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Un búlgaro en Puente Alsina (Juan Sasturain - Argentina)
Furmiga, el fútbol de las hormigas (Pedro Pablo Sacristán - España)
* Cuento infantil
Los ravioles del domingo para ser un buen deportista (Nelson Castro - Argentina)
Etiquetas: Argentina, Club-ARG: River Plate, Cuentos de fútbol 2 comentarios
La pena máxima (Antonio Larrey - España)
PRIMERA PARTE
El estadio ha enmudecido en un instante. Cien mil gargantas que hasta hace tan solo un segundo jaleaban al delantero con delirio, con el alma puesta en el pecho en cada suspiro, se han callado por completo. La tensión se palpa en el aire y podría cortarse con un cuchillo, si es que alguien tuviera tiempo para semejantes experimentos.
Ahora sólo hay alma y corazón, sobre todo corazón, para un pedazo de cuero que descansa probablemente ajeno a todo, condenado a sufrir el maltrato de sus creadores sobre un pequeño círculo de cal. El campeonato nacional está en juego, de la gloria al desastre hay apenas nueve metros y dos segundos, los que tardará la pelota enviada por el delantero en resolver tanto misterio concentrado en tan poco tiempo. De poco servirán entonces las anteriores victorias, las goleadas, las grandes tardes de fútbol, nadie se acordará de nada, excepto de si aquel día el delantero de moda marcó o no el gol que dio el título al equipo.
El destino ha querido demasiadas cosas esta noche. Por un lado que el primero y uno de los últimos clasificados se jugaran la liga en el último minuto. El equipo más modesto se juega tanto o más que el posible campeón, se juega seguir vivo porque su excéntrico presidente, que llegó al palco para cargarse de millones y de fama, ha anunciado que si el equipo desciende lo vende al mejor postor. Pero el destino no tenía bastante con eso y ha hecho del partido una agonía más. Todos los demás han terminado, y tal y como están ahora las cosas, con empate, el modesto se salva y el campeón no lo será. Noventa minutos de la misma historia, el modesto lanzando pelotazos de su campo y el grande bombardeándolo cada vez con menos criterio artístico y más corazón. Y es el destino, que es como un escritor caprichoso y desconsiderado, quien ha dispuesto esta última escena.
El delantero de moda del país se adentra en el área, regatea en un metro a un par de defensas que a la desesperada se han lanzado a por él mientras que un tercero que no ha medido tanto su asedio ha rebanado sus piernas a media altura provocando un indiscutible penalti. Entonces fue cuando el público rompió en alegría; en ese momento el triunfo parecía hecho, nadie en pleno delirio podía imaginarlo de otro modo. Pero durante los segundos en los que se ha ido organizando la escena -con el portero situándose bajo los palos, el delantero pisando el césped que rodea al balón para facilitar un correcto golpeo, el árbitro colocando al resto de los jugadores- la euforia se ha ido transformando en duda. La fe del ser humano es así, es como las hojas que se caen en otoño, una leve brisa de duda y caen al suelo como fruta madura. Y de ahí el silencio.
Cada uno espera estos instantes como puede: unos miran a otro lado y esperan que el resto con sus gritos le anuncie el desenlace; otros se tapan el rostro a intervalos caóticos, dependerá de su valentía en el momento final que lo vean o no; y la mayoría se aferra a sus creencias para lograr la confabulación de sus mayores, esos que descansan en el imaginario común y particular, incluso recordando frases del tipo "Dios mío ayúdame" que no pronunciaban desde la más tierna infancia. Pero en el aire hay una enorme luz que les da a todos esperanzas, quien va a lanzar la pelota es el mejor jugador de la historia -eso dijo una prestigiosa revista especializada-, con su edad lo ha hecho casi todo menos esto: ganar un campeonato.
Máximo goleador, uno de los mejores del continente, internacional y el mejor tirador de penaltis del mundo entero, jamás ha fallado uno y ha tirado decenas en su carrera. Aunque son evidencias que descansan en la profundidad de cada uno cubiertas por una enorme capa de temor e incertidumbre. Y el destino, ese que es tan juguetón, ha querido que en el escenario del área se concentren dos conceptos opuestos de lo que es el fútbol: un delantero que quiere ver el cuero besar la red y el portero que sueña con no recogerlo nunca más de ella. El joven triunfador, el maduro portero que prometía y prometía y acabó fracasando. El genio y el demonio -que lo sabe todo por lo que ha vivido-. El portero sabe que si el delantero, como es imaginable, lanza como sabe y el balón acaba en la red, su carrera habrá terminado para siempre, nunca más volverá a los grandes campos, a sentir el delirio de la primera división, acabará en campos de mala muerte o como comercial de una marca deportiva. Es su última oportunidad, el clavo al que debe asirse y es evidente que está ardiendo.
La escena sigue su curso, el delantero ya ha colocado el balón besándolo antes. El portero salta un par de veces en el sitio y mueve los brazos como haría un espantapájaros si de golpe tomara vida. El delantero se aleja, siempre mirando al balón, sin querer enfrentarse a los ojos del portero, que sigue saltando. El murmullo del público va creciendo. El delantero frena su marcha atrás, respira e inicia la carrera. Un paso, dos, tres, cuatro y por fin su pierna se estira, primero hacia atrás y después hacia delante, hasta que su bota golpea el cuero. Éste se desliza raso sin demasiada convicción, el portero se inclina hacia el otro lado y con los ojos desencajados comprueba cómo le han engañado, pero el balón se va acercando a la portería a la vez que se aleja porque acaba saliendo a medio metro del poste ante el aullido general...
SEGUNDA PARTE
Está abrazado a su pecho. Aún guardan en la respiración la resaca de la batalla, en oleadas de suspiros que como el mar mueren en la arena que es ya el recuerdo de sus cuerpos formando parte de uno solo. Le encanta sentir la piel suave e incluso imaginar cómo se va durmiendo mecido por esa dulce resaca. No soporta a los hombres con demasiado pelo, por eso le gustó tanto desde la primera vez. Luego ha habido tantas cosas que le han ido subyugando que cree haber nacido para amarlo. Hoy ha sido un día duro para los dos, han vivido un momento demasiado tenso y el reencuentro ha servido para que esa tensión saliera a golpetazos pélvicos, el uno contra el otro. Casi no han hablado pero él, que acaricia su pelo con ternura, por fin tiene deseos de romper el silencio.
