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Un búlgaro en Puente Alsina (Juan Sasturain - Argentina)

Todo empezó hace cuatro meses, a mediados de Enero, el primer día de entrenamiento. La cancha estaba con el pasto crecido, los arcos desnudos, las tribunas tan vacías como durante los últimos partidos del torneo anterior. Apenas era media mañana pero ya el sol apretaba, brillaba contra un cielo casi blanco sobre las montañas opacas.

En el vestuario, los vidrios rotos por el ataque final de la barra brava permitían que entrara aire y dejaban respirar un poco. No mucho.

Los muchachos estaban ahí, como invitados a una ejecución, cuando entró Gagliardi, con el tipo y saludó. Le contestó un rumor de abejas. Menos que eso.

Pero lo miraron con atención. Era casi un viejo, vestido con ropa deportiva color violeta oscuro, con inscripciones raras. Levantó la mano apenas, como si fuera un Papa que acallara a una multitud inexistente, y esbozando una leve sonrisa, empezó despacio:

Chiste es muy viejo -aclaró con las consonantes empedradas. Había dos tipos que leyeron aviso en un diario de provincias: “Señorita enseña el búlgaro”. Uno fue. Al rato volvió y el otro le pregunta: “¿Y, qué tal?”. Y el primero le contesta, cara larga: “No vayas: es un idioma”. Je.

Y dejó la sonrisa en espera, como el cómico que inicia su rutina con el chiste sutil y seguro.

Nadie, pero nadie se rió. Y eso que el vestuario estaba lleno. Incluso habían aparecido caras nuevas, lesionados al borde del olvido, algunos de los pibes de la tercera, citados para la presentación del nuevo entrenador: no menos de treinta jugadores con cara de póker. Fue un comienzo duro.

Gagliardi, el protesorero, que era el único dirigente que todavía podía entrar al vestuario sin custodia, se hizo cargo del silencio y presentó al “señor Miraslav Voltov, técnico búlgaro, ex integrante de la selección de su país, que ha desarrollado una extensa campaña en diversas partes del mundo: un auténtico trotamundos del fútbol”.

Seguro que ese viejo de pelo crespo y ojitos claros de astronauta retirado había trotado, porque las zapatillas las tenía a la miseria. Eran una especie de botines Sacachispas fabricados probablemente en el Este, que parecían haber conocido el hielo de las estepas y las arenas de El Cairo. Y el currículum del tipo, que leyó Gagliardi como mejor pudo, ratificaba que no le quedaba continente por conocer.

Los últimos años de trabajo en Centroamérica lo habían familiarizado con el idioma, con el fútbol argentino incluso, a través del contacto con Miguelito Brindisi, con Hugo Cordero, con técnicos y jugadores que andaban por allá.

Grande ilusión venir a dirigir acá -dijo el búlgaro como conclusión. Estoy seguro saldremos al pozo.

Y ahí sí hubo risas que no estaban programadas. El búlgaro también rió, distendido y sin saber bien de qué. Sin saber nada, en realidad, porque de haber sabido dónde había caído se hubiera quedado en cualquier lugar, por más que estuviera en el culo del mundo, como dijo por lo bajo el utilero Castrito.

Para estos tipos, diez dólares son una fortuna… -comentó Desimone, el lateral derecho y uno de los veteranos del plantel, mientras trotaba apenas diez minutos después-. Si no, no se explica. Nos deben tres meses y contratan un técnico extranjero… Les tiene que salir más barato que cualquiera de los últimos ladrones.

Dicen que se ofreció él -dijo casi sin resuello el arquero Perrone-. Estaba de visita en el país para las fiestas, porque tiene unos primos acá, que son del club. Arregló por seis meses: casa, comida, un sueldito y los premios. Como nosotros, si nos cumplieran.

Y siguieron trotando. Y aunque se fueron a almorzar tuvieron que volver, y cuando el sol se puso estaban ahí todavía:

Ponga, ponga… -indicaba el búlgaro, tocando rápido con los Sacachispas rusos: uno corta, uno larga… Ponga…

Y todos se cagaban de risa pero corrían.

La cuestión es que el búlgaro con su media lengua enrevesada se hizo entender bastante bien. Después de tres semanas de triple turno, haciendo fútbol todos los días, reacomodó las piezas, cambió la defensa, les enseñó un par de cosas a los laterales, mandó al nueve a los costados y, sin comprar nada, sin ir a la playa, transpirando en el estadio, armó un equipo nuevo. Ganaron un amistoso contra el campeón del regional, le empataron a Cerro Porteño de Paraguay, le ganaron a Morón y a Los Andes, que hacían pretemporada en la zona, y perdieron apenas 2-1 con el Gimnasia de Griguol. Estaban bien.

Por eso, aunque a los demás los extrañó que para la décima fecha estuvieran entreverados arriba y juntando puntos como para rajarle al descenso tan temido, en el club y en el vestuario sabían que no había misterio, que ahí estaba la mano de Voltov. El periodismo, no: no sabía nada. Perfil bajo, el del búlgaro: nunca una entrevista, siempre los sagaces ojitos grises tras anteojos negros, la cordialidad para la negativa. Un ejemplo de discreción y segundo plano.

Hasta que la semana pasada, cuando se confirmó el partido de la Selección contra los búlgaros en Vélez y se supo que venían Stoichkov, Penev, Kostadinov, todos los cracks a los que el viejo entrenador -según decía- había tenido alguna vez en equipos juveniles o conocía bien, Miroslav Voltov no pudo evitar que lo empezaran a buscar de los medios de Buenos Aires. Lo que sí pudo fue evitar que lo encontraran.

Así, el viernes cobró el sueldo, los premios atrasados y dirigió la práctica de fútbol con raro entusiasmo. Incluso se le escapó un espontáneo “¡Volvé, pelotudo!” dirigido al volante por derecha casi casi sin acento eslavo. Después se fue, como siempre, pero un poco más apurado. Incluso se olvidó el bolso en el vestuario. Cuando se lo alcanzaron a la casa, ya no estaba.

Lo demás, ya se sabe: vinieron con cámaras, con apuro, con malas noticias. Que un imbécil pendejo investigador en busca de fama haya descubierto que el verdadero entrenador búlgaro Miroslav Voltov murió hace dos años en Guatemala no le interesa a nadie en el club. Ni a los dirigentes, ni a la hinchada, ni a los jugadores.

Muchos ahora se llenan la boca hablando de fraude y estafa. En el vestuario de los vidrios rotos, en cambio, se preguntan quién los motivará el sábado con el “ponga, ponga” mientras contemplan, testimonios de abandono, las auténticas Sacachispas trotamundos y el buzo rojo oscuro e Industria Argentina, como debe ser.

(tomado del libro “Pelotas chicas, pelotas grandes” de Juan José Panno, Editorial Colihue)

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Furmiga, el fútbol de las hormigas (Pedro Pablo Sacristán - España)


* Cuento infantil

Por aquellos días, el gran árbol hueco estaba rebosante de actividad. Se celebraba el campeonato del mundo de furmiga, el fútbol de las hormigas, y habían llegado hormigas de todos los tipos desde todos los rincones del mundo. Allí estaban los equipos de las hormigas rojas, las negras, las hormigas aladas, las termitas... e incluso unas extrañas y variopintas hormigas locas; y a cada equipo le seguía fielmente su afición.

Según fueron pasando los partidos, el campeonato ganó en emoción, y las aficiones de los equipos se fueron entregando más y más, hasta que pasó lo que tenía que pasar: en la grada, una hormiga negra llamó "enanas" a unas hormigas rojas, éstas contestaron el insulto con empujones, y en un momento, se armó una gran trifulca de antenas, patas y mandíbulas, que acabó con miles de hormigas en la enfermería y el campeonato suspendido.

Aunque casi siempre había algún problema entre unas hormigas y otras, aquella vez las cosas habían llegado demasiado lejos, así que se organizó una reunión de hormigas sabias. Estas debatieron durante días cómo resolver el problema de una vez para siempre, hasta que finalmente hicieron un comunicado oficial:

"Creemos que el que todas las hormigas de un equipo sean iguales, hace que las demás actúen como si se estuvieran comparando los tipos de hormigas para ver cuál es mejor. Y como sabemos que todas las hormigas son excelentes y no deben compararse, a partir de ahora cada equipo de furmiga estará formado por hormigas de distintos tipos".

Aquella decisión levantó un revuelo formidable, pero rápidamente aparecieron nuevos equipos de hormigas mezcladas, y cada hormiga pudo elegir libremente su equipo favorito. Las tensiones, a pesar de lo emocionante, casi desaparecieron, y todas las hormigas comprendieron que se podía disfrutar del deporte sin tensiones ni discusiones.

(mi agradecimiento al autor, Pedro Pablo Sacristán, por autorizarme a publicar este hermoso cuento)

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Los ravioles del domingo para ser un buen deportista (Nelson Castro - Argentina)

Recuerdo ese domingo de Marzo de 1952, como el día en que conocí a un crack por primera vez. Terminado el almuerzo salí al jardín de mi casa a ver los trenes que pasaban por enfrente, y jugar a la clásica "bolita".

Vivíamos en Quilmes, en la calle Hipólito Yrigoyen 1228, y los trenes pasaban para la ciudad de La Plata con gente para el hipódromo y alguna cancha (Estudiantes o Gimnasia), y a su vez con hinchas del equipo que hacía de visitante a Constitución.

Frente a casa, en la vereda, había un frondoso árbol que daba mucha sombra y se sentía mucha música, subiéndome a la parecita y reja del frente, veo bajo el árbol a un hombre limpiando un Mercedes Benz de la época color verde aceituna con un trapo, sacándole la tierra, y la radio del auto a 'todo trapo' escuchando tangos.

La tarde de sol daba para la siesta, pero a mí no me gustaba, este señor me resultaba cara conocida y silbaba junto con los tangos, entro y le digo a Tito, mi papá: "en la vereda hay un hombre limpiando un auto y me resulta cara conocida", mi padre trabajaba en la agencia Chevrolet de Quilmes y pensó que podría ser alguien de la agencia, cuando sale lo ve y me dice: "se llama Félix Loustau y es de la Máquina de River".

Tito se acerca y le pregunta si ese domingo no jugaba, eran cerca de las 14 y los partidos comenzaban a las 15.30, "Sí" -le contesta -lo que pasa es que vine a comer unos ravioles a la casa de unos amigos a Berazategui, y las calles eran de tierra y se me ensucio el auto-, a todo esto, los trenes pasaban repletos para ambos lados con hinchas tanto de fútbol como "burreros".

El 'crack', con un balde que le había prestado Tito, seguía limpiando tranquilamente su auto, y yo mirando a ese hombre que tantas veces había escuchado por la radio en las voces de Bernardino Veiga y Fioravanti.

Terminada la limpieza, don Félix le agradeció el agua a Tito, subió a su Mercedes verde oliva y se perdió en el fondo de la avenida Yrigoyen rumbo al Monumental escuchando los tangos de la época. Nos quedamos con el vecino comentando lo de los ravioles y si llegaría a tiempo para el partido.

