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Los traidores (Eduardo Sacheri - Argentina)



Que nadie se haga cargo de esta historia,
ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.

¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodate. “¡Hey, jefe: dos cafés!”. Dejate de jorobar, pibe, yo invito”. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. 

Miralo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijate lo que le importa.

Se muda al Centro y listo, si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedate tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.

Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado “la gloriosa”, nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escuchame un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.

Así que tu viejo lo vio, fijate un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...

¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejame que te explique.

A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijate un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisecito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?

Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: “¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?”. Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: “Alberto, cuidá tus modales, querés”. Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicate en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: “¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enterate”. Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: “De Chicago hasta la muerte”.

Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: “Y decime, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?”. Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: “Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha”. Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. “Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero... -los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses”.

Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no sé en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.

“Me llamo Mercedes, encantada”. Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, “gracias a Dios”, pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. “Me cacho en diez, será posible, el muy maldito”, me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?.

Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. “Tendrás que descansar”, decían.

Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. “¡Nicanor!”, me llamó el hermano grande. “¿Querés venir el sábado con nosotros?”. Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. “Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede”. Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.

Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. “Vos te insolaste”, diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. “¿Tan rica es esa chica, Nicanor?”, me preguntó. “No me pregunte, mamita”, contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.

Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: “¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra”. Y yo que “no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos”, y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. 

Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. “¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?” “Es ‘asma muda’, por eso”, contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.

El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: “Y, viejo, conoce a tu enemigo” o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.

Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras palabras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.

Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al 'vendido' en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).

El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita a un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el “amigo”, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.

Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.

Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.

A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.

Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.

Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. 

Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?.

Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.

¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. “¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?”. No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. “Secuela de la operación, por la anestesia, sabés”. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.

Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imaginate pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?.

A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.

Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gracia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.

Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.

En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. “Quedate tranquilo, Nicanor, que están muertos”, me tranquilizaban los hermanos. “Ya sé, ya sé”, contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.

Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo displicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros esos usan de camiseta.

Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin poder dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al “¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!”, y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. 

Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: “Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacate el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo”.

Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.

De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.

No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. “¿Qué dijiste?”, me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.

Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros “atájenlo que es de la contra”, “párenlo que es un vendido”, “vení que te reviento la jeta a patadas”. Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?.

Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de “¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo” obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.

El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. “La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor”.

Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.

Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.

A ver, dejame fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudame a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.

Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.

Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? “Vos jurame que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual”.

¡Chau, pibe!

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Una historia de fútbol y Navidad


La Primera Guerra Mundial había empezado en Junio de 1914 y enfrentó a los imperios alemán y austro-húngaro, más el otomano, con el resto de los países europeos. Ese mismo año, en el frente occidental de la guerra, se había demarcado una franja de territorio (línea según el mapa) por unos cuantos kilómetros en Francia y Bélgica, hacia cuyos lados estaban los dos bandos (alemán por uno, británico-francés por otro). 

Se le dio en llamar “La Tierra de Nadie”, y no tenía más de cincuenta metros de ancho. En esa misma franja de territorio se desarrolló por tres años la Guerra de Trincheras, una serie de ataques de uno y otro bando, hasta que Estados Unidos entró en guerra (1917) para torcer el conflicto en favor de los aliados. 

Lo cierto es que para Diciembre de 1914 habían aparecido algunos movimientos pacificadores, promovidos por un grupo de mujeres británicas y también por el Papa Benedicto XV. Mientras tanto para fines de mes, en la región de Ypres (Bélgica), del lado de la trinchera alemana, los altos mandos de este ejército habían mandado distintos adornos con los que adornar los arbolitos de Navidad y también distintas provisiones (a modo de regalo y de motivación) para los hombres de la guerra, como chocolates y cigarrillos. 

Los soldados alemanes pretendían, en su fuero íntimo, pasar aunque sea una Navidad en paz en medio del horror de la guerra, igual que los ingleses y franceses. ¿Pero cómo expresar este deseo sin que se enterasen los generales? En la gélida madrugada del 25 comenzaron a decorar los arbolitos (más luces que “arbolitos” dadas las condiciones), en señal amistosa, ante la sorpresa inicial de los soldados enemigos. Ya por la mañana del 25 empezaron a cantar distintos villancicos como "Noche de paz, Noche de Amor". 

Los soldados ingleses y franceses, apostados en sus trincheras, al ver lo que ocurría del otro lado, soltaron banderas blancas en tren de paz y comenzaron a caminar lentamente hacia la Tierra de Nadie. Y así ambos bandos fueron caminando en direcciones opuestas y se fueron encontrando cara a cara. Las armas habían quedado a un lado, aunque sabían -muy a su pesar- que esos mismos que ayer eran enemigos, en pocos días volverían a serlo. 

El encuentro en aquella Navidad nevada fue de abrazos y reencuentros, y de cantar juntos las canciones navideñas. También se intercambiaron regalos (cigarrillos, chocolates y alcohol; gorros y botones) y enterraron a los caídos que no habían recibido sepultura, en un emotivo homenaje. Y jugaron un partido de fútbol también, o varios según las crónicas. Lo cierto es que en medio de aquel frío no se sabía bien los límites de la “cancha”, usaron los buzos (pese al frío) como palos y ni que hablar que no había jueces. Podía jugar cualquiera, no importaba su origen, y cuando un hombre caía al suelo -resbaladizo- venía otro a levantarlo. El “partido” terminó cuando apareció un soldado para testimoniar el hecho, y según dicen terminó con victoria alemana por tres a dos. 