-¿Sabés una cosa? -le susurra casi al oído.
-No -responde sin darse la vuelta, algo sumergido en su interior, como si en el fondo la persona que a su espalda le habla y que un segundo atrás mordisqueaba fuera de sí su cuerpo no fuera más que un desconocido que le pregunta la hora en la calle.
-Creo que no te he dado las gracias todavía.
-¿Gracias por qué?
-Por lo de esta noche.
-Pero otras veces eres tú quien me recibes y no te doy las gracias... no te entiendo.
-No, tonto -le besa cariñosamente en la oreja-, gracias por fallar el penalti.
El hombre que espera (Alberto Fabián Montagna - Argentina)
En la casa todos dormían aún. Salió sin hacer ruido de la habitación y se dirigió al baño.
Entró, prendió la luz y se puso a orinar, después se lavó la cara. Ya un poco más despabilado, preparó las cosas para afeitarse. Se arregló prolijamente el bigote, cuando acabó, limpió con esmero los elementos y los guardó nuevamente en el último cajón. Posteriormente se desnudo frente al espejo. Primero se sacó la camiseta de River con la que hacía años dormía, luego el calzoncillo. Cuando ya estaba completamente desnudo, miró su imagen reflejada en el espejo, en su pubis descubrió un vello de otro color al resto, le llamó la atención que allí estuviera, pero no le prestó mayor atención.
De manera que abrió la ducha y se introdujo en la bañera. El agua tibia cayó sobre su cuerpo, lo relajó. Lo necesitaba. Estaba un poco ansioso y la ducha lo tranquilizaba. Habrá estado bajo el agua unos quince minutos, pero al él le pareció una eternidad. Cerró la canilla y se secó con esmero la cabeza, la espalda las piernas y los pies, mientras lo hacía se acordó del vello encontrado hacía un rato. Se volvió a mirar en el espejo, estuvo a punto de arrancárselo, pero desistió de la idea, después de todo no se notaba tanto.
Se puso desodorante en las axilas y talco en los pies. Peinó sus cabellos con la raya al medio como hacía años. Se vistió lentamente. Había elegido la ropa la noche anterior. Cuando estuvo listo, abrió la puerta tratando de no hacer ruido y se dirigió a la cocina. Allí, Rosa, ya había preparado el desayuno. La saludó con un beso en la mejilla y le musitó algo al oído.
Ella lo miró y sonrió.
Luego se sentó a la mesa mientras ella ponía una taza con café con leche y tostadas delante.
-Dulce de leche y manteca, le preguntó Rosa.
-No, solo manteca, le respondió él.
Luego le alcanzó el diario y se fue a preparar el desayuno para el resto de los habitantes de la casa, que en cualquier momento se levantarían.
Él tomó el desayuno en silencio mientras leía la parte de deportes. Se aseguró del horario del partido: A las cinco.
Ricardo quedó que pasaría a buscarlo para ir juntos a la cancha. Faltaba tanto.
Releyó la formación. Otra vez habían puesto a ese pibe que jugaba de nueve. A él no lo convencía, pero a la gente le gustaba y el pendejo hacía goles.
Luego de leer la parte de deportes, leyó el horóscopo, en sorpresa le decía: Un día muy especial. Y claro que lo sería pensó.
Cuando terminó el desayuno, juntó la taza, y el plato con tostadas y lo llevó a la mesada, guardó la manteca en la heladera y se fue para el living con el diario.
Se sentó en el sillón y leyó lo que le faltaba del diario. Luego prendió el televisor, el Napoli del Diego jugaba contra el Milán y lo quería ver. Un poco por eso y otro porque quería que el tiempo pasara rápido y que de una buena vez llegara el momento de que Ricardo lo fuese a buscar. Hacía tiempo que no iban a la cancha juntos y hoy, después de tanto, al fin lo harían.
El resto de los habitantes de la casa se levantaron y al igual que él fueron a desayunar. Rosa con esmero les fue sirviendo a medida que llegaban a la cocina.
Ángel, cuando finalizó el desayuno, se fue a sentar al living a mirar el partido con él. Mientras, en la cocina, las mujeres ayudaban a Rosa a preparar el almuerzo.
Como todos los domingos comerían ravioles, ya era un clásico y a todos les gustaba el tuco que Rosa preparaba.
El Napoli, con una extraordinaria actuación del Diego, le ganó al Milán 4 a 0.
Lástima que el Diego era bostero, que lindo sería verlo con la de River, pensó Juan Carlos.
A la una en punto todos estaban ubicados para almorzar. Él comió despacio, pero mirando el reloj, ya se acercaba la hora y su ansiedad aumentaba.
Cuando terminaron el postre y el café sonó el teléfono.
Rosa fue la que atendió:
-Geriátrico “La casona”, ¿quién habla?
Desde el otro lado de la línea una voz de hombre pidió por Juan Carlos.
-Ya lo llamo, un segundito, le respondió Rosa.
-Juan Carlos, gritó Rosa desde el living, teléfono.
-¿Quién es?, preguntó él desde la cocina.
-No sé, no le pregunté, pero me parece que es su hijo.
-Hola, ¿Ricardo, sos vos?
-Sí papá, soy yo Ricardo.
Luego de unos minutos, Juan Carlos volvió a la cocina, una lágrima le rodaba por la mejilla.
Les pidió disculpa a todos y se fue a su habitación.
-Otra vez lo dejó cambiado y sin salir, comentó Ángel a los demás, cuando Juan Carlos ya se había retirado.
-Nunca tienen tiempo para nosotros, comentó Norma, mientras ayudaba a Rosa a lavar los platos.
-¿Jugamos un partidito de chinchón?, preguntó Ángel a los que todavía estaban sentados a la mesa.
