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El hombre que espera (Alberto Fabián Montagna - Argentina)


Aquel domingo, Juan Carlos, se levantó más temprano que de costumbre.

En la casa todos dormían aún. Salió sin hacer ruido de la habitación y se dirigió al baño.

Entró, prendió la luz y se puso a orinar, después se lavó la cara. Ya un poco más despabilado, preparó las cosas para afeitarse. Se arregló prolijamente el bigote, cuando acabó, limpió con esmero los elementos y los guardó nuevamente en el último cajón. Posteriormente se desnudo frente al espejo. Primero se sacó la camiseta de River con la que hacía años dormía, luego el calzoncillo. Cuando ya estaba completamente desnudo, miró su imagen reflejada en el espejo, en su pubis descubrió un vello de otro color al resto, le llamó la atención que allí estuviera, pero no le prestó mayor atención.

De manera que abrió la ducha y se introdujo en la bañera. El agua tibia cayó sobre su cuerpo, lo relajó. Lo necesitaba. Estaba un poco ansioso y la ducha lo tranquilizaba. Habrá estado bajo el agua unos quince minutos, pero al él le pareció una eternidad. Cerró la canilla y se secó con esmero la cabeza, la espalda las piernas y los pies, mientras lo hacía se acordó del vello encontrado hacía un rato. Se volvió a mirar en el espejo, estuvo a punto de arrancárselo, pero desistió de la idea, después de todo no se notaba tanto.

Se puso desodorante en las axilas y talco en los pies. Peinó sus cabellos con la raya al medio como hacía años. Se vistió lentamente. Había elegido la ropa la noche anterior. Cuando estuvo listo, abrió la puerta tratando de no hacer ruido y se dirigió a la cocina. Allí, Rosa, ya había preparado el desayuno. La saludó con un beso en la mejilla y le musitó algo al oído.

Ella lo miró y sonrió.

Luego se sentó a la mesa mientras ella ponía una taza con café con leche y tostadas delante.

-Dulce de leche y manteca, le preguntó Rosa.

-No, solo manteca, le respondió él.

Luego le alcanzó el diario y se fue a preparar el desayuno para el resto de los habitantes de la casa, que en cualquier momento se levantarían.

Él tomó el desayuno en silencio mientras leía la parte de deportes. Se aseguró del horario del partido: A las cinco.

Ricardo quedó que pasaría a buscarlo para ir juntos a la cancha. Faltaba tanto.

Releyó la formación. Otra vez habían puesto a ese pibe que jugaba de nueve. A él no lo convencía, pero a la gente le gustaba y el pendejo hacía goles.

Luego de leer la parte de deportes, leyó el horóscopo, en sorpresa le decía: Un día muy especial. Y claro que lo sería pensó.

Cuando terminó el desayuno, juntó la taza, y el plato con tostadas y lo llevó a la mesada, guardó la manteca en la heladera y se fue para el living con el diario.

Se sentó en el sillón y leyó lo que le faltaba del diario. Luego prendió el televisor, el Napoli del Diego jugaba contra el Milán y lo quería ver. Un poco por eso y otro porque quería que el tiempo pasara rápido y que de una buena vez llegara el momento de que Ricardo lo fuese a buscar. Hacía tiempo que no iban a la cancha juntos y hoy, después de tanto, al fin lo harían.

El resto de los habitantes de la casa se levantaron y al igual que él fueron a desayunar. Rosa con esmero les fue sirviendo a medida que llegaban a la cocina.

Ángel, cuando finalizó el desayuno, se fue a sentar al living a mirar el partido con él. Mientras, en la cocina, las mujeres ayudaban a Rosa a preparar el almuerzo.

Como todos los domingos comerían ravioles, ya era un clásico y a todos les gustaba el tuco que Rosa preparaba.

El Napoli, con una extraordinaria actuación del Diego, le ganó al Milán 4 a 0.

Lástima que el Diego era bostero, que lindo sería verlo con la de River, pensó Juan Carlos.

A la una en punto todos estaban ubicados para almorzar. Él comió despacio, pero mirando el reloj, ya se acercaba la hora y su ansiedad aumentaba.

