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El cuero de las metáforas


* El fútbol en las letras peruanas

Fútbol y literatura. El fútbol era incompatible con el intelecto. Eso aseguraban los expertos que no hallaban nexos entre el atropellar un balón y el frío rubor de los gabinetes de los humanos pensantes. Hoy, el fútbol invade las librerías. En el Perú acaban de editarse dos novelas redondas sobre "eso" que sucede en los estadios. El encuentro en estos días se hace más intenso.

Juego de paradojas, el fútbol es paradójico para los peruanos. Los que escriben sobre el césped esos fantásticos gramas con la pelota imantada a su suela, ergo, Claudio Pizarro en el Bayern. Los otros, aquellos que suelen jugar con la gramática imantando las metáforas al tejido de las palabras escritas, vr. gr. Julio Ramón Ribeyro en “La tentación del fracaso”. Igual, futbolistas y escritores se atraen y rechazan en el rectángulo redondo de la creación. Así, el capítulo perfecto del escritor es besar las redes de la perfección del tropo. A continuación más que al contrario, el delantero grita el sordo gol con la sinfonía callada del paroxismo del gozo.

Siguiente paradoja. Futbolistas peruanos gozan de reconocimiento general en equipos de Alemania, Inglaterra y Holanda. Perú no clasifica hace 24 años a un Mundial. Otra. El mejor poema al fútbol lo escribió un huancaíno: "Polirritmo dinámico a Gradín". El poeta Juan Parra del Riego radicaba en Montevideo. El loado era un uruguayo, campeón olímpico en la década de 1920. Una más. El primer futbolista-autor es un peruano. Julio César Uribe escribió sin amanuense un libro propio dedicado a Los Carasucias la tarde de su retiro del fútbol. Y otrita más, “La ópera de los fantasmas”, novela-crónica, gana el Premio Casa de las Américas en 1980. Su autor, Jorge Salazar, natural de este país y el primer literato que integró la Selección Peruana en la era de Juan Carlos Oblitas. Una yapa. “El revés de morir”, novela espacial, escrita por el mejor Guillermo Thorndike en 1978, festeja el único registro posible de identidad del fútbol peruano, el juego de los negros de Alianza Lima. Su héroe es su antihéroe. Alejandro "Manguera" Villanueva, la alegría del pueblo. El muerto tuberculoso más famoso de La Victoria.

El Canon fútbol literario no existe y el soporte literatura futbolística es apenas perceptible. Borges, genial aguafiestas, jamás palpó el terciopelo a nalga de nínfula que tiene el cuero de una pelota de fútbol. No obstante por fregar dijo que el fútbol era "una cosa estúpida de ingleses, un deporte estéticamente feo, once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos".

Marta Hildebrandt, lúcida esclerótica, ha construido un autoepitafio: "El fútbol solo entorpece al vulgo y droga a los cretinos". Ya fueron. El poeta Arturo Corcuera es autor de un libro lírico singular por plural en el magma de la misma paradoja: “La gran jugada o Crónica deportiva” que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima. Corcuera da brillo a una poética libre, que canta al carácter popular multicultural del mestizaje criollo peruano. Fútbol es igual a genio y duende del zambo al mejor estilo de Nicolás Guillen, el mismo Parra del Riego, Nicomedes Santa Cruz y hasta González Prada.

Dice el psicólogo Julio Hevia que a las mujeres no les gusta el fútbol como no les gusta “Rayuela” o “Tres tristes tigres” porque no entienden que los (ciertos) hombres son juguetones. De ahí que algunas llegan a ser jugadoras, el añadido es mío. Sin embargo dos palpitantes poetas mujeres, Carmen Ollé y Giovanna Pollarolo padecen del virus tras una bola de cuero. La primera en “Noche de adrenalina” desliza el paradigma gol es clímax. "Una cópula como una masturbación rápida". La segunda en “Entre mujeres solas” hace queja cuando las tardes de domingo -por abundancia de fútbol- siente la ausencia del padre/esposo. Un añadido. No puedo ignorar a Blanca Varela y su poema "Fútbol" en su libro “Valses y otras confesiones”.

La ocasión es propicia. Con diferencia de horas, se han presentado en Lima dos novelas a partir del fenómeno fútbol. “Muerte súbita” (Aguilar) de Phillip Butters y “La tristeza de los burros” (Planeta) de Ernesto Ferrini. Los dos peruanos, los dos novelistas cadetes. Qué ocurrencia, los dos libros rompen la trampa del off side y destrozan la profecía: "el fútbol no se lee". Otros registros consolidados en las canchas de la literatura son las novelas de culto de Óscar Malca: “Al final de la calle” y de Isaac Goldemberg “Tiempo al tiempo”, que extraen del fútbol su enorme carga simbólica.

Mario Vargas Llosa hace una semana al despedir al periodista Ezequiel Martínez del diario “Clarín” en su casa de Madrid le confesó que esperaba descansar frente al televisor durante todo el Mundial de Fútbol. Dijo que era hincha del Universitario de Perú, del Real Madrid, del Chelsea inglés y recordaba cómo se entretuvo durante el Mundial de España cuando escribía columnas como reportero. Vargas Llosa en "Los Cachorros" hace que Pichulita Cuéllar utilice al fútbol para integrase a una elite miraflorina. El periodista cerró la entrevista con el escritor peruano con un fuera de juego: "Tampoco es para preocuparse: con cada nueva novela Vargas Llosa suele ganar todos los partidos".