La expectativa fue grande hasta el momento que River salió a la cancha y el comentarista dijo: "Labruna y Loustau", no estuvimos tranquilos, yo ya era hincha de Boca y de Quilmes, pero tener la suerte en esa época de charlar con un ídolo y jugador internacional de selección en la vereda de tu casa, no era cosa de todos los días; cada vez que el relator decía la "la agarra Loustau" mi viejo decía "ya se le bajaron los ravioles" y hasta que terminó el partido estuvimos al lado de la radio esperando su gol.

¡Cómo cambiaron los tiempos!, hoy las concentraciones, prácticas y dietas hacen un atleta que cobra millones, y si se toma un tinto con el doping lo defenestran para todo el viaje... no creo que la raviolada de Félix con sus amigos ese domingo fuera acompañada de agua o leche, creo que más bien fue con unos buenos tintos y "tuquito" con bastaste pan, parados horas después sentir en el Monumental su nombre coreado por miles de hinchas que nunca se enteraron que su ídolo era de buen diente y gran tanguero.

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La pena máxima (Antonio Larrey - España)


PRIMERA PARTE

El estadio ha enmudecido en un instante. Cien mil gargantas que hasta hace tan solo un segundo jaleaban al delantero con delirio, con el alma puesta en el pecho en cada suspiro, se han callado por completo. La tensión se palpa en el aire y podría cortarse con un cuchillo, si es que alguien tuviera tiempo para semejantes experimentos.

Ahora sólo hay alma y corazón, sobre todo corazón, para un pedazo de cuero que descansa probablemente ajeno a todo, condenado a sufrir el maltrato de sus creadores sobre un pequeño círculo de cal. El campeonato nacional está en juego, de la gloria al desastre hay apenas nueve metros y dos segundos, los que tardará la pelota enviada por el delantero en resolver tanto misterio concentrado en tan poco tiempo. De poco servirán entonces las anteriores victorias, las goleadas, las grandes tardes de fútbol, nadie se acordará de nada, excepto de si aquel día el delantero de moda marcó o no el gol que dio el título al equipo.

El destino ha querido demasiadas cosas esta noche. Por un lado que el primero y uno de los últimos clasificados se jugaran la liga en el último minuto. El equipo más modesto se juega tanto o más que el posible campeón, se juega seguir vivo porque su excéntrico presidente, que llegó al palco para cargarse de millones y de fama, ha anunciado que si el equipo desciende lo vende al mejor postor. Pero el destino no tenía bastante con eso y ha hecho del partido una agonía más. Todos los demás han terminado, y tal y como están ahora las cosas, con empate, el modesto se salva y el campeón no lo será. Noventa minutos de la misma historia, el modesto lanzando pelotazos de su campo y el grande bombardeándolo cada vez con menos criterio artístico y más corazón. Y es el destino, que es como un escritor caprichoso y desconsiderado, quien ha dispuesto esta última escena.

El delantero de moda del país se adentra en el área, regatea en un metro a un par de defensas que a la desesperada se han lanzado a por él mientras que un tercero que no ha medido tanto su asedio ha rebanado sus piernas a media altura provocando un indiscutible penalti. Entonces fue cuando el público rompió en alegría; en ese momento el triunfo parecía hecho, nadie en pleno delirio podía imaginarlo de otro modo. Pero durante los segundos en los que se ha ido organizando la escena -con el portero situándose bajo los palos, el delantero pisando el césped que rodea al balón para facilitar un correcto golpeo, el árbitro colocando al resto de los jugadores- la euforia se ha ido transformando en duda. La fe del ser humano es así, es como las hojas que se caen en otoño, una leve brisa de duda y caen al suelo como fruta madura. Y de ahí el silencio.

Cada uno espera estos instantes como puede: unos miran a otro lado y esperan que el resto con sus gritos le anuncie el desenlace; otros se tapan el rostro a intervalos caóticos, dependerá de su valentía en el momento final que lo vean o no; y la mayoría se aferra a sus creencias para lograr la confabulación de sus mayores, esos que descansan en el imaginario común y particular, incluso recordando frases del tipo "Dios mío ayúdame" que no pronunciaban desde la más tierna infancia. Pero en el aire hay una enorme luz que les da a todos esperanzas, quien va a lanzar la pelota es el mejor jugador de la historia -eso dijo una prestigiosa revista especializada-, con su edad lo ha hecho casi todo menos esto: ganar un campeonato.

Máximo goleador, uno de los mejores del continente, internacional y el mejor tirador de penaltis del mundo entero, jamás ha fallado uno y ha tirado decenas en su carrera. Aunque son evidencias que descansan en la profundidad de cada uno cubiertas por una enorme capa de temor e incertidumbre. Y el destino, ese que es tan juguetón, ha querido que en el escenario del área se concentren dos conceptos opuestos de lo que es el fútbol: un delantero que quiere ver el cuero besar la red y el portero que sueña con no recogerlo nunca más de ella. El joven triunfador, el maduro portero que prometía y prometía y acabó fracasando. El genio y el demonio -que lo sabe todo por lo que ha vivido-. El portero sabe que si el delantero, como es imaginable, lanza como sabe y el balón acaba en la red, su carrera habrá terminado para siempre, nunca más volverá a los grandes campos, a sentir el delirio de la primera división, acabará en campos de mala muerte o como comercial de una marca deportiva. Es su última oportunidad, el clavo al que debe asirse y es evidente que está ardiendo.

La escena sigue su curso, el delantero ya ha colocado el balón besándolo antes. El portero salta un par de veces en el sitio y mueve los brazos como haría un espantapájaros si de golpe tomara vida. El delantero se aleja, siempre mirando al balón, sin querer enfrentarse a los ojos del portero, que sigue saltando. El murmullo del público va creciendo. El delantero frena su marcha atrás, respira e inicia la carrera. Un paso, dos, tres, cuatro y por fin su pierna se estira, primero hacia atrás y después hacia delante, hasta que su bota golpea el cuero. Éste se desliza raso sin demasiada convicción, el portero se inclina hacia el otro lado y con los ojos desencajados comprueba cómo le han engañado, pero el balón se va acercando a la portería a la vez que se aleja porque acaba saliendo a medio metro del poste ante el aullido general...

SEGUNDA PARTE

Está abrazado a su pecho. Aún guardan en la respiración la resaca de la batalla, en oleadas de suspiros que como el mar mueren en la arena que es ya el recuerdo de sus cuerpos formando parte de uno solo. Le encanta sentir la piel suave e incluso imaginar cómo se va durmiendo mecido por esa dulce resaca. No soporta a los hombres con demasiado pelo, por eso le gustó tanto desde la primera vez. Luego ha habido tantas cosas que le han ido subyugando que cree haber nacido para amarlo. Hoy ha sido un día duro para los dos, han vivido un momento demasiado tenso y el reencuentro ha servido para que esa tensión saliera a golpetazos pélvicos, el uno contra el otro. Casi no han hablado pero él, que acaricia su pelo con ternura, por fin tiene deseos de romper el silencio.

-¿Sabés una cosa? -le susurra casi al oído.

-No -responde sin darse la vuelta, algo sumergido en su interior, como si en el fondo la persona que a su espalda le habla y que un segundo atrás mordisqueaba fuera de sí su cuerpo no fuera más que un desconocido que le pregunta la hora en la calle.

-Creo que no te he dado las gracias todavía.

-¿Gracias por qué?

-Por lo de esta noche.

-Pero otras veces eres tú quien me recibes y no te doy las gracias... no te entiendo.

-No, tonto -le besa cariñosamente en la oreja-, gracias por fallar el penalti.

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El hombre que espera (Alberto Fabián Montagna - Argentina)


Aquel domingo, Juan Carlos, se levantó más temprano que de costumbre.

En la casa todos dormían aún. Salió sin hacer ruido de la habitación y se dirigió al baño.

Entró, prendió la luz y se puso a orinar, después se lavó la cara. Ya un poco más despabilado, preparó las cosas para afeitarse. Se arregló prolijamente el bigote, cuando acabó, limpió con esmero los elementos y los guardó nuevamente en el último cajón. Posteriormente se desnudo frente al espejo. Primero se sacó la camiseta de River con la que hacía años dormía, luego el calzoncillo. Cuando ya estaba completamente desnudo, miró su imagen reflejada en el espejo, en su pubis descubrió un vello de otro color al resto, le llamó la atención que allí estuviera, pero no le prestó mayor atención.

De manera que abrió la ducha y se introdujo en la bañera. El agua tibia cayó sobre su cuerpo, lo relajó. Lo necesitaba. Estaba un poco ansioso y la ducha lo tranquilizaba. Habrá estado bajo el agua unos quince minutos, pero al él le pareció una eternidad. Cerró la canilla y se secó con esmero la cabeza, la espalda las piernas y los pies, mientras lo hacía se acordó del vello encontrado hacía un rato. Se volvió a mirar en el espejo, estuvo a punto de arrancárselo, pero desistió de la idea, después de todo no se notaba tanto.

Se puso desodorante en las axilas y talco en los pies. Peinó sus cabellos con la raya al medio como hacía años. Se vistió lentamente. Había elegido la ropa la noche anterior. Cuando estuvo listo, abrió la puerta tratando de no hacer ruido y se dirigió a la cocina. Allí, Rosa, ya había preparado el desayuno. La saludó con un beso en la mejilla y le musitó algo al oído.

Ella lo miró y sonrió.

Luego se sentó a la mesa mientras ella ponía una taza con café con leche y tostadas delante.

-Dulce de leche y manteca, le preguntó Rosa.

-No, solo manteca, le respondió él.

Luego le alcanzó el diario y se fue a preparar el desayuno para el resto de los habitantes de la casa, que en cualquier momento se levantarían.

Él tomó el desayuno en silencio mientras leía la parte de deportes. Se aseguró del horario del partido: A las cinco.

Ricardo quedó que pasaría a buscarlo para ir juntos a la cancha. Faltaba tanto.

Releyó la formación. Otra vez habían puesto a ese pibe que jugaba de nueve. A él no lo convencía, pero a la gente le gustaba y el pendejo hacía goles.

Luego de leer la parte de deportes, leyó el horóscopo, en sorpresa le decía: Un día muy especial. Y claro que lo sería pensó.

Cuando terminó el desayuno, juntó la taza, y el plato con tostadas y lo llevó a la mesada, guardó la manteca en la heladera y se fue para el living con el diario.

Se sentó en el sillón y leyó lo que le faltaba del diario. Luego prendió el televisor, el Napoli del Diego jugaba contra el Milán y lo quería ver. Un poco por eso y otro porque quería que el tiempo pasara rápido y que de una buena vez llegara el momento de que Ricardo lo fuese a buscar. Hacía tiempo que no iban a la cancha juntos y hoy, después de tanto, al fin lo harían.

El resto de los habitantes de la casa se levantaron y al igual que él fueron a desayunar. Rosa con esmero les fue sirviendo a medida que llegaban a la cocina.

Ángel, cuando finalizó el desayuno, se fue a sentar al living a mirar el partido con él. Mientras, en la cocina, las mujeres ayudaban a Rosa a preparar el almuerzo.

Como todos los domingos comerían ravioles, ya era un clásico y a todos les gustaba el tuco que Rosa preparaba.