Cuando terminaron el postre y el café sonó el teléfono.

Rosa fue la que atendió:
-Geriátrico “La casona”, ¿quién habla?

Desde el otro lado de la línea una voz de hombre pidió por Juan Carlos.

-Ya lo llamo, un segundito, le respondió Rosa.

-Juan Carlos, gritó Rosa desde el living, teléfono.

-¿Quién es?, preguntó él desde la cocina.

-No sé, no le pregunté, pero me parece que es su hijo.

-Hola, ¿Ricardo, sos vos?

-Sí papá, soy yo Ricardo.

Luego de unos minutos, Juan Carlos volvió a la cocina, una lágrima le rodaba por la mejilla.

Les pidió disculpa a todos y se fue a su habitación.

-Otra vez lo dejó cambiado y sin salir, comentó Ángel a los demás, cuando Juan Carlos ya se había retirado.

-Nunca tienen tiempo para nosotros, comentó Norma, mientras ayudaba a Rosa a lavar los platos.

-¿Jugamos un partidito de chinchón?, preguntó Ángel a los que todavía estaban sentados a la mesa.

-Yo me prendo, le contestó Norma secando un plato.

Mientras tanto, Juan Carlos, se desvestía en su habitación, colgó el saco, los pantalones, la camisa y la corbata en el roperito. Puso los zapatos debajo de la cama. Buscó la camiseta de River y se la puso. Se acostó y prendió la “Spica”.

La voz de Costa Febre les daba la bienvenida a todos los hinchas de River y anhelaba un gran triunfo del “Millonario”.

Con la radio de fondo, se quedó medio dormido. Recordó cuando él era jugador, sus tardes de gloria, junto con los otros integrantes de “La Máquina”

Un rato más tarde, cuando se estaba quedando dormido, la voz del relator lo sacó de ese sopor: Goooool de River.

El pendejo, ese que jugaba de nueve y que a él no le gustaba, le daba el triunfo, nuevamente, en el último minuto.

Besó la camiseta y ahora sí se durmió.

Tal vez el próximo domingo o el siguiente, Ricardo, su hijo, tendría tiempo y juntos irían a la cancha.

(mi agradecimiento a Alberto por permitirme publicar este cuento)

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Son otras las cosas que dañan la imagen de Nápoles y de los napolitanos. Déjenlo tranquilo a Maradona: él es grande y eso nos basta.

(SEBASTIANO MAFFETTONE, "L'Unitá", 30 de Octubre de 1990, en el día del cumpleaños número treinta del astro argentino)

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Queridos hinchas napolitanos, les debo una explicación. Algunos dicen que de ustedes me importa muy poco. ¡Mentiras! La verdad es que de ustedes no me importa nada.

(LUIGI COMPAGNONE, "Carta (apócrifa) de Diego Maradona", La Gazzetta dello Sport, 14 de Agosto de 1989)

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Fragmentos (Francesco Castiglione - Italia)


Siempre fui hincha del Napoli.

Mis primeros recuerdos son los del papel impreso. Eran años en que la televisión todavía estaba en casa de pocos, y de todos modos no en mi propia casa. Reacio a otorgar la menor confianza a las ponderadas admoniciones de mi padre, me asomé al fútbol con el entusiasmo y el ímpetu de los años juveniles.

El ritual era más o menos el mismo. Después de las "extraordinarias" empresas de precampeonato, que nuestros diarios ciudadanos publicitaban oportunamente como un seguro presagio de que ese año el Nápoli era el esperado equipazo que haría grandes destrozos, se proveía a la fatídica sustitución una suerte de catarsis del joven hincha.

La hermosa fotografía del nuevo equipo tomaba el lugar de aquella ahora ya vieja y amarillenta, la de los tontos del año anterior. Esos rostros nuevos, esos lomos voluminosos y brillantes, las miradas mucho más asesinas que las de los borrachos de la pasada temporada eran la anunciación de empresas gloriosas. Llegaba después, finalmente, el primer domingo al que habrían de seguir todos los otros de la Resurrección.

