento en un 90% y 10% mental.

(JOHNNY GILES, ex jugador irlandés del Leeds United)

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La idea es que en Anfield jueguen los mejores, así se los quitas a los rivales y creas competencia en el vestuario. A cambio, prometo no alinear a nadie por favoritismo y no admito que nadie cuente historias en contra de algún compañero.

(BILL SHANKLY [1913-1981], célebre entrenador del Liverpool)

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El hombre que viene a cuidar de mis pirañas me dijo que si me iba al West Ham ¡iba a matar a todos mis peces!

(PAOLO DI CANIO, ex jugador italiano, en 1998, cuando jugaba en el Sheffield Wednesday. Al año siguiente fichó por los 'hammers')

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El Mundial de fútbol organizado por Inglaterra en 1966 fue conquistado por el seleccionado local, ganándole en la final a Alemania por 4 a 2. Inglaterra se quedaba -por primera y única vez- con la Copa Jules Rimet, pero a través de un desarrollo que dejó ciertas dudas, teniendo en cuenta la famosa y extraña expulsión de Antonio Rattín, cuando enfrentó a la Argentina, también un gol anotado en la final ante a los alemanes (aún hoy muchos sostienen que la pelota no había traspasado la línea de anotación) y la presunta ayuda que otorgaba el hecho de que la autoridad máxima de la FIFA de aquél entonces, correspondía al inglés Stanley Rous, con todas sus innegables influencias.
Para muchos periodistas y entendidos, había ganado el "caballo del comisario". Pero le quedó a Uruguay (también fue perjudicada su selección por los arbitrajes en ese torneo) la satisfacción de haberle restado el único punto del torneo a Inglaterra. Fue el 11 de Julio de 1966, en el partido inaugural de la Copa, en el viejo estadio de Wembley, cuando Inglaterra jugó ante Uruguay. Igualaron sin abrir el marcador.
Aquel recordado cotejo, correspondiente al grupo que integraban Inglaterra, Uruguay, México y Francia, tuvo esta síntesis:
Inglaterra (0): Banks; Gohen, J. Charlton, Moore, Wilson, Stiles, R. Charlton, Bal!, Greaves, Hunt y Connelly.
ruguay (0): Mazurkiewicz; Ubiñas, Troche, Manicera y Caetano; Viera, Cortés, Gonçálvez y Rocha; Silva y Pérez.
Árbitro: Zsoit (Hungría)
Luego, el camino de Inglaterra para ganar el torneo proseguiría con triunfos ante México por 2 a 0; Francia por 2 a 0; Argentina por 1 a 0; Portugal por 2 a 1 y la final contra Alemania, por 4 a 2.

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Es muy joven y puede conseguir grandes cosas. Es un jugador de Playstation. Aún tiene para seis o siete años más a gran nivel y puede marcar una época. De cosas imposibles, las hace posibles. No conozco muchos jugadores capaces de marcar el cuarto gol como lo hizo él. El Barcelona es mucho más que Messi. En un jugador excepcional y en un gran equipo. Y en partidos grandes, los jugadores excepcionales son los que marcan la diferencia.

(ÁRSENE WENGER, entrenador del Arsenal, y más ecos de la gran actuación de ayer por Champions League de Lionel Messi ante los 'gunners')

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Messi es Dios y juega en el Barça.

(Titular del periódico digital ”El Blaugrana”, en su edición de hoy haciendo alusión a la histórica actuación de Lionel Messi ante el Arsenal inglés en el día de ayer)

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Isaac Newell nació el 4 de Abril de 1853 en Strood, Taylor’s Lane, Inglaterra. Cuando tenía apenas 16 años, arribó a la ciudad de Rosario, para trabajar como telegrafista ferroviario en tiempos en que los ingleses iban desarrollando dicho transporte a través de todo el territorio de nuestro país.
A los 23 años, Isaac Newell se casó con Anna Jackinson, de origen alemán y, como profesor de inglés, fundó el Colegio Argentino de Rosario.
De allí, un grupo de alumnos, incluido su hijo Claudio, colocó la piedra fundamental, creando un club al que bautizaron con el apellido Newell, agregándole lo de Old Boys, sintetizando en inglés el sentir de esos jóvenes: “Los viejos muchachos de Newell”.
Los colores de su casaca fueron elegidos específicamente teniendo en cuenta algún color de la bandera de Inglaterra (rojo) y otro de la de Alemania (negro).
A partir de ese momento, el club creció enormemente en Rosario, inaugurándose, en 1911, el estadio (en el mismo Parque Independencia donde está instalado en estos días), consagrándose por primera vez como campeón rosarino en 1914.
Fue el comienzo de la historia de vida de uno de los grandes clubes del fútbol argentino.

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Me enamoré del fútbol tal como después me iba a enamorar de las mujeres, de repente, sin explicaciones, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo.

(NICK HORNBY, escritor inglés, en su libro "Fever pitch")

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Cuando fui a verlo en las semifinales de la Liga de Campeones con el PSV Eindhoven en 2005, pensé que este es un jugador que entiende el fútbol. Es inteligente y disciplinado y que puede jugar en diferentes posiciones. Quería demostrar que los jugadores asiáticos pueden triunfar en Europa. A Park lo trajimos por su calidad y no para vender camisetas en Corea.

(Sir ALEX FERGUSON, entrenador del Manchester United, opinando del delantero coreano, autor de un gol ante el Liverpool el pasado domingo)

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Señor, aleja de nosotros ese juego que es necesario ser ciego para no ver que se opone a la virtud divina, al espíritu del bien.
El fútbol, Señor, no es un juego, sino un medio para batirse, es una práctica sangrienta y brutal.


(Oración de la Iglesia Anglicana acerca del fútbol, citada por Julián García Candau)

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