A Alfredo Bello
Había levantado la enclenque estantería recostándola nuevamente contra la pared. Estaba agachado en el metro que la separaba del mostrador, cada vez más destartalado, donde seguían en pie y vacías las tres copas que habían servido al rubio ese y a sus dos ocasionales acompañantes. Era en esa parte de la ceremonia, mientras hacía el cuidadoso recuento de lo perdido, separando vidrios y botellas rotas, secando a medias dos paquetes de puerto rico y abriendo un tercero con el tabaco empapado en grappa, cuando lo asaltaba el impulso de fijar la estantería a la pared con dos clavos largos, suprimiendo definitivamente las condiciones del ritual de su resurrección. Él sabía que todo sería irrepetible si no seguía suelta, y dejaba que ese impulso se alejase poco a poco, junto con las risas del rubio ese y sus amigos en la puerta del bolichito, mientras se iba sumiendo lentamente en la tumba de su cotidianidad. Un tiempo muerto, indefinido, en el que Casella despachaba sombras acodadas que de vez en vez llegaban a mitigar, masticando sorbos, el tedio de la tarde.
Muy espaciadamente recibía la visita de los agentes viajeros que reponían en la estantería los vacíos de sus menguadas ventas.
Casella no esperaba nada ni a nadie, pero no podía reprimir aquel rumor que sentía en el estómago y en las piernas cuando el rubio ese de carrau, siempre con renovados acólitos, emergía del polvo de la calle, para, una vez salvado los gestos formales, instalarse en el ámbito que reiniciaba los actos y discursos de su extraño sacerdocio.
Era siempre en la tercera vuelta cuando el rubio ese, recostándose de lado al mostrador, dejando a su espalda la foto enmarcada que colgaba triste en la pared del bolichito, levantaba la copa de paredes gruesas y culo espeso y mirando el infinito a través del vidrio y de la grappa preguntaba:
- ¿Usté estuvo en Montevideo...no...?
- Si... hace años... - contestaba Casella, sabiendo que el tiempo le daba, apenas, para llegar en el veinte por la bajada de Carlos María Ramírez, el motorman sembrando arena en las vías para sofrenar aquel bólido bamboleante que se detenía chirriando a pocos metros del puente del Pantanoso, que abriéndose morosamente , daba paso a las chatas que entraban a las aguas espesas de la bahía; o para caminar por Suiza, antes del sol, la gorra hasta las orejas y el cuello de la campera levantado, saludando a los que se iban descolgando de aquellas calles empinadas, todos rumbo a las chimeneas del suif, que quemaban sin parar turno tras turno; o para trepar por la cuesta de Viacaba con el mate, el termo y los amigos, bajo la sombra de los paraísos, adueñándose, desde arriba, de la ciudad que se perdía, verde y gris, hacia el este.
Hasta que el rubio ese bajaba el cáliz, lo apoyaba en el mostrador y mirándolo a los ojos le inquiría:
- ¿Usté jugó al fútbol... no...?- Casella con una sonrisa atisbada, giraba un poco la cabeza y sin levantar las manos del mostrador, con un gesto de la pera decía: - Sí ... en Rampla... - señalando aquel cuadrito en la pared, el rojo y el verde pintados a mano sobre la foto gris, mientras rompía la pose para los fotógrafos y se iban a pelotear al arco de abajo; gringos, rusos y canarios, que venían del frío del nacional, de la sangre de la playa de matanza del Artigas o de aguantar remaches en el varadero. Y Casella, de batrasado se apoderaba del área, mientras atrás del mostrador sentía los tobillos firmes, le desaparecía aquel dolor en la cadera, la sangre trepándose a la cabeza, regándole el cuerpo con una leve excitación; momento en que el rubio ese, girando la grappa entre los dedos todavía con un fondito, mirando el cuadro le decía:
- ¿Y llegó a jugar en el Estadio?
-Sí... contra Nacional... - Casella ya en el túnel, y entraba corriendo hacia el medio a saludar, mirando nada, y apenas respiraba cuando entró Nacional y después, cuando aquella tromba de bigotes le metió el codo en los riñones en el primer centro.
-Yo marqué a Atilio... - agregaba Casella apretando los dientes, los puños cerrados, los ojos desorbitados, detrás del mostrador esperaba el centro bien plantado y saltaba y cabeceaba otra vez y la ventaba lejos de boleo y entonces toda la Villa lo conocía, todos lo saludaban, y se juntaban seis o siete y a las carcajadas en dos taxis, bordeaban la bahía hasta el bajo, y cerraban el mulín o el ancla y ya de vuelta amanecían en los ranchos de la playa... y el rubio ese, con el último buche de grappa, clavaba, también, su última estocada:
-¿Y... cuántos goles hizo Atilio...?
-Ninguno... empatamos cero a cero... - contesta Casella, que le ganó por alto toda la tarde, hasta que sobre el final, Atilio recibe al borde del área una pelota rastrera y de empeine se la levanta por arriba del moño, y Casella la huele al pasar, y el estadio casi se viene abajo, y se viene abajo nomás cuando, con Atilio ya en su espalda, se apoya en la zurda y estirando hacia atrás la derecha detrás del mostrador, -la saqué de taco- dice Casella, en la plenitud de su vida recobrada, en el vértice de su gloria rediviva, enganchando la estantería que se le viene encima con un estrépito de botellas y el Cerro se va ensombreciendo, el suif se recorta como un fantasma gigante y solitario contra el gris del cielo, las aguas de la bahía van pudriendo las embarcaciones en el varadero callado y quieto, y el rubio ese explota en risotadas que festejan la culminación de la ceremonia, mientras Casella levanta la estantería y se agacha detrás del mostrador, sintiendo, una vez más, aquel impulso de fijarla con dos clavos largos...
(Cuento incluido en el libro "Mientras voy cayendo" (Orbe, Montevideo, 2006)
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