Emocionado, como si fuera yo el que debutaba, el oído alerta a escuchar los resultados de los primeros tiempos, una aflicción creciente a medida que la robusta voz de nuestra radio de válvulas avanzaba según un riguroso orden alfabético: "En Milán: Inter 2-Bologna 0, en Roma: Lazio 1-Atalanta 0; en Nápoles (a esta altura hasta el año se contraía): Nápoli 1... Juventus 3".

Las cosas no cambiaron con el transistor ni con la televisión, ni con la frecuentación de las tribunas. Recuerdo una transmisión radiofónica dominical, que comentaba irónicamente los habituales problemas de nuestra ciudad, con una constante que tenía este pequeño motivo: "Es siempre lo mismo, no hay nada que hacer, es siempre lo mismo, y seguimos viviendo".

Y se volvió también el ritornello de los hinchas. Parecía que el Napoli tuviera todo: estaba el gran estadio, estaba el magnífico público, el A. C. Napoli se había transformado también en la S. S. C. Nápoli (rimbombante mutación a la cual -no se sabe por qué- se unió el signo de una segura inversión en la tendencia); todos los años llegaban los campeones que solamente algunos años antes -con casacas casi siempre de franjas verticales- nos habían flagelado, pero nada cambiaba. Jamás.

Parecía que el Asno tuviera el extraordinario poder de patear a sus propios adeptos.

Más o menos alrededor de los veinte años, también nosotros ex jovencitos no?, habíamos alineado con nuestros viejos, habíamos alcanzado su misma madurez futbolística: el escepticismo.

Existía la certeza -casi siempre no revelada, pero bien esculpida dentro de cada uno de nosotros- de que la Juve o el Milán o el Inter, que desde siempre nos habían mortificado, fatalmente seguirían haciéndolo, y siempre serían más poderosos que nosotros. Una década de desilusiones había signado nuestra pasión, imprimiéndole el estigma amargo de la derrota.

Relegada la conquista del scudetto a esa parte profunda del corazón donde reside la tropa abigarrada de nuestros deseos inalcanzables, ya no se daban tampoco las ganas de comprender, de preguntarse por qué este maldito equipo no funcionaba nunca. Se invocaba al Destino, o a la mala suerte, como diría años más tarde Ramón Díaz: ‘a ciorta’, como decimos nosotros. Así como había destinado que en Nápoles estuviera el Vesubio, evidentemente en virtud de los mismos inescrutables motivos, el Padre Eterno había decidido negar el éxito futbolístico a la Ciudad.

Atribuida a las esferas ultraterrenas la responsabilidad de las desventuras del ensamble azul, fue natural, ante todo en los momentos más negros, que la hinchada confiara a enérgicas intervenciones de San Gennaro, patrono al cual hasta ahora nadie se atreve a negar, el mérito de éxitos aislados del equipo, no por casualidad definidos como milagros.

El escepticismo no recibió siquiera un rasguño por la llegada de Sívori y Altafini, de Nielsen, de Sormani, de Hamrin, de Clerici, de Savoldi, de Krol, de Dirceu; a lo sumo, con los años, salió todavía más reforzada la convicción de la absoluta inalcanzabilidad de la meta del Scudetto.

El escepticismo no fue tampoco afectado por la llegada de Diego. La acogida triunfal -en la que seguramente encontraba lugar también la naturaleza curiosa, festiva y hospital de la gente napolitana- fue dictada más que nada por el deseo del público de presentarse al campeón, casi como para tranquilizarlo sobre la sabiduría de su decisión de imponerle al Barcelona su quiero irme. Pero realmente nadie pensó que aquella sociedad habría de quebrar la fuerza del destino.

Después Diego nos encantó. Entrenado o con el aliento corto, gordo o flaco, llegado apenas de vía Orazio o de Buenos Aires, contra los arbitrajes y contra las más vulgares agresiones periodísticas, Diego vencía. Diego rompía los encantamientos. Diego hizo verdad el sueño. Diego era indispensable.

Cuando, precedido por el habitual cancán semanal, llegaba el domingo pleno de dudas, no había quien, dirigiéndose al estadio, no tuviera necesidad de aquel reaseguro: “Pero Diego, ¿está?”, era la pregunta que aleteaba, antes de que los megáfonos, confirmando que el 10 -como siempre- era de Diego, nos permitieran arrojar el aliento suspendido y conquistar la certeza de no haber ofendido al estofado anteponiéndole el estadio.