El soldado que dio cuenta de este suceso fue el alemán Johannes Niemann, y así lo inmortalizó en una de sus epístolas: “Un soldado escocés apareció cargando un balón de fútbol; y en unos cuantos minutos, ya teníamos juego. Los escoceses hicieron su portería con unos sombreros raros, mientras nosotros hicimos lo mismo. No era nada sencillo jugar en un terreno congelado, pero eso no nos desmotivó. Mantuvimos con rigor las reglas del juego, a pesar de que el partido sólo duró una hora y no teníamos árbitro. Muchos pases fueron largos y el balón constantemente se iba lejos. Sin embargo, estos futbolistas amateurs a pesar de estar cansados, jugaban con mucho entusiasmo. Nosotros, los alemanes, descubrimos con sorpresa cómo los escoceses jugaban con sus faldas, y sin tener nada debajo de ellas. Incluso les hacíamos una broma cada vez que una ventisca soplaba por el campo y revelaba sus partes ocultas a sus ‘enemigos de ayer’. Sin embargo, una hora después, cuando nuestro Oficial en Jefe se enteró de lo que estaba pasando, éste mandó a suspender el partido. Un poco después regresamos a nuestras trincheras y la fraternización terminó. El partido acabó con un marcador de tres goles a favor nuestro y dos en contra. Fritz marcó dos, y Tommy uno”

Esta tregua navideña, que en algunas partes del frente duró hasta fin de año y en la que se vieron envueltos hasta cien mil hombres, se dio en llamar la "Tregua de Navidad". Luego hubo algún otro atisbo de tregua durante los tres años posteriores en que duró el conflicto, pero ninguna tan importantes como esta. Los altos mandos de ambos ejércitos -entre ellos Adolf Hitler- montaron en cólera cuando se enteraron del hecho, y juraron vengar a los principales promotores de la tregua, además de asegurarse en los años venideros generar un conflicto en estas mismas fechas, aunque fuese “inventado” por ellos mismos. También intentaron borrar cualquier prueba de los acontecimientos, quemando cartas y coartando a la prensa; sin embargo, para principios de 1915 ya los diarios británicos daban cuenta de algunas cartas y fotografías que algunos soldados habían mandado a sus familias contando los hechos tal cual fueron. 

Hoy en día, en Ypres, hay una cruz que recuerda aquella efímera pero sentida paz navideña. Para la humanidad siempre ha sido uno de los episodios más esperanzadores en medio del odio y un acto de fe en el ser humano a pesar de estar en las peores circunstancias. Igual que para Paul McCartney, que les tributó un video a aquellos valientes soldados.

(artículo de Ionatan Was, tomado del portal digital "Urugol")

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Hermanos (Héctor Alberto Robles - Argentina)

Detesto el fútbol. Jamás aprendí a patear una pelota, hacer una gambeta o convertir un gol. No leo los periódicos deportivos, no veo prácticas deportivas por televisión, ni escucho partidos de fútbol por radio. El fútbol no me interesa en absoluto. 

Poco tiempo antes de comenzar el Mundial de Alemania, había conseguido un televisor prestado por una biblioteca popular que no le daba utilidad. Al traerlo a la escuela, muchos me preguntaron si era para ver los partidos del Mundial. A todos les contesté que no, que lo traía para que los chicos pudieran entretenerse en determinados momentos del día y para ver películas relacionadas con los temas de estudio.

Pero se acercó la hora del comienzo del campeonato y, como soy un convencido de que nadie tiene que pensar como yo ni compartir mis gustos, dispuse que los chicos, sus maestros y el resto del personal de la escuela, vieran los partidos en el Salón de Actos, donde se había instalado el televisor recién llegado. 

Así fue como el viernes 16, los chicos estaban expectantes por el partido de la Argentina frente a Serbia y Montenegro. Miré el comienzo y me fui a seguir trabajando en la Dirección. A los pocos minutos, un estruendoso “gooool” resonó en toda la escuela. Salí rápido para ver la repetición y me encantó la jugada. Volví a la Dirección y otra vez se escuchó un griterío: ahora los chicos saltaban y se abrazaban...

Me puse a mirarlos con atención, casi todos los alumnos son de piel cobriza, pero aquel día el color de sus caritas estaba escondido por pintura celeste y blanca. En un rincón, algunos cortaban papelitos, otros se habían colocado la escarapela argentina o lucían camisetas de la selección nacional. 

Llegó el tercer gol, terminó el primer tiempo, arrancó el segundo y con el cuarto gol ya volaban los papelitos, mientras la portera me reprochaba: “Señor Director, cuando termine el partido usted va a tener que barrer el salón de actos” y nos reíamos juntos. 

Con los dos goles finales, los alumnos estaban enloquecidos. Volví a mirarlos, pensé en la alegría de esos chicos humildes, casi todos hijos de madres y padres nacidos en distintas provincias de nuestro país o en Bolivia o Paraguay. Muchos, nacidos ellos mismos en países vecinos. Aquellos chicos casi me hicieron llorar. En ese momento todos se sentían argentinos. “Somos sudamericanos –reflexioné- ¡somos hermanos!”.