Alfredo Bryce contaba hace un par de meses a Juan Cruz de “El País”, de España, que durante un partido de fútbol Perú-Brasil el locutor, fanático del equipo peruano, narraba así un lance del juego: "Avanza Perú, avanza Perú, ¡¡gol de Brasil!!". Bryce en el cuento "Su mejor negocio" del libro “Huerto cerrado” se vale del fútbol para socializar la pituquería de su protagonista. Curioso, pero otro de nuestros escritores consagrados, Alonso Cueto -Premio Herralde el año pasado- escribió hace unos días en su columna de Peru21 -luego de citar a Camus, Soriano y Ribeyro- que la afición de los escritores al fútbol no es casual, pues el fútbol -como la literatura- también es un juego (quizá la literatura sea algo más que eso).

Santiago Roncagliolo, nuestro joven escritor recientemente galardonado con el Premio Alfaguara de novela 2005 sufre del síndrome del hincha. No sólo practica el fútbol como los buenos, habla y habita en ese oceánico espacio del balompié. A la pregunta luego de recibir la Copa Literaria ¿Ya no seguirá diciendo 'Soy peruano y estoy acostumbrado a perder? respondió: "Cuando lo he dicho me refería al fútbol". Al contrario, como dice Fernando Iwasaki, estamos de lo más ganadores, en fútbol no ganaremos nunca pero el premio a Alonso Cueto, el premio finalista de Jaime Bayly (Novela de Planeta) y este premio son una buena razón para que los peruanos veamos menos fútbol y leamos más, que es menos triste.

Otro escritor amante del fútbol es Abelardo Sánchez-León. Hincha del Alianza Lima, escribe crónicas de fútbol y ha dedicado buena parte de su carrera periodística a desentrañar la magia del juego. Sus textos amalgaman la cancha tipográfica, la tinta de la calle y la cultura de masas que esta recrea. Todas sus anotaciones figuran compiladas en su libro “La balada del gol perdido” de 1998. El entrañable "Balo" ha sentenciado: "Felizmente el buen fútbol es como la poesía, se regala, a veces se queda callado, no dice nada, es gratis, como el loco amor."

(artículo de Eloy Jáuregui publicado en el diario peruano "El Comercio" del Viernes, 23 de junio de 2006)

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Juego y cultura


Villoro dibujó una porción de la infancia en su libro "Dios es redondo". Es ahí donde el fútbol se produce realmente como acontecimiento cultural relevante.

Proponer, probar y sostener la tesis de que fútbol es cultura precisa, en primer lugar, de una definición acertada del término "cultura", para lo cual el sentido común indica acercarse al diccionario. Arrimémonos entonces, ¡oh temerarios!, al camposanto de la RAE, y destaquemos la tercera acepción empleada: "f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.".

Vaya, al parecer "cultura" lo abarca todo -¡incluso el "etc."!- para los académicos de sillón, certeza significativa que en la realidad no hace más que amplificar una ambigüedad que poco colabora a la hora de desanudar la humilde tarea aquí emprendida.

Leído lo leído, podríamos ser más responsables y acudir a Lévi-Strauss, que en su Antropología estructural señala que "la cultura no consiste sólo en formas de comunicación que le son propias, como el lenguaje, sino sobre todo en reglas aplicables a toda clase de juegos de comunicación".

¡Por fin un académico en movimiento que asocia cultura a juego!

Al hilo del pensamiento del gran Claude, que nos ha obsequiado un balón de gol para, como metaforizaría Menotti, "pasárselo a la red", elaboremos una definición desde el potrero, es decir, desde esa porción de infancia dibujada felizmente por Villoro en Dios es redondo, aquel reino primigenio en el que "bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia alguien anota un gol como si matara un leopardo". Entendamos pues la "cultura" como la capacidad que tiene el ser humano, armado de voluntad y poder, de afirmar el yo construyendo algo donde nada se oía, estadio al que por supuesto debe estarle prohibida la entrada a cualquier tipo de billete de compraventa.

Así definida, la cultura se juega en el aprendizaje de una soledad propia que nos permita relacionarnos con la conquistada entereza de los demás, fabricando, en el caso que nos ocupa, un balón hecho de calcetines anudados, una portería con dos montoncitos de arena, un larguero celeste a la altura del azar...

Del mito al rito (y viceversa)

Habitualmente se relaciona el fútbol con un sinnúmero de conceptos vinculados a la Cultura, escrita con mayúscula. Emulando al Diego, que tenía ojos en la nuca, echemos un vistacillo panorámico al verde césped para, como Él solía, hacer fácil lo difícil con la cabeza levantada y la pelota pegada al pie.

Siguiendo al genio de Durkheim, el eminente pensador Norbert Elias asegura con conocimiento de causa, en Deporte y ocio en el proceso de la civilización, que resulta un hecho sociológico de primer orden comprender que numerosos deportes hundan sus raíces en la religión, y que es preciso recordar que "nunca ha existido sociedad humana sin algo equivalente a los deportes modernos". En esta línea, ahora que está sentado a la vera del Señor, el extrañado Manuel Vázquez Montalbán podrá corroborar las impresiones que en la tierra vertió asociando, en Fútbol. Una religión en busca de un Dios, el fútbol con la religión laica más cuidadosamente fabricada por el sistema; reflexiones que, como a todos los amantes del padre de Carvalho, habrán influido entre otros a Enric González cuando comenzó y terminó de trazar, a base de pinceladas y de patadas, de catenaccio y apuestas ilegales, el ajustado mapa de una disparatada Italia en "Historias del calcio".