-Yo me prendo, le contestó Norma secando un plato.
Mientras tanto, Juan Carlos, se desvestía en su habitación, colgó el saco, los pantalones, la camisa y la corbata en el roperito. Puso los zapatos debajo de la cama. Buscó la camiseta de River y se la puso. Se acostó y prendió la “Spica”.
La voz de Costa Febre les daba la bienvenida a todos los hinchas de River y anhelaba un gran triunfo del “Millonario”.
Con la radio de fondo, se quedó medio dormido. Recordó cuando él era jugador, sus tardes de gloria, junto con los otros integrantes de “La Máquina”
Un rato más tarde, cuando se estaba quedando dormido, la voz del relator lo sacó de ese sopor: Goooool de River.
El pendejo, ese que jugaba de nueve y que a él no le gustaba, le daba el triunfo, nuevamente, en el último minuto.
Besó la camiseta y ahora sí se durmió.
Tal vez el próximo domingo o el siguiente, Ricardo, su hijo, tendría tiempo y juntos irían a la cancha.
Fuerte, abajo y lejos de Michel Foucault (Eduardo Pérsico - Argentina)
Los locales quisieron mostrarse ante su gente jugando contra Once Corazones un partido durísimo y cuando el loquito Chopin agarró la última pelota con las dos manos, se fueron a llorar a la iglesia...
La gente miraba desde unos escalones sobre parapetos de caños y era una linda tarde para jugar. Un sol de Octubre, muchas minas vistosas, unos pibes rubiecitos chillando y Once Corazones propuesto a jugar prolijo, como siempre, pero chocaron contra un equipo de camisetas de rugby y pierna demasiado fuerte que protestaba todo, así que decidieron no discutir con nadie sin descuidarse atrás.
El ambiente se iría calentando, los jugadores, socios y familiares del San Isidro le reclamaban al referí el reglamento íntegro y ¿qué cobrás, hijo de puta? era lo más suave, y los línea se conviritieron en dos asustados personajes. A los Once también el público los alentaba: ‘negro de mierda’ o ‘judío asqueroso’, y al narigón Aguilera que se divertía al esconderla bajo el pie izquierdo, una señora con un conjunto deportivo blanco; buenísima, le indicó ‘zurdo putito, no te hagas el vivo que te desaparecemos’. Por el segundo tiempo el Nene embocó un gol que casi no gritaron y ni ahí luego toquetearon la bola para perder tiempo.
Había que irse tranquilos y sin calentar a nadie porque ya las mamás de los nenes rubiecitos les puteaban la tercera generación y en el final, uno a cero, cuando el referí apenas miró el reloj tres tipos de pelo engominado entraron al campo y chau ‘fair play’ para gente bien vestida. Uno de bigote cacheteó al juez para recordarle algún artículo escrito en inglés, ‘vos de aquí no salís, la puta que te parió’, otro bigotudo le manoteó el cogote y el partido, reglamentariamente, prosiguió.
De inmediato centro al área de Once Corazones, penal del hombre invisible y en segunda escena del griterío y el Chopin ajustando sus guantes rosas, se ordenó la ejecución. El cuatro alisó el pastito con la pelota pidiendo ‘que no se adelante el arquero’, el referí le gritó a Jorgito ‘no se mueva de la línea’ y quizá sumara algo menos estridente.
El de San Isidro tomó tres pasos de carrera, hamaque de Chopin y la inatajable bola abajo al rincón izquierdo hizo 'chaf’' contra sus guantes y quedó seca. Hubo un silencio metálico, del fondo salieron jugando bien lejos para nadie, el heroico referí se animó a pitar el final y los dueños de casa lo siguieron puteando hasta el vestuario. Pero el hombre sobrevivió.
El penal que atajó Jorgito Chopin fue impresionante pero recién lo comentó en el tren de vuelta con el Quelo Varela, el vendedor de libros.
-El referí era un turro. Sabía adónde pateaba el otro, me gritó no se mueva de la línea pero entredientes me aclaró ‘abajo, a tu izquierda’.
-¿Y eso no fue una demostración de poder con mayúscula?
-Qué lástima Quelo; no le pregunté si había leído a tu amigo Foucault -y los dos se cagaron de risa.
Portero (Daniel Delfino “Maracho” - Argentina)
Papá, ¿es verdad que Maradona es Dios?, preguntó Lautaro mientras miraban en la tele un informe sobre el regreso del maravilloso diez al fútbol profesional.
-No Lautaro, no es Dios. Es el mejor jugador de fútbol que hubo en el mundo, pero no es Dios.
-Pero el papá de Fabián dice que Maradona es Dios.
Pablo, el padre de Lautaro, recordó un diálogo en la puerta del colegio. El papá de Fabián era un insoportable hincha de Boca, que se pasó toda la charla fanfarroneando con los logros de los de la ribera.
-El papá de Fabián está equivocado.
-Pero papá, muchos dicen eso. No sólo el papá de Fabián dice eso. En la tele lo dicen.
-Mirá Lautaro, Maradona le hizo el gol a los ingleses, el gol que cualquier argentino les hubiera querido hacer a esos piratas. Maradona nos hizo felices a todos, su habilidad es como una obra de arte en movimiento, pero no es Dios. Dios es otra cosa.
-¿Qué otra cosa?
-Un ser superior, que nos quiere a todos por igual.
-¿Y Maradona, no nos quiere a todos por igual?
Pablo lo miró abatido. Su hijo era más perseguidor que un Testigo de Jehová.
-Maradona es un hombre y como todo hombre, debe tener gente a la que quiere y gente a la que no quiere.
El niño lo miró con ojos extraños. Sin entender demasiado abrió su bombardeo de preguntas:
-¿Maradona nunca jugó en San Lorenzo?
-No.
-¿Y vos nunca jugaste en San Lorenzo?
-No.
-Y Dios, ¿de qué cuadro será?
-De ninguno.
-¿Y por qué no es de ningún cuadro?
-Porque es Dios y no puede ser de uno sí y de otro no.
-Y Maradona ¿de qué cuadro es?
-De Boca.