El Napoli, con una extraordinaria actuación del Diego, le ganó al Milán 4 a 0.

Lástima que el Diego era bostero, que lindo sería verlo con la de River, pensó Juan Carlos.

A la una en punto todos estaban ubicados para almorzar. Él comió despacio, pero mirando el reloj, ya se acercaba la hora y su ansiedad aumentaba.

Cuando terminaron el postre y el café sonó el teléfono.

Rosa fue la que atendió:
-Geriátrico “La casona”, ¿quién habla?

Desde el otro lado de la línea una voz de hombre pidió por Juan Carlos.

-Ya lo llamo, un segundito, le respondió Rosa.

-Juan Carlos, gritó Rosa desde el living, teléfono.

-¿Quién es?, preguntó él desde la cocina.

-No sé, no le pregunté, pero me parece que es su hijo.

-Hola, ¿Ricardo, sos vos?

-Sí papá, soy yo Ricardo.

Luego de unos minutos, Juan Carlos volvió a la cocina, una lágrima le rodaba por la mejilla.

Les pidió disculpa a todos y se fue a su habitación.

-Otra vez lo dejó cambiado y sin salir, comentó Ángel a los demás, cuando Juan Carlos ya se había retirado.

-Nunca tienen tiempo para nosotros, comentó Norma, mientras ayudaba a Rosa a lavar los platos.

-¿Jugamos un partidito de chinchón?, preguntó Ángel a los que todavía estaban sentados a la mesa.

-Yo me prendo, le contestó Norma secando un plato.

Mientras tanto, Juan Carlos, se desvestía en su habitación, colgó el saco, los pantalones, la camisa y la corbata en el roperito. Puso los zapatos debajo de la cama. Buscó la camiseta de River y se la puso. Se acostó y prendió la “Spica”.

La voz de Costa Febre les daba la bienvenida a todos los hinchas de River y anhelaba un gran triunfo del “Millonario”.

Con la radio de fondo, se quedó medio dormido. Recordó cuando él era jugador, sus tardes de gloria, junto con los otros integrantes de “La Máquina”

Un rato más tarde, cuando se estaba quedando dormido, la voz del relator lo sacó de ese sopor: Goooool de River.

El pendejo, ese que jugaba de nueve y que a él no le gustaba, le daba el triunfo, nuevamente, en el último minuto.

Besó la camiseta y ahora sí se durmió.

Tal vez el próximo domingo o el siguiente, Ricardo, su hijo, tendría tiempo y juntos irían a la cancha.

(mi agradecimiento a Alberto por permitirme publicar este cuento)

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Fuerte, abajo y lejos de Michel Foucault (Eduardo Pérsico - Argentina)


Cualquiera que atajara la pelota que a Jorgito Chopin le sacudieron aquel sábado en San Isidro, no hubiera hablado de otra cosa, pero él anduvo por el vestuario exhibiendo los guantes mágicos color rosa recién estrenados que le protegían sus dedos de pianista, y riéndose.

Los locales quisieron mostrarse ante su gente jugando contra Once Corazones un partido durísimo y cuando el loquito Chopin agarró la última pelota con las dos manos, se fueron a llorar a la iglesia...

La gente miraba desde unos escalones sobre parapetos de caños y era una linda tarde para jugar. Un sol de Octubre, muchas minas vistosas, unos pibes rubiecitos chillando y Once Corazones propuesto a jugar prolijo, como siempre, pero chocaron contra un equipo de camisetas de rugby y pierna demasiado fuerte que protestaba todo, así que decidieron no discutir con nadie sin descuidarse atrás.

El ambiente se iría calentando, los jugadores, socios y familiares del San Isidro le reclamaban al referí el reglamento íntegro y ¿qué cobrás, hijo de puta? era lo más suave, y los línea se conviritieron en dos asustados personajes. A los Once también el público los alentaba: ‘negro de mierda’ o ‘judío asqueroso’, y al narigón Aguilera que se divertía al esconderla bajo el pie izquierdo, una señora con un conjunto deportivo blanco; buenísima, le indicó ‘zurdo putito, no te hagas el vivo que te desaparecemos’. Por el segundo tiempo el Nene embocó un gol que casi no gritaron y ni ahí luego toquetearon la bola para perder tiempo.

Había que irse tranquilos y sin calentar a nadie porque ya las mamás de los nenes rubiecitos les puteaban la tercera generación y en el final, uno a cero, cuando el referí apenas miró el reloj tres tipos de pelo engominado entraron al campo y chau ‘fair play’ para gente bien vestida. Uno de bigote cacheteó al juez para recordarle algún artículo escrito en inglés, ‘vos de aquí no salís, la puta que te parió’, otro bigotudo le manoteó el cogote y el partido, reglamentariamente, prosiguió.

De inmediato centro al área de Once Corazones, penal del hombre invisible y en segunda escena del griterío y el Chopin ajustando sus guantes rosas, se ordenó la ejecución. El cuatro alisó el pastito con la pelota pidiendo ‘que no se adelante el arquero’, el referí le gritó a Jorgito ‘no se mueva de la línea’ y quizá sumara algo menos estridente.

El de San Isidro tomó tres pasos de carrera, hamaque de Chopin y la inatajable bola abajo al rincón izquierdo hizo 'chaf’' contra sus guantes y quedó seca. Hubo un silencio metálico, del fondo salieron jugando bien lejos para nadie, el heroico referí se animó a pitar el final y los dueños de casa lo siguieron puteando hasta el vestuario. Pero el hombre sobrevivió.

El penal que atajó Jorgito Chopin fue impresionante pero recién lo comentó en el tren de vuelta con el Quelo Varela, el vendedor de libros.

-El referí era un turro. Sabía adónde pateaba el otro, me gritó no se mueva de la línea pero entredientes me aclaró ‘abajo, a tu izquierda’.

-¿Y eso no fue una demostración de poder con mayúscula?

-Qué lástima Quelo; no le pregunté si había leído a tu amigo Foucault -y los dos se cagaron de risa.

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Portero (Daniel Delfino “Maracho” - Argentina)


Papá, ¿es verdad que Maradona es Dios?, preguntó Lautaro mientras miraban en la tele un informe sobre el regreso del maravilloso diez al fútbol profesional.

-No Lautaro, no es Dios. Es el mejor jugador de fútbol que hubo en el mundo, pero no es Dios.

-Pero el papá de Fabián dice que Maradona es Dios.

Pablo, el padre de Lautaro, recordó un diálogo en la puerta del colegio. El papá de Fabián era un insoportable hincha de Boca, que se pasó toda la charla fanfarroneando con los logros de los de la ribera.

-El papá de Fabián está equivocado.

-Pero papá, muchos dicen eso. No sólo el papá de Fabián dice eso. En la tele lo dicen.

-Mirá Lautaro, Maradona le hizo el gol a los ingleses, el gol que cualquier argentino les hubiera querido hacer a esos piratas. Maradona nos hizo felices a todos, su habilidad es como una obra de arte en movimiento, pero no es Dios. Dios es otra cosa.

-¿Qué otra cosa?

-Un ser superior, que nos quiere a todos por igual.

-¿Y Maradona, no nos quiere a todos por igual?

Pablo lo miró abatido. Su hijo era más perseguidor que un Testigo de Jehová.

-Maradona es un hombre y como todo hombre, debe tener gente a la que quiere y gente a la que no quiere.

El niño lo miró con ojos extraños. Sin entender demasiado abrió su bombardeo de preguntas:

-¿Maradona nunca jugó en San Lorenzo?

-No.

-¿Y vos nunca jugaste en San Lorenzo?

-No.

-Y Dios, ¿de qué cuadro será?

-De ninguno.

-¿Y por qué no es de ningún cuadro?

-Porque es Dios y no puede ser de uno sí y de otro no.

-Y Maradona ¿de qué cuadro es?

-De Boca.

Pablo comenzaba a fastidiarse. Maradona, en su corazón, era una ambivalencia nunca resuelta definitivamente. Un añejo resentimiento le había impedido disfrutar con total intensidad de sus milagros. Como si el Diego fuera una mujer dorada que nos sonríe, pero elige a nuestro peor enemigo. Sólo nos queda admirar envidiosos su belleza.

Hinchas de otros equipos y hasta de San Lorenzo obviaron estas situaciones y lo aclamaron con toda la boca. Pero Pablo vivía cautivo en su rígido dogma futbolístico, que podría estar errado, pero que le dictaba el corazón: primero San Lorenzo y después todo lo demás, aun la Selección Argentina. Y a pesar del orgullo de que su hijo de ocho años fuera tan cuervo como él, tampoco quería transmitirle su fundamentalismo azulgrana.

-¿Sabés por qué no es Dios? -le dijo decidido.

El niño lo miró ansioso.

-Cuando yo tenía doce años, sólo cuatro más que vos, con el abuelo fuimos a la cancha de Ferro. San Lorenzo, nuestro querido y adorado San Lorenzo, jugaba con Argentinos Juniors y el que perdía se iba al descenso. Y San Lorenzo perdió y se fue al descenso, a la primera B, a jugar con equipos desconocidos. Todo el mundo se reía de nosotros. El abuelo y yo, esa tarde estábamos muy tristes, como toda la gente que lloraba por las calles. Y cuando llegamos al auto, el abuelo encendió la radio. El periodista que hablaba contó que Maradona, que jugaba en Boca y que había salido campeón esa misma tarde, arribó al vestuario en silencio y que sólo dio rienda suelta a su festejo cuando se enteró de que Argentinos Juniors, el club de sus comienzos, se había salvado del descenso. El abuelo de un arrebato apagó la radio. Tenía bronca. Yo me daba cuenta que lo que había dicho el periodista le había provocado mucho dolor. En silencio, continuó manejando por esas calles grises de Caballito, que nos devoraban como un túnel de tristeza.

-¿Y vos lloraste mucho ese día, papá?

-Sí. Por eso no me gusta que digas que Maradona es Dios. Porque Maradona es una persona como vos y yo. Los que lo dañan son los alcahuetes que viven de su magia. Él, esa tarde, quería que Argentinos no sufra, y estaba bien, porque ésa era su gente. Pero los de San Lorenzo estábamos muy tristes. Dios no quiere que nadie esté triste y nunca se va a alegrar cuando a alguien el corazón se le esté reventando de tristeza. Por eso, nunca hay que pedirle por el resultado de un partido, porque Dios no puede elegir entre uno o el otro. Tiene que ganar el que juegue mejor y haga más goles.

En el informe de la televisión decían que a Maradona le gustaría jugar en San Lorenzo de Almagro.

-¡Escuchaste papi, Diego quiere jugar en San Lorenzo!

La rutilante noticia dejó obnubilado a Pablo e inmovilizó sus ojos sobre la pantalla del televisor. Su mente se puso en blanco. Lo volvió a mirar su hijo, pero esta vez, el que habló fue su corazón:

-¡Dios quiera!

