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El gladiador tranquilo


Los necaxistas nos hemos doctorado en frustraciones. Durante 57 años el equipo no ganó la liga, ha desaparecido dos veces del primer circuito y no ha encontrado su tierra prometida. La diáspora se anunció en el nombre mismo de Necaxa, pueblo inundado para producir electricidad, continuó en el ciudad de México (donde encontró apropiado lugar en entrenamiento en el Club Israelita) y ahora despacha en Aguascalientes, esa Patagonia tan alejada del Azteca.

En los noventa el Necaxa conquistó trofeos con una constancia un tanto vulgar para el estoico gusto de sus viejos seguidores. Sin embargo, en los años de gloria su alineación fue tan inestable como la de Deep Purple. En sentido estricto, la década de oro le perteneció a Alex Aguinaga. En una liga donde cada vez es más difícil que un jugador se identifique con un club, el ecuatoriano demostró que los prodigios pueden ser duraderos y sólo dijo adiós en 2003, a los 35 años.

Aguinaga tuvo la inasible condición del crack. Sus ojos de insomne y su boca abierta daban la equívoca impresión de que se había cansado; sin embargo, aparecía en cualquier sitio donde la pelota pudiera volverse interesante. Jugó con el número 7 de los viejos extremos derechos, pero fue un 10 natural.

No entraba al partido a defender pero se barría para recuperar balones de acceso restringido. No era un volante retrasado pero filtraba pases de treinta metros. Nadie lo confundió con centro delantero pero resolvió rompecabezas de área chica. En cada situación era más de lo que debía ser.

Aguinaga descifró el juego en el terreno entero y deambuló por la poblada media cancha con entusiasmo de escapista. Rara vez jugaba de primera intención porque el fútbol impulsivo no es lo suyo, pero jamás dormía el esférico. En el fragor de la trifulca, demostró las virtudes épicas de la serenidad; inventaba pausas, hacía pensar que los que corren sin freno no saben lo que hacen. Un jugador mental cuyo atletismo es la concentración.

Durante más de diez años ejerció la maravilla de los tres toques, que generalmente salían así: controlaba una pelota descompuesta, la arreglaba con un amague distractor y le encontraba un destino lujoso.

Entre los muchos goles que anotó y celebraba apoyándose en el banderín de córner, escojo el que le anotó al Cruz Azul y permitió que el Necaxa volviera al título de Liga luego de una espera de 57 años. Como tantas de sus proezas, ésta pareció ocurrir en cámara lenta. Recibió un balón que se prestaba para un tiro cruzado. Todos los ojos del Estadio Azteca vieron el rincón del peligro evidente. Todos menos los de Alex Aguinaga. Genio de lo imprevisto, el grande del Necaxa tocó con suavidad a un sitio ajeno a la obvia geometría pero no a la imaginación.

Aguinaga tenía el temple de los capitanes que saben motivar sin apremios excesivos y se ganan el respeto de los contrarios y los árbitros adictos a sacar tarjetas. Ante el triunfo, fue como Bobby Moore en la final de Wembley 66: se limpiaba las manos en la camiseta antes de alzar un trofeo.

He escrito de Aguinaga en pasado, no porque sus facultades se hayan extinguido sino porque su nombre ya se inscribe en la leyenda. Llegó a un club que no tenía títulos recientes ni seguidores a la vista, con la cola de caballo y las ojeras de alguien que se desvela en favor del rock. Aunque ya el ecuatoriano Italo Estupiñán había coronado al Toluca, venía de una nación sin gran pedigrí en México. Sus credenciales decían poco del hombre que durante más de diez años se hizo el improbable. Su vida seguirá en otros estadios. Su tranquila manera de ganar batallas se queda en el Azteca.

(texto del escritor mexicano Juan Villoro, tomado de la web del Club Necaxa)

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