Cuando recogió el balón, Djukic se acordó de lo que su mujer le había dicho aquella tarde; parecía como si se lo hubiese profetizado. Si acaso, le había dicho Ceca, no se te ocurra tirar un penalty.
Como cada domingo, Ceca estaba más preocupada que él. A decir verdad, él nunca se ponía nervioso, al menos no especialmente {sobre todo si se comparaba con algunos compañeros); era ella la que se ponía nerviosa por él, a veces desde varios días antes. Pero, aquel día, su equipo, el Deportivo de La Coruña, en el que jugaba por tercer año consecutivo tras su marcha del fútbol yugoslavo, se enfrentaba al partido más importante de toda su historia: se jugaba a una carta la Liga que durante toda la temporada había tenido en la mano.
Hasta seis puntos habían llegado a sacarle de ventaja al Barcelona, su perseguidor más inmediato, ventaja que habían ido perdiendo, sin embargo, en los últimos partidos, sin duda por la presión, hasta el extremo de llegar a la última jornada igualados a puntos al frente de la tabla; aunque al Depor le bastaba con ganar: a igualdad de puntos, le daría el título -el primero de su historia- su mejor gol average particular. Por eso, aquella semana, los jugadores del Deportivo, Djukic incluido, la habían vivido en medio de una gran tensión y, por eso, aquella tarde, cuando su mujer le llamó, como todos los días de partido, al hotel de concentración para desearle suerte, le dijo muy preocupada: si acaso, no se te ocurra tirar un penalty.
Cuando Ceca se lo dijo, Djukic -lo recordaba ahora- se había echado a reír. Le había hecho tanta gracia la cariñosa advertencia de Ceca, siempre tan temerosa, siempre tan preocupada por él, que se había echado a reír como hacía cuando su madre le decía de pequeño, allá, en Stitar (qué lejos estaba ahora), que no tirase muy fuerte no fuese a hacerle daño al portero.
Cuando Ceca le dijo lo del penalty, él ni siquiera había pensado en aquella posibilidad y, además, Djukic sabía que, en el caso de que se produjera (cosa bastante improbable teniendo en cuenta las circunstancias de aquel partido), el encargado de tirarlo, era Donato. El sólo tendría que hacerlo en el supuesto también bastante improbable de que Donato no estuviese en condiciones o en el campo (hasta el partido anterior, cuando Bebeto falló su segunda pena máxima en un mes, incluso habría sido el tercero, después de los dos brasileños, en el orden de los lanzadores).
Fue lo primero en lo que pensó cuando, a falta de un minuto para el final del partido y con el marcador a cero, el árbitro pitó penalty. Hacía dos minutos que en Barcelona había acabado el partido (con victoria del Barcelona) y, en ese instante, éste era el campeón de Liga. En Riazor, entre tanto, el partido había ido transcurriendo sin que el Coruña, hecho un manojo de nervios, fuese capaz de batir la portería Valencia que, por lo que se entregaban y corrían sus jugadores, que no se jugaban nada en aquel partido, estaba claro que había venido primado, y los presentimientos peores de las vísperas estaban a punto de consumarse. Lo que los más pesimistas habían augurado: que el Deportivo no tenía mentalidad de campeón, que al final le podría la presión, que La Coruña y toda Galicia sufrirían la peor decepción de su historia deportiva, etcétera, se estaba cumpliendo.
El Barcelona era ya el campeón de Liga. Quedaba sólo un minuto -más lo que añadiese el árbitro- para que se produjese el milagro y se produjo. Llegó el milagro cuando ya nadie en el campo ni en las gradas lo esperaba; en el campo, porque, los jugadores del Deportivo, aunque seguían intentándolo, ya apenas tenían fuerzas para correr (alguno, incluso, como Bebeto, renqueaba por el césped con calambres en las piernas) y, en las gradas, porque los aficionados, al principio tan bulliciosos, tan convencidos de la victoria, habían enmudecido, aunque siguieran en sus asientos contemplando impotentes la tragedia que se cernía sobre su estadio.
Pero, de repente, un delantero deportivista, quizá Fran, quizá Bebeto (con la tensión del momento y desde su posición en el campo, Djukic ni siquiera pudo ver quién había sido), se internó decidido en el área del Valencia, regateó a un defensor, el defensa le zancadilleó y, ante el asombro de todos los que seguían el partido con el corazón en un puño desde todos los puntos de España y de Yugoslavia (los de Yugoslavia por culpa de él), el árbitro pitó penalty.
El campo se vino abajo. Los graderíos de Riazor, hasta esos momentos mudos, estallaron en un griterío como Djukic no había oído nunca antes; y eso que en Yugoslavia los aficionados al fútbol también gritaban lo suyo. A lo lejos, en el área del Valencia, los jugadores valencianistas rodeaban al árbitro protestándole el penalty -que, por cierto, había sido muy claro-, pero Djukic sólo oía el inmenso griterío que recorría el estadio. Penalty. Era verdad. El árbitro lo había pitado.