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Un veneno sin antídoto (Tomás Furest - España)

“Niño, este equipo es de la ciudad en que tú naciste, pero nosotros somos del Sevilla”. 

El Betis acababa de ganar el Trofeo Concepción Arenal. Jesús, a pesar de las palabras de su padre, había tomado en silencio, con sólo cinco años, la primera decisión importante de su vida: hacerse bético. Miraba a Luis del Sol, que levantaba la copa, y sentía un orgullo tan grande de ser de aquel equipo que llegó a la conclusión de que era bético desde que nació, aunque no lo supiera. Lo que no podía comprender era que su padre, que lo sabía todo, no se lo hubiera dicho nunca y le viniera ahora con esa milonga de que ellos eran del Sevilla. Cosas de los padres, a los que no hay quien entienda, pensó. 

Para que no hubiera dudas de cuáles eran sus sentimientos, al llegar a su casa le pidió a su madre que le enseñara a escribir su nombre, Jesús Olmedo. De segundo apellido, en vez de Madroñal, se puso bético hasta los huesos. Como le resultaba complicado escribir hueso decidió pintar unos iguales a los que daba de comer a su perrita Niebla, un cruce entre Mastín y San Bernardo que engullía todas las sobras de la cocina de El Arsenal y que más que una perra parecía un caballo. 

Su madre lo abrazó con ternura y le hizo ver que era mejor que su padre no se enterara de que era del Betis porque se iba a llevar un disgusto. “Será nuestro secreto”, le dijo mientras le guiñaba un ojo y le daba un beso muy especial, distinto, “porque ya eres un hombrecito”. Aquella noche no pudo dormir. Cerraba los ojos y veía una y otra vez la película de la final: a Otero volando como un pájaro para impedir que marcara Suco; a del Sol corriendo sin parar y borrando a todo el centro del campo del Oviedo; a Kuzsmann dándole un pase magistral a Castaño para que consiguiera el primer gol, a Esteban Areta metiendo por la escuadra el segundo a centro de Paqui… 

No había en el mundo una camiseta más bonita que la verdiblanca ni un escudo más hermoso que el de las trece barras coronado. La camiseta y el escudo que a partir de aquel 31 de Agosto de 1958 llevaría para siempre en su corazón. Jesús había nacido en Sevilla, pero no tenía conciencia plena de ello, porque cuando apenas había dado sus primeros pasos a su padre, capitán de la Armada Española, lo destinaron a El Ferrol. Allí, en el Arsenal, entre barcos, cañones y marinos, creció como un niño feliz y se abrió la cabeza un par de veces sin que la sangre llegara por la ría al fascinante océano Atlántico, por el que navegaba cada noche en sueños venciendo con suma facilidad a cuantos piratas le salían al paso. 

A veces creía que se había caído al agua, pero al despertarse sobresaltado se daba cuenta de que sólo se había hecho pipí en la cama y que tendría que soportar la burla de sus hermanos una vez más. Se sentía gallego, pero había un par de cosas que le recordaban frecuentemente sus orígenes: las tortas de Inés Rosales que les mandaba su abuela Concha desde Sevilla y el tono despectivo con el que una monja rechoncha le decía “andaluz” siempre que lo castigaba por hacer alguna trastada en el colegio. 

Su padre se encerraba cada domingo en la salita junto a la radio para escuchar "Carrusel deportivo", un nuevo programa que había creado unos años antes Bobby Deglané y conducía Vicente Marco, conectando con todos los campos para que los aficionados estuvieran al tanto de cómo iba su equipo sin necesidad de bajar al bar para ver los resultados en la pizarra. Su madre decía que era un programa de locos, de tíos pegando gritos, pero a su padre nadie podía molestarlo mientras jugaba su equipo. Jesús, aunque no compartía colores con el bueno del capitán, le preguntaba cuando salía cómo había quedado el Sevilla porque sabía que si ganaba estaba de buen humor y él se libraba de algún que otro pescozón aunque se hubiera peleado con sus hermanos. Eso sí, cuando el Sevilla perdía era mejor acostarse temprano porque el horno no estaba para bollos y cobraban todos, aunque hubieran sido santos. 

A Jesús le gustaba jugar al fútbol, pero no era de ningún equipo todavía. Si acaso, del Racing de Ferrol porque allí jugaba Marcelino, del que se había hecho muy amigo porque compartía con sus padres la afición por la lectura y con frecuencia aparecía por su casa para llevarse libros de la enorme biblioteca que había en el salón. Marcelino, que iba para cura, cambió el seminario por los campos de fútbol después de llegar a la conclusión de que tenía más dudas que Unamuno, al que leía con especial devoción. Su decisión, entonces mal acogida por su familia, sería celebrada con alborozo años después por todo el país, al ser el de Ares el autor del gol que le daría a España el triunfo en la final de la Eurocopa del 64 ante Rusia, único título conquistado por la selección española absoluta en toda su historia. Marcelino invitaba a la familia Olmedo al fútbol y Jesús iba con su padre y su hermano Juan a ver al Racing, que entonces jugaba en Segunda. 