Para Vicente Verdú, que en Fútbol. Mitos, ritos y símbolos disecciona, con el poético escalpelo al que nos ha generosamente acostumbrado, todo aquello que nos regala y que nos vende el fútbol, "los equipos de una ciudad o de un país actúan como figuras totémicas". En sus páginas ni siquiera se salvan de la quema las porterías, cuando apunta por ejemplo que "un poste quemado es, en la tradición primitiva, el símbolo de la muerte y los postes de las porterías de fútbol se han cubierto tradicionalmente, para aumentar su visibilidad, con un zócalo de cuarenta centímetros de pintura negra: la marca de haber ardido". Dirá a su vez Verdú que, entre el saludo de manos inicial de los jugadores y el intercambio final de camisetas, transcurre la liturgia del partido, atrapado entre dos ritos que "depauperan su categoría de acontecimiento".

Por otra parte, en numerosos textos encontramos análisis que indican que el futbolista de hoy se ha convertido en la resurrección, vivita y coleando, de antiguos héroes mitológicos, o que el balón rodando -"brújula siempre estropeada que tiene las propiedades del imán y del chupete", como alguna vez me gustó escribir- actúa como un laberíntico hilo de Ariadna que sobrevuela la siempre compleja relación transferencial entre padre e hijo.

Sin embargo, es en el interior del juego del fútbol donde, en definitiva, se decide su ser cultural; es al abrigo de sus entrañas donde tenemos que descender, ¡oh valerosos!, para encontrar esa cultura que se escribe con minúscula y que así se transforma en cercana, en posible, en nuestra. Porque, como avisa Joyce Carol Oates en su obligatorio Del boxeo, "es el ser ancestral y perdido lo que se busca, por vanos que sean los medios. Como esos residuos de sueños de la niñez, que año tras año continúan eludiéndonos sin ser nunca abandonados, y mucho menos despreciados".

Y en las entrañas de la vida está la infancia.

Del juego a la vida (sin viceversa)

En el ámbito del potrero la inocente picardía no se ha transmutado, ¿aún?, en malicia industrializada. Quizás queriendo irse por esta misma banda y expresar un deseo nada pueril, en "La identidad de los clubes de fútbol", magnífico artículo incluido en Cultura(s) del fútbol, un sagaz Galder Reguera se atreve con todo(s) para desmentir la trivial, la peligrosa asociación que suele hacerse entre el fútbol y la guerra, sentenciando por toda la escuadra: "El fútbol es diametralmente opuesto a la guerra. Por más que determinados equipos se entiendan como enemigos irreconciliables, no hay en ningún caso un anhelo de desaparición del otro. Sin él, no hay partido. El mismo acontecer del juego parte necesariamente de la base de la consideración de igual a igual entre los contendientes, aun cuando se formulen como enemigos irreconciliables".

De este modo, es en el interior de la infancia donde el fútbol se produce realmente como juego, como acontecimiento cultural relevante. Es alegría y risa, propiedad exclusiva del homo ridens que describiera Aristóteles; es libertad y misterio, propiedad intransferible del homo ludens que atrapara Huizinga en Homo ludens. El juego y la cultura. "Así jugado, el fútbol cristaliza -diría el fantasista Dante Panzeri, que en “Fútbol, dinámica de lo impensado” nos pone el centro en la cabeza- como "la más perfecta introducción al hombre a la lección humana del cooperativismo, ya que una de las leyes naturales del fútbol que más hermoso lo hace es aquella de que todos necesitan de todos y nadie puede subsistir por sí solo".

Cuando se juega desde las entrañas el fútbol, consumado arte del imprevisto por sobre todo los previstos, nos recuerda al maravilloso juego de Alicia, donde "el terreno de juego era un campo surcado de ondulaciones, las bolas de croquet eran erizos vivos, tan vivos como los pájaros flamencos que con sus largos cuellos hacían las veces de mallos". Se trata -corramos antes del final de este encuentro a por el balón de oxígeno y sabiduría que Gilles Deleuze nos pasa al vacío en Lógica del sentido- de un juego "ideal" en el que "no hay sino victorias para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar; un juego que sólo está en el pensamiento y no tiene otro resultado sino la obra de arte".

Cher Gilles: ese juego está en el pensamiento, en la obra de arte

... y en el potrero y la infancia (que son lo mismo).

(artículo de Pablo Nacach, sociólogo y escritor español, en Diario "El País" de España del 31 de Mayo de 2008)