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Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba (Daniel - México)


Olía fuerte, a pura piel de becerro recién curtida y era dura como una roca. Apenas pude tenerla unos segundos entre mis manos, pues todos querían tocarla, olerla y sentirla como un objeto sagrado. Aquella tarde, los del club aguardaban su llegada reunidos en la casa de los hermanos Dawe. Dos días antes, William Blamey había desembarcado en Veracruz con la tradicional lista de encargos de todo viaje a Gran Bretaña: costales de té, sacos de casimir, barriles de whisky, varios kilos de ejemplares de The Times y novelas de Dickens o Wilde, aunque ahora todo eso había pasado a segundo término. 

El objeto más deseado de su valija era redondo, macizo, de auténtico cuero británico: un balón reglamentario de football aprobado por árbitros ingleses. Una pelota como las utilizadas en la Copa de la Asociación de Football de Inglaterra y no ese amasijo amorfo confeccionado por los curtidores locales con el que habían tenido que jugar todo el año. Sí, al final de cuentas era piel vacuna, mexicana o inglesa, qué más daba, pero para ellos había diferencias abismales, como si aquel objeto traído de ultra mar ocultara un diamante en su circunferencia. Tras un par de años trabajando en la compañía Real del Monte había empezado a comprenderlos: ellos querían jugar sobre pasto británico, portando uniformes confeccionados en sastrerías de Londres y beber al final del partido generosos vasos de whisky escocés mientras departían con sus novias y esposas, todas ellas inglesas por supuesto. 

Blamey llegó a la casa minutos antes de las cinco de la tarde, cuando el agua para el té ya hervía en el fogón. Apenas cruzó la puerta se hizo un silencio litúrgico, preludio del momento más esperado. Sin decir una palabra, el recién llegado sacó el balón de una maleta de cuero y lo colocó sobre la mesa junto a las jarras de té y las charolas de galletas. Aquello era como si los caballeros del Rey Arturo contemplaran el Santo Grial colocado en el centro de su mesa redonda. Yo mismo, ubicado a unos metros del comedor, miraba fascinado aquella pelota. 

En mi calidad de empleado no me era dado participar de sus tertulias y aquella tarde había acudido a casa de los Dawe sólo para entregar el reporte de pago de jornales a los mineros, pero mi llegada coincidió con el arribo del primer balón profesional de football que rodó en la cancha de Pachuca. ¿Fue el primer balón oficial británico que rodó en canchas mexicanas? Yo quiero creer que sí, aunque sin duda los escoceses borrachos del Orizaba dirán que ellos lo trajeron primero y los señoritos del Crickett Club también presumirán lo mismo. Me disponía a retirarme cuando el presbítero Quickmire me indicó que me acercara y sin decir “agua va” puso el balón en mis manos. 

-Anda, para que veas lo distinto que es un verdadero balón de football, muchacho. 

Creo que no la tuve más diez segundos en mis manos, pues Willie Rule me la quitó de inmediato, como si mi tacto fuera a contaminar aquella pieza sacra en donde alcancé a leer grabado en el cuero las palabras Old Eatonians. Lo primero que pensé fue en los muchachos de la mina, quienes no me creerían cuando les dijera que había tenido en mis manos un balón oficial de la Copa Inglesa, un balón que en nada se parecía a nuestros molotes de trapo y manta con los que nos divertíamos por las tardes. La pelota pasaba de mano en mano tocada con el cuidado y la reverencia que merecería una pieza del Renacimiento extraída de un museo. Llegué a creer que ese balón jamás rodaría en la cancha ni recibiría patada alguna y acabaría colocado en un altar con velas a su alrededor, pero me equivocaba; a la mañana siguiente, un domingo ventoso y de cielo despejado, los del club estrenaron su balón británico jugando un partido interescuadras. 

A unos metros de la línea de meta, los muchachos de la mina y yo gozábamos nuestro día de descanso viéndolos partirse el alma por la posesión de esa pelota que había cruzado el Océano Atlántico para terminar justo en la cancha de la mina Real del Monte donde cada sábado jugaba el Pachuca Athletic Club, un equipo que según el presbítero Quickmire, estaba a la altura de pelearle al Wanderers, al Sheffield o al Etonians. 

Me llamo Hilario Lucio, pero ese nombre no quedará para la posteridad. En mi partida de bautizo dice que nací en 1885 en Pisaflores, Hidalgo. Hilario me llamo por el santoral y Lucio fue el apellido de mi madre, siempre soltera. El apellido de mi padre lo desconozco y no me interesa preguntar por él. Nunca lo conocí ni tuve la más mínima noticia de su paradero. Las malas lenguas, por supuesto, nunca han faltado alrededor de mi vida. 

-Eres güero pecoso de rancho porque tu papá ha de haber sido un gringo que dejó a tu mamá, me decían en la calle para hacerme rabiar. Yo nunca molesté a mi madre con esas preguntas. Ya bastante se partió el alma para ser mi madre y mi padre a la vez. Todo lo que soy se lo debo a ella. Mi madre siempre trabajó en las casas de los ingenieros de la compañía Real del Monte en Pachuca. Ama de llaves le decían a su cargo. Como masticaba bien el inglés, ella era la encargada de recibir a las visitas, dar los recados y regentear a la servidumbre. Fue uno de sus patrones, el ingeniero Ryan Southgate, quien permitía que yo entrara de oyente junto con sus hijos a las lecciones que impartían sus estrictas institutrices inglesas. Aprendí a leer en inglés antes que en español y aunque me entretenían los dramas de Shakespeare que las institutrices nos obligaban a memorizar, lo mío siempre fueron las sumas y las restas, las multiplicaciones y las divisiones. Fueron los numeritos quienes me abrieron la puerta de la oficina de contabilidad de la compañía Real del Monte. 

Nunca le tuve miedo a la mina, pero siempre quedó claro que yo era más útil sumando y restando la raya de los mineros. Hilario Lucio es el nombre que quedó registrado en los archivos de la compañía Real del Monte. En esos papeles se puede leer que Hilario Lucio fue un joven que trabajó de auxiliar contable a principios del siglo, unos años antes de la Revolución. El problema es que el nombre de Hilario Lucio no quedó ligado al del Pachuca Athletic Club. En ninguna crónica de la época consta que haya alineado en el equipo un joven con ese nombre. Lo que sí consta, es que en aquel año del primer torneo nacional jugó con el club un muchacho de 17 años llamado Niegel Hatley, que hacía diabluras y picardías por la banda izquierda 

Recordaremos por siempre al año 1901 por un par de acontecimientos que sacudieron a la ciudad: la muerte de la Reina Victoria y la fundación oficial del Pachuca Athletic Club. La muerte de la soberana sembró el luto en la compañía Real del Monte. Aunque la etiqueta británica les impedía llorar y externar sus sentimientos, era evidente que a mis patrones les dolía en lo más profundo el fallecimiento de su reina. Sin embargo, el luto no fue tan riguroso como para apagar la euforia que les producía la inminencia del arranque del Primer Torneo Nacional de Football en donde el Pachuca Athletic Club mediría fuerzas con los clubes de la Capital y con esos escoceses juerguistas que fabricaban cerveza en Orizaba. La idea de jugar ese campeonato fue impulsada desde la compañía Real del Monte. 

Llevaban más de un año jugando todos los sábados y ya iba siendo tiempo de medir fuerzas con los otros clubes. El país y el futbol han cambiado mucho desde entonces. Han pasado 35 años, pero a veces creo que transcurrió un siglo entero. Hubo una revolución que costó más de un millón de muertos. Gobiernos fueron y vinieron con sus promesas de igualdad y redención social. El futbol de aquel entonces se fue para siempre, como se fueron los aristócratas porfiristas afrancesados que paseaban en sus carruajes por la calle Plateros. Hoy el futbol lo dominan Atlante y Necaxa, España y Asturias. El Equipo Nacional de México ya fue a una olimpiada en Ámsterdam y a un mundial en Montevideo y aunque hay muchos gachupines metidos en este deporte, hoy los mexicanos truenan sus chicharrones en las canchas. Pero hace 35 años, en 1901, el futbol era football y era un asunto exclusivo de británicos para británicos en donde los mexicanos no teníamos cabida. No es que hubiera una regla que lo prohibiera; simplemente no se estilaba y para los británicos la costumbre es sagrada. 

El football era un ritual tan inglés como el té en donde los mexicanos éramos solamente espectadores. De no haber sido por el presbítero Quickmire, yo me hubiera pasado la juventud entera como espectador de los juegos de mis patrones, conformándome con patear una pelota de trapo frente a porterías de piedra. Pero el destino, o más bien dicho el presbítero, quiso que yo tuviera el derecho de patear una pelota de becerro británico sobre una cancha de pasto en un juego dirigido por un árbitro inglés. Las crónicas dicen que un señorito llamado Juan Cortina, educado en los mejores colegios de Inglaterra, fue el primer mexicano en jugar al football. Bueno, eso lo dicen porque el nombre de Niegel Hatley es británico y suponen que quien así se llamaba también lo era. 

El sábado fue siempre el día más deseado de la semana. Al medio día, a la salida de la mina, se formaba una fila frente a mi escritorio. Luego de partirse el lomo durante seis días, los trabajadores cobraban su jornal cuya paga me tocaba coordinar a mí. Los rostros en la fila contagiaban ánimo de fiesta. Los sábados por la tarde transcurrían para los mineros entre pulque y cerveza, aunque en aquel año eran cada vez más los que se acercaban a ver a los patrones entregarse a ese ritual de patear la pelota que tanto les fascinaba. Sus mujeres preparaban bocadillos y colocaban mesas alrededor de la cancha en donde jamás faltaba el whisky. Del otro lado nos colocábamos nosotros, con las cervezas frías y la curiosidad por ir descubriendo las claves del juego. Ver a los jefes entregados con semejante pasión a esa manía de correr tras la pelota nos divertía de sobremanera. 

Así pasamos varios sábados de aquel año 1901, hasta que un fin de semana decidimos pasar de la contemplación a la acción. Con trozos de manta y trapo armamos una bola y nos pusimos a patearla en un campo baldío que estaba a unos metros de la cancha. Nunca nos habíamos divertido tanto. Sudábamos la gota gorda y pateábamos el trapo hasta que las piernas no daban más. Las cervezas sabían a gloria después de los juegos. Empezamos a armar retas con apuestas y muy pronto hubo piques entre nosotros. Ahora esperábamos con ansias la llegada del sábado para poder salir de la mina a patear nuestro pedazo de trapo y demostrar habilidades. 

Los mineros eran tipos rudos, recios, que jugaban con fuerza y determinación. Lo mío en cambio era la rapidez. Yo no soy quien para presumir mis cualidades, pero a los 16 años de edad me transformé en una flecha por la banda. Siempre fui flaco y de pierna larga y una vez que agarraba la pelota nadie podía alcanzarme. Obvia decir que no nos era posible pisar la cancha de pasto de los patrones ni patear un balón de cuero, pero a nuestra manera nos divertíamos. Ensimismados en su británico ritual, nuestros patrones no habían reparado en que los estábamos empezando a imitar con éxito, hasta que una tarde el presbítero Quickmire se paró a lado del baldío y se quedó a vernos jugar. Al final, nos felicitó por aprovechar la tarde del sábado fortaleciendo el cuerpo y el espíritu en lugar de malgastar la raya en la pulquería. 