Un derby ante el Deportivo de La Coruña era lo más emocionante que Jesús había vivido hasta que aquel verano el Betis de Antonio Barrios superó al propio Racing y al Oviedo para conquistar el trofeo Concepción Arenal, que por aquellos años tenía un enorme prestigio, sólo superado por el Carranza y el Teresa Herrera. Desde aquel día, Otero, Portu, Santos, Oliet, Isidro, Paqui, Castaño, Areta, Kuszmann, Vila, Lasa y del Sol se convirtieron en los héroes de sus juegos y de sus sueños, en los que dejaría de hundir barcos piratas para dedicarse a marcar goles a cuantos rivales se cruzaban en el camino del Betis y si hacía falta, se colocaba bajo los palos para echarle una manita a Otero. Definitivamente, el Betis era lo más importante de su vida. 

Jesús hizo a Marcelino participe de su secreto: “Tú eres mi amigo y siempre querré que ganes, pero yo soy del Betis. Y si algún día vuelves a jugar contra mi equipo no puedes marcarle ningún gol, ¿vale?”. Marcelino le dio la mano sin decir palabra, aunque hizo por Jesús algo más importante, presentarle a su amigo Pancho, que era de Sevilla también pero que llevaba muchos años en El Ferrol porque lo mandaron allí a hacer la mili y se enamoró de Lina, con la que se casó y montó “Heliópolis”, un bar al que acudían los futbolistas del Racing después de los partidos. 

El bar estaba lleno de banderines de casi todos los equipos y de fotos de los mejores jugadores del mundo, con una muy grande dedicada a Pancho por Luis Suárez, que triunfaba en el Barcelona. “Pancho, te presento a Jesús, que dice que es del Betis”, le dijo Marcelino muy serio. Pancho lo tomó de la mano y lo condujo en silencio hasta un pequeño despacho presidido por un enorme banderín del Betis, firmado días antes por todos los jugadores después de dar cuenta de un gran mariscada a la que Pancho les había invitado. “¿Niño, estás seguro de que quieres ser del Betis? Piénsatelo bien porque se sufre mucho. Como se te meta el veneno en la sangre no hay medicina en el mundo que te pueda curar esta bendita enfermedad. Yo me hice del Betis cuando nací y no he dejado de serlo ni un segundo a pesar de que durante muchos años hemos estado en Segunda y en Tercera”. Jesús no se atrevía a abrir la boca. Creía que Pancho era Dios y pensaba que si Dios era del Betis él había elegido bien su camino. 

Pancho le trajo un refresco y un álbum de fotos, de fotos del Betis, y le dijo que las había hecho en Sevilla hacía sólo tres meses. “Niño, es que hemos vuelto a Primera. Hemos tardado quince años y pasado muchas fatiguitas por el camino, pero ha merecido la pena. Ascendimos en San Fernando el 25 de Mayo y lo celebramos en Heliópolis una semana después. Yo no podía faltar a la fiesta. Cerré el bar, cogí a mi mujer y nos fuimos en tren a Sevilla. Mira, éste es Benito Villamarín, nuestro presidente. Es gallego, pero tan bético como si hubiera nacido en la Puerta de la Carne. Y éstos son los jugadores que nos han devuelto a nuestro sitio: Menéndez, Portu, Santos, Isidro, Loli, Valderas, Lasa, Paqui, Vila, Areta, Castaño, Rodri, Seguer, Eugenio, Sobrado, Espejín, Ramoncito, Américo, Mundo, Luisín, Domínguez y Luis del Sol. No olvides nunca sus nombres, pero sobre todo el de Luis del Sol porque me da en la nariz que va para figura. Y ahora te dejo que tengo que atender la barra, pero ya le diré a Marcelino que te traiga de vez en cuando para que podamos hablar de nuestras cosas”. A partir de entonces Jesús se iba a “Heliópolis” cada vez que podía.

Pancho le contaba con enorme pasión sus vivencias como bético. Le recitaba de memoria el equipo que ganó en Santander la Liga en el 35: Urquiaga, Areso, Aedo, Peral, Gómez, Larrinoa, Saro, Adolfo, Unamuno, Lecue y Caballero, pero también le recordaba que el Betis se había hecho grande de verdad jugando en Tercera durante siete largos años en los que no desapareció porque los sentimientos nunca mueren. Se mostró orgulloso de haber acompañado a su Betis por esos campos de Dios con un bocadillo de tortilla bajo el brazo y los bolsillos llenos… de ilusión. Le habló de la rifa de vacas, mulas y hasta dormitorios para sobrevivir. 

Le explicó que el ‘Manquepierda’ era un grito de rebeldía, no de sumisión, y le pidió que le dijera a todos que no había nada más grande en el mundo que ser bético. Jesús se atrevió a interrumpirle para decirle:… “a todo el mundo menos a mi padre, porque como se entere me mata. El pobre cree que soy sevillista, como él y mi hermano Juan. Sólo mi madre, Marcelino y tú sabéis que soy del Betis, pero en cuanto empiece el colegio se lo voy a decir a todos los niños”

Jesús cumplió su promesa. Pregonó a los cuatro vientos su beticismo y le dijo a su madre que iba a pedirle a los Reyes la equipación completa del Betis, con botas y todo y cuando empezó la Liga le rogó a su padre que le dejara escuchar junto a él "Carrusel deportivo". Sólo pudo hacerlo en la primera jornada, en la que el Betis le ganó al Granada por 2 a 1 y el Sevilla empató a dos en Pamplona con Osasuna. Lo había pasado muy mal sin poder cantar los goles de Kuszmann. Y peor cuando Salía consiguió el gol del empate para el Sevilla casi al final después de ir perdiendo dos a cero. Su padre le pedía con la mirada que lo celebrara con el mismo entusiasmo que lo hacía él, pero no le salía. El capitán, muy serio, sentenció al terminar el Sevilla: “Nos hemos reservado para el próximo domingo, que recibimos al Betis en nuestro campo. Les vamos a meter cuatro. Cuando volvamos a Sevilla os haré socios a ti y a Juan y os llevaré al Sánchez Pizjuán. Me ha dicho mi hermano Rafael que es el mejor estadio del mundo”.