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El balón y la bandera


La industrialización acelerada del siglo XIX legó al siglo XX dos fenómenos de masas curiosamente hermanados: el marxismo y el fútbol. Ambos nacieron de la inmigración urbana, de la crisis divina y, en definitiva, de la alienación del nuevo proletariado. El marxismo propuso como soluciones la socialización de los medios de producción y la hegemonía de la clase obrera. El fútbol propuso un balón, once jugadores y una bandera. A estas alturas, no cabe duda sobre cuál era la oferta más atractiva.
Lo esencial en el éxito del fútbol no es el balón, ni el jugador, sino la bandera: un factor de identificación pública estrictamente irracional. Conviene aclarar este punto. Antes de que las masas quedaran huérfanas, el deporte se basaba en el héroe. El gran deportista, modelo de virtudes, encarnaba las aspiraciones colectivas. En la Europa continental, esto fue así hasta bien entrado el siglo XX.
Resulta significativo que los dos diarios deportivos más antiguos de Europa, "La Gazzetta dello Sport" (1896) y "El Mundo Deportivo" (1906), nacieran para informar sobre ciclismo. La reina de los sueños pobres era la bicicleta. El héroe era un tipo flaco que pedaleaba, encorvado sobre el manillar, dejándose el culo y los pulmones en cuestas sin asfaltar. Pero al ciclismo, tan rico en metáfora literaria, le faltaba metáfora social. La época no era de individuos, sino de masas. Y el ciclismo no conseguía expresar ciertas claves totémicas: el clan, el templo, la guerra, la eternidad. Todo eso, en cambio, lo tenía el fútbol.
El fútbol se basa en el clan (los hinchas del club), el templo (el estadio), la guerra (el enemigo es el club del otro barrio, o la otra ciudad, o el otro país) y la eternidad (una camiseta y una bandera cuya tradición, supuestamente gloriosa, heredan sucesivas generaciones). Con el fútbol, uno nunca está solo. Liverpool, la ciudad con más talento para la música popular contemporánea, demostró buen ojo al elegir como himno de uno de sus dos equipos una vieja canción, cursi e insustancial, que llevaba, sin embargo, ese título: You'll never walk alone (Nunca caminarás solo). El secreto del fútbol está ahí.
La cultura, como siempre, aparece después. Primero son las cosas, y después su explicación. El fenómeno futbolístico careció durante muchas décadas de una proyección cultural propia. Recuérdese la Oda a Platko de Rafael Alberti, dedicada en 1928 a un portero húngaro del Barcelona: "Tú, llave, Platko, tú, llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo". O Los jugadores (1923), de Pablo Neruda: "Juegan, juegan, agachados, arrugados, decrépitos". Puro homenaje al héroe. Cultura deportiva, pero aún no futbolística.
Pese a algunas excepciones, como la de Albert Camus, tuvo que entrar en crisis el hermano-enemigo del fútbol, el marxismo, para que la izquierda se atreviera a abordar la espinosa cuestión del balón y la bandera. Ocurrió hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mientras la intelectualidad conservadora, de tradición elitista, seguía despreciando el fútbol ("el fútbol es popular porque la estupidez es popular", Jorge Luis Borges) como lo había hecho Rudyard Kipling ("los embarrados idiotas que lo juegan"), ciertos escritores progresistas osaron reconocer, de forma cada vez más abierta, su pertenencia a la inmensa secta futbolística. Algunos, aún cautelosos por las incompatibilidades teóricas entre la racionalidad marxista y la irracionalidad del nuevo "opio del pueblo" ("Una religión en busca de un dios", Manuel Vázquez Montalbán); otros, sin el menor empacho escolástico.
La auténtica literatura futbolística, como otros descaros, surgió de la prensa. En España, con las columnas del ya citado Vázquez Montalbán o de Julián Marías. En Italia, con las crónicas de Gianni Brera. En Uruguay y luego en diferentes exilios, con Eduardo Galeano. Quizá los más brillantes periodistas de fútbol, los que generaron una cultura literaria que hoy se da ya por supuesta, fueron tres argentinos: Alberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Juan Sasturain. Los cuentos de Fontanarrosa, como Lo que se dice un ídolo, Qué lástima, Cattamarancio, El monito o 19 de Diciembre de 1971 (más conocido como El viejo Casale) constituyen la mejor plasmación artística de un fenómeno, el fútbol, que abarca mucho más que estadios, resultados y virtuosismos técnicos. La actual literatura futbolística ya no tiene que andarse con explicaciones y asume su esencia mística: véase "Fiebre en las gradas", de Nick Hornby.
Las páginas de fútbol de los periódicos disponen ahora de espléndidos cronistas, y los más reputados escritores acuden a ellas como invitados. El fútbol no sólo posee una cultura propia: es cultura. Por encima del gigantismo económico (la Primera División española gastó el año pasado 525 millones de euros en fichajes), de las audiencias multitudinarias, de la corrupción y el disparate; por encima incluso de ídolos supremos como Maradona, nuestra historia, individual y colectiva, no puede explicarse sin el fútbol.

(texto de Enric González publicado el 31/05/08 en “Babelia” suplemento cultural del diario "El País", de España)