-Eres veloz, muy veloz muchacho, pareces una liebre loca, me dijo el presbítero la segunda vez que fue a vernos al baldío. 

Por aquel entonces el equipo de los patrones ya se había constituido oficialmente como el Pachuca Athletic Club y se daban a la tarea de entrar en contacto con otras escuadras para organizar un primer torneo nacional. Aparte de Pachuca, había en el país otros cuatro clubes formalmente constituidos, si bien en la compañía Real del Monte no quedaba duda alguna de que nadie podría superar a su poderosa escuadra. No por nada tenían en sus filas al mejor jugador de todo el territorio mexicano: George Camphuis. Era cuestión de viajar a la Ciudad de México a demostrar quién era el mejor de todos. Finalmente, luego de arduas gestiones, todo quedó listo para jugar el primer partido. Los señoritos del British Club visitarían Pachuca. Aquel fue un día de fiesta en la ciudad. Los alrededores de la cancha fueron engalanados con guirnaldas y en las mesas circundantes pusieron las mejores botellas de whisky traídas de la Isla por Blamey. 

Los de la palomilla minera nos instalamos a una prudente distancia con nuestras respetivas cervezas dispuestos a ver a 22 británicos dejar el alma en la cancha. Los del British Club bajaron del tren vestidos como catrines. En la estación fueron recibidos con toda la pompa, si bien a los patrones no les cabía duda alguna de que Pachuca los despedazaría en la cancha. Pronto quedó claro que las apariencias engañan y esos catrincitos del British Club resultaron ser un hueso muy duro de roer. Pachuca sacó un apuradísimo empate a dos goles luego de ir abajo y ser superado en varios lapsos del partido. Por supuesto, al final del match hubo tertulia y whisky con los rivales, pero el ánimo de los patrones no era el mejor, pues en la cancha había quedado claro que Pachuca Athletic Club, con todo y Camphuis, no era la aplanadora que suponían. Ahora el equipo debía viajar a la Ciudad de México en donde los aguardaba el Reforma Athletic Club y el México Cricket Club y luego del primer partido, ya no se sentían tan seguros de regresar cubiertos de gloria. 

Aquella noche el presbítero Quickmire llamó a la puerta de mi pequeña habitación. Mi madre y yo compartíamos una casita ubicada en el jardín de la familia Southgate, a quienes el presbítero visitaba con frecuencia. Esa noche Quickmire llegó hasta nuestro recinto sin entretenerse con la familia. Venía a verme específicamente a mí, para plantearme un asunto urgente. 

-¿Hablas inglés como un caballero de Oxford, muchacho? 

-Usted sabe que lo hablo señor, lo hablo bien, pero mi pronunciación está lejos de ser excelente. 

-Mmm…, y esa cara tuya tan pecosa, tus ojos claros. Tú podrías pasar por galés.

-Pero soy hidalguense señor, natural de Pisaflores. 

-Con la pelota de trapo eres muy rápido muchacho. ¿Crees que pudieras correr igual pateando una pelota de verdad? 

-Bueno, la pelota de cuero es muy dura, pero la velocidad es la misma. 

-Muchacho: si yo le sugiero al Club que nos acompañes a la Ciudad de México ¿No nos vas a defraudar? 

-¿Cuándo los he defraudado señor? Ya sea para llevar la contabilidad, para servir de intérprete o para acomodar las mesas antes de las tertulias, trato de hacer mi trabajo de la mejor manera. 

-Pero a la Ciudad de México no vamos a llevarte de intérprete o de mandadero. Vamos a llevarte a jugar por la banda izquierda como sólo tú sabes hacerlo. 

Me quedé sin respuesta. Yo sabía que el presbítero Quickmire era un tipo bromista cuyo humor negro me había hecho pasar más de un mal rato, pero aquella vez no parecía estar jugando. 

-Una cosa más mozalbete. ¿Serás capaz de hacerte pasar por inglés si alguien te pregunta por tu origen? 

-Usted me ha dicho que mentir es pecado.

-Pues quedas absuelto. Ahora te llamas Niegel Hatley y sólo responderás cuando se te llame por ese nombre. Hilario Lucio se quedó a trabajar afuera de la mina. Niegel Hatley es jugador del Pachuca Athletic Club y ahora sólo tienes que aprender a tomar el té como un caballero y probarte este uniforme que a partir de hoy debes defender como si fuera parte de tu piel. 

Cuando puso sobre mi cama el uniforme azul y blanco del Pachuca Athletic Club supe que no estaba bromeando y que toda mi vida había tenido sentido sólo por llegar a ese momento. 

-Bueno muchacho, ese uniforme lo usarás en la cancha del Reforma Athletic Club, pero en el tren viajaremos vestidos con nuestros mejores trajes. Que ni crean esos catrines de la capital que van a impresionarnos o a hacernos sentir menos. 

Nunca había usado un traje tan elegante como el que me prestó el presbítero Quickmire aquella mañana y nunca me había subido a un tren. Vaya, para ser honesto ni siquiera había salido del Estado de Hidalgo. Cualquier cosa que hubiera imaginado yo de la capital se quedó muy corta con lo que encontré al llegar. Los volcanes, las casonas, los carruajes, los parques, la calle Plateros. Aquello era aquella en verdad la Ciudad de los Palacios. La cancha del Reforma Athletic Club, ubicada en el Deportivo Chapultepec, era una alfombra verde donde ni una brizna de hierba era más alta que la otra. Era una cama de pasto donde daban ganas de revolcarse. Comparada con ella, hasta la cancha de los patrones en Pachuca parecía un potrero. Los del club me habían comentado que los juegos en el Deportivo Chapultepec eran acontecimientos que reunían a lo más granado de la sociedad británica en la Ciudad de México, pero debo admitir que jamás imaginé tanto lujo. Aquello era como estar en un jardín de Buckingham Palace. Qué mujeres. Ni en sueños había yo visto princesas como las novias de los jugadores del Club Reforma. 

En las mesas centrales estaba el mismísimo embajador de Gran Bretaña en el país acompañado por ejecutivos del Banco de Londres y México. Al arribar a la cancha, fuimos retratados por fotógrafos del Mexican Herald y el Two Republics. Confieso que entonces las piernas me empezaban a temblar y los nervios me devoraban. Había tenido apenas tres días para entrenar con mis nuevos compañeros y acostumbrarme a patear la dura pelota de becerro británico. No se si era mi condición de mexicano o de subordinado en la compañía, pero el caso es que no todos en el equipo digerían muy bien la idea de mi inclusión. El presbítero Quicksmire tuvo que llevar a cabo una ardua labor de convencimiento entre algunos miembros del plantel para que me aceptaran, pero me quisieran o no, ahí estábamos los once caminando al centro de la cancha donde nos aguardaban nuestros rivales para el saludo de cortesía. Cuando el árbitro Reginald Penny hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, quedó claro que la etiqueta británica quedaría afuera de la cancha, pues dentro habría una batalla campal en donde no cabría la más mínima concesión. 

Los primeros minutos troté como un potro desbocado viendo pasar sobre mi cabeza los pases aéreos del Reforma, que lucía mucho más asentado en la cancha. Habrían pasado unos ocho o nueve minutos cuando las cosas empezaron a cambiar. Harry Abraham me mandó un pase filtrado a mi banda izquierda y por primera vez pude pegar una carrera con la pelota en mis píes. Mi velocidad desconcertó a los defensas. Ellos eran maestros de los balones por aire donde sus cabezas y pechos mandaban, pero se mareaban con un balón a ras de piso conducido con semejante rapidez. Aquel primer pique terminé en un centro que le envíe a William Bray, quien remató y estrelló el balón en el arquero del Reforma. Ahí estaba nuestro primer aviso y nuestro rival se mostraba inquieto. 

La confianza y el alma me habían vuelto a las piernas. Realicé tres o cuatro piques más que acabaron en tiros de esquina o falta favorable. Fue pasando la primera media hora cuando un defensa de Reforma me derribó en las cercanías del área. Camphuis ejecutó raso el tiro libre. La pelota encontró un hoyo entre el muro de piernas y acabó anidada al fondo del arco. 1-0. El público aplaudió con total sobriedad. Con la mínima diferencia a favor llegamos al medio tiempo. La segunda parte sacó a relucir la furia del Reforma Athletic Club que con pelotazos elevados sobre el área buscaba las cabezas salvadoras de sus altísimos delanteros. Su desesperación me abrió una avenida por la banda izquierda por donde corrí a placer ejecutando contragolpes que los sacaban de quicio y los obligaban a poner a un gigantón defensa a marcarme. Mi marcador era fuerte, pero terriblemente lento, por lo que solía recurrir compulsivamente a la falta. 

Cerca del minuto 20 logré eludir la patada de mi guardián y pegar una descolgada que lo dejó muy atrás. A la entrada del área cedí a Jimmy Bennetts quien no tuvo más que tocar suavecito por abajo del arquero. 2-0. Euforia total. Los 25 minutos restantes nos dedicamos a jugar con la desesperación del Reforma con pelotas bajas y cambios de juego. Estuvimos cerca de meter el tercero, pero su guardameta desvió con las uñas un tiro de Camphuis. Sonó el silbatazo final. 2-0. Aplausos de píe. Las princesas británicas miraban incrédulas a sus novios derrotados por el equipo de mineros. Yo estaba tan eufórico, que en la tertulia posterior por poco olvido mi papel de Niegel Hatley y casi empiezo a actuar como Hilario Lucio. 

Siete días después, con la confianza en los cielos, jugamos con el México Cricket Club. Misma cancha, misma elegancia. Estos señoritos tal vez sabían manejar bien los bastones, pero no eran muy hábiles a la hora de usar sus píes para patear un balón. Aunque su entrenador Percy Clifford era una eminencia, los del Cricket demostraron que aún les faltaba entrenar mucho. Antes del minuto 30 ya les ganábamos 2-0 con goles de Rabling y Camphuis. Parecía un pan comido, pero al arrancar su segundo tiempo su delantero más alto nos clavó un gol de cabezazo. 2-1. El Cricket se nos vino encima y en su afán por empatar nos regaló preciosos espacios. Fue entonces cuando llegó mi momento arrancar en descolgada y ceder a Camphuis, cuyo remate cañonero fue rechazado por el guardameta, con tan buena suerte para mí, que el balón de becerro británico cayó justo en mi pierna derecha para que fusilara y sintiera ese placer incomparable de ver la red estremecerse.3-1. Niegel Hatley había inscrito su nombre en la lista de anotadores de aquel primer torneo. Todavía Thomas Patton clavó un cuarto gol en una nueva descolgada. El 4-1 fue contundente y los catrines empezaron entonces a respetar a los mineros. 