Jesús tenía claro que no iba a estar junto a su padre al domingo siguiente escuchando "Carrusel deportivo". Le pediría a Pancho que lo invitara a Heliópolis para seguir el partido juntos. Jamás podría olvidar aquel 21 de Septiembre. Antes de que Pancho tuviera tiempo de prepararle un refresco ya había marcado Luis del Sol el primer gol. Se abrazaron como si les hubiera tocado la lotería. El mundo se les vino abajo cuando antes del descanso el Sevilla le dio la vuelta al marcador. Valderas cogió el balón con las manos incomprensiblemente y Salía empató de penalti. Poco después hizo Diéguez el 2-1. Jesús estaba hundido, mudo, pero Pancho le animaba y le decía que de peores habían salido, que en la segunda parte ganaban seguro. Y así fue. Kuzsmann marcó dos goles y Esteban Areta redondeó un 2-4 que dio la vuelta al mundo.

“Así es nuestro Betis, niño. Pero no te confíes porque cuando menos te lo esperes dará la espantá. Y no olvides que hay que quererlo con sus virtudes y sus defectos, como a un hijo”. Pancho le hablaba sin parar a Jesús mientras esperaba que viniera a recogerlo Marcelino para llevarlo a su casa. Y Jesús se preguntaba si su padre lo querría cuando se enterara que era del Betis. El temor a perder el cariño del capitán, al que adoraba, le impedía disfrutar plenamente de ese triunfo que Pancho había catalogado de histórico. Sólo su madre logró convencerlo de que lo iba a querer siempre, aunque le aconsejó que no le hablara de fútbol esa noche porque había acudido a la salita hecho una fiera. 

Acudir cada domingo a Heliópolis a escuchar los partidos con Pancho era tan importante para Jesús que su madre lo amenaza con no dejarlo ir si se portaba mal. La amenaza surtió tal efecto que Jesús estuvo a punto de alcanzar la santidad en vida. Junto a su amigo lloró la primera derrota como bético, que llegó en la cuarta jornada ante el Español, y gozó de partidos memorables como aquel 7-0 al Zaragoza en el que Juan Tribuna a punto estuvo de perder la voz narrando los cuatro goles de Vila y los marcados por Kuszmann, Castaño y Azpeitia. Pancho aprovechaba sus encuentros semanales para compartir con Jesús sus vivencias verdiblancas. El Betis era para él como un hijo, y “por un hijo se da la vida si hace falta, niño”

Reconoció que había llorado de rabia cuando el Sevilla les robó a Antúnez y de alegría cuando el general Moscardó, que presidía la Delegación Nacional de Deportes, le obligó a volver al Betis. “No sabes lo importante que fue para nosotros que nos dieran la razón. Desde que acabó la Guerra Civil nos estaban machacando. A muchos no les gustaba que el Betis fuera el equipo del pueblo. Nos tenían el pie puesto en el cuello, pero no pudieron con nosotros entonces ni van a poder nunca. Ya te he dicho mucha veces que no hay fuerza humana capaz de destruir este sentimiento tan grande”. Jesús, despierta, que han venido los Reyes Magos. Entró en el salón como un loco, buscando la equipación del Betis que había pedido con letras bien grandes a Baltasar. No estaba. Había un balón y unas botas de fútbol, un coche de bomberos y algunas cosas más, pero no la camiseta verdiblanca con la que llevaba meses soñando. Buscó a su madre en silencio, sin atreverse a decir nada por miedo a que se enterara su padre. Cuando estaba a punto de empezar a llorar llamaron a la puerta. 

Era Pancho. Traía en sus manos un paquete grande de Casa Couto, la mejor juguetería de Ferrol. “Jesús, en el bar han dejado los Reyes un regalo para ti. No tengo ni idea de lo que es. Anda, ábrelo que me tengo que ir”. Ante sus ojos atónitos fueron apareciendo la camiseta, las calzonas y las medias del Betis. Jesús no sabía si reír o llorar. Abrazó a Pancho mientras el capitán decía muy serio que tenía que ser una equivocación, que allí todos eran del Sevilla. Pancho esbozó una sonrisa burlona y le contestó que era imposible, que los Reyes Magos nunca se equivocan y que él no conocía a otro niño que se llamara Jesús. 