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Tres palos


Algunos barcos tienen tres palos, y las porterías también, ahí se terminan las similitudes entre las novelas de Joseph Conrad y el fútbol. A los que disfrutamos de ambas disciplinas nos gustaría que se parecieran más y a menudo forzamos metáforas que cruzan de un lado a otro de nuestras dos grandes pasiones, pero no dejan de ser eso, metáforas forzadas. Tal vez sea mejor asumir que son dos amores distintos y tratar de que no se encuentren nunca, como quien tiene una esposa en la ciudad y una amante en provincias, o un marido en provincias y un amante en la ciudad, o viceversa y todas las viceversas posibles, incluidas las variaciones homosexuales y vascas y todas las líneas del PP, la dura, la blanda y la otra.
En fin, que lo que nos gusta de este juego es precisamente su condición de preocupación excepcional, ajena por completo a nuestras vidas y en cambio parte fundamental de las más infantiles penas y alegrías. Recuerdo que en Submundo, la fabulosa novela de Delillo, se contaba América mientras volaba una pelota de béisbol, puede que ésta sea la única manera de transformar el deporte en artefacto literario, asumir su importancia en nuestras vidas como hecho real, sin recurrir a imágenes enrevesadas y obligadas a nadar mal de una orilla a otra.
Mientras la pelota está en el aire nuestras vidas suceden. Que pase entre los tres palos, o salga bateada fuera del estadio, en nada alterará el curso de lo nuestro, y en nada cambiará lo que escribimos o leemos. Antes los escritores apenas hablaban de fútbol porque estaba muy mal visto, ahora se comprende mejor que un escritor es un hombre, o una mujer, como otro cualquiera. Que también cuida de su jardín o de sus hijos, o los descuida, o se olvida del mundo y se sienta una tarde a ver un Osasuna-Betis. Nada hace pensar que la distancia entre deporte y literatura se haya acortado, ni falta que hace, a mí personalmente me basta con que no me hablen de Rilke mientras disfruto de un derbi y con que no me hablen de fichajes mientras disfruto de Rilke. También los niños son un encanto siempre que no se cuelen a deshora en el dormitorio de sus padres.
Delillo dio con la manera de enredar la pelota con la letra escrita, pero una vez encontrada la fórmula no parece sensato tratar de repetirla. Recordemos la vieja máxima; el primero que comparó a una mujer con una rosa era un genio, el segundo era un imbécil. El periodista deportivo de Richard Ford no era precisamente un libro de deportes y el nadador de Cheever se rompía el alma sin amenazar ningún récord del mundo. Los futbolistas a veces llevan libros a las concentraciones pero me temo que casi nunca los leen, también nosotros llevamos pelotas a la playa y no las sacamos del coche. Casi es mejor así.
La pelota no es parte real de lo que ganamos o perdemos, pero vuela por encima de nosotros, hagamos lo que hagamos, y nos basta con levantar de vez en cuando la cabeza para verla. La pelota no nos recuerda a nosotros mismos, nos recuerda otras cosas. Los juegos de los niños no son los juegos de los hombres, y el fútbol permanece anclado en nuestra infancia. Nos lleva una y otra vez a un tiempo pasado, ni mejor ni peor, que gracias a este hermoso juego aún no hemos perdido del todo. Fútbol y literatura suenan tan bien juntos como caballo y piano, de ahí que no haya que mezclarlos demasiado, de ahí también que no haya que renunciar a ninguno de estos placeres para disfrutar del otro.

(artículo de Ray Loriga, publicado en “Babelia”, suplemento del diario El País de España del 31/05/08)

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Fútbol y Literatura


La primera vez que mi padre se refirió al “Divino Zamora”, nos quedamos estupefactos. Era extraña en él cualquier alusión a individuos de la hagiografía cristiana -librepensador declarado y conspicuo anticlerical como era-, después nos enteramos que se trataba del famoso arquero español, rey de puertas y mago de redes en una época en que el fútbol aún se engalanaba con aura olímpica y mitológica, orgulloso de sus amateurs y de los “comprometidos con la camiseta”. Se contaba en Chile que el delantero colocolino, David Arellano, en gira de su club por Europa, en los albores de los 30, le había hecho un gol “de chilena” al virtuoso guardapalos... Desde entonces, aquella vistosa pirueta, que consiste en alzar ambas piernas en un brinco para golpear con una de ellas el balón hacia atrás, llevaría el honroso y universal gentilicio femenino de “chilena”, denominación que hasta hoy día emplean los relatores de los cinco continentes. Somos universalmente conocidos por ella; también por Neruda, el vino, algún dictador de penosa prosapia, y por los cíclicos terremotos…

En nuestra casa-quinta de La Cisterna teníamos una cancha de fútbolito, donde solíamos jugar entre las 10:00 y las 00:00 horas, invierno y verano, con luz solar o modestas luminarias General Electric. De allí saldrían algunos cracks de viejo cuño, como nuestro hermano Toño, hábil fintero, rey de la cachaña, estilista en el área chica; nuestro cuñado Eduardo, ágil y veloz como zorzal criollo; Fernando, eficiente arquero que probaría suerte con éxito en las divisiones inferiores del club Green Cross Temuco; Juan Aceituno, que aún juega en cancha grande, a los 65 años de edad… Pasaron por nuestra memoria futbolera varios mundiales: el de 1954, con Alemania de campeón y Hungría, los magos magiares, como subcampeón; el del 58, cuando brilló Pelé, a los 17, en la fabulosa delantera de la verde amarelo; el de 1962, con el tercer lugar de Chile, detrás de Brasil y Checoslovaquia; el del 66, cuando fueron campeones los ingleses… Después nos distanciaríamos; íbamos a jugar otros partidos y el área grande sería testigo de nuestros sucesivos matrimonios, hijos y afanes, para relegar a segundo plano aquella pasión de “pies volanderos y corazón de pájaro”.

Jamás hubo en casa dicotomía entre esta afición por la bola de cuero y nuestro amor por los libros. Mi padre, que había vivido sus años de adolescencia y primera juventud en Buenos Aires, consideraba el fútbol como el más digno y atractivo de los deportes, quizá merecedor de poetas como Píndaro, que pudiesen escribir, si no “Las Olímpicas”, algo así como “Las Futbolísticas”, para gloria de las futuras generaciones. Descubriríamos a los primeros autores literarios que tomaron al fútbol como tópico: Cortázar, Osvaldo Soriano, Alfonso Alcalde, y otros que recordar no puedo, sentado como estoy, en la ominosa banca de los suplentes.