Pablo comenzaba a fastidiarse. Maradona, en su corazón, era una ambivalencia nunca resuelta definitivamente. Un añejo resentimiento le había impedido disfrutar con total intensidad de sus milagros. Como si el Diego fuera una mujer dorada que nos sonríe, pero elige a nuestro peor enemigo. Sólo nos queda admirar envidiosos su belleza.
Hinchas de otros equipos y hasta de San Lorenzo obviaron estas situaciones y lo aclamaron con toda la boca. Pero Pablo vivía cautivo en su rígido dogma futbolístico, que podría estar errado, pero que le dictaba el corazón: primero San Lorenzo y después todo lo demás, aun la Selección Argentina. Y a pesar del orgullo de que su hijo de ocho años fuera tan cuervo como él, tampoco quería transmitirle su fundamentalismo azulgrana.
-¿Sabés por qué no es Dios? -le dijo decidido.
El niño lo miró ansioso.
-Cuando yo tenía doce años, sólo cuatro más que vos, con el abuelo fuimos a la cancha de Ferro. San Lorenzo, nuestro querido y adorado San Lorenzo, jugaba con Argentinos Juniors y el que perdía se iba al descenso. Y San Lorenzo perdió y se fue al descenso, a la primera B, a jugar con equipos desconocidos. Todo el mundo se reía de nosotros. El abuelo y yo, esa tarde estábamos muy tristes, como toda la gente que lloraba por las calles. Y cuando llegamos al auto, el abuelo encendió la radio. El periodista que hablaba contó que Maradona, que jugaba en Boca y que había salido campeón esa misma tarde, arribó al vestuario en silencio y que sólo dio rienda suelta a su festejo cuando se enteró de que Argentinos Juniors, el club de sus comienzos, se había salvado del descenso. El abuelo de un arrebato apagó la radio. Tenía bronca. Yo me daba cuenta que lo que había dicho el periodista le había provocado mucho dolor. En silencio, continuó manejando por esas calles grises de Caballito, que nos devoraban como un túnel de tristeza.
-¿Y vos lloraste mucho ese día, papá?
-Sí. Por eso no me gusta que digas que Maradona es Dios. Porque Maradona es una persona como vos y yo. Los que lo dañan son los alcahuetes que viven de su magia. Él, esa tarde, quería que Argentinos no sufra, y estaba bien, porque ésa era su gente. Pero los de San Lorenzo estábamos muy tristes. Dios no quiere que nadie esté triste y nunca se va a alegrar cuando a alguien el corazón se le esté reventando de tristeza. Por eso, nunca hay que pedirle por el resultado de un partido, porque Dios no puede elegir entre uno o el otro. Tiene que ganar el que juegue mejor y haga más goles.
En el informe de la televisión decían que a Maradona le gustaría jugar en San Lorenzo de Almagro.
-¡Escuchaste papi, Diego quiere jugar en San Lorenzo!
La rutilante noticia dejó obnubilado a Pablo e inmovilizó sus ojos sobre la pantalla del televisor. Su mente se puso en blanco. Lo volvió a mirar su hijo, pero esta vez, el que habló fue su corazón:
-¡Dios quiera!
Escoceses contra ingleses bajo el Pico de Orizaba (Daniel - México)
Isabelino Ramírez, campeón invicto de la dignidad (Ramplense - Uruguay)
Corrían malos tiempos para el club y miles de hinchas andábamos con la tristeza a cuesta de cancha en cancha de la B, contándole a cada uno que se acercara que éramos forasteros en la divisional, que estábamos llenos de gloria, que éramos el tercer grande y por esas cosas de la vida... ya lo ve, en el fondo de la tabla de la Segunda División.
Isabelino jugaba y jugaba, metía y metía. Un sábado, como tantos, llego al Olímpico tempranito y un rumor me sacudió: a Isabelino le salió un pase para Brasil y se va, no juega más en Rampla. No lo podía creer, pero era cierto. Pongo la radio, la 42 que transmitía los partidos, y lo estaban entrevistando. Estaba ilusionado y a la vez apesadumbrado. El periodista al despedirlo le dijo que era entendible que se fuera con pena del club del que era hincha. Y él le respondió que en realidad era hincha de Peñarol pero que había recibido y dado tal cariño en ese tiempo en el club que se había hecho hincha de la hinchada de Rampla a la que nunca olvidaría.
Acto seguido se vino a la tribuna y creo que ninguno de los cientos que allí habíamos nos perdimos el beso y el abrazo de ese negro maravilloso. Parecía mentira que aquel hombre al que vi trancar dos veces con la cabeza contra los pies rivales pudiera tener esa ternura y fuera doblegado por el llanto emocionado. Fue muy fuerte aquello. Tan fuerte como lo que me contó un dirigente de la época poco tiempo antes de que se fuera: un día al terminar un partido, después de un triunfo, lo vio sollozando mientras se vestía luego de ducharse y le preguntó qué le pasaba. Se le había muerto un hermano e iba a su velatorio. Le dijo si estaba loco, que por qué no había dicho nada. Y le dijo que su pena era su pena, que si contaba no lo ponían y él sabía que lo necesitaban.
Nunca he vuelto a saber nada de él.
Si alguna vez lee esto que sepa que la hinchada de Rampla que tuvo el honor de conocerlo y saber de su calidad humana nunca lo olvidará y sueña con que aparecerá como aquel día en que la niebla tapaba todo, y de repente apareció como un loco besando la camiseta frente a la platea: nos venía a contar que había hecho un gol en el arco del Varadero.
(Un gracias enorme al autor por autorizarme a publicar este cuento y compartirlo con todos ustedes)
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El final por la final (Iris Leda Faba - Argentina)
Estoy delirando. Esto me pasa cada vez que voy a entrenar. ¡Cuánta pasión despierta la redonda!...
Suena el teléfono, es Amilcar nuestro entrenador, que me pide si puedo adelantarme media horita, así aprovechamos mejor el día, hombre con una voluntad de hierro y que a la hora de hacer que se le obedezca, no sabe de contemplaciones, es duro y exigente y el plantel obedece sin cuestionamientos.