Regresamos a Pachuca cubiertos de gloria, pero aún faltaba un escollo para poder proclamarnos campeones: los escoceses del Orizaba. Blamey hizo gestiones y presionó hasta donde pudo para que el partido se jugara en nuestra casa, pero los de Orizaba acabaron por salirse con la suya y ganar un volado. Debíamos viajar a la Pluviosilla para enfrentar en su campo a los Albinegros. El presbítero me advirtió que los escoceses solían ser un hueso duro de roer en cualquier cancha. Inglaterra vs. Escocia era ya entonces un añejo clásico y los caledonios, recordando las hazañas de McGregor en las Tierras Altas, solían matarse en la cancha para poder derrotar a los ingleses. Aquellos escoceses eran hilanderos y fabricantes de cerveza. Los dirigía Duncan Macomish, que en su natal Escocia había jugado en Primera División y había logrado conjuntar en Orizaba un cuadro de rudos guerreros que metían fuerte la pierna. Las malas lenguas decían que solían empinar el codo más de la cuenta y que las tertulias de whisky y cerveza después de los partidos solían prolongarse hasta el amanecer, pero con todo y sus borracheras a cuestas, en la cancha no tenían compasión. 

Una densa neblina nos recibió la mañana en que llegamos a la Pluviosilla. Sólo hasta el medio día puede descubrir entre la bruma al imponente Pico de Orizaba, hierático gigante que sería espectador de nuestra batalla. Los catrines y las princesas brillaban por su ausencia en Orizaba. Tras esos hermosos bosques sumergidos en niebla perpetua había un ambiente rudo y hostil hacia nuestro equipo. Aquellos escoceses eran gente de trabajo duro como nosotros, no de tertulias de etiqueta como en la capital. Bajo la montaña más alta de México se jugaría una extraña versión del clásico entre Inglaterra y Escocia. Desde el momento en que el balón empezó a rodar, quedó claro que los Albinegros no darían tregua. Eran duros, correosos, de marca incómoda. Mi primer intento de pique por la banda fue frenado con tremenda patada. El primer tiempo acabó con el marcador en blanco. Iniciando el segundo tiempo logré por vez primera escapar a mi marcador y correr en descolgada frente al portero que mandó a tiro de esquina mi disparo. 

Las cosas pintaban mejor y nuestro ánimo nos decía que podíamos derrotar a los escoceses pero en nuestro afán por sentenciar el juego, los Albinegros nos contragolpearon y nos clavaron el gol. 0-1 con 25 minutos todavía por jugarse. Una densa neblina bajaba sobre la cancha. Sí, lo se, nos desesperamos y caímos en su trampa. Esperanzados en mi velocidad, mis compañeros me mandaban pases deseando ver un sprint mágico que acabara en el área rival, pero mis marcadores no tenían piedad. Faltaban unos cuatro minutos cuando logré eludir al defensa que tenía pegado como estampa, pero un segundo marcador, que según recuerdo se apellidaba Buchnann, frenó mi carrera y mi vida futbolística. 

Su barrida fue seca, asesina y escuché mi hueso partirse como un tronco. Tal vez fue la adrenalina, pero creo recordar que me paré o quise pararme de inmediato, pero mi pierna derecha estaba destrozada. Cuando me sacaron cargando olvidé a Niegel Hatley y con lágrimas en los ojos maldecía en español de pulquería. Dolor, llanto, neblina, gritos. Todo se confunde en mi memoria. Por fortuna, ya no estaba en la cancha cuando se dio el silbatazo final y los Albinegros de Orizaba festejaron haberse convertido en los primeros campeones nacionales del Futbol Mexicano, un torneo de cinco equipos británicos representantes de nuestra prehistoria futbolística que sin embargo quedó marcado para la historia. 

La fractura había sido total y mi recuperación tardó casi un año en que con mi pierna enyesada y mis muletas me paraba afuera de la mina para pagar las rayas del sábado y acudir después a la cancha a ver a mis compañeros. El siguiente torneo no pude jugarlo y me limité a ser espectador de derrotas. Fuimos último lugar, mientras que los catrincillos del Cricket dieron la sorpresa y se coronaron campeones. A finales de 1903, el presbítero Quicksmire me hizo una nueva oferta, aunque en esta ocasión no era futbolística, sino laboral: En la mina de Zacatecas ocupaban un jefe de contabilidad. Iría como jefe, no como auxiliar, con un sueldo bastante más alto. El problema es que en tierras zacatecanas el futbol no pasaba de ser un pasatiempo desorganizado. Mi pierna no volvió a ser la misma, pero aún así pude volver a jugar, aunque nunca jamás lo hice en un torneo oficial. 

Un año después, en 1904, recibí un telegrama del presbítero. Decía únicamente tres palabras: AHORA SÍ, CAMPEONES. Pachuca por fin se había coronado en un torneo jugado a dos vueltas. Los borrachos del Orizaba desbarataron su equipo un año después, mientras en otras plazas empezaban a surgir nuevos cuadros. En 1909, un año antes de la Revolución, me casé con Catalina Galindo, hermosa dama de Concepción del Oro. Cuando en 1914 las tropas villistas y huertistas tapizaron de muertos las calles de Zacatecas, mi mujer y yo nos habíamos exiliado a Inglaterra en donde puede ser espectador de grandes batallas futbolísticas. Regresamos a México en 1924 cuando los once hermanos del Necaxa y los “prietitos” del Atlante le arrebataban la gloria a los gachupines. El país no era el mismo, el futbol no era el mismo y había algunos que hasta empezaban a hablar de cobrar dinero por jugar. Habrase visto.

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Isabelino Ramírez, campeón invicto de la dignidad (Ramplense - Uruguay)


Isabelino Ramírez surgió en las divisiones formativas de Peñarol y siendo muy joven se puso la rojiverde de mi querido Rampla Juniors en la década del 70. Enseguida se ganó el cariño de la hinchada por la calidad de su juego y , fundamentalmente, su temple, su garra, su tesón. Jugaba de volante derecho, un '8' a la antigua.

Corrían malos tiempos para el club y miles de hinchas andábamos con la tristeza a cuesta de cancha en cancha de la B, contándole a cada uno que se acercara que éramos forasteros en la divisional, que estábamos llenos de gloria, que éramos el tercer grande y por esas cosas de la vida... ya lo ve, en el fondo de la tabla de la Segunda División.

Isabelino jugaba y jugaba, metía y metía. Un sábado, como tantos, llego al Olímpico tempranito y un rumor me sacudió: a Isabelino le salió un pase para Brasil y se va, no juega más en Rampla. No lo podía creer, pero era cierto. Pongo la radio, la 42 que transmitía los partidos, y lo estaban entrevistando. Estaba ilusionado y a la vez apesadumbrado. El periodista al despedirlo le dijo que era entendible que se fuera con pena del club del que era hincha. Y él le respondió que en realidad era hincha de Peñarol pero que había recibido y dado tal cariño en ese tiempo en el club que se había hecho hincha de la hinchada de Rampla a la que nunca olvidaría.

Acto seguido se vino a la tribuna y creo que ninguno de los cientos que allí habíamos nos perdimos el beso y el abrazo de ese negro maravilloso. Parecía mentira que aquel hombre al que vi trancar dos veces con la cabeza contra los pies rivales pudiera tener esa ternura y fuera doblegado por el llanto emocionado. Fue muy fuerte aquello. Tan fuerte como lo que me contó un dirigente de la época poco tiempo antes de que se fuera: un día al terminar un partido, después de un triunfo, lo vio sollozando mientras se vestía luego de ducharse y le preguntó qué le pasaba. Se le había muerto un hermano e iba a su velatorio. Le dijo si estaba loco, que por qué no había dicho nada. Y le dijo que su pena era su pena, que si contaba no lo ponían y él sabía que lo necesitaban.

Nunca he vuelto a saber nada de él.

Si alguna vez lee esto que sepa que la hinchada de Rampla que tuvo el honor de conocerlo y saber de su calidad humana nunca lo olvidará y sueña con que aparecerá como aquel día en que la niebla tapaba todo, y de repente apareció como un loco besando la camiseta frente a la platea: nos venía a contar que había hecho un gol en el arco del Varadero.

(Un gracias enorme al autor por autorizarme a publicar este cuento y compartirlo con todos ustedes)

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El final por la final (Iris Leda Faba - Argentina)


El entrenamiento es agotador. Levantarme todos los días a las seis de la mañana no es de lo más agradable, pero una vez que estoy en movimiento me visto y me calzo los botines, comienza a dar vueltas en mi cabeza la idea de que pronto estaré en el campito y comenzarán las gambetas, los pases cortos, la llegada y correr. Para luego tenerla entre las piernas que esperan, y soltarla nuevamente y que otro se apodere de ella hasta que arisca vuelva a escapar. Aquí está otra vez.

Estoy delirando. Esto me pasa cada vez que voy a entrenar. ¡Cuánta pasión despierta la redonda!...

Suena el teléfono, es Amilcar nuestro entrenador, que me pide si puedo adelantarme media horita, así aprovechamos mejor el día, hombre con una voluntad de hierro y que a la hora de hacer que se le obedezca, no sabe de contemplaciones, es duro y exigente y el plantel obedece sin cuestionamientos.

De todas maneras, debo reconocer que gracias a su eficacia conformamos un equipo ejemplar y con el mayor número de goles obtenidos hasta el momento. Dentro de la cancha se despliega ritmo, contundencia ofensiva y juego brillante, todo a un tiempo.

Dejo mi desayuno y salgo corriendo sin pensar que estoy compartiendo esa hora de la mañana con la persona que amo y que me mira pero no dice una palabra. Bueno, tendrá que entender.

Esta vez vamos por el título y no podemos ni debemos fallar. Por nuestros seres queridos en primer lugar, que han tenido que soportar malhumor, ausencia y todo lo que trae aparejado un deporte tan prometedor y popular como el fútbol y sobre todo para no defraudar a la hinchada que nos apoya y nos sigue a morir.

A partir de la semana próxima, debemos prepararnos para la concentración. Poca comida, buen dormir y nada de sexo.

¡Nada de sexo! Y esto es serio, muy serio.

Cuando me casé lo hice pensando en entregarme a la persona amada en cuerpo y alma, ahora va tener sólo mi alma. ¿Lo soportará? ¿Será el amor más fuerte que todo lo demás? ¿Me acompañará en este largo viaje que hoy ocupa un lugar tan importante en mi vida? Todas estas preguntas encontrarán su respuesta esta noche, cuando sin más dilación mantenga la charla que por miedo fui posponiendo. Sí, miedo a que la incomprensión, el egoísmo y la duda tomen al amor de mi vida por sorpresa y me obligue a elegir. Sé que puede suceder pero tengo que intentarlo.

-Tenemos que hablar.

-¿Te parece?... Ya se me olvidó cómo se hace con vos. Hace tanto tiempo que…

-Por favor, no quiero discutir, sólo quiero que sepas que la semana próxima tengo que concentrarme y desde esta noche no vamos a tener sexo.

-¿Qué no vamos a qué?... - un grito desaforado acompañó la pregunta.

-Te pido que entiendas, no es un partido cualquiera, es la final y…

-Qué entienda. Esto sí que es gracioso.

-Por favor, no te rías así, me das miedo.

-¡Pero cómo no me voy a reír! Dejaste de limpiar la casa y entendí, dejaste de cocinar y entendí, dejaste de planchar mi ropa y de atenderme y entendí y ahora me pedís que entienda que no vamos a tener sexo. Querida yo me casé con una mujer, quedate con la final y tu amada pelota, pero acá el macho soy yo y las tengo bien puestas. Adío.