En Chile tenemos un caso singular que paso a relatarles, amigos lectores, sean o no futboleros: Fue el promediar la década de los 70. Ingresaba a la Academia Chilena de la Lengua el notable escritor Alfonso Calderón; le recibía, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Miguel Arteche. El discurso del nuevo académico era notable parodia de un mediocampista que agarra el balón bajo el pórtico de su equipo y atraviesa la cancha, luciendo fintas, esquivando rivales, en suave y eficiente manejo del balón, para terminar dando el pase justo a un compañero que introduce la bola de cuero en el arco enemigo, en esa suerte de símbolo de penetración orgásmica que es el gol. Entremedio, brillan alusiones literarias, imágenes y metáforas de rigurosa prosodia. Bien. Miguel Arteche le recibe como un defensa central (centro half, decíamos entonces) y va entrabándole, futbolística y semánticamente, los aprontes de ataque y dominio del campo adversario, respondiendo a Calderón en su propia lengua discursiva y con similares amagues corpóreos y pedestres. Al finalizar, se acepta el ingreso-gol como enaltecedor gesto de académica cortesía (cosa que no suele ocurrir en el field).

Sufríamos cuando Chile jugaba con Argentina. Nuestra selección mayor nunca ha podido vencer a la trasandina en un cotejo oficial, es decir, peleando por puntos o clasificaciones. Mi padre aplaudía a los ‘che’, actitud que hería nuestro vago e incipiente nacionalismo. -“No es cuestión de banderas ni camisetas -decía- sino de habilidad… Y agregaba: -“Esos que lucen teñida albiceleste juegan al fútbol; los de camisetas rojas apenas patean la pelota…” Nos mordíamos la rabia, pero era cierto, lo sigue siendo hoy, más que nunca, al borde de quedar fuera del próximo Mundial en Alemania.

Julio, recordado Curmán argentino, se burlaba de nosotros: -“Los chilenos son unos cagones”… Era mayor y de recia apostura física, aunque yo comenzaba a esgrimir mis armas literarias: -“Pero tenemos mejores poetas que ustedes: una mujer Premio Nobel, el primero y único de América”. El primo reía, cachazudo y directo: -“Y qué más da, boludo… ¿Cuándo has visto a un poeta metiendo un gol ‘de chilena’?”.

Ahora tenemos otro Nóbel: Pablo Neruda, y el vate Nicanor Parra es candidato constante al premio de la Academia Sueca… Pero no iremos al Mundial ni ganaremos la Copa Libertadores de América.

(artículo escrito por Edmundo Moure Rojas, Editorial Poetas Antiimperialistas de América, 2005)

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Un dream team de grandes de la literatura


El escritor español Javier Marías armó este equipo imaginario de literatos y justifica a cada uno de sus elegidos puesto por puesto.

Arqueros: Dos que jugaron en su vida en esa posición: Vladimir Nabokov y Albert Camus.

Lateral derecho: Henry James por ser de largo recorrido.

Central derecho: Dashiel Hammet que parecía un tipo duro.

Central izquierdo: Malcolm Lowry que al ser bebedor sería uno de esos defensas duros que no dejan pasar a nadie.

Lateral izquierdo: Valle-Inclán, un autor muy vivo con malas pulgas a ratos.

Mediocampo: Tres de largo recorrido: Como trabajador Thomas Mann; como 10 y cerebro del equipo y mente clara y organizadora del juego Marcel Proust; y William Faulkner que tiene mucho aliento.

Extremo derecho: como siete Joseph Conrad, capaz en pocos metros de crear gran desconcierto y admiración.

Centrodelantero: Thomas Bernhard porque era muy agresivo.

Extremo izquierdo: uno de esos jugadores finos y creativos como Lampedusa.

Banco de suplentes: Para momentos de crisis no estaría mal Conan Doyle que tendría gran capacidad de juego para el medio campo, en defensa: Raymond Chandler y en delantera un poeta: W. Yeats.

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¿Le gusta el fútbol? ¿Piensa que va en contra de la literatura?

Detesto el fútbol convertido en espectáculo, aunque yo mismo jugue a él hasta los treinta y pico años. Por supuesto que va en contra de la literatura, del arte, del espíritu, del sentimiento y de la buena educación. El hombre situado frente a él deja de ser hombre para volver al simio. No es pueblo, es populacho.

(FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ, escritor español, en declaraciones al diario "El Mundo" del 28 de Junio de 2006)

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Literatura y fútbol en la Argentina


Pasión local, placer global

Fútbol y literatura son dos disciplinas en principio alejadas entre sí. Tienen, sin embargo, algo en común: la Argentina ha ofrecido al mundo valores de sobra conocidos en ambos campos. La pasión por el fútbol y el placer de contarla han creado todo un subgénero literario en el país sudamericano.
En Europa, el fútbol es una actividad poco popular entre los sectores más ilustrados. De hecho, siempre queda mejor lanzar un par de opiniones certeras sobre la actualidad política o sobre la última película de Medem que un vergonzante comentario al pasar del partido del próximo fin de semana. En ese sentido, España ha heredado la estrechez de la época franquista, cuando el fútbol era “de derechas”, sospechoso de colaborar en la gloria del régimen, y los libros, “de izquierdas”, sospechosos de portar ideas subversivas contrarias a los principios del Movimiento. El opio del pueblo era una afición inaceptable para la progresía nacional.
Así las cosas, incluso los excepcionales casos de literatos amantes del balompié (Javier Marías, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza) dejan su afición para después de las horas de trabajo y es raro que aparezca el fútbol entre las temáticas de sus obras. A los demás escritores, si les gusta el fútbol no lo expresan abiertamente. La mayoría lo ignora e incluso algunos lo denostan (“un partido de fútbol es un espectáculo fascista”, dijo Sánchez Dragó en televisión). La revista Don Balón auspicia desde hace años un premio anual de literatura deportiva; sin embargo, las novelas editadas no son necesariamente sobre fútbol. Pobre maridaje, pues, entre dos mundos que se miran con desconfianza.
Por eso, para quien disfrute del fútbol y de la lectura, la Argentina es como un gran festín. En este país -uno es leonés pero afincado acá- se vive el fútbol como en pocas partes del mundo. Es parte protagonista de la calle, de los medios, de las discusiones familiares, incluso de la política. Pocos argentinos dejarán de definirse a sí mismos no sólo por su actividad o sus estudios, sino también por el equipo de sus amores. Y es que la respuesta a la pregunta ¿de qué cuadro sos? implica la mayoría de las veces toda una forma de ver la vida. Es más: se trata de un sentimiento de pertenencia a un colectivo determinado, en un país sin nacionalismos -con ansias de estatutos, como España- y sin otra bandera que la albiceleste.
Y esto no sólo ocurre entre la gente de a pie; cualquier intelectual, cualquier político, cualquier personalidad eminente, es susceptible de expresar su forofismo sin recato, tal como lo haría un taxista o un camarero. Basta echar un vistazo a la historia reciente argentina para darse cuenta de la importancia del fútbol, tanto en el día a día como en la política del país.
Todo esto, más la rica tradición literaria argentina, ha dado lugar a todo un género dentro de la narrativa: la literatura futbolera. Un género que adopta de forma casi excluyente el formato del cuento y que es cultivado sobre todo por los periodistas deportivos, aunque también con notables excepciones.