De todas maneras, debo reconocer que gracias a su eficacia conformamos un equipo ejemplar y con el mayor número de goles obtenidos hasta el momento. Dentro de la cancha se despliega ritmo, contundencia ofensiva y juego brillante, todo a un tiempo.
Dejo mi desayuno y salgo corriendo sin pensar que estoy compartiendo esa hora de la mañana con la persona que amo y que me mira pero no dice una palabra. Bueno, tendrá que entender.
Esta vez vamos por el título y no podemos ni debemos fallar. Por nuestros seres queridos en primer lugar, que han tenido que soportar malhumor, ausencia y todo lo que trae aparejado un deporte tan prometedor y popular como el fútbol y sobre todo para no defraudar a la hinchada que nos apoya y nos sigue a morir.
A partir de la semana próxima, debemos prepararnos para la concentración. Poca comida, buen dormir y nada de sexo.
¡Nada de sexo! Y esto es serio, muy serio.
Cuando me casé lo hice pensando en entregarme a la persona amada en cuerpo y alma, ahora va tener sólo mi alma. ¿Lo soportará? ¿Será el amor más fuerte que todo lo demás? ¿Me acompañará en este largo viaje que hoy ocupa un lugar tan importante en mi vida? Todas estas preguntas encontrarán su respuesta esta noche, cuando sin más dilación mantenga la charla que por miedo fui posponiendo. Sí, miedo a que la incomprensión, el egoísmo y la duda tomen al amor de mi vida por sorpresa y me obligue a elegir. Sé que puede suceder pero tengo que intentarlo.
-Tenemos que hablar.
-¿Te parece?... Ya se me olvidó cómo se hace con vos. Hace tanto tiempo que…
-Por favor, no quiero discutir, sólo quiero que sepas que la semana próxima tengo que concentrarme y desde esta noche no vamos a tener sexo.
-¿Qué no vamos a qué?... - un grito desaforado acompañó la pregunta.
-Te pido que entiendas, no es un partido cualquiera, es la final y…
-Qué entienda. Esto sí que es gracioso.
-Por favor, no te rías así, me das miedo.
-¡Pero cómo no me voy a reír! Dejaste de limpiar la casa y entendí, dejaste de cocinar y entendí, dejaste de planchar mi ropa y de atenderme y entendí y ahora me pedís que entienda que no vamos a tener sexo. Querida yo me casé con una mujer, quedate con la final y tu amada pelota, pero acá el macho soy yo y las tengo bien puestas. Adío.
Cosas del fútbol (Pablo Pedroso - Argentina)
Si él me conoce bien…
Lo que pasó, pasó y ya está. Son cosas de los partidos. Yo lo entiendo al Pelado y estoy seguro que él me entiende a mí. El problema, Macaya, fue que el Pelado nunca estuvo como hoy.
¡La verdá, la verdá, le digo! Si siempre fue un tipo de lo más tranquilo. Uno sabía que la procesión la llevaba por dentro. Cualquiera se daba cuenta de sólo ver cómo faseaba durante los partidos pero nada más. Nunca fue de ponerse como loco y a los gritos como hacen otros, o como él hizo hoy. Ojo que no estoy diciendo que no tenga carácter. Al contrario, si cuando tuvo que levantar en peso alguno, lo hizo sin dudar. Ya sea en el entretiempo, al final del partido o en los entrenamientos. Eso sí, en la intimidad del plantel. Nada de salir a ventilar los quilombos afuera del vestuario. Es más, hace tres fechas cuando nos comimos cuatro goles en Rosario, le digo que nos cagó a pedos a todos. Pero a todos, eh.
A los que jugamos el partido, a los suplentes, a los lesionados, ni uno se salvó. Pero siempre como un señor, con respeto y haciéndose respetar. Yo no sé qué le habrá pasado hoy. Nunca lo vi tan sacado, Macaya, se lo aseguro. Ni cuando zafamos raspando del descenso en el campeonato pasado. ¿Qué sé yo qué le habrá agarrado? El Pelado estaba distinto desde el primer minuto. Hasta el Negro García, que juega de lateral por la derecha me dijo que escuchaba sus gritos y sus indicaciones.
Yo entiendo que si a los quince minutos del primer tiempo ya te comiste dos pepinos y ves que te están cascoteando el rancho, muy tranquilo no podés estar. Pero lo del Pelado no tenía nombre: “¡Correlo, correlo, correlo!”. Me gritaba cada vez que se escapaba un tipo. Y si lo alcanzaba y recuperaba la pelota: “¡Llevala! ¡Por afuera! ¡A un toque! ¡Por afuera!”. Todo me decía. Y para colmo lo tenía pegadito, ahí nomás. “¡Tocá y picá! ¡Tocá y picá! ¡Seguilo! ¡Seguilo!”. ¿Me explico? Doble me lo decía, con repetición. ¡Y no paraba, eh! Si cuando yo me mandaba más al centro, un poco por las jugadas y otro poco para escaparme del Pelado, me gritaba para que juegue junto a la raya: “¡Robles! ¡Robles! ¡Jugá por afuera, Robles! ¡Jugá por afuera!”.
Le juro Macaya que no veía la hora de que termine el primer tiempo para poder pasar del otro lado y no escucharlo más. ¿Me entiende Macaya? ¿Y cuál era el único nombre que sabía? El mío: “¡Corré Robles, corré! ¡No lo pierdas Robles! ¡No lo pierdas! ¡Vamos Robles! ¡Vamos Robles!”. Mire cómo estaría de sacado que el cuarto hombre lo tuvo que cagar a pedos al Pelado porque más de una vez, de la locura, no se daba cuenta y se metía dentro de la cancha... No es para justificar pero póngase en mi lugar Macaya. ¿Usted sabe lo que es?