Algunos jugadores del Deportivo se llevaban las manos a la cabeza sin acabar de creérselo. Otros, como Liaño, el portero, se santiguaban. Aunque parecía imposible, el milagro se había consumado.
Mejor dicho: se podía consumar. El árbitro había pitado penalty, pero el penalty aún había que meterlo. ¡Ya ver quién era el guapo que lo tiraba en aquellas circunstancias! Fue Justo en ese momento, cuando calibró aquel trance, cuando Djukic se dio cuenta de que Donato no estaba ya en el campo. Hacía quince minutos que Arsenio le había sustituido por Alfredo jugándose a la desesperada la carta del ataque. Cuando el entrenador hizo el cambio, Djukic ni siquiera se fijó en él, entregado como estaba, igual que sus compañeros, a la difícil tarea de levantar el partido -un partido que se les escapaba-, pero ahora se daba cuenta de lo que suponía: que era él, precisamente él, el señalado por el destino para tirar el penalty.
De hecho, sus compañeros ya le buscaban con la mirada y, desde el banquillo, todos: Arsenio, el médico, el masajista, hasta los jugadores reservas -entre los que divisó a Donato-, le hacían gestos histéricos para que se dirigiera hacia la otra área. A Djukic le pareció que todo el estadio se apoyaba de repente sobre él.
Pese a ello, reaccionó con entereza. Aunque ninguno seguramente tan trascendental como aquél, a lo largo de su vida deportiva ya había vivido muchos momentos difíciles. Como cuando debutó en Primera (con el Rad de Belgrado, allá, en su país) o como cuando, con el Deportivo, consiguió el ascenso a la Primera División española en un final agónico en el que hubo hasta un incendio en los graderíos, en su primera temporada en el fútbol español.
Eso sin contar los que la otra vida, la de verdad, le había dado: el día que decidió dedicarse al fútbol abandonando el trabajo que tenía entonces y contra la voluntad de su padre, que prácticamente le echó de casa, el de su boda con Ceca -a la que conoció por aquella época-, el nacimiento de sus dos hijos (los seres que más quería) o la muerte de su hermano Milosav en accidente de tráfico.
Mientras cruzaba el campo entre el griterío del público y las palabras de ánimo de sus compañeros, que le daban consejos distintos y hasta enfrentados (¡por arriba!, ¡por abajo!, ¡a romper!, ¡colócala!, ¡vamos, Yuka! ...), Yuka, como le llamaban todos en La Coruña, quizá porque era más fácil, recordó el largo camino que había recorrido hasta ese instante, desde cuando jugaba en los prados de Stitar con los otros chicos del pueblo (todos más altos que él) hasta que fichó por el Deportivo buscando ganar dinero y huyendo de la guerra que asolaba su país.
En medio, perdidos entre las brumas del tiempo y de la distancia, quedaban los balones que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de estar todo el día jugando al fútbol (y que él reponía en seguida con el dinero que ahorraba); la bicicleta que aquél, chatarrero de oficio, le fabricó, sin embargo, con trozos de bicis viejas para que pudiera ir a entrenar cada día a Savac, la capital de la región, por cuyo primer equipo -el Macva, de Segunda División- ya había fichado; su primera decepción y su abandono del fútbol tras su fracaso en el Macva; su trabajo posterior, como palista en la estación del ferrocarril, trabajo que alternaba por las tardes con los entrenamientos del Zeleznikar, el otro equipo de Savac, al que le llevó Milinkovic, un jugador de su pueblo que había jugado en Primera, a cambio precisamente de aquel trabajo; su triunfo en el Zeleznikar y su vuelta al Macva -ahora ya como profesional- o, en fin, el primer dinero serio que ganó jugando al fútbol cuando, dos años más tarde, le fichó el Rad de Belgrado: dos millones y medio de pesetas con los que se compró su primer coche y amuebló la casa que su hermano Milosav le había hecho en Stitar.
Djukic todavía recordaba algunas veces -ahora con una sonrisa- el viaje en tren de regreso a SAVAK comentando con Ceca, con la que se acababa de casar, si les daría tiempo en toda su vida de gastar todo el dinero que acababan de pagarles. La verdad es que la suya no había sido una carrera fácil. Al contrario que otros, desde que empezó en el fútbol, todo lo había logrado a base de mucho esfuerzo; nadie le regaló nada. Aunque siempre, sin embargo -pensaba Djukic ahora mientras se acercaba al área-, había tenido suerte en los momentos cruciales.