El capitán le permitió quedarse con el regalo, pero dejó muy claro que no lo quería ver con esa camiseta puesta. La camiseta del Betis pasó a ser como una segunda piel para Jesús. Su madre tuvo que pelear lo indecible para que le permitiera lavarla al menos una vez por semana. Con toda la equipación puesta y más nervioso que nunca se presentó en Heliopolis minutos antes de que empezara el derbi sevillano. Pancho le dijo que parecía un ángel vestido así y le pidió que se tranquilizara: “Les vamos a ganar porque somos mejores. Ya se lo demostramos en su casa y hoy le daremos una nueva lección en la nuestra. Con Ríos en la defensa no pasa ni uno vestido de blanco, te lo aseguro”

Estaba claro que Pancho era Dios o que tenía un amigo en el cielo porque Moreira marcó el primer gol a los ocho minutos y Castaño el segundo al cuarto de hora. No había en el mundo nadie más feliz que Jesús, que al llegar a casa recibió un beso enorme de su padre sin que mediara palabra. Sabía que era por el triunfo del Betis, aunque pasaría mucho tiempo antes de que el capitán reconociera públicamente que su hijo era bético a pesar de que él había hecho todo lo humanamente posible para impedirlo. La gran temporada de Marcelino con el Racing hizo que varios equipos de Primera se interesaran por él. Un día, Jesús sorprendió a su padre recomendándole el fichaje a un amigo que tenía en la directiva del Sevilla. No podía ser. 

Cuando el domingo fue a recogerlo para llevarlo a Heliópolis le hizo prometerle que no se iría al Sevilla. Finalmente firmó por el Zaragoza y Jesús respiró tranquilo, aunque lloró desconsoladamente cuando fue a despedirse de su familia. Perdía a un amigo y, lo que es peor, a su enlace con Pancho. Le recordó su promesa de no marcarle nunca un gol al Betis y le pidió que no lo olvidara nunca. Jesús encontró en su madre la aliada perfecta para no perderse cada semana su cita con Pancho. La temporada empezó con un 7-1 encajado por el Betis en el Bernabéu que a Jesús le hizo temer lo peor, aunque los malos presagios no se cumplieron y al final fueron sextos. Días antes de que terminara la Liga supo que a su padre lo habían destinado a Sevilla y que volverían a su tierra cuando finalizara el curso escolar. 

El último partido fue especialmente doloroso para Jesús. Sufrió por la derrota de su equipo en San Sebastián, pero mucho más por tener que despedirse de Pancho, que lo consoló diciéndole que iba a tener la suerte de poder ver al Betis en directo. “Ya te llamaré de vez en cuando para que me cuentes cosas de nuestro equipo. Y si el negocio va bien, haré una escapadita a Sevilla para que veamos algún partido juntos”. Lo abrazó y le dio un sobre de manera solemne: “Toma, este es mi primer carnet del Betis. Mi padre me hizo socio el día que nací y jamás he dejado de serlo. Ni durante la Guerra ni después de ella dejamos de pagar cuando Tenorio venía a casa a cobrar los recibos. Todos teníamos claro que el Betis necesitaba el dinero más que nosotros, y eso que muchas veces mi madre no tenía ni para un ponernos un plato de puchero. Este carnet hará que no me olvides nunca. Y cuando termine la próxima temporada me mandas el tuyo. Ya hablaré con tu padre para que te haga socio”.

La vuelta de Jesús a Sevilla no resultó como la había soñado. Su padre se negó a sacarle el carnet del Betis; es más, lo hizo socio del Sevilla, aunque él siempre buscaba una excusa para no ir al Sánchez Pizjuán. Como no encontraba nadie que lo llevara a Heliópolis, tuvo que seguir los partidos como en Ferrol, por la radio, pero sin Pancho a su lado para comentarlos. El capitán aprovechaba la ocasión para hablarle del Sevilla, de lo buenos que eran Ruiz Sosa, Achucarro ó Pereda, pero Jesús tenía claro lo que sentía y sabía que jamás iba a dejar de ser bético. 

Para colmo, en el colegio casi todos los niños eran sevillistas. Le costaba un mundo reclutar a once béticos para jugar cada día en el recreo contra los infieles. Tenía que aceptar en sus filas a cualquiera, incluidos algunos sevillistas que no encontraban acomodo entre los suyos porque eran muy malos. Casi siempre perdían, pero él sabía que algún día cambiaría su suerte. Cuando la Liga finalizaba Jesús sorprendió a su padre diciéndole que iría el domingo al fútbol con él a ver al Sevilla… contra el Betis. El capitán lo miró fijo a los ojos y sentenció: “Recuerda que en esta familia somos todos del Sevilla. Ya sabes cómo tiene que comportarte en el Sánchez Pizjuán”. Dicho y hecho. No movió un músculo cuando Gargallo adelantó al Betis a los once minutos y soportó como pudo los abrazos de su padre y de algunos extraños tras marcar Ríos en su propia portería al intentar despejar un balón al que no llegaba Pepín. 

Peor fue la vuelta a casa, con su padre culpando a Ortiz de Mendibil del empate y recordando las muchas ocasiones que había tenido el Sevilla para ganar el partido. Al día siguiente, por fin, pudo sacar pecho en el colegio e incluso tuvo menos dificultades para formar el equipo en el recreo. Pero el gran día estaba todavía por llegar. Era sábado y estaba toda la familia Olmedo a punto de sentarse a la mesa cuando llamaron a la puerta. Jesús no pudo articular palabra cuando abrió y se dio de bruces con Marcelino, que dejó en el suelo el paquete de pasteles que traía y lo abrazó fuerte, muy fuerte, mientras le decía que había crecido muchísimo, que estaba hecho un hombre. 