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Cosas del fútbol (Pablo Pedroso - Argentina)


El Pelado Goenaga hace ya más de un año que es el Director Técnico del equipo. ¿Y qué le puedo decir después de lo que pasó? Uno es un ser humano, Macaya, y a veces se equivoca.

Si él me conoce bien…

Lo que pasó, pasó y ya está. Son cosas de los partidos. Yo lo entiendo al Pelado y estoy seguro que él me entiende a mí. El problema, Macaya, fue que el Pelado nunca estuvo como hoy.

¡La verdá, la verdá, le digo! Si siempre fue un tipo de lo más tranquilo. Uno sabía que la procesión la llevaba por dentro. Cualquiera se daba cuenta de sólo ver cómo faseaba durante los partidos pero nada más. Nunca fue de ponerse como loco y a los gritos como hacen otros, o como él hizo hoy. Ojo que no estoy diciendo que no tenga carácter. Al contrario, si cuando tuvo que levantar en peso alguno, lo hizo sin dudar. Ya sea en el entretiempo, al final del partido o en los entrenamientos. Eso sí, en la intimidad del plantel. Nada de salir a ventilar los quilombos afuera del vestuario. Es más, hace tres fechas cuando nos comimos cuatro goles en Rosario, le digo que nos cagó a pedos a todos. Pero a todos, eh.

A los que jugamos el partido, a los suplentes, a los lesionados, ni uno se salvó. Pero siempre como un señor, con respeto y haciéndose respetar. Yo no sé qué le habrá pasado hoy. Nunca lo vi tan sacado, Macaya, se lo aseguro. Ni cuando zafamos raspando del descenso en el campeonato pasado. ¿Qué sé yo qué le habrá agarrado? El Pelado estaba distinto desde el primer minuto. Hasta el Negro García, que juega de lateral por la derecha me dijo que escuchaba sus gritos y sus indicaciones.

Yo entiendo que si a los quince minutos del primer tiempo ya te comiste dos pepinos y ves que te están cascoteando el rancho, muy tranquilo no podés estar. Pero lo del Pelado no tenía nombre: “¡Correlo, correlo, correlo!”. Me gritaba cada vez que se escapaba un tipo. Y si lo alcanzaba y recuperaba la pelota: “¡Llevala! ¡Por afuera! ¡A un toque! ¡Por afuera!”. Todo me decía. Y para colmo lo tenía pegadito, ahí nomás. “¡Tocá y picá! ¡Tocá y picá! ¡Seguilo! ¡Seguilo!”. ¿Me explico? Doble me lo decía, con repetición. ¡Y no paraba, eh! Si cuando yo me mandaba más al centro, un poco por las jugadas y otro poco para escaparme del Pelado, me gritaba para que juegue junto a la raya: “¡Robles! ¡Robles! ¡Jugá por afuera, Robles! ¡Jugá por afuera!”.

Le juro Macaya que no veía la hora de que termine el primer tiempo para poder pasar del otro lado y no escucharlo más. ¿Me entiende Macaya? ¿Y cuál era el único nombre que sabía? El mío: “¡Corré Robles, corré! ¡No lo pierdas Robles! ¡No lo pierdas! ¡Vamos Robles! ¡Vamos Robles!”. Mire cómo estaría de sacado que el cuarto hombre lo tuvo que cagar a pedos al Pelado porque más de una vez, de la locura, no se daba cuenta y se metía dentro de la cancha... No es para justificar pero póngase en mi lugar Macaya. ¿Usted sabe lo que es?

¿Cómo puede uno estar con el bocho frío si de afuera están todo el tiempo dale que dale gritándole lo que tiene que hacer? Le juro Macaya que estaba insoportable. No podía concentrarme en el juego. Más me hablaba y más cagadas me mandaba. Para colmo el Piojo Funes, el wing del otro equipo, me obligaba siempre a jugar ahí, junto a la de cal, cerca de donde estaba el Pelado. “¡Ojo con ese! ¡Ojo con ese! ¡Que no se te escape! ¡Que no se te escape!”. No se cansaba de gritarme. “¡Anticípalo! ¡No lo dejés jugar! ¡Robles! ¡No lo dejés jugar!”. Y él no se cansó. El que se cansó fui yo.

Fue una situación desafortunada. Entiéndame Macaya. Estaba solo, casi en la línea, cuidando la pelota y tenía a dos de ellos, atrás mío que me taladraban los tobillos queriendo sacarme la bocha. No se acercaba nadie para descargar y el Pelado ahí, a centímetros, gritándome: “¡Cuidala Robles, cuidala! ¡No la pierdas, Robles! ¡No la pierdas!”.

Yo no sé que pasó pero no soporté más y le pegué. Lo único quería era que se callara. Sé que fue una piña tremenda pero no fue mi intención golpearlo de verdad, ni bajarle los dos dientes que le bajé ni nada de eso. No puedo creer que esa persona fuera yo, Macaya. Por eso, si me permite, quiero aprovechar la oportunidad que usted me brinda para pedir perdón públicamente y en especial a la familia del Pelado. Ahora mismo salgo para la clínica donde lo internaron. Me avisaron que recobró el conocimiento así que espero que me pueda recibir. Le agradezco nuevamente esta oportunidad y sólo me resta por decir, y le pido que me entienda Macaya, que esto que pasó son cosas del fútbol, ¿vio?

(Un agradecimiento especial a Pablo Pedroso, autor de este cuento, por su autorización para publicarlo en "Los cuentos de la pelota". Muchas gracias Pablo!!)

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El sándwich final (Germán Kijel - Argentina)


El partido se disputaba tranquilamente, el resultado era incierto, al igual que las jugadas que se desarrollaban en una lentitud pasmosa, la pelota repicaba en el pasto con un ruido de ultratumba que atronaba en los espectadores.

Los arqueros miraban, seguían con sus ojos, movían las cabezas siguiendo las acciones por un monitor inexistente. No la habían tocado en los 60 minutos desde que el juez marcara el principio del encuentro.

El técnico del equipo local, estaba muy concentrado, siguiendo cada jugada como si fuese la última, sin embargo no podía gritar, el tedio del balón y el fulgor del domingo secaban su lengua.

Pero en ese momento el orientador táctico visitante estaba realizando su religiosa ceremonia y todos los hinchas, los directivos y hasta los jugadores le prestaban una atención asombrosa.

El técnico visitante se movía lento, acomodaba cada trozo de sombras incandescentes, seleccionaba la carne que iba a poner en la cancha, pinchaba a los jugadores para que dieran todo de sí mismos y los cambiaba de posición en el entretiempo.

En el momento en el que el partido finalizó, los treintidós jugadores, los tres jueces, los ayudantes tácticos y los periodistas acreditados se acercaron hasta el banco de suplentes. El técnico visitante los miró y les dijo:

-Tengo chorizos, asado y vacío, ¿qué quieren, muchachos?

(mi agradecimiento a Germán por permitirme publicar este cuento de su autoría)

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El renguito (Luis Quintela - Argentina)


Yo siempre padecí de éste problema, pero los chicos en el barrio y mi profesor de Educación Física en la escuela, nunca me dejaron de lado, El Profe siempre me cargaba y me decía ¡corré más rápido, parecés rengo!. Me hacía creer que no se daba cuenta, de lo que yo tenía.

Pero el igual me hacia correr, me hacía saltar, hacía que los chicos me trataran como a uno más, a veces hasta me hacía enojar, pero después cuando llegaba el boletín y yo me sacaba ‘MS’ (muy satisfactorio) igual que los otros pibes; que jugando al fútbol la rompían o al básquet o a lo que jugaran, yo me sentía bien y muy orgulloso, porque era el premio a tanto esfuerzo.

Me acuerdo que una de esas veces al recibir el boletín uno de los chicos fue a quejarse porque a él le había puesto ‘S’ y a mi ‘MS’, entonces el Profe le dijo:

-Mirá a vos te puse ‘S’ porque vos no te esforzás como lo hace él. Pudiendo rendir mucho más, das hasta ahí, y él de acuerdo a lo que puede hacer cada día mejora más su rendimiento y eso es lo que a mí más me importa. Yo no te pongo la nota porque vos seas más ligero que él o que puedas dar 3 vueltas manzanas sin parar, yo te pongo la nota por lo que vos podrías rendir; lo hago de acuerdo a como vos te esforzás en la clase.

Eso me favoreció para que yo siga luchando y llegara a ser el arquero titular del barrio, y como decían los chicos.

-El renguito es insustituible.

Ahora te voy a contar el partido que jugamos una vez contra los del barrio de Villa Laza.

Ellos tenían un muy buen equipo, jugaba Rubén, el Gurí, Tato, Farafa, Paoletta, Mingo (que pegándole a la pelota era una bestia), y otros pibes más que ya ni recuerdo.

Bueno, el partido se estaba jugando muy limpiamente, por supuesto con un árbitro neutral, que no era de ninguno de los dos barrios; los arcos los habíamos hecho con dos palos de eucaliptus a los que les habíamos sacado punta y los enterramos, eso sí, sin travesaño, y eso a mí me favorecía porque cuando me la tiraban alto si no la podía agarrar gritaba “alto” y era palabra santa, no se hablaba más.

Todo iba bastante bien. El partido estaba muy parejo, íbamos 9 a 9 o sea que el que hacía el último gol ganaba. Ya se estaba haciendo de noche y eso que habíamos empezado a las 3 de la tarde. Ellos ya se estaban cansando Tato Álvarez era un grandote que jugaba de 9 y ya me había hecho como 5 goles, era y es más bueno que el pan, me hacía un gol y me pedía perdón, El Ruso metía pata y pata y el Gama sacaba lo que venía, en una de esas se escapa Atilio y se me viene al humo como para matarme, Pili se le tiró de atrás y limpiamente le sacó la pelota, pero Atilio que a pesar de ser un caballero, se tiro y se revolcó haciendo teatro.

El árbitro se comió la gallina y cobró penal, que despelote se armó que si que no y no sé cuantas cosas más. Bueno yo me recalenté y me recontraenojé, y empecé a saltar en una pata, por supuesto si es la única que podía, y les dije que no era penal, que lo patearan que yo no lo atajaba. Mis compañeros estaban como locos y me decían “no te hagas problema renguín, atajalo, que ya lo cobró”. Yo dije ¡¡no, no y no, no lo atajo!! Porque no fue. Mientras tanto Tato, que era el que lo pateaba de ellos me decía:

-Dale renguito atajalo, que ganar así un partido no es ganar.

La verdad que Tato era un fenómeno, igual que lo demás pibes que me pedían por favor, pero yo me mantuve firme y les dije:

-Patéenlo, que yo no lo atajo.

El árbitro dio la orden.

Tato acomodó la pelota y yo me paré contra un poste maldiciendo y diciendo mil barbaridades y hasta hacia pucheros. Antes que el referee tocara el silbato les dije con todas las ganas:

-Esto es una injusticia y no lo voy a atajar, ¡carajo!

Tato entonces tomó carrera y como me vio parado y apoyado contra un poste, la pateó suave al otro palo. Ahí salí saltando como un rayo con mi única pata sana y se la atajé, mamita mía que quilombo se armó. El Tato me quería matar, el piñerio era terrible hasta que tuvimos que salir corriendo porque sino nos mataban. Es el día de hoy que todavía se recuerda “el penal que atajó el rengo” ellos a piñas nos ganaron, pero a vivos nosotros los matamos.