¿Cómo puede uno estar con el bocho frío si de afuera están todo el tiempo dale que dale gritándole lo que tiene que hacer? Le juro Macaya que estaba insoportable. No podía concentrarme en el juego. Más me hablaba y más cagadas me mandaba. Para colmo el Piojo Funes, el wing del otro equipo, me obligaba siempre a jugar ahí, junto a la de cal, cerca de donde estaba el Pelado. “¡Ojo con ese! ¡Ojo con ese! ¡Que no se te escape! ¡Que no se te escape!”. No se cansaba de gritarme. “¡Anticípalo! ¡No lo dejés jugar! ¡Robles! ¡No lo dejés jugar!”. Y él no se cansó. El que se cansó fui yo.
Fue una situación desafortunada. Entiéndame Macaya. Estaba solo, casi en la línea, cuidando la pelota y tenía a dos de ellos, atrás mío que me taladraban los tobillos queriendo sacarme la bocha. No se acercaba nadie para descargar y el Pelado ahí, a centímetros, gritándome: “¡Cuidala Robles, cuidala! ¡No la pierdas, Robles! ¡No la pierdas!”.
Yo no sé que pasó pero no soporté más y le pegué. Lo único quería era que se callara. Sé que fue una piña tremenda pero no fue mi intención golpearlo de verdad, ni bajarle los dos dientes que le bajé ni nada de eso. No puedo creer que esa persona fuera yo, Macaya. Por eso, si me permite, quiero aprovechar la oportunidad que usted me brinda para pedir perdón públicamente y en especial a la familia del Pelado. Ahora mismo salgo para la clínica donde lo internaron. Me avisaron que recobró el conocimiento así que espero que me pueda recibir. Le agradezco nuevamente esta oportunidad y sólo me resta por decir, y le pido que me entienda Macaya, que esto que pasó son cosas del fútbol, ¿vio?
(Un agradecimiento especial a Pablo Pedroso, autor de este cuento, por su autorización para publicarlo en "Los cuentos de la pelota". Muchas gracias Pablo!!)
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El sándwich final (Germán Kijel - Argentina)
Los arqueros miraban, seguían con sus ojos, movían las cabezas siguiendo las acciones por un monitor inexistente. No la habían tocado en los 60 minutos desde que el juez marcara el principio del encuentro.
El técnico del equipo local, estaba muy concentrado, siguiendo cada jugada como si fuese la última, sin embargo no podía gritar, el tedio del balón y el fulgor del domingo secaban su lengua.
Pero en ese momento el orientador táctico visitante estaba realizando su religiosa ceremonia y todos los hinchas, los directivos y hasta los jugadores le prestaban una atención asombrosa.
El técnico visitante se movía lento, acomodaba cada trozo de sombras incandescentes, seleccionaba la carne que iba a poner en la cancha, pinchaba a los jugadores para que dieran todo de sí mismos y los cambiaba de posición en el entretiempo.
En el momento en el que el partido finalizó, los treintidós jugadores, los tres jueces, los ayudantes tácticos y los periodistas acreditados se acercaron hasta el banco de suplentes. El técnico visitante los miró y les dijo:
-Tengo chorizos, asado y vacío, ¿qué quieren, muchachos?
(mi agradecimiento a Germán por permitirme publicar este cuento de su autoría)
El renguito (Luis Quintela - Argentina)
Pero el igual me hacia correr, me hacía saltar, hacía que los chicos me trataran como a uno más, a veces hasta me hacía enojar, pero después cuando llegaba el boletín y yo me sacaba ‘MS’ (muy satisfactorio) igual que los otros pibes; que jugando al fútbol la rompían o al básquet o a lo que jugaran, yo me sentía bien y muy orgulloso, porque era el premio a tanto esfuerzo.
Me acuerdo que una de esas veces al recibir el boletín uno de los chicos fue a quejarse porque a él le había puesto ‘S’ y a mi ‘MS’, entonces el Profe le dijo:
-Mirá a vos te puse ‘S’ porque vos no te esforzás como lo hace él. Pudiendo rendir mucho más, das hasta ahí, y él de acuerdo a lo que puede hacer cada día mejora más su rendimiento y eso es lo que a mí más me importa. Yo no te pongo la nota porque vos seas más ligero que él o que puedas dar 3 vueltas manzanas sin parar, yo te pongo la nota por lo que vos podrías rendir; lo hago de acuerdo a como vos te esforzás en la clase.
Eso me favoreció para que yo siga luchando y llegara a ser el arquero titular del barrio, y como decían los chicos.
-El renguito es insustituible.
Ahora te voy a contar el partido que jugamos una vez contra los del barrio de Villa Laza.
Ellos tenían un muy buen equipo, jugaba Rubén, el Gurí, Tato, Farafa, Paoletta, Mingo (que pegándole a la pelota era una bestia), y otros pibes más que ya ni recuerdo.
Bueno, el partido se estaba jugando muy limpiamente, por supuesto con un árbitro neutral, que no era de ninguno de los dos barrios; los arcos los habíamos hecho con dos palos de eucaliptus a los que les habíamos sacado punta y los enterramos, eso sí, sin travesaño, y eso a mí me favorecía porque cuando me la tiraban alto si no la podía agarrar gritaba “alto” y era palabra santa, no se hablaba más.
Todo iba bastante bien. El partido estaba muy parejo, íbamos 9 a 9 o sea que el que hacía el último gol ganaba. Ya se estaba haciendo de noche y eso que habíamos empezado a las 3 de la tarde. Ellos ya se estaban cansando Tato Álvarez era un grandote que jugaba de 9 y ya me había hecho como 5 goles, era y es más bueno que el pan, me hacía un gol y me pedía perdón, El Ruso metía pata y pata y el Gama sacaba lo que venía, en una de esas se escapa Atilio y se me viene al humo como para matarme, Pili se le tiró de atrás y limpiamente le sacó la pelota, pero Atilio que a pesar de ser un caballero, se tiro y se revolcó haciendo teatro.
El árbitro se comió la gallina y cobró penal, que despelote se armó que si que no y no sé cuantas cosas más. Bueno yo me recalenté y me recontraenojé, y empecé a saltar en una pata, por supuesto si es la única que podía, y les dije que no era penal, que lo patearan que yo no lo atajaba. Mis compañeros estaban como locos y me decían “no te hagas problema renguín, atajalo, que ya lo cobró”. Yo dije ¡¡no, no y no, no lo atajo!! Porque no fue. Mientras tanto Tato, que era el que lo pateaba de ellos me decía:
-Dale renguito atajalo, que ganar así un partido no es ganar.