Literatura apta para todos los públicos

Cualquiera puede acercarse a ella, sin importar cuánto sabe de fútbol. Claro que se disfruta más si se conoce lo que es un centrofóbal, las connotaciones que tiene jugar de cinco o qué pasó con Maradona y los ingleses (quien desconozca esto último, mejor que calle delante de un argentino). Pero igual que se puede leer con gusto La ciudad de los prodigios sin conocer Barcelona, por ejemplo, tampoco es imprescindible ser un entendido, ni siquiera un iniciado, para pasar un rato más que agradable.
La literatura futbolera guarda unas características emocionales comunes dentro de su variedad temática. Entre sus argumentos, no se van a encontrar recuentos de hazañas de futbolistas reales que ganan cantidades impensables de dinero, ni mucho menos tediosas explicaciones tácticas. No. Acá, el fútbol se usa como metáfora de la vida, de sus alegrías y de sus puñaladas.
Así, sus páginas nos transportan de vuelta al barrio (una cierta épica del barrio tan presente en la cultura popular argentina), a la adolescencia, a la amistad incondicional, a todo lo que se va llevando la vida con su pragmatismo. Nos hablan de la necesidad de ganar sólo por orgullo, de actos de integridad personal, de códigos de honor, pero también de trampas hechas con gracia (la famosa “viveza criolla”). Los relatos tienen una importante veta fantástica, con goles y partidos imposibles, con fantasmas, resucitados y brujería, puro realismo mágico latinoamericano aplicado al fútbol. Describen el amor por el juego, la felicidad perfecta del partido con los amigos -aunque sea en condiciones precarias- frente a la pérdida de alma y de valores de los grandes equipos profesionales. Los cuentos suceden en la cancha, por supuesto, pero también en el bar de los sábados, en el club social, en el burdel del pueblo, en la radio o en las gradas donde viven adictos a unos colores más allá de toda cordura.
Los personajes de esta literatura son, sencillamente, entrañables. Forman un universo de perdedores eternos, de entusiastas pero torpes jugadores, de talentosos que prefieren la gloria del picado a la de la Bombonera, de entrenadores enamorados de su estrella, de árbitros corruptos e incorruptibles, de delincuentes con camiseta que primero pegan y después preguntan, de arqueros que son Jesucristo, de ancianos que lo han visto todo y de chiquilines que empiezan a verlo, de hinchadas más que peligrosas, de héroes locales y decepciones universales… Dioses y monstruos de sobra conocidos y que corren tras una pelota de cuero.
Si aún nada de esto resulta atractivo para algunos, la literatura argentina sobre fútbol se puede recomendar simplemente por su estilo. Ninguno de los que escriben pretende pasar a la posteridad por su prosa florida y eso se agradece. Me atrevo a decir que se aprende más del habla y de la idiosincrasia de los argentinos leyendo diez cuentos de fútbol que con todo Borges (que también escribió algo sobre fútbol).
El estilo es directo y rabiosamente oral, desde la primera persona de la narración en la mayoría de los cuentos. Ya digo, no existen ansias de virtuosismo ni metáforas que no sean las propias del lenguaje de la calle, y es fácil sorprenderse a uno mismo leyendo en voz alta en los momentos de mayor intensidad. El idioma es genuino y popular, con esa particular e inconfundible mezcla de castellano, italiano, lunfardo, barrio y viveza. Delicias idiomáticas como “patear en contra” (para referirse a la homosexualidad), “te faltan dos jugadores” (en vez de estar mal de la cabeza) o “estar en tiempo de descuento” (para la vejez) dicen mucho de cómo el fútbol está imbricado en la manera de ser argentina, además de procurar una lectura ágil y gozosa. Por esa razón, resulta fácil leerse del tirón una recopilación de cuentos.

¿Cosa de hombres?