El Zaragoza visitaba al Betis y el capitán lo había invitado a comer. Durante el almuerzo hablaron algo de fútbol y mucho de El Ferrol y de Ares, de lo mucho que echaban de menos a los amigos que tenían en común. Jesús, cuando pudo quedarse a solas con Marcelino, le hizo un interrogatorio a fondo sobre Pancho y le contó con tristeza que su padre no le había sacado el carnet del Betis y todavía no conocía Heliópolis. “Capitán, mañana me traes a los niños a la una al hotel Colón para que se vengan conmigo al fútbol”, dijo Marcelino al despedirse. El capitán aceptó a regañadientes y Jesús vio por primera vez el campo del Betis desde el autobús del Zaragoza, sentado al lado de su hermano Juan, que le decía que el del Sevilla era más bonito. Marcelino los tomó de la mano y entraron al estadio junto a Yarza, Cortizo, Benítez, Lapetra… como si formaran parte de la expedición comandada por César, el entrenador. Cuando accedieron al terreno de juego y Jesús tomó conciencia de dónde estaba no pudo contener las lágrimas. 

Marcelino le presentó a los jugadores del Betis, que lo preguntaron por qué lloraba: “Porque soy bético hasta los huesos desde que os vi ganar el Trofeo Concepción Arenal y nunca había estado en nuestro estadio”, respondió mientras su hermano se burlaba de él. Lasa le dijo que fuera a verlo al vestuario después del partido y le regaló un banderín firmado por todo el equipo. Un banderín como el que tenía Pancho en el bar. Lástima que ya no estuviera del Sol. A pesar de que lo habían traspasado al final de la temporada anterior al Real Madrid, continuaba siendo su ídolo. Al llegar a casa colocó el banderín en la pared, junto a su cama, para que fuera siempre lo último que vieran sus ojos antes de dormirse. 

Esa noche recibió otra alegría, la llamada de Pancho, al que le contó todo lo que había vivido y lo mal que lo había pasado cuando Murillo adelantó al Zaragoza. Menos mal que Yanko Daucick, el larguirucho hijo del entrenador, empató en la segunda parte. Eso sí, Marcelino había cumplido su promesa de no marcarle al Betis, que terminaba la temporada sexto, por encima del Sevilla. Se pasó el verano intentando convencer a su padre para que lo hiciera socio del Betis, que ya había comprado el campo en propiedad y le habían puesto el nombre del presidente, Benito Villamaría. Su madre lo ayudó todo lo que pudo, pero el capitán decidió quemar sus naves en un último y desesperado intento por recuperar a su hijo para la causa blanca. 

“Te voy a sacar otra vez el carnet del Sevilla y vas a venir a todos los partidos conmigo. Si al final de la temporada no has cambiado de idea y sigues empeñado en romperme el corazón, hablaremos”. No quería hacerle daño a su padre, pero tenía claro que nada ni nadie podía hacerle cambiar sus pensamientos. Ese pulso lo iba a ganar, seguro. Recortaba del ABC el marcador simultáneo para estar al tanto de lo que hacía el Betis. Vivió con indiferencia el triunfo del Sevilla ante el Athletic de Bilbao en la segunda jornada y sufrió lo indecible en silencio al ver quince días después al Zaragoza de su amigo Marcelino perder por 4-0. 

La prueba de fuego llegaría el 8 de Octubre con la visita del Betis al Sánchez Pizjuán. El Sevilla formaba con Mut, Juan Manuel, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achucarro, Agüero, Mateos, José Luis Areta, Diéguez y Antoniet. El campo se caía cuando aparecieron por el túnel de vestuarios. Al hacerlo el Betis la bronca fue tan grande que Jesús se asustó. Allí estaban Pepín, Lasa, Ríos, Esteban Areta, Bosch, Martín Esperanza, Montaner, Pallarés, Yanko, Senekowitsch y Luis Aragonés. 

Recibían insultos de todos los colores, incluso de señoras muy bien arregladas y de algunos de los amigos del capitán que hasta entonces Jesús había tomado por perfectos caballeros. Cuando Pallarés marcó a los once minutos los exabruptos subieron de tono y alcanzaron a todos los que sintieran en verdiblanco. Jesús no entendía nada. Su padre jamás había dicho esas cosas de los béticos. El capitán le hizo un gesto con las manos para que se tapara los oídos, pero en su cabeza retumbaban palabras llenas de odio. 

Los ánimos se calmaron algo al marcar Bosch en propia meta el gol del empate. En el descanso se fueron a tomar un refresco y el capitán le dijo que no tuviera en cuenta lo que había presenciado, que había personas que se transformaban en el fútbol y que en realidad no pensaban lo que decían. Le aseguró que él había pasado por una experiencia similar en el campo del Betis cuando era pequeño. Le rogó que, pasara lo que pasara en la segunda parte, no abriera la boca. No pudo cumplir los deseos de su progenitor. 

Al marcar Luis Aragonés el 1-2 Jesús empezó a gritar gol como un poseso. No había forma de calmarlo. El capitán tuvo que aguantar todo tipo de improperios de sus vecinos de localidad, pero estalló cuando uno le dijo que le pusiera un bozal al perro bético. Saltó como un gamo tres filas y agarró por el cuello al energúmeno que había llamado perro a su hijo. Si no los separan lo mata. “Sí, mi hijo es bético ¿Pasa algo?” Nadie se atrevió a contestarle al capitán. Luego cogió de la mano a Jesús y se marcharon a pesar de que quedaba todavía casi media hora de partido. Apenas cruzaron dos palabras de vuelta a casa, pero Jesús se sintió muy orgulloso de su padre. Estaba claro que lo quería por encima de todo y que a partir de entonces lo iba a dejar tranquilo. En un bar se enteraron de que el partido había terminado con triunfo del Betis. 