Que pena que se terminó el potrero…

(cuento extraído de un partido real jugado en la ciudad de Tandil, Pcia. de Bs. As. Los nombres están cambiados, pero algunos de ellos participaron o vieron ese partido jugado cerca del barrio “La Movediza”. Un gracias enorme al Profe Quintela por su generosidad al autorizarme a publicar este cuento)

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La mejor de las historias (Pablo Ramos - Argentina)


Esta historia me la contó mi padre a orillas del mar, una semana antes de Navidad, un año y medio antes de su muerte. La noche nos había agarrado en la barra de un club italiano, picados de vermú, mirándonos, como siempre, sin hablar.

De golpe salté de la banqueta y le dije que estaba escribiendo, que las cosas me iban mal, que ya no me gustaba mi empresa ni mi familia, y que me había dado cuenta, de golpe, de que lo único que quería hacer era escribir historias. Se lo digo en un ataque de sinceridad alcohólica. Después me arrepiento, a él no le importaban esas cosas, siento que va a minimizarlo, a hacer de cuenta que no escuchó nada.

-Encontré la máquina de mi abuelo y la estoy usando -digo.

-Historias -dice él.
-Yo espero cualquier cosa.

Yo sé la mejor de las historias.

Me quedé confundido, esperando para no decir una tontería, para que no se me notara la confusión. Mi padre iba a contarme algo: mi padre iba a ser mi padre. Pido otra vuelta y le digo que empiece.

Yo estaba borracho, felizmente borracho. Permanentemente al borde de la risa, como si en vez de tomar vermú me hubiera fumado un porro. Él, distendido y un poco, apenas, suelto de lengua. Miré la hora: mi madre ya debía tener la comida lista, pero nos conocía bien a mi padre y a mí; aparte de tener el corazón en la boca porque estábamos juntos, iba a tener la precaución de no echar los fideos en el agua hasta que nos hubiéramos sentado a la mesa.

Me quedé en silencio y él, ahora, fue al grano.

-¿Querés o no querés que te la cuente?

-Está bien, pero que sea una historia que a vos te interese no es garantía de que a mí me interese también.

-Sentí (siempre decía ‘sentí’ por ‘escuchá’), ¿te acordás de Ángel Clemente Rojas: Rojitas, el Pelado? Los pibes de tu generación no lo vieron jugar. Pero yo lo vi nacer, y crecer con la pelota. Lo más grande que tuvo Boca, lo más grande que tuvo este país, más grande que Bochini, más grande que Maradona. Lo que pasa es que eran otras épocas.

-Seguro que estás exagerando.

-No sé. El asunto es así: una noche de verano, un calor insoportable, estábamos Coco, el Pelado Rojitas, Rabanito y yo. En el club Brisas, sentados como ahora estamos sentados nosotros dos. Lo jodíamos al Pelado porque había firmado con Boca, él, que era hincha de Independiente, como el Diego, ¿entendés lo que te digo?

Le dije que entendía, y le pedí que nos apartáramos un poco. Mi padre nunca me había contado una historia. Pedí la botella de Gancia y un sifón, reforcé las medidas de Fernet y nos fuimos a sentar a la última mesa. Yo, con mi vaso en una mano y el sifón en la otra.

Mi padre dio dos pasos y apoyó su mano libre sobre mi hombro. Fue la primera vez que él tuvo un gesto así conmigo. Nunca me voy a olvidar de lo que sentí. ¿Con tan poco se podía allanar tanto el camino hacia la paz? La tormenta seguía, pero despuntaba algo parecido a un sol tibio en el horizonte. Si con solo un toque de su mano mis resentimientos le daban algo de espacio al amor, ¿qué no podía ser posible entonces con un poco de tiempo? Ese abrazo suave, corto, casual, sobre mi hombro. Ese abrazo único, pero tan cierto como aquella noche de verano, es lo importante, lo que recuerdo perfectamente.

Nos sentamos y siguió. De golpe entró mi hijo Cristian. Mi madre, que sabía perfectamente dónde estábamos, nos había mandado llamar. Cristian tenía pelada la nariz. Mi padre le dijo que le dijera a su abuela que le pusiera crema.

-Y decile también que en media hora estamos allá, hijo.

Era como si el chico fuera yo. Tantas veces mi madre me había mandado a buscarlo y mi padre que ya venía, que ya venía y terminábamos comiendo sin él. El club fue siempre la segunda casa, o la primera casa, de mi padre. Las cartas y el vermú, los rivales más duros de mi madre.

-Te sigo contando. El Pelado debutaba mañana, o sea, al otro día, ¿entendés?

-Mañana, está bien.

-Claro, como si fuera mañana, contra Vélez, en el Boca de Rattín, y ponele que ahora fueran la una o las dos de la madrugada. Se tenía que ir a dormir. Él tomaba granadina y nosotros todo lo que te puedas imaginar, en esa época sí que se tomaba. Dale que dale a la pavada hasta que la noche se cae, por el alcohol, y porque a veces la alegría es más grande que lo que uno tiene para decir. Vienen unos minutos de silencio. Ruidos de vasos, la risa tardía de Coco o de Rabanito, y así como así el Pelado nos invita a conocer su casa nueva de Flores. Se la había alquilado Boca y él la había puesto con todo porque había cobrado una prima que equivalía al sueldo de un año en la fábrica de fósforos, la misma en la cual trabajó tu madre hasta que me conoció a mí. Que vamos a verla, que vamos a verla; que sí, que no y fuimos nomás. Él estaba con el auto del padrino aunque apenas manejaba, o había aprendido hacía muy poco. Lo importante es que el Pelado era un peligro con el auto, y por más que le insistí quiso manejar él, aunque cualquiera de nosotros era preferible, aun con el pedo que teníamos. El viaje fue pura risa por cualquier cosa, bocinazos y gritos a todo lo que se pareciera a una mina. Yo iba atrás, en silencio, dejándole el monopolio del ruido a los otros tres; me había ensimismado, ¿entendés? Porque no es que ese carácter sea exclusividad de tu madre, yo también muchas veces soy así, y vos también sacás eso de mí.

-¿De verdad?

-Claro. Recuerdo eso: que yo estaba así, en ese estado, por las copas y porque estaba así. Sentía pena por todo lo que veía. Pero no una pena fea, quiero decir que no una pena porque menospreciara a las demás personas y a las cosas. Todo lo contrario, pena porque me sentía cerca de ellas. Porque la noche había sido hecha para nosotros, lodo era la noche. Los otros autos, los gatos, los árboles, los pocos perros que perseguían a algún linyera ladrándole al paso. Y de golpe un auto que nos venía de frente y las siluetas de mis amigos que se iluminaban como apariciones; lo recuerdo tan nítidamente. Y sé que no es una boludez, sé que es algo, aunque no pueda decirte qué.

-Seguí -le digo-, no te vayas a poner melancólico y rompas el invicto a esta altura de tu vida.

-Sentí. Llegando a la casa, nosotros íbamos por una de esas calles de Flores que de noche son todas iguales, doblamos en contramano. Estábamos a una cuadra y ninguno de los boludos se dio cuenta; entonces yo despierto de esa en la que me había quedado colgado y le digo que tenga cuidado, que se había metido contramano. No termino de decirlo que nos para un policía. Yo escucho el silbato primero y veo la moto después. Pensé que estábamos sonados. Pero después me tranquilizo, porque manejaba el Pelado y él no había tomado ni una copa. El cana nos ilumina con la linterna. Nos pide que bajemos despacio. Era una época tranquila, no se tenían los miedos que se tuvieron después. Un cana era algo más parecido al cartero que a un milico. Pero nosotros éramos unos pibes. Bajamos y supongo que mi cara no debería ser muy diferente de las de mis amigos.
El cana nos dice que nos pongamos todos abajo de la luz del farol, y es ahí que lo veo: negro, no como yo, como Louis Armstrong, ¿entendés? Negro mota. Rabanito suelta una risita pero la reprime enseguida. Los demás nos quedamos callados. El cana le pide al Pelado la licencia de conducir, así le dice, no registro, licencia de conducir, como si el tipo hiera de otro país, de otro planeta. ¿Y sabés qué? El Pelado no tiene. Me la olvidé, dice, y es mentira, y todos nos damos cuenta de que es mentira. Te la olvidaste de sacar, le dice el cana. Después nos hace hacer el cuatro, nos palpa de armas y dice que nos va a tener que confiscar el auto. Mi padrino me mata, señor, dice el Pelado.
Coco lo arenga a más: decile quién sos, decile, boludo. Al Pelado ya lo conocía todo el país porque le había hecho tres goles a Uruguay en una selección de la “C” que se había formado para jugar un amistoso. Todo el mundo hablaba de él porque Armando se lo compró a Arsenal de Llavallol después de ese partido. Soy Ángel Clemente Rojas, dice el Pelado, Rojitas, no el Tanque, eh, Rojitas. El cana lo mira, parece dudar. Pregunta qué hacemos tan tarde si mañana "el señor" debuta en Primera. El Pelado le cuenta lo de la fiesta, jura que no tomó, nosotros juramos que él no tomó, pide por favor. Entonces escuchá lo que dice el cana: Esta no es tu noche, pibe, dice. Te encontraste con un cana negro, hincha de Vélez e hijo de uruguayos. Qué le vas a hacer. Capaz que te meto en la gayola para satisfacción de mis viejos y para que no nos hagas ningún gol a nosotros.
El Pelado tenía una cara que no me voy a olvidar jamás. Le prometo que si me deja ir, no hago ningún gol, señor, dice. El cana se ríe, nos pregunta si alguno de nosotros tiene registro. Yo le muestro el mío, me lo revisa y me permite manejar el auto. Antes de dejarnos ir le recuerda la promesa. Rojitas, acuérdese, le dice. Ningún gol, repite dos o tres veces, y nos vamos.

-¿Nada más? -digo.

Sí, algo más. ¿Por un momento te pensaste que era una tontería, no? Sentí. Al otro día Boca le ganó a Vélez tres a cero. Tres goles de Corbatta, tres jugadas de Rojitas que lo dejaron solo a Corbatta. Tres jugadas electrizantes, así dijo el diario del domingo. Se habló de la generosidad del crack, ¿entendés? Generosidad. Tres gambetas dentro del área, pero ningún gol. ¿Por miedo al negro? No sé. El otro fin de semana pasó algo que no te incumbe, y yo nunca más volví a hablarle al Pelado. Tres jugadas electrizantes y ningún gol. ¿Entendés? Eso sí que es una historia.

Le sonreí. Pagamos y nos fuimos. Yo pensaba. Qué hombre, de qué está hecho que es tan difícil de entenderlo para mí. Pensaba esto con tranquilidad, sin poder salir del asombro todavía. Él sólo caminaba, adelante, en silencio, meneando de vez en cuando la cabeza. Jamás volvió a contarme una historia. Jamás volvió a tomarme del hombro.

(relato que forma parte de la novela “La ley de la ferocidad, Buenos Aires, Alfaguara, 2007)

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