La verdad que Tato era un fenómeno, igual que lo demás pibes que me pedían por favor, pero yo me mantuve firme y les dije:
-Patéenlo, que yo no lo atajo.
El árbitro dio la orden.
Tato acomodó la pelota y yo me paré contra un poste maldiciendo y diciendo mil barbaridades y hasta hacia pucheros. Antes que el referee tocara el silbato les dije con todas las ganas:
-Esto es una injusticia y no lo voy a atajar, ¡carajo!
Tato entonces tomó carrera y como me vio parado y apoyado contra un poste, la pateó suave al otro palo. Ahí salí saltando como un rayo con mi única pata sana y se la atajé, mamita mía que quilombo se armó. El Tato me quería matar, el piñerio era terrible hasta que tuvimos que salir corriendo porque sino nos mataban. Es el día de hoy que todavía se recuerda “el penal que atajó el rengo” ellos a piñas nos ganaron, pero a vivos nosotros los matamos.
Que pena que se terminó el potrero…
(cuento extraído de un partido real jugado en la ciudad de Tandil, Pcia. de Bs. As. Los nombres están cambiados, pero algunos de ellos participaron o vieron ese partido jugado cerca del barrio “La Movediza”. Un gracias enorme al Profe Quintela por su generosidad al autorizarme a publicar este cuento)
La mejor de las historias (Pablo Ramos - Argentina)
De golpe salté de la banqueta y le dije que estaba escribiendo, que las cosas me iban mal, que ya no me gustaba mi empresa ni mi familia, y que me había dado cuenta, de golpe, de que lo único que quería hacer era escribir historias. Se lo digo en un ataque de sinceridad alcohólica. Después me arrepiento, a él no le importaban esas cosas, siento que va a minimizarlo, a hacer de cuenta que no escuchó nada.
-Encontré la máquina de mi abuelo y la estoy usando -digo.
-Historias -dice él.
Yo sé la mejor de las historias.
Me quedé confundido, esperando para no decir una tontería, para que no se me notara la confusión. Mi padre iba a contarme algo: mi padre iba a ser mi padre. Pido otra vuelta y le digo que empiece.
Yo estaba borracho, felizmente borracho. Permanentemente al borde de la risa, como si en vez de tomar vermú me hubiera fumado un porro. Él, distendido y un poco, apenas, suelto de lengua. Miré la hora: mi madre ya debía tener la comida lista, pero nos conocía bien a mi padre y a mí; aparte de tener el corazón en la boca porque estábamos juntos, iba a tener la precaución de no echar los fideos en el agua hasta que nos hubiéramos sentado a la mesa.
Me quedé en silencio y él, ahora, fue al grano.
-¿Querés o no querés que te la cuente?
-Está bien, pero que sea una historia que a vos te interese no es garantía de que a mí me interese también.
-Sentí (siempre decía ‘sentí’ por ‘escuchá’), ¿te acordás de Ángel Clemente Rojas: Rojitas, el Pelado? Los pibes de tu generación no lo vieron jugar. Pero yo lo vi nacer, y crecer con la pelota. Lo más grande que tuvo Boca, lo más grande que tuvo este país, más grande que Bochini, más grande que Maradona. Lo que pasa es que eran otras épocas.
-Seguro que estás exagerando.
-No sé. El asunto es así: una noche de verano, un calor insoportable, estábamos Coco, el Pelado Rojitas, Rabanito y yo. En el club Brisas, sentados como ahora estamos sentados nosotros dos. Lo jodíamos al Pelado porque había firmado con Boca, él, que era hincha de Independiente, como el Diego, ¿entendés lo que te digo?
Le dije que entendía, y le pedí que nos apartáramos un poco. Mi padre nunca me había contado una historia. Pedí la botella de Gancia y un sifón, reforcé las medidas de Fernet y nos fuimos a sentar a la última mesa. Yo, con mi vaso en una mano y el sifón en la otra.
Mi padre dio dos pasos y apoyó su mano libre sobre mi hombro. Fue la primera vez que él tuvo un gesto así conmigo. Nunca me voy a olvidar de lo que sentí. ¿Con tan poco se podía allanar tanto el camino hacia la paz? La tormenta seguía, pero despuntaba algo parecido a un sol tibio en el horizonte. Si con solo un toque de su mano mis resentimientos le daban algo de espacio al amor, ¿qué no podía ser posible entonces con un poco de tiempo? Ese abrazo suave, corto, casual, sobre mi hombro. Ese abrazo único, pero tan cierto como aquella noche de verano, es lo importante, lo que recuerdo perfectamente.
Nos sentamos y siguió. De golpe entró mi hijo Cristian. Mi madre, que sabía perfectamente dónde estábamos, nos había mandado llamar. Cristian tenía pelada la nariz. Mi padre le dijo que le dijera a su abuela que le pusiera crema.
-Y decile también que en media hora estamos allá, hijo.
Era como si el chico fuera yo. Tantas veces mi madre me había mandado a buscarlo y mi padre que ya venía, que ya venía y terminábamos comiendo sin él. El club fue siempre la segunda casa, o la primera casa, de mi padre. Las cartas y el vermú, los rivales más duros de mi madre.
-Te sigo contando. El Pelado debutaba mañana, o sea, al otro día, ¿entendés?
-Mañana, está bien.
