El fotógrafo serpenteó el paseo marítimo entre el rugir acompasado de las olas y las caricias del viento y llegó a un estadio entre un aroma de eucaliptos. Franqueó la puerta de prensa y recogió la acreditación. Se enfundó un peto entre un bullicio de gente con prisas, trípodes que parecían andar solos, luces de flashes dispuestas a iluminar un nuevo milagro y voces de saludos efusivos.
Fue engullido por largos y estrechos pasillos hasta salir al túnel de vestuarios. Subió los peldaños que accedían a la cancha mientras aumentaba el número de pulsaciones de su corazón. Abrió un sobre con una misión que le había sido asignada. Leyó su contenido y no movió ningún músculo. Había sido enviado allí para hacer un reportaje difícil: el arte en el campo más antiguo del fútbol profesional en España.
Lanzó unas primeras fotografías y recorrió las bandas cabizbajo para estudiar las posibilidades del campo. Pensaba que aquello era imposible. Vio cómo las diferentes personas que forman parte del espectáculo iban tomando posiciones. Se situó tras la portería del fondo norte. Se sentó en el suelo y preparó el equipo. Hizo más instantáneas durante el primer cuarto de hora de la primera parte.
En un mal paso, el fotógrafo resbaló y cayó al suelo. Temió haber roto la cámara y rápidamente comprobó que conservaba las fotos lanzadas. Descubrió que el brazo izquierdo de la estatua de la mujer le hacía un gesto para que cerrara los ojos. Por un instante todo se detuvo y se llenó de magia. Al volver a abrirlos muy lentamente, en un contrafundido, la cancha había tomado otro aspecto al haber sido conectada la luz artificial. Aparecía un nuevo mundo de colores y contrastes que le hizo sentarse en los fosos, subir a las gradas, tirarse en plancha a ras de suelo, colocar la cámara detrás de las porterías...
Ante la cámara digital El Molinón era ahora un museo especial y el partido un encuentro romántico con las bellas artes. Era el cuadro de una playa donde el rojo y el blanco iluminaban de ilusión un césped de colores verde y azul y la arena gris de las gradas mientras las gaviotas sobrevolaban en círculos.
Captaba estatuas fluidas. Fijaba paradas, remates, regates, fintas... mientras los jugadores y el partido seguían en su imparable discurrir. Detenía en el tiempo infantiles sonrisas ilusionadas, bocas abiertas y miradas de agua que ya no correspondían a escolares sino a futuros atletas.
Disfrutaba de la percusión de silbidos y palmas, de la sinfonía del picar de la pelota, de los ruidos contrapuestos de arrastres de botas, gritos de entrenadores o relatos periodísticos apasionados hasta estallar al unísono en una ola de fantasía envuelta en rugidos de ges, cimbreos de oes alargadas y eles en cascada cuando marcó el Sporting.
Notaba la gimnasia de las palabras en busca de expresiones populares, de esfuerzos de imaginación para conseguir una alquimia de los estados de ánimo. Estaba ante un juego de ingenio y de creación literaria para narrar la lucha por hacer realidad los sueños, para cantar que lo mejor está siempre por ser conquistado.
Gracias a aquella intervención de la estatua descubrió la arquitectura apacible del estadio y su capacidad para esparcir felicidad y crear nuevos sentidos. Comprendió que el fútbol es un bello arte en movimiento en el que los zapatos de la fantasía rematan desde la grada, los corazones unidos realizan parábolas junto al balón, los sentimientos corren la banda para buscar un contagioso estado de euforia y gratitud, las emociones hacen paredes de color esperanza para salvar tiempos de necesidad.
Posteriormente, cubrió el bullicio de la rueda de prensa entre crónicas realizadas al vuelo, relatos por teléfonos móviles, noticias rápidas saliendo con urgencia para diseminarse desde Internet, más fotos, imágenes de televisión... El fotógrafo entregó el peto y recogió el material. Salió feliz del estadio entre una riada de gentes porque ya tenía el reportaje de la misión que le había sido encomendada.
Volvió a pasar entre los eucaliptos, a ser abrazado por el viento. Se acercó a la estatua que le había sugerido ese punto de vista tras su caída. Con ternura, rodeó su cuello con una bufanda rojiblanca, agarró su mano izquierda y besó con suavidad sus labios de bronce. Un tintineo de lágrimas era su agradecimiento por abrigarle el corazón en aquella misión. Aquel lugar se convirtió para el fotógrafo en un puerto del que zarpar con nuevas energías.