Parecía como si una estrella lo iluminase. Si no, ¿cómo se explicaba el hecho de que siempre hubiese acertado en las decisiones más importantes, esas que determinan la vida de una persona, o que, en los momentos bajos, cuando todo le iba mal, algo o alguien le empujaran a seguir hacia adelante? Le pasó cuando Milinkovic le llevó a jugar al Zeleznikar (cuando él ya había decidido dejar el fútbol) o cuando Juan Ballesta, el ayudante de Arsenio en el Deportivo, le fue a buscar a su casa. En este caso, además, el azar ayudó también. Ballesta, por lo que él supo luego; había viajado a Belgrado para espiar al Estrella Roja y al Partizán (el Deportivo andaba buscando un líbero), pero, como se aburría en la ciudad, se fue a ver jugar al Rad, que jugaba sus partidos los sábados por la noche para no coincidir con los de aquellos.
Ese día, Djukic hizo uno de sus mejores partidos. Es más: tuvo hasta la buena suerte de debutar como líbero (hasta entonces, lo hacía siempre de pivote) en sustitución del líbero titular, que atravesaba una mala racha. Ballesta quedó tan impresionado que no sólo se olvidó del Estrella Roja y el Partizán, que eran los dos equipos que había ido a ver, sino que se quedó dos semanas más en Belgrado para seguir a Djukic, quien, por su parte, ni siquiera sabía que alguien le estaba espiando. Lo supo a los pocos días, cuando Ballesta se presentó en su casa para ofrecerle fichar por el Deportivo de La Coruña, una ciudad y un equipo que Djukic oía nombrar por vez primera en su vida; ni siquiera sabía casi dónde quedaba España en el mapa.
De hecho, rechazó en un principio la oferta (tenía ya otras de equipos más importantes, como el Paris Saint-Germain francés o el Standard de Lieja belga) e incluso se escondía cuando veía el coche del ojeador español aparcado ante su casa para no tener que hablar con él. Aunque, al final, acabó aceptando: quería ganar dinero y las ofertas de aquellos no terminaban de concretarse. Si entonces -pensaba Djukic ahora- el azar y su buena estrella le iluminaron (desde que llegó al Deportivo todo habían sido éxitos), ¿por qué no habrían de hacerlo ahora que se enfrentaba al momento de su vida deportiva posiblemente más importante?
Cuando el árbitro le dio el balón (le miró, por cierto, un instante, como si le compadeciera), Djukic ya estaba decidido a tirar aquel penalty. No tenía, además, otra elección. Podía, ciertamente, todavía echarse atrás (otro, en su situación, quizá lo hubiera pensado) y pasarle la responsabilidad a otro compañero, a Bebeto, por ejemplo, que para algo era la estrella del equipo y el que más dinero cobraba, pero Djukic no era de los que se arrugaban. Desde que jugaba en Savac con apenas quince años, era de los que siempre daban la cara. Y, además, sus compañeros nunca se lo hubiesen perdonado. Como tampoco -pensó- le perdonarían en el caso de que fallase.
Cogió el balón y lo apretó con las manos. Lo hacía siempre en esos casos, como para asegurarse de que tenía aire. Aunque al que le faltaba el aire era a él.
Sentía como si el pecho se le estuviese cerrando. A su lado, un compañero le daba todavía algún último consejo (¡por abajo, junto al palo!, ¡Vamos, Yuka!...) y el árbitro le decía lo que siempre dicen los árbitros en esos casos: que no hiciese nada extraño, que no se detuviera a mitad de su carrera, que esperase a tirar a que él pitase..., pero él no les oía.
Ni siquiera oía ya el griterío del público, que se había ido apagando poco a poco, a medida que el instante decisivo se acercaba. Djukic sólo oía ya el palpitar de su corazón y el zumbido entrecortado de su respiración ahogada. Fue la primera prueba que tuvo de que estaba más nervioso de la cuenta.
Intentó recobrar la calma. Respiró hondo buscando aire y sintió cómo éste se agolpaba en su diafragma. No podía llegar a los pulmones; era como si aquél se le hubiese bloqueado. Djukic volvió a intentarlo.
Posó el balón en el suelo, en el punto de penalty, y retrocedió unos pasos. Frente a él, a mitad de camino entre el penalty y la portería, el árbitro le daba ahora las advertencias correspondientes al portero del Valencia (por primera vez en todo el partido, Djukic se fijó en él; hasta entonces, sólo se había fijado en que llevaba un jersey azul) e imaginó, para consolarse, que a éste tampoco le llegaría el aire hasta los pulmones, porque estaría tan nervioso como él en ese instante. La suposición no bastó para tranquilizarle, pero sí al menos para que comenzase a pensar en el penalty. Hasta entonces, había sopesado una por una todas las circunstancias de aquel momento, pero no en cómo iba a tirarlo.