Al llegar a casa el capitán se encerró en su despacho y Jesús le contó a su madre y a sus hermanos lo que había pasado. Hasta Juan, que no había podido ir al partido por estar con gripe, se puso de su parte. Sintió que tenía el apoyo y el respeto de todos, sin distinción de colores, aunque lo cierto es que hacía ya algún tiempo que había logrado captar para la causa verdiblanca a su madre y a dos de sus hermanas, y que en casa ya eran mayoría. Unos días después el capitán llamó a Jesús y le entregó su primer carnet del Betis. Le dijo que se lo había ganado a pulso y que disfrutara todo lo que pudiera pero sin insultar nunca a quienes pensaran de manera diferente tanto en el fútbol como en cualquier otro orden de la vida. 

El domingo pasaron a recogerlo para ir al Betis Jaime, Pedro, Manolo y Enrique, unos chavales del barrio que eran algo mayores que él pero igual de béticos. Ese día le ganó el Betis a la Real Sociedad con dos goles de Ansola y el camino de vuelta a casa andando se hizo muy corto comentando las jugadas con sus amigos. Después vendrían otros muchos domingos de victorias, empates y derrotas vividas en Gol Sur con los suyos. Cumplió su promesa de mandarle a Pancho su primer carnet y ahorró peseta a peseta para renovarlo año tras año. Si no le alcanzaba con los ahorros, allí estaban sus padres para ayudarle. Marcelino dejó de ir por su casa. 

El capitán decía que se le habían subido los humos desde que le metió el gol a Rusia, pero Jesús sabía que no lo hacía porque ya no era su amigo. Había roto su promesa y le había marcado dos goles al Betis en La Romareda. Había perdido un amigo pero había ganado un padre, con el que hablaba mucho, sobre todo de fútbol. Incluso volvió con él al Sánchez Pizjuán. Después de la bronca del 61 el capitán había buscado otra zona del campo para ver los partidos juntos sin que nadie los molestara. El fútbol los mantuvo unidos hasta en esos años difíciles en los que Jesús se fue de casa porque necesitaba buscar su propia identidad. En la Universidad había descubierto que Franco no era tan bueno como decía su padre, pero aprendió a no hablar con él de política. 

Si lo hacían de fútbol se entendían aunque cada uno defendiera lo suyo. Cuando Jesús acabó la carrera y ganó su primer sueldo hizo socio del Betis a su padre. Era la manera de verse todas las semanas, una en Nervión y la otra en Heliópolis, hasta que Carolina, una granadina de mirada tierna y bondad infinita se cruzó en su camino y las visitas al Sánchez Pizjuán se acabaron. Eso sí, al Benito Villamarín no faltaba nunca. Eso quedó claro desde el primer día. 

No le costó mucho que lo aceptara porque Carolina se hizo bética por amor. Sólo le formó la bronca cuando nació su primer hijo, Carlos, al que Jesús hizo socio del Betis antes de inscribirlo en el Registro Civil. Tuvo que salir al quite el capitán para hacerle ver a su nuera que esa batalla la tenía perdida, que él había fracasado a pesar de intentar durante años que Jesús renunciara a esa locura de ser bético por encima de todo. Jesús quería que Pancho fuese el padrino. Nadie mejor que él. Aunque un amago de infarto lo tenía acobardado, se presentó en Sevilla con una medalla de la Macarena para Carlos y una maleta en la que había metido toda su vida de bético grande. Se la entregó a Jesús y le dijo que cuando el niño creciera le enseñara todos esos recuerdos y le hablara de su padrino y del Betis. 

El bueno de Pancho se enfrentó al capitán cuando lo descubrió prendiendo un escudo del Sevilla en el faldón bautismal del niño al salir de la iglesia de san Vicente. “Pancho, tú me robaste a mi hijo, lo hiciste bético contra mi voluntad y debes entender que al menos intente que mi nieto sea sevillista”. “Capitán, es que no te enteras. Jesús nació con ese veneno en el cuerpo y contra ese veneno no hay antídoto. Me limité a reforzar algo que llevaba dentro, como lo lleva ya mi ahijado”. “Contigo no se puede hablar de fútbol, Pancho”. “Si quieres hablamos de política, capitán. Con el final de la dictadura se os acabó el chollo. Ahora el que gana los títulos es el Betis”. “Sí, y también el que se va a Segunda al año siguiente”. Jesús intervino para poner fin a la discusión. “Así es el Betis, papá, así es el Betis. Si fuera de otra forma a lo mejor no lo queríamos tanto. No olvides que nuestro grito de guerra es ¡Viva el Betis manquepierda¡” “Anda, niño, vámonos a comer que como sigamos hablando sois capaces de hacerme bético”.

(relato del periodista sevillano Tomás Furest publicado en el libro "Relatos en verdiblanco" dedicado a diveras historias relacionadas con el Real Betis Balompié. Este libro se publicó en 2007 con motivo del Centenario del equipo bético)

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