Otra advertencia. Como puede intuirse, la literatura futbolera está escrita exclusivamente por hombres y casi exclusivamente sobre hombres. No quiere decirse con esto que llegue a resultar machista. Sencillamente las mujeres que aparecen lo hacen de forma marginal, secundaria. Son la madre que llama a tomar la leche, la apetecible hermana del rival más encarnizado, la prostituta iniciática, la esposa que prohíbe continuar con esa infantil afición al partido con los amigos,… Bueno, el fútbol es así, al menos de momento (salvo en Estados Unidos y algún otro país de escasa tradición futbolística, la escena la ocupan los hombres, dentro y fuera del campo de juego. Resultaría artificial que la literatura lo reflejase de otra manera).
Los cultores de esta literatura sobre fútbol son, como quedó dicho anteriormente, en su gran mayoría los periodistas deportivos. Casi todos ellos son reconocibles por su presencia en prensa, radio y televisión (los medios de comunicación deportivos no se cuentan precisamente entre las carencias de la Argentina), y casi todos con incursiones en la literatura de ficción no futbolística con mayor o menor trayectoria. En general se agrupan en pequeñas recopilaciones de cuentos muy asequibles de la editorial especializada Al Arco, fácilmente localizables en las librerías porteñas.
De este nutrido grupo destacan algunos autores con voz y publicaciones propias, como Eduardo Sacheri, Walter Vargas o Ariel Scher. Sacheri no es periodista, sino historiador y ha conseguido ya publicar varias recopilaciones de cuentos, no siempre futbolísticos. En la contratapa de su libro “Lo raro empezó después” se reseña que su anterior obra, Esperándolo a Tito, fue publicada en España por RBA con el título Los traidores y tuvo una excelente acogida entre el público español (aunque debo decir que no lo conocí hasta que me vine a vivir acá). Walter Vargas es un multifacético periodista platense, autor de libros de poemas y ensayos sociológicos sobre fútbol, además de sus cuentos de ficción balompédica. Por último, a Ariel Scher, quizá el más surrealista de todo el género, pueden encontrarlo a diario los lectores de Clarín en una columna rebosante de fantasía. Les recomiendo que por una vez no se salten las páginas deportivas, merece la pena.
Sin embargo, las cumbres del género son -en mi opinión al menos- dos autores que trascienden con mucho la literatura futbolera: Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. El Negro Fontanarrosa, estrella del último Congreso de la Lengua celebrado en 2004 en su Rosario natal, es autor de una considerable obra de ficción y es conocido masivamente gracias al humor gráfico con el gaucho Inodoro Pereyra, un personaje que integra ya la cultura popular argentina. Cuando Fontanarrosa escribe sobre fútbol utiliza su mejor arma, el humor, como una ametralladora. Resulta imposible no soltar unas cuantas carcajadas al leer, por ejemplo, su recopilación de cuentos “Puro fútbol” (Ediciones de La Flor). El suyo es un humor irónico descargado sin piedad sobre locutores deportivos o hinchas acérrimos, pero también un humor con ternura hacia el juego y hacia todo aquel que lo honre. Su estilo se completa con un apabullante dominio del más hilarante e imaginativo habla popular y, por supuesto, con un amor sin límites al fútbol y a su equipo, Rosario Central. Todo junto da como resultado una de las más divertidas experiencias lectoras.
Por su parte, Soriano es (era, falleció en 1997) un escritor con mayúsculas. Sus años como periodista (hasta que cambió la Argentina por Francia durante la dictadura) se transparentan en su escritura: jamás escribe un adjetivo de más ni una palabra de menos. Sin abandonar el registro del habla callejera, su estilo resulta sobrio, sin artificios, de narrativa clásica, casi de novela negra, como una especie de Raymond Chandler porteño. Y acaso sea Chandler el que sale ganando con la comparación.
En su libro “Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos” (Editorial Mondadori) se mezclan por igual la ternura y el descreimiento hacia la condición humana, la voluntad de sobrevivir y la fidelidad a unos principios. Soriano va algo más allá del cuento y escribe historias cortas, de tres o cuatro capítulos, sobre personajes o sucesos memorables. Como la desopilante historia del ignoto Mundial de 1942, jugado en la Patagonia y ganado por los indios mapuches en una final contra Alemania que duró dos días, arbitrada a punta de pistola por William Brett Cassidy, hijo de las andanzas patagónicas de Butch Cassidy y Sundance Kid. O como la historia del propio Míster Peregrino Fernández, quien adopta la identidad de un judío polaco para poder jugar en un equipo de París… justo antes de la llegada de los nazis. En la huída, Peregrino se mete en un tren que va a parar a la Rusia estalinista, donde juega para el equipo del KGB y se salva de la horca gracias a un ruso de Villa Crespo. Después continúa sus días acompañando a Perón en el exilio, antes de que se convierta en entrenador y termine inventando sistemas, tácticas y posiciones imposibles como el wing eléctrico, el volante fantasma, el arquero manco o el stopper de cuatro patas.
Sin duda, cada página del libro de Soriano es un verdadero placer para los amantes de la lectura.
En definitiva, a quien le guste el fútbol tiene la oportunidad de descubrir este genuino género argentino. Y para quienes les produzca urticaria el soniquete de fondo de un locutor en cada bar que se visita, qué mejor y más pacífica manera de acercarse al fútbol que a través de los libros. Quizá por el camino se caigan un par de prejuicios intelectuales. Y a lo mejor, con un poco de suerte, incluso puedan llegar a comprender la máxima futbolera que dice que “quien piensa que el fútbol no tiene nada que ver con la vida, ni entiende nada de fútbol ni entiende nada de la vida”. Al fin y al cabo, como dijo un entrenador inglés de los años setenta, “claro que el fútbol no es cuestión de vida o muerte. Es algo mucho más importante”.

(artículo escrito por Fernando Pellitero en Revista Teína, Nº 12, Junio/Julio/Agosto de 2006)

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