A veces, en los entrenamientos -recordó Djukic entonces- él y sus compañeros habían imaginado aquella posibilidad como un juego, como una hipótesis tan lejana que incluso se divertían imaginándola: último minuto de un partido, empate a cero o a goles y el árbitro pita un penalty. ¿Quién lo tira? ¿y cómo? Djukic y sus compañeros (del Deportivo de La Coruña y de todos los equipos en que había jugado antes) lo habían imaginado muchas veces, siempre como una posibilidad, pero ahora aquella hipótesis no era una posibilidad, y mucho menos un juego. Ahora, la hipótesis de los entrenamientos se había hecho realidad y en las peores circunstancias en las que podía darse: en el último minuto del último partido de una Liga que se jugaba precisamente en aquel penalty.
Djukic, en esos casos -recordó entonces también-, era el primero en tirarlo. Le gustaba tirar penaltys porque era la única manera que tenía de recordar sus tiempos del Macva, y antes aún: de los partidos con el equipo del pueblo, cuando, por su pequeña estatura, jugaba de delantero. Hasta los quince años, de hecho, era tan diminuto que la gente iba a mirarlo, admirada de ver a aquel chiquillo que volvía locos a los contrarios pese a que a algunos de ellos apenas les llegaba a la cintura. Pero, a los quince años, estando ya en el Macva, Djukic empezó a crecer (en un año solamente creció 20 centímetros) y los entrenadores comenzaron a retrasarle, primero al centro del campo y luego ya a la defensa, para aprovechar su estatura y su poderío físico ante los delanteros contrarios. Pero él siempre prefirió el juego de ataque.
Le gustaba coger el balón, bien del portero o bien de algún compañero, que se lo pasaban para que lo jugara, y, con su depurada técnica, cruzar el campo con él hasta la portería contraria regateando a cuantos le salían al paso; lo cual le había causado más de una bronca de sus entrenadores, que veían con temor cómo arriesgaba el balón y cómo dejaba huecos a sus espaldas (Arsenio, incluso, le había prohibido pasar del medio campo), aunque su natural instinto le llevara a repetir sus arrancadas en cuanto se le presentaba otra oportunidad. Por eso, le gustaba subir a rematar los córners (a lo que sí estaba autorizado) y, por eso, en los entrenamientos, era el primero en tirar los penaltys. Lo hacía siempre muy suave, a la izquierda o a la derecha, colocando el balón y engañando al portero con la mirada.
Pero ahora era distinto. Ahora se estaba jugando el futuro de la Liga y de su equipo (por no hablar del suyo propio) y no era momento para florituras. Era mejor tirar a romper, olvidarse de la técnica y de lo que decía su madre y pegarle al balón con todas sus fuerzas para asegurarse al menos que nadie le diría nada. Porque, si el balón entraba, nadie se iba a fijar en si iba bien o mal tirado (lo importante es que había entrado) y, si no, daría lo mismo: la decepción iba a ser tan grande que durante toda su vida la seguiría recordando. Pero, al menos, nadie podría decirle que la había provocado él por quererse lucir en aquel trance.
No le dio tiempo a seguir pensando. De repente, Djukic oyó el silbato del árbitro y comprendió con angustia que el momento decisivo había llegado. Frente a él, la mancha azul del portero llenaba toda la portería (que hasta entonces le había parecido inmensa: siempre pasaba lo mismo) y a su lado ya no vio a nadie. Sólo otra mancha -la mancha negra del árbitro-, que esperaba también a su derecha, junto a la raya del área. Los demás: los jugadores de ambos equipos, el público, hasta los policías y los fotógrafos que hasta ese instante se amontonaban por centenares detrás de la portería habían desaparecido. En el estadio de Riazor -y en el mundo- sólo estaban ya él, el portero y el árbitro.
Djukic comenzó a correr sin saber todavía cómo tirar el penalty. Ya no podía pensar; ya era tarde para todo. Le dio al balón sin mirarlo, como si le pegara al aire (el aire que a él le faltaba), y durante unos segundos, que a él le parecieron eternos, larguísimos, interminables, miró cómo se alejaba en dirección a la portería donde la mancha azul del portero comenzaba lentamente a desplazarse. Ni siquiera vio adónde iba; no vio cómo lo paraba. Sólo vio que, de repente, el campo volvió a rugir, después de varios segundos mudo, y el portero del Valencia, que había vuelto a levantarse, comenzaba a correr ya dar saltos de alegría mientras sus compañeros de equipo corrían a abrazarlo. Había parado el penalty.
Los compañeros de Djukic tardaron más en hacer lo mismo con él, pero él ni llegó a enterarse. Arrodillado en el césped, como un boxeador caído, sólo pensaba en huir de allí mientras se repetía a sí mismo, como cuando se mató su hermano, lo que su padre solía decir de la vida cuando la vida le golpeaba: tanta pasión para nada.