Todos querían ver a Diego. El Inter, el Milan, la Juve, a veces llenaban y llenaban los estadios, pero la gente no va al estadio solamente para asistir a las atléticas prestaciones de Matthaeus, de Van Basten o de Schillaci. En cualquier lugar donde jugara el Nápoli, independientemente de lo que se ponía en juego, de los intereses de la tabla o de las rivalidades históricas, el todo-agotado estaba en cambio garantizado por una sola presencia: estaba Maradona, y hasta el más insípido amistoso se volvía una ocasión que era mejor no perder.

A los napolitanos los vicios de Maradona no les disgustaban. La indolencia matutina, la resistencia a las férreas reglas de cuartel, aquella vestimenta absurda, el aro en el lóbulo de la oreja, las trasnochadas en los night, usos y abusos, su disolución en suma, que tanto indignaba al periodismo pacato, ese su ser semejante solamente a sí mismo que es típico del fuera de serie, del caballo de raza, exaltaban hasta la leyenda sus empresas dominicales; cuanto más disoluta había sido la semana, tanto más sus goles valían el doble, y mayor era la satisfacción de ver burlados a los perfectos atletas, a las sociedades-modelo, a las S.p.A. del fútbol.

Para los Agnelli y los Berlusconi eran mucho más que derrotas, eran precipitarse en el ridículo. Para los hinchas napolitanos -todavía muy inclinados a ver en el fútbol el sentido del juego- era la ocasión para ejercitar una de sus actividades predilectas: lo sfottó (lo jodió). Una suerte de colectivo y gigantesco pedo con la boca -el de Eduardo, Don Ersilio Miccio del Oro de Nápoles, para entendernos- simbólicamente se elevaba desde Fuorigrotta a cada proeza de aquel zurdo maligno y divino.

Los napolitanos no son el pueblo alegre y descuidado que se tiende a proponer muy a menudo, aun hoy. Su cultura es densa de melancolía, invadida por un profundo sentido del límite, de la provisionalidad, del final. Acaso también por ello muchos de nosotros, en estos sin embargo increíbles años, no han podido liberarse de la obsesión del "después".

¿Qué hubiera sucedido cuando viéramos cómo aquella inconfundible cabeza desaparecía por última vez hacia abajo por las escaleras del vestuario? ¿Le hubiéramos preparado una fiesta de despedida tan grandiosa como había sido bien venido, o qué otra cosa? ¿Hubiéramos tenido el deseo de volver al estadio sin él? ¿Y para ver qué? ¿Y a quién?

Es cierto que los rieles del destino suelen correr a lo largo de recorridos imprevisibles. Nadie hubiera podido imaginar que lo vería por última vez, sin saber que era "la última vez". Se ha ido en silencio, sin un gracias, sin un apretón de manos, y ni siquiera una bandera azul que le dijera adiós.

Después de los Idus de Marzo, se ha desencadenado la Restauración. Los órganos de información pacata -aquellos que lo usaban para vender del lunes al sábado, pero a los que él, los domingos, hacía callar- han recibido las órdenes de la escudería: después del jugador, borrar también su modo destructivo de ser vencedor, destruir el símbolo, retornar a la "normalidad", devolver a los banderines el estilo Juventus.

De aquel adiós que no se dijo y de la furia provocada por las infamias y las mentiras propinadas a diestra y siniestra ha nacido en mí y en los otros amigos de "La calidad no es poca cosa" el deseo insuprimible de organizar el Te Diegum: una jornada de reconocido agradecimiento a quien nos resarcía de nuestras trescientas mil liras por año ofreciéndonos todos los domingos la ebriedad de un espectáculo de categoría absoluta.

Hoy he sentido la fuerza, no las ganas, de volver al estadio: ha sido como asistir a las vulgares exhibiciones de Jovanotti después de escuchar una suntuosa sinfonía de Mozart.

Escribe Gastón Bachelard: “Es necesario ir hacia... donde la razón quiere estar en peligro”. Y entonces, yo vuelvo a esperar realmente que Él vuelva.

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