Papá, ¿es verdad que Maradona es Dios?, preguntó Lautaro mientras miraban en la tele un informe sobre el regreso del maravilloso diez al fútbol profesional.
-No Lautaro, no es Dios. Es el mejor jugador de fútbol que hubo en el mundo, pero no es Dios.
-Pero el papá de Fabián dice que Maradona es Dios.
Pablo, el padre de Lautaro, recordó un diálogo en la puerta del colegio. El papá de Fabián era un insoportable hincha de Boca, que se pasó toda la charla fanfarroneando con los logros de los de la ribera.
-El papá de Fabián está equivocado.
-Pero papá, muchos dicen eso. No sólo el papá de Fabián dice eso. En la tele lo dicen.
-Mirá Lautaro, Maradona le hizo el gol a los ingleses, el gol que cualquier argentino les hubiera querido hacer a esos piratas. Maradona nos hizo felices a todos, su habilidad es como una obra de arte en movimiento, pero no es Dios. Dios es otra cosa.
-¿Qué otra cosa?
-Un ser superior, que nos quiere a todos por igual.
-¿Y Maradona, no nos quiere a todos por igual?
Pablo lo miró abatido. Su hijo era más perseguidor que un Testigo de Jehová.
-Maradona es un hombre y como todo hombre, debe tener gente a la que quiere y gente a la que no quiere.
El niño lo miró con ojos extraños. Sin entender demasiado abrió su bombardeo de preguntas:
-¿Maradona nunca jugó en San Lorenzo?
-No.
-¿Y vos nunca jugaste en San Lorenzo?
-No.
-Y Dios, ¿de qué cuadro será?
-De ninguno.
-¿Y por qué no es de ningún cuadro?
-Porque es Dios y no puede ser de uno sí y de otro no.
-Y Maradona ¿de qué cuadro es?
-De Boca.
Pablo comenzaba a fastidiarse. Maradona, en su corazón, era una ambivalencia nunca resuelta definitivamente. Un añejo resentimiento le había impedido disfrutar con total intensidad de sus milagros. Como si el Diego fuera una mujer dorada que nos sonríe, pero elige a nuestro peor enemigo. Sólo nos queda admirar envidiosos su belleza.
Hinchas de otros equipos y hasta de San Lorenzo obviaron estas situaciones y lo aclamaron con toda la boca. Pero Pablo vivía cautivo en su rígido dogma futbolístico, que podría estar errado, pero que le dictaba el corazón: primero San Lorenzo y después todo lo demás, aun la Selección Argentina. Y a pesar del orgullo de que su hijo de ocho años fuera tan cuervo como él, tampoco quería transmitirle su fundamentalismo azulgrana.
-¿Sabés por qué no es Dios? -le dijo decidido.
El niño lo miró ansioso.
-Cuando yo tenía doce años, sólo cuatro más que vos, con el abuelo fuimos a la cancha de Ferro. San Lorenzo, nuestro querido y adorado San Lorenzo, jugaba con Argentinos Juniors y el que perdía se iba al descenso. Y San Lorenzo perdió y se fue al descenso, a la primera B, a jugar con equipos desconocidos. Todo el mundo se reía de nosotros. El abuelo y yo, esa tarde estábamos muy tristes, como toda la gente que lloraba por las calles. Y cuando llegamos al auto, el abuelo encendió la radio. El periodista que hablaba contó que Maradona, que jugaba en Boca y que había salido campeón esa misma tarde, arribó al vestuario en silencio y que sólo dio rienda suelta a su festejo cuando se enteró de que Argentinos Juniors, el club de sus comienzos, se había salvado del descenso. El abuelo de un arrebato apagó la radio. Tenía bronca. Yo me daba cuenta que lo que había dicho el periodista le había provocado mucho dolor. En silencio, continuó manejando por esas calles grises de Caballito, que nos devoraban como un túnel de tristeza.
-¿Y vos lloraste mucho ese día, papá?
-Sí. Por eso no me gusta que digas que Maradona es Dios. Porque Maradona es una persona como vos y yo. Los que lo dañan son los alcahuetes que viven de su magia. Él, esa tarde, quería que Argentinos no sufra, y estaba bien, porque ésa era su gente. Pero los de San Lorenzo estábamos muy tristes. Dios no quiere que nadie esté triste y nunca se va a alegrar cuando a alguien el corazón se le esté reventando de tristeza. Por eso, nunca hay que pedirle por el resultado de un partido, porque Dios no puede elegir entre uno o el otro. Tiene que ganar el que juegue mejor y haga más goles.
En el informe de la televisión decían que a Maradona le gustaría jugar en San Lorenzo de Almagro.
-¡Escuchaste papi, Diego quiere jugar en San Lorenzo!
La rutilante noticia dejó obnubilado a Pablo e inmovilizó sus ojos sobre la pantalla del televisor. Su mente se puso en blanco. Lo volvió a mirar su hijo, pero esta vez, el que habló fue su corazón:
-¡Dios quiera!
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