-Claro, como si fuera mañana, contra Vélez, en el Boca de Rattín, y ponele que ahora fueran la una o las dos de la madrugada. Se tenía que ir a dormir. Él tomaba granadina y nosotros todo lo que te puedas imaginar, en esa época sí que se tomaba. Dale que dale a la pavada hasta que la noche se cae, por el alcohol, y porque a veces la alegría es más grande que lo que uno tiene para decir. Vienen unos minutos de silencio. Ruidos de vasos, la risa tardía de Coco o de Rabanito, y así como así el Pelado nos invita a conocer su casa nueva de Flores. Se la había alquilado Boca y él la había puesto con todo porque había cobrado una prima que equivalía al sueldo de un año en la fábrica de fósforos, la misma en la cual trabajó tu madre hasta que me conoció a mí. Que vamos a verla, que vamos a verla; que sí, que no y fuimos nomás. Él estaba con el auto del padrino aunque apenas manejaba, o había aprendido hacía muy poco. Lo importante es que el Pelado era un peligro con el auto, y por más que le insistí quiso manejar él, aunque cualquiera de nosotros era preferible, aun con el pedo que teníamos. El viaje fue pura risa por cualquier cosa, bocinazos y gritos a todo lo que se pareciera a una mina. Yo iba atrás, en silencio, dejándole el monopolio del ruido a los otros tres; me había ensimismado, ¿entendés? Porque no es que ese carácter sea exclusividad de tu madre, yo también muchas veces soy así, y vos también sacás eso de mí.
-¿De verdad?
-Claro. Recuerdo eso: que yo estaba así, en ese estado, por las copas y porque estaba así. Sentía pena por todo lo que veía. Pero no una pena fea, quiero decir que no una pena porque menospreciara a las demás personas y a las cosas. Todo lo contrario, pena porque me sentía cerca de ellas. Porque la noche había sido hecha para nosotros, lodo era la noche. Los otros autos, los gatos, los árboles, los pocos perros que perseguían a algún linyera ladrándole al paso. Y de golpe un auto que nos venía de frente y las siluetas de mis amigos que se iluminaban como apariciones; lo recuerdo tan nítidamente. Y sé que no es una boludez, sé que es algo, aunque no pueda decirte qué.
-Seguí -le digo-, no te vayas a poner melancólico y rompas el invicto a esta altura de tu vida.
-Sentí. Llegando a la casa, nosotros íbamos por una de esas calles de Flores que de noche son todas iguales, doblamos en contramano. Estábamos a una cuadra y ninguno de los boludos se dio cuenta; entonces yo despierto de esa en la que me había quedado colgado y le digo que tenga cuidado, que se había metido contramano. No termino de decirlo que nos para un policía. Yo escucho el silbato primero y veo la moto después. Pensé que estábamos sonados. Pero después me tranquilizo, porque manejaba el Pelado y él no había tomado ni una copa. El cana nos ilumina con la linterna. Nos pide que bajemos despacio. Era una época tranquila, no se tenían los miedos que se tuvieron después. Un cana era algo más parecido al cartero que a un milico. Pero nosotros éramos unos pibes. Bajamos y supongo que mi cara no debería ser muy diferente de las de mis amigos.
El cana nos dice que nos pongamos todos abajo de la luz del farol, y es ahí que lo veo: negro, no como yo, como Louis Armstrong, ¿entendés? Negro mota. Rabanito suelta una risita pero la reprime enseguida. Los demás nos quedamos callados. El cana le pide al Pelado la licencia de conducir, así le dice, no registro, licencia de conducir, como si el tipo hiera de otro país, de otro planeta. ¿Y sabés qué? El Pelado no tiene. Me la olvidé, dice, y es mentira, y todos nos damos cuenta de que es mentira. Te la olvidaste de sacar, le dice el cana. Después nos hace hacer el cuatro, nos palpa de armas y dice que nos va a tener que confiscar el auto. Mi padrino me mata, señor, dice el Pelado.
Coco lo arenga a más: decile quién sos, decile, boludo. Al Pelado ya lo conocía todo el país porque le había hecho tres goles a Uruguay en una selección de la “C” que se había formado para jugar un amistoso. Todo el mundo hablaba de él porque Armando se lo compró a Arsenal de Llavallol después de ese partido. Soy Ángel Clemente Rojas, dice el Pelado, Rojitas, no el Tanque, eh, Rojitas. El cana lo mira, parece dudar. Pregunta qué hacemos tan tarde si mañana "el señor" debuta en Primera. El Pelado le cuenta lo de la fiesta, jura que no tomó, nosotros juramos que él no tomó, pide por favor. Entonces escuchá lo que dice el cana: Esta no es tu noche, pibe, dice. Te encontraste con un cana negro, hincha de Vélez e hijo de uruguayos. Qué le vas a hacer. Capaz que te meto en la gayola para satisfacción de mis viejos y para que no nos hagas ningún gol a nosotros.
El Pelado tenía una cara que no me voy a olvidar jamás. Le prometo que si me deja ir, no hago ningún gol, señor, dice. El cana se ríe, nos pregunta si alguno de nosotros tiene registro. Yo le muestro el mío, me lo revisa y me permite manejar el auto. Antes de dejarnos ir le recuerda la promesa. Rojitas, acuérdese, le dice. Ningún gol, repite dos o tres veces, y nos vamos.
-¿Nada más? -digo.
Sí, algo más. ¿Por un momento te pensaste que era una tontería, no? Sentí. Al otro día Boca le ganó a Vélez tres a cero. Tres goles de Corbatta, tres jugadas de Rojitas que lo dejaron solo a Corbatta. Tres jugadas electrizantes, así dijo el diario del domingo. Se habló de la generosidad del crack, ¿entendés? Generosidad. Tres gambetas dentro del área, pero ningún gol. ¿Por miedo al negro? No sé. El otro fin de semana pasó algo que no te incumbe, y yo nunca más volví a hablarle al Pelado. Tres jugadas electrizantes y ningún gol. ¿Entendés? Eso sí que es una historia.
Le sonreí. Pagamos y nos fuimos. Yo pensaba. Qué hombre, de qué está hecho que es tan difícil de entenderlo para mí. Pensaba esto con tranquilidad, sin poder salir del asombro todavía. Él sólo caminaba, adelante, en silencio, meneando de vez en cuando la cabeza. Jamás volvió a contarme una historia. Jamás volvió a tomarme del hombro.
(relato que forma parte de la novela “La ley de la ferocidad, Buenos Aires, Alfaguara, 2007)