Yo creo que mi primera afición deportiva, asumida como pasión, como auténtica pasión desordenada, fue el fútbol. Antes aprendí a nadar, a montar en bicicleta y, como se ha visto, acompañaba a mi padre de morralero en sus excursiones cinegéticas, pero ni la natación, ni la bicicleta, ni la caza tiraron de mí con la fuerza con que lo hizo el fútbol a los ocho o nueve años.
Un fútbol en principio teórico, periodístico, de resultados y clasificaciones; un poco lo que fue el ciclismo hasta que la televisión nos acercó las imágenes de los routiers y pudimos admirar su esfuerzo. Y ¿cómo nació esta pasión tan grande en una criatura tan pequeña? Yo sospecho que estas pasiones infantiles brotan, en principio, de un amor desmedido por la patria chica, hacia los que estima sus representantes, y una gratuita actitud de hostilidad hacia el forastero. Una especie de xenofobia pueblerina nos poseía a los párvulos del primer tercio de siglo. Esto quiere decir que yo fui hincha antes que aficionado. Anteponía al espectáculo el triunfo de mi equipo, el Real Valladolid Deportivo. Y hasta tal punto vivía sus peripecias de corazón que, de muy niño, hacía solemnes promesas al Todopoderoso si el Real Valladolid salía victorioso en Las Gaunas o El Infierniño. En cambio, cuando jugaba en casa, me parecía que bastaban mi aplauso y mis voces de aliento para triunfar y no iba con embajadas al Todopoderoso. Pero mi pasión futbolística no se detuvo ahí. El Real Valladolid era un equipo modesto de tercera división, y mi afición desbordada no respetó estos límites y se extendió a las divisiones superiores. No creo haber sido nunca un memorión (...). En cambio, de mis conocimientos futbolísticos todavía quedan vestigios cincuenta y cinco años después. Hubo un tiempo en que yo recitaba al dedillo las alineaciones de los equipos de primera, segunda y tercera división. Conocía el nombre de sus campos, de sus entrenadores, de los jugadores reservas e, incluso, recordaba perfectamente los resultados de los encuentros jugados durante las tres últimas temporadas en las tres divisiones españolas. Esto demuestra las posibilidades de un niño de diez años cuando pone empeño en un asunto, pero mis facultades dejarán de admirar a nadie, si añado que mis hermanos José Ramón y Federico, varios años menores que yo, eran capaces de los mismos alardes de memoria.
Antes de empezar a frecuentar el fútbol como espectáculo, nos recuerdo a los tres las tardes de los domingos yendo a ver los resultados de los partidos a Casa Baticón, en los soportales de Cebadería, en la Plaza Mayor. Nos bastaba un vistazo a la pizarra para retener las cifras.
Luego regresábamos comentando las sorpresas de la jornada y, de nuevo en casa, nos entreteníamos preguntándonos uno a otro los tanteos de esos mismos resultados en las dos temporadas anteriores, con la particularidad de que en rarísimas ocasiones fallábamos la respuesta. Es claro que si yo hubiese puesto la mitad del interés que puse en el fútbol en la química o las matemáticas, otro gallo me hubiera cantado, pero no fue así. A mí lo que me exaltaba era el fútbol y ávido de darle una categoría científica, inventé la primera teoría, que formulé con terminología de ley en 1932: el equipo que después de perder en casa visita a otro que viene de ganar fuera, si no se alza con el triunfo sumará al menos uno de los dos puntos en litigio. Consideraba esta ley fruto de la observación, como todas las grandes leyes científicas que rigen la vida y el universo, y me jactaba de ella. El fútbol era una cosa muy seria puesto que admitía su vertebración en leyes. Y como esta formulación encerraba buena parte de verdad, en el colegio me dio nombradía y, diez años más tarde, el cronista deportivo de El Norte de Castilla, al hacer los pronósticos del sábado mencionaba la Ley Delibes como un físico mencionaría a Newton al hablar de la gravitación universal (...).
Los años no me enfriaban. Me empezó a enfriar el hecho de ver a mi alrededor hinchas tan fanáticos como yo lo había sido en el antiguo campo aunque de más edad. Y ya, definitivamente, dejé de asistir al fútbol como espectáculo al aire libre, el día que se decidió que los espectadores, o los futbolistas, o los árbitros o quizá todos deberíamos estar enjaulados como reclusos para evitar agresiones. No obstante, el veneno queda. Y hoy día, cada vez que se anuncia un partido por televisión, procuro resolver mis asuntos para tener libres las dos horas de transmisión. Y hasta tal punto me he habituado a ver el fútbol en pantalla, que el par de veces que me he acercado después a un estadio no me he enterado de nada; en la pradera hay demasiada gente, se mueven todos a la vez, los goles me pillan de sorpresa y cuando espero la repetición desde otro ángulo y ésta no llega, me pongo de mal humor.
(tomados del libro ”Mi vida al aire libre, memorias deportivas de un hombre sedentario")
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